Después de que lleváramos tres días andando, Morgan me dejó tirado. Me desperté en el nido que había hecho con calcetines y gruesos abrigos de niño y me incorporé en aquella mañana gris que no era una mañana, buscando a tientas mi botella de agua, gritando su nombre. Me subí a un secreter de tres patas para tener mejor visibilidad y vi claramente el trayecto que había seguido, cómo se había abierto camino a patadas entre despertadores, lámparas y tazas de café en dirección a las majestuosas y remotas montañas oscilantes. Sin embargo, a Morgan no lograba verla, pues el sendero que había tomado desaparecía tras una colina de tres metros de alto formada por una maraña de perchas de alambre.
—¡Morgan! —grité, aunque solo una vez, porque ella me había dicho que era mejor no hacer ruido aquí, en el sótano del mundo. Al fin y al cabo, sabía que al menos un monstruo habitaba en el lugar y creía que podría haber más.
Recogí la mochila —alarmantemente ligera ahora, pues el agua se estaba acabando, aunque al menos no faltaban carne seca y montones de fruta deshidratada— y emprendí la marcha por el camino que Morgan había despejado a ritmo de patadas y pisotones. Seguí su rastro avanzando entre marcos rotos, cámaras antiguas, raquetas de nieve astilladas y ríos de papel. En realidad tampoco me sorprendía que Morgan hubiera desaparecido. No hacía más que perderla. Era la historia de mi vida.
Me pasé el día caminando bajo aquel cielo gris neutro, trepando por los esporádicos salientes de roperos y sillones, abriéndome camino entre enormes marañas de columpios y de restos de atracciones infantiles, topándome siempre con el rastro de un destrozo, de un desgarro, de un indicio de paso que me ponía tras su pista. Los objetos que componían el paisaje eran más grandes aquí, en estas laderas ya cercanas a las montañas.
Encontré a Morgan cerca de la falda de una colina formada por coches destartalados, muchos de ellos con algas, percebes y hongos submarinos aferrados a los guardabarros y a los parabrisas. Estaba de pie con las manos en las caderas, el pelo rubio recogido en una coleta despeinada, con la mirada fija en las montañas.
—Morgan…
—No ibas lo bastante rápido —dijo—. Sabía que irías más deprisa si tenías que perseguirme, si pensabas que te había abandonado. —Se dio la vuelta para mirarme, desafiándome a que se lo discutiera, y por millonésima vez en esos días me maravillé de lo mucho que había cambiado en los últimos cinco años. La chica con la que había ido a la universidad era fuerte y directa, pero la Morgan de ahora era como el acero, sus rasgos más marcados y más bonitos incluso que cuando tenía veinte años—. No podía seguir ese paso de tortuga mientras tú te ibas parando a mirar en cada pila de discos y de cómics viejos. Yo he venido aquí por una razón.
No sabía qué decir. Dejé la mochila en el suelo y me senté sobre el desgarrado vinilo de un asiento arrancado de algún mastodóntico coche de los setenta. Odiaba decepcionarla, pero le guardaba resentimiento por asustarme y, por supuesto, la quería. ¿Por qué iba a estar aquí si no?
Una vez me hube calmado lo bastante como para no ponerme a gritar (además de por los monstruos, tenía miedo de provocar una avalancha), dije:
—Bueno. Hoy se nos ha dado bien. ¿Y ahora qué?
—Cogemos el paso de montaña —respondió—. Bajamos hacia el valle.
—¿Y después?
Se encogió de hombros.
—Y después matamos al dragón.
§
Cinco años atrás, en nuestra última noche en la universidad, Morgan y yo estábamos en mi habitación, decorada con pósteres medio caídos de colores fosforitos y con un equipo estéreo tan grande como una cómoda, tumbados en la cama, yo con una mano sobre su vientre, ella con la mirada fija en las estrellas fluorescentes pegadas al techo.
—No te olvides de mí cuando estés en Europa —dije, vacilante.
No habíamos hablado de qué pasaría entre nosotros cuando ella se marchara, y se nos estaba acabando el tiempo de hacerlo.
—Nunca me olvidaré de ti, Rob. —No me miró mientras lo decía—. Pero creo que los dos sabemos que nuestras vidas están cambiando. O por lo menos la mía. A veces me pregunto si la tuya lo hará alguna vez.
Era una vieja discusión, una discusión con la que casi me sentía cómodo por pura familiaridad. Iba a pasar el verano en Italia de becaria en un museo y, a partir de ahí, continuaría con su vida. Yo no tenía planes más allá de la siguiente fiesta y de pasar la hierba y el ácido suficientes para pagar otro mes de alquiler. Compartíamos la pasión por el cine clásico, las antigüedades y la experimentación sexual, y nos sentíamos tan cómodos el uno con el otro que no teníamos inhibiciones, pero aparte de eso nuestros caminos divergían.
