Estás sentado encima de una torre de archivadores, contemplando el horizonte lluvioso, a través de las rendijas de la persiana de la ventana de la oficina, mientras tu mente se halla sumida en una vorágine de imágenes y recuerdos recientes.
Eres el único que se ha quedado arriba. Seguro que los demás piensan que eres un indeseable, por no ofrecerte para bajar con los demás. Pero tú te has limitado a hacer lo que dijo en un primer momento el Sheriff; fueron John y la chica quienes desoyeron las órdenes que se les dieron.
Además, ya tomaste una decisión por ti mismo, y fue un desastre. Decidiste que debías frenar el coche de Roy a cualquier precio, y aquella decisión le costó la vida.
Piensas en Roy y no puedes evitar esbozar una sonrisa socarrona. Si hubieras conocido a Roy, durante tus años dorados de instituto, si él hubiera sido un poco mayor, probablemente te hubieses dedicado a humillarle, día sí, día también.
Pero ahora, como si hubieses entrado en la liga de los fracasados y los perdedores, darías lo que fuera para que siguiera vivo. Ha sido el único amigo de verdad que has tenido.
Los del instituto se arrimaban a ti, como los mosquitos a la luz, en tu época de esplendor. En cuanto dejaste de deslumbrar, todos se apartaron de ti como si tuvieras la peste. Roy, en cambio, te conoció cuando no eras nadie; y no le importó en absoluto.
Incluso después de que todo este caos se desencadenara, en lugar de marcharse, en cuanto tuvo la primera oportunidad, fue a buscarte a la gasolinera. Tú creías que lo hizo porque necesitaba tu ayuda. Qué equivocado estabas. Fue porque eras la única persona de aquella maldita ciudad que realmente le importaba.
«Santa madre de Dios», piensas, antes de que lo que ves sea asimilado por tu cerebro.
—¡Estamos bien jodidos! —exclamas, mientras te encaminas a la puerta que has trabado con uno de los pesados escritorios, con el propósito de descorrerlo y avisar a los demás de lo que sucede.
Cuando descorres el escritorio, dudas de si estás haciendo lo correcto. El Sheriff te dijo que te quedases aquí, custodiando la armería. Así que vuelves sobre tus pasos y te asomas otra vez por la ventana. Sigues sin dar crédito a lo que ven tus ojos. Un ejército de miles de muertos vivientes —como los llama el Sheriff—, caminando hacia el edificio que ocupa la comisaría. Al ritmo que van, si salís ahora, quizá tengáis una oportunidad de escapar de una pieza. Por el contrario, si rodean el edificio, acabaréis sitiados.
«A la mierda con todo», piensas mientras atraviesas el umbral de la puerta y corres escaleras abajo como una exhalación. «Bajaré a toda leche, le diré al Sheriff lo que pasa y luego volveré a subir a donde me dijo que me quedase. Que sea él, quien decida qué tenemos que hacer».
En cuestión de treinta segundos estás contemplando una escena que provoca que tu estómago se revuelva.
Billy está recostado contra la pared, con la cabeza destrozada. Todo está salpicado de sangre, y algo viscoso, que supones debía de estar dentro de su cerebro, cuando éste reventó, embadurna cada cosa que se encuentra en las inmediaciones.
No tienes la menor idea de qué puede haber ocurrido.
El desconcierto provoca que te limites a aparecer, y a quedarte de pie, mirando embobado lo que ocurre delante de tus narices.
Tus ojos se cruzan con los del Sheriff, quien, aferrado a los barrotes, te mira de soslayo.
—¡No te dije que te quedaras arriba, con las armas, Timothy! —te increpa el Sheriff.
—Sí, señor —logras tartamudear—. Pero es que tenemos un grave problema…
—¿Qué pasa, Tim? —pregunta John.
—Vienen hacia acá —respondes con un nudo en la garganta—. A montones…
—¿Quiénes? —pregunta Marie—. ¿Quiénes vienen hacia acá?
—Los muertos vivientes, como usted los llama, Sheriff —murmuras—. Son miles.
Todos se miran en silencio.
—Siento haber desobedecido, señor —dices, mirando circunspecto al Sheriff—. Pero si no lo hacía, puede que perdiésemos cualquier oportunidad de huir. Si es que piensa usted, claro, que debemos huir.
—Has hecho bien, Timothy, bajando aquí —te dice el Sheriff con un tono de voz afable—. ¡Vamos! ¡Tenemos que movernos!
—¡Espere! —dice alguien desde el interior de la celda.
Das un paso y te asomas para descubrir al propietario de la voz. Se trata del forastero al que salvasteis de morir en la ciudad.
—Sáquenme de aquí y denme todas las armas que puedan. Me quedaré atrás y les proporcionaré tiempo para escapar lo más lejos posibles. Atrincherado en este edificio, puedo retenerles durante horas.
Le miras extrañado, no entiendes por qué iba a dar su vida a cambio de la de unos desconocidos. No te fías de los forasteros. ¿Por qué iba a ayudaros?
—Suéltale, Tim —te dice el Sheriff—. Las llaves están encima del escritorio.
Recoges el manojo de llaves y te acercas a las rejas de la celda. Mientras pruebas un par de llaves en la cerradura, tratando de localizar la correcta, no apartas la vista del forastero. Quien te mira con cierto desdén, desde el camastro en el cual permanece ahora sentado.
Cuando la tercera llave gira en la cerradura, y ésta emite un chasquido, el forastero se pone de pie y se acerca a ti. Le sacas un par de cabezas y eres mucho más corpulento que él. Pero aquel hombre camina con una seguridad en sí mismo y tiene una mirada tan penetrante, que tú no puedes evitar sentir cierto desasosiego. No parece impresionado ni amedrentado por tu aspecto de antiguo matón de instituto. Y eso, no te hace sentir cómodo. Porque, aunque estás seguro de que podrías darle una paliza de muerte, con una mano atada a la espalda, y sin tan siquiera sudar, no te fías… hay algo en él, que te da mala espina. No sabes identificar qué, pero es como si le rodease una especie de aureola malsana, que provoca que se te ponga la carne de gallina.
Tal vez no sea nada. Probablemente, si te hubieras cruzado con ese tipo antes de que todo esto pasara, no te provocaría tanta impresión. Pero aún así, te dices a ti mismo que no le vas a quitar los ojos de encima; y a la menor oportunidad, le quitarás de en medio.