II

Robert estaba lavando una paleta y un manojo de pinceles cuando el pequeño Pierre llegó hasta la puerta del estudio.

—¡Vaya trabajo sucio! —exclamó el chico—. Pintar es bonito, pero yo no quisiera ser un pintor.

—Piensa bien lo que dices —repuso Robert—. Recuerda que tu papá es un gran pintor y muy famoso…

—No —dijo el niño—, eso no me gustaría. Siempre está uno lleno de manchas y con ese olor tan desagradable de las pinturas. Me gusta cuando cuelgan el cuadro recién pintado, el olor es fino; pero en el estudio el olor es horrible. Me duele la cabeza.

El criado lo miró especulativamente y pensó que sería oportuno comenzar a corregir al chico mal criado, pero con sólo verle la cara no se le podía reprender; era un chico vivo, hermoso y serio que actuaba con genuina naturalidad y que incitaba a quererlo.

—¿Y qué te gustaría ser? —preguntó Robert. El niño pareció reflexionar y luego dijo:

—Pues francamente, nada en especial. Por lo pronto, no tener nada que ver con lecciones ni escuelas; vestir todo de blanco en el verano y no tener una sola mancha.

—¡Vaya pues!, conque ahora nos vienes con ésas… hace poco llegaste hecho un asco, todo sucio… ¿ya no te acuerdas?

Pierre asumió una actitud de molestia, miró al criado con ojos entrecerrados y comentó quedamente:

—Mamá ya me reprendió bastante por eso, y no creo que necesites echármelo en cara otra vez…

—Bueno —siguió Robert—, de modo que quisieras ir siempre de blanco y no llevar vestido manchado…

—Ya sé que eso es imposible. Veo que no me comprendes. Es que siempre me ha gustado revolcarme en el pasto, saltar charcos y trepar los árboles… pero no quiero que me regañen cuando lo hago, que me dejen solo para cambiarme de ropa y limpiarme en mi cuarto. ¿Sabes?, creo que los regaños de nada sirven…

—¿Eso crees?

—Sí. Cuando se hace algo incorrecto, uno mismo se avergüenza, pero cuando me reprenden siento menos vergüenza por mi mal comportamiento. Además, me corrigen por todo, por no obedecer al instante o por estar de mal humor…

—Todo queda compensado… ¿cuántas veces has hecho algo malo sin que lo sepamos y nadie te reprendió?

Pierre no replicó. Cada vez que hablaba con una persona mayor quedaba decepcionado o humillado.

—Quisiera volver a ver el cuadro —dijo cambiando el rumbo de la discusión—. Vamos, déjame entrar…

Robert accedió y lo hizo pasar al estudio en su compañía. El pintor prohibía que alguien entrara solo a su taller. La última obra del maestro estaba sobre su caballete hacia el centro del vasto salón. Pierre preguntó:

—¿Te gusta, Robert?

—Por supuesto que sí. Es muy interesante…

Pierre lo contempló un instante y luego dijo:

—Creo que de todos los cuadros que he visto, yo podría distinguir los pintados por papá. Quizás porque me agradan aunque sea sólo a medias…

—¡Vaya una tontería! —exclamó el criado asustado; pero el chico seguía impasible sin quitar la vista del cuadro.

—Escucha —continuó Pierre—, en casa hay dos cuadros antiguos que me agradan más y que los prefiero. Hay uno con fondo de montañas a la puesta del sol, color rojo y dorado; tenemos también pinturas de niños, hermosas mujeres y de flores. Son más bonitos que ese viejo pescador que no tiene ni cara, en ese bote negro y feo…

En el fondo, Robert opinaba de igual modo y admiraba la sinceridad del chico, pero no podía secundarle por ahora.

—Eres muy pequeño para entender muchas cosas. Vámonos ya. Es hora de cerrar el estudio.

En ese momento se oyó el ruido de un automóvil llegando a la casa.

—¡El coche! —gritó Pierre y salió corriendo alegremente. Corrió por el césped, atravesó el bosquecillo de castaños, brincó sobre los setos de flores y llegó casi sin aliento a la entrada de la casona. Del vehículo bajaba su papá acompañado de un señor desconocido para Pierre.

—¡Hola Pierre! —exclamó su padre. Mira, tenemos visita, es un tío tuyo. Salúdalo con afecto y pregúntale de dónde viene…

El chico no quitaba la vista del visitante, le extendió la mano y le preguntó de dónde venía. El desconocido lo cogió en sus brazos.