—Entonces ¿quieres decir que no volveré a verte? —traté de preguntarlo en tono de broma, como si la mera idea fuera absurda.
Se encogió de hombros contra mi cuerpo.
—No lo sé. Me verás mañana por la mañana. Me verás en el aeropuerto cuando me marche. Después de eso no te sé decir.
—No quiero perderte.
—Vamos, Rob —dijo ella, con ese tono de hastío y cansancio vital que solo una chica de veintiún años recién licenciada puede tener—, todo el mundo pierde algo tarde o temprano. Disfruta del tiempo que nos queda y ya.
Después de hacer el amor por última vez le susurré al oído, con fiereza y algo de posesividad:
—Si alguna vez me necesitas, cuando sea, incluso aunque pasen muchos años, llámame y yo acudiré, sin hacer preguntas.
No esperaba que ella fuera a prometerme lo mismo a cambio. Habíamos compartido tres años juntos, pero el interior de Morgan seguía siendo fundamentalmente un misterio para mí, aunque sabía que valoraba su independencia.
—Lo recordaré —dijo, y aquella fue la última conversación relevante que tuvimos hasta que nos despedimos en el aeropuerto.
§
Es algo que se le dice a la gente a la que quieres: «si alguna vez me necesitas solo tienes que llamarme. Me subiré a un avión al día siguiente, sin preguntar nada». Confías en que no abusarán de ti. Confías en que si te llaman es porque de verdad te necesitan, porque tu ayuda puede ser determinante.
Sin embargo, tampoco te quedas sentado esperando esa llamada, porque realmente no esperas que ocurra.
§
Cinco años después, Morgan me llamó. Yo seguía teniendo el mismo número de teléfono que en la universidad, seguía viviendo en la misma casa (aunque ahora la tenía toda para mí en vez de compartirla con cuatro compañeros de piso) y seguía llevando una buena vida. De cara a Hacienda dirigía un negocio de coleccionismo y vendía libros viejos, discos, artesanía y juguetes de hojalata por internet, pero en secreto me sacaba un sobresueldo suministrando hierba y setas a una clientela que incluía montones de profesores universitarios e incluso una pareja de jóvenes policías a los que les gustaba relajarse cuando no estaban de servicio. Morgan tenía razón, supongo: yo apenas había cambiado. Tan solo me había apalancado. Era una parte indispensable del ecosistema universitario de la ciudad: el camello de confianza, sin demasiada mala reputación, que no estaba metido en nada especialmente grave, el tipo al que recurrías si querías que ese fin de semana fuera memorable o los exámenes finales más llevaderos.
—Te necesito, Rob —me dijo. Su voz sonaba neutra y no se atrevía del todo a mostrarse esperanzada.
Podría haber hecho preguntas. No lo hice. Creo que es porque he leído demasiadas novelas, porque he visto demasiadas películas antiguas. Sentía demasiada inclinación por los grandes gestos románticos, demasiada desilusión por los pedestres confines de mi vida, demasiada hambre de sorpresas. Así que dije:
—¿Dónde y cuándo, Morgan?
Resultó que ella vivía en el mismo estado, varias horas hacia el norte, así que preparé una mochila con lo que podía necesitar, me metí en el coche y conduje durante todo el día, escuchando a Cannonball Adderley en el estéreo y pensando en amores perdidos y reencontrados.
§
Le envié a Morgan varias cartas mientras estaba en Italia. Quería creer que nunca llegaron. El servicio postal internacional tenía que ser algo poco fiable, ¿a que sí? Si Morgan tenía una dirección de correo electrónico, nunca me la dio. De todos modos, ella solía decir que no se podía contar nada importante por correo o por carta. Las conversaciones importantes tenían que mantenerse cara a cara, o tumbados el uno junto al otro en la oscuridad. Y si no ibas a decir nada importante, preguntó una vez, ¿por qué molestarse en hablar?
§
Morgan no perdió el tiempo en formalismos. Después de unos escuetos saludos y un rápido abrazo, dijo:
—Vamos, tengo que enseñarte algo en el sótano.
Me sentía roñoso, sucio a causa del viaje, consciente de los diez kilos que había engordado desde la última vez que nos habíamos visto, me veía desaliñado y sin ningún atractivo. Morgan estaba como siempre, pero la vida la había endurecido y tenía un cuerpo delgado y atlético, no de ir al gimnasio sino ganado honradamente haciendo senderismo, corriendo, escalando y montando en bicicleta, las mismas actividades que también le encantaba practicar en los viejos tiempos. Me cogió de la mano y me arrastró hasta el sótano. Vivía en un caserón con habitaciones añadidas, rodeado de un porche acristalado, las escaleras que bajaban al sótano eran estrechas y estaban desvencijadas.
El sótano estaba iluminado por unas bombillas desnudas que colgaban del techo, y reinaba un catastrófico desorden, lleno de cajas y estanterías de metal, partes de automóviles y caballetes, peceras vacías y televisores rotos, mesas de trabajo sembradas de cables, engranajes y tornillos. No se veían las paredes, ocultas detrás de montones de basura. Olía a aceite de motor y a polvo.
