Vivir con la arpía tenía sus inconvenientes. Las plumas atascaban el desagüe de la ducha y de su habitación salía un tufo desagradable a carne chamuscada y gases sulfurosos. De vez en cuando gritaba obscenidades, como si estuviera afectada por el síndrome de Tourette, aunque las profería con obvio regocijo. A veces me encontraba ratones ahogados en la cafetera.
A pesar de todo había tenido compañeros peores, en la facultad, cuando compartía piso con tres chicos a los que les gustaba pillarme desnuda en el baño (aunque por entonces no era la belleza en la que me convertiría después). También la arpía parecía satisfecha con nuestra convivencia; su naturaleza no era la del ave de paso, sino la de buscar cobijo en el nido.
Además, amaba a la arpía. Amaba que existiera y, a veces, cuando sacaba su carácter más amable, incluso amaba sus peculiaridades.
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Conocí a Jocelyn en un bar de lesbianas de la ciudad. Se veía claramente que nunca antes había estado en un sitio así, porque sonreía con timidez e iba vestida con una ropa chillona de discoteca que allí no pegaba demasiado; más tarde descubrí que no había ropa que le quedara bien, que siempre parecía ir mal arreglada, que solo se sentía a gusto cuando iba desnuda.
Sabía que ella nunca se acercaría a mí, ni a nadie, no esa noche al menos. Se veía que venía a echar un ojo, no a echar un polvo. Me gustó nada más verla, aunque solo fuera por lo diferente que era del resto de mujeres del bar: llevaba el pelo revuelto, con los alborotados rizos color avellana recogidos en un moño despeinado sujeto con una horquilla, como si hubiera abandonado la esperanza de poder peinárselos, y aunque se había puesto un elegante top de lentejuelas y una falda corta, los combinaba con un bolso grande a rayas con los colores del arcoíris, claramente artesanal. Aquella despreocupación por el conflicto de tendencias en el vestir me pareció entrañable, aunque para los demás solo fuese motivo de burla.
Me paseé tranquilamente por el bar hacia la columna contra la que ella estaba apoyada. Se estaba bebiendo un gin-tonic. Me había propuesto saborear la ginebra de sus labios antes de que terminara la noche.
Iríamos a su casa, si ella estaba dispuesta, o de lo contrario a ningún sitio. A la mía no me la podía llevar, por la arpía.
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Soy actriz de doblaje. En el anuncio de televisión sobre ese nuevo tratamiento para la candidiasis, soy la locutora de la voz relajante. Cada pocos meses adopto un tono sensual y leo literatura erótica para una empresa de audiolibros dirigida por una curiosa pareja de lesbianas feministas a las que les gusta vestirse con ropa victoriana, con corsés y todo eso. Dicen que los susurros jadeantes me salen muy bien. A veces me surge la oportunidad de hacer algo de cine, y aunque varios directores me han ofrecido pasar por su cama como camino para tener mis propios minutos en pantalla, siempre he declinado la oferta. Al igual que a la arpía, a mí tampoco me gusta ser el centro de atención. Nos parecemos mucho.
Antes mi voz no tenía nada de especial, era sosa y arrastraba un insulso acento del medio oeste, pero desde que vivo con la arpía se ha vuelto melódica, polifónica. Al principio, antes de conseguir trabajos más respetables, trabajé para una línea erótica: aquella experiencia me disuadió durante mucho tiempo de salir con hombres, aunque siempre me he sentido atraída por los dos sexos. A la arpía le gusta mi voz. Cuando canto en la ducha, en vez de soltar chillidos, escucha.
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—¿Y cómo se llama esa misteriosa compañera tuya? —preguntó Jocelyn.
—Arpa —contesté.
—¿Arpa? ¿Es eso un nombre?
—Ajá… —dije, mirando la peli. Yo salía en ella: era la etérea voz que surgía de los altavoces para advertir de la inminente fusión del núcleo, una de tantas amenazas a las que el héroe debía hacer frente. Jocelyn soltó una risita.
—¿Seguro que no es un diminutivo de Policarpa?
