Cerca del medio día llegó Robert al sitio donde estaba pintando Johann, para ayudarlo a recoger los útiles de trabajo. Con el último boceto trazado, el pintor calculaba que le tomarían ya pocos días de labor para culminar el cuadro. Pensaba volver por la mañana para un nuevo apunte sobre la luz.
Robert le entregó un papel y le dijo que le habían encargado traérselo de parte del médico.
—Bien, Vámonos.
Robert se puso en marcha con el menaje a cuestas, mientras Veraguth se detuvo para abrir el sobre con el mensaje. Presintió malas noticias. Era una tarjeta del doctor, escrita a toda prisa con lápiz y que decía: «Le ruego venga a verme esta tarde para que hablemos acerca de Pierre. Su indisposición es más seria de lo pensado, pero no lo quise informar a su esposa, procure no atormentarla hasta que hayamos hablado».
Hizo un esfuerzo para dominar el miedo que lo invadía. Releyó la nota. Esa seriedad del caso, alguna malignidad oculta. Consideraba a Adele como una mujer fuerte. ¿Podría resistir el informe? ¿Y si Pierre moría? Pero no, no era tan definitivo. La palabra «indisposición», por ejemplo, no acusaba algo fatal. Quizás el médico pretendía internar al chico en alguna clínica.
Se fue tranquilizando al caminar, pero seguiría el consejo del doctor y no hablaría con Adele. Entró con impaciencia a su estudio, sin lavarse siquiera las manos dejó el lienzo húmedo sobre el caballete y marchó de prisa a la casa. En la alcoba del niño estaba Adele. Besó a Pierre en la frente.
—Buenos días, hijo mío. ¿Cómo te sientes?
Pierre le sonrió débilmente. Percibió el olor a pintura y exclamó:
—¡Vete, papá, vete! Hueles muy mal…
—Vamos, mi niño, es sólo el aguarrás —dijo Johann haciéndose a un lado—. Escucha, papá vino a verte de prisa y por eso no se lavó; ahora lo haré y volveré a verte.
Al bajar no pudo menos que lamentar el tono de queja del niño. Durante el almuerzo le informaron lo dicho por el médico; pero no quiso comentarlo con Albert. Al terminar se fue a la habitación del chico y pasó media hora junto a su lecho. Lo veía tranquilo, aunque de cuando en cuando arrugaba la frente como bajo un dolor interno. Lo observaba con cuidado, veía su boca apretada y en la frente despejada de la criatura había una arruga vertical entre los ojos, que seguramente se borraría cuando se aliviara. Claro que se curaría viviendo con su encanto personal y su natural alegre. Se convertiría en un joven apuesto y luego en un hombre brillante que llevaría en su vida el sello y la proyección y el cariño de su padre.
Pero por ahora habría que soportar muchas amarguras y esperar a que todo se arreglara y se olvidara con el niño; pero a pesar del dolor interno que sentía no vacilaba en su decisión y aguardaba la liberación. Seguía firme en su renuncia a su presente existencia. Ya no tendría amor, pero tampoco dolor. Sabía que los últimos días serían críticos, amargos, pero al fin tomaría el nuevo sendero; no se acobardaría por las postreras penalidades. Tenía que alcanzar la libertad ansiada por su alma. Soportaría todo sufrimiento.
Dejó de pensar y decidió visitar al doctor. Se despidió con leve movimiento de cabeza de Pierre. Fue a la habitación de Albert y llamó a la puerta. Quería que el muchacho lo llevara a la ciudad. El muchacho se incorporó al ver entrar a su padre con gesto de asombro.
—Albert —dijo el pintor—, vengo a pedirte un favor. Quiero que me lleves a la ciudad. ¿De acuerdo? Magnífico, pues ordena que enganchen los caballos. Tengo algo de prisa. ¿Quieres fumar?
—Sí, gracias, papá. Ahora me encargo del coche…
Poco después llegaron a la ciudad. Johann se apeó, elogió al muchacho por su progreso al llevar las riendas y le dijo que él regresaría más tarde a pie.
El médico vivía en un barrio tranquilo y elegante, que a esas horas estaba solitario. A su paso vio una pipa de agua para el riego de las calles y a dos chiquillos que gozaban con el chorro, salpicándose alborozados. Algún estudiante practicaba el piano. Veraguth no gustaba de calles desiertas porque le recordaban su pasada pobreza infantil, las casuchas estrechas en las que había vivido, con toda clase de olores a guisos, con tendederos de ropa, jardincillos escuetos y descuidados.
Lo recibieron en el vestíbulo, que estaba adornado con grandes cuadros bien enmarcados. Había un discreto olor a clínica. La joven enfermera, en su inmaculada bata blanca, fue la que pasó la tarjeta del pintor al médico. Apenas comenzaba a hojear las acostumbradas revistas ajadas y viejas de un consultorio, cuando lo hicieron pasar al despacho. El médico se incorporó de su asiento, detrás del elegante escritorio sobre el cual descansaba un hermoso reloj de mármol con su marco de vidrio protector en la esfera.
—Querido maestro —comenzó diciendo el doctor en tono confidencial—. No me gusta nada el estado de Pierre. ¿Ha notado usted con anterioridad algún trastorno especial, además de dolores de cabeza, incomodidad a los ruidos, desgano para los juegos? ¿Alguna aversión a olores fuertes, a las pinturas, etc.?
Veraguth le contestaba mecánicamente, sin precisar sus propias sensaciones, pero siempre atento a la más mínima reacción del médico, que cuidadosamente tomaba notas. El silencio del gabinete era ominoso y sólo se escuchaba el incesante tic tac del reloj en el aposento.
