Graydon estaba sentado en una tumbona bajo un mustio sauce llorón junto a la charca donde vivía Comemierda. A su izquierda, en el barro, descansaba una gran bolsa de lona rebosante de sus más preciadas posesiones, escogidas cuidadosamente esa mañana: un frasco de conserva lleno de piedras lisas y vidrios de mar que había recogido durante los veranos de su infancia en la casa de la playa; la copia de La colina de Watership que su hermano Alton había estado leyendo antes de morir, con el ajado marcapáginas aún en su sitio; un rubio mechón de pelo trenzado que Rebekah le había dado para que se acordara de ella aquel verano que se marchó a Irlanda y conoció a Lorrie; el programa de la primera obra de teatro que dirigió en la universidad. Las cosas que ya no necesitaba. Las cosas que le servirían de trueque.
Graydon daba sorbos a un termo de café negro mientras contemplaba cómo el sol iniciaba su ascenso diario por el Este. Graydon ya llevaba allí una hora, casi todo el tiempo había estado a oscuras. Lloraba un poco, de tanto en tanto, casi sin darse cuenta.
Sobre su regazo tenía un arpón cargado. Lo había adquirido hacía dos días en un hipermercado de artículos deportivos en Atlanta por más dinero del que había previsto. El dependiente le había preguntado que a dónde se iba a pescar y Graydon había respondido: «A una charca detrás de mi casa». El dependiente se echó a reír, pensando que era una broma, y pasó a explicarle los principios básicos del manejo de un arpón, ya que Graydon, hasta ese momento, no había usado nada más complejo que una caña y un carrete.
—Llegó la hora —dijo Graydon, enjugándose las lágrimas de las mejillas.
Alzó la ballesta con una mano y la bolsa de lona cargada de tesoros con la otra. Se metió en las turbias y verdosas aguas hasta la cintura y procedió a volcar los contenidos de la bolsa sobre el agua. El pelo trenzado flotó, al igual que el libro y el programa —cuyas páginas se fueron oscureciendo en el agua—, pero el tarro de conservas se hundió, formando pequeñas ondas a su alrededor.
Empezó a caer una fina lluvia que fue creando más ondas, y un trueno retumbó. Aquellos eran buenos presagios para ese tipo de pesca.
—Ahí tienes el cebo —dijo Graydon—. Vamos, Comemierda.
Sostuvo el arpón como el dependiente le había enseñado y esperó a que su presa dejara el fondo y saliera a la superficie.
§
Hace mucho tiempo, el salmón del conocimiento vivía en el pozo de Segais, donde las aguas eran claras y profundas como el aire reverberante. Nadaba, absorto en sus profundos pensamientos, y salía de vez en cuando a la superficie para comer las avellanas mágicas que caían al agua desde los árboles de la orilla. Cada avellana contenía revelaciones, pero el salmón no era un mero compendio viviente de conocimiento, también era un pez sabio y por ello había elegido vivir en tranquilidad, esperando el inevitable día en el que sería capturado y devorado. El salmón recordaba borrosamente vidas pasadas (y quizá futuras), experiencias dentro y fuera del tiempo, de toda la historia de la tierra: ser cegado por un halcón en una fría noche de invierno, esconderse en una cueva después de una inundación, huir de una mujer que podría haber sido una diosa o que tal vez podría haber sido una bruja.
El salmón no tenía ganas de ser capturado, ni cocinado, ni devorado, pero saber cuáles serían las consecuencias para quien lo capturara le provocaba risa, en la medida en la que los peces (incluso los más sabios) son capaces de reírse.
§
Graydon empezó a pescar el verano después de que lo echaran de la universidad. Carente de cualquier otro rumbo, aún aturdido por la repentina muerte de su hermano, Graydon había regresado a su pueblo natal en Pomegranate Grove, Georgia, y había alquilado una casa de dos dormitorios con chimenea en las afueras del pueblo. Una de las habitaciones estaba ocupada por las cosas de Alton, puesto que Graydon era el único heredero: su padre llevaba mucho tiempo muerto, su madre estaba en una residencia, víctima de una demencia senil precoz. Cada día, Graydon curioseaba entre las pilas de las cosas de su hermano muerto, tocando aquellos objetos que le eran tan familiares y tan extraños a la vez. Un día, encontró una caña, un carrete y una caja de señuelos. Alton y él habían ido de pesca a menudo cuando eran niños y, de repente, le pareció que aquel podría ser el monumento apropiado, una forma de honrar la memoria de Alton y, de paso, hacer más llevaderos aquellos días vacíos. Así que Graydon se preparó un almuerzo, cogió la caña y los señuelos y se los llevó a la charca junto al bosque que había detrás de su casa. No era una charca muy grande, quizá nueve metros de lado a lado en el punto más ancho, con algunos juncos en los bajos y un gran sauce llorón junto al agua. Sin embargo, este tipo de charcas podían ser profundas, y como no estaba llena de basura ni visiblemente contaminada, le pareció que podría haber peces.
Graydon se sentó en la orilla y puso un llamativo señuelo amarillo y rojo en el anzuelo. Seguramente no era el adecuado para el tipo de pez que vivía en aquella charca, si es que de verdad había alguno, pero le daba igual si pescaba o no: solo quería sentarse y pensar, sostener la caña y contemplar cómo flotaba la boya blanca y roja. De aquello iba la pesca, se acordó. En realidad, llegar a pescar algo era solo una especie de extra opcional.
