Señor —dices, mientras pasáis por debajo del quicio de la puerta del motel que siempre pensaste que ibas a encargarte de gestionar, cuando tu padre fuera demasiado mayor como para encargarse él—, está empezando a llover.
—Sí, chico —dice James, mientras extiende la palma de su mano, vuelta hacia el cielo—. Y creo que va a llover de lo lindo.
—Ojalá —dices—. Así la ciudad no olerá tan mal.
—U olerá peor, chico —dice James—. El agua estancada huele fatal.
Te quedas callado, pensando en lo que ha dicho James. Siempre habías asociado el agua con la limpieza; nunca se te pasó por la cabeza que la lluvia pudiese ensuciar las calles.
—¿Has matado alguna vez a un animal o algo parecido? —te pregunta James, interrumpiendo tus cavilaciones.
—No… —dudas—. Bueno… tuve que matar a mi madre… hará un par de horas. Pero yo no quería hacerlo.
—Lo siento, Matt —dice James—. De veras, que lo siento.
—No se preocupe, señor —respondes, intentando parecer un tipo duro, como él—. Ella me pidió que lo hiciera… antes de cambiar. Tuve que cerrar los ojos e imaginar que no era mi madre.
—Tienes valor, Matt —dice James—. Lo que he tenido que hacer arriba ha sido durísimo para mí; y estoy acostumbrado. No creo que con tu edad hubiera sido capaz de apretar el gatillo contra mi propia madre, por mucho que me lo pidiese ella. Espera —se interrumpe, mientras te frena con la mano—. Joder. ¿No lo oyes, chico? —pregunta.
Se queda quieto, en silencio, escuchando con atención, como un depredador. Tú le imitas, y oyes el jaleo, distante, como si mucha gente enfadada viniera hacia donde os encontráis. James, con la cabeza gacha y los ojos fijos en el suelo, como si estuviera tratando de filtrar e identificar el ruido que llega hasta vosotros, te pregunta:
—Matt… Qué tal se te da correr.
—Fui medalla de bronce en las olimpiadas del colegio —respondes orgulloso de ti mismo—. Incluso gané a Alan, que era un chico inglés, dos años mayor que yo.
—Bien —dice James—. Me alegra oír eso.
—¿Vamos a echar una carrera, señor? —preguntas.
—Sí —responde James—; y pienso ganarte, chaval.
—¿Dónde está la meta? —preguntas.
—¿Sabes dónde está la puerta sur del parque? Ésa que tiene una especie de arco encima…
—Claro, señor —respondes con entusiasmo, a pesar de que eres plenamente consciente de lo que trata de hacer. Sólo quiere distraer tu atención, para que no te des cuenta de que os vais a jugar la vida. No le corriges ni te enfadas, porque lo está haciendo para protegerte; y eso, te gusta. Y además, crees que puedes ganarle.
—Preparados —empieza a decir James, mientras mira, de soslayo, al fondo de la calle y trata de disimular lo preocupado que está—, listos… ¡ya!
Echas a correr, lo más rápido que puedes. Todo depende de la velocidad de tus piernas, porque sus zancadas son mucho más largas. Por una que das, el da dos o tres. Abres un poco de hueco entre ambos, y esbozas una sonrisa. Te estás divirtiendo, corriendo por el medio de la calzada, bajo la lluvia. De pronto, cuando te crees claro vencedor de la competición, ves como James te sobrepasa. Aceleras el ritmo, y te pones a su altura.
Mantenerte a la par, te cuesta horrores.
Encima, cuando miras a James, te das cuenta de que se ve ridículo, corriendo con traje y corbata, y llevándose una mano a la copa del sombrero, para no perderlo.
Parece uno de aquellos actores cómicos de las películas mudas que tanto te gustaba ver con tu padre; porque fueron los únicos momentos en que tu progenitor lloraba hasta la lágrima y abandonaba el aspecto de hombre circunspecto que tan poco te gustaba.
Percibes la resistencia del aire contra tu cara y disfrutas de la tensión que soportan tus tendones y músculos, como consecuencia del esfuerzo al que lo sometes, para poder disputarle la carrera a James. Si no fuera porque os siguen una manada de locos que pretenden daros caza y devoraros, éste sería un momento épico, digno de recordarse.
