Hart y Boot

La cabeza y el torso del hombre emergieron de un agujero en el suelo, apenas a un metro de la roca donde Pearl Hart estaba sentada fumándose su último cigarrillo. La aparición de aquel hombre la pilló por sorpresa y le dedicó una profusa cantidad de improperios. Él la miró fijamente durante aquel despliegue de ordinarieces, con el rostro apacible manchado de tierra y el cuerpo aún medio enterrado. Cuando Pearl dejó de decir groserías le echó un vistazo con los ojos entornados por la luz del atardecer. No llevaba camisa y Pearl, siendo como era ella, se preguntó enseguida si llevaría pantalones.

—¿Y tú quién demonios eres? —exigió saber.

Llevaba horas allí sentada, a las afueras de un pueblo minero de Kansas, esperando a que oscureciera para ver si encontraba un bar y un hombre que le pagara las copas. Últimamente estaba de un humor de perros, ya que los planes que tenía de llevar una vida de locas aventuras se habían quedado en nada hasta ahora. Había escapado de un matrimonio adolescente en Canadá después de ver un espectáculo del salvaje Oeste, lleno de indios fieros y damas muy duchas con las armas, y había venido al oeste para buscar fortuna entre aquellos feroces personajes. La carrera como forajida no le estaba yendo muy bien. Todo era culpa de los hombres, por supuesto. Siempre era culpa de los hombres, y el hecho de que poseyese muchas cualidades masculinas tampoco ayudaba. Toparse ahora con un hombre que venía a interrumpir sus taciturnas cavilaciones sin que nadie lo hubiera invitado la encolerizó tanto que habría sido capaz de escupirle a una serpiente de cascabel en un ojo.

—¿Qué haces ahí en el suelo?

—No estoy seguro —respondió el hombre.

Pearl no lograba identificar su acento. ¿Nueva Inglaterra, quizá?

—¿Pero qué diablos significa eso? ¿Cómo puñetas has ido a parar a ese agujero sin tener ni idea?

El hombre reflexionó un momento y después dijo:

—Dices muchas palabrotas para ser una mujer.

Pearl tiró la colilla al suelo.

—Digo más palabrotas que nadie, hombre o mujer. ¿Eres minero o algo así?

No se le ocurría ninguna otra razón por la que un hombre pudiera estar metido en la tierra, asomando de un agujero como un perrito de la pradera; y ni siquiera eso tenía mucho sentido, no cuando te parabas a pensarlo.

—¿Un minero? —Se mordió el labio—. Podría ser.

—¿Tienes dinero? —preguntó Pearl. Ya no le quedaban balas, pero podía atizarle en la cabeza con el revólver si tenía algo que valiera la pena robar.

—Creo que no.

Pearl suspiró.

—Sal de ese agujero. Me está dando un calambre en el cuello de mirar hacia abajo.

El hombre se aupó para salir y se quedó de pie delante de ella, cubierto de tierra de la cabeza a los pies, desnudo salvo por un par de botas de lo más elegantes. Desde luego no era para nada el típico uniforme de minero, pero eso no le puso nerviosa. Había visto a unos cuantos hombres desnudos a lo largo de sus dieciocho años de vida y tenía que admitir que, con esas anchas espaldas, este era uno de los más guapos con los que se había topado, aun manchado de tierra y todo. En Canadá —después de ver el espectáculo del salvaje Oeste, pero antes de decidir dejar a su marido— había soñado varias veces con un hombre alto y sin rostro que se acercaba a su cama desnudo salvo por unas botas de vaquero.

Quitando la tierra, la falta de cama, que ella no estaba dormida y esos detalles, este era igualito al del sueño.

Por fin lo miró a la cara. Parecía incómodo, como un hombre temeroso de hacer el ridículo, con algo de miedo de que ya lo hubiera hecho.

—Bonitas botas —le dijo—. ¿Cómo dices que te llamabas?

—Pues… —Se miró los pies, después la miró a ella—. ¿Boot?

—Te llamaré John —decidió. Podría funcionar. Un hombre guapo, lo bastante grande como para que pareciera amenazante y, a todas luces, un alelado. Justo lo que necesitaba—. John Boot, yo soy Pearl Hart. —Se puso de pie y le tendió una mano. Tras un momento de indecisión, él se la estrechó. Tenía las manos suaves, como las de un niño. Ni por asomo era un minero. Daba igual. Fuese lo que fuese, en breve tendría una nueva ocupación. Sería un ladrón de diligencias, igual que en aquel espectáculo del salvaje Oeste—. No es que yo quiera, encanto —le dijo, deslizando una mano por debajo de su cintura y sonriendo al ver la cara de asombro que ponía—, pero tendríamos que buscarte algo de ropa. Si yo me llevara a un tipo de tu tamaño a la parte de atrás de un bar, ¿crees que podrías golpearle en la cabeza lo bastante fuerte como para dejarlo inconsciente?

—Supongo que sí, Pearl —le respondió, mientras la experimentada mano de ella se movía arriba y abajo—. Haré lo que me pidas siempre y cuando sigas haciendo eso.

§

Hart y Boot fueron hacia el oeste sembrando el camino de robos. Pearl había tratado una vez de detener una diligencia ella sola, sin éxito. Se puso en medio del camino, empuñando el arma, y gritó al conductor que se detuviera. Él redujo la velocidad, le echó un vistazo desde lo alto del asiento y rompió a reír. Agitó las riendas y los caballos estuvieron a punto de aplastarla, de modo que tuvo que apartarse del camino. Una mujer con el rostro fofo y la boca abierta asomó la cabeza por la ventanilla mientras la diligencia se marchaba. Pearl le disparó, irritada. El retroceso del revólver hizo que le escociera la mano y falló el disparo por más de un kilómetro.