—Dios mío, Morgan, ¿cuándo te entró el síndrome de Diógenes?
—Todo esto venía con la casa. —Se quedó al pie de las escaleras, con los brazos cruzados, mirando fijamente hacia el fondo del sótano—. El anterior dueño desapareció hace algunos años, y el banco ejecutó la hipoteca. Nosotros se la compramos a ellos.
—¿Nosotros? ¿Nosotros quiénes?
—Mi marido, Kyle, es coleccionista, fue así como nos conocimos. Vendió algunas cosas al museo de arte popular en el que yo trabajaba, por eso se tomó lo del sótano como un aliciente añadido, convencido de que aquí abajo habría algunos tesoros.
—Ah. Estás casada.
Ignoró aquel comentario.
—Y tenía razón. Encontramos cosas de todo tipo aquí abajo. Te enseñaré la más interesante.
Morgan me llevó a un pasillo de cajas marrones y montones de piezas sueltas, y nos fuimos adentrando en un laberinto con muros de trastos. El pasillo de cajas apiladas giró varias veces en ángulo recto hasta que empecé a sorprenderme de lo grandísimo que era aquel sótano: se extendía claramente por algún lugar que sobrepasaba los límites de la casa que tenía encima. Las bombillas finalmente se apagaron y Morgan me alcanzó en silencio una linterna que sacó de entre una pila en un estante. Encendió la suya y siguió avanzando por la penumbra.
—¿Has leído los libros de Narnia?
Bueno, había visto la película al fin y al cabo.
—Claro, unos chicos entran en un armario y se encuentran con un león que habla, ¿no?
—Exacto. Aquí no hay armario, y lo que hay al otro lado no es Narnia, pero verás por qué lo digo.
Antes de que pudiera preguntar nada, llegamos a un muro de viejos ladrillos rojos, del que la argamasa se caía a pedazos. Había un agujero enorme e irregular en la pared, de metro y medio de alto y el doble de ancho, con una luz lóbrega que entraba desde el otro lado.
—Entra —dijo Morgan, mientras pasaba agachada.
¿Llevaba a algún otro sótano? ¿A un túnel? ¿Al oro de un tesoro pirata?
Me agaché tras ella y después me encogí contra la pared, pues la claustrofobia había sido sustituida por agorafobia.
Había un cielo al otro lado del muro, un cielo tan gris y apagado que dolía mirarlo, y el revoltijo del sótano se reproducía diez mil veces aquí, un inmenso vertedero, un cajón de trastos para gigantes.
—¡Joder! —exclamé.
Morgan trepó por un montón de discos duros machacados, en cuya cima descansaba una robusta mesa de carnicero a modo de plataforma de observación. Me ofreció su mano y yo la acepté, inmóvil, incapaz de ofrecer resistencia o de preguntar nada en presencia de aquella simple imposibilidad. Ni por un instante se me pasó por la cabeza que aquello fuese el recuerdo de un viaje de ácido o una alucinación. Este lugar era demasiado real como para pensar eso. Me recompuse y me quedé de pie junto a Morgan. Ella señaló con una mano, aunque el gesto era innecesario.
—Montañas —dije—. Dios mío, son montañas. —Escarpadas e imposibles siluetas negras se recortaban contra el cielo gris.
—Algunas lo son —asintió Morgan—. Las más bajas. Pero ¿ves aquellas? ¿Las más altas? Míralas bien.
Las montañas altas se movían, cambiantes, al igual que cambiaba mi perspectiva. No eran montañas. Rascacielos, quizá, desplazándose a causa de un terremoto, o…
—Es un dragón —dijo ella—. Eso no son más que las púas de su lomo.
Creo que solté un gemido. Puede que también me hubiera meado encima si no hubiera parado en una gasolinera antes de llegar a casa de Morgan. La palabra «descomunal» no solo significa «grande»: significa «grotesca y monstruosamente grande». Eso es lo que estaba viendo. Algo descomunal.
—Subamos de nuevo —sugirió ella—. Te lo contaré todo y luego decides si quieres ayudar o no.
§
Durante nuestra primera noche en la tierra al otro lado del sótano —no es que fuera de noche, no es que el cielo cambiara alguna vez en aquel lugar—, Morgan me habló de algunas de las cosas increíbles que ella y Kyle habían encontrado allí.
—Encontramos un tesoro de objetos precolombinos, aunque solo llegamos a vender unos pocos. Hay muchas trabas legales con todo eso. Es más fácil hacer algo con fragmentos de estatuaria griega. Tuvimos una buena racha con algunos coleccionistas de coches antiguos cuando encontramos un montón de piezas como a kilómetro y medio de aquí, cosas raras. O sea, este lugar está lleno de cosas raras… —cogió del suelo una muñeca de celuloide medio derretida de principios del siglo XX a modo de ejemplo—, pero la mayor parte no valen nada.