Entonces, cometes el fatal error de mirar directamente a los ojos de James, cuando esté retrocede un poco, para echar un vistazo por encima del hombro, mientras te pide que no te des la vuelta, que sigas corriendo, con la vista siempre fija al frente. Descubrir semejante horror en la expresión de quien, muerto tu padre, has puesto en lo más alto de la lista de ídolos incorruptibles, provoca que el pánico se adueñe de ti en cuestión de segundos.
—¡No mires atrás! —brama James, al darse cuenta de que no le has hecho caso.
James se vuelve a poner a tu altura. Empiezas a sospechar que él está siguiendo tu ritmo. Si se pusiera realmente a competir, te dejaría atrás en un abrir y cerrar de ojos. Se está arriesgando, por salvar tu vida. No te conoce, pero no te abandona, cuando podría hacerlo, y nadie lo sabría. Le miras asustado, y el sonríe, como si no pasara nada. Intentas hacerle caso, y no mirar atrás. Pero cada vez que vuestros ojos se cruzan, sin que él se percate, ves como crece el miedo en su expresión ya de por sí, convulsa. Entonces, miras tú también por encima del hombro, y te quedas atónito.
Has cometido un error fatal. Te das cuenta de que puede que esté todo perdido. Aún así, tratas de seguir corriendo, pero tus piernas se enredan y te das de boca contra el asfalto.
En el suelo, mientras la sangre comienza a manar de tu nariz maltrecha y se desborda por las comisuras de la boca, te apoyas con ambas manos, arañadas después del tropezón, y contemplas el fondo de la calle. Hay miles de personas caminando hacia vosotros. Comprendes que no hay forma de escapar. Tarde o temprano os alcanzarán.
Toda esa gente…
Sientes como una fuerza invisible te eleva del suelo…
Es James. Te sostiene por los sobacos, y te sube a caballito.
—Agárrate bien, Matt —te dice, mientras recoge tu escopeta caída en el suelo y te agarra con fuerza para que no te deslices cuando se inclina para hacerlo.
Tú obedeces, aturdido, como si fuera un sueño.
Rodeas con fuerza el cuello de James con tus brazos flacos. El bamboleo es infernal. James corre muchísimo más rápido de lo que jamás hubieras imaginado. Parece un atleta de esos de cien metros lisos.
Una vez miras por el rabillo del ojo, te ves incapaz de apartar los ojos de la turba de seres grotescos que os siguen. Te vuelves constantemente hacia atrás, y a pesar de que esos monstruos son lentos, da la impresión de que no os distanciáis un ápice.
«Espera un momento», piensas. Entonces, lo entiendes. No es que os estén ganando terreno. No os siguen. Hace tiempo que diste esquinazo a los que os perseguían. Salen de todos los lados. Puede haber más delante de vosotros.
—Estamos cerca, Matt —dice James, entre jadeos y pausas, respirando como si no fuera a aguantar mucho más—. Cuando encontremos el coche, estaremos a salvo. Los dos. Te lo prometo, chico. Tienes que ser valiente.
Tú no respondes, estás profundamente afectado por lo que acabas de ver.
A ambos lados de la calle siguen saliendo monstruos.
Gruñen y emiten una especie de cánticos gutural que provoca que se te hiele la sangre.
—Matt —grita James—, si ves que no vas a poder controlar el miedo, cierra los ojos. Es mejor que no mires, chaval.
—No, señor —mientes—. Puedo soportarlo.
—Como quieras —responde James.
Entonces, al mirar al frente, por encima del hombro izquierdo de James, ves una maraña de monstruos, paseándose de un lado a otro, en las inmediaciones de la puerta del parque, como si vagaran sin rumbo y todavía no se hubiesen percatado de vuestra presencia.
James se para de golpe. Parece exhausto, como un galgo viejo, después de una carrera demasiado exigente.
—Matt —dice James, mientras te ayuda a escurrirte por su cadera y a bajar al suelo—, necesito que seas fuerte. Mucho. Tanto, como cuando tu mamá te pidió que lo fueras. Así de fuerte. Tenemos que atravesar por aquí, y para ello necesito que cojas la escopeta y me ayudes a llegar hasta el coche. Ahí estaremos a salvo. ¿Puedes hacerlo?