Estaba claro que no era una tiradora de primera. Necesitaba un hombre, el tipo apropiado de hombre, uno que fuera capaz de ser rudo y de hacer lo que hubiera que hacer, pero también de ser obediente; un hombre porque daba una imagen, y que hiciera que se la tomaran en serio, y qué mejor que fuera un hombre con el que le apeteciera follar. No creía que existiera un hombre así excepto en sus sueños.

Hasta que conoció a John Boot.

Tenían un método simple y, según Pearl, también divertido de robar carruajes. Pearl se quedaba en medio del camino, gimiendo y sollozando con un vestido sucio y desgarrado. No había ni un solo conductor de diligencias en todo el Oeste que fuera a pasar de largo de una dama en apuros, y cuando se paraban, John Boot salía de su escondite empuñando los revólveres. Ella sacaba entonces sus propias armas y los dos limpiaban de la diligencia el equipaje, el dinero y el correo. John Boot era siempre educadísimo, pero con las palabrotas que soltaba Pearl eso era algo en lo que casi ninguna de las desconcertadas víctimas reparaba.

A pesar de su insistencia en que John Boot se retirara a tiempo, Pearl se quedó embarazada durante aquellos meses de locura. Ni siquiera se había dado cuenta de que estaba embarazada hasta que sufrió el aborto. Después de que todo hubiese pasado, simplemente echó tierra por encima de la porquería, contenta de haber evitado la maternidad. John Boot, por el contrario, lloró cuando lo supo y Pearl, afectada, lo dejó a solas con su llanto. Conocer el interior de John Boot le resultaba indiferente. Él hacía prácticamente cualquier cosa que ella le pidiera sin discutírselo y eso era lo único que necesitaba, pero al verlo llorar le resultaba difícil pensar en él en términos de mera utilidad.

Una noche, después de que Pearl regresara de mear detrás de una roca, se encontró a John Boot mirando las estrellas. Pearl se sentó con él y se metió un buen trago de whiskey; se sentía contenta. Le gustaban las estrellas, el enorme cielo del Oeste y el primer hombre de su vida que traía más ventajas que problemas causaba.

—Tenemos que dejar de robar diligencias —dijo Boot.

Aquella muestra de opinión personal irritó a Pearl.

—¿Y eso por qué?

—Ya se conocen nuestros trucos, en cualquier caso —dijo, sin mirarla—. No hay un solo carruaje que se vaya a parar a ayudar a una mujer en apuros.

—No nos ha fallado ni una vez.

—Lo hará la próxima. —Hizo una pausa—. Lo sé. Llegarán disparando la próxima vez.

Pearl reflexionó. John Boot no hablaba mucho. La mayoría de los hombres hablaban todo el rato y no sabían una mierda. Quizá con John Boot fuese justo al revés.

—Maldita sea —dijo al fin—. Bueno, no podía durar para siempre. Pero no tenemos por qué dejarlo, solo cambiar de estilo.

A partir de entonces, se dedicaron a robar los carruajes a la antigua usanza, saliendo del escondite con las pistolas empuñadas. Les fue bastante bien.

Una noche, mientras estaban Arizona, Pearl se sentía incapaz de dormir. Parecía que, se pusiera como se pusiera, se le clavaba una roca en la espalda o en el costado, los coyotes no dejaban de aullar y la enorme luna lo volvía todo demasiado brillante. Pensó que igual un buen revolcón con John Boot la dejaba cansada, así que fue a despertarle. A ningún hombre le gustaba que lo despertaran en mitad de la noche, pero si era por sexo se quejaban lo justo. Aunque Pearl no creía en fantasmas, al ver a John Boot tumbado sobre en el petate pensó que había muerto y se había convertido en uno. Conservaba la misma forma, pero podía ver el suelo a través de él, como si estuviera hecho de humo y luz estelar.

Pearl no se desmayó. En vez de eso, dijo:

—John Boot, ¡acaba con esta tontería ahora mismo!

La consistencia regresó a Boot al abrir los ojos.

—Pearl —dijo, adormilado—. Qué…

—Te estás haciendo el fantasma conmigo, John Boot, y no me hace gracia.

Los ojos de Boot adoptaron una expresión dolida y cautelosa: la expresión de un perro al que regañan por motivos completamente ajenos a su compresión.

—Lo siento, Pearl —dijo, pues aquella respuesta por lo general era la única adecuada en sus conversaciones.

—Te necesito —dijo ella.

—Y yo a ti, Pearl. —Se sentó—. Más de lo que piensas. A veces, cuando no me estás prestando atención, o no estás cerca, me siento tan cansado, y todo se vuelve borroso, como lleno de humo… —Sacudió la cabeza—. No lo entiendo. Es como si no fuera lo bastante fuerte para ser real por mí mismo. Quiero quedarme por ti, creo que tengo que hacerlo, pero me siento tan condenadamente cansado…

John Boot casi nunca decía nada malsonante. Pearl lo cogió de la mano.

—Ni se te ocurra marcharte de mi lado, John Boot.

—¿Me quieres, Pearl? —le preguntó, mirando la mano que aferraba la suya.

