Vida petrificada

Después de subir setenta y dos tramos de escaleras de hierro, de escabullirse de los centinelas tentaculares que acechaban en estanques de agua negra y de liquidar en silencio a unos viejos y marchitos guerreros armados con un repertorio de gujas y mazas que rivalizaba con sus pistolas y cuchillos de vidrio envenenados, Zealand encontró por fin la habitación más alta de la torre invisible de Archibald Grace. Todos las muertes anteriores habían sido un mero trabajo rutinario comparado con el asesinato final que le aguardaba: el de un hombre que había vivido durante incontables siglos, que tras su llegada a América había esclavizado a los espíritus del Búfalo, que había construido esta torre de hielo y hierro al otro lado de las montañas Rocosas a modo de fortaleza y santuario para su preciada vida.

Zealand se permitió un momento de descanso para recobrar el aliento. Ahora se sofocaba mucho más fácilmente que cuando era joven y ya no dormía bien, de modo que se sentía más propenso a la irritación durante el día, casi todos los días. Se apoyó en una columna de marfil blanco adornada con filigranas: un cuerno o tal vez un hueso arrancado de algún leviatán prehistórico, puede que incluso ahistórico. No cabía duda de que había sido Archibald Grace quien había matado al monstruo del que procedía aquel marfil. Era un asesino tan reputado que incluso Zealand se sintió insignificante en comparación. Grace había acabado con monstruos, mientras que Zealand rara vez había matado algo que no fuera humano. Pasó una mano por la talla en forma de espiral de la columna, una entre las muchas que se erguían en aquella estancia redonda de la torre, y después caminó hacia una ventana de arco que estaba abierta. Desde la disparatada altura de la torre contempló el pequeño pueblo de Cincaguas, otro diminuto lugar del valle cuyos habitantes vivían ajenos al mágico edificio que se erguía a las afueras de su pueblo, a esa invisible torre de aguja tan alta que Zealand podría observar desde arriba el lento planeo de un cóndor californiano.

Una vez recuperado el aliento, Zealand se volvió para encarar el centro de la habitación. Abrió la cremallera de la bolsa de lona que llevaba al hombro y metió la mano para buscar la empuñadura de un hacha con cabeza de piedra, una herramienta ancestral acoplada a un mango irrompible de acero al carbono. Zealand avanzó hacia el centro de la habitación, pasó entre las columnas y vio lo que le habían anunciado que podía esperar: una caja cuadrada de medio metro de lado que descansaba sobre un pedestal de marfil. La caja era un objeto sencillo, hecho de madera envejecida, tan alisada por el desgaste que las vetas resultaban casi invisibles. Zealand desenvainó uno de los cuchillos que le quedaban, en este caso de cerámica, y usó el filo para hacer palanca y levantar la tapa.

La caja estaba vacía. Zealand se quedó mirando el interior un buen rato, incluso llegó a tantear el interior con el cuchillo en busca de un falso fondo, pero no había ningún escondrijo. La piedra, simplemente, no estaba allí. A pesar de todos los esfuerzos que había hecho para subir hasta lo más alto del edificio, no obtendría ninguna recompensa. Hacía tiempo que había aprendido la lección de que el simple esfuerzo no garantiza el éxito, pero este recordatorio resultaba especialmente amargo.

Zealand se dejó caer al suelo y se sentó con las piernas cruzadas, la cabeza apoyada en las manos. Hacía ya muchos años que era demasiado viejo para acometer una empresa como esta. Cuando era más joven, más ambicioso, un contratiempo así solo hubiese servido para enfurecerlo y espolearlo, le habría disparado la adrenalina y colmado con una perseverancia de combustión lenta propicias para cumplir con su deber, pero con el tiempo había ido perdiendo ese afán por el trabajo. Durante años había cultivado una pose de implacable asesino nocturno, de tenaz personificación de la muerte, y había considerado su trabajo como el reflejo especular y pesadillesco de una misión divina.

Pero acababa de cumplir cuarenta y cinco, sufría de dolor lumbar crónico, cada vez le resultaba más embarazoso dormir con prostitutas la mitad de jóvenes que él y se había pasado los últimos cumpleaños y Nocheviejas solo, entre las secuoyas que se alzaban sobre su casa de Santa Cruz, California. Ya no se hacía ilusiones con respecto a su profesión. No era ni un ángel vengador ni un asesino de película; solo era un hombre que había dedicado muchos años de su vida a matar gente por dinero. Este trabajo era más de lo mismo, a pesar de algunas complicaciones barrocas y de ciertas florituras sobrenaturales.