Tú afirmas, moviendo la cabeza arriba y abajo, porque las palabras no te salen.
—Creo que vamos a tener que abrirnos paso a tiros —continúa diciendo James—, y si te llevo a caballito, no lo conseguiremos.
—Vale, señor —logras decir—. Seré valiente.
—Bien, muchacho —dice James, mientras te entrega la escopeta por la culata.
A vuestro alrededor afloran los monstruos. Toda la zona está plagada. Si quisieran, podrían rodearos en cuestión de segundos.
«No tiene que quedar nadie vivo en el pueblo», piensas aterrorizado. «Hay más monstruos que personas en el desfile».
No puedes acobardarte, después de todo lo que has sufrido. James necesita tu ayuda ahora. Solo no podrá hacerlo. Así que te armas de valor, cargas los cartuchos en la escopeta y te aseguras de que tienes más munición en los bolsillos del pantalón. James saca su revolver y te mira, fijamente, mientras hace girar el tambor de su arma y la amartilla.
—Lo siento, muchacho —dice—. Ojalá no tuviéramos que hacer esto.
—Ya… —logras decir.
—¿Listo? —pregunta James.
—Sí, señor James —respondes sin mucha convicción.
—Llámame, James, a secas, Matt —te dice.
Sonríes bobaliconamente. Sientes pánico, pero a la vez, la adrenalina que fluye por tus venas, como si estuviera a punto de revivir un episodio del Llanero solitario, te hace sentirte más valiente de lo que creías poder estar nunca, dadas las actuales circunstancias.
—No te alejes de mí —te ordena James—. En ningún momento. Tú me cubrirás la espalda, y yo abriré un camino entre ellos, por el que poder pasar, ¿de acuerdo?
Asientes con toda la trascendencia que te permite tu cabeza demasiado desproporcionada en relación con tu cuerpo y tu cara llena de granos.
James comienza a caminar. Tú le sigues, a su lado, como un par de tipos duros.
«Madre mía», piensas, «parece Bogard o Cagney. Tiene que ser incluso más duro que los dos juntos. Seguro que les ganaba en una pelea limpia».
Le sigues, intentando estar lo más cerca posible de él.
Te das cuenta de que no camina en línea recta, sino que trata de dar un rodeo, acercándose a los edificios contiguos, construidos con ladrillos, de dos o tres plantas, situados a vuestra izquierda, y de frente a la puerta del parque. Probablemente quiere que vayan hacia vosotros, que os persigan, y dejen el lugar a dónde pretendéis ir.
Cuando estáis en la acera, a un palmo de la pared de la fachada de ladrillo de uno de los edificios, caminado despacio, muy despacio, mientras James mira fijamente hacia la puerta del parque, y casi puedes oír los engranajes de su cerebro pensando, un fuerte estruendo suena justo encima de vuestras cabezas. Sientes un repentino dolor, indescriptible, cuando cae sobre vosotros una lluvia de cristales proveniente de una de las ventanas del edificio.
Los monstruos se olvidan por un momento de vuestra presencia, y miran al cielo, anonadados, hacia donde debe estar la ventana quebrada.
A un metro escaso, contemplas, estupefacto, como se estrella el cuerpo de un hombre. Si hubiera caído un metro más hacia la derecha, os hubiese aplastado a James o a ti. Por la trayectoria, y la violencia del impacto, imaginas que se ha precipitado al vacío, después de atravesar una de las ventanas del edificio situado a vuestro lado.
Cuando por fin eres capaz de mirarlo sin emborronar la imagen, te das cuenta de que lo conoces. Es Mark, el chico que trabaja en la tienda de ultramarinos del señor Strong.
«¡Madre mía!», piensas. «Sangra por todas partes».
Observas también como tirita y gime, igual que lo hacía tu abuela Sarah cuando se estaba muriendo y se mudó a vivir, los tres meses que le quedaban de vida, con vosotros, al motel, para que mamá pudiera cuidarla.
