XII

Cuando Veraguth regresó de la ciudad, se detuvo en la casa grande, que estaba completamente a oscuras; no había ninguna ventana iluminada y todo estaba en silencio.

Satisfecho, pensó que el niño seguiría mejor y se dirigió a sus habitaciones, se desnudó y se metió en cama. Con voluntad desechó toda idea que lo atormentara y fomentara la tristeza que no podía borrar de su alma por su evidente fracaso familiar, pero sin dejar de preocuparse por el pequeño Pierre; todos los demás no tenían importancia para él…

Temprano al día siguiente, se presentó en la casa principal. Pierre dormía tranquilamente todavía. Adele se asombró al verlo a esa hora del día, tan dispuesto a conversar de buen talante como en los viejos tiempos. Veraguth no pudo menos que notar la extrañeza de su mujer y recordó los años felices pasados con ella.

—Me siento muy contento al ver que Pierre va mejorando; estaba realmente preocupado anoche por el chico.

—Pues te confieso que yo también lo estaba; no me gustaba su estado ni su actitud.

El pintor disfrutó plenamente de su café y miraba a su alrededor con afabilidad. Se vio reflejado en su mente durante los años de su bonhommie, relámpagos fugaces de sus años juveniles —siempre tan transitorios— en los que había subyugado a Adele por su personalidad, que confiaba haber heredado a Pierre, aunque no a su hijo Albert, siempre tan beligerante y obstinado.

—Quisiera decirte —dijo Johann con viveza— que la mejoría de nuestro niño me da la oportunidad de tratar contigo sobre planes futuros. Creo que te convendría pasar este invierno en Saint Moritz junto con los dos muchachos.

—¿Y tú qué piensas hacer? —Inquirió un tanto confusa—. ¿Pintarás ahí también?

—No, yo no los acompañaré. Quiero que viajen por vuestra cuenta. Cerraré el taller. Sin embargo, no quisiera forzarte; puedes quedarte aquí, o viajar a París, Ginebra o donde gustes. Creo que el viaje le haría bien a Pierre.

—¿Estás hablando en serio? —preguntó Adele alarmada.

—Absolutamente. Ya perdí la costumbre de bromear. Pienso viajar seriamente por mar y estar fuera de aquí por una larga temporada.

Adele se manifestaba incrédula, trataba de comprenderlo. Lo veía desaparecer entre un mundo de maletas abordando el barco, seguido por maleteros entre el bullicio de la partida.

—¡Ah!, ¿entonces piensas viajar por mar y seguramente te irás con Otto a la India?

—Eso es lo que me propongo…

Ambos callaron un buen rato, Adele presentía la trascendencia del viaje… ¿Pretendería dejarla definitivamente? La idea no la impresionaba de alguna manera especial, no se rebelaba, ni sentía algún alivio. Simplemente presentía que Johann se disponía a empezar una nueva vida en la que ella no formaba parte. Se veía sola con los chicos, como una mujer abandonada por su esposo…

Mucho había ponderado esta contingencia y separación, pero ante la realidad de verse liberada la invadió la zozobra, la vergüenza y un sentimiento de culpabilidad. Después de tantos años de desencanto que deberían haber culminado en los períodos críticos, esta decisión la desconcertaba y le dolía. Ciertamente que ya era demasiado tarde para todo. Había aprendido a vivir resignada, y de nada valía esta manifestación positiva del drama latente en su vida familiar; quizás fuera el inicio de una nueva vida.

Veraguth se dio cuenta de la reacción interna de su mujer y de su esfuerzo de ocultar o reprimir sus sentimientos lo cual lo conmovió.

—Escucha —le dijo en tono conciliador—. Esto no es sino un experimento. Creo que los tres podréis vivir a vuestro gusto, digamos, un año. Los chicos lo aprobarán. Piensa que ahora no pueden menos de sentirse incómodos entre padres que no se llevan bien. La separación resultará beneficiosa para todos… y quizás veamos las cosas en forma diferente más tarde…

—Quizás esto resulte posible —repuso Adele en voz baja—. ¿Supongo que tú ya lo habrás decidido?