Aunque confiaba en recibir algo más que dinero si conseguía quitarle la vida a Archibald Grace.

Zealand se puso de pie. De nada servía lamentar el fracaso. Por cansado que estuviera, era mejor esforzarse al máximo y seguir adelante guiado por la promesa del éxito. Recargó las pistolas y redistribuyó los cuchillos. Ahora tenía que rehacer el camino y bajar hasta el pie de la torre. A lo mejor los guardias no le incordiaban demasiado esta vez, puesto que solo estaba tratando de marcharse. Al menos le quedaba esa esperanza.

§

Al día siguiente Zealand quedó con su cliente, el hasta ahora inmortal Archibald Grace en persona. Compartieron el reservado de siempre en el restaurante italiano de siempre; Grace pidió el vino barato de la casa, Zealand solo agua.

—Maldición —dijo Grace—, estaba convencido de que la había dejado allí.

Grace tenía el aspecto de un hombre joven, con una barba negra arreglada y ojos azul claro como zafiros sintéticos.

—También estabas seguro de haberla dejado en las cuevas del parque de Mammoth Cave —le replicó Zealand con entrenada paciencia—. Y de que la habías dejado en el Parque Nacional de las Secuoyas, estabas convencido de haberla guardado en tu viejo palacio de veraneo al fondo del lago Champlain y tenías la certeza de que estaba escondida detrás de las cataratas del Niágara. Empiezo a sospechar que necesitas que te expliquen lo que de verdad significan las palabras «seguro», «convencido» y «certeza».

—Lo siento —se disculpó Grace, mirando su vino—. Puedes adquirir la propiedad de la torre, por supuesto, como de costumbre.

—Ah, estupendo —respondió Zealand—. Quedará muy bien con la cueva cenagosa atestada de fantasmas detrás de las cataratas del Niágara, y con el sumidero decorado con obscenas pictografías en las cuevas del parque de Mammoth Cave. Aunque confieso que el palacio en Champlain es bonito, y que si no fuera también la guarida de un monstruo acuático quizá hasta volvería. La torre me gustaría más si no estuviera llena de bestias homicidas y de tus ajados homúnculos.

—Hay una frase para impedir que te ataquen —dijo Grace, haciendo aquel gesto ya familiar de agarrar algo en el aire con la mano izquierda—. Pero la he olvidado. He olvidado muchas cosas. —Seguía mirando el vino, como si pudiera recuperar aquellos recuerdos perdidos en el fondo de la copa.

Zealand, que no era un hombre dado a mostrar afecto físico con gestos informales, alargó la mano para tocar la de Grace.

—No te preocupes —lo consoló—. Encontraré tu vida y la destrozaré. Morirás.

—Estoy seguro de que tiene que estar en América del Norte —dijo Grace—. Trasladé todo conmigo cuando me vine aquí. Vine con… —Volvió a hacer ese gesto de agarrar algo.

—Los vikingos —dijo Zealand, reclinándose de nuevo—. En un drakkar. Me lo contaste.

—Traje mi vida, mi alma, escondida en una piedra. O puede que en un huevo. —Grace ahuecó las manos alrededor de una redondez recordada a medias—. Todos los hechiceros y las brujas, los gigantes y los monstruos conocían el truco, el de guardar tu vida en un lugar seguro para que tu cuerpo no pudiera morir. De esta forma, mientras tu vida esté a salvo, sigues viviendo. Solíamos esconder el alma en el tronco de un árbol, hasta que los cazadores de brujas empezaron a prender fuego a bosques enteros. Cuando los árboles se quemaban, se quemaban las almas, de modo que los gritos de muchas brujas y hechiceros se escucharon por todo el continente. —Hizo chasquear la lengua—. Luego, durante un tiempo, se puso de moda esconder tu vida en la cabeza de un sapo, pero los sapos son estúpidos y suelen terminar devorados, o muertos. Yo siempre fui listo. La escondí bien.

—Lo sé —dijo Zealand.

—Pero he olvidado dónde la puse. —Grace levantó la mirada del vino, la dirigió al rostro de Zealand y durante un momento se hizo patente que se había olvidado de quién era Zealand—. He olvidado tantas cosas. Es complicado saber qué cosas merece la pena recordar cuando no tienes alma.

