La copa y la Mesa

Sigmund pasó sobre el cuerpo destrozado de la nueva doctora y dejó caer unas viejas fichas de metro sobre sus restos. Rodeó la sombra de su mejor amigo, Carlsbad, quien había muerto igual que había vivido: de forma inconcluyente y sin fanfarria. Al subir las escaleras esquivó los restos despedazados de Ray y fijó la vista adentro, en el altar del santuario. Aquella cámara del templo que coronaba la montaña que coronaba el mundo era enorme y fría, y aunque Sigmund pudiera escudriñar el pasado a través de las capas del tiempo —visibles para Sigmund como capas de gasa, traslúcidas como cebollas salteadas, década tras década desprendiéndose ante su mirada— no lograba encontrar un tiempo en el que esta habitación no hubiera existido en aquel lugar, vacía pero contundente, como si el Dios que había creado y abandonado el mundo acabara de desocuparla.

Sigmund se acercó al altar. Allí estaba: la copa. El premio, la meta y el propósito de cientos de generaciones de la Mesa. Los demás miembros de la organización estaban muertos, el mundo entero estaba muerto, a excepción de Sigmund.

Sin embargo, no extendió la mano para cogerla, sino que caminó hacia la ventana de arco y miró a través de ella. Cuando retrocedió al pasado vio montañas, nubes y el paso de las cabras. Pero en el presente solo vio fuego, retorciéndose y enroscándose, consumiendo la roca con la misma facilidad que los árboles, con unos pocos picos montañosos elevándose como si aún no hubieran sido tocados por las llamas. Sigmund nunca había sentido demasiado aprecio por el mundo —había disfrutado de la música de Bach, de las películas de acción y de cantidades enormes de cocaína— y en líneas generales le daba igual la civilización. Aun así, saber que el mundo se estaba consumiendo entre las llamas le entristecía profundamente.

Sigmund regresó al altar, cogió la copa —pesada, de piedra, más parecida a un arma contundente que a un recipiente de líquidos— y se dispuso a beber.

Pero en el último momento, Sigmund no bebió. Hizo, en cambio, algo completamente distinto.

Pero primero:

O, mejor dicho, después:

§

Sigmund estaba desplomado en el asiento de atrás del coche, Carlsbad escondido en el suelo en su forma semilíquida y noctilucente, Carlotta golpeteaba el volante con sus uñas plateadas y afiladas, y Ray —el nuevo miembro de la Mesa— toqueteaba la radio con una mano mientras con la otra cogía escorpiones vivos de una bolsa de plástico y se los iba metiendo en la boca. De la piel de Ray, sobre todo de la nuca y del dorso de las manos, sobresalían diminutas púas perladas con gotitas de veneno.

—Ha sido una misa preciosa —dijo Sigmund—. Han despedido al viejo doctor con dignidad.

El cuerpo alquitranado de Carlsbad se encrespó. Ray se dio la vuelta, con el ceño fruncido, el rostro tan rígido y plano como una almádena, y espetó:

—¿De qué coño estás hablando, yonqui? Ni siquiera hemos llegado al funeral.

Sigmund se hundió aún más en el asiento. Esto era, en cierto modo, mucho más embarazoso que desmayarse.

—Sangre y miel —dijo Carlotta, con la voz apagada y de mal humor—. ¿Cuánta mierda has esnifado esta mañana que ni te acuerdas de qué día es?

Sigmund no dijo nada. Todos sabían que podía ver el pasado, pero ninguno conocía el alcance de sus viajes en el tiempo. Últimamente había estado saltando del futuro al pasado y de vuelta al futuro sin brújula ni guía. Solo el viejo doctor sabía toda la verdad, y ahora que estaba muerto, era mejor mantener el secreto.

Llegaron al funeral y Sigmund tuvo que volver a pasar por toda la ceremonia. El dolor —a diferencia del sexo, la música y las trampas jugando a las cartas— no era una habilidad que pudiera perfeccionarse con la práctica.

§

El viejo doctor dio la bienvenida a Sigmund, un chico de veinte años atormentado por las visiones, en la biblioteca del cuartel general de la Mesa. Las estanterías se alzaban por todas partes como almenas, el suelo estaba recubierto de pizarra y la luz provenía de lámparas de araña con gotas de cristal; sin embargo, el viejo doctor se sentaba en una silla plegable junto a una mesa portátil llena de libros.

—Me esperaba, no sé, algo más —dijo Sigmund, dando un golpecito a la desvencijada mesa con sus peludos nudillos—. Un buen bloque de caoba o algo así, una mesa con autoridad.

