Marie 1

Has tratado de ponerte en contacto con el doctor, habiendo probado a marcar infinidad de veces, de forma aleatoria, los dos números de teléfono que te proporcionó: tanto el de la consulta como el de su domicilio. Pero las líneas telefónicas no funcionan correctamente. Cosa que suele ser habitual en este condado y que, en circunstancias normales, no te preocuparía lo más mínimo. Al cabo de un tiempo, la línea suele restablecerse como por arte de magia. Pero, ahora, cada intento infructuoso de localizar al doctor, se convierte en un paso más hacia la histeria.

Greg lleva toda la mañana gritando, arañando y golpeando la puerta con un salvajismo impropio de él.

Parece un perro enfermo de rabia, y no el hombre sosegado, civilizado y racional que ha sido siempre. No ha bebido ni comido nada, en horas.

Empiezas a creer que no va a parar hasta destrozarse las uñas, quedarse sin voz o desfallecer de agotamiento.

Necesitas que se detenga, aunque sea por un par de minutos, para poder pensar.

«¿Qué cojones ha pasado?», te preguntas.

Su estado te recuerda a Flash, tú perro, cuando contrajo la rabia y tu hermano mayor, Rick, tuvo que encerrarlo en el granero, hasta que tu papá regresó a casa y le disparó una bala entre los ojos.

Eres incapaz de entender cómo puede torcerse de forma tan drástica el pequeño mundo que Greg y tú os habíais construido, en cuestión de segundos. Hacía menos de dos semanas que os habíais mudado a esta casa, y un par de meses que os habíais casado, después de cinco años de convivencia en New York.

«Deja de pensar en eso», piensas. «Ahora lo único importante es que tomes una decisión».

Por lo que has podido escuchar por la radio —los treinta o cuarenta segundos que has sido capaz de sintonizar un boletín de noticias— lo que le está pasando a Greg no es un caso exclusivo. Existe una especie de brote infeccioso que está extendiéndose rápidamente por todo el país, el cual provoca que las personas cambien; aunque no saben exactamente cómo. Supones que todo lo que ha contado el locutor de radio es cierto.

A no ser, claro, que el gobierno os esté mintiendo y os quiera hacer pensar que no sois los únicos que sufrís las consecuencias del virus o lo que sea que cambia así a las personas.

Es una conjetura razonable. Tal vez lo único que pretenden las autoridades estatales y nacionales —dando a entender que este fenómeno está ocurriendo en todo el país— es evitar que la población local salga despavorida del condado y se desate una histeria colectiva que culmine con muertes y actos de vandalismo.

Aún así, deben de haber acotado toda la zona limítrofe. Quizá os tengan en cuarentena y el resto del mundo siga viviendo sus vidas con absoluta normalidad, ignorando lo que está pasando en vuestra pequeña ciudad. No suena descabellado. Seguramente hayan apostado militares en todas las salidas, con la orden de matar a quien intente escapar.

Miras la escopeta de caza que compró Greg, cuando viniste a vivir aquí, rodeada por las puntas de tus dedos temblorosos —cuyas uñas has vuelto a roer, después de dos años sin hacerlo—, y no puedes evitar estremecerte, cuando te descubres pensando que quizá la única probabilidad de sobrevivir sea matando a Greg y huyendo a México, para luego viajar rumbo a cualquier lugar de América Latina.

El ventilador rechina mientras gira. Hueles tu camisa, arrugándola por la pechera y acercándola a la nariz, y te das cuenta de que apestas.

Necesitas ducharte urgentemente. Aunque sólo sea para hacer algo normal.

Toda esta locura te está consumiendo.

Subes por las escaleras, al segundo piso, tratando de no hacer ruido.

De pronto, el silencio retorna a la casa. Y por un momento, la casa adopta un cierto halo de normalidad.

Entonces, esperanzada, te acercas a la puerta tapiada del dormitorio principal.

No oyes nada. Puede que Greg haya vuelto también a la normalidad. Quizá su mal ha sido algo temporal.

