IV

Albert Veraguth paseaba con excitación en el saloncito de su madre. El muchacho tenía los ojos del padre, pero en lo general se parecía más a la mamá, la cual lo miraba con ternura. De pronto, lo detuvo y lo sujetó por los hombros, admirando de cerca la frente del chico por la que caía un mechón de cabellos rubios. Le brillaban los ojos y tenía los labios apretados por la cólera que sentía.

—¡Te digo que no, mamá! —exclamó con calor y apartándose del abrazo de su madre—. Tú sabes que lo odio y él a mí, dile lo que tú quieras sobre mi regreso…

—¡No hables de odio! —dijo la madre con sinceridad—. Esa palabra no la soporto. Él es tu padre que antes quisiste tanto. ¡Te prohíbo que hables así!

Albert la miró con ojos fulgurantes.

—Bien, puedes prohibirme hablar de este modo, pero no hacerla nada cambiaría las cosas. ¿Acaso debo tenerle agradecimiento? Él ha arruinado tu vida y me ha desterrado de aquí. Acabó con Rosshalde antes tan alegre y suntuoso. Lo recuerdo bien, puesto que aquí he crecido. Lo veo siempre en mis sueños, con sus viejas estancias, el gran jardín, las caballerizas, las palomas. Ésta es mi casa y mi patria, aquí tengo mi cariño, y ahora tengo que vivir muy lejos, y ni siquiera puedo traer algún amigo en las vacaciones, porque no debe darse cuenta de la existencia y tristeza de este lugar. Y todos los que saben mi apellido se deshacen en elogios de mi padre… ojalá y que nunca hubiera tenido un padre como él, ni hubiera conocido Rosshalde, ni nada… ojalá que hubiéramos sido pobres, aunque tú tuvieras que ganarte la vida… porque yo te podría ayudar trabajando en algo…

La madre se le acercó, lo hizo sentarse en un sillón junto a ella, lo acarició y con ternura comenzó a hablarle en todo reposado, dulcemente…

—Está bien, ya te has desahogado. A veces conviene dejar salir lo que uno siente en su interior. Hay que conocer el sufrimiento, pero no ahondar en la herida. Ya eres un hombrecito, esto me alegra, aunque siempre seguirás siendo mi pequeño niño querido. Escucha, ahora me siento muy sola y necesito un amigo de confianza… y ese eres tú.

—Tocaremos el piano a cuatro manos, vigilaremos a Pierre, paseáremos por la propiedad; pero por favor no busques altercados, ni hagas más difícil mi vida; debes ser dócil y comprensivo, porque lo necesito mucho…

—¿Pero mamá, entonces tendré que callar todo lo que nos da tristeza aquí?

—Así es. Para ti será muy difícil, pero tendrás que hacerlo. ¡Vamos, ensayemos algo en el piano juntos…!

—Magnífico, mamá. Toquemos la Segunda de Beethoven…

Comenzaban a interpretarla cuando entró Pierre sigilosamente y se puso a escucharlos. Observaba a su hermano: su nuca, su camisa deportiva, el mechón rebelde que se movía al son de los acordes. El pequeño notó inconscientemente el parecido de Albert con su madre.

—¿Te gusta esta música, chaval?

El chico afirmó con la cabeza, pero poco después salió del cuarto; el tono de la voz de Albert le molestó por su condescendencia al dirigirse a un infante, con una sutil sugerencia de cordialidad. Antes había estado impaciente por la llegada de su hermano, y se había alegrado al verlo, pero inexplicablemente no podía resistir ese tono de superioridad…

Mientras tanto, Veraguth y Otto aguardaban a Albert en el estudio; el padre nervioso y su amigo con curiosidad. Johann había perdido prácticamente su locuacidad habitual.

—¿Así que llegó inesperadamente? —inquirió Otto.

—No. Sabíamos que llegaría este día.

Veraguth comenzó a rebuscar en los cajones hasta que pudo encontrar unas fotos antiguas. Escogió una y la comparó con la más reciente de Pierre.

—Aquí puedes ver a Albert a la edad que ahora tiene Pierre. ¿Lo recuerdas así?

—Por supuesto. En ese retrato se parece a su mamá. Quizás más que el pequeño Pierre, porque el pequeño no tiene todos los rasgos fisonómicos de la mamá. ¡Oye!, alguien llega… ¿será Albert?

Alguien se acercaba con pasos menudos. Se abrió la puerta y entró Pierre con aire de cordialidad, pero con cierta duda.

—¿Y dónde está Albert? —preguntó el pintor.

—Está tocando el piano con mamá…

—¡Vaya, vaya!, conque tocando el piano…

—¿Eso te molesta, papá?

—No, nada de eso; pero me alegra que tú vinieras.

Pierre vio las fotos y la cogió.

—¡Oh!, este soy yo, y el otro quizás sea Albert.

—Sí, es tu hermano, cuando tenía tu edad.

—Yo no había nacido entonces. Albert ha crecido mucho; Robert lo llama señorito Albert.

—¿Tú quieres ser persona mayor?

—Claro que sí. Si fuera grande tendría caballos y viajaría; nadie me llamaría pequeñuelo, ni me pincharía las mejillas, aunque por lo general los mayores son muy antipáticos, y como siguen creciendo, algún día se mueren. Creo que mejor sigo como estoy, pero que pudiera volar como los pájaros hasta las nubes, y reírme de todos…

—¿También de mí?