A la mayoría de los hombres Pearl les habría dicho que sí solo para que se callasen. Pero, después de los últimos meses, a John Boot le debía algo más que eso.

—No sé si te quiero, pero no deseo que te marches.

Él asintió.

—¿Cuánto tiempo pretendes llevar esta vida?

—Mientras sea divertida —respondió.

—Cuando deje de ser divertida, Pearl… ¿me dejarás marchar? ¿Me permitirás que me canse y solo… ver qué me ocurre luego?

Pearl suspiró.

—Ayúdame a quitarme la ropa, John Boot. Pensaremos en eso luego. Con tanto hablar me están entrando ganas de hacer otra cosa.

Él sonrió, y algo de aquella tristeza y de aquel cansancio se desvaneció de sus ojos.

§

Al día siguiente una patrulla les dio alcance y, una vez que Pearl y John Boot fueron despojados de sus armas, les dejaron claro que se les acusaba de robo de diligencias y de asesinato. Alguien estaba matando viajeros solitarios por la zona, y Hart y Boot estaban ahí para ser convenientemente acusados, aunque nada tenían que ver con aquello. Pearl declaró que eran inocentes de todos los delitos, pero como había cogido un revólver de cachas nacaradas en el último robo, un arma muy singular, en cuanto la patrulla lo descubrió las dudas quedaron despejadas ante sus ojos.

Pearl y John Boot no volvieron a robar otro carruaje, y tampoco lo hizo nadie más. Las diligencias y los asaltantes de diligencias, como las bandidas y los indios salvajes, eran especies en extinción. Hart y Boot eran los últimos de su clase.

Los amantes fueron llevados a la cárcel de Florence, Arizona, un lugar desolador y cubierto de polvo, sin celdas para mujeres. Por sentido de la decencia las autoridades decidieron dejar a John Boot en Florence y llevarse a Pearl a la cárcel del condado de Tucson. Ella se opuso a aquel procedimiento soltando una ristra de improperios, pero se la llevaron igual, y Pearl se vio separada de John Boot por primera vez desde que en Kansas saliera de aquel agujero en la tierra.

§

Pearl estaba sentada en su celda, mirando la irregular pared divisoria de madera que separaba las «dependencias de las mujeres» de la otra parte del calabozo. Le apetecía fumarse un cigarrillo y pensaba en John Boot. ¿Y si se volvía otra vez humo y luz de estrellas y desaparecía?

Deseaba que estuviese a su lado, lo deseaba con todas sus fuerzas, y en torno a la medianoche la punta de un cuchillo atravesó la delgada pared divisoria. Pearl observó con interés cómo el cuchillo cortaba una abertura circular y cómo después asomaba por ella una cabeza conocida.

—John Boot —dijo, no sin admiración—. ¿Cómo has escapado? ¿Y cómo has llegado hasta aquí desde Florence?

—No estoy seguro —dijo—. Lo deseaste y vine… pero ha hecho que me sienta mortalmente cansado. ¿Podemos irnos?

Pearl pasó a gatas por el agujero. La celda contigua no estaba ocupada ni la puerta cerrada con llave, así que salieron juntos como si tuvieran todo el derecho del mundo a marcharse. Pueden apresarnos pero no pueden retenernos, pensó ella, exultante, mientras se adentraban en la noche estrellada.

Robaron unos caballos y se alejaron cabalgando hacia el suroeste, porque allí aún no habían ido.

§

Una semana más tarde se tropezaron con una patrulla en Nuevo México. Los hombres estaban buscando ladrones de ganado, pero se conformaron con Hart y Boot. Pearl ofreció a los hombres favores sexuales a cambio de su libertad y los llamó de todo cuando estos los rechazaron. John Boot se limitó a quedarse de pie, sin ofrecer resistencia, como si le hubieran drenado la fuerza, como si hubiera visto que esto iba a pasar y supiera cómo iba a terminar.

Los amantes fueron devueltos a Florence (Pearl empezaba a odiar aquel lugar), donde los llevaron a juicio sin demora. Los oficiales no querían que pasaran allí la noche y darles la oportunidad de volver a escapar.

El juez, un hombre calvo que llevaba unos quevedos, condenó a John Boot a pasar treinta años en la penitenciaría estatal, un lugar famoso por ser un nido de víboras, por sus minúsculas celdas y sus despiadados guardias. John Boot escuchó la sentencia con su acostumbrada calma, asintiendo para hacer ver que lo había comprendido.

Después el juez miró a Pearl y frunció el ceño, claramente indeciso respecto a qué hacer con ella. Soy joven, pensó Pearl, y mujer, por eso cree que me empujaron a hacerlo, que soy la calientacamas de John Boot, una niña a la que han llevado por el mal camino. Pearl no podía tolerar aquello.

—¿A qué demonios estás esperando, estúpido y viejo cabrón? —le preguntó.

John Boot hizo una mueca de vergüenza. El juez se sonrojó, después dijo:

—¡Te condeno a cinco años en el mismo lugar! —Golpeó con el mazo y Pearl le tiró un beso.

Nunca antes había estado en una penitenciaría. Imaginaba que no le gustaría, pero no esperaba estar allí mucho tiempo.

Acertó en lo primero, pero por desgracia se equivocó en lo segundo.

§

No separaron a Pearl y John Boot durante la larga cabalgata a través del desierto, y Pearl pudo dar rienda suelta a su rabia mientras iban dando botes en la parte trasera del carro, vigilados por guardias armados.

—A ti te condenan a treinta años y a mí a cinco. ¿Creen que cinco años van a amansar mi carácter?

