XVII

Durante varios días, el estado de Pierre continuó siendo igual. Sufría espasmos una o dos veces al día por los agudos dolores, para luego caer en un estado de semiinconsciencia. Había pasado el buen tiempo y ahora los días eran fríos, y caían copiosas lluvias y tormentas.

Esa vez, el pintor había podido dormir profundamente en su propia cama. Al despertar, se dio cuenta mirando por la ventana del cambio del tiempo. Los últimos días se había sentido fatigado y febril. Aspiró el aire frío y el olor a tierra mojada. Llegaba el otoño y Johann lo presentía por su sentido especial para el cambio de estaciones.

Se puso el impermeable y salió para la casa grande. Pierre había despertado temprano, pero volvió a dormirse. Johann desayunó acompañado de Albert, que ahora se manifestaba afectuoso y preocupado por su hermano, aunque procuraba disimularlo. Por fin, Albert se marchó a su cuarto para preparar sus tareas y estudios preparatorios y Veraguth entró en la alcoba de Pierre.

En esos días, más de una vez Johann había deseado que terminara ese suplicio del niño, que ya no hablaba y su aspecto se deterioraba continuamente. No había esperanzas, pero el pintor no dejaba un solo minuto de velarlo junto a su cama. Le dolía pensar en las veces que el chico lo visitara en su estudio y siempre lo encontraba ocupado, sin fijarse bien en la charla del niño, que ahora añoraba. Ante el espectro de la muerte que rondaba por la habitación, y a pesar de tantas sacudidas y sucesos, no quería separarse ni un instante de su lado y atento a atender a Pierre a toda hora.

Esta vez, su celo se vio recompensado porque Pierre abrió los ojos, le sonrió y le dijo en voz queda:

—¡Papá!

Al escucharlo, el pintor se conmovió hasta lo más profundo de su corazón; gozaba con ese tono dulce y anhelante del niño. Los días anteriores sólo había escuchado quejidos o lamentos por los continuos accesos de dolor…

—¡Pierre, hijito mío!

Se inclinó y lo besó levemente en los labios. Notó que su semblante era más saludable, la mirada más clara y había desaparecido la arruga en la frente.

—¿Te sientes mejor, hijo mío?

Pierre le sonrió con cierto asombro, Johann le tomó la manita débil y pálida.

—Ahora tienes que desayunar, y luego te contaré un cuento.

—Sí, sí… ese del caballero de la espuela y los pájaros en el verano…

Veraguth veía como un milagro que el chico hablara y le sonriera. Le trajo el desayuno que Pierre comió de buena gana, incluso aceptó otro huevo. Al terminar pidió su libro de estampas. Johann abrió las persianas. La luz mortecina del día lluvioso penetró al cuarto. Pierre probó a sentarse un poco y no sintió molestia. Contempló las ilustraciones, pero poco a poco se cansó de la posición y le dolieron los ojos. Le pidió al papá que le leyera algo del texto, comenzando con el cuento del pobre arriero y el boticario:

¡Boticario, boticario!

¡Por piedad dadme un ungüento!

¡Tengo el cuerpo desgarrado!

¡Ved que valerme no puedo!

Veraguth se esforzaba por recitar los versos con entonación y con la frescura y picardía del relato. El chico le seguía sonriendo agradecido. Sin embargo, parecía que los versos hubieran perdido su primitivo encanto, cuando los escuchara la vez anterior tan complacido. Esos hermosos días luminosos del pasado, aquellas risas y alegrías que no habrían de volver…

Inconscientemente, Pierre proyectaba su imaginación a su propia niñez, a su niñez reciente e indudable de unos días atrás, porque había dejado de ser un niño, era un enfermo que de algún modo intuía que a su alrededor merodeaba el espectro de la muerte.

Sin embargo, esa mañana se anunciaba brillante después de la negrura de los días pasados. Estaba tranquilo y sin molestias. Johann cobró esperanzas y sintió alivio. Quizás el chico se salvaría, a pesar de todo… y si así fuera, sería sólo para él…

El doctor lo visitó sin incomodarlo esta vez con exploraciones o preguntas. Después entró Adele que había pasado la noche en vela vigilándolo. Al ver su inesperada mejoría lo estrechó jubilosa y lloró de alegría. Albert también participó del regocijo general.

—Parece un milagro… ¿no está usted sorprendido, doctor?

El médico sonrió. No contradijo al pintor pero tampoco manifestó el entusiasmo esperado. Veraguth volvió a desconfiar. No le quitaba la vista de encima, mientras el médico observaba profesionalmente a Pierre. Luego salió y dio instrucciones a la enfermera. Aunque no pudo captar lo dicho por el doctor, su tono confidencial y serio le hizo ver que el peligro no había pasado.

—Doctor, ¿no confía usted mucho en ésta mejoría?

El médico hizo un gesto vago y le dijo:

—Alégrese de que Pierre pase algunas horas sin molestias; confiemos que sean muchas.

Pero sus ojos y expresión no dejaban traslucir una verdadera esperanza.

Veraguth regresó al cuarto de Pierre. Adele le contaba la historia de la Bella Durmiente en el Bosque. El chico prestaba atención al relato. Al terminar, se le preguntó si quería algún otro cuento. Rehusó. Parecía cansado. La mamá salió a la cocina y el pintor cogió la manita de Pierre, que de cuando en cuando levantaba la vista y miraba cariñosamente a su padre.

—Ya estás muy mejorado, hijo mío…

Pierre se ruborizó un poco, jugueteó débilmente con la mano del papá.

—¿Me quieres mucho, papá?

