Sheriff Cuesta 1

Billy pisa el pedal del freno con demasiada brusquedad. Tú aún estás girando la manivela de la ventanilla y sacando el brazo por el hueco que queda. El coche patrulla da un respingo y se cala.

—Joder, Billy —te lamentas de forma airada—, siempre con el maldito embrague…

El brazo con el que sostienes el revolver choca contra el marco de la ventanilla, y sientes en el codo un desagradable temblor.

—Billy por Dios —insistes, mientras sacas otra vez el brazo, a duras penas, por el hueco de la ventanilla, y tratas de tranquilizarte.

La manivela no va bien, se atasca una y otra vez.

Te hubiera gustado que el alcalde no hubiese muerto en la primera oleada, solo para que viera la birria de coches que os compran.

—Hay que apretarse los machos —decía, cuando le sacabas el tema de los coches a colación, con una sonrisa socarrona—. Además, no sé de qué te quejas, ya no se construyen coches tan robustos como estos.

«Pues ahora, señor alcalde», piensas, «puede que tus recortes presupuestarios le cuesten la vida a un ciudadano más, y quizás, también a mí, a Billy, y a todo aquel que haya tenido la mala fortuna de encontrarse en esta maldita ciudad».

Sigues intentando, como buenamente puedes, sacar un poco más el antebrazo fuera del coche, por lo menos hasta el codo. Necesitas poder moverte con soltura, para no errar el disparo. Ignoras cómo el brazo atorado, y la presión, adormecen la articulación, y apuntas con el revólver.

«Vamos, vamos…», tratas de concentrarte. «No falles ahora».

Sabes que solo tendrás una oportunidad. Disparas, rezando para que tu puntería no haya empeorado por la falta de práctica. No hay nada peor para un buen tirador que te destinen a un condado donde no existe el crimen como tal. Ojalá hubieras tenido que disparar, o te hubieses planteado practicar, durante los últimos veinte años, con mayor asiduidad.

«Pero uno se acostumbra a la buena vida. Y no tener que disparar, significa que tampoco van a dispararte a ti».

Deja de divagar. La vida de un hombre está en juego.

Ya lo tienes.

Disparas dos veces, con la mayor celeridad entre un disparo y el siguiente, que tus envejecidos dedos te permiten. Un disparo revienta la cabeza del muerto viviente que atacaba al tipo, el otro no tienes la menor idea de dónde impacta; pero sirve para que la muchedumbre se olvide por un instante de su presa, y la víctima pueda correr hacia el coche patrulla.

—¡Venga, entre! —gritas, cuando le ves dudar—. ¡A qué demonios espera!

El hombre que acabas de salvar, sigue dudando, como si no supiera qué hacer.

—¡Métase en el coche! —vuelves a gritarle—. ¡No tenemos tiempo! ¡Vienen más!

Aliviado, oyes como el motor vuelve rugir. Billy ha conseguido arrancar el coche, después de que se le calase un par de veces más.

—Bien, chico —le felicitas—. ¡Vámonos!

Mientras Billy trata de no estrellarse con una farola, miras por el retrovisor interior el semblante extenuado del hombre al que acabáis de salvar la vida.

—Señor… la ventanilla —dice Billy, con su voz aguda y asustadiza, mientras gira el volante de forma aparatosa.

—¡Qué! —dices, una décima de segundo antes de reacción, e intentar girar la manivela de la portezuela, para subir por completo la ventanilla, parcialmente abierta.

—Písale a fondo, Billy —dices, mirando a los muertos vivientes que se agolpan entorno al coche.

«Si sobrevivimos», piensas, mientras Billy acelera a toda pastilla y el coche sale como un cohete, dejando parte de la llanta en el asfalto y una estela de humo detrás, «Billy se va a convertir en un conductor de primera».

Desde que se casó con tu hija, y empezó a trabajar como tu ayudante, jamás ha estado implicado en una persecución o un tiroteo. Lo máximo a lo que se ha enfrentado es a una pelea de borrachos en el bar de Ted.

Recuerdas que cuando vino a pedirte la mano de Rachel, tu hija, pensaste:

«¡Vaya mierdecilla! ¿De todos los chicos de la ciudad, ha tenido que elegir éste?».

Pero los años hacen el cariño, y tantas horas compartiendo comisaría, han conseguido que, a tu manera, quieras a ese desgraciado como a un hijo. Por eso, esperas no tener que contarle nunca a tu hija, que su ineptitud le ha llevado a la tumba.

Nunca te lo perdonaría. Billy es un buen chico. En cuanto puedas, lo metes en un coche y ambos os largáis a Minesota, a casa de tú cuñada, a buscar a las dos mujeres de la casa.

—¿Qué está pasando? —pregunta el tipo al que habéis salvado de morir a manos de los muertos vivientes, cuando por fin recupera el aliento.