Lanzó el sedal en medio de la charca y se recostó contra el sauce, pensando en Alton, que le había enseñado a escalar árboles, a hacer trampas al póker y, cuando fue mayor, a fumar de una cachimba. Graydon llevaba mucho sin usar ninguna de esas habilidades. Alton también le había enseñado a pescar, aunque ninguno de los dos llegó nunca a ser muy bueno. Graydon se preguntó si alguna vez habían pescado juntos en aquella charca: no lograba acordarse, pero era probable, ya que habían visitado muchas áreas de pesca por todo Pomegranate Grove.
La boya se hundió bajo la superficie del estanque y la caña se movió en las manos de Graydon. Enrolló el sedal lentamente, preguntándose qué tipo de pez habría caído en el engaño del llamativo señuelo; fuera lo que fuera, lo que estaba enganchado en el anzuelo no se movía como un pez, ni como un ser vivo. Algo oscuro y redondo rompió la superficie, tan grande como una cabeza humana, aunque liso y brillante. Graydon enrolló lo que le quedaba de sedal y se agachó sobre el agua para sacarlo.
Había pescado un casco de moto, uno negro con una grieta en forma de estrella en un lado. El sedal se había quedado enredado en la cincha de la barbilla y el llamativo señuelo rojo y amarillo de Alton había desaparecido.
Graydon le dio la vuelta al casco y dejó que se vaciara el agua en la charca.
Alton había muerto en un accidente de moto, después de perder el control y empotrarse contra un quitamiedos en un puente, salir despedido de la moto y caer en el agua poco profunda que había al fondo. Había aterrizado bocabajo, probablemente ya inconsciente, y aunque al caer al agua se había golpeado la cabeza contra una roca, el golpe no lo mató: el casco le había protegido el cráneo. En realidad, Alton había muerto ahogado en medio metro de agua.
Graydon tocó la grieta en forma de estrella, después arrojó el casco con violencia de vuelta a la charca. Una cosa era el recuerdo, pero demorarse en algo así ya era demasiado macabro. El casco se estrelló contra el agua y flotó, dado la vuelta, como un barquito de plástico.
Algo rompió la superficie del agua, algo del color marrón del barro y de un brillo viscoso. Era un bagre, el más grande que Graydon había visto en su vida. Su enorme cabeza permaneció fuera del agua un largo rato, mientras sus ojos negros, del tamaño de una taza de té, miraban fijamente a Graydon. Los largos bigotes le brotaban alrededor de la boca en una profusión desagradable. El bagre volvió a sumergirse en el agua con un coletazo de sus cortas y gruesas aletas, después reemergió junto al casco flotante con la enorme boca tan abierta que podría tragarse un balón de baloncesto.
El pez se comió el casco de un bocado y desapareció bajo las ondas.
Graydon silbó. Había oído hablar de bagres de ese tamaño: eran protagonistas de muchas leyendas rurales sureñas. Bagres enormes, longevos, en cuyas tripas se hallaban cosas de todo tipo cuando finalmente eran atrapados y abiertos en canal. Si este pez era tan grande como para comerse el casco de una motocicleta… vaya. Graydon no iba a atrapar un pez así con la vieja caña de Alton. De hecho, no tenía prácticamente ninguna posibilidad de cogerlo. Ese pez era mucho más viejo que él, probablemente, y sin duda había burlado las marcas de pescadores más diestros.
Aun así, anda que no sería un triunfo, ¿verdad? Coger algo tan grande, tan viejo, tan astuto. Aunque no lo lograra siempre sería divertido intentarlo.
Y así, como quien no quiere la cosa, Graydon ya tenía plan para el verano.
§
He aquí algunas cosas que se han hallado en las tripas de los enormes bagres del sur de los Estados Unidos:
Placas de matrícula, anillos de diamante, cubos de acero, botellas de cerveza, tuercas de llantas, marcos de cuadros, pomos de puertas, despertadores, botas, tarjetas de crédito, ceniceros robados de un hotel, patitos de goma, cencerros, velas, platos, sombreros de pescador de lona, gafas, carteras con dinero dentro, ositos de peluche mancos, otros peces, tortugas caimán, bujías, pistolas de juguete, tapacubos, ruedas de carretilla, tazas de café, termos, tejas, manos humanas, teléfonos y destornilladores.
He aquí algunas cosas que nunca se han hallado en las tripas de los enormes bagres del sur de los Estados Unidos:
Solaz. Esperanza. Ideales perdidos. Amor verdadero. Cosas que huelen bien. Gloria. Todo aquello que siempre has soñado tener pero nunca has conseguido. Una razón para seguir viviendo.
§
El viernes de aquella misma semana en que empezó a pescar, Graydon condujo hasta Atlanta para tomar un café con su más antigua y desconcertante amiga: Rebekah.
Graydon llegó primero al Pelican Café y escogió una mesa junto a las ventanas, debajo de un cuadro pintado por un estudiante de arte que representaba siniestras sirenas practicando esgrima con fémures humanos. Pidió una copa de Chardonnay y le fue dando sorbos mientras pensaba, sobre todo, en bagres; Rebekah apareció solo quince minutos más tarde, con sus cabellos color miel peinados en una profusión de pequeñas y no muy arregladas trenzas. Llevaba unos pantalones cortos blancos con los que presumía de piernas y una blusa amarillo pálido de cuello abierto. Graydon se había amoldado a su situación con Rebekah hacía ya tanto que no sintió ninguna punzada de dolor ante su belleza, aunque seguía percibiéndola. Los dos habían crecido juntos en Pomegranate Grove y salieron durante un tiempo en el instituto, antes de que Rebekah conociera a Lorrie y se diera cuenta de que era lesbiana. Tras los agitados meses que siguieron a aquella revelación, los dos volvieron a ser amigos, aunque Graydon aún tenía problemas para soportar a Lorrie, por su rostro afilado y su afectación New Age, su astrología y su vegetarianismo proselitista.
