El sol se filtraba intermitentemente por entre un cúmulo de nubes otoñales, preñadas de lluvia, cuando la familia regresaba a Rosshalde después del sepelio. La madre venía rígidamente sentada en el coche con las huellas del llanto en su rostro. Albert, con los ojos enrojecidos le oprimía una de sus manos.
—Bien —venía diciendo el pintor en tono alentador— mañana partiréis. No hay que preocuparse por nada. Yo me encargaré de todo. ¡Hay que tener ánimo! Ya vendrán tiempos mejores…
Lentamente entraron a la casa. La servidumbre, enlutada también los esperaba en silencio.
Por orden de Veraguth había quedado cerrada la habitación de Pierre.
Los tres tomaron una taza de café.
—Les reservé habitaciones en Montreux —informó el pintor—. Todos tendremos que hacer un esfuerzo para reanimarnos. Yo saldré de viaje al terminar todos los arreglos. Robert se quedará a cuidar la casa.
En realidad, nadie lo escuchaba. Estaban envueltos en una onda de apatía y de frialdad. Adele, bajos los ojos, se había encerrado en su íntimo dolor y nada la sacaba de su ensimismamiento. Albert seguía silencioso.
Desde la muerte de Pierre se había perdido la concordia que se había establecido durante su enfermedad. Reinaba una completa indiferencia. El pintor era el único que decidido a cumplir con el papel que se había impuesto conservaba la máscara hasta el final. Temía que Adele sufriera una crisis nerviosa que obstaculizara sus proyectos a la última hora.
Ansiaba que llegara la hora de partir. En su modesta habitación se sentía más solo que nunca. Adele se quedó en la casa grande preparando el equipaje. Johann escribió varias cartas, informando sobre la muerte de Pierre, notas a su abogado y al banco. Entre los papeles de su escritorio estaba el último retrato que había hecho del niño.
Largo rato contempló el dibujo, con esas mejillas abatidas, párpados hundidos, labios cerrados, sus pequeñas manos tan pálidas y descarnadas. Guardó el retrato y salió. El parque ya estaba a oscuras. Las ventanas iluminadas de la casa principal no le atraían. Pero en cambio, bajo los castaños, en la pequeña glorieta, en la rosaleda vibraba un hálito vivo evocador de Pierre. Recordó el episodio del ratoncito, la alegre charla del niño sobre las mariposas y el nombre de las flores. Siguió hasta el patio contiguo, por la perrera, bajo los tilos donde aún estaba presente el pequeño. Lo veía en sus juegos, escuchaba el eco de su risa infantil. Aquí había desarrollado su personalidad, su carácter independiente. Sus horas de solitarios quizás lo hicieran imaginar mil cosas, sentirse a veces abandonado e incomprendido.
En la oscuridad, Johann recorrió todos los rincones predilectos del chico. Se emocionó al encontrar entre la arena su pala de juguete. Sumido en profunda amargura, dio rienda suelta a su dolor y lloró con angustiosos sollozos.
Al día siguiente conversó con Adele.
—Mujer, debes consolarte. Recuerda que Pierre ya me pertenecía. Tú me lo habías cedido y ahora te repito mi agradecimiento por ese gesto tan noble de tu parte. Aunque sabía que estaba condenado sin remedio, tu acción fue admirable. Ahora debes organizar tu vida sin precipitaciones. Conserva Rosshalde; quizás te arrepientas algún día si lo pierdes. Consulta al notario en todo caso. En el estudio no hay más que cuadros, que mandaré recoger más tarde.
—Gracias, Johann. ¿Pero de veras piensas en no volver jamás a Rosshalde?
—Jamás. No tendría sentido; pero debo advertir que me marcho sin el menor rastro de rencor. Estoy convencido y lo lamento de veras de haber sido yo el único culpable.