—Antes teníamos una mesa excelente —dijo el viejo doctor, un hombre de una sempiterna mediana edad y aires ausentes de catedrático—. Pero la serraron para leña durante un asedio en el XVII. —Se tocó una aleta de la nariz—. Se puede extraer una lección de esa anécdota: ningún bien, humano o material, tiene importancia comparado con la continuidad de la existencia de la organización.

—Seguro que tú eres irremplazable —comentó Sigmund, en un torpe intento de que la adulación le garantizara el trabajo. La habitación vibró y los contornos de su visión se volvieron borrosos, pero el lugar no había cambiado mucho durante las últimas décadas, solo unos cuantos libros cambiados de sitio y algunos montoncitos de polvo por el suelo.

El viejo doctor negó con la cabeza.

—Yo soy la historia viviente de la Mesa, pero si muriera, enviarían a un nuevo doctor desde los archivos para hacerse cargo de las operaciones, y aunque su enfoque difiriera del mío, su objetivo sería el mismo: proteger la copa.

—La copa —dijo Sigmund, asomándose al abismo del misterio—. Es decir, el Santo Grial.

El viejo doctor pasó los dedos por el lomo de un libro polvoriento encuadernado en cuero.

—No. La Mesa es anterior a los tiempos de Cristo. Nosotros custodiamos una copa mucho más antigua.

—La copa ¿está aquí, en las criptas?

—Bueno. —El viejo doctor frunció el ceño ante el libro que tenía en las manos—. En realidad ya no sabemos dónde está la copa. Los archivos se han… deteriorado con el paso de los siglos y tengo lagunas de conocimiento. Lo preciso sería decir que los agentes de la Mesa buscan ahora la copa, para que así podamos protegerla de nuevo como es debido. Por eso estás aquí, Sigmund. Por tu habilidad para ver el pasado. Aunque tendremos que enseñarte a que concentres la atención en el aquí y el ahora, para que retires las gasas del tiempo a voluntad. —Levantó la mirada del libro y la fijó en los ojos de Sigmund—. En tu estado actual me resultas prácticamente inútil, pero he creado instrumentos útiles a partir de cosas mucho más inservibles que tú.

Alguna parte residual del ego de Sigmund se enfureció al oír que lo llamaban inservible, pero no tanto como para incitarlo a salir en su propia defensa.

—Solo puedo ver hasta treinta o cuarenta años atrás en el tiempo. ¿De verdad puedo ser de utilidad?

—Tengo… una teoría —respondió el viejo doctor—. Cuando te encontraron en la calle estabas delirando acerca de unos espantosos asesinatos, ¿no?

Sigmund asintió.

—Lo de delirar no sé, pero sí.

—Los asesinatos que viste se cometieron hace cientos de años. En aquella ocasión viste cosas mucho más remotas de lo habitual. ¿Sabes por qué?

Sigmund negó con la cabeza. Creía que sabía por qué, pero la vergüenza le cohibió de responder.

—Mi sospecha es que tu insólita agudeza fue resultado de todo el speed que tomaste —dijo el viejo doctor—. Los estimulantes te permitieron ver mucho más atrás en el tiempo. Por supuesto, tengo a mi disposición cantidades ingentes de metanfetaminas maravillosas, que puedes usar para ayudarme en mis pesquisas.

—¿Cantidades ingentes? —repitió Sigmund. Las manos le temblaron y las apretó para que dejaran de hacerlo.

—La suficiente para que llegues a ver siglos pasados —contestó el viejo doctor—. Aunque, por supuesto, tendremos que trabajar para conseguirlo.

—Cuando accedí a unirme a la Mesa, esperaba hacer más bien trabajo de campo.

El viejo doctor aspiró sonoramente.

—Ese trabajo no es importante, Sigmund. Los asesinatos, los cambios de régimen, las ridículas guerras corporativas: no son más que tareas rutinarias que nuestros agentes llevan a cabo para pagar las facturas. No es una labor digna de tus dones.

—Aun así, es lo que quiero. Te ayudaré con la investigación si me dejas participar en misiones.