Rebekah se disculpó por llegar tarde —que viene a ser lo mismo que disculparse por ser Rebekah, pensó Graydon— y desplegó sus cosas por la mesa. Libros de texto, un cuaderno, rotuladores fosforitos, bolígrafos, una taza de café y una botella de cerveza que fueron confinando a Graydon a una minúscula esquina de la mesa, sin apenas espacio más que para la copa de vino. Las cosas de Rebekah siempre se expandían para llenar el espacio libre, de igual modo que su personalidad.
—¿Cómo te va la vida? —le preguntó Graydon.
Rebekah se encogió de hombros.
—Por lo que respecta a mis estudios, ya me manejo con soltura en inglés medieval, si es que eso sirve de algo. Chaucer nunca me había parecido tan divertido. Mis alumnos de primer año son unos analfabetos funcionales, y al profesor con el que estoy de profesora ayudante más que mis ideas le interesan mis otras dotes. Lorrie ha pasado de vegetariana a vegana y como vea otro brote de soja pienso chillar. Llevo meses escapándome para comer hamburguesas con queso y estoy cansada de llevar una vida de dieta. Lorrie dice que el aura se me está poniendo negra y puntiaguda, lo que imagino que no es bueno. Pero en general estoy demasiado ocupada como para preocuparme de cómo me va. —Sonrió con ganas—. ¿Y a ti?
—He estado pescando —dijo, y le contó lo del casco y lo del bagre, aunque desde aquel encuentro habían pasado tres días y no había conseguido volver a verlo, a pesar de que se pasaba horas enteras frente a la charca cada día.
—He oído hablar de ese pez —dio Rebekah—. Papá me habló de él. Antes vivíamos a medio kilómetro de tu casa, ¿te acuerdas? Creo que debe de ser el mismo pez. Me sorprende que siga vivo. Papá decía que la gente lleva tratando de pescarlo desde que él era niño. Creo que intentar atraparlo solía ser un pasatiempo popular en Grove, pero imagino que ese tipo de cosas están pasadas de moda.
—La culpa es de los videojuegos —respondió Graydon.
Rebekah ignoró el comentario.
—El pez hasta tiene un nombre. A ver si lo adivinas.
—¿Señor Bigotes?
—Comepecados. Aunque cuando mi padre me habló de él, primero lo llamó «Comemierda», creo, y después decidió proteger mis delicados oídos de aquella blasfemia.
—Comemierda —repitió Graydon—. Qué agradable. Cuando lo coja puedes pasarte, nos pegaremos una buena cena de bagre.
—Me voy a pasar de todos modos —anunció—. Vas a dejar que me quede a dormir el próximo fin de semana y no acepto un no por respuesta. Tengo que estar un tiempo separada de Lorrie. Ya ni siquiera come pescado, y ese solía ser nuestro gran compromiso, pero ahora dice que es «moralmente repugnante». Aunque, de todos modos, lo único que comía era salmón, porque decía que todo lo demás sabía demasiado a pescado. O sea, venga, es pescado. ¿A qué quieres que sepa?
—Tengo la impresión de que el bagre debe de ser bastante insípido —dijo Graydon.
—No está mal, si lo fríes con las especias adecuadas —dijo Rebekah—. Entonces ¿me puedo pasar? Puedes cocinar para mí, aunque no creo que me vayas a servir a Comemierda, por apetitoso que suene. Necesitarías algo más que una caña y un carrete para sacarlo.
—No sé —dijo Graydon, pensando en el desorden de su casa y en las cosas de Alton en la habitación libre, y pensando también en lo difícil que sería dormir toda la noche bajo el mismo techo que Rebekah, sin poder tocarla; llevaba sin sexo desde un mal polvo de una noche cuando iba a clase en Nueva York. Rebekah lo sabía, al igual que tenía que saber que aún sentía algo por ella; tampoco es que lo hubiera mantenido en secreto. Pero daba la impresión de que las cosas iban mal entre ella y Lorrie, y Rebekah y Graydon habían sido amantes, hacía tiempo, en la nebulosa prehistoria de antes de la universidad, así que…
Rebekah resopló.
—Venga, ni que estuvieras tan ocupado. ¿De verdad tienes tantas cosas que hacer?
Graydon no respondió, no dejó que ninguna expresión cruzara su rostro.
—Oye, vale, lo siento, Gray —se disculpó Rebekah, alargando una mano a través de la mesa para tocar la de Graydon—. No lo decía con ninguna intención, te estás recuperando, pensando en qué quieres hacer, y eso está bien.
Graydon asintió, aunque no pensaba que Rebekah se creyera lo que acababa de decir: para ella la vida era el trabajo, mantenerse activa, avanzar. Si ella estuviese en su lugar no se limitaría a mantenerse a flote. Joder, es que para empezar ella nunca se habría abandonado como Graydon, no habría faltado a clase, no habría esquivado a los consejeros y tampoco habría sido invitada a que «continuara con sus estudios en otra parte», como a él le había pasado. Rebekah no tenía mucha paciencia para la autocompasión.
—Claro —aceptó—. ¿El próximo viernes?