—Lo sé —repitió Zealand.

—Antes era un gigante. —Grace adoptó un gesto melancólico—. Antes de ser humano. Rompía los espinazos de los mamuts con las manos. Pero he olvidado cómo ser un gigante y no quiero ser un hombre. Solo quiero morir.

—Lo sé —volvió a decir Zealand, por tercera vez. Tres veces solían bastar para que Grace dejara de volver una y otra vez sobre las mismas evocaciones borrosas—. ¿Dónde te parece que debería buscar ahora?

—¿Buscar el qué? —preguntó Grace, parpadeando con sus hermosos ojos.

—Venga, vamos —dijo Zealand—. Te llevaré a casa.

§

Algunas semanas después, tras otro par de infructuosas búsquedas en pos de la vida de Grace, los pasos de Zealand hacían crujir la nieve que cubría la arena de la orilla del lago Tahoe. El agua azul estaba en calma, y aunque no había viento, el frío implacable y penetrante hacía que a Zealand le ardiera la nariz por dentro con cada respiración. Una mujer estaba de pie al borde del agua, vestida con una larga bufanda negra que le pendía inmóvil por la espalda y un grueso abrigo largo del rojo de una hemorragia arterial.

—¿Eres Hannah? —preguntó Zealand.

La mujer se dio la vuelta, la mitad inferior de su cara estaba cubierta por la bufanda.

—¿Señor Zed? —preguntó, con un acento británico y preciso.

Sus ojos eran del color del agua, casi del mismo color que los de Archibald Grace, lo cual tenía sentido, pues Hannah decía ser la hija de Grace. La primera vez que ella se puso en contacto con él, Zealand se mostró desconfiado, en parte porque la aparente orientación sexual de Grace convertía la posibilidad de descendencia en algo bastante improbable; pero tras meditar al respecto, le pareció comprensible que alguien tan viejo con Grace hubiera experimentado con diversos compañeros y permutaciones sexuales, probablemente en numerosas ocasiones. Hannah había demostrado saber cosas de Grace que Grace apenas recordaba de sí mismo, de modo que Zealand estaba razonablemente seguro de que su reclamación de paternidad era cierta.

—Me dijiste que conocías el paradero de la vida de tu padre —dijo Zealand. Seguía fascinado por sus ojos, tan parecidos a los de Grace.

—Lo conozco. Te llevaré hasta allí, pero primero tienes que hacer algo por mí.

—No estoy dispuesto a esperar —dijo Zealand. Aunque mantenía un tono de voz cordial, la amenaza quedaba implícita.

Ella se rio, con una risa estridente, como de hiena, que para nada concordaba con su sofisticada voz.

—Padre ha vivido durante eras. Un día más o dos darán igual.

—Aun así, quiero que me lo digas ahora.

Se bajó la bufanda. Por debajo de los ojos su rostro era inhumano, con dos agujeros cubiertos de colgajos membranosos donde tendría que haber habido una nariz. La boca carecía de labios y mostraba una fila de incisivos entrecruzados de cinco centímetros de largo. Se parecía a un pez abisal, una de esas atrocidades que los pescadores atrapan a veces con sus redes; Zealand recordó entonces que Grace afirmaba haber pasado años en las profundidades del mar. Cuando Hannah volvió a hablar, no se le abrió la boca, y Zealand se dio cuenta de que su voz humana era un ardid mágico, que en modo alguno procedía de sus cuerdas vocales.

—Mi padre es casi un dios y mi madre era la señora de las negras cuevas oceánicas. Seré yo la que decida a dónde vamos y cuándo.

Zealand desenfundó su pistola, disparó y reventó la rodilla derecha de Hannah. Ella gritó, esta vez abriendo la boca, de la que emergió un ruido inhumano y gorgoteante. Cayó en la arena y hundió la nuca en la nieve, aquellas fauces monstruosas se abrieron y la lengua se le quedó colgando por fuera mientras chillaba. Al final de la lengua tenía un bulbo bioluminiscente que brillaba con una luz amarillenta y enfermiza.