Sigmund había pasado su infancia a caballo entre pisos minúsculos y salas de hospital, acorralado por visiones de un pasado aún coleante. En aquellas habitaciones mal iluminadas había leído tebeos y soñado con escapar de la cárcel de sus circunstancias: con ser un superhéroe. Pero esa clase de héroes no era real. Cualquiera que se pusiera un disfraz y saliera a la calle para combatir el crimen acabaría asesinado mucho antes de que amaneciera. En algún momento de su adolescencia, Sigmund se había convertido en un experto en novelas de espías y en la historia de la Guerra Fría; pasaba como si nada de la ficción al ensayo y viceversa, leía sobre agentes dobles y triples con un interés que rayaba en el fanatismo. Convertirse en espía… aquella idea sonaba mucho más plausible que convertirse en superhéroe. Ahora, tan cerca por fin de cumplir su sueño de ser agente secreto, no iba a permitir que lo arrinconaran en una oficina. Esta era su oportunidad.

El viejo doctor suspiró.

—Está bien.

§

—¿Qué se siente? —preguntó Carlotta la noche después de su primera misión en pareja.

Ella había seducido a un senador mientras Sigmund buscaba en su pasado dónde estaba escondido el microfilm. Ahora que la aventura había terminado, estaban sentados en el mostrador de un restaurante de carretera que abría toda la noche, codeándose con una multitud de personajes extraños y grotescos entre los que incluso ellos pasaban inadvertidos.

Sigmund le dio un sorbo a su café descafeinado y echó un vistazo a las siluetas traslúcidas de los clientes del pasado, la multitud de noches anteriores, todos los reservados y los taburetes ocupados por fantasmas.

—Son como capas de gasa —respondió—. Normalmente solo veo el pasado a lo lejos, centelleando, pero si me concentro, puedo de algún modo… cambiar el foco de atención. —Le dio un golpe a la taza de café e hizo que el líquido del interior se encrespara—. El viejo doctor me enseñó a mantener los ojos en el aquí y en el ahora, a no ser que necesite ver el pasado, y luego, yo… —Hizo un vago gesto con las manos, tratando de crear una analogía física de un acto psíquico, de imitar lo metafísico—. Supongo que más o menos aparto la gasa, atravieso una cortina y el presente se va volviendo más borroso al tiempo que el pasado se va haciendo más nítido.

—Vaya mierda de descripción —le espetó Carlotta, mientras cortaba con insistencia el filete poco hecho y los huevos del plato. El filete, por un momento, cambió en la visión de Sigmund y se convirtió en una parte viva y palpitante de la vaca. Los ojos de Sigmund se humedecieron y apartó la mirada. Casi solo comía verduras por eso.

—Nunca he visto el mundo de otro modo, así que no sé cómo explicarlo mejor. No me puedo imaginar cómo es para ti, que ves solo el presente. Debe de parecer muy frágil.

—Hubo un tiempo en que trabajamos con un tipo que podía ver el futuro, pero solo un poco, los siguientes dos minutos como mucho. Eso no impidió que lo mataran, pero se meó justo antes de que le clavaran el hacha. Era mucho menos aburrido que tú. —Carlotta soltó un eructo.

§

—¿Cómo es que no nos hemos conocido antes? —Sigmund se acomodó en los cojines del reservado.

—Soy la artillería pesada —respondió Carlsbad. Hablaba en voz baja, su voz era un sonido retumbante que se sentía en el estómago y en los huesos tanto como en los oídos—. Llevo en la Mesa desde los inicios. No revelan secretos como yo a los ayudantes de investigación. —Carlsbad era tan negro como el alquitrán, con una piel extrañamente reflectante, un rostro sin ojos y sin boca, vacío como un muñeco de nieve minimalista, humano solo en su silueta—. Pero el viejo doctor dice que has superado todas las expectativas, así que trabajaremos juntos de vez en cuando.

Sigmund buscó en el pasado de Carlsbad, remontándose tan atrás como fue capaz —lo cual era mucho, dado el cóctel de estimulantes que le bullía por la sangre— y Carlsbad nunca cambiaba; negro, plácido, eterno.

—¿Qué…? —¿Qué eres?, estuvo a punto de preguntar—. ¿Qué haces para la Mesa?

—Lo que me pida el viejo doctor —respondió Carlsbad.

Sigmund asintió.

—Carlotta me dijo que eras un dios caído del inframundo.

—Esa bruja miente —respondió Carlsbad, sin desaprobación en la voz—. No soy un dios. Solo… ¿cómo era aquello?… «el mal que acecha en el corazón de los hombres». El doctor dice que siempre que quede una persona mala en el mundo yo seguiré con vida.

—Bueno —dijo Sigmund—. Supongo que entonces aún andarás por aquí un tiempo.