§
Los salmones no se parecen mucho a los bagres. Los salmones son hermosos —tanto como puede serlo un pez—, tienen escamas plateadas y cuerpos elegantes. Los bagres son feos, bigotudos, lentos y del color del barro. Los salmones son más inteligentes que otros peces, más perspicaces que cierta gente, más listos que algunos osos. Los bagres no son inteligentes, pero son taimados. Los salmones, según se dice, comen avellanas. Los bagres comen porquería, basura y carroña. Los salmones son pacientes como dioses, solo se apresuran para desovar. Los bagres son pacientes como la muerte, solo se apresuran para alimentarse. La carne del salmón es deliciosa. La carne del bagre es insípida como agua de lluvia. Los salmones a veces conceden deseos, cuando ese parece el camino apropiado. Los bagres pueden conceder deseos también, pero deseos diferentes, por razones diferentes.
Los salmones saben más cosas que los bagres, pero los bagres lo recuerdan todo.
§
Ese fin de semana Graydon investigó cómo atrapar bagres gigantes. Era sorprendentemente simple, al menos en teoría, según decían los libros y las páginas web que había consultado, aunque la definición que se daba de «gigante» estaba entre trece y dieciocho kilos, lo cual le parecía muy poco en comparación con Comemierda. Siguió investigando y descubrió que el bagre más grande que se había atrapado en Estados Unidos venía de una laguna en Tennessee y pesaba cincuenta kilos con trescientos cincuenta gramos. Graydon no tenía ni idea de cuánto pesaba Comemierda, pero sospechaba que más que eso. Aquel pez que valió un récord fue pescado con aparejos de pesca de alta mar, pero, tras un viaje a una tienda de deportes, Graydon comprendió que no podía permitirse ese tipo de equipamiento, no cuando apenas le quedaban ahorros de su crédito de estudiante.
De todos modos, Graydon era cualquier cosa menos un experto en bagres, así que quizá había sobrestimado el tamaño de Comemierda. El lunes empezó a poner en práctica las tácticas recomendadas para atrapar bagres gigantes desde la orilla, poniendo varias cañas y sedales en el margen, con anzuelos a distintas profundidades. Probó con diferentes cebos, desde peces pequeños a pollo y carne de vacuno podridos, pero ninguno funcionó: el cebo salía empapado pero intacto, y no había señal alguna del enorme pez, ni siquiera leves ondas en el agua.
Graydon no pescó nada, era como si no hubiera más peces en la charca. Lo cual era posible, porque Comemierda bien podría habérselos tragado a todos. El miércoles, aburrido y frustrado por el esfuerzo, Graydon ya había abandonado la idea de atrapar al monstruo. Había sido un acto de orgullo desmedido pensar que podría atrapar un pez así, otra muestra más de que sus aspiraciones eran mayores que su habilidad.
El jueves se sentó en la orilla con la caña de pescar de su hermano muerto clavada en el barro; el sedal estaba en el agua y él tenía la mirada fija en el cielo. La caña de pescar era ya casi una formalidad, solo un accesorio, un aderezo. El pretexto para estar sentado junto al agua, en la sombra, escuchando el mecerse de las ramas con la brisa.
La caña cayó al agua. La boya se sumergió. ¿Acaso Comemierda había mordido el anzuelo y tiraba de la caña? Graydon se metió en la charca hasta las rodillas, persiguiendo la caña que ya se alejaba flotando.
Alargó la mano para coger la caña… y algo pasó nadando delante de él, frotándose contra sus piernas. Bajó la mirada y vio a Comemierda. Pesaba muchísimo más de cincuenta kilos y trescientos cincuenta gramos, era tan ancho como un tonel. Comemierda atrapó la caña de pescar y se la metió en la boca, como un perro que recoge un palo que le han lanzado, y se hundió con ella hasta que desapareció.
Graydon se quedó mirando la charca durante un momento, después gritó y dio furiosos manotazos en el agua.
—¡Puto pez! ¡Devuélveme la caña!
Comemierda no le hacía caso a la comida, no le hacía caso a nada, pero ¿intentaba comerse la caña de pescar de su hermano? ¿Qué clase de bestia era?
Graydon salió con pesadumbre del agua y se sentó, empapado, debajo del sauce, sumido en oscuros pensamientos sobre si pescar con dinamita o si destrozar a Comemierda con una escopeta, aunque ni tenía dinamita ni armas de ninguna clase.
Algo se movió en la superficie del agua y fue girando en remolinos hacia la orilla hasta que salió flotando justo enfrente del sauce. Graydon se inclinó para ver lo que era.
Era un atrapasueños, un aro de madera con cuerdas cosidas en el interior del que colgaban plumas mojadas. Alton le había dado uno a Graydon hacía muchos, muchos años, después de hacer un viaje a una reserva de indios en el suroeste. Graydon lo había perdido en una de sus muchas mudanzas y lo había echado de menos, un poco. Graydon metió la mano en el agua y sacó el atrapasueños flotante.
Era el mismo. Los mismos hilos partidos, las mismas plumas grises y blancas, el mismo tamaño, todo. Era el atrapasueños que había perdido, el que Alton le había dado, casi juraría que lo era.
Graydon miró la charca durante un rato. El primer día había mordido el anzuelo con uno de los cebos de Alton. Perdió el cebo pero encontró un casco de moto. Ahora había perdido la caña de pescar de Alton y había encontrado un atrapasueños.
Los pensamientos que se le pasaban por la cabeza eran ridículos.
Aunque, por otro lado, eran comprobables.
Graydon entró de nuevo en la casa y regresó un poco después llevando consigo algunas de las cosas que Alton había dejado atrás.
§
Existen mitos sobre el salmón, pero el bagre no merece más que folclore. Algunos dicen que los bagres muerden bien el anzuelo cuando hay truenos o que es fácil atraparlos cuando llueve, que el bagre morderá un anzuelo sumergido en aceite de motor o que tendrás suerte en la pesca si llevas los bolsillos por fuera. Si un búho ulula a la luz del día, la pesca del bagre será propicia.
