XIII

Desde que el pintor se instaló en sus habitaciones junto al estudio, muy rara vez lo visitaba su mujer ahí, y se sorprendió grandemente al verla llegar agitadamente, sin siquiera llamar a la puerta. Lo invadió la angustia al presentir una mala noticia y automáticamente preguntó:

—¿Qué le pasa a Pierre?

—Creo que está muy malito. Actúa en forma extraña y volvió a vomitar. Tienes que buscar al médico.

Inconscientemente, Adele pasó la vista por el amplio taller y se fijó en el nuevo cuadro, sin reparar en las tres figuras centrales, obviamente reconocibles. Ahí se respiraba el áspero ambiente de la estancia, refugio de su marido y causa de su abandono, prevalecía la misma soledad que ella sentía en la casa grande. Haciendo un esfuerzo trató de responder a las preguntas atropelladas que le hacía el pintor.

—Por favor ordena que venga un auto, así llegaré más rápidamente a la ciudad que en el coche. Traeré al médico. ¿Lo has metido en cama?

Poco después salió en busca del único médico que conocía, pero no lo encontró en la dirección que le dieron. Se había mudado; pero siguió la búsqueda y por fortuna logró cruzarse con él en el camino. Lo pudo alcanzar frente a la casa de uno de sus pacientes y prácticamente y aún con cierta violencia lo obligó a que subiera al auto. Por fin emprendieron la marcha a Rosshalde. Ya en el vehículo el médico le dijo al pintor:

—Está bien, señor. Soy su prisionero. Supongo que se trata de algo urgente. ¿Quién es el enfermo, su mujer o quizás el chico? Ahora recuerdo su nombre, Pierre. ¿Fue algún accidente?

—Estimado doctor, está enfermo desde ayer. Hoy parecía mejor, se levantó y comió algo, pero después lo volvió y aparentemente tiene dolores.

El médico adoptó una actitud de precaución.

—Debe ser algo estomacal. Veremos. ¿Y los demás, todos bien? Amigo mío, el invierno pasado vi su exposición de cuadros en Munich. Aquí lo admiramos mucho señor Veraguth…

El pintor seguía muy nervioso al llegar a la cuesta final antes de llegar a Rosshalde. Cruzaron rápidamente el portón y el médico entró a la alcoba de Pierre. Adele lo cuidaba solícita. El doctor parecía tener prisa, reconoció al niño y trató de animarlo. Su presencia daba confianza a todos.

Sin embargo, Pierre no quedó complacido con la auscultación médica; estuvo hostil y desconfiado.

—El intestino del niño no presenta síntomas de inflamación. No creo que haya infección; quizás sea un simple empacho. Hay que darle sólo un poco de té sin leche cuando tenga sed. Por la noche, un sorbo de vino. Si todo va bien, un poco de té y bizcochos en el desayuno. Llámeme si siente dolores.

Adele trató de averiguar algo más, pero el doctor no dio explicaciones ni hizo comentarios. Dijo que posiblemente fuera una indigestión fuerte, complicada con la sensibilidad y nerviosidad del chico; pero que no había fiebre. De no mejorar para el día siguiente volvería a verlo. No era nada serio.

Se despidió y Veraguth lo acompañó hasta el coche; le preguntó si era cosa de mucho tiempo. El doctor se rió confiadamente y le dijo que no se preocupara, que todos los críos sufrían de empachos.

Johann decidió pasear un poco por el campo. La actitud del médico le daba cierta confianza y tranquilidad. Caminó con paso firme por la propiedad, disfrutando de la belleza campestre de Rosshalde. ¿Sería ésta su despedida de sus prados, de sus huertos; un signo de libertad que se presentaba en su vida? Reflexionando sobre el tema, decidió que esta inusitada sensación libertaria no era sino el resultado de su charla matinal con Adele, su franca exposición de sus planes, la serenidad de la mujer al escucharlos sin objetar, y sobre todo de no haber tenido que recurrir a subterfugios para explicar su decisión y la inminencia de poder realizarla.

Sin pensarlo, seguía el mismo sendero que días antes cruzara con Otto, la pequeña colina bajo cuya perspectiva pretendía pintar ese bosquecillo, el singular banco olvidado, y el panorama romántico del ambiente otoñal, con lujo cromático y pintoresco hacia la lejanía; Pierre estaría sentado tranquilamente en el banco, con sus dorados cabellos al viento y enmarcados por la frondosidad circundante.