—¿No hay una… organización? —pregunté, tratando de mantener los ojos centrados en ella, tratando de no mirar hacia las imponentes púas del dragón que Morgan dijo que se había comido a su marido hacía algunas semanas—. Es decir, ¿las cosas no están colocadas en algún orden especial?
—Es posible que haya algún diseño, supongo, pero es algo que desconozco. —Estaba sentada con las piernas cruzadas, apoyada contra una caja fuerte de acero, como sacada de una película del robo de un tren—. Ni siquiera entiendo cómo funciona este lugar. Cada objeto de los que hay aquí fue perdido o tirado en su momento, creo, pero ¿significa eso que los objetos desaparecen en nuestro mundo y aparecen aquí? ¿O son análogos, ideales platónicos de cosas perdidas, reflejos o qué? ¿Quién sabe? Algunas cosas están rotas. Otras están en mejores condiciones de lo que tendrían que estar, teniendo en cuenta la cantidad de siglos que tienen encima. Hemos encontrado objetos que no podemos vender porque no parecen lo bastante antiguos y todo el mundo creería que son falsificaciones. Estoy segura de que aquí hay textos bíblicos apócrifos, manuscritos de Hemingway perdidos, el montaje original de El cuarto mandamiento, todo lo que alguna vez se ha perdido, pero no hay forma de encontrar nada salvo por puro azar. Parece que hay principios organizadores, pilas de cosas muy parecidas entre sí. Hay una colina de cintas magnetofónicas, de CD, de cartuchos de ocho pistas, de cintas de vídeo y de botes de película fotográfica a medio kilómetro de aquí, por ejemplo. Yo me conformaba con rebuscar entre lo que hay a cosa de un kilómetro o kilómetro y medio de la entrada; solo con todo eso habríamos tenido para un año por lo menos, pero Kyle siempre fue un explorador. ¿Te dije que escaló el Everest?
—Sí, me lo dijiste —contesté, preguntándome cómo podía estar celoso de un hombre muerto al que nunca había conocido.
—Cada vez se marchaba para caminatas más y más largas, pasaba días fuera. Traía alguna cosa cuando volvía, pero estaba claro que no salía para recoger objetos, no era su motivación principal. Fui con él un par de veces, pero apenas me hacía caso, solo avanzaba cada vez con más y más decisión. —Bajó la voz—. Quería ver el dragón.
—¿Cómo sabes que es un dragón?
Frunció el ceño.
—No sé si es un lagarto grande que escupe fuego. A lo mejor es algo diferente, en unos detalles u otros. Pero está vivo. Y Kyle tenía una teoría. ¿Sabes eso de que en los cuentos los dragones acumulan tesoros y duermen sobre pilas de oro? ¿Como en esa mierda de Dragones y mazmorras a la que jugabas?
Nunca había jugado a Dragones y mazmorras, pero durante algunos años jugué a un juego de rol que había hecho un chico que después se convertiría en un exitoso escritor de fantasía. No la corregí.
—Claro.
Extendió los brazos.
—Este es el tesoro del dragón. Eso es lo que Kyle pensaba. Y también creía que aquí hay cosas perdidas de todas partes, de otros mundos incluso, de otros planetas Tierra alternativos, y lo cierto es que hemos encontrado algunas cosas que no podemos explicar, como viejos libros de historia que no cuentan la misma historia que conocemos o aparatos extraños cuya tecnología no pudimos identificar. Kyle pensaba que el dragón se agazapa en el nexo de los universos y que roba cosas, como un guardián cleptómano.
Medité sobre aquello. No podía decidir si era más increíble que lo que ya había visto.
—Así que Kyle fue en busca del dragón.
—Hace dos meses.
—Y crees que lo devoró.
—De no ser así, habría vuelto conmigo —dijo Morgan, con plena convicción.
—Y ahora tú quieres matar al dragón. —Miré de reojo las púas, tan grandes como rascacielos—. Joder, Morgan, no podemos hacerle nada a esa cosa. No podemos matarlo, igual que no podríamos matar la luna.
—Este lugar está lleno de cosas perdidas, Rob. Incluyendo un arma que puede matar a ese dragón. Lo sé. La he encontrado.
—¿Qué clase de arma?
Se encogió de hombros.
—Una lanza. Funcionará, créeme. Pero no puedo hacerlo sola. Por eso te llamé. Necesitaba ayuda y sabía que vendrías.
—¿Quieres matar al dragón porque crees que devoró a Kyle?
—Exacto.
Meneé la cabeza.
—Es una locura, Morgan.
—¿Tenías algo mejor que hacer? ¿Algo más importante a lo que dedicar tu tiempo?
No tenía respuesta para eso. Lo único que tenía eran fiestas, drogas, películas y videojuegos, la agradable sucesión de mis días. Al menos aquí estaba haciendo algo importante.