Todas esas creencias son ciertas, pero algunas confunden la causa con el efecto.
§
Al anochecer, Graydon había tirado casi todas las posesiones de Alton en la charca y recibido un número igual de cosas a cambio. Tirar el anillo de graduación de Alton le devolvió una de las zapatillas de correr de su hermano, con sus iniciales escritas con rotulador permanente en el interior de la lengüeta. Tirar las notas de álgebra del primer año le devolvió una geoda reluciente que Alton había usado de sujetalibros, aunque Graydon tuvo que pescarla con una red porque Comemierda no dejaba de nadar justo sobre ella, igual que hacía Flipper, el delfín de aquel viejo programa de televisión, cuando trataba de explicarle algo a los estúpidos humanos. Comemierda engullía casi todo cuanto Graydon arrojaba. Graydon tiró a propósito algunas cosas que no guardaban ninguna relación con Alton: un libro de bolsillo usado que había comprado por diez centavos en el mercadillo de un vecino, un salero que venía con la casa, un puñado de monedas. Comemierda no mostró interés por aquellos objetos y nada apareció a cambio. Después de una hora de arrojar cosas y de recibir cosas, Graydon se sentó junto a la pila de objetos restituidos, todos ellos perdidos desde hacía años.
—¿Te comiste a mi hermano, cabronazo? —preguntó Graydon, aunque sabía que era absurdo.
Alton había muerto en una masa de agua que era poco más que un arroyo, a kilómetros de allí. La conexión entre su hermano y Comemierda era más extraña, más complicada, más misteriosa. Quizá fuera incluso demasiado misteriosa para que él pudiera comprenderla. Cuando oscureció, Graydon empezó a recoger los objetos que Comemierda le había dado, o que la charca le había permitido darle, o lo que fuera. Pero ¿de verdad quería quedárselos? No eran más que cosas perdidas: algunas tenían valor sentimental, pero la mayoría ni eso. Graydon empezó a tirar los objetos al agua, como había arrojado de vuelta el casco el primer día, y Comemierda volvió a alzarse y a tragárselo todo, engullendo las cosas con la misma rapidez con la que Graydon las arrojaba.
Era difícil ver en la oscuridad, pero Comemierda parecía más grande que antes. No salió nada nuevo flotando de la charca después de que Graydon terminara de arrojarlo todo a su interior, ni tampoco Comemierda volvió a romper la negra superficie del agua una vez que acabó de tragárselo todo. Graydon se quedó solo con el atrapasueños —sospechaba que podría necesitarlo, ya que las pesadillas parecían inevitables— y regresó fatigosamente a casa, pensativo.
§
En el psicoanálisis, «pescar» alude al proceso por el que los pensamientos, sentimientos y motivaciones subconscientes se redactan al azar, sin ninguna intención de ordenarlos o explicarlos hasta más tarde. Este proceso no lleva un nombre apropiado, puesto que se parece más a dragar o usar una red de arrastre que a los meticulosos esfuerzos de un pescador de caña: lo saca todo, tanto la basura como los tesoros. Es una técnica que solo le gustaría a un bagre.
Un buen pescador, por otro lado, sabe exactamente qué cebo usar y dónde arrojar el sedal.
§
El viernes por la mañana, Graydon se levantó temprano y decidió continuar con sus experimentos.
Arrojó a la charca una de las tazas de porcelana fina de su madre y recibió a cambio una jarra pequeña, etiquetada con un trozo de cinta adhesiva, que contenía los cálculos biliares que le habían extraído en una operación cuando Graydon tenía quince años. Se acordó de cuando fue a visitarla al hospital, se acordó de que le dijo que los médicos iban a darle los cálculos biliares, cómo planeaba arrojarlos al océano la próxima vez que fueran a la costa. Ya había empezado a perder la cabeza por entonces, su lento deterioro estaba en marcha, pero en aquellos momentos no parecía más que una simple excentricidad, no la avanzada demencia en la que se convertiría.
Graydon miró la jarra durante un buen rato. Era un valioso descubrimiento. Significaba que el pez no tenía nada que ver con Alton en concreto. Graydon arrojó los cálculos biliares de vuelta al agua. Comemierda era… era…
No sabía lo que era Comemierda. Algo relacionado con los muertos, quizá. O con el recuerdo, la pérdida, el dolor, la esperanza o la clausura. Graydon no lograba descifrarlo. No era como en los relatos, donde las cosas se explican cuidadosamente, donde el misterio tiene una función, por oscura que sea, donde las intervenciones de lo sobrenatural pueden explicarse. Esto era otra cosa. Algo mágico pero incomprensible, como tal vez sea la naturaleza de la verdadera magia. Pero Graydon no podía ignorarlo, no podía darle la espalda y continuar con su vida, olvidarse de la charca y de la criatura que allí vivía.
Había una historia sobre un salmón mágico. Rebekah se la había contado a su regreso de aquel viaje a Irlanda en el que conoció a Lorrie. Hubo una vez un salmón sabio que vivía en un estanque y que comía avellanas mágicas, y algún famoso héroe irlandés atrapó el pez y lo asó; fue una maniobra inteligente, porque quien se comiera el pez conseguiría su sabiduría.