Veraguth trepó, sin sentir el calor del medio día, hasta llegar al lindero del bosque; su mente revivió el paseo con Otto, sus palabras, el paisaje, el rumor del estío, el verdor de los campos y la inusitada tonalidad de la pradera. En esa evocación había una extraña sensación que hacía años no experimentaba, un jirón de su juventud palpitante. Sintió intensamente esa fuerza retrospectiva en su difuso pasado, sus viejas complacencias anímicas, su perdido «yo».

Esa sensación persistentemente juvenil que antes había percibido con frecuencia, digamos 20 años atrás, le hizo pensar que en este breve verano había podido escapar de su inercia, que en los meses de tinieblas e inseguridad se había perfilado una nueva aurora, un derrotero distinto de su virtual desorientación, que anunciaba una nueva meta más clara y positiva. Sí, le era imprescindible emprender el viaje, aunque íntimamente le doliera la despedida. Veía en lontananza un nuevo amanecer, otros rumbos, otros ambientes, lejos, muy lejos de Rosshalde, de su mujer y de toda la comarca.

Arrastrado por la poderosa revelación sintió un poco de mareo. Pensó en Pierre y se lamentó al realizar que la separación sería definitiva del niño a quien adoraba. Esto lo sumió en honda meditación lacerante, sin dejar de percibir la claridad de un nuevo horizonte, como el sugerido por Otto. Había llegado la hora de cortar amarras y partir a pesar del dolor al renunciar a su hijo predilecto, de acabar con el ambiente de disensión y hostilidad que amargaban su existencia y que espiritualmente lo habían aniquilado. Pero habría de surgir el nuevo derrotero, bello y luminoso, la futura proyección de su vida; de cortar con bisturí el añoso absceso hasta llegar a lo profundo de la dolencia, y convalecer a base de una nueva esperanza, un distinto amanecer.

Hondamente impresionado por sus íntimas reflexiones, se sentó en su banco predilecto en el jardín; un aliento vital de juventud lo hizo pensar en su compañero Otto, en la estrecha vinculación y compañerismo, que sin su concurso jamás hubiera podido pensar en liberarse de las cadenas de un Rosshalde, de su morbosa influencia.

Pero Johann no era dado a tan largos y prolijas consideraciones. Ya su alma liberada se veía envuelta en nuevos esfuerzos creadores bajo el influjo de su dominio artístico y soñador.

Se puso de pie y admiró el panorama a su alrededor. En su mente se configuró un nuevo cuadro, con toda la impresión cromática y las variantes tonalidades. Sintió el impulso de pintar toda esa belleza, pero no quería dedicar todo un otoño para completar la obra, resolver los problemas técnicos y trazarla con íntimo amor, como el que siempre había puesto en sus lienzos, con un primor como el de los consagrados, como Durero, que imprimía en sus cuadros la trascendencia de la más mínima forma o matiz, con el genial dominio de la luz y las sombras. Aquí había algo que interpretar: la fría claridad del valle y el umbrío marco del bosque con sus tonalidades tan inciertas como seductoras.

Pero ya era hora de volver a casa. Sabía que lo esperaban. Sin embargo, impulsivamente sacó su cuaderno de notas y trazó en rasgos enérgicos un boceto lineal en perfil de lo que algún día plasmaría, de ese delicado valle en miniatura en lontananza.

El boceto lo demoró y tuvo que caminar con paso activo a su regreso. El cuadro en perspectiva iba tomando forma en su mente. Pensó en confirmar su impresión por la mañana y esto le dio nuevo ánimo a su espíritu creador.

—¿Cómo ves a Pierre? —inquirió al entrar a casa.

Adele le informó que lo veía tranquilo, pero algo agotado, que no tenía dolor, pero que se sobresaltaba al menor ruido.

—¡Gracias a Dios! —exclamó el pintor—. Lo veré por la tarde y pidió disculpas por haberse retrasado. Pensaba seguir pintando al aire libre los próximos días.

El almuerzo prosiguió calmadamente. Las ventanas abiertas dejaban pasar la frescura del jardín. Afuera, alguien sacaba agua del pozo.

—Necesitarás equipo especial para ir a la India, armas de caza y todo eso…

—No, Otto se ocupará del equipo; pero sí empacaré todo lo de mi pintura en una caja metálica. Comprare un salacot de camino.

Albert salió del comedor y Adele le pidió a Johann que se quedara un poco con ella.

—¿Cuándo piensas marchar?

—Depende de Otto. Debo seguir sus planes. Quizás a fines de septiembre podamos embarcarnos.

