Johann trabajaba arduamente en el cuadro de las tres siluetas. El vestido de la dama sugería una trama de color azulado y en el cuello del atuendo un broche dorado, que era lo único que reflejaba algo de luz. El rostro aparecía desvanecido y difuso por el opalino tono del vestido de la dama. Sin embargo, a pesar de la frialdad de la silueta, a poca distancia de la mujer, había cierta tonalidad que se reflejaba con acierto y alegría sobre los desordenados cabellos del chico.
En ese momento, alguien llamó a la puerta. El pintor se mostró irritado al escuchar el segundo llamado y abrió un poco el estudio. Era Albert, que por primera vez durante su estancia en la mansión se llegaba al estudio. Miraba con cierta turbación el semblante serio de su padre. Pero Johann reaccionó y lo invitó a pasar.
—¡Hola, Albert! …¿Vienes a ver mis cuadros?… aquí tienes unos cuantos…
—No, no quería interrumpir. Vine hacerte una pregunta…
El pintor no le hizo mucho caso; se dirigió a un armario con divisiones y de rodillas se puso a sacar algunos de sus cuadros, entre ellos el del Pescador. Albert lo observó con cierta impaciencia.
—¿Nunca te has interesado en la pintura? —preguntó Veraguth ¿Acaso sólo te gusta la música?
—No, no es eso. Me gustan los cuadros. Éste es magnífico…
—Me alegra saberlo. Te enviaré una copia fotográfica. ¿Cómo te has sentido en Rosshalde?
—Muy bien, papá… pero no vine a distraerte. Quiero preguntarte una cosa.
Veraguth no lo escuchaba del todo, lo miraba distraídamente como era su costumbre cuando se dedicaba a pintar y procuraba concentrarse en su empeño. Luego, despertó un poco y preguntó:
—¡Dime, Albert! ¿Qué piensa la nueva generación del arte en realidad? ¿Sigue la influencia de Nietzsche o leyendo todavía a Taine? Taine era muy inteligente, pero aburrido…
—Pues no, no conozco a Taine todavía, pero quizás tú hayas pensado más que yo sobre su aportación.
—En realidad, antes lo hacía, cuando el arte, la cultura y la estética eran muy importantes en mi vida. Ahora me conformo con lograr un buen cuadro… y para esto no se requiere mucha filosofía como premisa básica. Sin embargo, si me preguntas por qué soy un artista y pinto tanto cuadro, podría decirte que es porque no tengo un rabo que menear…
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Albert desconcertado.
—La cosa es sencilla. Los perros, gatos y otros animales inteligentes tienen su rabo; es un apéndice de gran movilidad con el cual se expresan, sugieren su estado de ánimo, lo que piensan o lo que sienten. Pero como el hombre no tiene rabo, necesita del artificio de los pinceles, del piano o del violín para manifestarse.
Repentinamente, el pintor se interrumpió; se dio cuenta de que monologaba y que su discurso no interesaba a su hijo. Cambió de actitud y dio las gracias al estudiante por su visita. Volvió a su trabajo, cogió su paleta y procuró concentrarse.
—¡Perdona, papá… pero quería consultarte sobre algo!
Veraguth pareció sorprenderse en medio de su abstracción y se volvió un tanto incomodado.
—Escucha, papá. Quiero llevarme a Pierre a dar un paseo, ya mamá lo permitió, pero quiero tu consentimiento…
—¿Dónde piensas ir?
—Pues por ahí… tardaríamos un par de horas, quizás no lleguemos hasta Pegolzheim…
—¿Quién conducirá el coche?
—Yo, por supuesto.
—Bien. Pueden marcharse, pero en el coche pequeño tirado por el bayo.
—¡Oh!, me gustaría mejor el coche grande, con los dos caballos.
—Lo siento hijo mío. Si fueras tú solo podrás manejarlo cuando gustes, pero si llevas a Pierre irás en el pequeño.
Albert se marchó un tanto defraudado. No quiso insistir al ver que el pintor volvía a su trabajo. El ambiente del estudio lo cohibía, pese a su rebeldía ante la autoridad paterna. Veraguth no tardó en ensimismarse en su tarea. Se desentendió de todo a su alrededor. Cotejaba mezcla de matices y en su imaginación conformaba imágenes en armonía con la luz y resolvía obstáculos pictóricos; jugaba frenéticamente con la selección de colores, diversificación de ángulos, caprichosos laberintos técnicos. Se sentía envuelto en el sutil ambiente del arte, de la estética, y muy atento a sus limitaciones y afán de libertad de expresión, gozaba con ciertos toques geniales —quizás un tanto arbitrarios— pero preñados de sinceridad interpretativa.
Era algo peculiar que esta manifestación del destino de un hombre, de un artista como él, capaz de crear por sí mismo obras de gran mérito, hombre de gran sensibilidad y tan devotamente dedicado a su arte, un pintor infatigable e imaginativo, fuera en el fondo un simple buscador de la felicidad, un individuo frustrado por su fracaso en el plano sentimental.
El propio Veraguth no se percataba de esta dolorosa realidad, por haber renunciado años atrás a la vida armónica familiar. Contra el sufrimiento había esgrimido su resignación; su laisser faire anímico personal, su energía laboral, fertilidad imaginativa, el brillo de su genio, y todo ello en contraste con su vida en plan humanístico y familiar. Era una situación en la que su obstinación y el influjo de su poder creador lo adormecían ante el embate de la verdadera dimensión vital.
