Marie 3

Intentas prestar atención a las palabras del Sheriff, pero tu mente está desquiciada por todas las calamidades que has tenido que soportar durante este día. Eres incapaz de concentrarte. Intentas sosegarte, pero eres un hervidero de tensión.

Las cosas han ocurrido tan deprisa que no has tenido tiempo ni siquiera de sentarte a llorar. No te ves con fuerza de asimilar la muerte de tu marido. Todo lo ocurrido durante este día es tan descabellado, que no eres capaz de quitarte de la cabeza la idea de que lo que te está pasando no es más que una broma pesada y que, en cualquier momento, tu marido va a aparecer vivito y coleando.

Se oye un estruendo, y pegas un respingo. Después, todos los presentes os quedáis en silencio, paralizados por el miedo, mirándoos los unos a los otros, sin saber bien qué hacer. Excepto el Sheriff, quien se levanta como un resorte de la mesa y se encamina, desenfundando el revolver, hacia la puerta que conduce a las escaleras que comunican con las plantas inferiores del edificio.

Mientras abandona la oficina con la determinación y la seguridad propia de quién sabe —al menos, en apariencia— lo que está haciendo, os pide al resto que os quedéis dentro de la oficina y cerréis la puerta tras él.

—Probablemente no sea nada —dice.

John le pregunta si puede ir con él. El Sheriff parece estudiar su rostro, durante unos segundos, y luego asiente con la cabeza, mientras le dice que se sitúe siempre detrás de él.

Entonces, de forma instintiva, das un paso al frente y te ofreces voluntaria para acompañarles. El Sheriff te mira como si no le cuadrara que alguien como tú, tome la determinación de jugarse el pellejo. No es el único, tú tampoco sabes muy bien por qué lo haces. Sólo que necesitas hacer algo, lo que sea, que te haga sentir útil.

Desde la muerte de Greg, te has sentido como una pelota de béisbol, yendo de un lado a otro, porque las circunstancias así lo dictaban, y quieres, de una vez por todas, empezar a tomar las riendas de la situación.

Estás harta de limitarte a reaccionar después de que las cosas sucedan. Necesitas tener algo de iniciativa, hacer algo que te demuestre que no eres una cobarde.

Poner tu vida en peligro, si es preciso.

Por la cara que pone el Sheriff, la idea de que les acompañes, no le gusta demasiado; pero no sabes por qué, te dice que te pongas tras John.

Quizá simplemente, es que no quiere perder el tiempo discutiendo.

Entonces le pide a Timothy que haga el favor de quedarse y que trabe la puerta, para custodiar el armario donde se guardan todas las armas; aunque no le entrega las llaves del armero.

Bajáis casi a la carrera, siguiendo la estela del Sheriff, quien camina con una soltura envidiable por las escaleras, a pesar de la penumbra, mientras se asegura de que los distintos tramos están despejados y no hay ninguno de aquellos bichos al acecho, y os dice cuando parar y cuando moveros.

No haces más que mirar por encima de tu hombro.

Basta que mires al frente, para que cualquier ruido o ráfaga de viento, te hagan tener la impresión de que, en cualquier momento, te vas a volver y te vas a encontrar con el rostro pútrido de una de esas horribles criaturas. Aún así, eres incapaz de dejar de mirar hacia atrás, cada medio segundo.

Por fin llegáis a la última planta y os coláis por el hueco de una puerta blindada.

Se trata de los calabozos de la comisaría.

Empiezas a sentir el pálpito de que quizá no haya sido tan buena idea unirte a la expedición. El estrecho pasillo de ladrillo rojizo está sólo iluminado por un tenue resplandor que se cuela por los ventanucos de las distintas celdas, situadas en línea, a vuestra derecha.

En la última celda, encontráis al ayudante del Sheriff, de rodillas, con la cabeza escondida entre los hombros, rodeándose con el brazo izquierdo el derecho, el cual está extendido, sosteniendo el revolver con la mano flácida.

Solloza y tirita, mientras gime y balbucea; por un momento te da la impresión de que está rezando.

El Sheriff se detiene y le apunta con su revolver, mientras le pide con voz paternal que levante la cabeza y le mire. Su ayudante se vuelve hacia él y le mira con el rostro desencajado.

—¿Qué ha pasado, Billy? —pregunta el sheriff.

—No he podido matarle, señor —responde Billy, mientras lanza salivazos al hablar y los mocos se deslizan por los orificios nasales de su nariz, diseminándose por las inmediaciones—. Soy un maldito cobarde.

—No te preocupes, Billy —dice el Sheriff—. Todo está bien. No tienes por qué matar a nadie.

