El pintor se sintió muy solo después de la partida de su amigo. Volvió a sufrir el mismo aislamiento de los años pasados, al cual se había acostumbrado en apariencia, pero que en ratos lo asfixiaba. Cada vez más se veía desligado de su familia, incluso de Pierre. ¿Sería consecuencia de la persistente confusión y de la situación familiar?
Largo rato se vio envuelto en un estado de desolación y por primera vez tuvo la sensación del tedio. Hasta la llegada de Otto, había vivido artificialmente, aunque en forma voluntaria. Había soportado la existencia más bien que disfrutarla. La presencia de su amigo había derrumbado parte de la muralla que lo aislaba de la realidad de la vida, y había roto el viejo hechizo; el fulgor dei mundo lo llamaba, lo incitaba…
Se dedicó a pintar con ardor. Boceto al mismo tiempo dos cuadros diferentes. Volvió a la rutina de bañarse en agua fría por las mañanas y trabajar hasta el medio día; se confortaba con café y cigarrillos para seguir pintando. Por las noches dormía mal y a pesar de sus esfuerzos y actividad, no dejaba de sentir el influjo de un nuevo derrotero, de una nueva aurora de libertad, que se abría a sus ojos.
A decir verdad, no se dejaba llevar del todo por la idea, antes bien procuraba ahogarla. Íntimamente sentía que con sólo decidirse al viaje podría romper las cadenas de su prisión, aunque a costa de un gran sacrificio, así que pugnaba por no pensar en ello. Sin embargo, la herida seguía abierta, era dolorosa, tenía que soportarla; la curación implicaba un tremendo sacrificio, Prefirió dejar las cosas tal como estaban y esperar con paciencia lo que le deparara el destino.
En medio de este conflicto de sentimientos, Johann concibió un gran cuadro a base de siluetas humanas; una idea retrospectiva lo movió a realizarlo. El proyecto —de varios años atrás— lo había entusiasmado al principio, pero con el tiempo lo fue descartando; le parecía demasiado alegórico. Sin embargo, ahora lo percibía con claridad, y acometió la obra con afán y entusiasmo.
El cuadro incluía a tres personajes de tamaño natural. Un hombre, una mujer —ambos aparentemente ajenos entre sí, apartados uno de la otra— y un niño que jugaba por ahí con alegría y sin dar la impresión de la nube tempestuosa que se cernía sobre él. La alusión no podía ser más clara, aunque los rasgos fisonómicos del pintor o los de su esposa no coincidían con la realidad. Había una leve semejanza en el rostro del pequeño con el de Pierre, unos años atrás. En la figura infantil se notaba la gran sensibilidad propia del artista, manifestada en la nobleza de sus mejores obras. Las otras dos siluetas aparecían con cierta rigidez y simetría, en un ambiente de peculiar soledad, sugerido por la actitud ambigua, pero desoladora de ambos personajes.
La nerviosidad e inquietud del pintor afectaban a su ayuda de cámara, que se esforzaba por atenderlo.
La secreta esperanza que ardía en el corazón de Johann, desde la visita de Otto, era algo difícil de reprimir y por eso persistía en trabajar para dominarla. Sus sueños eran terribles: veía su estudio vacío, a su mujer arrebatándole a Pierre, y el niño extendiéndole sus brazos como pidiendo protección. Se tenía que levantar del lecho, pasaba a la estancia y se ponía a repasar las viejas fotos que le dejara su amigo, hasta sentir un poco de somnolencia.
Su alma libraba la batalla entre la esperanza de una nueva vida, incitada por Otto y enfocada a dar rienda suelta a sus represiones y virilidad, a su vigorosa naturaleza hasta ahora congeladas por su voluntaria inercia mental; su laboriosidad artística le había coartado la existencia, y ahora, un poderoso influjo hipnótico y el vacío en que vegetaba por el momento, le llevaban a sentir el fantasma de impulsos imperiosos reprimidos por su larga vida monacal y ficticia.
Pero mientras más lo asaltaban estas legítimas exigencias personales, mayor era el espectro de su sacrificio para liberarse y llegar a una decisión.
Dejó de presentarse en la casa grande. Le traían su almuerzo al estudio, y por las tardes se iba a la ciudad. Si accidentalmente se encontraba con su mujer o con Albert, se mostraba amable. Se ocupaba menos de Pierre que los días anteriores, y a veces pasaban días enteros sin verlo. Lo besaba en la frente cuando lo encontraba durante sus paseos vespertinos, pero con aire de preocupación, y seguía deambulando pensativamente por el jardín.