—No, Arpa, como el instrumento musical —respondí, extrañamente ofendida.
—¿Nunca la has llamado Carpa?
—Calla —dije—. Te vas a perder mi frase. Mi voz, desde los enormes altavoces, daba la cuenta atrás para una destrucción inventada.
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Nunca he visto la cara de la arpía. La única vez que estuve a punto de hacerlo fue un día que llegué pronto a casa del estudio de grabación y la pillé en el salón. Enseguida escapó a su cuarto, claro, pero vi el roñoso vestido blanco que se ponía para estar por casa y el montón de plumas sucias de un gris columbino que tenía en la cabeza.
Por lo general, la veo en el baño. La ducha tiene cristales granulados, conque todo lo que se ve a través de ellos parece distorsionado y se convierte en borrones de color, los ángulos se redondean y las líneas rectas se curvan. A veces la arpía entra en el baño mientras me estoy duchando, se sienta en el retrete y me habla con su estridente tono de córvido, su cabeza tan solo un borrón gris a través del cristal, su cuerpo blanco. Normalmente hablamos de cosas intrascendentes: de las reparaciones que hay que hacer en casa o de las cosas que tengo que comprar en la tienda. A veces habla de la historia de su especie (o puede que de la suya propia, nunca me queda claro), de bosques de árboles retorcidos que crecen en cuevas subterráneas, de mujeres que lloran sangre, de hombres sin ojos, de la futilidad del suicidio. A veces habla en griego, o en un latín gutural, o en lenguas perdidas de las hordas de las montañas. La arpía habla melancólicamente de volar, de comer hígados crudos y frescos, pero dice que ahora es demasiado vieja para tales ocupaciones. En estos casos, es ella la que habla todo el rato, y si trato de responder se limita a ignorarme y continúa hablando.
El día en que la arpía empezó a vivir conmigo, cuando aún le tenía miedo, vino al baño y me contó cómo pagaría el alquiler:
—En la moneda de una vida mejor —la llamó—. Extrayendo el veneno —dijo.
Yo nunca había sido muy bonita, ni muy afortunada, ni muy valiente. Enseguida supe que no podía rechazar la oferta de la arpía. Ella lo sabía antes siquiera de preguntar.
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Ellen Bass, la poeta, ha comparado a dos mujeres haciendo el amor con manojos de lilas húmedas por la lluvia, entre otras cosas, y puede que eso sea cierto a veces, pero el sexo con Jocelyn es más como meterse en un zarzal. Es animal, me araña con las uñas, me mordisquea con los dientes. Nunca había tenido una amante tan salvaje, pero me gusta, me gusta la forma en que se aferra a mí con fuerza, la forma en que me pasa las uñas por la piel, y yo la correspondo, dejándole chupetones en los pechos, arañazos en los hombros.
Una tarde, en su casa (siempre era en su casa), mientras estábamos tumbadas en la cama, pasó la mano por la piel intacta de mi espalda.
—No me puedo creer que no te haya dejado ninguna marca —dijo con algo de tristeza en la voz.
—Tengo la piel dura —dije, aunque la verdad es más compleja. Desde que vivo con la arpía no me salen moratones, ni cicatrices, ni quemaduras. Es parte del alquiler. La arpía dice que si vivo con ella el tiempo suficiente me volveré indestructible. Incluso el suicidio dejará de ser una opción, aunque no es algo que yo haya considerado nunca en serio.
—A veces me pregunto si habré dejado alguna marca en ti —dijo Jocelyn, y se puso a llorar.
Me dejó que la abrazara, pero no quería hablar de ello, no quería explicar a qué se refería.
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Cuando le dije a la arpía que quería invitar a Jocelyn a cenar, la única respuesta que obtuve fue ruido de cristal rompiéndose en su habitación, algo pesado y frágil arrojado contra la pared.
—¿Te parece bien? —le pregunté, apoyando la frente en la puerta—. Si no te lo parece, dilo y le diré que no venga.
—Cántame —dijo la arpía.