—¿Cómo puedes tener siempre tanta energía? —preguntó John Boot—. Tienes fuerza de voluntad como para dos personas. ¡Me sorprende que de vez en cuando no te salga fuego de las orejas!

Pearl se quedó en silencio durante un rato, cavilando.

—¿Crees que es así como viniste al mundo? —preguntó, mirándose las rodillas—. ¿Que parte de ese exceso de fuego pudo desbordarse y crearte a ti?

Nunca antes habían hablado del tema, de dónde venía John Boot, a dónde podría regresar algún día, y Pearl levantó la mirada con irritación cuando no respondió.

Estaba dormido, con la cabeza apoyada contra la carreta.

Pearl suspiró. Al menos esta vez no podía ver los tablones a través de su cabeza. No se había vuelto humo y luz de estrellas. Lo dejó tranquilo.

§

Pearl y John Boot bajaron de la carreta y se quedaron de pie en el pedregoso patio de la prisión. El paisaje del exterior era feo, no se veía más que una planicie desértica y las aguas oscuras del río Colorado, pero la penitenciaría impresionó a Pearl. Nunca había visto un edificio tan grande. Más que algo construido por el hombre parecía que formara parte del paisaje. Como un palacio para la reina de los escorpiones.

—Apaga ese cigarrillo —le ordenó bruscamente el alcaide. Su mujer se quedó mirando a Pearl con severidad. El alcaide tenía pinta de duro, pensó Pearl, y su delgada y fibrosa mujer, que llevaba puesto un vestido desvaído, lo parecía aún más.

Pearl le lanzó una sonrisa fugaz. Le dio una última calada al cigarrillo y lo tiró al suelo.

John Boot miró a Pearl, luego al alcaide y después a la esposa de este, como un hombre que observa una serpiente acechando una rata.

—Bienvenidos a la penitenciaría estatal de Arizona —dijo el alcaide.

Sus botas no son ni de lejos tan bonitas como las de John, pensó Pearl.

—He oído que sois unos artistas de la fuga —prosiguió el alcaide—. Pues aquí os podéis ir olvidando de esa tontería. —Empezó a pasear de un lado a otro, con las manos entrelazadas a la espalda—. Por el camino por el que habéis venido hay ochenta kilómetros de desierto plagados de escorpiones, serpientes e indios. Los indios obtienen una recompensa por traer de vuelta a los fugados, cincuenta dólares por cabeza, y a nosotros nos da igual lo apaleados que vuelvan. Les encantaría atrapar a una mujer, Hart. Te traeríamos de vuelta, pero no serías la misma, y de verdad que no me gustaría que te pasara eso, por mala que seas.

—Me apuesto a que podría enseñarles unas cuantas cosas a esos indios —replicó Pearl.

El alcaide detuvo su deambular, un momento después lo retomó.

—Vigila esa lengua, jovencita. Además del desierto, dos afluentes del Colorado bordean la prisión, con unas corrientes tan rápidas que es imposible cruzarlos a nado. Más allá está la encantadora ciudad de Yuma. —Señaló hacia el oeste—. Si intentáis acercaros, la gente os disparará. No es que sean muy hospitalarios. —Se giró de golpe sobre los tacones de las botas y siguió paseando hacia el otro lado—. Tampoco es que eso importe, porque no vais a salir de aquí. Las celdas están excavadas en el granito más compacto, conque es imposible hacer un agujero con una navaja. —Señaló una torre en una esquina del muro—. Eso de ahí en la torreta es una ametralladora Gatling: cubre todo el patio. Hace poco hubo un intento de fuga, pero mi mujer se encargó de manejarla. Liquidó a esos convictos.

—Muy femenino —bromeó Pearl—. Muy cristiano, también.

La mujer se puso rígida y cruzó los brazos.

—No me gusta tenerte aquí, Hart —le advirtió el alcaide pegando su cara a la de ella, exhalando un aliento que apestaba a carne y tabaco—. Tuve que arrancar seis catres para hacer una celda solo de mujeres y tuvimos que contratar a una costurera para que te hiciera un uniforme especial.

—Y una mierda, cabrón miserable —bramó—. Dormiré donde sea, y antes prefiero ir desnuda que ponerme el saco de patatas que me hayáis hecho.

John Boot gruñó.

—Vamos a quitarte esa insolencia, Hart —dijo el alcaide. Se giró hacia los guardias—. Llevaos al hombre a su celda —les ordenó, señalando a John Boot—. Mi mujer y yo escoltaremos a la señorita Hart a sus dependencias. —Los guardias se llevaron a John Boot. El alcaide escribió más tarde que Boot pareció tremendamente aliviado de separarse de su amante.

Pearl se marchó con el alcaide y su mujer atravesando un arco que llevaba a un angosto pasillo. Había barras de hierro tapando cada abertura y la escasa altura del techo la impulsaba a agacharse, aunque claramente quedaba mucho para que se diera con él. El pasillo olía a orina y sudor.

—¿Se lo pasó bien disparando a aquellos chicos, señora alcaidesa? ¿Sintiendo las sacudidas y los botes de esa enorme ametralladora entre sus manos?

—Ya basta, Hart —le reprendió el alcaide—. Entra.

Le indicó la puerta abierta de una celda. Pearl pudo ver en el muro los huecos de los pernos en los lugares donde habían quitado los catres. Una cortina colgaba del techo, ocultando de la vista el hoyo en el suelo que servía de letrina. Pearl se esperaba celdas cerradas únicamente con barrotes, como en la cárcel del condado, pero estas celdas tenían puertas de verdad.