—Ayudadme, por favor —balbucea.
Los monstruos comienzan a reaccionar, incluso aquellos que todavía no se habían dado cuenta de vuestra presencia, se dirigen hacia donde os encontráis.
—Tenéis que sacarme de aquí —dice Mark. Aunque apenas entiendes lo que dice cuando habla. Le faltan la mayoría de los dientes y escupe constantemente sangre y espumarajos por la boca de color amarillento.
James mira en todas las direcciones, como un perro acorralado. Parece desbordado por la situación, como si no supiera cómo reaccionar ante lo que acaba de suceder. Sí, parece perdido; pero tú tienes fe en él. Estás convencido de que os sacará de aquí, sanos y salvos. Es tu nuevo héroe, tan valiente como los personajes de aquellas tiras de prensa bélicas que leías en casa del tío Paul.
—¿Puedes moverte? —pregunta James, contemplando con una mueca de asco las piernas destrozadas de Mark.
—No siento nada… —solloza Mark.
De pronto, James comienza disparar. Tres disparos… tres aciertos. Los monstruos, que ya os rodean, se detienen, un segundo, cuando los tres que reciben el impacto de lleno, caen al suelo; pero luego reanudan la marcha.
—Estás muerto, chico —dice James—. No vamos a poder hacer nada por ti.
«No puede ser», piensas decepcionado. «James no puede abandonar a un hombre herido. Eso no lo haría un héroe. Tenemos que intentar salvarle, aunque parezca imposible».
—Lo siento —dice James—. Lo máximo que puedo hacer por ti, es gastar una bala e impedir que te transformes en una de esas repugnantes cosas.
Los tres monstruos caídos, comienza a levantarse del suelo, con suma torpeza.
Mark no contesta. Parece tan traumatizado, que se limita a enterrar la cabeza contra el asfalto y rompe a llorar.
—James —dices, viendo como los tres monstruos ya han logrado levantarse—, tienes que dispararles al cerebro… como a la mujer del motel.
Mark aparta un poco la cara del asfalto, y suplica:
—No deje que me coman. Máteme. Haga lo que sea… Pero no deje que me coman. No quiero morir así, así no. Por favor.
James dispara, sin pensárselo, y la cabeza de Mark retrocede y se encoge. Luego choca contra el asfalto, con un boquete sanguinolento abierto en la frente. James prosigue disparando, pero esta vez a los monstruos. Un par de disparos y esta vez las balas atraviesan el cráneo de dos de ellos. Los cuales dudas que puedan volverse a levantar.
James, después de que no puedas aguantar las lágrimas y te quedes pasmado, mirando con la cara desencajada el cuerpo roto de Mark, te dice:
—Si quieres seguir con vida, Matt. ¡Sígueme!
Notas como James te agarra por el brazo, y tira con fuerza de él, hacia sí. Tú le sigues, a regañadientes, y haciendo de tripas corazón. Entonces, en una décima de segundo, ves como el infierno se desata a tu alrededor.
Los monstruos comienzan a avanzar en tromba; apenas dejan resquicios entre un cuerpo y el siguiente, por los que poder escabullirse.
James se abre paso a tiros. Dispara varias veces, y vuelve a llenar el cargador, mientras te pide que dispares y te muevas. Le sigues, caminando entre una muchedumbre de seres grotescos, porque correr ya es imposible. El hedor a vísceras y a podredumbre en insoportable. Te sorprende que todavía no te hayas doblado y puesto a vomitar; por el contrario, sigues a James, dando vueltas sobre ti mismo, tratando de adelantarte a cualquier intento de sujetarte. Aprietas tanto los dedos contra la superficie de la culata, que experimentas una desagradable quemazón en las yemas de estos.
Una maraña de cuerpos incompletos y podridos se precipitan sobre el cuerpo muerto de Mark, como perros hambrientos. A pesar de que, en el fondo, sabes que no podríais haberle salvarlo, que, probablemente, si lo hubierais intentado, hubieseis muerto todos —y no solo él—, no puedes evitar sentirte culpable del terrible final que le tenía reservado el destino. Entiendes la decisión de James, pero, aún así, te niegas a aceptar que pegarle un tiro en la sesera fuera la única opción. Tenía que haber algún otro modo de salvarlo, aunque no sepas cuál.