Así que canté «Frank Mills», la canción de Hair, porque es una de las pocas canciones que me sé de memoria y porque a la arpía le gusta. Titubeé en la parte de querer a alguien pero que te avergüence ir por la calle con esa persona. Quizá incluso se me habría quebrado la voz, si es que todavía se me pudiera quebrar. No creo que la arpía se diese cuenta.
Cuando dejé de cantar, tras un momento de silencio, la arpía dijo:
—Haz lo que quieras.
Su voz sonó como si estuviera carcomiéndose de dolor.
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—Eres demasiado perfecta para mí —dijo Jocelyn.
—Venga, no digas eso —respondí—. Me da vergüenza.
—No era un cumplido —me aclaró Jocelyn. Después suspiró—. Era la constatación de un hecho. No me necesitas. No sé lo que necesitas. A lo mejor nada. Eres demasiado perfecta.
—Es una queja un poco extraña —dije.
—Si piensas eso, entonces no me conoces tan bien como pensaba —se lamentó.
§
Había dudado mucho sobre si invitar a Jocelyn a venir a casa, pero sabía que era un paso necesario, que las reservas de Jocelyn —su impresión de que yo guardaba secretos, su miedo de que de alguna forma la estuviese utilizando— eran cada vez mayores. Debía tener un gesto hacia ella, dejarla entrar en mi vida.
Y la arpía estuvo en silencio. Jocelyn y yo hicimos la cena, bebimos vino, nos hicimos arrumacos en el sofá. Había alguna que otra pluma por ahí, pero le dije que mi compañera de piso, Arpa, criaba palomas y que las plumas se le quedaban pegadas en la ropa, y Jocelyn me creyó. Me tendría que haber sentido culpable por mentir a Jocelyn, pero en realidad me sentí culpable por mentir sobre la arpía, como si me avergonzara de ella, cuando en realidad solo quería mantener su identidad en secreto.
Después de media hora de largos besos, Jocelyn me cogió de la barbilla, me miró a los ojos y me dijo:
—Gracias por invitarme. ¿Me puedo quedar esta noche?
—Claro —le dije. Me pregunté si la arpía estaría escuchando.
§
Al día siguiente de que Jocelyn se quedara a dormir, llegué a casa y me encontré café molido tirado por la almohada, plumas delatoras por todas partes y mi espejo de mano favorito —uno con forma oval cuyo reverso era un caparazón de tortuga— con el cristal roto.
Me dirigí a la habitación de la arpía (en mi cabeza la llamaba Arpa por aquel entonces, aunque a ella nunca le había hecho falta tener un nombre antes de que a mí me hiciera falta tener una amante), llamé a la puerta con suavidad y dije:
—Deberíamos hablar.
Solo obtuve silencio. Ni siquiera el sonido del roce de sus plumas. Ni siquiera un llanto.
§
—¿Y por qué no he visto nunca a la tal Arpa? —preguntó Jocelyn—. Sé que cría palomas y que es tímida, y oigo ruidos en su habitación, pero ¿por qué no sale nunca?
Me encogí de hombros.
—No le gusta la gente.
—Tiene que ser algo más —dijo—. Una… una patología.
—No es una patología. Arpa es albina —dije, improvisando sobre la marcha—. Tiene una mancha de nacimiento en la frente que también le cruza una mejilla. No le gusta que la vea la gente. Ni yo misma la veo casi.
Me pregunté si aquella explicación no era demasiado rocambolesca, y casi esperaba que Jocelyn se echara a reír, pero no lo hizo; supuse que la excusa era tan absurda que Jocelyn asumió que tenía que ser verdad.
—Pobre chica —se compadeció Jocelyn.