¿Qué ocurriría si Graydon se comiera a Comemierda? ¿Conseguiría sabiduría? ¿O magia? ¿La habilidad de llamar a los muertos, de hablar con los muertos? ¿O la habilidad de olvidar a los muertos? Se decía que había un río en el infierno cuyas aguas permitían olvidar, y Graydon sospechaba que, si ese río era real, debía de estar habitado por bagres marrones y gordos, igualitos a Comemierda. ¿Qué mejor pez para obtener la carne del olvido que un insípido bagre que se alimenta de basura?
¿No había dicho Rebekah que el pez también se llamaba Comepecados?
Daba igual. De todos modos nunca lograría pescarlo.
Graydon, tumbado bajo el sauce, alzó la vista al cielo y después de un rato se quedó dormido.
Alguien le dio un ligero golpe en las costillas. Abrió los ojos y vio a su hermano Alton, de pie, con su chaqueta de motorista, las botas y los vaqueros. Tenía el pelo mojado, al igual que su ridícula perilla.
—Estás más lleno de mierda que ese pez, hermano —le dijo.
—¿Alton? —preguntó Graydon. El árbol producía un ruido tenue, como de llanto, y las ramas se movían a pesar de que no había viento.
Alton se agachó junto a Graydon.
—Eh, no te levantes —bromeó—. No me ofende. Yo estoy muerto, al fin y al cabo. Pero tú no.
—Alton, no entiendo nada —dijo Graydon.
Aquella era la pura verdad y, de hecho, estuvo a punto de romper a llorar: no entendía por qué su madre había perdido la cabeza, por qué Rebekah se había enamorado de una mujer, por qué su hermano había muerto, por qué el posgrado le había resultado tan difícil, por qué Comemierda estaba devorando los recuerdos físicos de su pérdida sin llevarse los recuerdos en sí.
—Nadie entiende nada —aseveró Alton—. Quizá sea para bien. Escucha. No deberías comerte ese pez. No sé lo que pasaría si lo hicieras, pero es un monstruo enorme que se alimenta de carroña, no es reluciente, ni plateado, ni está relleno de avellanas mágicas. Déjalo estar. Deja de regodearte en la desgracia. Vuelve a poner en orden tu vida, tú que todavía tienes una.
Alton nunca había sido tan directo en vida: siempre había sido muy «vive y deja vivir», pero quizá la muerte lo había transformado.
—Mierda, Alton, es difícil, no tienes ni idea de cómo es.
—Ni nadie. Y solo porque te hace daño que te diga que te estás regodeando en la desgracia no quiere decir que no sea cierto. No puedes seguir así. —El árbol gemía ahora con más fuerza y la noche estaba cayendo deprisa—. Tengo que irme —dijo Alton—. Se hace tarde.
—Alton, no, sigo sin…
Alguien le dio un ligero golpe en las costillas. Abrió los ojos. Rebekah estaba de pie sobre él, el sol a su espalda y una botella de vino en la mano, mirándolo con una sonrisa.
—¿Te has echado una buena siesta? ¿Debo asumir que la cena no está lista?
Graydon gruñó y se incorporó.
—He tenido un sueño…
—Ya imagino —dijo Rebekah—. ¿Salíamos Lorrie, yo y un bote de aceite de masaje?
Graydon hizo una mueca.
—Lorrie no es mi tipo.
—Pensé que a los tíos os gustaba fantasear con varias mujeres.
—Me gusta más cuando las mujeres están interesadas en mí.
—Bueno, oye, es tu sueño —dijo—. Venga. He traído filetes.
—¡Pero se supone que iba a cocinar para ti!
—Haz lo que quieras. Me da igual si eres tú el que cocina. Yo solo he traído la comida.
—¿Sabe Lorrie que te vas a zampar unos filetes?
—Lo que Lorrie no sabe… —dijo Rebekah airadamente, y Graydon se preguntó qué significaba aquello, si Rebekah tenía más planes en mente para esa noche, algo más que Lorrie no debía saber.
Entró en casa con ella y, por primera vez en días, no pensó para nada en Comemierda.
Graydon preparó los filetes mientras Rebekah criticaba de buen humor el mantenimiento de la casa.
—Antes no te importaba tanto el orden —protestó Graydon, junto al fogón, mientras salteaba unos champiñones.
—Trata de vivir con Lorrie, verás cómo también te importa el orden. Una de las dos tiene que hacerlo, y desde luego no va a ser ella.
—Parece que estáis pasando un momento complicado.
—Sí, pero no creo que Lorrie se dé cuenta. A veces puede estar bastante en las nubes. —A Rebekah le había faltado tiempo para abrir el vino y ahora le daba sorbos a una copa llena—. ¿Sabes con qué me viene ahora? Dice que bebo demasiado. Tomo algunas cervezas los fines de semana, a lo mejor un vaso de vino por la noche, y dice que soy «una alcohólica incipiente».
—Parece que se está preocupando justo de lo que no se tiene que preocupar —dijo Graydon.
—No he venido a hablar de Lorrie, Gray —dijo Rebekah—. No te lo tomes a mal, pero es un tema del que estoy un poco cansada porque tengo que vivir con ello todos los días.
—Lo siento. ¿De qué has venido a hablar?
—¿Sinceramente? Esperaba que pudiéramos hablar un poco de ti, Gray.
Él siguió cocinando, sin saber cómo tomárselo. Rebekah prefería siempre el enfoque directo —ella preguntaría sin más, si fuera él— pero Graydon no se sentía tan seguro. Así que dijo:
—He estado intentando atrapar ese pez. Lo veo, todo el rato, pero no logro atraparlo.
—Prueba con un arpón —le propuso—. Son muy precisos en distancias cortas. Si de verdad lo ves tan a menudo es probable que lo atrapes.