—A veces. Todos los grandes hacen cosas para reír; mamá casi nunca. Muchas veces se recuesta en el jardín y sólo mira las flores; luego se queda quieta y se ve un poco triste. Pero es bueno no tener nada que hacer…

—¿No te gustaría ser algo, arquitecto o jardinero?

—No. Además ya tenemos jardinero y yo tengo casa para vivir. Sería estupendo hacer otras cosas, como saber lo que dicen los pájaros, lo que hacen los árboles para crecer tan altos tomando sólo agua por la raíz. Creo que nadie sabe sobre estas cosas, ni mi profesor…

Se sentó sobre las rodillas de Otto y jugueteó con la hebilla del cinturón.

—Hay muchas cosas que no se pueden comprender —dijo Otto con voz suave—; pero en cambio las podemos ver, admirar y disfrutar. Cuando vayas a la India a visitarme, viajarás varios días en un gran barco, verás peces ruidosos con aletas transparentes y que pueden volar. A veces llegan al barco pájaros que vienen de lugares extraños y muy distantes; llegan tan extenuados que se posan en cualquier sitio de la nave. Apuesto a que ellos también quisieran entender nuestro lenguaje.

—¿Y cómo se llaman esos pájaros?

—Tienen muchos nombres, pero son nombres que les da la gente. No sabemos cómo se llaman entre ellos mismos.

—Papá, mi tío Otto cuenta cosas muy bonitas. Quisiera tener un amigo. Albert es muy grande para mí. Hay personas mayores que me quieren, pero el tío Otto me comprende.

En eso llegó una doncella a recoger al niño. Era la hora de almorzar, y los dos amigos se dirigieron a la casa grande. El pintor iba silencioso y adusto. Al llegar, Albert lo recibió saludándole de mano.

—Buenos días, papá.

—Muy buenos, hijo. ¿Tuviste buen viaje?

—Perfecto, gracias. Buenas tardes, señor Burkhardt.

El muchacho hablaba con frialdad, pero con cortesía. Durante la colación, Otto fue el que llevó la conversación, y en parte la señora de la casa. Hablaron de música.

—¿Qué clase de música prefieres? —preguntó Otto a Albert—. Yo desconozco el tema y sobre todo nada sé de los nuevos compositores.

—Pues yo también estoy poco familiarizado con los modernistas. Yo no soy partidario de tal o cual tendencia. Me gusta que la música sea buena, mis predilectos son Bach, Gluck y Beethoven.

—¡Ah, los clásicos! En mis tiempos realmente sólo conocimos a Beethoven, muy poco a los demás; pero nuestro ídolo era Wagner. ¿Te acuerdas Johann cuando oímos el Tristán? Eso fue delirante…

—¡Bah!, la vieja escuela —comentó el pintor con cierta dureza—. Wagner ya se acabó. ¿No lo crees, Albert?

—¡Oh, no!, es todo lo contrario; sus obras están en todas partes; pero personalmente no sé que opinar.

—¿Pero te gusta Wagner?

—Bueno, es que no conozco bien su música. Voy poco al teatro; prefiero otra clase de música que la ópera.

—Pero supongo que habrás oído «Los Maestros Cantores», por lo menos…

—Verdaderamente, no puedo juzgar. Su música es de un tipo romántico que no me interesa.

El pintor hizo un gesto de disgusto.

—¿Quieres vino de la región? —preguntó a su visitante.

—Por supuesto, gracias.

—¿Y tú Albert?

—Gracias, no, papá. Prefiero no beber.

—¡Oh!, ¿te has vuelto abstemio?

—No, no es eso. El vino no me sienta bien y prefiero no beberlo por ahora.

—Bien. Entonces Otto y yo brindaremos. ¡Salud!

Albert se siguió comportando como muchacho bien educado; discretamente dejó la conversación a sus mayores, no tanto por respeto a la superioridad sino simplemente para su propia tranquilidad. Sin embargo, se sentía violento en su fuero interno, porque a toda costa quería evitar un altercado con su padre.

Otto callaba y veía que la conversación iba decayendo. Todos comían de prisa; se pasaban las viandas automáticamente unos a otros, y daban la impresión de que deseaban que la comida terminara. Estaban impacientes. El ambiente reinante le hizo ver que se ahondaba el abismo, el estado de aislamiento familiar; esa frialdad que dolorosamente invadía a su amigo. En el rostro del pintor había una expresión de hastío, y casi no había probado bocado. Creyó percibir una mirada suplicante de Johann, como disculpándose de la situación del momento.

La escena era bochornosa, muy lamentable que a pesar de un cariño virtualmente latente, lo glacial del ambiente descorría el velo y hacía destacar la vergüenza y desilusión, el fracaso de la vida de Veraguth. Juzgo que si prolongaba su estancia equivaldría a fomentar el tormento en el alma de su amigo, y que le resultaría penoso verlo disimular. Decidió poner fin a la situación. Terminaron de comer y saludando a la dueña de la casa, se puso de pie y pidió permiso para ir a descansar Un poco en su cuarto.

Adele salió primero, con paso cansino. Otto la acompañó hasta el salón. El piano seguía abierto y Otto le dijo:

—Pensaba rogarte que nos tocaras algo, pero noto que tu esposo no se encuentra bien; quizás sea mejor que lo acompañe un rato.

La mujer sonrió con seriedad y asintió. Se despidió de su huésped. Albert lo acompañó hasta la escalera.