—Efectivamente. Ya le escribí a Otto, pero te advierto que no ha sido nada fácil para mí llegar a esta decisión… y separarme de vosotros.

—Será de Pierre…

—Principalmente, pero estoy seguro de que tú lo cuidarás muy bien, que no dejarás de hablarle de mí, para que no suceda lo que pasó con Albert…

—¡Oh!…bien sabes que no fue culpa mía.

—¡Por favor, Adele! —exclamó el pintor apoyando su mano torpemente en el hombro de su mujer—. No hablemos de culpabilidad, que bien sé es mayormente mía. Pretendo reparar el daño y no quisiera perder a Pierre también. Te lo ruego, él es todavía posible lazo de unión… quiero que siempre me recuerde con cariño.

—Pero piensa que te vas tan lejos. Pierre es sólo un niño… y tan separado de ti por tanto tiempo…

—Déjalo que siga siendo niño. Te lo dejo en prenda. Tengo plena confianza en ti.

—¡Espera! —murmuró Adele—. Ahí viene Albert. Después hablaremos. Me das más libertad de acción de la que hubiera deseado, pero al mismo tiempo me impones responsabilidades que frenan mi libertad. Déjame pensarlo, así como tú lo cavilaste antes de decidir.

Cuando Albert entró, se sorprendió al ver a su padre. Besó a su madre y se sentó a la mesa.

—Tenemos una sorpresa para ti —dijo Johann—. Pasarás las vacaciones de otoño con tu mamá y Pierre, en el lugar que gusten; ahí podrán quedarse hasta la navidad. Yo estaré ausente unos meses.

—¿Y adónde piensas viajar? —preguntó Albert apenas ocultando la alegría del anuncio.

—Todavía no lo sé. Primero visitaría a Otto en la India.

—¡Oh!, eso está muy lejos… tierras donde aún se cazan tigres…

—Si logro matar uno te traería la piel; pero preferentemente pretendo pintar.

—Debe ser algo maravilloso todo lo de allá. En algún lado leí que un pintor estuvo mucho tiempo en una isla del Sur…

—Algo hay de eso. Mientras tanto, ustedes disfrutarán juntos esquiando, haciendo música, paseando… pero ahora iré a ver cómo sigue Pierre.

Veraguth salió intempestivamente.

—A veces papá tiene buenas ideas, como la de ese viaje a la India, que me parece muy atractivo.

Adele sonrió desanimadamente, se había roto aún más su equilibrio espiritual, se sentía abrumada; pero logró dominarse.

Veraguth se sentó junto a la cama y se puso a bosquejar la cabeza y un brazo del niño que seguía dormido. Quería dibujarlo sin que Pierre tuviera que posar, llevar el apunte en papel durante su viaje. Trazaba los rasgos con ternura y cuidadosamente, venciendo con el lápiz la rebeldía de los rubios cabellos desordenados del pequeño, su linda nariz, el pliegue obstinado de sus labios.

Rara vez lo había observado dormido, con ese característico abandono común a los niños. Ahora tenía los labios apretados y el pintor vio más marcado su parecido con el abuelo de Pierre, un hombre osado y emprendedor, apasionado y lleno de vitalidad. Ante el pequeño modelo meditó sobre lo racional y lógico de la naturaleza al proyectar rasgos e hilvanar destinos a las generaciones de una misma rama. Sin ser un pensador logró captar en ese momento el extraño jeroglífico que encierra la vida del alma y de la supervivencia.

Repentinamente, Pierre abrió los ojos y miró a su padre. Veraguth se dio cuenta de la seriedad —tan impropia en un niño— de su mirada y dejó de pintarlo. Se inclinó y lo besó en la frente.

—Buenos días, hijo mío… ¿ya te sientes mejor?