—Acogedor —dijo Pearl, y entró con paso relajado en la celda. Los hombres vocearon cosas ininteligibles por el pasillo.

—No escatimaremos esfuerzos en salvaguardar tu intimidad —dijo el alcaide—. Nunca estarás a solas con un hombre. Mi esposa o una ayudante me acompañarán a mí y a los guardias si alguna vez necesitamos verte en privado.

—No suena muy divertido —dijo Pearl—. ¿Qué tal un hombre a solas conmigo cada dos días? Igual podríais hacer un sorteo. —Sonrió de oreja a oreja.

El alcaide cerró la puerta sin decir palabra.

Pearl se quedó un rato sentada en el catre, pensativa. La celda era diminuta, con solo una estrecha ventana en lo alto de uno de los muros de piedra. Se iba a asar durante el día y a congelar durante la noche, no había duda. Más le valía a John Boot sacarla pronto de ahí.

Como se aburría, después de un rato fue hacia la puerta y miró a través de la rejilla de hierro colocada en la madera.

—¡Eh, muchachos! —gritó—. ¡Soy vuestra nueva vecina, Pearl! —Se oyeron silbidos y alaridos por todo el pasillo—. ¡Seguro que aquí os sentís muy solos! ¿Qué tal si pasáis un rato conmigo? —Y empezó a gritar todas las obscenidades que conocía, que no eran pocas. Se preguntó si John Boot la estaría escuchando. A él le gustaba cuando hablaba de ese modo, aunque siempre se ruborizaba.

Los hombres aullaron como coyotes y los guardias llegaron dando gritos. Pearl se sentó de nuevo en el catre. Esperaría a que los hombres se calmaran y luego empezaría a gritar otra vez. Eso sacaría al alcaide de quicio y a ella la entretendría hasta que John Boot viniera a rescatarla.

§

Pearl se despertó cuando John Boot le tocó el hombro. Se incorporó, apartándose el pelo de la cara con los dedos. Parecía nervioso y como difuminado.

—¿Nos vamos ya? —preguntó Pearl.

Él negó con la cabeza, sentándose a su lado.

—No creo que sea capaz de sacarnos de aquí, Pearl.

—¿Qué quieres decir? Has entrado en mi celda, conque puedes sacarnos.

—Yo puedo salir, desde luego. —Rio amargamente—. A veces las paredes me ignoran. Pero en tu caso es muy distinto. En Tucson tuve que abrir una brecha para que salieras. —Golpeó el muro de granito con el puño—. Aquí no puedo hacer eso.

—Podrías robar las llaves —sugirió Pearl, pensando frenéticamente—. Enganchas a un guardia y… —La voz se le apagó. Para empezar estaba esa ametralladora Gatling, y luego ochenta kilómetros de desierto, si es que encontraban la forma de escapar—. ¿Qué vamos a hacer?

—A ti solo te han condenado a cinco años —le recordó—, y como eres mujer, si te comportas…

—¡No! No voy a dejar que ganen. O si ganan pienso amargarles la existencia para que no puedan disfrutar de la victoria. Y tú sigue buscando, John Boot. No hay lugar que no tenga agujeros. Así que encuentra uno para que podamos escapar, ¿me oyes?

—Lo intentaré, Pearl, pero… —Meneó la cabeza—. No esperes demasiado.

—Y ya que estás aquí —dijo, desabrochándose la camisa.

—No —le dijo—. Lo de entrar y salir así me agota, Pearl. No me cuesta volverme neblinoso, pero sí volver recuperar la forma. Mírame. —Levantó una mano. Se bamboleaba como un carruaje que da botes por un camino lleno de baches.

—Sirves de tanto como unos calzones en un prostíbulo, John Boot —dijo—. Vuelve a la cama, entonces. —Se quedó mirándolo, con la curiosidad de saber cómo entraba y salía de lugares imposibles.

Él se quedó de pie, después se aclaró la garganta.

—No creo que pueda marcharme si me estás mirando. Siempre me siento más… sólido… cuando me prestas tanta atención.

Pearl se dio la vuelta.

—Creía que lo del recato era cosa de mujeres.

Escuchó con atención, pero no oyó nada más que las toses y los quejidos de los demás prisioneros a lo lejos. Se giró de nuevo y John Boot se había ido, atravesando las paredes de su celda como un fantasma.

Demonios, pensó, ahora que me he despertado no seré capaz de volverme a dormir. Respiró profundamente y después dejó escapar una sarta de improperios a pleno pulmón. Los prisioneros al fondo del pasillo respondieron con más gritos, enfadados, y la cacofonía no tardó en llenar las graníticas profundidades de la prisión.

Después de pasarse un rato escuchando aquello, Pearl durmió como un bebé.

§

Pearl perdió la fe en John Boot después de un mes, pero no se le ocurrió una idea mejor en dos años. Había momentos en que el aburrimiento estaba a punto de acabar con ella, pero el tiempo siguió su curso. Al menos tenía la oportunidad de ver a John Boot muy a menudo: venía a visitarla casi todas las noches, aunque parecía cada vez más débil.