—¿Sí? No he leído en ninguna parte esa recomendación.
Ella se encogió de hombros.
—Bueno, podrías probar con dinamita, pero imagino que quieres sacar el pez de una pieza. ¿Debería interpretar este cambio de tema como una señal de que no quieres hablar de ti? Porque estoy preocupada por ti, Gray. Creo que te estás hundiendo y estoy intentando lanzarte una cuerda.
Graydon apagó el fuego de los champiñones.
—Vaya —dijo—. Y yo que pensaba que ibas a confesarme tu amor. —Lo comentó en tono de broma, pero la expresión de Rebekah dejaba claro que ella veía más allá. Siempre había sido capaz de ver a través de él.
—Ojalá pudiera, Gray. Sé que sigues enamorado de mí, pero… —Meneó la cabeza—. Tengo que intentarlo con Lorrie. Llevamos demasiado tiempo como para dejarlo.
—Pero si las cosas no salen bien…
Rebekah miró su vino, después sacudió la cabeza, bamboleando las trenzas.
—No, Gray.
—¿No dices siempre que eres bisexual?
Esbozó una media sonrisa.
—No es por el sexo. Es… No sé. Es que no te veo de esa forma. Romántica. Ni siquiera estoy segura de que te viera así cuando salíamos juntos. Eras el chico más simpático que conocía, y lo sigues siendo, y eso fue lo que me atrajo, pero chispas de verdad, química… No creo que hubiera nada parecido. Quería que lo hubiera.
Graydon se sirvió una copa de vino tratando de que no le temblaran las manos.
—Qué bien, Rebekah, que me digas que nunca me quisiste —dijo.
—Siempre te quise. Te sigo queriendo. Solo que… no de esa forma. Y creo que necesitabas oírlo para que no siguieras aferrándote a la esperanza, si es eso lo que estabas haciendo. Esa expresión que pones cuando te digo que tengo problemas con Lorrie… tratas de esconder lo feliz que te hace, pero me doy cuenta, y no me gusta. Quizá sea solo culpa mía por no haberlo dicho antes.
—Entendido —dijo Graydon, volviéndose hacia el fogón—. Voy a preparar la ensalada.
—¿Quieres que me marche? —le preguntó.
Graydon se quedó tenso durante un momento, después hundió los hombros. Suspiró.
—No. Quiero tenerte aquí. Obviamente. No puedes culparme por tener esperanza, ¿no?
—Supongo que no —respondió ella.
La cena fue anodina, pero después de algunas copas de vino más Graydon empezó a relajarse. Se sentía extrañamente agotado, vacío, pero no tenso. La razón para estar tenso había desaparecido. Además, igual Rebekah solo estaba engañándose a sí misma, a lo mejor con el tiempo se daba cuenta de lo bueno que era para ella… Pensó en su sueño con Alton, su hermano muerto, diciéndole que siguiera adelante. Pero quería seguir adelante con Rebekah. ¿Qué otra cosa le quedaba?
La medianoche llegó, después se marchó, y entretanto hablaron de libros, de películas, de viejos recuerdos. No hablaron de Lorrie, y Rebekah no sacó el tema que tenía preparado sobre cómo Graydon estaba malgastando su vida y su tiempo. Al final Rebekah se estiró y dijo:
—Y bien, ¿dónde duermo?
—Puedes dormir en mi cama. Yo me quedaré en el sofá.
Rebekah asintió, después bajó la mirada hacia las manos, que reposaban en su regazo, con una timidez impropia de ella.
—Oye, Gray, sé que tienes que estar sintiéndote muy aislado y distanciado… si quisieras, podrías venir a la cama conmigo. Sé lo duro que es estar solo, desear un momento íntimo y no encontrarlo. No ha habido mucho cariño entre Lorrie y yo últimamente, y a mí también me vendría bien algo de consuelo. No significaría nada, salvo que eres mi amigo y que te quiero, pero, si quieres…
En ese momento, Graydon se dio cuenta de que Rebekah no lo conocía, que no lo conocía bien; o, que si lo conocía, ahora se estaba engañando a sí misma, o usándolo para sus propias necesidades. Si Graydon le hacía el amor a Rebekah quería que significara algo. Quería que significara que volvía con él, que serían amantes, que estarían juntos. Acostarse juntos, sin nada más… sería destructivo. Mañana se odiaría y ese sentimiento de vacío podría no desaparecer nunca. Debía decir que no.
Pero ¿cómo iba a decir que no a la posibilidad de hacerle el amor a Rebekah?
—Sí —dijo—. Me gustaría.
§
He aquí la razón por la que el salmón de la sabiduría se rio cuando pensó en ser comido.
Fue profetizado que el héroe Finegas atraparía el salmón, que lo cocinaría, que se lo comería, que obtendría un gran conocimiento y que se convertiría por tanto en un grandísimo héroe. Finegas atrapó el salmón pero, al ser un héroe, no estaba acostumbrado a cocinarse su comida, así que le dijo a su aprendiz, Fionn, que asara el pescado. El aprendiz no habría ni soñado con comerse la comida de su maestro, pero se quemó el pulgar accidentalmente mientras giraba el pescado en el fuego. Sin pensarlo, Fionn se metió el dedo quemado en la boca y se lo chupó.
Y así saboreó el pescado. Y así obtuvo un gran conocimiento y dejó a su maestro, el héroe, igual de sabio que antes.
Por eso el salmón se rio.
§
La mañana después de dormir con Rebekah, Graydon rebosaba encanto: le hizo el desayuno, se rio con ella, le besó la mejilla. Por dentro, su corazón era ceniza. Se despidió de ella, con la promesa de que se volverían a ver a lo largo de esa semana.