—Sí, mucho. Tú eres mi tesoro. Cuando te levantes pasearemos juntos todo el tiempo.

—¡Qué bueno, papá! Fíjate que una vez estuve solo en el jardín y nadie me quería. Tú tendrás que quererme mucho… sobre todo cuando tenga los dolores… son terribles…

Había cerrado los ojos. Su voz era apenas perceptible.

—Sí —continuó murmurando el niño— tenéis que acompañarme siempre. Yo seré bueno y ya no me reñiréis. Díselo también a Albert. —Abrió un momento los ojos, pero su mirada era turbia, tenía las pupilas muy dilatadas.

—Sí, hijo mío; pero ahora duerme. Estás muy cansado. Duerme, mi niño…

Veraguth comenzó a arrullarlo, como tantas veces lo había hecho antes. El chico pareció dormirse.

Una hora después entró la enfermera a cuidarlo. Esperaban al pintor en la mesa para almorzar. Ensimismado, tomó la sopa. No dejaba de pensar en el dulce cuchicheo de Pierre antes de dejarlo. ¡Cuántas veces había desaprovechado la ocasión de estar con él, de gozarlo, de atenderlo con cariño!

Al ir a tomar un poco de agua, llegó desde la alcoba de Pierre un grito desgarrador que alarmó a Johann. Todos se levantaron sobresaltados. En par de zancadas, Veraguth llegó al cuarto del enfermo.

—¡La bolsa de hielo! —gritó la enfermera.

Pero el pintor no escuchaba sino el eco terrible, desesperado del grito del pequeño. Se precipitó sobre la cama. Pierre yacía mortalmente pálido, con la boca horriblemente contraída, los miembros arqueados por el espasmo, los ojos petrificados por un pavor irracional. Súbitamente lanzó otro grito, más salvaje aún. Se apoyo sobre la cabeza y los pies, arqueó su cuerpecito rígido. Luego se dejó caer sobre el colchón, para volver a arquearse en garras del dolor.

Todos permanecieron inmóviles, horrorizados. No sabían que hacer. La enfermera logró poner un poco de orden al seguir sus instrucciones. Veraguth se puso de hinojos junto al lecho y sujetaba al niño para evitar que se lastimara con las convulsiones; pero a pesar de sus esfuerzos, la mano del niño dejó huellas de sangre en el barandal de la cama. Pierre se desplomó rendido, se puso boca abajo en la cama y mordiendo la almohada comenzó a golpear el colchón con la pierna izquierda con movimientos bruscos como si quisiera patear a un enemigo imaginario. Repitió ese tamborileo diez, veinte, cien veces…

Las mujeres trataban de arreglar la cama desordenada. Ordenaron que Albert saliera. Johann seguía arrodillado y alarmado al ver la regularidad y simetría del golpeo con la pierna del niño. Era increíble, ahí estaba ahora su hijo que momentos antes le había sonreído con cariño, con esa leve súplica conmovedora… y que ahora se debatía como un organismo mecánico, como un juguete trágico y que se arqueaba por el dolor y la impotencia…

—¡Hijo mío! —exclamaba el pintor desesperado—. Estamos contigo, aquí a tu lado, vamos a curarte…

Pero ya no había señales de que sus labios se abrieran para comunicarse. Ya no llegaba a su alma ninguna exhortación, ningún arrullo, ninguna promesa que traspasara el muro siniestro e infranqueable de la muerte. Pierre vagaba en otro mundo, transitaba por un sendero plagado de dolores, por un valle infernal; quizás quisiera gritar pidiendo auxilio a su padre, que se debatía frenético e impotente a su lado…

Todos se dieron cuenta de que era el fin. La guadaña siniestra se cernía sobre el pobre niño; todo alrededor de Rosshalde respiraba su hálito fatal y ominoso. La servidumbre se desesperaba afuera de la estancia sin saber qué hacer; el perro correteaba en el jardín lanzando aullidos lastimeros.

Se le administraron a Pierre todos los auxilios posibles, la bolsa de hielo sobre la frente, los calmantes… pero todo fue en vano, ya no recobró el conocimiento; su cuerpo se estremecía y apenas se escuchaban sus débiles quejidos. Con ritmo mecánico golpeaba con la pierna sobre el colchón sin cesar.

En ese estado pasó la tarde y la noche. En la madrugada, el inerme combatiente finalmente sucumbió al implacable enemigo. Los padres vieron su rostro demudado y comprendieron que era la hora del tránsito. Johann puso la mano sobre el pecho del niño y sintió que su corazón ya no latía, pero no la retiró hasta darse cuenta del frío mortal de la criatura. Consternado, tomó ambas manos de Pierre y las juntó con las de su mujer.

—¡Todo ha terminado! —balbuceó quedamente.

Logró sacarla de la habitación y ponerla en manos de la enfermera. Luego, estremecido por los sollozos volvió al lado de Pierre para arreglar un poco el lecho mortuorio y la postura del cuerpo inerte. Con Pierre había muerto también la mitad de su vida.

Más tarde, mecánicamente y con resignación dispuso todo lo necesario. Dejó a la enfermera para que velase al niño y se fue a su habitación donde durmió un rato desfallecido. Al despertar, se propuso terminar el último dibujo que pensaba hacer de Rosshalde: el perfil de Pierre. Regresó al cuarto del niño, descorrió las persianas y dejó entrar la luz sobre el cuerpo inerte y el rostro lívido de la criatura. Sentado al borde de su cama trazó por última vez aquellos rasgos faciales que tan bien conocía, ahora desdibujados por el fatal desenlace, pero que todavía acusaban la huella de un dolor inimaginable.