V

Había oscurecido y encendieron las luces de la escalera. Otto se despidió de Albert y bajó; decidió caminar por entre los frondosos castaños, aspirar el sabroso aroma de la vegetación circundante. Su preocupación interior lo hacía sudar y se debatía buscando la forma de ayudar a su amigo; el momento parecía propicio para ello.

Al acercarse lo llamó, pero no obtuvo respuesta. El hombre se veía como marchito, agotado. Una brisa ligera acariciaba los árboles. Hasta ellos llegó un acorde musical que venía desde la casa grande, luego siguieron las cadencias de una sonata. Finalmente, el pintor miró fatigado a su amigo y le dijo:

—Entremos al estudio y hablemos un poco. Creo que no debemos retenerte más tiempo en Rosshalde.

—Solamente será por un día o dos —repuso Otto al darse cuenta de que había comprendido la situación. Veraguth encendió unas luces—. Creo que es buen momento para bebemos una botella de buen vino…

Llamó a Robert para que los atendiera. Hacia el centro del taller estaba el retrato de Otto, casi terminado. Lo contemplaron en silencio mientras el mozo disponía el vino y los cigarrillos sobre la mesa.

—No nos despiertes mañana —le dijo a Robert—. Déjanos solos ahora…

El pintor se dejó caer pesadamente en un sillón.

—Otto, lo siento en verdad. Esta vez no has encontrado aquí nada agradable. Le tomó la mano que estrechó con afecto. Veo que lo sabes todo…

Unas cuantas lágrimas corrieron por su rostro, pero trató de controlar su emoción.

—¡Perdóname, Otto! Bebamos el vino. ¿Fumas?

Fumaron y bebieron largo rato. Afuera la luz mortecina caía sobre las copas de los árboles. Entre la bruma de los cigarrillos, ambos se dieron cuenta de que no tenían más qué hablar, que ya se había dicho todo.

—¿Quisieras venir a la India este otoño? —preguntó el viajero. Veraguth callaba, mientras observaba una mariposa vespertina que revoloteaba por la habitación.

—Quizás sí —contestó el pintor—, pero antes tenemos que hablar.

—Así es, hermano, aunque no quiero que te atormentes por ello. Ya confirmé que hay dificultades entre tú y Adele…

—Nuestro matrimonio fue un error…

—Puede ser así, pero lo grave es ese distanciamiento que no debe seguir; te destruirá por completo…

—No, no voy a hundirme, amigo mío. Tengo pendiente por ahora una exhibición en Frankfurt para septiembre y otros…

—Eso está muy bien, pero no arregla las cosas. Tu situación no tiene sentido. ¿Por qué no te separas de ella?

—Pues… la cosa no es tan simple. Te contaré todo para que veas y juzgues.

Bebió un largo trago y se reclinó en el sillón. Otto se apartó un poco de la mesa.

—Tuve conflictos con mi mujer desde un principio. Durante los dos primeros años quizás pudimos arreglar las cosas, pero me di cuenta de su incapacidad de darme lo que yo buscaba. Me decepcionó por su falta de entusiasmo, su seriedad y frialdad, y no fui capaz de tomarlo todo con sentido del humor. Ella aceptó mi impetuosidad viril, mi fogosidad, con paciencia heroica y conmovedora, y esto me dolía. Mientras yo me irritaba, ella callaba y sufría. Lo intenté todo, le pedí perdón y procuré encauzarla a mi natural festivo y ardiente, pero ella se encerraba en el silencio y en su obstinación. Se manifestaba sumisa a mi lado, pero no reaccionaba a mis arrebatos ni a mis bromas; simplemente se ponía al piano y se olvidaba de todo. Luego, me comporté injustamente con ella, y me di cuenta de que yo no podía darle nada que compartiéramos juntos. Busqué refugio en mi trabajo y en eso pude encontrar un baluarte defensivo a su hostilidad…

Veraguth se esmeraba en hacer ver las cosas objetivamente y con serenidad; hablaba con hechos, sin quejarse, pero se adivinaba su dolor y miseria por su vida arruinada, por su fracaso, su triste destino, lo incompleto de su existencia, esa crueldad para su modo de ser y de sentir.

—Cuando ya no cabía la menor duda sobre nuestras relaciones, procuré varias veces disolver nuestro matrimonio; sin embargo, no me resultaba nada fácil, acostumbrado como estaba a mi trabajo y tranquilidad, el hecho de pensar en abogados, trámites judiciales, etc. Si por lo menos hubiera tenido un nuevo amor, pero vi que ya era tarde; había perdido mi fogosidad y entusiasmo y lo único que me incitaba era la pintura: era mi natural desahogo, mi vinculación con el arte. Te aseguro que no ha existido ninguna otra mujer en mi vida, ni siquiera un amigo de verdad a quien confiarle mi ignominia y mi desaliento…

—¿Por qué ignominia? —interpuso Otto.