Zealand apartó el arma, preguntándose si habría dejado suficientemente clara su opinión. Hannah ya no chillaba, así que quizá no. Inundado por una especie de pertinaz entumecimiento (un sentimiento que siempre había considerado como su «disposición de trabajo»), Zealand puso una de sus pesadas botas sobre el muslo derecho de Hannah, justo encima de la rodilla destrozada, y después se inclinó para agarrarle el tobillo con las dos manos. Le giró la pierna hacia arriba, gruñendo y retorciéndosela, tirando del tobillo al tiempo que le oprimía el muslo con la bota, hasta que la parte inferior se desmembró con un nauseabundo chasquido. Hannah lanzó su cuerpo adelante como un látigo y sacudió brazos y piernas hacia Zealand, pero el dolor entorpecía sus movimientos. Zealand reparó con curiosidad en que Hannah no sangraba, aunque la herida sí rezumaba agua clara. Arrojó la pierna derecha al lago, después se apartó de aquellos otros miembros que se agitaban frenéticamente.

—Espero que tengas parte de estrella de mar porque si no puede que hayas perdido la pierna para siempre. Me vas a decir ahora mismo dónde encontrar la vida de tu padre.

De los ojos de Hannah brotaban lágrimas. Los gritos habían disminuido hasta convertirse en gemidos y los gemidos no enmudecieron cuando habló con su mágica voz humana: ambos sonidos emergieron simultáneamente.

—Solo quería volver a ver a mi padre. Quería que me llevaras hasta él. Lo he odiado durante demasiado tiempo, lo he odiado por su naturaleza, pero quería que supiera que lo perdono y que deseo su perdón. —A pesar del patente dolor que soportaba, su voz se mantenía firme y sin apenas modulaciones.

—Tu padre tiene algo parecido al Alzheimer, pero más pernicioso. Ni siquiera se acuerda de tu existencia. —Zealand le había preguntado a Grace si conocía a una tal Hannah, y Grace le había dedicado esa mirada vacía y desesperada, ese gesto de atrapar el aire, pero nada más. Después se había quedado taciturno y en silencio durante horas, eso sí, así que Zealand sospechaba que el nombre de Hannah había dejado un poso de resonancias desagradables en el interior de Grace, bajo su mente consciente—. Pero que no se acuerde de ti significa que tampoco guarda ningún rencor hacia lo que fuera que os separó, si eso te sirve de consuelo.

—¿Se le ha ido la cabeza?

—No del todo, pero va degenerando cada día más. Creo que se debe a haber vivido tanto tiempo sin alma.

—¿Vas a devolverle el alma?

Zealand negó con la cabeza.

Hannah alzó la mirada y lo observó fijamente, con aquella monstruosa mandíbula apretada.

—¿Entonces lo matarás, destruirás su vida?

—Eso es lo que él quiere. Por eso me contrató. —Zealand hizo un ademán con una mano enguantada—. Ya has acabado con mi paciencia una vez. ¿Estás intentando volver a hacerlo? Llévame hasta la vida de tu padre.

—Tengo que mostrarte el camino.

Zealand suspiró. Se alejó penosamente de la orilla en dirección al coche y volvió con su bolsa de herramientas. Sacó una cizalla y le partió los dientes a Hannah, uno a uno. Después le dio la vuelta, la puso bocabajo y le ató las manos a la espalda con unas gruesas bridas que apretó con fuerza. Se la cargó al hombro y se la llevó, con las rodillas rechinándole por la combinación del peso de Hannah y de la bolsa de herramientas; al menos ya no forcejeaba. Estaba casi sin aliento cuando llegaron al coche, un todoterreno que había alquilado con un nombre falso. La colocó en el asiento del pasajero y, después de pensarlo un momento, volvió a cubrirle la mitad inferior del rostro con la bufanda. Verle esos dientes rotos y esa lengua luminosa le hacía sentir incómodo y un poco culpable, una emoción esta última que le hostigaba cada vez más desde hacía algunos años. Su «disposición de trabajo» se iba desvaneciendo y las emociones que la reemplazaban no eran bien recibidas.

Después de ocupar su puesto en el asiento del conductor, Zealand dijo:

—Guíame.

§

Zealand se agachó al borde de un riachuelo en una zona virgen de las montañas que dominaban el lago. Hannah estaba tumbada de lado sobre la nieve cercana. Zealand se sentía exhausto. Había cargado con ella durante tres kilómetros desde que comenzaron la caminata, habían avanzado gran parte del tiempo fuera del sendero y se habían caído dos veces cuando la nieve y el hielo traicioneros cedieron bajo sus pisadas. Le dolían las rodillas y no sentía los pies dentro de las botas, pero lo había conseguido. Hannah le había llevado hasta un bonito lugar con pinos altos, grisáceas paredes rocosas cubiertas de grietas y un impetuoso riachuelo.