Todo eso había sucedido hasta la visita de su amigo Otto, quién fraternalmente lo había hecho despertar. Johann presentía peligros y sucesos dolorosos, pero en el fondo surgían preguntas que ni su propio arte y laboriosidad lo podrían liberar. Su espíritu sensible anticipaba tormentas y se sentía desarmado para vencerlas, pero se resignaba en su interior a resistir los últimos resabios de su íntima amargura.
Vacilaba ante la necesidad de un cambio y la decisión de aceptarlo, como si pensara ahora plasmar su último cuadro. Y así fue como en aras de la adversidad, acorralado en su reducto, logró soltarse de sus cadenas y pintó la más bella de sus obras: la de un niño jugando entre sus padres —ambos presos de un secreto infortunio— y sugiriendo en el lienzo un dejo de aniquilamiento y pesar, mientras el pequeño gozaba de un nimbo de luz y de alegría natural. Si en lo futuro y contra la modestia de Veraguth lo incluyeran los críticos entre los maestros, sería por esta pintura, que encerraba tantos dolores íntimos, tantos jirones de su alma.
Pero el pintor descartaba ahora angustias y debilidades, penas o fracasos, seguía absorto en su pintura. Ni alegre ni triste, respiraba, en medio de su soledad, el hálito de su poder creativo. Aplicaba con singular destreza y rápidamente los colores, acentuaba sombras o disminuía la intensidad cromática en ciertas pinceladas. No quería pensar en el significado de la obra; simplemente había sido una inspiración, no pretendía expresar sentimientos o ideas, sino la realidad. Repasó la expresión de los rostros hasta dejarla desvanecida, pero afinaba los detalles en el pliegue del vestido o en las arrugas faciales. El propósito era plasmar a tres seres humanos, con objetividad, interrelacionarlos por su proximidad en el espacio de un ambiente común; pero cada uno como una entidad propia, con autenticidad individual que harían admirar a cada personaje en actitud de romper las ligaduras de un mundo carente de importancia.
Así es como hemos visto en los lienzos de los grandes maestros, tantos personajes cuyos nombres desconocemos, con este gesto enigmático que se proyecta a la posteridad.
El cuadro estaba casi terminado. Había dejado para el final la encantadora silueta del niño. Pasado el medio día, sintió hambre, se lavó, se cambió de ropa y se dirigió a la casa grande. En el comedor encontró a su esposa completamente sola, esperándolo.
—¿Y los chicos, dónde están?
—Se fueron de excursión. Creo que Albert te fue a pedir permiso.
En efecto, el pintor recordaba ahora la visita de su hijo, que ya había olvidado. Un tanto contrariado comenzó a comer con aire de ausencia, que no pasó inadvertido a su mujer. Aunque ya no tenía importancia que lo acompañara a la hora de comer, Adele sintió ahora un poco de compasión al ver su rostro fatigado y triste. Le sirvió la comida calladamente, sin olvidar el vino. Al influjo de un momento de cordialidad indefinida, el pintor buscaba algún tema agradable de conversación.
—¿Tú crees que Albert se vaya a dedicar a la música? Creo que tiene mucho talento.
—Así es, tiene disposición, pero no sé si realmente quiera ser un artista profesional. Está indeciso y no demuestra predilección por determinada actividad. Quizás quiera ser un caballero de sociedad, dedicarse al deporte y estudiar un poco. Con el tiempo comprenderá que no es fácil vivir así. Sin embargo, por ahora estudia con ahínco y no creo que haya motivo de que te inquietes por él. Además, piensa darse de alta en el ejército cuando tenga la edad…
El pintor la escuchaba mientras comía laboriosamente un plátano. Luego indicó que le gustaría tomar el café en su compañía. Lo dijo en tono cordial y se complacía a reposar ahí su almuerzo.
—Ordenaré que te traigan el café. ¿Has trabajado mucho?
La pregunta se le escapó sin querer, porque no pretendía interrogarlo acerca de su trabajo, pero el calor espontáneo del momento sobrepasó la rutinaria situación de indiferencia y olvido.
—Pues sí, he pintado hoy un par de horas —repuso un tanto sorprendido por la pregunta, desacostumbrado como estaba a que se tratara de su labor, cuyas últimas obras eran desconocidas para Adele.
La mujer lo advirtió y calló. Se había esfumado el momento de cordialidad. Johann comenzó a encender un cigarrillo, pero lo dejó sin fumarlo. Sorbió lentamente su café y se informó sobre Pierre; agradeció la amabilidad de su esposa y se puso a examinar un cuadro que había pintado para Adele años atrás.
—Se conserva bien —comentó—, es decorativo y ofrece un buen contraste con ese fondo de flores amarillas.
La mujer no dijo nada, pero en su interior sentía que esas flores exquisitamente plasmadas era lo que más le gustaba del cuadro. Veraguth le sonrió levemente y se despidió deseándole que no se aburriera sin los chicos.
Al salir se encontró con el perro que alborozado lo saludaba; lo acarició gustoso, recogió un terrón de azúcar al pasar cerca de la cocina, por la ventana, y se lo dio. Siguió caminando reposadamente rumbo a su estudio. El día era esplendoroso, pero el pintor no puso mucha atención y siguió adelante, tenía que seguir trabajando.
Contempló con cuidado las tres figuras del cuadro, situadas en un tramo de pradera reverdecida; el hombre un tanto encorvado, pensativo, y con aire de resignación la mujer, mientras el chico parecía jugar despreocupadamente y con júbilo.
Sobre la escena predominaba un ámbito de luminosidad, reflejada en cada florecilla, y que parecía soslayar los rubios cabellos del niño, así como reflejar discretamente un pequeño aderezo que adornaba el cuello de la mujer.