—Mi hermano Pierre es un chico aburrido —decía Albert a su madre, mientras ella cruzaba el jardín para cortar unas rosas—. No logro comprenderlo y desde ayer ha estado imposible. Cuando lo invité al paseo pareció entusiasmarse, pero al ir de camino fue perdiendo interés y ni siquiera se fijó que yo conducía el coche chico, iba silencioso.
—¿Pero le gustó el paseo?
—¡Oh, sí!…pero todo lo veía con cierta indiferencia, incomprensible en un chico de su edad. No quiso llevarlas riendas, ni cortar albaricoques para comer durante el camino. Se siente como un príncipe… te lo digo porque no pienso volver a invitarlo a ir de excursión conmigo.
La mamá lo miró con interés al ver su excitación y trató de tranquilizarlo.
—Albert, tú ya eres un hombrecito, debes tener paciencia con Pierre. Además el pequeño no está bien del todo; casi no desayunó. Es una criatura delicada… y quizás esté un poco celoso de que yo siempre estoy contigo.
—Bueno… pero debe comprender que yo estoy de vacaciones…
—Es muy pequeño para entenderlo.
Adele comenzó a cortar las rosas amarillas que más gustaban a Albert, aunque ya estaban un tanto mustias por la lluvia.
—¿De veras me parecía yo a Pierre de pequeño?
Adele trató de recordar; dejó caer las tijeras de jardinero junto a un rosal.
—Sólo por la primera impresión y no en los ojos. Tú no eras tan alto entonces. Creciste más tarde.
—¿Y era yo tan apartado como él se manifiesta?
—No. Tú eras más constante y cariñoso. No cambiabas de juegos como lo hace Pierre; él es más violento y voluble…
—Mamá, yo creo que Pierre se parece más a papá. Es tan peculiar. Mis compañeros dicen que cada individuo trae consigo, desde que nace, sus cualidades y sus defectos. Es su destino y nada lo puede alterar. Si va a ser un ladrón o criminal, nada lo detendrá. Eso es inevitable… ¿será cierto todo eso?
—Puede ser que sí —comentó la madre—. Si alguien asesina a otro ser humano, los científicos alegarán que desde niño llevaba la simiente del criminal, sin importar que su familia sea intachable y no tuviera que heredar estos rasgos. Sin embargo, el fenómeno no ha sido explicado del todo, y yo creo que la buena educación y disciplina cuentan más que lo biológicamente heredado. Si uno es capaz de distinguir el bien del mal, no se necesita averiguar lo que hayamos heredado y que permanezca oculto en nuestra alma, si respetamos el medio en que vivimos.
Por intuición, Albert sospechaba que su madre evitaba cualquier discusión dialéctica y que de hecho acataba el concepto simplista, aunque en el fondo pensaba que el tema no había quedado dilucidado y que de hecho debería aventurar algún comentario sobre la causalidad. Sin embargo, de momento no encontró un ejemplo sólido para expresarse, a pesar de considerarse mejor dotado que muchos de sus condiscípulos en el terreno de la moralidad y de la estética para hacer un análisis imparcial, así que se concretó a seguir ayudando a cortar las rosas que buscaba su madre.
Mientras tanto, Pierre no salía de su cuarto. No se sentía muy bien. Se había levantado tarde y deprimido. Los juguetes le aburrían. Tenía el presentimiento de que a pesar de su desaliento, algo le sucedería ese día que le daría placer y le borrara ese tedio.
Sin pensarlo mucho, salió de la casa y se aventuró por la avenida de los tilos en busca de algo interesante, de alguna aventura; pero no dejaba de sentir un vacío en el estómago y una pesadez en la cabeza, malestares que jamás había sentido con anterioridad. Lo que ansiaba era echarse en brazos de mamá, pero se veía impedido por la constante presencia de su orgulloso hermano mayor que la acaparaba a todas horas. Le dolía que su madre no lo buscara para jugar o para distraerlo; se sintió desgraciado y envidió a Albert… era de suponer que sería un mal día para él.
Siguió caminando sin rumbo, masticaba inconscientemente tallitos de tilo —amargos y dulzones—. Estaba indeciso, de mal humor, le afectaba la humedad del ambiente. Ya no tenía deseos de ser un príncipe, un bandido o un cochero, por lo menos.
Pateó sin consideración un caracol atribulado por su osadía. A estas horas nadie le hablaba, ni los pájaros, ni las mariposas. El mundo estaba silencioso, vulgar y aburrido. Probó una grosella que aún no estaba madura, sino ácida y poco jugosa.
Entonces pensó que lo mejor sería meterse en la cama, dormir largo rato hasta que todo cambiara. Algo tenía que suceder… por ejemplo, si ahora estallara una guerra, que un ejército de caballería atacara, o que hubiera un fuerte incendio, una inundación… pero todo eso solamente pasaba en la imaginación y nunca se llegaba a contemplar tales acontecimientos…
Siguió su paseo; pero su lindo rostro pálido daba la impresión de dolor y hastío. De repente escucho, del otro lado del viñedo, las voces de su madre y de Albert. Sintió celos y ansia de las caricias maternales; por su rostro corrieron las lágrimas. Pues sí, resultaba ser un mal día; todo le salía mal y nadie se preocupaba por él.