Cuando ella se marchó, Graydon cogió cuatro botellas de vino y se las llevó a la charca. Se bebió dos y derramó el resto en el agua.
—¡Bebe conmigo, Comemierda! —gritó—. ¡Eres mi único amigo!
El bagre no salió a la superficie.
El domingo Graydon no pescó. Durante su investigación había averiguado que traía mala suerte pescar los domingos, y aquel parecía un buen momento para ser supersticioso. Además, tenía resaca y no se despertó hasta media tarde. Pensó en ir a Atlanta, pero las tiendas ya estarían cerradas: en el sur nada abría por la tarde los domingos.
El lunes fue a la ciudad y se gastó casi todo el dinero que le quedaba en un arpón. Practicó en el patio toda la tarde, disparando a los cojines del sofá. No había razón para precipitarse. Quería hacerlo bien.
El martes se levantó antes del amanecer, se llevó el arpón y una bolsa con sus objetos más preciados hasta la charca y se metió en el agua. Esparció el cebo y llamó a Comemierda justo cuando comenzaba a llover. El bagre salió del agua y empezó a comerse las cosas que Graydon había esparcido. Graydon lo observó, sin moverse, mientras la lluvia le empapaba el pelo y formaba pequeñas ondas en la charca. Mientras Comemierda se tragaba el último objeto flotante —la trenza de Rebekah— Graydon le apuntó con el arpón a la cabeza y disparó.
El arpón se hundió profundamente en la cabeza de Comemierda y el pez empezó a sufrir espasmos, mientras su cola se sacudía en el agua. Graydon rodeó con las dos manos el mango del arpón y empezó a tirar de Comemierda hacia la orilla. Fue más fácil de lo que había temido, porque el agua mantenía a flote el pescado muerto. Graydon ascendió por la fangosa y resbaladiza orilla y arrastró trabajosamente el enorme cuerpo de Comemierda hasta la hierba. Volvió a la casa y regresó con una carretilla y algunos tablones sueltos para improvisar una rampa. Graydon empujó el pesado cadáver de Comemierda por los tablones hasta que cayó dentro de la carretilla, después se la llevó hasta el patio de cemento que había detrás de su casa. Mientras empujaba la carretilla la lluvia cesó, nada más que un chubasco de verano, visto y no visto.
Graydon descargó a Comemierda en el cemento y se quedó mirando el suelo, esperando alguna emoción triunfal, pero su interior seguía siendo de cenizas y piedras, no sintió nada. Fue dentro a por los cuchillos, después se dispuso a eviscerar y limpiar el bagre, para lo cual fue consultando a menudo el libro que había comprado donde se explicaba el proceso.
Pasado un rato, Graydon examinó los contenidos del estómago de Comemierda pero no encontró nada de interés, ni siquiera los últimos objetos que le había tirado al pez: no había más que barro y plantas acuáticas. Sintió una gran decepción. Graydon había esperado que hubiera… algo dentro. Algo especial.
Bueno, aún podía comerse el bagre. Eso era lo importante. Y haría que ocurriese algo: matarlo, otorgarle sabiduría trascendental, borrar sus recuerdos, concederle el olvido.
Algo.
Mientras Graydon limpiaba el pescado, el teléfono sonó, pero no lo cogió y quien llamaba terminó por desistir.
Graydon acabó cubierto de sangre y vísceras de pescado tras limpiar a Comemierda. Metió la parte comestible en bolsas de plástico para evitar que se llenara de bichos y después fue hasta la chimenea: Comemierda era demasiado grande para el horno y Graydon quería cocinarlo entero.
Una vez que la chimenea estuvo limpia, Graydon puso carbón y líquido inflamable debajo de la rejilla y prendió un fuego. Cuando las llamas se alzaron, puso a Comemierda en la rejilla. El pescado empezó a asarse. El humo era extrañamente inodoro.
Graydon fue al baño y se dio una ducha, dejando que la sangre y las vísceras cayeran como una cascada en la bañera, dejando que el agua caliente chocara contra sus sobrecargados músculos. Luego, con miedo de que el pescado se estuviera quemando, salió y se envolvió con una toalla.
Rebekah estaba en el salón, de rodillas delante del fuego, mirando el pescado.
—Hola, chico desnudo —dijo—. Te llamé, pero no lo cogiste. Me imaginé que estabas pescando. Parece que acerté. Ese bicho es gigantesco.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó, completamente desubicado. No se esperaba volver a ver a Rebekah tan pronto y no tenía muy claro qué hacer; como si, después de haber logrado capturar a Comemierda, ya no le quedaran recursos y no fuera capaz de hacer más planes.
—Dios, Lorrie y yo hemos tenido una pelea horrible, no te lo puedes imaginar —dijo—. Tenía que salir de allí un rato. —Se inclinó más sobre el fuego—. Me parece que tu pescado está empezando a desmenuzarse y deshacerse —dijo, y alargó una mano para colocar mejor el pez en la rejilla con un empujoncito.
—¡No! —gritó Graydon, dando un paso hacia ella.
Rebekah siseó y dijo:
—¡Mierda! Me he quemado.
Se metió el dedo en la boca y se lo chupó. Graydon la observó, conteniendo el aliento.
Después de un momento interminable, Rebekah se sacó el dedo de la boca. Un hilo de saliva brillante unía aún la yema del pulgar a sus labios.
Alzó la mirada hacia Graydon, lo miró fijamente. El hilo de saliva se rompió.
Los ojos de Rebekah se abrieron de par en par.