—Eso es muy pronto. Apenas he podido reflexionar sobre tus proyectos. Me he dedicado a Pierre, y en esto no creo que me puedas exigir mucho.

—Tienes razón. Creo que debes actuar con entera libertad y a tu juicio. No pretendo fiscalizar tus actos mientras yo ande rodando por el mundo.

—¿Y qué haré con esta casa? No me gustaría vivir sola aquí, lejos de la ciudad… y con tantos recuerdos…

—Vive donde tú prefieras. Rosshalde es tuyo y antes de partir dejaré todo arreglado, tu posesión y tus derechos en previsión de cualquier cosa que pudiera suceder.

—Hablas como si no pensaras en volver…

—No se puede prever el futuro —dijo Johann pensativo—. No sé cuánto tiempo estaré fuera y creo que el ambiente tropical no es precisamente una casa de salud, a pesar de sus encantos.

—No me refiero a eso. Todos habremos de morir algún día; pero quisiera saber si realmente piensas en regresar.

Veraguth meditó un poco y dijo sonriendo:

—Recuerdo haber hablado antes contigo sobre el particular. Fue durante nuestra última disputa. Hace varios años. Ahora, ya no quiero discutir sobre nuestras diferencias en Rosshalde. Ya has tenido tiempo para ponderar serenamente la situación. Además si quieres, yo me encargaría de Pierre…

Adele permaneció sin hablar.

—Pienso —siguió diciendo el pintor— que lo mejor es no insistir sobre el tema. Puedes disponer de Rosshalde a tu antojo; yo no tengo ningún interés en la finca, y la puedes vender si lo quieres.

—¡Vaya pues! —exclamó Adele con amargura y pensando en los días felices ahí pasados, cuando Albert era pequeño y luego vino la decepción—. Entonces esto es el fin de Rosshalde…

Veraguth ya se marchaba, pero se detuvo y dijo afablemente:

—No sufras por esto, mujer. Si quieres puedes conservar la finca y disfrutarla.

Al salir, desencadenó al perro que lo siguió alegremente hasta el estudio, mientras pensaba que ya no le importaba un comino Rosshalde, que por fin había salido victorioso en la discusión. Incluso, podía aceptar el sacrificio de dejar a Pierre, la finca y los recuerdos; él iría hacia adelante. ¡Adiós frustraciones, adiós cenizas del ayer!

Llamó a Robert y le informó que durante varios días pintaría en el campo, llevaría lo indispensable y que saldría a la madrugada.

—Muy bien, señor. Creo que tendrá buen tiempo; pero quisiera saber si el señor se marcha realmente a la India y…

—¡Hombre!…pues parece que la noticia se ha esparcido pronto. En efecto, iré a la India; tú no podrás acompañarme y lo siento, pero quizás más tarde pueda arreglar que vayas. Te pagaré tus sueldos hasta fin del año.

—Mil gracias, señor. Me dejará la dirección para escribirle, porque sabe usted que tengo novia y que…

—¡Oh!, qué bien…

—Pensamos casarnos en breve. Pretendo dejar la servidumbre y al quedar libre de mis servicios aquí, pretendemos abrir una tabaquería…

—Pero ése no es trabajo para ti…

—Bueno, hay que hacer la lucha; pero antes quisiera saber si su decisión es definitiva y no dejar el servicio si cambiara de idea.

—¡Vamos, hombre!, ¿quién te entiende? Te quieres casar, pero no gustas de abandonar el servicio en Rosshalde. ¡Aquí hay algo sospechoso! ¿No te agrada la idea de casarte?

—Con su venia, señor… mi novia es una buena mujer, pero en el fondo preferiría seguir con usted. Ella tiene un carácter fuerte…

—¡Ajá!, conque le tienes un poco de miedo… o es que acaso hay alguna criatura de por medio y entonces…

—No, nada de eso… pero es que no me deja en paz…

—Mi buen Robert, entonces regálale un bonito broche, yo te daré el dinero para que lo compres, y le dices que se busque otro socio para el negocio. Háblale con franqueza… pero creo que deberías sentir vergüenza por tu actitud. Te daré una semana para que lo medites y analices qué clase de hombre eres, o si te atemoriza esa mujer…

—Seguiré su consejo, señor.

Johann lo miró con ira, luego le dijo intempestivamente:

—Robert… manda al diablo a esa mujer. ¿Cómo pudiste caer en sus redes? ¡Olvídala, hombre!, y arregla mis cosas… ya te puedes marchar de mi presencia…

El pintor salió, se llevó su pipa, un cuaderno de notas, carboncillos y se dirigió hacia el bosque.