«Eres un niño, idiota», piensas. «Pero James no, él es un adulto. Debería haber encontrado un modo de salvarle».
No te queda más remedio, porque la turba se apelotona a un metro escaso de vosotros, así que efectúas un disparo a bocajarro, como te pide James que hagas, con el propósito de que se aparten de vuestro camino. Crees que has alcanzado a uno. Pero ahora están tan juntos, que no eres incapaz de constatarlo. No ves con claridad a un palmo de tu cara. Además, la lluvia, tampoco es que ayude demasiado.
James trata de animarte para que avances y sigas disparando, mirándote con una sonrisa esbozada en la cara crispada por la tensión y el miedo.
Cuando tratas de cargar la escopeta, él se encarga de mantenerlos a raya, lanzando una salva de munición contra las cabezas de aquellos bichos. Te sorprende la buena puntería que tiene; y eso te hace sentir algo más esperanzado; aunque no mucho. Puede que tengáis una remota oportunidad, si James sigue siendo tan certero.
Aún así, estáis demasiado cerca de ellos. James tiene que apartar a varios, empujando, braceando y golpeándolos con los puños desnudos. No comprendes como pueden haber acudido tantos en tan poco tiempo, con los lentos que son.
Tal vez hubiera sido mejor que os hubierais quedado escondidos en alguna de las habitaciones del motel.
Seguro que los soldados os hubiesen rescatado, tarde o temprano.
Notas los ojos llorosos y el paladar espeso y agrio. El temblor de tus manos es tan frenético que, más de una vez, dejas, impotente, que algún cartucho se cuele entre los dedos y caiga rodando al suelo, lejos de tu alcance, cuando tratas de alojar los proyectiles en la recámara de la escopeta.
James grita y gruñe, mientras aparta con furia a todo aquel que se atreve a cruzarse en su camino. Parece fuera de sí. Un hombre cruel desatado, como un animal salvaje que lucha por subsistir, a la amenaza que se cierne sobre vosotros, a pesa de que lo tiene todo en contra.
Tú, por el contrario, cada vez te sientes más torpe y cansando. Crees que has derribado, como mucho, a cuatro o cinco de aquellos monstruos.
Estás errando la mayoría de los disparos que realizas. Del único que estás seguro de haber derribado, ha sido el último bicho que se ha puesto en tu camino. Ha sido realmente asqueroso.
Apenas estaba a unos centímetros de ti. Tú has apuntado el cañón de la escopeta, lo más arriba que has podido, y has apretado el gatillo, mientras rezabas por no fallar. Su cabeza ha reventado como una calabaza, y te ha salpicado, empapándote de arriba abajo de sesos y de una especie de sustancia negruzca, tan espesa, que has tenido que restregarte los ojos y la cara para pode ver de nuevo.
No sabes cuántas yardas habéis logrado avanzar.
Dudas de que hayáis recorrido más de cinco o seis. Aún así, tendríais que estar cerca de la puerta del parque que tanto interés tiene James en encontrar. Aunque no lo puedes confirmar, porque eres incapaz de ver por encima de la multitud de cabezas grotescas que os rodean.
Como están tan próximos a ti, lo que eran caras amorfas que parecían máscaras de carne descosida y supurante, se han convertido en los rostros de personas que hacía menos de unas horas habías visto, desde la cornisa del motel, mientras esperaban a que pasaran los integrantes del desfile. Vecinos, personas normales, que desde que tienes uso de razón recuerdas.
Entre los monstruos puedes reconocer a varios vecinos y huéspedes del hostal, a pesar de las heridas y las sangre.
Julia Watts, la anciana que siempre te daba un par de centavos para que le cortaras y adecentaras el jardín, además de pasear a su perrito. Ted Powel, el dueño del bar. Tu profesor del colegio: el señor Zimmer. Jodie, la chica de la que estabas enamorado, cinco años mayor que tú, y que salía con el odioso capitán del equipo de fútbol del instituto. Bob, el de la tienda de golosinas.