Trató de buscar consuelo en el Supremo Hacedor, a quien amaba, y por un momento se sintió mejor. Pero pronto volvió la sensación de angustia y la necesidad de oír palabras cariñosas y comprensivas.
Entonces pensó en su padre, quien seguramente lo comprendería, a pesar de su aire siempre serio y preocupado. Debería estar ahora en su inmenso estudio trabajando. No le gustaba interrumpirlo, pero su propio padre le había dicho repetidas veces que lo visitase cuando quisiera. No podía creer que su papá lo hubiera olvidado, y convenía hacer la prueba.
Caminó indeciso al principio, pero después avivó el paso hacia el estudio; Escuchó a la puerta antes de entrar. Pudo escuchar el ruido de los pinceles sobre la paleta y oyó que tosía un poco. Con cuidado hizo girar el picaporte, abrió un poco y sintió el repelente olor del aguarrás y del aceite. Pero la figura vigorosa de su padre lo reanimó. Entró y el ruido de sus pasos sobresaltó un poco al pintor, que se volvió con gesto agrio, duro y violento. Pierre no se inmutó y lo miró fijamente. Cuando Johann lo reconoció, su expresión cambió totalmente y se iluminó su rostro.
—¡Hola!…si es mi pequeño Pierre. No te había visto desde ayer. ¿Te envía tu mamá?
El chico denegó con la cabeza y se dejó besar por su padre, quien le preguntaba si había venido a verlo trabajar.
Volvió al caballete y hábilmente dio un último toque con el pincel. Observaba su obra con extraña fijeza; el entrecejo fruncido, pero la mano firme al manejar el pincel con destreza.
Pierre se sintió oprimido por el ambiente del estudio. Nunca le había gustado, pero ahora sentía repulsión por ese olor. Al ver la mirada de su padre fija en el cuadro, se dio cuenta de que había esperado en vano, porque su padre seguiría totalmente abstraído en su pintura, en su mundo de colores y olores. Sería una necedad permanecer ahí.
Fue un día de decepción para el niño, que no encontraría refugio en el regazo materno, ni atención por parte de su padre.
Permaneció sin moverse y sin quitar la mirada del lienzo, todavía fresco en el caballete. Para eso sí tenía tiempo su padre, pero no para atenderlo. Hizo girar el picaporte para salir, pero Johann oyó el ruido y se volvió suponiendo el proposito de Pierre.
—¿Qué pasa, mi niño? ¿Tratabas de escapar? ¿No quieres estar conmigo? Ven, cuéntame de tu excursión de ayer.
—¡Oh!, estuvo muy bien…
Veraguth lo llevó hasta el sillón y le acarició el cabello alborotado.
—Parece que no te sentó bien, que te falta un poco de sueño. ¿Bebiste vino ayer? Pero dejemos eso… ¿quieres dibujar algo?
—No papá. Hoy no tengo ganas de nada. Estoy tan aburrido…
—¡Vaya, vaya! Quizás dormiste mal. ¿Hacemos un poco de gimnasia?
—Tampoco. Sólo quería estar un rato contigo; pero aquí huele tan mal…
—Así es, hijito —repuso el pintor riéndose—. Es una desgracia ser hijo de un pintor y que desagrade el olor del taller. ¿No te gustaría llegar a ser un pintor?
—No, no quiero serlo.
—¿Qué quisieras ser?
—Pues nada en especial. Quizás un pájaro o algo así…
—Sería una buena idea. Pero dime, qué es lo que querías de mí. Debo continuar ese cuadro grande, pero te puedes quedar aquí jugando o con un libro de cuentos ilustrado.
No, no era eso lo que deseaba. Como disculpa para poder salir le explicó a su padre que pensaba darle de comer a las palomas. Notó que el pintor quedaba satisfecho y le dio un beso en la frente. Pierre volvió a sentir el vacío a su alrededor. Caminó sobre el césped donde le habían prohibido pisar. Distraído y cavilando no se fijó en que sus botines blancos se cubrían de manchas verdes por la humedad de las plantas y pasto. Vencido por la desesperación, se tiró al suelo y se revolcó en la hierba mojada. Su blusa azul quedó empapada y el chico rompió en llanto.
Después sintió frío y se incorporó desconsolado. Regresó a casa y procuró que nadie lo viera, porque pronto lo llamarían y se darían cuenta de que lloraba, se fijarían en lo sucio de la ropa, los zapatos llenos de lodo, y lo regañarían. En ese momento odiaba el mundo. Quería estar solo, marcharse de ahí, donde nadie lo conociera.
Al pasar frente a una de las habitaciones para los huéspedes, notó que estaba la llave por fuera. Entró y se subió a la cama con todo y ropa y los botines mojados. Se acurrucó como un animalito perseguido, lloroso y con sueño. Poco después oyó que su madre lo llamaba desde el vestíbulo, pero no quiso contestar y siguió obstinado bajo el cobertor. En medio de su sopor escuchó la voz de su madre suplicándole que respondiera, pero siguió en su terquedad y finalmente cayó dormido, con el rostro humedecido por el llanto.