Y no podía evitar esperar una recompensa a cambio. Si sobrevivíamos a esto, con su marido muerto, quizá yo podría ocupar algún lugar en la vida de Morgan. Mientras salía con ella había sentido la vida, la alegría, la presencia de un propósito, incluso aunque los hubiera tomado prestados de su energía y su ambición. Todavía lo sentía: era una mujer con una meta en la vida, y quería que ella volviera a ser mi propia razón para vivir.
—He venido por ti —dije—. Hagámoslo.
§
Aquel primer día en el salón de Morgan, alterado aún después de haber visto la entrada en el sótano, vi que había un sonajero de plástico amarillo brillante que asomaba por debajo del sofá. Resoplé, me agaché y lo recogí.
—¿Tienes un niño?
Sentada en una silla frente a mí, Morgan alzó una ceja.
—No. Kyle no quería tener hijos. Hicimos de canguros de su sobrino hace un par de meses. Se les olvidaría el sonajero.
Agité el sonajero como si fuera una maraca, sin prestarle atención, pensando en las cosas que me había enseñado en el sótano y las cosas que me había contado desde entonces.
—¿Y bien? —preguntó Morgan.
—Por supuesto que iré —contesté.
Apartó la mirada y la dirigió a la ventana.
—Eres un buen hombre, Rob. No creo que lo supiera antes, en la universidad, pero viniste cuando te llamé y estás dispuesto a ayudar. Siento si te hice daño o te traté mal. Era joven.
—Eso es agua pasada —contesté.
Me dedicó una sonrisa. Parecía un poco forzada, pero su marido había desaparecido y probablemente estaba muerto, así que no era de extrañar.
—Saldremos por la mañana.
—Vale.
Morgan me extendió una mano. La cogí. El tacto de su piel sobre la mía era dolorosamente familiar.
—Han sido dos meses solitarios —dijo. Señaló las paredes con la mano que le quedaba libre y en una vi pequeñas áreas cuadradas menos oscuras donde faltaban algunos cuadros—. Tuve que quitar sus fotografías, y no he sido capaz de dormir en nuestro dormitorio. Demasiados recuerdos. Me he quedado en la habitación de invitados. —Me apretó la mano, me miró a los ojos—. ¿Te gustaría verla? ¿Mi habitación?
Claro que quería. Me había pasado años haciéndole el amor a Morgan en mi imaginación y en mis recuerdos, y ahora no me iba a negar a la experiencia de verdad, incluso a pesar de que ella solo quería acostarse conmigo por gratitud y movida por el dolor.
§
Aún recordaba cómo tocarla de todas las formas que a ella le gustaban más.
§
—El primer valle —empezó a decir Morgan— es lo más lejos que he llegado. Kyle fue más allá, por supuesto.
Estábamos sobre una cresta de coches rotos. Había más montañas a nuestro alrededor y al otro lado del valle, incluida una formada por aviones y helicópteros, y otra de casas y caravanas que parecían destruidas por un tornado, sacadas de las planicies interiores de algún mundo posible y tiradas aquí en una pila. Más allá de las montañas de casas se alzaban las afiladas torres negras de las púas del dragón, subiendo y bajando casi rítmicamente, como si se desplazaran por la respiración de un cuerpo enorme. Un valle con forma de cuenco se extendía por debajo de nosotros, como la caldera de un volcán, y en su fondo se levantaban ciudades, producto de colisiones entre la cultura y la geografía mezcladas en esa metrópolis siempre en expansión.
—Kyle era arqueólogo aficionado —declaró Morgan, y yo suspiré: por lo visto Kyle era un aficionado en cualquier campo en el que no fuera un experto—. Pensaba que aquella, la de los pequeños y achaparrados edificios de barro, era de la antigua Mesopotamia. Y aquellas de las pirámides escalonadas…
—Mesoamericanas, desde luego, no soy tan idiota, Morgan. ¿Y qué lugar es ese de las estatuas?
—Una vez anduvimos hacia allí —dijo—. Las estatuas son de personas, pero tienen aletas y hendiduras en el cuello. Los edificios están hechos de coral. —Sacudió la cabeza—. Kyle dijo que tenían que ser de la Atlántida, pero como él no creía que la Atlántida hubiera existido jamás en nuestro mundo se lo tomó como una prueba a favor de su teoría de los universos paralelos. ¿Ves ese espantoso bulto de roca negra? —Lo señaló y lo vi, una estructura angulosa de color obsidiana construida a una escala de una enormidad inhumana—. Ni siquiera pudimos acercarnos. Los muros están ornamentados con bajorrelieves, antiestéticos y sinuosos, y luego está ese ululante sonido que se te mete en la cabeza si te acercas. Hay cosas que están mejor perdidas. —Frunció el ceño con un gesto contrariado—. Quizá la mayoría.