§

La primera vez que Carlsbad salvó su vida, Sigmund yacía jadeante sobre un banco de nieve y un chorro de sangre le manaba de una cuchillada irregular en el brazo.

—Podrías haberme dejado morir —le dijo Sigmund. Después, tras un momento de duda—: Te podrías haber beneficiado de mi muerte.

Carlsbad se encogió de hombros, su negra silueta se recortaba espantosamente contra la nieve.

—Sí, supongo.

—Pensé que eras malo —le dijo Sigmund, aturdido por la pérdida de sangre y el esfuerzo, más en el presente de lo que se había sentido nunca, con el aroma de los pinos y el frío punzante como inmediatos recordatorios de que su vida continuaba por puro milagro—. Es decir, estás hecho de maldad.

—Y tú estás hecho sobre todo de átomos de carbono —replicó Carlsbad—. Pero no te pasas el día pensando en formar moléculas de cadena larga, ¿verdad? Los dos somos algo más que nuestra materia bruta.

—Gracias por salvarme, Carlsbad.

—No hay de qué, Sigmund. —El tono de su voz era relajado, pero complacido, la voz de alguien que lo había visto todo pero que a veces aún podía sentirse agradablemente sorprendido—. Eres el primer agente de la Mesa en cuatrocientos años que me ha tratado como algo más que un arma o un monstruo. Sé que te doy un miedo que te cagas, pero me hablas.

El agotamiento y la euforia se turnaban dentro de Sigmund.

—Me gustas porque no cambias. Cuando miro a la mayoría de la gente veo niños, adolescentes, cada etapa de sus vidas superpuesta, y si miro hacia atrás lo suficiente, desaparecen… pero tú no. Eres siempre el mismo hasta donde soy capaz de ver. —Sigmund sentía los párpados pesados. Se notaba ligero. Pensó que podría salir flotando.

—Aguanta —dijo Carlsbad—. La ayuda está en camino. Puede que tu muerte no me haga más pequeño, pero aun así me gustaría que siguieras por aquí.

Sigmund se desmayó, pero no antes de oír el zumbido de los helicópteros que se acercaban para llevárselo.

§

—Soy la nueva doctora —dijo la nueva doctora. Esbelta, morena, joven, estaba de pie detrás de un estrado en la sala de reuniones, mirando a los agentes de la Mesa que se habían congregado allí: Sigmund, Carlotta, Carlsbad y el recién ascendido Ray. Eran el equipo alfa, la cumbre de la organización, y la nueva doctora aún no los había impresionado—. Va a haber algunos cambios. Tenemos que volver a lo básico. Necesitamos encontrar la copa. Puede que los demás trabajos nos llenen las cuentas corrientes, pero no hacen avanzar nuestra causa.

Ray se metió una avispa en la boca, masticó, se la tragó y dijo:

—Que le den a esa mierda mística. —Su voz estaba acompasada con un profundo y airado zumbido, una especie de susurro véspido en armonía con el funcionamiento normal de sus cuerdas vocales. Ray se ponía desagradable e impaciente cuando comía avispas—. Me alisté para ganar dinero y para entrenar a menudo, no para ir a la caza de un grial imaginario. —Sigmund sabía que estaba mintiendo, que tenía un interés muy particular en la copa, pero Sigmund también comprendía por qué Ray estaba manteniendo ese interés en secreto—. Tú quédate en la biblioteca y lee libros, como hacía el viejo doctor, ¿vale?

La nueva doctora tiró el estrado de un empujón y este salió despedido hacia Ray, que se apartó del camino. Mientras Ray lo esquivaba, la nueva doctora llegó a su lado y empezó a golpearlo con saña en las costillas, con unas pequeñas botas de punta afilada y probablemente de acero. Ray se alejó rodando, jadeando y agarrándose el costado. Sigmund escudriñó el pasado de la nueva doctora. Parecía joven, pero llevaba decenios pareciendo joven.

—Yo no soy el viejo doctor —dijo ella—. Él malgastó su vieja vida en los archivos y se contentaba con estar rodeado de libros, tratando de reconstruir el pasado. Pero a mí me gusta estar fuera de los archivos y, bajo mi liderazgo, vamos a hacer historia, no a estudiarla.

—Te mataré —dijo Ray. De la punta de sus dedos le estaban creciendo aguijones, y ahora su voz era toda un zumbido.

—Ahórratelo, anda —dijo la nueva doctora, y le dio una patada en la cara.

§

A base de fisgonear en sus pasados y de espiar sus momentos de intimidad, Sigmund fue averiguando por qué los demás agentes querían encontrar la copa y ver a Dios.

