Cuando Johann Veraguth adquirió en propiedad Rosshalde, diez años antes, la finca constaba de una vieja casona, casi en ruinas, a la que se llegaba por una vereda llena de matorrales; se entraba al inmueble por unos escalones desgastados por el uso. El jardín se había convertido en algo selvático, los bancos del mismo estaban cubiertos de musgo. La heredad era extensa y no había más edificaciones que la casa señorial, caballerizas y un pabellón al estilo de templete pagano cuyas puertas estaban a punto de caerse y en cuyos muros crecían enredaderas silvestres y musgo.
El nuevo dueño mandó derruir el templete, dejando solamente los diez escalones de piedra del mismo que permitían bajar hasta la orilla del estanque. En el sitio antes ocupado por el pabellón se edificó el estudio del pintor Veraguth, donde el artista trabajó durante siete años e incluso lo habitó, a pesar de disponer de amplias habitaciones en la casa grande. A causa de las constantes desavenencias familiares, tuvo que alejar de casa a su hijo mayor enviándolo a estudiar fuera, a ceder la casa principal a su mujer y servidumbre, para finalmente vivir en dos habitaciones adaptadas junto al estudio donde hacía vida de soltero. Fue un lamentable desperdicio de la señorial mansión; la esposa del pintor ocupaba el piso de arriba con su pequeño Pierre, de siete años de edad. Aun cuando se recibían ocasionalmente algunas visitas e invitados, nunca se albergaban grupos numerosos y las habitaciones seguían vacías todo el año.
El pequeño Pierre era el niño mimado de los padres, y a decir verdad era el único vínculo de unión entre los Veraguth, el intermediario entre el pabellón del estudio y la casa principal, y prácticamente el dueño y señor de Rosshalde. El pintor no salía de su estudio, de los alrededores del estanque o del antiguo jardín, mientras que la señora reinaba en la casona, circundada por el prado y el bosquecillo de tilos y castaños. Rara vez se dirigían la palabra, actuaban con frialdad y cortesía a la hora de comer, cuando el pintor ocasionalmente se presentaba a la mesa.
El niño era el único que no aceptaba ni comprendía estas separaciones, correteaba por ambas zonas y lo mismo estaba en la casa grande que en el estudio, en la biblioteca del pintor, en la galería de viejos retratos o en la alcoba de su madre. Era el dueño de las fresas que crecían junto al bosque de castaños, de los peces en el estanque, de las flores en la avenida de los lilos, del vestidor en los baños y de la canoa. Se sentía el amo entre las doncellas de servicio de su madre, y de Robert, el ayuda de cámara del pintor. Era tanto el hijo de la señora de la casa entre las visitas e invitados, como el consentido de Johann cuando acudía a su estudio y escuchaba a su padre charlar en francés con algunos señores. Tanto en las habitaciones de la mamá como en las del pintor abundaban los retratos del chiquillo. En lo general, Pierre la pasaba bien, mejor que muchos otros niños de familias más unidas. Todavía no había planes definidos para su educación y si alguna vez incurría en el enojo de su madre, siempre contaba con el refugio que le brindaba el estanque y sus incursiones en el amplio jardín.
En una ocasión, a la medianoche, cuando Pierre ya estaba en cama, Johann regresaba de la ciudad, que estaba realmente cercana solo y caminando. Había pasado la velada con unos amigos en la posada y gracias a la caminata se le iba despejando la cabeza de los efectos del vino, del tabaco, consumidos entre risas báquicas y chistes subidos de color. Respiraba con deleite el aire frío y húmedo de los principios del verano y caminaba con viveza por la carretera flanqueada por los trigales —ya espigados— rumbo a Rosshalde, cuya frondosidad se destacaba a pesar de la oscuridad y de un cielo pálido y nebuloso.
Pasó de largo frente al portón de la finca y por un instante pudo admirar la armoniosa proporción de las líneas de la casa señorial, como si fuera un visitante fortuito que gozara de su imponente majestuosidad. Cruzó la parte alta del vallado y un trecho después llegó al portillo particular de la entrada a la propiedad, que por un pequeño sendero llevaba hasta el estudio del pintor. Veraguth era un hombre de bajas proporciones, pero de fuerte contextura. Llegó por fin a su habitación ya despejado de los vapores del vino y la tertulia.