Me pregunté si eso iba dirigido a mí y decidí que no.
—¿A dónde vamos ahora?
—Ladera abajo, bordeando la Atlántida. Es allí donde está la lanza. Desde allí subiremos una de esas montañas de casas hacia el dragón. Y… haré lo que he venido a hacer, con tu ayuda.
Morgan descendió como si conociera el camino, y dado que la ladera no era empinada fui capaz de seguirle el paso con bastante facilidad, saltando de la capota de unos coches al techo y al capó de otros. El montón de coches apilados era tan enorme que ninguno de ellos se movía apenas cuando caía encima con mi peso, considerablemente mayor que el de Morgan. Los edificios de la Atlántida no eran de mármol liso sino de coral granuloso, y, si hubiéramos ido descalzos, aquellas calles nos habrían destrozado los pies. Como los edificios estaban vacíos la experiencia se volvía aún más inquietante, ya que daba la impresión de que seguro que estaban habitados. Me sentía exhausto, sudoroso y hambriento después de aquel largo día de ir persiguiéndola, y todo parecía excesivo.
—No creo que hoy esté para matar dragones —dije, salvando de un salto la última distancia hasta el suelo del valle, donde ella me esperaba, dando golpecitos de impaciencia con un pie.
—Tú no tienes que matar nada. Yo lo haré. Tú solo tienes que llamar la atención del dragón.
—¿Y cómo hago eso?
—Grita. Tira cosas. Me da igual. Solo consigue que gire la cabeza para que pueda atacar.
La cabeza. Si las púas servían de medida, la cabeza tendría que tener el tamaño de un transatlántico. Más grande. No lograba entender por qué Morgan estaba siendo tan lacónica conmigo. Si estábamos a punto de atacar al dragón, ¿acaso no tendríamos que tener un plan, algo menos vago que lo que me acababa de ofrecer?
—¿Eh? Mira ahí —dijo Morgan—. Ponte de rodillas, mira debajo de ese Cadillac volcado.
Me agaché, desoyendo la protesta de mis articulaciones, y miré. Solo vi una oleosa oscuridad.
—¿El qué? —pregunté, girando la cabeza.
Vi a Morgan, armada no con una lanza sino con un trozo de tubo de acero de casi un metro de largo arrancado de cuajo. Lo empuñó como si fuera un bate de béisbol y me golpeó en la frente. Caí hacia atrás, entre estrellas y una viscosa oscuridad, pero no fue como en las películas, donde la gente cae inconsciente enseguida. Yo por el contrario me sentía aturdido, los ojos me lagrimeaban, la cabeza me sangraba, y Morgan me dio la vuelta y me ató las manos y los tobillos con cables de colores. Quedé tirado de costado en la rugosa calle de la Atlántida, intentando levantar la cabeza para alejarla de un afilado trozo de coral que se me clavaba en la mejilla. Ver a Morgan en ese momento fue como observar la escena de una película sobre un extraño: tanto su persona como sus motivaciones parecían divorciados de cualquier contexto, imposibles de comprender. ¿Por qué me estaba haciendo esto?
Morgan levantó la puerta de un coche que se sostenía contra la ladera de la montaña de casas, la puso a un lado y después retiró un trozo de chatarra de metal laminado, luego otro, hasta que puso al descubierto el garaje de dos plazas que los escombros habían ocultado.
Creo que a partir de ahí perdí conciencia del tiempo, pues lo siguiente que recuerdo es que estaba apoyado sobre mi espalda y que Morgan me estaba limpiando la sangre de los ojos con un pañuelo, mirándome desde arriba con una expresión de tristeza infinita, del mismo modo en que me había mirado cuando se subió al avión para marcharse hacía cinco años.
—Me parece que te debo una explicación —dijo ella—. Lo siento, Rob. No te traje hasta aquí para matar al dragón.
Tenía los sentidos aún embotados, el mundo se emborronaba por el ruido sordo de un profundo dolor de cabeza.
—Pero ¿y la lanza?
—No existe ninguna lanza.
Claro que no. Aquella idea era absurda. Solo me había creído lo que me había dicho porque quería creérmelo, porque habría sido una gran historia que hubiera habido una lanza, que hubiéramos ido a matar al dragón y que después hubiéramos compartido una vida de amor con aquella increíble hazaña en nuestro pasado común.
—Hay un dragón, pero no creo que sea posible matarlo, no más de lo que es posible matar las mareas o la gravedad. Parece un dragón, más o menos, al menos algunas partes, pero creo que es algo más, y solo lo vemos como un dragón porque tiene que parecerse a algo. Pero Kyle tenía razón. Es la bestia del eje, el guardián de los pasadizos y de otros mundos, y sí que colecciona cosas perdidas. —Se enjugó las lágrimas de los ojos con el dorso de la mano—. Y puede encontrar cosas perdidas. Te dije que no había orden ni concierto en la forma en la que estaban organizadas aquí las cosas, pero el dragón sabe dónde está todo. Y está dispuesto a negociar. Una cosa por otra. Si accedes a dejar que algo tuyo se pierda, el dragón te dará algo extraviado a cambio. —Me tocó la mejilla—. Tú fuiste mi gran amor perdido. No creo que me diera cuenta de cuánto hasta que viniste aquí tan deprisa, sin preguntar nada, tal como prometiste hace tantos años. Sé a lo que estoy renunciando y créeme, Rob, me duele.