§
Un día volví a casa y descubrí que teníamos una chimenea que antes no teníamos. El hogar estaba hecho de una tosca piedra gris, los bloques cubiertos con la ceniza de miles de fuegos. Había plumas desperdigadas por todas partes y me imaginé a la arpía allí arrodillada durante muchísimo tiempo. Yo me arrodillé también y vi que en la chimenea había restos de cerámica, trozos de papel rugoso y manojos de flores secas, todo ello parcialmente quemado. Acerqué la mano, las piedras aún emanaban calor. Supuse que la arpía había estado trabajando en un hechizo. Me pregunté de qué tipo. Probablemente uno para hacer que Jocelyn me dejara, lo cual parecía cada vez más como el más triste de los finales posibles y cada vez más abocado a suceder tanto si la arpía había preparado su sucio conjuro como si no.
Llevaba semanas sin hablar con la arpía, desde que Jocelyn sacara el tema de venirse a vivir conmigo. Ese día le dije a la arpía lo que Jocelyn había sugerido y le pregunté qué pasaría si al final se viniera a vivir conmigo, con nosotras. La arpía me contestó en griego. No la entendí. Sonaba como si se estuviera atragantando con algo mientras hablaba. No había tratado de comunicarme con ella en mucho tiempo, solo había visto las huellas indirectas de su continuada presencia: los montones de pañuelitos de papel manchados de sangre en la cocina, los montículos de arena blanca en el vestíbulo.
Llamé a su puerta, una, dos, tres veces, y me dijo:
—Entra.
Me quedé mirando las vetas de la puerta de madera. Nunca antes me había dejado entrar. No había visto la habitación de la arpía por dentro. Antes de que se mudara, mi apartamento solo tenía una habitación, la mía, pero cuando la arpía vino se trajo con ella su propio espacio.
—Solo quiero hablar —dije—. No hace falta que entre.
Me temblaban las piernas. Apenas podía permanecer de pie. No me imaginaba ser capaz de atravesar la puerta, ver la cara de la arpía, ver su nido, su hogar dentro de nuestro hogar.
—Estaré aquí —dijo la arpía, y su voz parecía más suave de lo habitual, aunque quizá solo estaba siendo discreta—. Entra cuando estés lista y hablaremos. Pero no antes.
Fui a mi habitación. Llamé a Jocelyn. Le pedí que nos viéramos para tomar algo.
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La siguiente vez no llamé. Solo giré el pomo y abrí la puerta del cuarto de la arpía.
Por dentro era una cueva, creo, pero estaba tan oscuro que en realidad apenas veía: llegaba solo un olor subterráneo, un lejano tintineo de agua, el roce de las alas entre las sombras, la impresión de un espacio cavernoso. Me quedé en el umbral.
—Arpa —le dije, y contraje el gesto porque ese no era su nombre. Ella no tenía nombre.
—Arpía —respondió ella desde las sombras—. Estoy aquí. Has venido a decírmelo. A decirme lo que dejas y a cambio de qué lo dejas. A mí, por ella.
—No es tan simple —dije—. Es solo que… Me siento aislada, siento que nadie puede entrar en mi vida, que no puedo intimar con nadie. Antes de Jocelyn me sentía muy sola, y ahora que la tengo…
—Me tienes a mí. —Su voz sonaba dura, pero siempre sonaba así, y nunca se me ha dado bien interpretar cómo se siente la gente, sus emociones, en función del tono de su voz.
—Sí —me limité a decir, pues no había forma de negar aquello, pero no cambiaba el hecho de que, incluso así, siempre me sentía sola—. Sabes que te quiero —le dije, notando el principio de algo, de un sentimiento reconfortante; pero la arpía me interrumpió.
—Sabes que te quiero —siseó, y no supe discernir si estaba burlándose de mí, arrojándome mis propias palabras a la cara, o confesándome sus sentimientos—. Pero prefieres envejecer y morir con Jocelyn a vivir para siempre conmigo.
—No es una elección fácil —me excusé.
—La única elección fácil es el suicidio —replicó—. Al menos no eres de esas. Cuando me marche, ya lo sabes… me lo llevaré todo. Me llevaré el equilibrio: mi fealdad por tu belleza, tu melodía por mi cacofonía, todo desaparecerá. Serás lo que eras antes. Menos bonita. Sangrarás. Se te quebrará la voz. Caspa. Miedo. Crisis de llanto. Calambres. Deterioro.