Craig, el mejor jugador local de baloncesto, que seguramente habría acabado jugando en la liga profesional. Gabriel, el acomodador del cine, que siempre que podía te colaba por la puerta trasera. La señora Anderson, la mamá de tu mejor amigo, Steve, quien preparaba el mejor bizcocho con almendras del mundo. El borracho del pueblo, que nunca supiste cómo se llamaba y que siempre estaba dando la tabarra a los clientes del motel; por lo que tú papá tenía que pedirle que se marchara y dejara de molestar a los clientes.
Incluso el malvado señor Hill, que os gritaba y os amenazaba cuando os colabais en su jardín a recoger la pelota que se os había colado tras un mal golpeo…
Y así, un interminable tropel de rostros conocidos, algunos con un nombre asociado a lo que queda de sus caras; otros, rostros anónimos, que siempre formaron parte de tu paisaje cotidiano.
«Espero no darme de bruces con Steve», piensas, «o con cualquiera de los de la pandilla. Me volvería loco».
Horrorizado, te das cuenta de que no te quedan más cartuchos. James parece haberse quedado también sin balas.
—¡Dame eso! —te dice, extenuado, mientras se guarda el revolver.
Le tiendes la escopeta. James la toma por atrás, como si fuera un bate de béisbol, y no un arma de fuego.
Entonces, comienza a lanzar golpes, a diestro y siniestro.
Algunos impactan en los monstruos, derribándolos o desequilibrándolos; otros, la mayoría, simplemente cruzan el aire, y os permiten abriros espacio suficiente como para poder seguir ganando yardas.
—James, señor —gritas—, ¿queda mucho?
James tarda en responder, pues jadea y respira como si estuviera punto de desmayarse o de sufrir un ataque al corazón. Su cuerpo debe de estar al límite de sus fuerzas.
—No sé si vamos a poder conseguirlo, Matt —confiesa James—. Lo siento de veras, chaval.
Te das cuenta de que estás tan agotado, o más, que James. No puedes dar un paso más. El calor y el hedor, a pesar de la lluvia, es insoportable.
—Es inútil. Matt —grita James, desesperado—. Tenemos que improvisar otro plan… ¿Ves aquel coche azul de allá, con la capota negra echada?
—Sí, lo veo —respondes, a pesar de que no ves bien el coche, debido al muro de cuerpos que se interpone en tú visión, mientras te pegas todo lo que puedes a James.
—Solo tienes una oportunidad de escapar —dice James—. Tienes que llegar hasta el coche, meterte dentro y echar los seguros. No te preocupes, las puertas están abiertas; no las cerré… cuando dejé aparcado el coche.
—¿Y qué piensa hacer tú? —respondes enfadado y harto.
—Voy a distraerlos —responde James—. Intentaré alejarlos del coche; y luego, tendrás que estar muy atento, para quitar el seguro cuando me veas aparecer. ¿Estás preparado?
—Sí —dices, sin saber realmente si lo estás.
—Bien, Matt —grita James—. ¡Ahora! ¡Vamos!… ¡ya! ¡Corre!
Echas a correr hacia el coche, lo más rápido que puedes. El automóvil debe de estar a poco más de cinco metros, si no te equivocas de vehículo.
Mientras te mueves, ignorando el cansancio que te agarrota las piernas y convierte cada zancada en una horrible agonía, echas un breve vistazo, con el rabillo del ojo, y ves como James se está abriendo paso a lo bestia, en dirección contraria. Lo que provoca que los monstruos se queden paralizados, como si no supieran a quien seguir.
Continúas corriendo entre ellos, esquivándoles según te vienen, como cuando jugabas a pillar en el colegio.
Tienes muchísima suerte. Dos o tres veces a punto están de alcanzarte, pero la providencia, o la torpeza de aquellos bichos, hace que puedas desembarazarte de su presa antes de que ésta se cierre.
Comienzas a oír un estruendo metálico… Los monstruos se quedan aturdidos por el eco estrepitoso que resuena en el aire. Probablemente sea James, armando escándalo. De pronto, no puedes evitar sentirte más optimista, cuando te das cuenta de que todos los monstruos se dirigen hacia la misma dirección de donde provienen los golpetazos. Sólo cuando pasan a tu lado, intentan atraparte. Pero cuando los cintas y sigues corriendo, ellos abandonan la persecución y continúan su hierática marcha hacia lo que sea que origina el ruido metálico.