—Lo tenías planeado —logré decir—. Todo este tiempo. ¿Me quisiste alguna vez? —Era una estupidez decir eso, una frase hollywoodiense sacada de la película sobre mi vida que nunca rodarían.
Me miró con una pizca de aquella impaciencia tan familiar, al tiempo que se le formaba una arruga en la frente.
—Sí, Rob, claro que sí, lo tenía planeado: te seduje hace cinco años para que, algún día, te pudiera sacrificar a un dragón en el sótano del mundo. —Sacudió la cabeza—. No seas idiota. Claro que te quise. Creo que aún te quiero. Pero quiero más a mi hijo.
Me pregunté si acaso el golpe en la cabeza habría confundido mis recuerdos.
—¿Qué hijo?
—Mi pequeño —dijo, y le brotaron las lágrimas de nuevo. Se acuclilló sobre los talones y se rodeó el cuerpo con los brazos, abrazándose—. Cogiste su sonajero. No sabía que estaba debajo del sofá, si no lo habría escondido para que no lo vieras. Kyle se llevó a nuestro hijo. Me ató y me robó a nuestro niño y lo trajo aquí y se lo dio al dragón. Ni siquiera sé qué obtuvo a cambio, qué objeto perdido quería recuperar, qué podría ser tan valioso para abandonar a tu propio hijo. Ben. Cumple dos años este verano. Los cumplirá.
Así que eso era. Mentiras, traición, un golpe en la cabeza y pronto sería devorado por un dragón; o, si no devorado exactamente, al menos dado por perdido. Y todo porque había hecho perdurar el recuerdo del gran amor de la universidad, porque había leído demasiadas veces El amor en los tiempos del cólera, y porque esperaba una reconexión que sobrepasaba los límites de la prudencia o el cuidado. Y ahora no era más que algo con lo que Morgan podía negociar por su hijo.
—Que te jodan, Morgan —dije, la voz entrecortada pero tajante—. Eras una zorra estúpida y egoísta en la universidad y aún lo sigues siendo. Yo no soy nada tuyo que puedas dar como regalo. No puedes utilizarme.
—Si eso es cierto, Rob —dijo, casi con amabilidad—, si no eres mío, entonces ¿por qué viniste cuando te llamé? Si hubieras tenido en tu vida algo que te importara de verdad, del mismo modo que a mí me importa mi Ben, entonces entenderías por qué estoy haciendo esto.
Quería gritarle y decirle «¡Tú eras eso que tanto quería!», pero entonces algo se movió en la oscuridad del garaje de dos plazas y Morgan se dejó caer de rodillas, sin hacer caso al coral afilado que debió de traspasarle los vaqueros hasta la carne. Di un grito cuando el ojo llenó la entrada al garaje. Ni siquiera era un ojo completo, solo un cuadrante, parte de una pupila negra y un iris morado. El dragón tenía que estar enroscado con la mitad del cuerpo bajo tierra, las montañas huecas, las púas sobresaliendo a través del suelo.
El dragón no habló. Si algo tan enorme hubiera producido un sonido habríamos muerto en la avalancha resultante, nos habrían estallado los tímpanos por el ruido antes de que los escombros hubieran sepultado nuestros cuerpos. Pero sentí un aguijonazo helado en el centro de mi frente y supe que era algo que provenía del dragón, una comunicación.
—Sí —dijo Morgan—. Es él, ese de quien te hablé. Puedes quedártelo, si me devuelves a Ben.
Otra pregunta helada.
—No —respondió Morgan—. No quiero a Kyle. No es un intercambio de amante por amante, me da igual lo simétrico que sea eso. Solo a Ben.
El ojo del dragón giró y se clavó en mí. Lo miré brevemente, pero tuve que cerrar los ojos. El ojo del dragón no era brillante, no resplandecía, pero aun así era como mirar directamente al sol, una sensación abrasadora e insoportable.
Y entonces algo ocurrió.
El dragón me pidió una contraoferta.
No con palabras, no era un comunicado por vía telepática, solo un fardo frío de conocimiento dejado caer en mi prosencéfalo. Allí estaba, atado, con sangre en la cabeza y en la mejilla, los músculos ardiendo del esfuerzo de la caminata, con los cables clavándoseme en las muñecas y en los tobillos junto a una mujer a la que había querido y que me había traicionado, y tenía que tomar una decisión que cambiaría mi vida para siempre.