—Está lleno de rocas —dijo Zealand, con la mirada fija en el fondo del ancho riachuelo de vertiginosa corriente.

—Esta es blanca, moteada de rojo y con forma de huevo, casi tan grande como tu puño —dijo Hannah.

Zealand vio la piedra, medio enterrada entre las rocas alisadas por el agua. Se quitó el guante, se remangó y metió la mano en el agua. El río era más profundo de lo que parecía y tuvo que sumergir el brazo hasta más allá del codo para alcanzar la piedra. La cogió y la sacó del agua. El brazo se le quedó entumecido por el frío y pensó por un instante en lo agradable que sería sentirse así por completo, por fuera y por dentro, solo una fría y dolorosa nada; como se sentía durante un trabajo, pero para siempre. Ni siquiera podía notar la textura en su mano, solo el peso, que era mayor de lo que había esperado.

Sostuvo la vida de Archibald Grace en la mano.

Dejó caer la piedra en el bolsillo del abrigo y caminó hacia el banco de nieve donde estaba tumbada Hannah.

—Gracias —dijo—. ¿Te gustaría que te matara ahora? Puedo hacerlo rápido.

—¡No! —gritó Hannah, con los ojos abiertos de par en par.

—Tus heridas son muy graves —dijo Zealand.

—Me curaré.

Zealand la miró desde arriba por un momento, después asintió. Probablemente se curaría. Era la hija de Grace. Se puso en cuclillas hundiendo los pies en la nieve.

—Dime, antes de que decida qué hacer contigo, ¿cómo encontraste la vida de Grace?

—Estaba en la torre, en Cincaguas. Solía jugar allí, de niña; hay una habitación que se abre al océano, hacia las cuevas en las que nací, así que podía desplazarme a través de ellas libremente. Fui a la torre el año pasado y padre no había cambiado la contraseña, de modo que los guardas me dejaron pasar. Pensé que podía hacer que mi padre me hablara si tenía su vida, que podía usar la piedra a mi favor. Pero ni siquiera fui capaz de encontrarlo. Después oí que estabas trabajando para padre, que te habían visto merodear por los lugares a los que él solía ir, que ibas en busca de su vida. No sabía que te había contratado para matarlo, por eso me puse en contacto contigo.

—Imagino que ahora lo lamentas.

—Solo lamento no ser capaz de hablar con mi padre. Con gusto daría una pierna a cambio de esa oportunidad.

—La vida es un desengaño —dijo Zealand, y nunca había dicho cinco palabras tan en serio. Consideró la posibilidad de la clemencia—. Puedo arrojarte al río —le ofreció— o abandonarte a los coyotes.

—Río —dijo ella, sin vacilar.

—Y si hoy te dejo con vida, ¿volverás a por mí después y tratarás de matarme?

—Jamás.

—Mentirosa —respondió Zealand, casi con gratitud.

La cogió por la pierna buena y por las ligaduras que le ataban las muñecas, y la balanceó un par de veces antes de arrojarla al río. Se quedó en la nieve el tiempo suficiente para ver cómo se alejaba, retorciéndose como una anguila, y cómo desaparecía tras las cascadas deslizándose bajo el agua de vuelta al lago.

§

Zealand besó a Grace justo detrás de la oreja izquierda, Grace gimió y se acercó a él.

—Ayer encontré tu vida —dijo Zealand—. A menos de setenta kilómetros de aquí.

Grace se puso rígido en los brazos de Zealand. Permanecieron tumbados el uno junto al otro en la amplia y blanda cama, mientras la luz matutina de las montañas llenaba la ventana y la habitación.

—Y ahora quieres usarla para controlarme —dijo Grace, con la voz cargada de decepción, aunque no de sorpresa.

Zealand posó la mano sobre el muslo delgado y desnudo de Grace.

—No —lo tranquilizó—. Solo quería pasar una noche más contigo antes de hacer pedazos tu alma.

Grace se relajó.

—Bien. Eso está bien. He vivido eones. Otro día más no importa mucho.

Zealand se revolvió incómodo ante el eco de las palabras de Hannah. No tenía que haberla tratado con tanta brutalidad. Estaba cansado de hacer cosas de las que luego se arrepentía, cansado de sentirse avergonzado, cansado de las pesadillas. Cuánto le gustaría ser inmortal y que sus arrepentimientos se disiparan, o se congelaran.