—No, no hables así. Aunque fuera cierto, tus palabras serían siempre para mí un tormento y un reproche. Ahora seguirás viviendo solo y sin Pierre a tu lado… yo comprendo mi culpa de lo sucedido…
—Escucha, Adele: toda la culpa que ambos pudiéramos tener, la hemos expiado al máximo con lo que hemos sufrido. Vivamos, si esto fuera posible, en paz. Todo ha quedado saldado, nada hay por reclamar. Tú tienes a Albert y yo mi trabajo.
Veraguth hablaba con tal aplomo y objetividad que Adele logró controlarse, pero sin dejar de pensar en una remota posibilidad de renovar su original vinculación con el pintor, de olvidar diferencias y recriminaciones. Pero en el fondo comprendía su final decisión. Todo lo pasado era un terreno yermo, su propia alma había perdido anhelo y vigor. En su estado de pasividad, dejó que Johann dispusiera todo lo que había que hacer y se conformó con su metódico sistema de arreglar las cosas.
No se habló de divorcio. Todas esas medidas legales se podían posponer.
Por la tarde de ese día llegaron a la estación, donde Robert ya tenía todo listo para el viaje. El pintor tuvo la suficiente presencia de ánimo para actuar con toda eficacia. Los llevó hasta el vagón, les compró revistas para el viaje. Los dejó bien instalados y esperó al pie de la ventanilla hasta la salida del convoy. Agitó la mano despidiéndolos hasta perder de vista el tren.
A su regreso, comentó un poco con su hombre de confianza sobre su situación familiar. En casa lo esperaba el carpintero que terminaba el embalaje de sus cuadros.
Sentía ansia de salir de viaje, de huir de Rosshalde. Pero antes deambuló por el estanque y por el bosquecillo, dejando que Robert organizara todo en casa, ayudado por una de las doncellas de servicio, para cubrir los muebles y cerrar las habitaciones.
Siguió paseando lentamente por el estudio, revisó su escritorio y finalmente regresó a la orilla del estanque.
Tantas veces había recorrido esos lugares que siempre recordaría con melancolía. Pero su aislamiento era voluntario. Sintió ahora el frío de la estación, vio el cúmulo de hojas amarillentas que palidecían ante la amenaza de las lluvias. No tenía a nadie a quien cuidar en tan bello lugar, se sentía decaído no sólo físicamente sino por una fatiga indescriptible en el alma. Era desconcertante que en ese ámbito tan hermoso había enterrado los últimos fulgores de su animosa juventud.
Sumergido en sus pensamientos, trató de interpretar el cauce de los hilos invisibles de su existencia, sus motivaciones y desenvolvimiento en un plano de serenidad y análisis imparcial. Llegó a la conclusión de que había vivido, quizás con los ojos vendados; que la vida había pasado de largo sin captarla ni apreciarla en su verdadera amplitud, sin valorizarla, ni sentirla. Verdaderamente, nunca había sentido la fuerza del amor hasta que todo su ser reaccionó con el cariño de su hijo Pierre, que el destino le arrebatara sin misericordia. En su pequeño Pierre había finalmente encontrado su verdadero anhelo y devoción por la vida.
Ahora, lo único que le quedaba era su arte, del cual era dueño. Además, tenía el consuelo de viajar, olvidado del suicidio, y de entregarse por completo a observar, captar y crear con realismo. Esto era el saldo final de su vida, de una existencia llena de penumbras y soledad. Viviría en el mundo de sus cuadros y de su arte.
Con especial placer aspiraba el aire húmedo del parque, y a cada paso que daba sentía con más fuerza el deseo de sepultar el pasado, de quemar su nave, de iniciar un nuevo sendero. Tampoco sintió resignación, había que enfrentarse a la vida con toda energía y pasión. No más ensayos, no más errores, seguiría su nuevo derrotero por escabroso que fuera. Sí, decididamente decía adiós a su juventud. Estaba solo, desnudo bajo la luz de una nueva aurora. Pero se hacía tarde y no quería perder ni un solo momento de las bellas horas que quizás el destino le deparara en lo futuro…