Carlotta le susurró a una de sus amantes, la sombra de una gran cortesana conjurada en una antesala del infierno: «Quiero castrar a Dios, para que no pueda volver a crear otro mundo».

Ray le dijo a Carlotta, mientras se deshacían del cuerpo de un joven activista que había descubierto sus secretos pasados y sus planes presentes: «Quiero comerme el corazón de Dios y eructar palabras de creación».

Carlsbad, cuando se quedaba a solas, contemplaba absorto el cielo estrellado (cuyo vacío iluminado contrastaba con la absoluta oscuridad del propio Carlsbad) y tenía conversaciones imaginarias con Dios que siempre terminaban con la misma pregunta: «¿Por qué me creaste?».

La nueva doctora, justo antes de que envenenara al viejo doctor (para hacerlo pasar por una muerte natural) contestó a sus perplejas súplicas de clemencia diciendo: «No. Mientras sigas con vida nunca encontraremos la copa y yo no veré a Dios, de modo que nunca sabré las respuestas a las diez grandes preguntas que he reunido durante mi tiempo en los archivos».

Sigmund lo vio todo, cada uno de los mezquinos planes y propósitos que motivaban a sus compañeros, aunque no es que los suyos fueran mejores. Quizá los agentes de la Mesa lograran encontrar la copa, pero no sería porque fueran dignos de ella, sino simplemente porque llevaban años intentándolo y, a veces, la perseverancia conduce al éxito.

Sigmund conocía sus motivaciones más profundas y guardaba todos sus secretos, porque para él el pasado y el presente, la causa y el efecto, estaban mezclados. La dieta del viejo doctor, a base de cristal, cocaína y otros estimulantes más inusuales, le había destrozado las cavidades nasales y lo había dejado a la deriva en el tiempo. Al principio solo había sido capaz de ver el tiempo pretérito, pero a veces las drogas experimentales del viejo doctor lograban enviarlo al pasado de verdad. Por lo general era solo su mente la que viajaba, transportada unos días para revivir acontecimientos pasados en su propio cuerpo, pero en otras ocasiones, muy rara vez, viajaba físicamente atrás en el tiempo, como mucho uno o dos días, solo durante unos momentos, antes de ser arrancado de vuelta a un presente repleto de dolores de cabeza y sangrados de nariz.

Durante uno de aquellos insólitos viajes físicos al pasado, Sigmund presenció el asesinato del viejo doctor, y fue devuelto bruscamente al futuro momentos antes de que la nueva doctora pudiera matarlo a él también.

§

Ray se comió el cerebro de un serpa a los dos días de salir del campamento base y, a partir de ese momento, fue capaz de guiarlos a la perfección por los riscos y caminos que subían al templo, aunque era mucho más difícil conversar con él, pues su discurso estaba salpicado de expresiones montañesas. Empezó a tomar té de cebada acompañado de mantequilla de yak y a veces cantaba canciones solitarias que se mezclaban con el sonido del viento.

§

—Vamos a ir al infierno —dijo la nueva doctora.

—Probablemente —dijo Sigmund, alejándose de ella.

La nueva doctora suspiró.

—No, de verdad: vamos al inframundo. O, bueno, más o menos a la sala de visitas del inframundo.

—He oído rumores sobre el sitio. —La antesala del infierno era donde Carlotta se encontraba con sus fantasmales amantes—. Uno de los últimos secretos místicos que quedan en la Mesa. Me sorprende que no lo extraviaran también, igual que la llave de la Luna, la bola de los cristalomantes y tantas otras maravillas que se perdieron en la primera guerra con los templarios.

—Se ha perdido mucho. —La nueva doctora empujó una estantería, la cual giro sobre unos goznes ocultos y se apartó con soltura de la pared, dejando al descubierto una puerta de hierro—. Pero eso significa que es mucho lo que puede recuperarse. —Presionó un botón rojo—. Sigmund, tranquilízate. No voy a matarte, lo que quiero es saber cómo conseguiste entrar en el despacho del viejo doctor y ver cómo lo asesinaba, cuando yo sé que en ese momento estabas en una misión con Carlsbad en Belice. ¿Y cómo desapareciste después? ¿Bilocación corporal? ¿Proyección ectoplasmática? ¿Qué?

—Viajé en el tiempo —confesó Sigmund—. No solo veo el pasado. A veces puedo viajar físicamente a través del tiempo.