—Greg, cariño —dices, acercando tu cara a la superficie de la puerta—. ¿Te encuentras bien?

No responde nadie. Te preguntas qué puedes hacer.

Quizá todo ha pasado, y él está bien. Tienes que abrir esta puerta, y comprobarlo con tus propios ojos.

O tal vez, simplemente ha muerto. No puede ser. Te niegas a aceptar que Greg esté muerto.

Esperas un momento, oyes un sonido extraño, como si algo estuviera siendo roído.

«¡Oh, Dios!… ¡Ratas!», piensas. «¿Y si Greg se ha desplomado, inconsciente, y las ratas le están royendo?».

Sabes que no le matarán. Pero esos bichos son un nido de infecciones. Espera, estás desvariando. Greg ya está infectado. No puede haberse recuperado por arte de magia. Pero es tu esposo. Le quieres con toda tu alma. Le has amado desde el mismo instante en que os conocisteis, el primer día de universidad.

Tal vez el doctor del pueblo —Morrison, así crees que se apellidaba—, no haya ido a su consulta hoy y esté en casa con su familia.

Podrías dejar a Greg aquí unas pocas horas, y salir a comprobarlo. El coche está en el taller y no te gusta la idea de dejarle solo. No estás segura de a qué distancia estará su casa, pero no crees que a más de una hora andando.

Las cosas no pueden empeorar. Sabes que, cuando suceden este tipo de catástrofes, los asaltadores abundan. Pero esta casa está muy lejos de la ciudad. Por eso la elegisteis. Queríais apartaros del mundo. Ambos sois escritores, no necesitáis ir cada día a la oficina; solo un lugar tranquilo y apartado donde poder centraros en la escritura.

—¿Greg? —dices—. ¿Puedes oírme? Voy a salir un momento. Necesito que venga el doctor, ¿de acuerdo? Vas a ponerte bien, ya lo verás. No pienso dejar que te pase nada.

Pegas la oreja a la puerta, tratando oír cualquier ruido que te pueda proporcionar un paisaje virtual de lo que puede estar sucediendo dentro. Otra vez ese ruido; aunque no escuchas ningún correteo.

«Tienes que entrar», piensas resignada.

No puedes arriesgarte a que las ratas le muerdan; si es que se trata de ratas. Miras a los tablones que traban la puerta.

«Tienes que entrar», vuelves a repetirte.

Además, si está inconsciente quizá puedas atarle a los barrotes de la cama. Así te irías más tranquila, sabiendo que no puede hacerse daño, a sí mismo, ni a ningún incauto que decida entrar a explorar las habitaciones de la casa, con el propósito de comprobar si estáis bien.

No te gustaría encontrarte algún niño muerto y a tu esposo empapado de sangre, cuando regresaras acompañada —o sola— de casa del doctor.

Bajas otra vez las escaleras, de dos en dos. Abres la puerta del sótano. Tanteas para buscar la luz. Nunca eres capaz de atinar con el maldito interruptor. Como no das con él, decides entrar a oscuras. Tropiezas en el primer peldaño, y bajas los restantes, rodando. Cuando la pared de ladrillo frena tu caída, te levantas, dolorida, y te llevas las manos a los riñones. Te duele muchísimo toda esa zona.

Tratas de centrarte, y seguir con lo que estabas haciendo, ignorando el dolor.

Rebuscas, a oscuras, entre las repisas que Greg se encargó de colgar. Es increíble la maña que tiene para el bricolaje. Al contrario que tú, que das gracias por no tener que ganarte la vida valiéndote de tú destreza manual. A veces, piensas que los que os dedicáis a escribir, lo hacéis porque sois unos incompetentes para la vida laboral. Excepto Greg, la mayoría de escritores que has conocidos son torpes por naturaleza.

«Otra vez, te estas descentrando», piensas.

«Espabila. Ahí está. Sabías que la habías guardado en algún sitio».