El pequeño lago estaba quieto y sólo una leve brisa nocturna parecía orlar su superficie. El reloj marcaba unos minutos antes de la una. Abrió la puerta y entró a su alcoba; se desnudó y así desnudo salió al exterior, bajó la pulida escalinata y entró lentamente en el agua del lago. Se zambulló y nadó un poco, pero luego sintió la fatiga causada por la francachela y la velada, y regresó a la orilla. Entró nuevamente, se secó con una toalla y comenzó a encender luces con impaciencia. Se dirigió al caballete donde estaba el lienzo de su última obra, y a pesar de estar todavía un tanto ofuscado se puso a examinar con cuidado los tonos y el reflejo de la luz eléctrica sobre la tela. Con su acostumbrada minuciosidad, se puso a analizar cada trazo y pincelada ejecutados en la jornada anterior, sin perder de vista la imagen concebida originalmente y que se proponía plasmar en el lienzo, para perfeccionarla. Poco después se dirigió a su dormitorio, pero antes dejó escrito en el pizarrón de la entrada, para Robert, que se le despertara a las siete, café a las nueve…
Cerró la puerta y se metió en cama, pero permaneció largo rato con los ojos abiertos. Tenía fija en la mente la imagen de su último cuadro. Finalmente quedó dormido.
Siguiendo las órdenes, Robert lo llamó a la hora indicada. Se incorporó, se lavó con rapidez con agua fría; se puso un traje de burda tela gris, ya descolorido por tantas lavadas, y se dirigió al estudio. Sobre la mesa del centro había un plato con frutas, un vaso con agua y una pieza de pan de centeno, de la cual cortó un pedazo que comió sin fijarse mientras se dirigía al caballete para contemplar su cuadro. Regresó a la mesita y cogió otro trozo de pan y algunas cerezas. Con indiferencia hojeó unas cartas y periódicos. Finalmente se instaló frente a su pintura; parecía hechizado con su obra.
Era un cuadro pequeño, inspirado por un amanecer durante uno de los viajes del pintor. Esa vez, pernoctó en una sencilla posada al margen del Alto Rhin por no haber encontrado a un amigo, artista también, a quien iba a visitar. La tarde de ese día fue fastidiosa y no pudo salir a causa de la lluvia, pero la noche fue peor al tener que dormir sobre un lecho húmedo y en un cuarto sin ventilación. Despertó malhumorado antes de que amaneciera y salió por una ventana de la estancia porque la puerta estaba aún cerrada. Desató las amarras de una canoa que encontró en la orilla del río y comenzó a remar, en su trayecto vio venir otro remero apenas dibujado por la lechosa claridad del lluvioso amanecer. La escena le impresionó íntimamente por la peculiar e incierta luz del momento. Johann permaneció inmóvil. El pescador tempranero se detuvo junto a unos corchos flotantes de una red, mientras pescaba una nasa y luego dos más de buen tamaño. Los pescados aparecieron junto a la barca, relampaguearon por un momento contra el negro de las aguas y luego se oyó el chasquido de sus cuerpos al chocar contra el fondo del bote. Veraguth le rogó al pescador que no se moviera; sacó su caja de acuarelas y trazó un boceto de la escena. Todo ese día permaneció en la aldea. Al siguiente volvió a la misma hora y al mismo sitio para hacer nuevos apuntes. Después prosiguió su viaje, pero no podía quitarse de la mente la imagen captada, que permanecía confusa hasta que no le dio forma pictórica. Éste era el cuadro, ya casi terminado, que ahora contemplaba. Le había dado buen trabajo representar la móvil y fría claridad de esa luz plateada matinal, sobre todo por estar acostumbrado a plasmar escenas al rayo del sol, o a la luz filtrada por entre los árboles de la selva.