Por fin llegas hasta el coche. Abres la portezuela, consciente de la tremenda suerte que has tenido, pues si te hubieras equivocado de vehículo, no habrías tenido tiempo de rectificar, antes de que te atraparan. Una vez te cuelas dentro, cierras la portezuela a tu paso y echas los seguros, como te pidió James que hicieras. Te agachas, acurrucándote entre el asiento y el volante. Un centenar de aquellos monstruos pasa de largo. Da igual por cual ventanilla mires, sólo ves cuerpos, y más cuerpos en descomposición, avanzando como si fueran un ejército desordenado.
Desde donde te escondes, puede ver el retrovisor izquierdo. Miras y ves a James, subido en lo alto de otro coche. Los monstruos no son capaces de llegar hasta él.
Cada vez que uno trata de alcanzarlo, él lo golpea con la culata de la escopeta y éste retira las manos. Cuando nadie hace ademán de atraparlo, se dedica a golpear el canto de la escopeta contra el techo del vehículo, como un chimpancé desquiciado.
Parece que logra mantenerlos a raya. Pero son demasiados. Tarde o temprano, lo atraparán, o algo peor.
Tienes que ayudarle.
Miras el salpicadero, y buscas las llaves. No están por ningún sitio.
«Espera», piensas, «debajo del volante, hay unos cables colgando. James le ha hecho un puente a este coche, como en las películas. Puede que no sea su coche. Madre mía, tiene que ser un gángster».
Miras atentamente los cables, y tratas de unir sus puntas de cobre. Tras un chispazo, que te hace dar un respingo, porque no esperabas establecer contacto con tanta facilidad, el motor comienza a rugir.
Das gracias al cielo de que el tío Paul no le hiciera caso a tu madre, y te diera también unas pocas clases de conducir. Al final, lo único que te va a servir de verdad, son todas aquellas cosas que tu madre te decía que no necesitabas saber, y que el tío Paul se empeñaba en enseñarte de forma furtiva; incluso, cuando tú le recordabas que tu madre, y por ende, su hermana, os lo habían prohibido explícitamente.
Bastaba que tu mamá dijera: —Mi hijo no tiene por qué saber cómo pelear—, para que tu tío Paul apareciese el día de tu cumpleaños con un par de guantes de boxeo colgados del hombro.
Aprietas el embrague, hasta donde alcanzan tus piernas, y metes primera. Luego retiras poco a poco el pie del embrague, mientras comienzas a pisar el acelerador.
Aún así, el arranque es más brusco de lo que esperabas, y el automóvil sale despedido hacia delante, como un caballo encabritado. Finalmente, logras hacerte con el control, y te sientes aliviado.
Comienzas a avanzar hacia donde está James.
El ruido del motor atrae la atención de los monstruos y muchos se vuelven hacia ti. Te asustas, cuando ves como se empiezan a arremolinar entorno al coche, y decides apretar el acelerador a fondo, en el preciso instante que un par de ellos se echan encima del capó y golpean el parabrisas con sus caras.
No tienes ni idea por dónde vas. El cristal del parabrisas se ha agrietado e impregnado de la sustancia negruzca que sale de las cabezas de los monstruos; sumado a la lluvia que ahora cae de forma torrencial.
Intentas frenar, pero no pisas bien el pedal de freno.
Vuelves a pisar a fondo, pero tu pie, fruto de los nervios, cae esta vez sobre el acelerador. Sientes una punzada de dolor horrible y te ves impulsado hacia atrás, empotrándote contra el asiento.
Un estruendo metálico; y luego, un silencio antinatural. Has golpeado violentamente contra algo; quizá otro automóvil. Te sientes mareado. Todo se vuelve borroso y tus sentidos no responden correctamente.
Sientes un dolor frío en el pecho y las articulaciones te palpitan. Retiras la cabeza dolorida, y sientes como la sangre mana de tu frente a borbotones. Enseguida pierdes la conciencia y quizá la vida.