En una de sus incursiones, el pintor paseaba por entre los castaños. Lloviznaba un poco y hacía un viento templado. Desde ahí podía escuchar las notas del piano, que desgranaban una música desconocida para él: una pieza suave y atrayente, obra seria, ponderada y con un ritmo especial; era un tipo de partitura como las que él había gozado en su juventud.
Con paso mesurado se dirigió a la casa grande, entró y se llegó hasta la sala sin hacer ruido. Adele fue la única que lo advirtió. Tomó asiento para escuchar mirando a su esposa, la dueña de la mansión en la que vivía decepcionada mientras él lo hacía en su estudio. La mujer contemplaba a su Albert a quien había educado y visto crecer; gozaba de su presencia, pero se notaba avejentada, con la mirada dura y ausente. Sin embargo, en el fondo demostraba una actitud de seguridad y de dominio de sí misma, que había proyectado a sus hijos, pero sin heredarles algo de ternura, ni manifestaciones de afecto para los demás, que era lo que él siempre había buscado en Adele. Con todo, reinaba un ambiente hogareño, era un refugio para sus hijos y un sitio para que crecieran.
Embebido en sus reflexiones, el pintor observó que nadie lo echaría de menos en ese ambiente seco y disciplinario. Él estaba de sobra. Les sería indiferente que construyera un estudio artístico en cualquier parte para dedicarse a su trabajo. Ésa era la realidad…
Siguió escuchando hasta que por la mirada de la madre, Albert se dio cuenta de su presencia, un tanto sorprendido.
—Buenos días, dijo el pintor.
—Muy buenos —repuso el pianista un tanto confuso.
—Me alegro que hayas tenido tu sesión de música…
Albert se encogió de hombros y sin saber que decir, se puso a hurgar en el estante en busca de partituras.
—Esa música que tocabas es admirable —comento Johann sin dejar de sentir lo inoportuno de su presencia—, pero por favor toca algo más. Has progresado mucho. Toca lo que quieras…
—Ya no tengo ganas de tocar —repuso Albert con aspereza.
—¡Vamos!…todo es comenzar… anímate y toca algo más…
Adele se interpuso y se dirigió a su hijo. Se mostraba nerviosa y al moverse hizo caer un pequeño jarrón con rosas sobre la mesita central, pero rogándole que accediera.
Finalmente Albert se puso al piano y comenzó a tocar, pero lo hacía con aire de incomodidad y como forzado. Veraguth lo escuchó un poco y repentinamente se incorporó de su asiento y salió del salón antes de que terminara la pieza. Albert pudo notarlo porque inmediatamente suspendió su ejecución.
—¡Dios mío! —suspiró el pintor al salir—. Creo que nadie les hace falta; nos hemos distanciado tanto que se hace difícil pensar en que antes estuviéramos unidos…
En la puerta de salida se encontró con Pierre que venía muy agitado.
—¡Mira, papá! —le dijo jadeante—, me alegro de que hayas venido. Tengo aquí un ratoncito vivo. Se lo arrebaté a la gata cuando jugaba con él y lo maltrataba; el animalito quería escapar y la gata lo atrapaba cada vez, hasta que por fin pude salvarlo de sus garras. ¿Qué hacemos ahora?
El chico estaba radiante con su hazaña y no soltaba al roedor.
—Bueno —le dijo el pintor—, lo soltaremos en el jardín, ¡ven conmigo!
Llovía un poco, Veraguth abrió un paraguas y cruzaron parte del jardín sobre cuyos arbustos y setos floridos caían las gotas benefactoras del cielo. Pierre dejó ir al ratoncito, que por un momento se vio obstaculizado por una raíz, pero poco a poco se notó que buscaba con ansiedad la forma de escapar y ante los gritos de júbilo del chiquillo finalmente se pudo escurrir entre la maleza.
—¿Quieres venir conmigo? —dijo el pintor y el chico se agarró de su mano con alegría y lo siguió. De repente, el niño exclamó:
—Ahora, el ratoncito está con sus padres en su casa, y seguramente les estará contando su aventura. Pierre siguió charlando sin ton ni son mientras el pintor le oprimía la mano y sentía vibrar dentro de su ser todo el cariño que abrigaba por su hijo menor. Pierre, siempre atento a los movimientos del animalito, lanzó un grito de placer al verlo huir con inusitada rapidez.