El chico dijo que se sentía mejor; pero no dejaba de recordar el malestar de ayer, ese odioso día pasado entre sombras. Por ahora sólo quería descansar otro poco, luego saldría con mamá al jardín.

Johann lo dejó solo y Pierre se puso a contemplar con alegría y a través de los visillos de la ventana la claridad y serenidad del día. Su pequeño cuerpo palpitaba alborozado al salir de su sopor.

Adele le trajo una taza de leche y un huevo. Sentado en su cama el niño se sentía como si fuera su cumpleaños, aunque faltaba el pastel, pero en realidad no tenía apetito.

Poco después lo vistieron con un trajecito de verano y lo dejaron caminar hasta el estudio de su papá. A su paso olvidó todo el terror de su sueño y gozaba con el esplendor del sol.

Al verlo, el pintor lo recibió con gran alegría. En ese momento tomaba medidas para el marco de su cuadro. Pero Pierre le indicó que sólo venía a saludarlo y que pensaba jugar un rato con el perro y con las palomas. Tenía que saludar a Robert y a todas las doncellas de su mamá, a la cocinera; quería también mecerse en el columpio. Al pasar junto a los macizos de los arbustos, inesperadamente le asaltó el brumoso recuerdo de haber estado por ahí, pero bajo una existencia pretérita, como un ser abandonado entre flores y arbolillos. En cambio, este día todo era distinto, todo era luz, el aire era ligero y fresco.

Fue recogiendo en un cesto flores para su madre: claveles, dalias; y luego reunió otro gran ramo florido para su papá. Al volver a casa se sintió cansado, no pudo jugar con Albert y se sentó en un sillón de mimbre junto al balcón.

Lo invadió una grata laxitud y disfrutó de la caricia del sol en la cara, de ese limpio sol matinal que caía sobre su traje blanco y sandalias doradas. Le agradaba verse vestido tan cómodamente. Las flores juntadas despedían un delicioso aroma; habría que ponerlas en agua y llevar el ramo a su padre del que pensaba con ternura. Ayer, que lo había visto en el estudio pintando, lo notó triste y solitario, pero afanoso. Esa vez no pudo prestarle atención. Luego creyó haberlo visto después en el parque, caminando solo y ausente. Lo quiso llamar, pero algo terrible había sucedido el día anterior y no podía precisar si lo había visto todo o se lo habían contado.

Mientras descansaba en el cómodo sillón procuraba seguir el hilo de sus pensamientos. A pesar de sentir la tibia caricia del sol en su cuerpo, poco a poco le entró el desgano. Presintió que caería otra vez en el recuerdo de ese terrible sueño, que no dejaba de acecharlo y lo quería dominar. Lo envolvió una fuerte sensación de náusea y comenzó a dolerle la cabeza.

Le molestaba el fuerte olor de las flores. Tenía que llevarlas a su padre, pero ya no tenía ganas de moverse. La luz comenzó a molestarle los ojos. ¿Qué había ocurrido ayer? Con un pequeño esfuerzo lo podría recordar; pero se intensificó el dolor de cabeza. ¿Porqué Dios mío? ¡Se había levantado tan feliz!

Adele lo vio y entró a la balconada. Pensó en mandar al chico por agua para las flores, pero lo observó tan amodorrado, hundido en el sillón y con lágrimas en los ojos.

—¡Pierre, hijo mío! ¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal?

El chico no se movió y volvió a cerrar los ojos.

—Contéstame, amor mío. ¿Quieres algo? ¿Quieres jugar o acostarte? ¿Te duele algo?

—¡Déjame! —dijo por fin el niño en tono defensivo y cuando ella lo cogía en los brazos. Pierre exclamó colérico y con voz chillona:

—¡Te digo que me dejes!

Pero las fuerzas lo abandonaron, se refugió entre los brazos de Adele, se volvió a un lado con el rostro lívido y se estremeció al sentir que vomitaba.