—¡Hombre!, ya pesas mucho para mí. ¿Que de dónde vengo? Pues ahora de Génova, y antes de Suez, Adén y…

—¡Ah, de la India!, eso ya lo sabía, y tú eres el tío Otto. ¿Qué me trajiste? ¿Un tigre, unos cocos?

—Bueno, pues el tigre se me escapó, pero sí traigo unos cocos y unas conchas muy bellas, y estampas de China…

Entraron y Veraguth condujo a su amigo a la parte superior de la casa por la escalinata. Apoyaba el brazo con afecto sobre el hombro de Otto, que era de mayor estatura que el pintor. En el pasillo de arriba encontraron a la señora Veraguth, quien saludó a su huésped con amabilidad. El rostro del viajero, sano y jovial, le trajo recuerdos de horas pasadas que no volverían jamás. Otto la trató con cordialidad y mantuvo un poco la mano de Adele entre las suyas.

—Te encuentro tan joven como la última vez. Te conservas mejor que Johann.

—Y usted como siempre —repuso la mujer amistosamente.

—Pues aparentemente —comentó riendo Otto—. Caras vemos, corazones no sabemos… los años se van sin sentir y aún sigo de soltero…

—Ojalá y ahora ya piense en casarse…

—No, no lo creo. Sigo enamorado de viajar, aunque en Europa tengo muchos parientes; me he convertido en un tío «ricachón», al que se espera con afecto. Si me casara, tendría que abandonar mis latitudes.

La señora Veraguth sirvió el café en la salita de estar. Luego bebieron licores y charlaron sobre viajes, plantíos de caucho, porcelanas chinas. Johann se sentía un tanto cohibido en esa salita que tan poco frecuentaba, pero poco a poco aflojó la tensión con la presencia de su amigo, siempre alegre y cordial.

—Creo que a mi mujer le convendría descansar un poco. Te llevaré a tu habitación.

Se despidieron de Adele y el pintor llevó personalmente a Otto a las dos habitaciones especialmente dispuestas para él, decoradas con cuadros escogidos, discretos anaqueles con libros, y como toque final, Veraguth había colgado hacia la cabecera de la cama una vieja y maltratada fotografía, recuerdo festivo de un grupo de bachilleres de treinta años atrás, que Otto contempló emocionado.

—¡Santo cielo! —exclamó sorprendido—. Henos ahí en nuestros gloriosos 16 abriles… hermano, eres un sentimental… no había visto esa foto desde dos décadas…

—Lo supuse —dijo Veraguth sonriendo—. Estaba seguro de que te agradaría. Confío en que encuentres todo a tu gusto. ¿Quieres abrir las maletas ahora?

Otto se sentó sobre el baúl ropero y miró satisfecho a su alrededor.

—Todo está a pedir de boca. Pero dime: ¿dónde duermes tú… hay otras habitaciones más arriba?

El pintor no contestó inmediatamente, jugueteó un poco con una cartera de cuero bellamente labrada y sin darle importancia al asunto dijo que vivía junto a su estudio, donde había adaptado habitaciones.

—Bien, amigo mío, ya me las enseñarás después. ¿Estás bien instalado?

—Perfectamente, pero comencemos a abrir tu equipaje. Traeré a Pierre, le gustaría ver todo esto…

Al entrar, Pierre exclamó con admiración:

—¡Qué baúles tan lindos, tío Otto! A veces he visto baúles con etiquetas de muchos colores; una decía PENANG, ¿dónde está Penang?

—Es una ciudad de Indochina. La he visitado algunas veces. Ahora, fíjate bien y abre tú solo esta valija con su llave especial.

Al abrirse la petaca, lo primero que vio fue un cestillo recubierto con un trenzado de fibra en rica filigrana malaya, ahí se podía ver una soberbia colección de conchas que sólo se compran en el Oriente.

Pierre quedó estático al recibir su regalo y más aún cuando siguió un elefante de ébano, una figurita china de partes móviles y una lámina china también con una serie de demonio y deidades, reyes y dragones en vistosos colores.

El pintor ayudó al chico a desempacar todos sus obsequios, admirándolos al mismo tiempo, mientras Otto sacaba ordenadamente sus camisas, zapatillas, ropa interior, que iba distribuyendo por el cuarto.

—¡Basta! —dijo finalmente Otto—. Ya hemos trabajado mucho. Ahora vamos a divertirnos; por lo pronto quiero ver el estudio…

Pierre observaba a su papá y notó la mirada de emoción en el rostro del pintor.