Pero como la alternativa era la muerte —o, peor, estar perdido para siempre, donde fuera que el niño robado de Morgan estuviera, formando parte del tesoro de un dragón— tomé una decisión.
—¿Hay otros mundos? —pregunté—. ¿Otros mundos donde las cosas funcionan de forma diferente? ¿Otras versiones de mí mismo?
El dragón me dijo que los había, mundos sobre mundos, un revoltijo que solo el dragón podía surcar.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Morgan, levantándose, alargando el brazo en busca del tubo de acero—. Me duele la cabeza. ¿Qué está pasando?
—Entonces renunciaré a todo —dije—. Esta vida, mi vida entera, todo.
El dragón me dejó claro que mi vida ya era el precio convenido en su trato con Morgan. El dragón rompería su trato con ella si yo hacía una oferta mejor, o quizá decir una oferta «más interesante» es una traducción más exacta, pero iba a tener que renunciar a algo más que solo mi vida. ¿Qué más tenía que ofrecer?, preguntó el dragón. ¿Había algo?
Claro que tenía algo, pensé. Mirando en mi interior, calibré la verdad de mis emociones y supe que, a pesar de todo, seguía queriendo a Morgan. Por lo que una vez había sido para mí, por cómo había hecho que me sintiera conmigo mismo, por su valor, su determinación y su confianza. Incluso la forma en la que me había traído hasta aquí, como un sacrificio para el dragón, era un acto asombroso de voluntad y de habilidad que no podía sino admirar. La quería.
Pero me había traicionado, así que ya no le debía nada, nunca más, ni siquiera amor.
—Abandonaré mi amor por ella —dije—. En cualquier mundo posible, renunciaré a mi amor por Morgan a cambio de mi vida.
—¡Cállate! —gritó Morgan, y corrió hacia mí con el tubo de acero. Al menos no fue tan estúpida como para atacar el ojo del dragón: en lugar de eso, quería matarme y así acabar con nuestros regateos.
El dragón me hizo saber que teníamos un trato: canjear el amor por la vida. El dragón pensaba que eso era bastante interesante.
§
—Rob —dijo Morgan, inclinándose sobre el fregadero de nuestra soleada casa. Yo estaba sentado en la mesa de la cocina que habíamos escogido juntos, dando sorbos a una taza de café, pensando qué hacer la semana que viene, en nuestro cuarto aniversario de boda. ¿Qué podía hacer uno en su cuarto aniversario? Flores. Fruta y flores. Podía hacer algo significativo y romántico con frutas y flores.
Una sombra cayó sobre la ventana y, cuando levanté la mirada, vi un pequeño segmento de un enorme ojo pasando al otro lado del cristal, el atisbo de un iris morado, el relámpago de unas escamas tan verdes que eran casi negras. Recordé, entonces, y entendí. El ojo se retiró y el sol volvió a entrar.
Albergaba en mi mente los recuerdos de mil vidas. Dos destacaban sobre el resto: una vida de haragán como camello y rastreador de mercadillos, pasando de un placer al siguiente; y esta vida, una vida con Morgan, con viajes a Europa y nuestra propia tienda de antigüedades. Había otras vidas, varias permutaciones, y en muchas de ellas conocía a Morgan, y en todas las vidas en las que la conocía me enamoraba de ella.
Y ahora, en todas esas vidas, ese amor se disolvía.
—Rob —volvió a decir Morgan.
Todas esas vidas eran reales, pero ahora ya no había más que un solo yo. Podía pasar a través de cada mundo, cada vida, y experimentar esta pérdida de amor cientos de veces. El dragón me enseñaría la verdadera consecuencia del trato. Tenía mi vida, todas las vidas. Pero no amor.
—Estoy embarazada, Rob —anunció Morgan.
La miré. Dejé la taza de café en la mesa. Qué truco más sucio, dragón, pensé, pero fue un gesto vacío, solo un eco de indignación. Al mirar a Morgan no sentí ningún amor por ella, y la idea de tener un hijo suyo —algo que ella querría más que a mí— era incitar a la pesadumbre, la miseria y el desamor.
—Oye, Morgan —dije—. Mira aquí, debajo de la mesa.
Morgan ladeó la cabeza, frunció el ceño.
—¿Has escuchado lo que te he dicho?
—Sí. Sí. Pero tienes que ver esto. Solo arrodíllate y mira debajo de la mesa.
Morgan enarcó una ceja de esa forma tan suya, echó la silla hacia atrás y se arrodilló para mirar.
Me agaché y junto a mi silla encontré un pedazo de tubo de acero, pesado y frío, igual que mi corazón. Me levanté, alcé el tubo y miré la nuca de Morgan.
—No veo nada —dijo.
No sentí nada por ella —desde luego nada de amor, ni siquiera un lejano zumbido de remordimiento— así que blandí el tubo, lo levanté por encima de la cabeza y golpeé con fuerza. Y esperé la llegada del siguiente mundo.