—Entiendo que esté bastante alterado, caballero —dices, vigilándolo gracias al retrovisor interior—. Pero en esta ciudad somos gente educada. Al menos, tratamos de serlo. No somos unos catetos. Puede que la mayoría sólo hayamos logrado terminar la primaria, pero no por ello hemos olvidado los modales que nos inculcaron nuestros padres. Lo primero, antes de entablar una conversación, son las presentaciones. Yo soy el Sheriff de este condado: Michael Cuesta; y este de aquí, es mi ayudante, Billy…

—Hola, señor —saluda Billy.

Necesitas saber quién es este hombre y eso va a ser un problema. Está en tu jurisdicción, y no quieres a ningún extraño vagando por ahí. No te gustan los forasteros, ya que los consideras sinónimos de problemas; y menos, los que aparecen justo cuando se desata el infierno en una de las ciudades más tranquilas del país.

—Me llamo James, señor —dice, tratando de ser educado.

—Bien, James —respondes—. Una vez hechas las presentaciones, vamos a centrarnos. ¿Qué esta pasando?, preguntas. No lo sé. No tengo ni repajolera idea. Sólo sé que algo ocurrió durante el desfile y la gente comenzó a volverse loca y a, literalmente, pudrirse. Y si no teníamos bastante con eso, no somos capaces de restablecer el contacto con el exterior. De momento, estamos solos.

—Disculpe —dice James—. ¿A dónde vamos?

—Nos dirigimos a la comisaría —dices tú, sin quitar los ojos del retrovisor interior—. Tenemos que armarnos y empezar a organizarnos. Estoy convencido de que hay mucha gente atrapada, o escondida, a la espera de que alguien les ayude. Y eso es precisamente lo que vamos a hacer.

Vamos a encargarnos de ayudar a toda esa gente desamparada. Tenemos que reunirla en un lugar seguro y esperar a que las comunicaciones se restablezcan y podamos recibir órdenes.

—Entonces, lo siento —te dice con firmeza—. No puedo acompañarlos. Tienen que dejadme bajar.

—¿Y por qué debería hacer eso, forastero? —preguntas, circunspecto.

—Mi esposa —dice, mirando fijamente también al retrovisor interior— debería estar esperándome en una habitación del motel «Paraíso». Necesito ir con ella, saber si está bien. Hasta que no haga eso, no puedo si quiera plantearme ayudar a otros.

—Te entiendo, muchacho —dices con sinceridad, mientras intentas captar una reacción en su cara que te pueda alertar de si miente—. Pero a veces el bien de la comunidad, es más importante que el de uno mismo. Mi esposa y mi hija están muy lejos de aquí, y no sé nada de ellas. ¿Crees que no me gustaría salir con viento fresco de esta ciudad, olvidarme de mi placa y mi deber, para comprobar si están bien?

—Yo no soy policía, señor —responde—. Sólo quiero estar con mi esposa.

—¿Y el arma de fuego que llevas? —preguntas, mientras esperas a que el tipo se delate a sí mismo—. Por qué un hombre que sólo quiere reunirse con su esposa, llevaría un revolver bajo el sobaco.

—Le enseñaría mi permiso de armas —dice, con la voz un poco ronca—. Pero lo olvidé en la otra chaqueta. Si quiere, puede acompañarme al motel…

Estallas en una ronca carcajada, y ésta desgarra la calma que reina dentro del vehículo. Billy casi pierde el control y os estrelláis contra un coche aparcado en plena calle.

—Lo siento, Billy —dices, conteniendo la risa, mientras tocas con la punta de los dedos la culata de tu revólver—. Pero este forastero cree que aquí somos todos unos paletos, que nos pasamos el día chupándonos el dedo.

—No entiendo por qué me dice eso —dice el extraño, sin apartar la vista del retrovisor.

—Bien, haremos una cosa —dices, mientras miras de reojo a los asientos de atrás—. Te dejaremos en la puerta del «Paraíso», y luego regresaremos a por los dos enseguida. Pero tendrás que entrar tu solo, mucha gente depende de que vayamos en su auxilio y no podemos arriesgarnos a entrar al motel, sin apenas armas y munición. Si algo sale mal, se perderían muchas vidas. ¿Lo entiendes?, muchacho.

—Lo entiendo, señor —dice, mientras notas que la tensión de su rostro se suaviza.

—Bien —dices, sin dejar de tocar con tus dedos la superficie lacada de tu viejo revolver—, intentaremos estar de vuelta en menos de una hora. ¿De acuerdo, señor James?

El forastero asiente con la cabeza, sin bajar la mirada.

Luego se baja y corre hacia la recepción del motel.

—Pero señor —protesta Billy—, no podemos dejarle entrar solo.

—Oh, sí que podemos, Billy —dices—. Mira la estrella de cinco puntas que llevo en el pecho. Y ahora, conecta la sirena, y ¡Arranca, maldita sea! No tenemos tiempo que perder.