—Pero, señor —se queja Billy—. No podemos dejar que se convierta en una de aquellas cosas. Es peligroso.

—Lo sé, hijo —dice el Sheriff—. Pero ese tipo de decisiones las tenemos que tomar entre todos. Tú no tienes por qué cargar con toda la responsabilidad.

—¿Pero no es nuestro deber, señor? —pregunta Billy—. Nosotros somos la autoridad. Es nuestra responsabilidad mantener el orden. Usted me lo dice siempre. Tenemos que servir y proteger.

—Billy —dice el Sheriff—. Las cosas han cambiado.

Tenemos que adaptarnos. Todos estamos muy afectados por lo que está pasando. Así que no intentemos abarcar tanto, ¿vale? Vayamos paso a paso. Guarda el revolver en su funda.

—Sí, señor —dice Billy—, como diga, pero…

—Guárdalo, hijo —dice el Sheriff—. Eso es lo primero que tienes que hacer. Guarda el arma, y charlaremos, tranquilamente, como hombres civilizados.

—¿Cree que el mundo se ha ido al infierno? —pregunta Billy— ¿Cree que podemos hacer algo para solucionar lo que está pasando?

—No lo sé, Billy —responde el Sheriff—. Pero tienes que guardar el revolver. Estamos demasiado alterados… Es importante que lo hagas. Ayúdame a calmar las cosas: enfunda el arma.

—Porque si el mundo está jodido —dice Billy, como si no hubiera prestado atención al Sheriff—, de qué vale seguir luchando. —Billy alza el revolver—. Podría mataros a todos, y luego pegarme un tiro.

—Billy, no —dice el Sheriff—. Ninguno de nosotros quiere hacer daño a nadie, y menos tú. Eres un buen chico, y el marido de mi hija.

—No he sido capaz de matar al forastero —se lamenta Billy—. He apartado el cañón, un segundo antes de apretar el gatillo.

—¿Él está bien? —pregunta el Sheriff, mirando de reojo hacia los barrotes de la celda.

—Sí, señor —dice el forastero, desde el interior—. Estoy bien. No se preocupe por mí.

—Billy —sigue diciendo el Sheriff—, sabes como es el procedimiento. Necesito que bajes el arma, ya.

—Sé que no he podido matar al forastero —dice Billy—. Sé que soy un cobarde. Pero si realmente el mundo se hubiera ido al infierno, quizá podría reunir el valor necesario para ahorrarnos más sufrimiento.

—No vas a dispararme, Billy —dice el Sheriff, cuando su ayudante os encañona con el revolver y sonríe con los ojos inyectados en sangre y una sonrisa demente dibujada en su faz—. Soy el padre de tu esposa… tu suegro. Somos familia. Así que no hagas nada de lo que puedas arrepentirte el resto de tu vida. Baja el arma.

—Rachel —solloza—. Oh, Rachel. Mi querida Rachel. ¿Cree que sigue viva, señor?

—No lo sé, Billy —dice el Sheriff—. No tenemos motivos para creer que le ha pasado nada. Aún así, rezo para que esté bien. Yo también estoy muy preocupado por ella y su madre. Te juro que iremos a buscarla en cuando sepamos qué está pasando aquí.

—Puede que estén muertas, ¿verdad? —dice Billy.

—Es una probabilidad, Billy —dice el Sheriff—. Pero tenemos que tener esperanza. Ser fuertes.

—No le vuelve loco —dice Billy— pensar que puede que su mujer y su hija hayan muerto, o peor aún, que se hayan convertido en uno de aquellas cosas.

—No puedo permitirme ese lujo, Billy —responde el Sheriff—. Ninguno de nosotros podemos permitirnos el lujo de preocuparnos tanto, por algo que no está bajo nuestro control. Perderíamos la chaveta, si lo hiciéramos. Tenemos que tratar de sobrevivir, y para hacerlo, necesitamos centrarnos en todas aquellas cosas que sí están en nuestra mano.

—¿Por qué, señor? —pregunta Billy—. ¿Por qué tenemos que seguir sufriendo así? ¿No sería mejor que decidiéramos terminar con todo, antes de que esos bichos acaben con nosotros? Si la infección se ha extendido por todo el planeta, ¿no es cuestión de tiempo que acabemos sucumbiendo? ¿Por qué no poner fin a la agonía?… —dice Billy alzando el revolver con el cañón vuelto hacia sí.