—El alcaide estuvo aquí el otro día —le contó ella una noche. John Boot estaba sentado contra la pared, cansado por la última descorazonada búsqueda de un lugar por el que fugarse—. Me contó que eras un prisionero modelo, que nunca escupías a los guardias en la ronda nocturna, que nunca armabas un escándalo en mitad de la noche. Dijeron que estabas prácticamente rehabilitado y que querías que yo me comportara. —Le propinó un puñetazo al colchón—. Aún creen que soy una desvalida inocente a la que tus malas artes han llevado por el mal camino, y eso que he hecho todo lo posible por demostrarles lo contrario. Cabrones idiotas.

John Boot asintió. Ya había escuchado esto antes. Pearl, sentada al borde del catre, se inclinó hacia él.

—Estoy cansada de estar aquí, John Boot. Han pasado dos años y ya no hay muchos más escándalos que pueda armar dentro de esta caja de piedra. Tenemos que salir de aquí.

—No veo cómo…

—Escucha un momento. He odiado toda mi vida ser mujer… bueno, no he odiado serlo, sino que he odiado la forma en la que la gente me trataba y cómo esperaba que me comportase. Ya iba siendo hora de que usara eso contra estos cabrones, ¿no crees?

John Boot parecía interesado ahora. Esto no lo había oído antes.

—¿A qué te refieres?

Pearl cruzó las piernas.

—Me refiero a que es hora de que te marches, John Boot. Hazte el fantasma, desvanécete, cánsate todo lo que quieras. Creo que si no hubieras estado viniendo a verme cada noche, hace mucho tiempo que te habrías convertido en humo.

El rostro de él revelaba confusión y esperanza a partes iguales.

—Pero ¿por qué? ¿En qué ayudará que me marche?

Le contó lo que había pensado.

—Podría funcionar —respondió él—. Pero si no lo hace…

—Entonces pensaré otra cosa. No pierdas el tiempo, ¿de acuerdo? No se me dan bien las despedidas sentimentales.

Él le puso la mano en la rodilla.

—¿El último?

Ella se lo pensó. ¿Por qué no?

—Pero asegúrate de retirarte a tiempo. No quiero empezar una vida en libertad con una barriga.

Cuando terminaron él se quedó tumbado junto a ella en el estrecho catre.

—Ahora estoy un poco nervioso —dijo—. Te echaré de menos.

Ella estiró los brazos por encima de la cabeza, sintiéndose cómoda.

—Quién lo habría dicho. Parecías bastante ansioso por marcharte.

—Bueno, sí, en parte. ¿No te ocurre a veces que quieres echarte a dormir y no tener que despertarte de nuevo?

—No —replicó ella, con sinceridad—. Ya dormiré todo lo que quiera cuando haya muerto.

Él se quedó callado durante un momento, y después dijo:

—No creo que tenga más elección que quererte.

Pearl le tocó el pelo, relajando un poco la actitud defensiva con la que solía comportarse.

—Yo también te echaré de menos, John Boot. Eres el único hombre al que he sido capaz de soportar durante más de una noche seguida. Pero es hora de que te deje marchar.

—No mires —le dijo él, saliendo de la cama.

Ella cerró los ojos.

—Adiós, Pearl —dijo, con un hilo de voz. Y se marchó.

§

Hicieron falta dos días para que alguien se diera cuenta de que John Boot se había ido: se comportaba con tanta discreción que no se habían dado cuenta de que su celda estaba vacía en la primera ronda nocturna. Cuando el alcaide y su mujer fueron a decirle que John Boot había escapado, Pearl montó el numerito de venirse abajo, deshaciéndose en llantos, y diciendo:

—¡Me dijo que fuera fuerte, que saldríamos juntos de aquí, que mientras no me doblegara ante vosotros él no me dejaría!

Mientras lloraba tapándose el rostro con las manos podía entrever al alcaide y su mujer por entre los dedos. Intercambiaban miradas compasivas: se lo habían tragado, esos cabrones idiotas aún creían que John Boot era la causa de la mala conducta de Pearl.

El comportamiento de Pearl cambió radicalmente después de aquello. Durante las siguientes semanas empezó a llevar un vestido y a tener conversaciones educadas con la mujer del alcaide, e incluso empezó a escribir poesía, la más cursi y florida que se le ocurría, poemas sobre bebés, rayos de luz y flores. A la mujer del alcaide le encantaban y se le suavizaba ese aspecto duro.

—Pearl —le confesó una vez—, creo que tú y yo somos muy parecidas en el fondo.

A Pearl le costó no reírse: ¡eso se lo decía la mujer que una vez había acribillado a tiros un patio lleno de convictos! Puede que una asaltante de diligencias que componía poemas fuera también algo muy raro —dejando a un lado a Black Bart, claro está—, pero en el caso de Pearl no era más que un papel.

Echaba un poco de menos a John Boot, pero si su marcha podía ayudarla a salir de la penitenciaría entonces merecía la pena. El alcaide le dijo a Pearl que, ahora que la influencia de John Boot se había extinguido, estaba convirtiéndose en una elegante señorita. Dos meses después de que John Boot «escapara», el alcaide y su mujer volvieron a visitar a Pearl, los dos tan sonrientes como unos vaqueros en un burdel.

—El gobernador viene a inspeccionar la prisión, Pearl —le comunicó el alcaide—. Le he hablado de tu caso, le he comentado la posibilidad de que se te conceda un indulto y la libertad anticipada… y quiere verte.

—Eso sería estupendo —respondió ella con recato, mientras pensaba: ¡la leche!, ¡ya era hora!