—¿Estás muy contento, papá?

—Así es, hijo mío.

—¿Es que no siempre está tan contento a últimas fechas? —interrumpió Otto.

El chico los miró desconcertado.

—No sé qué decir —repuso vacilante—; pero hacía tiempo que no lo veía tan feliz —acabó echándose a reír. Luego, salió de la habitación corriendo con el cestillo de conchas en la mano. Otto y Johann salieron también con rumbo al estudio.

—Noto aquí muchas reformas —observó Otto— pero todo ha quedado muy bien… ¿Cuándo las hiciste?

—Hará unos cuatro años. También amplié el estudio.

Burkhardt admiraba el panorama a su alrededor.

—El lago es muy bello. Me gustaría bañarme después. Pero dime: ¿tienes algún nuevo cuadro?

—Sí, acabo de terminar uno. Tienes que verlo. Creo que es bueno.

Entraron al estudio, escrupulosamente limpio y muy ordenado. Hacia el centro del taller estaba el cuadro montado en el caballete. Lo miraron en silencio. El turbio amanecer representado, la atmósfera fría y húmeda de la obra, contrastaba con la luminosidad de la estancia bañada de sol.

—¿Es lo último que has pintado?

—Sí. Hoy le pondré su marco. ¿Te gusta?

Ambos se miraron a los ojos. En el rostro del buen Otto, hombre más corpulento que su amigo, el pintor parecía un niño grande, pero con el cabello ya encanecido.

—Es probablemente tu mejor obra —dijo reposadamente—. Vi los de Bruselas y los de París. No podía creerlo, pero has progresado mucho.

—¡Hombre!, eso me alegra. Yo siento lo mismo. Lo atribuyo a trabajar sin pausas. Creo que antes era yo un buen aficionado, pero el trabajo sin descansar y genuina concentración, me han ayudado a tener un dominio personal, aunque siempre se puede mejorar…

—Entiendo, además te has vuelto famoso. Me agradó que incluso hablan de ti entre los pasajeros de los viejos barcos del Oriente, y esto me enorgulleció. ¿Qué sabor tiene la fama, te satisface?

—No sabría decirlo. Entiendo que hay por ahí tres o cuatro pintores que valen más que yo y con mayor capacidad interpretativa. Nunca me he catalogado entre los realmente grandes, y todo lo que se diga de mi obra son indudablemente puras necedades. Exijo que se me tome en serio y me satisface lograrlo. Lo demás es propaganda y publicidad interesadas.

—Puede ser; pero dime: ¿qué piensas de los pintores más destacados?

—Que son los verdaderos reyes o monarcas. Los artistas de mi clase pueden llegar a ministros o generales; pero para eso hay que laborar sin descanso y apreciar seriamente la naturaleza. Los que logran penetrarla y sentir su aliento vital se convierten en sus hermanos; juegan con su manifestación plástica y son capaces de recrearla, mientras que nosotros sólo podemos copiar. Claro que estos soberanos del arte son muy pocos; quizás surja uno cada centuria.

Ambos se pusieron a pasear por el vasto estudio; uno tratando de buscar palabras expresivas y el otro analizando el rostro cetrino y flaco del pintor. Poco después, el visitante se detuvo y junto a la puerta de la alcoba de Johann le pidió un cigarro.

Veraguth lo hizo. Cruzaron la primera estancia y Otto se dio cuenta inmediatamente de la austeridad del departamento, que a pesar de contar con los útiles muebles necesarios, daba sensación de estrechez, de un cuarto de soltero de pocos recursos.

—De manera que aquí te has instalado —comentó Otto con seriedad.

Siguió examinándolo todo y se puso a considerar lo que habría ocurrido en los últimos años. Le satisfizo ver por ahí artículos deportivos, arreos para equitación; pero nada que sugiriera comodidad. De manera que ahí era donde su amigo creaba esos cuadros que habían merecido el lugar de honor en las principales galerías y exhibiciones. Le sorprendía ese ambiente de aislamiento —con sólo lo indispensable— sin nada festivo, ni amable a la vista, ni siquiera un cuadro de una bella mujer.

Sobre la cabecera de la cama había dos fotografías sin marco: un retrato del niño Pierre y otro de Otto. Al momento reconoció la instantánea que alguien le tomara en una terraza en la India. La foto estaba semiborrosa por la escasa luz al ser tomada.