—¡Sí, una ignominia! Así lo he visto desde el principio y la he confirmado, porque es una vergüenza ignominiosa ser desgraciado; tener que ocultar al mundo mis sentimientos, fingir… pero te lo contaré todo:

—Según estaban las cosas, ya Albert tenía entonces dos años. Ambos lo queríamos y su presencia era el único lazo de unión; pero más tarde, a los siete años, sentí celos por su predilección hacia su madre y luché por atraérmelo, tal y como ahora lo hago con Pierre. Necesitaba su cariño, pero paulatinamente sentí que su afecto se centraba exclusivamente en la madre. Una vez, cuando el chico cayó enfermo, olvidamos nuestras diferencias y ambos lo cuidamos; éste fue un período de amable convivencia… de la cual nació Pierre. Desde que vino al mundo, este chiquillo absorbió todo mi cariño; dejé que Adele y que Albert se apartaran de mí, éste, ya convaleciente se apegó cada vez más a su madre, fue su confidente y acabaron siendo mis enemigos. Por esta razón lo alejé de Rosshalde, me volví austero y frugal, dejé las riendas del gobierno hogareño en manos de Adele y de hecho no era yo sino un huésped en mi propia casa; pero con el anhelo de salvar a Pierre para mí. Entonces le propuse a Adele la separación, quedándome yo con el pequeño y dándole a ella todo Rosshalde e incluso a Albert. No lo aceptó. Estaba dispuesta a concederme el divorcio, pero quedándose con Pierre. Fue nuestra última lucha formal; esa vez me humillé, rogué, amenacé y acabé enfureciéndome. Aceptó la ausencia de Albert, pero no cedió en nada más. Esa vez sentí odio, y ahora me queda el rescoldo y la aversión. Mandé ampliar el estudio, con dos cuartos más, y aquí he vivido desde entonces.

Otto lo escuchaba pensativo, sin interrumpirlo, hasta que se decidió a hablar.

—Me alegro —dijo con prudencia— de que tú mismo aclares las cosas, que ya las había sospechado. Pero hablemos otro poco. Desde que llegué he buscado la oportunidad. Me di cuenta de que tú sufrías, que estabas avergonzado y atormentado. Ahora que te has franqueado conmigo creo que debemos buscar la forma de remediar la situación.

El pintor lo miró con tristeza y sonrió con amargura.

—No, esto ya no tiene remedio, pero puedes analizarla si quieres.

Otto persistía en hacer algo ya que se le brindaba la ocasión.

—Hay una cosa, en lo que me cuentas, que no veo con claridad. Dices que por Pierre no te concede el divorcio. Quizás legalmente hubieras podido quedarte con la custodia del niño…

—No, no quise recurrir a ese expediente. Porque no creo que un juez pueda componer lo que yo he echado a perder. Si no se pudo arreglar entonces, no queda sino esperar a que Pierre crezca y decida por su cuenta…

—Bueno, concretando, todo gira alrededor de Pierre; por su causa no te has divorciado, ni has podido gozar de tu parte de felicidad en este mundo, ni te has atrevido a liberarte. Vives ahora preso, bajo un compromiso, sacrificios y concesiones y esto tiende a que te sientas asfixiado como hombre y como artista…

Johann se mostró impaciente y bebió rápidamente un vaso de vino.

—No, no hables de ruina ni de asfixia… yo sigo en la brecha y falta mucho para que me rinda.

—Perdona, amigo mío. Estás en un error. Reconozco tu fortaleza que te ha permitido resistir tantos años, pero reconoce que te has envejecido y que sólo te sostienes por un pueril orgullo que trata de acallar esta situación de miseria. Te entregas a tu labor creadora, solamente para aturdirte y olvidar los obstáculos cotidianos… esto no es un remedio, sino meramente resignación…

—Puede que sea resignación… ¿pero qué es lo que logra generalmente el ser humano… acaso logra la felicidad?