§

El gobernador, un tipo serio y de mediana edad, entró en la celda. Llevaba un elegante traje gris y unas botas de cuero con un dibujo de volutas. El alcaide y su mujer le presentaron a Pearl, después se pusieron a un lado, sonriendo de oreja a oreja ante su nueva prisionera favorita. El gobernador los miró, alzó una ceja y dijo:

—¿Podrían dejarme un momento a solas con la señorita Hart para discutir su situación?

El alcaide y su mujer prácticamente cayeron uno encima de otro al salir de la celda. El gobernador se levantó y cerró la puerta.

—Un poco de intimidad —dijo.

—Señor, me alegra tanto que haya decidido verme —empezó a decir Pearl. Llevaba días practicando este discurso. Un sermón lleno de respeto, arrepentimiento y una pizca de Jesús. Si con eso no le daban un indulto no se lo darían con nada.

—Sí, bueno —la interrumpió. Sacó un reloj de bolsillo del chaleco, lo miró y frunció el ceño. Después miró a Pearl de arriba a abajo y gruñó—. ¿Como cuánto quieres el indulto, chica?

Pearl siguió sonriendo, aunque no le gustaba nada cómo la miraba.

—Mucho, gobernador, he aprendido la lección y…

—Mira, chiquilla, ya está bien de hablar. Me da igual lo arrepentida que estés de lo que has hecho. Estás en el peor lugar de todo el desierto, cómo no ibas a arrepentirte: incluso una serpiente de cascabel se arrepentiría de su conducta pecaminosa si la encerraran aquí. Pero no tengo mucho tiempo. Tienes una forma de conseguir el indulto y no tiene nada que ver con hablar, si entiendes a qué me refiero.

Pearl lo miró fijamente, con los ojos entrecerrados. Él volvió a mirar el reloj.

—Mira, te inclinas allí sobre el catre, ni siquiera tienes que quitarte el vestido. Te lo levanto y ya.

—Vete al infierno, cabrón —bramó Pearl, cruzando los brazos.

Como intentara tocarla le iba a hacer más daño del que nadie le hubiera hecho nunca. Casi esperaba que lo hiciese. El gobernador era igual que todos, igual que su marido, igual que todos los hombres que había conocido antes de John Boot. Boot parecía el único buen hombre de todo el planeta y prácticamente se lo había tenido que inventar ella sola, ¿no?

El gobernador se puso pálido, después rojo.

—Se va a pudrir aquí, señorita Hart. Podría haberme dedicado cinco minutos de su tiempo, haber hecho lo que probablemente haya hecho con cientos de hombres despreciables y haber sido libre. Pero en cambio…

—Puede que lo haya hecho con hombres despreciables —dijo Pearl—, pero aún no lo he hecho con un cerdo asqueroso como tú.

El gobernador dio unos golpecitos en la puerta y vino un guardia para dejarlo salir. Se marchó sin decir nada. Acto seguido el alcaide y su mujer entraron corriendo y le preguntaron qué tal le había ido. Pearl pensó en contárselo, pero ¿de qué iba a servir?

—Ha ido bien —respondió.

Aquella noche, por primera vez en años, Pearl lloró.

§

Pearl soñó que estaba tumbada en su antigua habitación en Canadá, dando a luz. El niño salió deslizándose sin que le doliera nada, lloró y ella lo recogió, sin saber muy bien cómo sostenerlo, arrugando la nariz por la repugnancia. El niño parecía una versión en miniatura del gobernador, con sus mismos ojos penetrantes y sus arrugas oscuras alrededor de la boca. El bebé sacó la lengua y se lamió los labios, y Pearl arrojó aquella cosa con asco. Se estrelló sobre la nudosa pared de pino y rebotó. Cuando cayó al suelo, la cara había cambiado y los ojos de John Boot la miraban con tristeza.

Pearl se incorporó en la oscuridad de la celda, temblando, pero no porque el sueño la hubiera inquietado. Temblaba de emoción porque había descubierto una posibilidad, una oportunidad para escapar.

Se tumbó y pensó con cariño en John Boot, su maravilloso John Boot, su amante, su compañero, llamándolo con el pensamiento.

No ocurrió nada más, salvo el paso del tiempo y el aumento de la frustración de Pearl. Al final se volvió a quedar dormida, con los puños apretados tan fuerte que le dejaban marcas en las palmas de las manos.

§

—Pearl —dijo John Boot.

Pearl abrió los ojos y se incorporó en la cama. Aún estaba oscuro, pero Pearl intuía que el amanecer se acercaba. John Boot estaba en el suelo; no, no en suelo sino que tenía la mitad del cuerpo en un agujero, igual que la primera vez que lo vio.

—¿Estoy soñando? —le preguntó ella.

—No, estoy aquí de verdad. Estabas… muy enfadada, Pearl. Eso me trajo de vuelta.

Quizá fue ahí donde me equivoqué, se dijo ella. Traté de llamarlo con pensamientos felices, pero él no sintió nada; sin embargo, cuando me pongo hecha una furia, como la primera vez, entonces viene.

—¿Te trajo de dónde?

—Del lugar en el que estaba durmiendo, o algo así.

Pearl se arrodilló en el duro suelo de granito y alargó una mano. Él se la tomó con reserva, como si ella fuera a intentar romperle los dedos.

—No estoy enfadada contigo, John Boot —le dijo. Se preguntó por el agujero. Seguro que se cerraba cuando ella no mirara, con tanto recato como el que mostraba John Boot.

—¿Entonces qué ocurre? —le preguntó él, dejando que ella lo ayudara a salir del agujero—. ¿Te salió el plan, te van a dar el indulto? —Se sentó con las piernas cruzadas en el suelo, desnudo otra vez salvo por aquellas elegantes botas.