—Vaya. Las notas del viejo doctor no decían nada al respecto.

—No, claro, las notas más importantes las guardaba en la cabeza. Así que… ¿por qué no vas a matarme?

Algo comenzó a zumbar y repiquetear bajo el suelo.

—Porque me resultas útil. ¿Y tú por qué no me has delatado?

Sigmund dudó. El viejo doctor le caía bien, había sido lo más cercano a un padre que había tenido nunca. Detestaba faltarle al respeto ahora que estaba muerto, pero sabía que para el viejo doctor él no había sido más que una herramienta de investigación, una especie de máquina de microfichas ambulante, nada más.

—Porque estoy dispuesto a que las cosas cambien. Creía que quería ser un agente secreto, pero estoy cansado de dar vueltas y más vueltas sin objetivo, por no mencionar lo de ser disparado, apuñalado y arrojado de trenes en marcha. Creo que, bajo tu liderazgo, es posible que la Mesa logre prosperar.

—Lo hará. —Los chirridos y zumbidos provenientes del subsuelo se intensificaron, así que tuvieron que alzar la voz—. Encontraremos la copa, veremos a Dios y obtendremos respuestas. Descubriremos por qué creó el mundo; aunque abandonaremos su creación de inmediato, dejando que el caos llene su despertar. Pero, primero, al infierno. Toma. —Le lanzó algo brillante, unas cuantas fichas viejas de metro—. Para pagar al encargado.

Los chirridos cesaron, la puerta se retiró deslizándose y dejó al descubierto una cabina de ascensor de metal deslustrado, del que se encargaba un hombre que llevaba puesta una capa del color del polvo y las telarañas. Extendió la palma de una mano y Sigmund y la nueva doctora dejaron caer cada uno una ficha en ella.

—¿Por qué vamos… ahí abajo? —preguntó Sigmund.

—Para ver al viejo doctor y sacarle alguna información de esa que guardaba solo en la cabeza. Sé dónde encontrar la copa, o al menos dónde encontrar el mapa que lleva a ella, pero necesito saber lo que ocurrirá cuando tenga la copa en la mano.

—¿Por qué me llevas contigo?

—Porque solo los locos, como Carlotta, se arriesgan a ir a la antesala del infierno solos. Y porque si me llevara a cualquier otro, los demás se enterarían de que fui yo quien mató al viejo doctor. Y puede que fueran menos comprensivos que tú.

Entró en la cabina del ascensor y Sigmund la siguió. Llevado por la costumbre, echó un vistazo al pasado del encargado, y las cosas que vio fueron tan horrendas que reculó de un salto al rincón opuesto de la diminuta cabina; si el ascensor no se hubiera empezado a mover ya, habría forzado las puertas para abrirlas y habría escapado. El encargado volvió la cabeza para mirarlo y Sigmund apretó los ojos para no correr el riesgo de verlo fruncir el ceño, o peor, sonreír.

—Interesante —dijo la nueva doctora.

§

Después de que regresaran del infierno, Sigmund y la nueva doctora follaron como bestias debajo de la mesa portátil de la biblioteca del viejo doctor, porque el sexo es el antídoto de la muerte, o al menos, un placebo adecuado.

§

—Todo listo —dijo la nueva doctora—. Nos vamos al Himalaya.

—Cojonudo —dijo Ray—. Siempre he querido comerme un hombre de las nieves.

—Me parece que ya eres lo bastante peludo —le respondió Carlotta.

§

Sigmund y la nueva doctora se sentaron bajo el saliente de una roca mientras un viento helado ululaba por la cara de la montaña. Carlsbad estaba fuera, buscando a Ray y a Carlotta, que habían robado toda la comida y el oxígeno y se habían ido a buscar el templo y la copa por su cuenta. Querían matar a Dios, no hacerle preguntas, por lo que su traición resultaba problemática pero no sorprendente. Quizá Sigmund tendría que haberle dicho a alguien que planeaban traicionarlos, pero cada día se sentía más como un actor fuera del tiempo; una posición que, ahora que se daba cuenta, probablemente terminaría por matarlo. Necesitaba adoptar un papel más activo.

—Ray y Carlotta no conocen la profecía —dijo Sigmund—. Solo el viejo doctor la conocía y no se la reveló a nadie más que a nosotros. No tienen ni idea de lo que van a causar si consiguen llegar al templo primero.

—Si llegan al templo primero, moriremos con el resto del mundo. —La nueva doctora estaba débil por la falta de oxígeno—. Si Carlsbad no los encuentra, estamos perdidos.