—Todo el que tiene fe y esperanza lo logra —exclamó Otto—. ¿Y tú qué esperas, ya tienes éxito, honores, dinero? Lo que no sabes es lo que es la vida, ni el gozo ni la alegría. No, nada esperas, y eso es monstruoso, Johann. El que no quiere curarse una llaga maligna es un cobarde…

El hombre se había acalorado, paseaba con agitación y buscaba un medio para ayudar a su amigo. De repente, vino a su mente el recuerdo del rostro de un niño, de su condiscípulo que como entonces siempre había estado en disputa por la menor nimiedad. Analizando el rostro adusto del pintor no reconocía signo alguno en la actitud de su amigo… y ahora se atrevía a llamarlo cobarde, a herirlo sin misericordia cuando el agobiado pintor se mostraba abatido…

—¡Sigue, sigue adelante hermano mío… no te detengas! Ya te has dado cuenta de la cárcel donde yo vivo… si sigues hurgando en mi caso descubrirás sólo el reflejo de mi desgracia. Puedes proseguir; ya no me opondré y por otra parte, tampoco me defenderé…

Otto se detuvo frente a su amigo, le dolía verlo en esa actitud de sumisión e indolencia, pero insistió:

—Deberías estar indignado… echarme de aquí… quitarme tu amistad… Johann, no acepto esa pasividad…

—Hermano, te doy la razón. Creo que me he sobreestimado. Ya veo que soy un niño y que no tengo sino un amigo, que no quiero perder por nada en el mundo. Vamos a sentarnos, beberemos varios vasos de vino… este vino es bueno y no lo hay en la India…

Otto le dio una palmada afectuosa.

—Hermano, no es hora de sentimentalismos. ¿Tienes algo que reprocharme?

—Nada, nada tengo que recriminarte, tú estás fuera de todo reproche… has comprendido mi declinación durante estos años y no has procurado ayudarme sin antes saberlo todo. Debo informarte que durante años he llevado en mi bolsillo un frasquito de cianuro, pero lo tiré lejos de mí para no usarlo… sin embargo, tu actitud es la de un juez y ahora me recriminas y flagelas sin resabios…

Johann lo miraba con ojos enrojecidos y que mientras hablaba no dejaba de tomar vaso tras vaso de vino; se había tomado una botella. Adivinando su pensamiento dijo con aspereza:

—Pues sí, estoy un poco borracho; esto salta a la vista. Sin embargo, creo que me dejo llevar así una vez al mes, para darme ánimo, pero en el fondo estoy cierto de que ni el vino, ni un veneno pudieran ayudarme. No sé por qué he podido caer tan bajo y verme obligado a mendigar un poco de comprensión. Mi mujer ya no me soporta, ya perdí a Albert y pronto me dejará Pierre también. ¿Qué se puede hacer?

Se le había quebrado la voz. Otto se puso pálido e inquieto. La situación era realmente peor de lo que había supuesto… y bastaban unos cuantos vasos de vino para que el pintor se desplomara y resintiera su miseria…

—Por supuesto que te ayudaré —dijo en voz suave y conciliadora—. Reconozco que soy un necio y que he obrado con precipitación, pero todo se arreglará, amigo mío…

Otto recordó las múltiples veces en que Johann se había descontrolado a causa de su temperamento nervioso; particularmente vino a su mente la vez en que Veraguth era el compañero inseparable de una linda compañera de clase en la Academia de las Bellas Artes, una chica que Otto desaprobaba, por su actitud, y que fue causa de que ambos amigos rompieran su amistad en forma violenta, con excesiva vehemencia, voces alteradas y rostros iracundos. La imagen actual le hizo ver un cierto paralelismo y se conmovió al ver la íntima soledad espiritual de su amigo, vio en la fuerza del secreto de Veraguth la chispa latente del artista, el afán de crear, de representar el mundo según su técnica y capacidad bajo cambiantes manifestaciones; esa peculiar melancolía que sugerían algunas de las obras de pintores geniales.

Otto tuvo la sensación de que por fin comprendía a su amigo, las tinieblas de su alma, sus esfuerzos y sinsabores, y al mismo tiempo se enorgullecía de que Johann le hubiera abierto su corazón e incluso reclamara su ayuda. La actitud del pintor era de mansedumbre y laxitud, como si hubiera olvidado todo lo dicho.

—Hermano —dijo Johann—, esta vez no has podido disfrutar de mi compañía debidamente. Lo único que hemos logrado es que no dedicara más tiempo a mi trabajo en estos días, lo cual me hace falta, no puedo resistir la holganza.

Burkhardt trató de impedir que abriera otra botella, pero el pintor le advirtió que de cualquier manera no dormiría esa noche; lo trató de melindroso y lo incitó a que bebiera como en los tiempos pasados.

—No temas, el vino no me afecta; yo puedo controlar mis nervios, dominarlos. Volveré a levantarme a las seis de la mañana todos los días, pintaré todo el día y por la tarde pasearé a caballo…

Ambos siguieron charlando hasta la media noche: recuerdos de aventuras, excursiones. Sin embargo, Otto no dejaba de lamentar el haber descubierto la terrible herida en el alma de su amigo, apenas restañada por su compañía y amistad.