—El taller te ha quedado muy cómodo —dijo al pintor al contemplar nuevamente el cuadro del pescador—. Veo que has trabajado en firme. ¡Choca esa mano, chaval! Tengo gran placer en verte, a pesar de notarte tan cansado. Te dejaré por ahora, luego me buscas y tomaremos un baño. Hasta pronto.

Otto se fue a pasear bajo los árboles. El pintor lo miraba con afecto y admiración al distinguir su erecta figura y la seguridad de sus movimientos; su confianza en sí mismo.

El visitante llegó hasta la casa grande, pero no entró a su cuarto sino que siguió escaleras arriba hasta las habitaciones de la mujer del pintor. Llamó a la puerta y preguntó si le permitía hacerle compañía durante un rato.

La mujer franqueó la entrada con una sonrisa que Otto encontró algo insólita en ese rostro tan vigoroso, pero con cierto dejo de desamparo.

—Rosshalde es algo estupendo; ya conocí el jardín y el lago. Encuentro a Pierre muy grande, es un chico vivo y alegre. Esto me incita a dejar la soltería.

—Sí, el chico es realmente guapo. ¿Crees que se parece a Johann?

—Un poco, quizás más que un poco. No conocí a Johann a la edad de Pierre, aunque sí cuando ya tenía 12 años. Ahora lo veo un poco cansado. ¿Ha trabajado mucho estos años?

Adele lo miró fijamente y le dijo:

—El suele decir poco de lo que hace…

—¿Qué pinta ahora, paisajes?

—Trabaja mucho en el jardín, a veces con modelos. ¿Has visto sus cuadros?

—Sí, vi varios en Bruselas.

—¡Oh!, ¿los ha expuesto ahí?

—Es una excelente colección. Por ahí debo traer el catálogo. Quisiera comprarle alguno y me gustaría saber tu opinión.

Otto se buscó en los bolsillos y finalmente extrajo un pequeño catálogo; señaló uno en particular. Adele lo observó.

—Pues no podría ayudarte. No conozco ese cuadro. Tengo idea de que lo pintó en los Pirineos el año pasado; pero aquí no lo he visto.

—Son muy hermosos los regalos de Pierre —dijo cambiando el tema—. Te los agradezco.

—¡Oh!, no tienen importancia; ¿pero me permites que te deje un recuerdo de Asia? He traído unas telas que quiero que veas y escojas la que te guste.

Pensaba que era necesario ganarse un poco la confianza de esta mujer tan cortés y reservada; quería hacerla sonreír. De su amplio baúl sacó una brazada de telas de varios tejidos, estampados al batik, de sedas y encajes, que Otto iba describiendo festivamente al hablar sobre los lugares de origen y las gangas logradas a base de regateos. Aquello parecía un auténtico bazar de Oriente. La obligó a medirse las telas, puso encajes sobre los brazos explicando la forma de llevarlos; la instó a que admirase y se adornara con las telas hasta lograr que se quedara con ellas.

—¡Dios mío!, pero esto es inaudito; te dejaré en ruinas, no puedo aceptar todo esto…

—No tienes que preocuparte. Acabo de plantar seis mil árboles de goma y pronto viviré como un auténtico príncipe.

Poco después, el pintor vino en busca de su amigo y encontró que ambos charlaban animadamente; se asombró de hallar a su mujer tan locuaz. Torpemente alabó la serie de hermosas telas.

—Vamos —comentó Otto—, deja los juicios a las mujeres. Tú nada sabes de estas cosas. Ahora vayamos a bañarnos. Debo decir que Adele no ha envejecido. Ha estado muy contenta conmigo y esto me sugiere que tu matrimonio va bien. ¿Pero dónde está tu hijo mayor?

—Ya lo verás —repuso encogiéndose de hombros—. Hoy mismo regresa a casa. —De repente se detuvo. Miró fijamente a su amigo y le dijo en voz baja:

—Sí, ya lo verás todo, Otto. No hablaré sobre esto ahora. Tú mismo lo captarás, viejo amigo. Mientras tú estés aquí todos estaremos muy contentos. Bueno, vayamos al estanque. Te jugaré unas carreras como cuando éramos chicos.

—Magnífico, sigamos adelante —dijo Otto sin aparentar que había notado la nerviosidad del pintor—. Creo que esta vez por fin me podrás ganar; he desarrollado una buena barriga y…

Ya atardecía. El lago era una vasta sombra; hacía una brisa ligera que acariciaba la copa de los árboles, entre cuyos claros se destacaba un jirón de cielo azul salpicado de tenues nubes teñidas de un tono violeta; formaban un conjunto simétrico singular. Llegaron a la caseta de los vestidores, pero la puerta estaba oxidada en la cerradura y no se podía abrir.