Lo incierto de esa luminosidad había despertado el eco de su alma de artista. Hasta entonces se había conformado con logros estéticos basados en una técnica analítica. Esta vez se enfrentaba a un reto pictórico, muy hermoso y poco común. En realidad, no se esmeraba en resolver dificultades técnicas o en plasmar una imagen fiel de la propia escena, sino que íntimamente sentía haber logrado descorrer, momentáneamente, el velo enigmático e indolente de la propia naturaleza y hacer surgir a la superficie un soplo de lo real y verdadero.
Concentraba toda su atención en cada trazo y mezclaba los colores en la paleta con gran actividad y que ahora presentaba un aspecto distinto a base de colores vivos y brillantes, en amarillos y rojos. Había captado bien la sutileza del aire y del agua; esa luz difusa daba la sensación de estremecimiento por el frío sobre el lienzo; en ese amanecer, aún indefinido, flotaban siluetas imprecisas de árboles y postes de amarre en la orilla; la tosca barcaza emergía con fantasmales contornos diluidos, así como las facciones del pescador, con excepción de una de su manos en actitud de coger uno de los pescados con notable naturalidad. Uno de ellos saltaba fulgurante sobre la borda del bote, mientras que el otro yacía inánime sobre el costado en el fondo de la barca con sus ojos redondos y las fauces abiertas en los que se mecía todo el dolor de la criatura atrapada. El contorno era más bien frío y triste, aunque con cierta serenidad ante la motivación ineludible del devenir de la naturaleza, del génesis y del proceso impenetrable de la continuidad; del constante asombro ante su ancestral simbolismo.
Después de dos horas de trabajo creativo, el criado entró al estudio con el desayuno —previa autorización de Veraguth—. Dispuso la mesa en silencio y finalmente anunció que el almuerzo estaba listo. El pintor dio la última pincelada y pidió agua caliente para lavarse.
—¿Quieres prepararme una pipa? —le dijo a Robert—. Escoge la pequeña sin tapadera, debo haberla dejado por ahí en la alcoba; mientras tomaré el café…
Veraguth sintió que con esta pausa se despejaba su mente a pesar del intenso trabajo y concentración en su obra. De improviso se dirigió a Robert y le preguntó:
—¿Has pescado alguna vez con caña?
—Si, señor.
—Bien. Entonces contempla ese pescado, no el que está en el aire, sino el otro que abre su boca con ansiedad.
—Me parece perfecto —dijo Robert—; pero usted sabe mejor que yo que así debe ser… en realidad no le falta nada, puesto que usted lo vio tal y como está…
El pintor asintió distraídamente; regreso a su caballete y siguió trabajando apartado por completo de todo lo exterior, olvidó por completo el café, su desayuno y se concentró en la obra. Pero Robert lo volvió a la realidad y a media voz le dijo:
—Señor Veraguth… ahí hay algunas cartas.
Con nerviosidad, el pintor mezcló un pegote de cobalto en la paleta e inconscientemente y sin ganas cogió el correo que le alargaba Robert; había las habituales circulares, invitaciones a exposiciones, preguntas de periodistas sobre datos biográficos, facturas… pero su mirada tropezó con una misiva cuya letra le era bien conocida y la cual tomó con interés. La leyó con deleite, gozando de la familiar caligrafía, del estilo personal y la soltura de la relación. La carta venía de Italia, traía el sello Nápoles. Es decir, que su amigo estaba en Europa.
Releyó con placer esos renglones de letra apretada, matemáticamente alineados; recordó las notas poco frecuentes que antes le había enviado del extranjero y que le causaban tanto placer como las horas que pasaba en compañía de su querido niño Pierre, remansos que lo aferraban a la vida. La carta, fechada el dos de junio en Nápoles decía:
Querido Johann:
Como siempre, el ambiente civilizado europeo me recibe jubiloso con un gran plato de macarrones, pero salpicado de un buen vino Chianti. Lo disfruto comiéndolo entre el griterío de los vendedores callejeros. Nápoles sigue igual de bullanguero, lo encuentro tan ruidoso como Singapur o Shanghai; pero anticipo que en nuestro país seguirá todo normalmente y con su orden de costumbre. En un par de días saldré para Génova, donde me recibirá mi sobrino e iremos a visitar a la familia. Con ellos pasaré cuatro o cinco días. Luego iré a Holanda para arreglar ciertos asuntos y calculo estar contigo el próximo día 16. Pienso permanecer en tu compañía un par de semanas y obligarte a que no te pongas a trabajar esos días. Te has convertido en una celebridad y considero que ya te has sublimado. Tengo la intención de comprarte uno de tus cuadros; todo lo anticipado sobre mis escasos bienes de fortuna ha sido sólo un subterfugio de comprador.