Ella dudó. Tenía planeado utilizar a John Boot, sin lugar a dudas. Pearl raramente se arredraba a la hora de decir cosas hirientes, pero jamás había herido a John Boot adrede y, además, él había hecho mucho por ella. Una mentirijilla para no disgustarlo tampoco iba a hacer daño ahora.

—Así es, me van a dar el indulto —le dijo—. El gobernador se quedó muy impresionado conmigo. Es solo que me enfada tener que esperar a que llegue la orden, estar aquí atrapada por más días… y que cuando esté fuera voy a estar sola, sin ti.

Él bajó la cabeza.

—¿Quieres que vuelva?

—No te pediría algo así. —Le puso la mano sobre una rodilla desnuda—. Pero… quiero algo especial con lo que recordarte.

—¿Qué?

—Acuéstate conmigo, John Boot. Y esta vez no te retires. Quiero tener un bebé tuyo. Lo haremos tantas veces como sea necesario, esta noche, mañana, el tiempo que haga falta.

—¿Lo dices en serio, Pearl? —le preguntó él, cogiéndola de la mano—. ¿De verdad?

—Sí. —Se tumbó sobre la cama—. Me muero por tener un hijo tuyo.

Él se acercó a ella.

§

Un poco más tarde, apretada junto a él en la estrecha cama, le dijo:

—Hagámoslo otra vez. Tenemos tiempo suficiente antes de la ronda nocturna.

—Podemos hacerlo si quieres —le dijo somnoliento—. Pero no tenemos por qué.

—¿Y eso?

—Porque ha funcionado.

Ella se recostó sobre un codo y lo miró.

—¿A qué te refieres?

—El niño. Ha funcionado. Estás encinta. —La miró a los ojos—. Puedo sentirlo. Lo sentí la otra vez, también, cuando… lo perdiste. Ojalá… —Se encogió de hombros—. Pero ahora todo va bien.

—Ay, John Boot. Me has hecho muy feliz.

—Debería marcharme.

—¿No te quedas hasta que amanezca? Quiero verte la cara a la luz del día una vez más.

Él la abrazó. Cuando salió el sol la besó en la mejilla.

—Tengo que irme.

Asintió, después miró hacia otro lado para que tuviera intimidad.

—No —le dijo, acariciándole la mejilla—. Esta vez puedes mirar.

Ella miró. Se disolvió como el remanente de un sueño, primero evaporándose su calidez, después volviéndosele humo la piel, hasta que al final desapareció del todo, dejando a Pearl con nada entre sus brazos más que vacío y una pequeña chispa de vida en el vientre.

§

Pearl esperó dos meses, guardando aún la compostura. Cada vez que veía al alcaide procuraba preguntarle ansiosamente si sabía algo del gobernador. No sabían nada, y la mujer del alcaide chasqueaba la lengua y decía que todo saldría bien. Pearl no tenía la menor duda de eso.

Pasados dos meses, Pearl pidió ver a una enfermera. La mujer la examinó, y Pearl le dijo que tenía una falta de dos meses. La enfermera se ruborizó, pero no le hizo ninguna pregunta inquisitiva. Fue a informar de su descubrimiento al alcaide.

El embarazo de Pearl creó una situación difícil. Hasta donde todos sabían, solo un hombre había estado a solas con ella en todos esos años de encarcelamiento y ese hombre era el gobernador. Él diría que no había estado con Pearl, claro, pero ella diría lo contrario y una publicidad de ese tipo no le vendría bien a nadie. Ella sabía que el gobernador escogería la salida fácil y evitaría el escándalo.

No tuvo que esperar demasiado.

—A la luz de sus delicadas circunstancias —le dijo el alcaide dos días después sin mirarla a los ojos—, el gobernador ha decidido concederle el indulto.

—Ya iba siendo hora, maldita sea —contestó Pearl.

El día en que la pusieron en libertad, un guardia la llevó hasta la estación de tren más cercana. Pearl miró el desierto donde había corrido sus aventuras, el difícil terreno que había dado a luz a John Boot. Entrelazó las manos sobre el vientre, satisfecha.

En la estación había muchos reporteros. Les habían llegado rumores de sus planes. Pearl había decidido que todo eso de la vida como bandolera estaba muy bien, pero que implicaba demasiado dormir al raso y demasiado comer poco. Ahora tenía un bebé del que cuidar. Al principio había pensado en deshacerse del bebé a la menor oportunidad, pero se lo estaba pensado mejor.

Pearl había conseguido un trabajo fijo dando charlas por el país. Una forajida con historias subidas de tono bien podía llenar una sala, y el trabajo no sería tan extenuante como hacer exhibiciones de puntería en un espectáculo del salvaje Oeste. Tampoco es que fuera muy buena con un revólver, de todos modos.

Saludó con la mano a los periodistas cuando subió al tren. Solo sabían que la habían indultado, no el porqué. Gritaron preguntas, pero no les hizo mucho caso. Tenía la mente en otras cosas.

Pero una de las preguntas sí que la escuchó bien.

—¡Pearl! —gritó el periodista—. ¿Vas a volver a reunirte con John Boot?

Seguían pensando que necesitaba un hombre, incluso después de todo este tiempo. ¿Cambiaría aquello alguna vez?

—Eres un cabrón idiota —le respondió ella con suavidad, y siguió al mozo hasta su compartimento.