Ahora que había salido de la seguridad de la biblioteca y de los archivos, la nueva doctora parecía más vieja. Además, los últimos dos años habían sido difíciles. Habían viajado hasta los confines y el fondo de la Tierra, recuperando fragmentos del mapa que llevaba al templo de la copa, en pos de las oscuras referencias que la nueva doctora había descubierto en los archivos. Primero se adentraron en el desierto africano, en ruinosos palacios tallados en roca consciente; después cruzaron la Antártida a pie en busca de la entrada secreta al núcleo de la Tierra, ahora devastado por la guerra; se habían proyectado, de forma astral, en la mente de un semidiós durmiente desde las selvas de otro mundo, y hace dos meses habían descendido hasta las profundidades abisales del océano Pacífico, donde encontraron el último fragmento del mapa en un templo de coral custodiado por seres espinosos y bioluminiscentes de tristeza infinita. Ray se había comido a uno de los guardianes y, desde entonces, no había dejado de sudar tinta morada y de darse largos y contemplativos baños en agua salada.

La nueva doctora había saqueado las arcas de la Mesa para pagar este último viaje al Himalaya, había vendido objetos de arte largo tiempo atesorados y había despedido incluso al ya precariamente pagado personal sucesorio de mantenimiento para hacer frente a los gastos. Y ahora estaban al borde del completo fracaso, a no ser que Sigmund hiciera algo.

Sigmund abrió la mochila y sacó el último vial del estimulante más potente y extraño del viejo doctor.

—Deséame buen viaje —dijo, y lo esnifó todo.

El tiempo se desplegó y Sigmund se encontró debajo del mismo saliente, pero en un momento anterior: el hielo no presentaba huellas de paso humano y el tiempo era más apacible. Con frenéticos movimientos, espoleado por las drogas y por la necesidad de mantenerse caliente, apiló rocas sobre el camino y esperó, caminando incesantemente en círculos, hasta que oyó a Carlotta y a Ray acercarse, gruñendo bajo el peso de las provisiones que habían robado.

De un empujón, les tiró las rocas encima, y la bruja y el biófago cayeron derribados. Sigmund fue hacia ellos, con la esperanza de que estuvieran aplastados, de que las rocas le hubieran resuelto el trabajo. Carlotta estaba enterrada casi por completo, pero sus largas uñas escarbaban surcos en el hielo, así que Sigmund apretó los dientes, apartó las rocas necesarias para dejar la cabeza de Carlotta expuesta y acabó con ella con el piolet. Ella no dijo nada, pero a Sigmund casi le pareció ver una expresión de respeto en su rostro antes de que se lo destrozara. Ray estaba solo medio enterrado, pero inmóvil, con el cuello retorcido de forma antinatural. Sigmund le hundió la punta del piolet en un muslo para cerciorarse de que estaba muerto de verdad y el biófago no reaccionó. Sigmund dejó el piolet clavado en la pierna de Ray. Le dio la espalda a los muertos y se encogió a la espera de que el tiempo lo arrastrara de nuevo en su corriente.

Carlsbad encontró a Ray y a Carlotta muertos y trajo de vuelta las provisiones. Para entonces, Sigmund ya había vuelto del pasado y, mientras la nueva doctora comía y descansaba, se llevó a Carlsbad aparte para contarle la verdad:

—Hay muchas posibilidades de que destruyamos el mundo.

—Mmm —murmuró Carlsbad.

—Hay una profecía, en los archivos ocultos de la Mesa, que dice que Dios regresará únicamente cuando el mundo sea destruido por el fuego. Pero es un artículo de fe, la base de nuestras creencias, que cuando un acólito de la Mesa beba el contenido de la copa, Dios regresará. Así que al acercarnos a la copa, al intentar beber de ella, puede que colapsemos las ondas de probabilidad de tal modo que desatemos el fin del mundo, y que todo comience a arder antes incluso de que lleguemos a tocar la copa.

—¿Y a la nueva doctora y a ti os parece bien todo eso?

—La nueva doctora cree que puede convencer a Dios de que libre al mundo de la destrucción, retroactivamente si es necesario.

—Vaya —dijo Carlsbad.

—Puede ser muy persuasiva —añadió Sigmund.

—Estoy seguro —replicó Carlsbad.

§

El fuego empezó a caer justo cuando llegaban al templo, una construcción tan antigua que parecía formar parte de la montaña. El cielo se tornó rojo y cayó una cascada de llamas, una lluvia de meteoritos como nunca antes hubo otra. Se levantó de inmediato una ráfaga de nieve que cubrió de vapor las montañas circundantes, aunque el pico donde estaba el templo permanecía intacto por ahora.