Sin que viniera al caso, Grace dijo:

—Es más fácil ser un hechicero cuando no tienes alma. Es más fácil perpetrar las atrocidades que tienes que cometer cuando sabes que tus verdaderos sentimientos y emociones quedarán borrados después.

No por primera vez, Zealand se preguntó si Grace podía oír sus pensamientos.

—¿Qué se siente? —le preguntó—. Al separarse del alma, quiero decir. —Era una pregunta importante y nunca antes se la había hecho.

—Hace tanto que no tengo alma que no recuerdo la diferencia. —Grace se apartó, rodó hacia un lado y se sentó al borde de la cama. Zealand se fijó en los músculos de su inmaculada espalda—. Lo primero que desaparece es el miedo, lo cual resulta liberador. Después se van otros sentimientos. Se marchan los recuerdos, pero como primero se van los malos parece una bendición. Por último se deteriora el deseo consciente de vivir y te conviertes en algo parecido a un musgo o un liquen, existes por existir. Pero conservas la mente, y por tanto hay algo de insatisfacción, una sensación de… —Hizo el gesto de agarrar el aire—. Al final acabas por anhelar la muerte.

—¿Deseas la muerte incluso cuando estás conmigo? —le preguntó Zealand.

Grace se encogió de hombros.

—Quizá el musgo disfrute de la lluvia que le cae encima o de la calidez de los rayos de sol. Pero eso no es tener un propósito. Es solo placer. —Sin darse la vuelta, añadió—: ¿Aún quieres tu pago por matarme? ¿Aún quieres que te enseñe cómo ser inmortal?

Zealand no respondió. Antes le parecía evidente. Una vida inmortal, libre de dudas y de desprecio por uno mismo, libre de miedos… Claro que la quería. Le tocó la espalda a Grace. A pesar del tiempo que llevaban abrazados, la piel de Grace seguía fría, casi helada.

Zealand no contestó la pregunta y, pasado un momento, Grace se olvidó de lo que había preguntado, así que se fue a la cocina a coger una fruta.

§

Después de que hicieran el amor por última vez, después de que Grace le enseñara a Zealand el truco de separar el alma, salieron hacia el muelle que se adentraba en la fría inmensidad azul del lago Tahoe. Aquí, en la orilla septentrional, había menos casas y estaban más apartadas que en la orilla sur, más preparada para el turismo, de modo que tenían una nítida visión de las montañas nevadas y los bosques de coníferas. Estar de pie en el muelle con aquella fuerte brisa era una experiencia vigorizante y Zealand entrecerró los ojos al notar el viento del lago. Puso la piedra moteada que contenía la vida de Grace sobre la barandilla del muelle de madera. Grace no parecía interesado en todo aquello; tenía la mirada fija en las montañas y mantenía los ojos muy abiertos, como si las viera por primera vez.

—Adelante —le dijo—. Estoy preparado.

Zealand levantó la vieja hacha de piedra por el mango irrompible. Pensó en tocar a Grace o en besarlo, pero aquella oportunidad ya había pasado y la duda solo lo haría más difícil. Dejó caer el hacha y destruyó la vida de Grace.

La roca moteada estalló en pedazos y una luz del color de los ojos de Grace salió de ella refulgiendo con tanta intensidad que Zealand siguió viendo el azul incluso cuando cerró con fuerza los ojos. Después de un momento, la luz desapareció y volvió a abrirlos.

Grace estaba desplomado sobre la barandilla, con el cuerpo tembloroso, y cuando habló las palabras se le ahogaron entre sollozos.

—Tengo una hija —dijo, y empezó a golpearse la cabeza contra la barandilla del muelle, dándose en la frente con tanta fuerza que se oía el crujido de la madera. Grace alzó la mirada hacia Zealand: tenía la frente llena de cortes y le caía sangre sobre los ojos. Le gritó—: ¡Termina! ¡Mata el cuerpo!

Zealand levantó el hacha de nuevo y la dejó caer entre los ojos de Grace. Su frente cedió y el hacha se quedó allí clavada, incrustada en el cráneo, atrapada en un hueso tan antiguo como las montañas. Grace cayó hacia atrás sobre el muelle, muerto.

Zealand volvió dentro para coger las lonas y las cadenas que necesitaba para hundir el cuerpo de Grace en el fondo del lago. No pararon de temblarle las manos mientras envolvía a Grace en un grueso plástico. Aquel hombre difunto había dirigido naciones, seducido a monstruos y vivido los límites más extremos de la experiencia, pero había muerto como cualquiera, como tantos habían muerto a manos de Zealand: abruptamente y con palabras de arrepentimiento.