—Bueno, déjala en paz —dijo Veraguth—, es que nunca la usamos.

Siguiendo el ejemplo del pintor, Otto se desnudó al aire libre. Se acercaron a la orilla y probaron primero con un pie la temperatura del agua. A la mente de ambos vino el recuerdo de sus años pasados, y no se decidían a entrar a las tibias aguas del lago, hipnotizados por el mágico espejo y sus sutiles ondas. Finalmente, Otto fue el primero en atreverse y dio unos pasos.

—¡Ah! —dijo suspirando de placer— el agua está riquísima; pero oye, amigo, no estamos tan mal, fuera de mi precoz barriga… pero ¡anda, anímate!

Acto seguido se adentró en las aguas. Sus gritos incitaban a Johann.

—¿Sabes?, por mi plantación corre un río incitante, pero como se te ocurra meterte, te quedas sin piernas por las pirañas y los cocodrilos. Bueno, comencemos la competencia del Principado de Rosshalde. Nademos hasta aquella escalinata y regresemos… ¡Listo! ¡Adelante!

Con semblante risueño ambos comenzaron a nadar ruidosamente, pero a un ritmo razonable, luego, bajo el recuerdo de sus pasadas glorias, ambos fueron imponiendo mayor velocidad a sus brazos y piernas. Llegaron juntos a la escalinata, y al regreso, a base de un esfuerzo, el pintor pudo llegar primero a la meta. Todavía dentro del agua, ambos comenzaron a burlarse uno del otro, jadeantes pero felices. Se volvieron a sentir como antes, buenos camaradas; dejaron correr el velo de la larga separación, olvidaron la barrera del tiempo y la falta de comunicación.

Se vistieron y ambos compartieron unos momentos de sincera comprensión y amistad, sentados en las gradas de la escalinata de acceso; disfrutaron del misterioso oscurecimiento de la superficie del lago, de la frescura del ambiente, la desleída tonalidad violácea de las nubecillas, y comenzaron a saborear sensualmente uno de los platos con cerezas que Robert les había traído para su deleite. Recordaron sus buenos tiempos estudiantiles, a sus viejos maestros en el Instituto, a sus condiscípulos, estipulando sobre la suerte de todos ellos, lo que harían en la actualidad. Cada uno encendió su cigarrillo y con fruición disfrutaron de los últimos fulgores del padre Sol sobre la esplendente belleza campestre. Siguieron buen rato conversando sobre las horas felices del estudio en el Instituto.

—¡Johann! ¿Qué habrá pasado con Meta Heilemann?

—¡Ah! —trató de concentrarse el pintor—. Esa chica tan guapa. Recuerdo que tenía su nombre en todos mis cuadernos y al margen de los libros de texto. Delineaba su figura, su peinado. ¿Te acuerdas cómo era?

—Claro que sí. ¿Has sabido algo de ella?

—Pues no. Cuando regresé de París era novia de un abogado. La vi por la calle cuando paseaba con su hermano. Confieso que ruboricé al encontrarla y volví a sentirme como un pobre estudiante torpe y tímido. Lo que nunca me gustó fue su nombre…

—¡Ah!, eso fue porque no estabas tan loco por ella como yo —comentó Otto en tono nostálgico—; para mí, su nombre era sinónimo de encanto, por una de sus miradas hubiera dado mi vida.

—Escucha —repuso Johann—, yo también me moría por ella. Una vez me demore intencionalmente en el regreso de la excursión escolar, en espera de Meta. Por fin vi que se acercaba, venía junto con uno de sus amigos. Al llegar a un recodo decidió deshacerse de su acompañante, y al verla tan cerca de mí simplemente me quedé paralizado y confuso. Pasó a mi lado sin siquiera fijarse y yo quedé atontado; llegué con una hora de retraso a la escuela.

Otto sonreía feliz con estos recuerdos. Era indudable que Meta había sido su principal tema de conversación. En el fondo, ambos ocultaban su pasión por la bella chica y disimulaban su amor hacia ella. Burkhardt recordó que había guardado como un tesoro un pañuelo que le había robado a la muchacha, y sobre el cual nada dijo a Johann. En esos momentos le era indispensable tener ese secreto oculto de todo el mundo.