Cuando Johann llegó a comer, Adele lo abordó angustiada.
—¿No viene Pierre contigo?
Veraguth se impresionó por el tono de desesperación de su mujer.
—¡Pierre! No, no sé donde pueda estar. Creí que estaría aquí.
—¡Dios mío! —gritó angustiada Adele—. No lo he visto desde la hora del desayuno. Después, los sirvientes me dijeron que se había ido rumbo al estudio. ¿Estuvo contigo?
—Sí, pasó un ratito ahí, pero luego se marchó. ¿Pero es que no hay nadie que cuide de Pierre en esta casa? —exclamó en tono colérico.
—Creíamos que estaba en el estudio —repuso secamente la madre—. Voy a buscarlo.
—Ordena que alguien lo haga ¡Vamos a comer!
—Pues empieza si quieres. Yo misma iré en su busca.
Al salir la mujer, Albert se puso de pie para seguirla.
—¡Quédate ahí! —ordenó Johann—. Estamos en la mesa… pero veo que yo no cuento aquí —gruñó Veraguth en tono irónico—, y si sientes ganas de lanzarme un cuchillo como aquella vez, hazlo sin contemplaciones…
Albert palideció. Era la primera vez que su padre le echaba en cara su primer arrebato de cólera juvenil.
—¡No tienes que hablarme así! —exclamó con violencia—. ¡No te lo permito!
Veraguth se desatendió y comió un pedazo de pan, bebió un poco de agua. No quería alterarse. Albert se colocó junto a la ventana del comedor.
—¡No señor! ¡No lo consiento! —repitió con voz alterada por la ira.
Veraguth siguió comiendo pan maquinalmente. Su imaginación viajaba a bordo de un trasatlántico, lejos, muy lejos de este odioso ambiente.
—De acuerdo —dijo finalmente en tono apacible—. Ya veo que no te gusta hablar conmigo… ¡dejémoslo así!
En eso escucharon exclamaciones y un torrente de gritos inconexos. Habían descubierto a Pierre. Johann se levantó y salió del comedor lentamente. Encontró al chico, todavía vestido, con el rostro sucio de lágrimas.
—¡Hijo mío! —exclamó el pintor muy preocupado—. ¿Qué haces aquí escondido? ¿Por qué te has acostado fuera de tu cuarto?
Veraguth tomó al niño en los brazos y lo examinó cuidadosamente.
—¿Te sientes mal, hijito? ¿Llevas mucho tiempo dormido en esa cama?
—No lo sé —murmuró Pierre—. Yo no hice nada… me duele mucho la cabeza…
—Creo que debes darle un poco de sopa caliente —sugirió el pintor al llevarse al chico al comedor—. Le sentará bien. Parece que está malito de verdad.
Lo sentó junto a él y comenzó a darle la sopa. Albert tomó asiento sin decir palabra.
—Pues sí parece que está enfermo —comentó Adele un tanto tranquilizada y como madre dispuesta a cuidar al niño y olvidar sus travesuras.
—Vamos, toma la sopa, mi niño. Luego te llevaré a camita —le dijo con ternura, mientras Pierre seguía tomándola ayudado por su padre.
Adele le tomó el pulso y notó —agradecida— que no tenía fiebre, aunque no le gustaba el color del semblante del niño.
—¡Voy en busca del médico! —exclamó Albert al sentirse fuera de la escena.
—No es necesario —repuso Adele—. Lo que Pierre necesita es ir a su cama bien abrigado, y mañana se sentirá mejor.
El chico no prestaba atención, pero ya no quiso tomar más alimento. La mamá sugirió que lo dejaran en paz y que no lo forzaran a comer. Se llevó al chico de la mano, amodorrado aún; pero al llegar a la puerta del cuarto de Pierre el niño tuvo que vomitar estremecido por la náusea.
Veraguth cogió al niño en brazos hasta su cama. La madre lo tomó por su cuenta; hubo campanillazos y órdenes. El pintor volvió al comedor y quiso probar algo, pero desistió y volvió a la habitación de Pierre, a quien encontró ya lavado y acostado en su camita. El chico pareció quedarse tranquilo. Veraguth le preguntó a Albert qué fue lo que había comido.
—Pues nada especial —informó Albert, tratando de recordar—. En Brüneswand le dieron un poco de leche y pan, en Pegolzheim almorzamos macarrones y salchichas.
—¿Algo más? —insistió Johann.
—No, nada. Por la tarde compramos duraznos, pero sólo comió uno o dos.
—¿Estaban maduros?
—Naturalmente. Yo nunca le daría fruta verde a Pierre.
Adele notó la intensidad de la disputa y quiso intervenir, pero Veraguth hablaba reposadamente y preguntaba si había sucedido algo anormal, si el chico se había sentido molesto por algún dolor.
Pero nada de eso había ocurrido. Albert íntimamente deseaba que ya terminara el interrogatorio.
Al salir, Johann pasó primero por el aposento de Pierre y lo vio dormido, y aparentemente confortado y tranquilo.