Zealand se sentó junto al cadáver de Grace, sujetó la mano del difunto durante un rato y reflexionó sobre la naturaleza de la inmortalidad.

§

Zealand estaba sentado en la habitación superior de la torre de Cincaguas, con una pieza oblonga de mármol tallado en la mano. La piedra estaba preparada según las instrucciones de Grace, como un receptáculo para la vida de Zealand; nunca podría fabricar otra, era una magia irrepetible, de una vez y para siempre. Zealand oyó el lejano rechinar y el choque de las armas en los pisos inferiores. Había reclamado la posesión de la torre con la contraseña que le había revelado Hannah y después había cambiado la contraseña por otra que solo él conocía. Pero los guardas eran viejos y Hannah se conocía el camino, así que no le sorprendió verla entrar cojeando por la puerta de arco. Por lo visto sí que tenía ascendencia de estrella de mar, pues la pierna le había vuelto a crecer, aunque era tan nudosa como el coral y algo más corta que la otra. Llevaba puestos los acuchillados jirones de un traje de neopreno azul oscuro, y de las heridas que los guardas le habían infligido le sangraba agua. También los dientes le habían crecido de nuevo, aunque se le curvaban hacia fuera en ángulos extraños y algunos le cortaban el rostro cuando cerraba la boca.

—Has matado a mi padre —dijo, la voz brotando del aire frente a ella, la calmada declaración de un hecho.

—Es lo que él quería —replicó Zealand. No se puso de pie.

—Me da igual. Por tu culpa no he tenido la oportunidad de hablar con él, de arreglar las cosas entre nosotros.

Zealand hizo girar el huevo de mármol en las palmas de sus manos.

—Te mencionó en sus últimas palabras. Dijo que tenía una hija, y jamás he escuchado una angustia similar.

—¿Se acordaba de mí?

—Se acordaba de todo, y creo que deseó aún más morir cuando lo hizo.

—He venido a matarte —dijo Hannah, pero no se acercó ni un centímetro más.

—Imaginé que lo harías. —Alzó la piedra para que ella pudiera verla—. Llevo semanas aquí, tratando de decidir si debería meter mi vida en esta piedra. Jamás he sido una persona indecisa, pero con esto me siento desbordado. —Le lanzó una rápida mirada, después apartó los ojos y dijo—: Siento haberte hecho daño. —Y puso el huevo en el suelo de piedra.

Hannah se sentó a su lado. Desprendía un fuerte olor a agua salada.

—Mi padre nunca me dijo que sintiera pena por nada.

—No era capaz de sentirla, no mientras su alma estuvo apartada de él.

—Estoy segura de que eso hizo que su vida fuera más fácil.

—Mmm… —murmuró Zealand—. ¿Sigues pensando en matarme?

—Quizá. ¿Amabas a mi padre?

—Lo mejor que sabía. Pero bien podría haber amado a una nube, o las estrellas, teniendo en cuenta la reciprocidad del sentimiento.

—Sé lo que es eso. —Hannah cogió el huevo de mármol—. No creo que te mate. No ahora.

—Casi quiero que lo hagas. Así la decisión no estaría en mis manos. Me gustaría saber qué hacer ahora.

Ella se rio, con ese estridente sonido de hiena, y Zealand se dio cuenta de que esa risa, a diferencia de su voz, procedía realmente de su propia garganta.

—Eso nadie lo sabe. —Volvió a poner el huevo de mármol en la mano de Zealand—. Ni siquiera mi padre sabía qué hacer después. Solo sabía que iba a tener que seguir adelante para siempre. Hasta que le ayudaste a encontrar un final para ese siempre.

Zealand asintió. Se puso de pie, caminó hacia la ventana de la torre y miró hacia afuera, hacia el suelo, tan abajo. Hannah se acercó y se puso a su lado.

—Es una larga caída —dijo Zealand.

—Visto de otra forma —apuntó Hannah—, hemos recorrido un largo camino hasta aquí.

Zealand apretó la piedra en su mano. Estaba fría y dura y no cedía en absoluto ante la presión. Pensó en las decisiones irreversibles.

Zealand tiró el huevo de mármol por la ventana y Hannah se quedó a su lado mientras los dos contemplaban la caída.