El pintor, desconcertado, sudaba y pensaba que de algún modo debía averiguar la verdad ante este profesional frío y hierático. Trataba de acallar sus propios presentimientos y dudas.
—¡Dígame, doctor!, ¿qué es lo que realmente le pasa al niño? ¿Es algo grave?
El doctor lo miró con expresión desmayada, el tono de su voz era apenas perceptible.
—Desgraciadamente, así es, señor Veraguth…
A pesar de su control de experiencia profesional, el médico parecía eludir la mirada penetrante del pintor; se notaba una peculiar expresión en su rostro, una dolorosa preocupación, una carencia de seguridad, un aire de duda. Resistía la mirada candente de Veraguth porque éste parecía al borde de un desmayo, contra lo cual luchaba sombríamente por dominar. No se decidía a preguntar en concreto, le faltaban palabras que al fin pudo articular.
—¿Pero qué es lo que tiene Pierre, doctor? Por favor explíquese. ¿Es algo mortal?
El médico adoptó un tono más confidencial, acercó su silla a la del pintor y le dijo:
—Eso no se puede predecir, pero no creo engañarme al señalar que Pierre está muy grave…
—¿Pero puede morir? Necesito saberlo doctor…
Johann se levantó de su asiento y se plantó frente al doctor con aire amenazador. El médico lo tomó de un brazo para calmarlo y le dijo en voz grave:
—Sería irrazonable afirmarlo. Los médicos no somos árbitros de la vida, antes bien, tenemos siempre esperanza mientras el enfermo respire. ¿Qué sería de la ciencia médica si perdiéramos la fe?
—¿Pero qué es lo que tiene mi Pierre?
El médico tosió quedamente y repuso:
—Meningitis, si no me equivoco…
Veraguth quedó inmóvil; luego se incorporó otra vez y le preguntó si la meningitis era curable.
—Todo es curable, señor mío. Hay personas que mueren de un simple dolor de muelas, y otras que sobreviven a los ataques más terribles y malignos.
—Entiendo, doctor. Entonces Pierre se salvará. Le agradezco su confianza y las molestias que le causamos… pero quedamos en que la meningitis se puede curar ¿no es verdad?
—Mi estimado señor…
—Doctor, supongo que habrá tratado varios casos en que se salvaron los enfermos… ¿Cuántos fueron, dos, tres…?
El médico no respondió. Se puso a rebuscar algo en su escritorio.
—Señor mío. No pierda los ánimos. No podemos asegurar que el niño se salve porque su caso es grave, pero haremos todo lo posible para aliviarlo. Necesito la colaboración de todos. Iré hoy por la noche; mientras, lleve usted este somnífero para usted y procure dormir un poco. El chico necesita reposo total… y tomar alimentos nutritivos…
—De acuerdo, así se hará…
—Escuche, si Pierre tiene dolores, dele un baño en agua templada y luego abríguelo bien. Si tienen hielo en casa usen una bolsa sobre su cabeza. No hay que desesperar, señor Veraguth. Todos habremos de ayudar.
El pintor salió un poco más confiado. Rechazó el ofrecimiento del doctor para que se llevara su coche y dijo que prefería regresar a pie. Se despidió agradecido.
La calle seguía desierta. El estudiante repasaba sus escalas en el piano. Solamente había pasado media hora con el doctor. Se dio a caminar sin rumbo por las callejuelas de la ciudad, entre casuchas miserables y sucias, donde se respiraba el miedo a las enfermedades, a incontables dolencias, a una vida sin alegrías… mientras que en Rosshalde se podía gozar del esplendor de la naturaleza, del aire del campo y de las montañas, bajo un cielo limpio que hacía imposible pensar en la muerte, donde se respiraba optimismo.
Johann llegó a casa sumamente cansado. El doctor había estado ya con anterioridad a su llegada. Encontró a Adele tranquila y supuso que no le habían informado sobre la terrible dolencia de Pierre.
A la hora de sentarse a la mesa, el pintor comentó con Albert algunos tópicos, a los cuales el muchacho asentía sin comentar. Ni él ni su madre advirtieron el cansancio del pintor, que con amargura pensaba: «bien podría estar yo a las puertas de la muerte y mi gente ni siquiera lo notaría… y eso que se trata de mi esposa y de mi hijo mayor, mientras mi pobre Pierre se consume…».
No, no podía vencer esta obsesión, quizás era lo justo y él tenía que apurar hasta la última gota del cáliz, fingir y charlar sobre temas insustanciales, mientras el pobre niño se agotaba. ¡Ah!, y si llegara a sobrevivirle y se fuera, ya no le quedaría vinculación pendiente en Rosshalde, sino la visión de crear una de sus obras más perfectas, porque por su fogosidad presentía que sería la última.
Todo su ser se sentía embargado por la voluptuosidad de un dolor indefinible, de un dolor puro y lacerante que antes nunca había experimentado, pero en el que descartaba su anterior vida artificial e insincera, aunque en el naufragio de su dolorosa experiencia, en el fondo no llegaba a sentir ni la sugerencia de la represión, ni podía verter una lágrima.
Esa noche la pasó sin moverse junto a la cama de Pierre, en la que dormía a intervalos y despertaba repentinamente al presentir y darse cuenta del dolor de su chiquitín. Pudo columbrar su destino, ver que podría desaparecer de su existencia lo más bello y genuino, lo que más amaba, la euforia de su cariño más íntimo…