Hermano Johann, nos hacemos viejos. Sin embargo, ya he cruzado doce veces el Mar Rojo y soportado el calor de 46 grados centígrados… pero divago, te ruego que tengas a la mano varias cajas de vino del Mosela, que siempre ha sido nuestro predilecto. Del 9 al 14 en Amberes, donde podrás localizarme. Si hay alguna exhibición de tus cuadros no dejes de informarme.
Otto.
Veraguth volvió a leer la misiva y gozó del estilo y emotividad del amigo. Después de consultar un calendario de mesa, se dio cuenta de que una serie de cuadros suyos serían expuestos en Bruselas hasta mediados del mes, así que Otto —cuya crítica temía en cierto modo— los podría ver y sacar una primera impresión sobre su arte y estado de ánimo. Ya adivinaba a Otto, siempre elegante paseando por el salón y admirando sus cuadros. Esto le causó alegría y se propuso escribirle sin demora a Amberes.
Otto nada olvidaba, ni aún el vino del Mosela. Como no tenía botellas de dicho vino ordenó que le trajeran varias cajas, aunque él rara vez lo bebía ahora.
Volvió al caballete, pero estaba alterado y no se podía concentrar ni recuperar su espontaneidad creativa. Recogió la carta y salió a dar un paseo. Le agradó el brillo del lago reflejando los rayos del sol. La mañana era espléndida y el jardín resonaba con los trinos de los pájaros.
Era la hora de la clase matinal de Pierre. Siguió deambulando sin rumbo fijo. Pasó cerca de la casa grande, por el coto de los juegos infantiles del chico y finalmente entró al huerto a disfrutar de los altos castaños de la India, con su magnífico follaje y a cuyo alrededor zumbaban las abejas, que también libaban entre los rosales. Oyó las dos campanadas del pequeño reloj en la torre de la casona, que seguía descompuesto y que Pierre pensaba reparar algún día; su sonido era imperfecto.
Accidentalmente escuchó que alguien conversaba hacia el otro lado de la rosaleda; voces envueltas en el perfume de las flores y el bullicioso zumbido de las abejas y los trinos de los pajariIlos. Su mujer y Pierre charlaban. Se quedó quieto para escucharlos.
—Tendrás que esperar un par de días —decía la madre— todavía no están maduras.
Estalló la risa infantil del chiquillo enmedio del ambiente de paz y quietud del lugar. Por un momento transportaron al pintor a su propia niñez. Cruzó la rosaleda y vio a su mujer atareada en traje de faena cortar las flores que depositaba en un pequeño cesto. Observó calladamente su corpulenta figura inclinada sobre los rosales; estaba tocada con un gran sombrero de paja que ocultaba parcialmente su rostro grave y triste.
—¿Cómo se llaman esas flores? —preguntó el niño. Sus piernas desnudas y flacas, tostadas por el sol se destacaban sobre el fondo de claridad; su camisa entreabierta dejaba ver el cuello bronceado.
—Son clavelinas —informó la madre.
—¡Oh, eso ya lo sé! —repuso el chico—; pero lo que quiero saber es cómo las llaman las abejas; en su lenguaje deben tener otro nombre…
—Seguramente, pero eso sólo lo saben las abejas, quizás las llamen «flores de miel»…
Pierre quedó pensativo y luego comentó:
—No, no lo creo. Ellas sacan la miel de otras flores también y no todas son iguales.
Pierre contempló a una de las abejas que irrumpía zumbando en la corola de una flor. No había quedado satisfecho con el nombre de «flor de miel», pero en fin, ya había comprobado que las cosas más interesantes nunca se las aclaraban debidamente.