—Se acabó —dijo Carlsbad—. Solo el mal que hay en vosotros me está manteniendo con vida.

—Ya no hay vuelta atrás —dijo la nueva doctora, y empezó a subir los viejos escalones que conducían al templo.

Ray, ensangrentado y maltrecho, con el brazo izquierdo colgándole roto, salió de entre las sombras contiguas al templo. Sostenía el piolet de Sigmund con la mano buena, y con él golpeó la cabeza de la nueva doctora, hundiéndoselo en el cráneo con una fuerza extraordinaria. Ella cayó, él cayó sobre ella, y continuó asestándole golpes, una y otra vez, hasta que le abrió el cuerpo en canal. Alzó la mirada, con el rostro amoratado e hinchado, mientras le brotaba pelo de la mandíbula y las venas le latían en la frente, veneno, tinta, pus y alucinógenos rezumándole por los poros.

—No puedes matarme, yonqui. He devorado lobos. He devorado gigantes. He devorado ángeles. —Y al decir esto último, empezó a brillar con una extraña luz azulada.

—Otra vez salvándote la vida —dijo Carlsbad, casi con dulzura, y se lanzó a hacer aquello que la Mesa confiaba en que haría. Se inflamó, se enfureció, destrozó e hizo pedazos a Ray, y después hizo añicos esos mismos pedazos.

Cuando terminó, Carlsbad empezó a derretirse.

—Mierda, Sigmund —se lamentó—. No eres lo bastante malo.

Antes de que Sigmund pudiera decir gracias, o adiós, lo único que quedaba de Carlsbad era un charco oscuro, como una vieja mancha de grasa de motor en la nieve.

A Sigmund no le quedó más opción que seguir avanzando.

§

—La copa contiene la sangre de Dios —dijo el viejo doctor—. Bébela y Dios regresará, y como al tragar la sustancia de su cuerpo te convertirás por un momento en un ser divino, te tratará como un igual: responderá tus preguntas y concederá tus peticiones. En ese instante, Dios hará cualquier cosa que le pidas. —El viejo doctor puso su mano sobre la de Sigmund—. La Mesa existe para asegurar que el poder de la copa no será usado para el mal ni con fines triviales. Aquello que se pregunte, aquello que se desee, tiene que valer su precio, que es el mundo.

—¿Qué preguntarías tú? —quiso saber Sigmund.

—Le preguntaría a Dios por qué creó el mundo para luego marcharse y dejar, como único rastro, una copa llena de sangre y un mundo repleto de maravillas. Sin embargo, no es una pregunta valiosa, solo pura curiosidad.

—Bueno, vale —dijo Sigmund, sorbiendo por la nariz y limpiándosela después—. ¿Cuándo será mi primera misión? —Deseó entonces ser capaz de ver el futuro en vez del pasado, porque estaba convencido de que iba a pasárselo en grande.

§

La copa que Sigmund sujetaba entre las manos contenía sangre, líquida en el centro y seca y costrosa por los bordes. Sigmund raspó los residuos de sangre seca con la uña del dedo meñique. Inspiró aire. Lo soltó. Y esnifó la sangre de Dios.

§

El tiempo se quebró.

§

Sigmund echó una mirada alrededor del templo. Era blanco, brillante, pulcro y ya no estaba en la cima de una montaña. Las ventanas daban a un mar en calma. Sigmund no estaba solo.

Dios no se parecía en nada a cómo Sigmund se lo había imaginado, pero al mismo tiempo era imposible confundirlo con nadie más. Parecía evidente que Dios se estaba marchando, pero se detuvo un momento y miró a Sigmund con expectación.

Sigmund había saltado del final del mundo al comienzo. Estaba tan colocado de esnifar la sangre de Dios que podía percibir la vibración de cada uno de los átomos a su alrededor. Sabía que podía ser devuelto de golpe a la cima del mundo destruido en cualquier momento.

Sigmund trató de pensar. Había confiado en que sería la nueva doctora la que haría las preguntas, la que entonaría las peticiones, así que no tenía ni idea de qué decir. Dios estaba empezando a impacientarse, presto a abandonar su creación para siempre. Si Sigmund decía algo deprisa podría obtener cualquier cosa que quisiera. Cualquier cosa.

—Oye —le dijo Sigmund—. No te vayas.