—No, Billy —dice el Sheriff—. Aún puede quedar gente a la que rescatar. Y aunque la sociedad haya cambiado, tenemos que seguir tratando de ayudar al mayor número de personas que podamos; ya te lo dije. Rendirnos sería una cobardía por nuestra parte. Siempre hay esperanza. Si no puedes hacerlo por ti, hazlo por mi hija, por favor. Por Rachel. No le rompas el corazón. Sigue adelante. No podría soportar tener que decirle que su marido se rindió, dejó de buscarla y se pego un tiro. Esa es la solución fácil. Te juro por Dios, Billy, que iremos a buscarlas, a las dos. De eso, que no te quepa la menor duda. Pero antes, tenemos otras cosas que hacer. No va a ser fácil, y te necesito a mi lado, apoyándome. Te necesito cuerdo y entero para que, una vez hayamos terminado con nuestras responsabilidades, podamos centrarnos en localizar a Maggie y Rachel. Porque si hay una cosa de la que estoy seguro, al cien por cien, es de que solo, no podré. Te necesito, hijo.

—Lo siento, señor —dice Billy, limpiándose la cara con la manga—. No sé si me quedan fuerzas para seguir. Estoy agotado. Nunca había sufrido tanta presión. Quiero que usted esté orgulloso de mí, pero no sé cómo voy a ser capaz de continuar…

—Billy, hijo —interviene John, quien se había mantenido al margen durante toda la conversación—, si alguien me dijera a mí, que existe una probabilidad, aunque fuera remota, de encontrar con vida a mi esposa y a mi hijo, no lo pensaría dos veces… Viviría, por ellos. Para poder llorar a los muertos, tienes que tener un cuerpo primero… Mientras no veas el cadáver de tu esposa, de Rachel, no puedes rendirte y tirar la toalla. Por muy mal que estén las cosas, tienes que seguir luchando. Soy consciente de que Amy, mi esposa, está muerta, y de que jamás volveré a verla. La he enterrado con mis propias manos. Es injusto, y duele muchísimo. Pero tú, Billy, aún eres joven. Si no me he rendido yo, tú menos. No tienes derecho a bajar los brazos, hasta que no sepas a ciencia cierta que tu mujer y tu suegra están muertas. Se lo debes a la mujer que le juraste fidelidad. Cuando descubras con tus propios ojos que ambas están muertas, o que Rachel está muerta, entonces, Billy, si sigues queriéndolo, yo mismo te volaré la tapa de los sesos.

—John tiene razón —dices tú—. Apenas nos conocemos, Billy. Soy nueva en esta ciudad. Pero yo vine aquí, pensando que iba a pasar los mejores años de mi vida. Nunca imaginé que, desde el momento en que entré en este condado, estaba condenado a sufrir de forma tan cruenta e inhumana. Vine aquí, porque era el sueño de mi esposo: tener una casita a las afueras, donde poder escribir y envejecer juntos; y tal vez, incluso tener hijos. Y ahora no me queda nada. Nada, Billy. Él ya no está. Sería injusto que tú te rindieras, cuando aún hay esperanzas, para los que realmente lo hemos perdido todo. No sé John, pero yo, al menos, por el único motivo por el cual sigo luchando por sobrevivir, a pesar de que no tengo ninguna gana, es por Greg, mi marido. Por su recuerdo. No puedes rendirte, maldita sea, Billy.

—Pero yo no quiero acabar como vosotros —dice Billy, alzando el revólver, mientras te mira fijamente, con los ojos llorosos—. No me siento con fuerzas para soportar tanto dolor, como el que habéis soportado vosotros.

»Quiero con toda mi alma a su hija, señor. Usted nunca me creía, cuando se lo decía. Pero es verdad. Rachel es el motor de mi vida. Sin ella, no soy más que un perdedor. Un negado de mierda.

—No eres ningún negado, Billy —dice el Sheriff.

—Vamos, señor —solloza Billy, más alterado—. ¡No me mienta! ¡Deje de fingir de una puta vez! Siempre ha creído que su hija cometió un terrible error, casándose conmigo. Y sabe una cosa: tal vez usted tenía razón, y ella estaba equivocada.

Billy se mete el cañón del revolver en la boca y aprieta el gatillo antes de que ninguno de los presentes pueda hacer o decir cualquier cosa. Su cerebro se desparrama contra el cemento mugriento de la pared y su cuerpo cae al suelo, flácido, escurriéndose hasta alcanzar el suelo.

Contemplas su cara destrozada por el impacto, y todo tu ser se estremece. No crees lo que están viendo tus ojos. La situación es tan retorcida, que empiezas a dudar de tu propia cordura. Si alguien entrenado para situaciones similares, es capaz de sentir tanto miedo, como para pegarse un tiro, quizá no merezca la pena que alguien como tú siga luchando. ¿Qué vais hacer ahora…?