Veraguth seguía oculto tras el seto; veía el rostro serio y calmado de su mujer y la linda carita de su hijo menor, pero recordó entonces aquel verano en compañía de su hijo mayor, cuando era tan chico como Pierre. Sí, lo había perdido para siempre como a su esposa… pero no perdería a Pierre. Seguiría sus pasos, lo atraería y conviviría con él, porque si se apartara del chiquillo no podría seguir viviendo.
Sin hacer ruido regresó por el sendero arbolado pensando de que no debía seguir flojeando y haciendo un esfuerzo trató de volver a su trabajo, y aunque con desgano logró concentrar su atención en el objetivo inmediato de su cuadro.
En eso llegó la hora del almuerzo. Veraguth se cambió de ropa, se afeitó y se puso su traje azul de verano, que le daba un aire más animoso que en su atuendo informal y descuidado de pintor. Se presentó en el comedor y abrazó y besó a su niño Pierre.
—¿Cómo has pasado la mañana, Pierre? ¿Estuvo amable tu profesor?
—¡Oh, sí!, solamente que es tan aburrido. Si me cuenta algo no es para divertirme, sino que tiene que ser una lección, y siempre termina diciendo que los niños buenos deben hacer algo u lo otro. ¿Pintaste algo ahora, papá?
—Sí, he estado trabajando en el cuadro del pescador, que casi está terminado. Mañana lo podrás ver. Nada le daba más placer al pintor que sentir la manita de su hijo entre las suyas, de pasear con él entre los macizos de flores y de aspirar en su compañía el aroma tan grato del jardín.
—¡Oye, papá!… ¿tú sientes miedo a las mariposas?
—Pues no lo sé. No lo creo, porque hace un momento una de ellas se posó un momento en mi dedo índice…
—Es que no veo alguna por aquí y siempre encuentro muchas de ellas, de esas que llaman «papillos», que son las que me conocen bien y me hablan y me piden de comer.
¡Estupendo!, probaremos ahora; pide a tu mamá un poco de miel y se las ofrendaremos…
Pierre saltó al momento y entró corriendo por el pasillo. El pintor colgó su ancho sombrero en el perchero y escuchó que el niño requería de la madre un poco de miel.
Luego, Veraguth entró y saludó de mano a su mujer —más alta y robusta que él, pero más ajada y avejentada— a la que había dejado de querer, sin dejar de sufrir por la pérdida lamentable de su amor.
—Podemos comer algo en seguida —y le ordenó a Pierre que se lavara las manos.
—Hay noticias —dijo el pintor—. Otto va a venir pronto, aquí tienes su carta. Pasará una temporada con nosotros; espero que no te cause molestias…
—El señor Burkhardt podrá ocupar el cuarto de arriba. Tendrá tranquilidad. Además puede ir y venir a su gusto.
—Perfectamente —dijo el pintor.
—No creí que viniera tan pronto…
—Pues, no sé, pero parece que quiere regresar antes de lo previsto a su dominio. De cualquiera manera, me parece bien.
—¿Crees que llegará al mismo tiempo Albert?
El rostro de Johann se nubló y su voz cambió de inflexión.
—¿Qué sucedió con Albert… creí que se iba al Tirol con su amigo…?
—No te lo había informado, pero es que su amigo fue invitado por unos familiares, así que cancelaron la excursión. Albert pasará aquí sus vacaciones.
—¿Estará por aquí todo el tiempo?
—Lo supongo. Quizás podría irme de viaje con él un par de semanas, si eso no te incomoda.
—Pues no, entonces me llevaría a Pierre a mis habitaciones.
—Vamos —repuso la mujer—, no volvamos a discutir; bien sabes que no puedo dejar solo a Pierre…
—¡Pero no estaría solo! —gritó Veraguth encolerizado.
—No, no lo puedo dejar así, es inútil que insistas…
El pintor calló, porque entraba el niño. Se sentaron a la mesa. Dos seres separados por el destino. Sin embargo, Pierre recibía los mimos de ambos durante la colación. Johann quería alargar la discusión, pero en el fondo sabía que el chico seguiría con la mamá en la casa y que esa tarde ya no lo visitaría en el estudio.