—Pierre… ven conmigo —musitó el pintor. El chico volvió a sujetar la mano de su padre y caminó a su lado. Cada palabra del niño repercutía en el corazón de Johann; era una delicia sentirse como su esclavo.
Sí, era evidente que jamás volvería a sentir un cariño como el que tenía para Pierre, ni gozar de su ternura, de su naturalidad y calor, que en el fondo le recordaban sus propios años infantiles. Esa espontaneidad de su risa y modales desenvueltos era lo único que llenaban la vida vacía del pintor. Era como los capullos de un rosal en su floración al absorber la alegría espontánea del sol y de la vida…
—¡Oye, papá!…¿por qué no quieres estar con Albert?
—¿Por qué dices eso? A mí me agrada estar en su compañía, pero tu hermano prefiere quedarse con tu madre… ¡qué le vamos a hacer!
—Yo creo que tú no le simpatizas, ni que Albert está a gusto contigo. Todo lo que hace es tocar el piano o encerrarse en su cuarto. Cuando lo invité a ver el jardincito que yo mismo planté, pareció gustar le al principio, pero nunca ha querido verlo. Ya no es mi amigo… siempre está con mamá…
—Bueno. Recuerda que sólo pasará dos semanas aquí, y que quiere aprovechar a su mamá, pero tú puedes venir conmigo si lo quieres.
—No lo sé, a veces quiero estar con ella y luego siento deseos de hacerlo contigo… pero tú siempre estás tan ocupado…
—¡Bah!…eso no debe preocuparte. Ven al estudio cuantas veces lo quieras; no importa que esté trabajando. ¿Te parece bien?
Pero aparentemente Pierre no quedaba satisfecho incluso mostraba cierta indecisión incompatible para sus años, no obstante la insistencia de Veraguth.
—¡Mira, papá! —dijo el chaval—, me gusta estar contigo, pero no cuando trabajas…
—¿Qué es lo que te desagrada?
—Es que cuando voy a verte, sólo me acaricias el cabello y me miras de un modo raro, como muy distraído… a mí me gusta que me hagas caso y que me hables.
—Hijo mío, pero por eso no debes ausentarte. Cuando uno trabaja se necesita concentración para hacerlo todo bien, y es difícil desentenderse… sin embargo, procuraré hacerlo cuando me visites.
—Te comprendo, papá. A mí me pasa lo mismo muchas veces cuando me llaman y estoy pensando en cosas interesantes. Eso me fastidia. A veces quiero estar solo todo el día y resulta que debo estudiar, jugar o cumplir con lo que mandan… por eso me enojo…
El chico se esforzaba por explicarse. No era cosa fácil y tenía miedo de que no lo comprendieran. Era tan difícil que lo hicieran. Entraron al estudio y Veraguth retuvo a Pierre sobre sus rodillas.
—Yo sí entiendo, Pierre. ¿Quieres ver los cuadros ahora o prefieres pintar el ratoncito?
—¡Sí, eso es… quiero pintarlo!…Dame papel y colores…
Johann le facilitó un pliego de papel y un lápiz. El chico se puso a dibujar mientras su padre lo miraba emocionado. Pierre se concentraba en la figura del gato y el ratón, pero se mostraba impaciente con sus trazos. Al cabo de un rato el chico exclamó:
—No, no es así… no se parece para nada… papá sería mejor que tú me dijeras cómo se pinta un gato… este parece más bien un perro…
—Veamos —dijo el pintor señalando con paciencia—, lo hiciste muy grande, borraremos un poco, esas piernas son muy largas, pero las podemos arreglar un poco… ¡mira, fíjate en éste! —siguió al trazar diestramente al animal en otra hoja de papel—. Luego lo tendrás que pintar tú solo…
Pero el chico perdía la paciencia y el interés en el dibujo que Johann seguía bocetando, incluyendo al ratoncito en el momento de ser liberado, y al ver el semblante de Pierre dibujó un coche con sus caballos, motivo predilecto del pequeño. No obstante eso, el niño pareció aburrirse, se puso a pasear por el estudio, abría la ventana y finalmente se escapó canturreando del lugar. Veraguth quedó solo con el dibujo entre sus manos.