—Lo sé —dije, pensando en Jocelyn, en sus imperfecciones, y en cómo hacían que la quisiera más; pensando en la forma en que Jocelyn había descrito una vez mis ojos como la parte reflectante de un espejo a través del que era imposible ver nada.
—Quizá ya no te quiera entonces —dijo la arpía.
—Tú sí, ¿verdad? Me lo dijiste tú misma, que en realidad no me cambiaste. Solo me extrajiste el veneno, me despojaste de cuanto era desagradable, me protegiste del peligro.
La arpía suspiró y oí un sonoro movimiento, como el de una mujer con un elegante vestido de fiesta que se estuviera recogiendo las voluminosas faldas.
—Me habré ido por la mañana. Ojalá pudiera decir que te deseo lo mejor.
—Arpía. Gracias. Gracias por entenderlo.
Se rio.
—Si lo entendiera, no viviría sola en una cueva. Deberías irte, cierra la puerta. Este lugar no estará mucho más tiempo en tu apartamento.
Vacilé un instante.
—Las cosas de la chimenea —dije—, las cosas que estuviste quemando ¿eran para algún hechizo?
—No —respondió la arpía—. Eran regalos para ti. Un jarrón con flores, un puñado de papeles. Iba a dártelos. Por el quinto aniversario de mi mudanza. Pero estaba enfadada contigo, así que los destruí. —Sentí mi corazón partirse como la concha de un caracol bajo una bota.
—Espero que encuentres otro lugar de tu gusto —le dije.
—Vete —me ordenó.
Esa fue la última vez que hablamos. La puerta a su habitación no desapareció, pero la siguiente vez que la abrí no había más que una habitación vacía y polvorienta al otro lado.
§
La noche después de que se marchara la arpía, estaba cortando zanahorias para prepararle la cena a Jocelyn cuando se me escurrió el cuchillo y me corté un dedo. Sentí un dolor atroz. No fue más que un pequeño corte, pero el dolor fue increíble. Me salió una gota de sangre y me metí el dedo en la boca y chupé.
Me di cuenta de que me había olvidado del sabor de la sangre, del sabor del dolor, y cerré los ojos horrorizada al comprender lo que había hecho al apartar a la arpía de mí.
Entonces Jocelyn me rodeó la cintura con sus brazos y me dijo unas palabras cariñosas al oído. Apoyé mi cuerpo contra el suyo y dejé que brotara la sangre.
§
—Deberías invitar a Arpa a la boda —me sugirió Jocelyn unos meses después.
—Ya no sé nada de ella —le dije, y creo que me pasé el resto de la noche demasiado callada y reservada.
Jocelyn fue a darse un baño, probablemente solo para no estar conmigo. Pensé en ir a sentarme junto a la bañera para que pudiéramos hablar mientras ella estaba en el agua, pero no sabía lo que quería decirle. Al final no dije nada en absoluto. Pero esa noche, acurrucadas bajo el edredón de plumas, le susurré una disculpa al oído mientras dormía.
Jocelyn y yo nos casamos ese verano, en un parque, en una ceremonia oficiada por una sacerdotisa pagana amiga suya. Jocelyn y yo llevábamos flores entrelazadas en el pelo, y las dos íbamos de blanco. En el momento en que intercambiábamos los votos matrimoniales, el cielo se oscureció, una sombra cubrió el sol y todos los invitados alzaron la mirada. Una nube de plumas cayó del cielo como una nevada tranquila y gris. Una pluma se posó sobre la cabeza de Jocelyn y se le quedó entre las flores y las trenzas.
—No veo pájaros —dijo ella, mirando hacia arriba y luego a su alrededor—. Qué raro.
—Es un regalo de boda —dije—. De Arpa.
Me miró, arrugando la nariz, con una ceja enarcada como si supiera que estaba bromeando pero no entendiera la gracia.
Le quité la pluma del pelo y la dejé caer al suelo. Le hice un gesto a la sacerdotisa para que empezara de nuevo. Tenía votos que pronunciar.