Coges la cuerda y un martillo, y subes, trastabillándote a cada paso, los peldaños del tramo de escalera. Aunque la salida es algo más digna que la entrada, gracias a la luz que se cuela por la ventana del pasillo y convierte el umbral de la puerta del sótano, en una especie de ojo blanco, al cual dirigirte.

Vuelves a ascender las escaleras interiores de la casa, y sientes que te falta el aire. Necesitas hacer deporte. Piensas en tus flamantes zapatillas deportivas —sin estrenar— que compraste en la única zapatería de la ciudad, con el propósito de empezar a salir todas las mañanas a correr por los alrededores, y sonríes como una imbécil, como si supieras que jamás las usarás.

Cuando llegas al segundo piso, te sorprende que pases de necesitar silencio a sentir que te va dar un ataque de nervios, como no empiece el ruido otra vez. El silencio es demasiado siniestro ahora, como si no fuera más que la calma que precede a la tempestad.

«Bien, estas preparada», piensas, mientras respiras hondo y tratas de dejar de jadear.

Comienzas a desclavar los clavos con la parte curvada del martillo, mientras rezas para que no se te escape el mango, o falles el golpe, y te destroces un dedo. Descubres, satisfecha, que la tarea te resulta más fácil de lo que pensaste que sería, mientras los clavabas esta mañana.

Estabas tan nerviosa y te temblaban tanto las manos, que diste más veces con el martillo en los dedos de tu otra mano, que en la cabeza de los clavos.

Ya está. Terminaste. Retiras las maderas con mucho cuidado y las dejas en el suelo, junto al rodapié.

«Ha llegado el momento», piensas. «Ya no hay vuelta atrás».

Metes el martillo en la cintura del pantalón, y rezas, para no arrepentirte de lo que vas a hacer durante el resto de tu vida.

Escuchas, por última vez, acercando la cara a la superficie de la puerta, mientras rodeas el pomo con la mano izquierda y alzas el puño que sostiene la cuerda. No captas un solo sonido, que enturbie el silencio.

«Adelante», piensas. «Vamos allá».

Giras el pomo de la puerta, al mismo tiempo que retrocedes, lo justo para que pueda abrirse la puerta, y te cuelas dentro.

No ves a tu marido por ningún sitio.

«¿Dónde diablos estás, Greg?», piensas, mientras sientes como tu corazón se acelera.

Miras en todas las direcciones, al mismo tiempo que guiñas los ojos, tratando de acostumbrarte a la penumbra que envuelve la estancia.

Oyes un gorgoteo apagado, e instintivamente, giras la cabeza. Greg está detrás de ti, tirado en el suelo, con las piernas abiertas y los ojos cerrados. Corres hacia él, sin pensártelo dos veces. Cubres como puedes su piel desnuda, echándole por encima el pijama desgajado, que más que llevarlo, le cuelga como un harapo.

Tiene todo el cuerpo lleno de sangre, arañazos y moratones.

«Dios, Greg» piensas, «qué te has hecho».

Su pecho se hincha y deshincha casi imperceptiblemente.

Te pones de cuclillas, a su lado, y acercas tu rostro al de él. Su aliento apesta a podredumbre, pero al menos constatas que respira.

Parece adormecido. Pasas tus manos frías por su barbilla, para limpiar la saliva que le gotea de la comisura de los labios, y la suavidad de su tez te recuerda cuán hermoso es y cuánto le quieres.

«No podría vivir sin ti», piensas, conteniendo el llanto.

En aquel instante, comprendes que no son solo palabras. Sin él, no te ves capaz de seguir luchando por salir de todo este lío.

Su rostro está impregnado de una pegajosa película de sudor y sangre y su melena se ha convertido en una maraña de pelo encrespado. Usas el dorso de la mano para retirar con delicadeza los mechones de cabello, caídos sobre su cara.

Él emite un gruñido suave, que vuelve a ponerte en alerta. Entonces se mueve, de forma torpe, como si estuviera soñando.

—Tranquilo —susurras—. Todo va a salir bien, amor. No te preocupes. Lo peor ya ha pasado.

Abre un poco los ojos, somnoliento, y crees que te reconoce, cuando sus ojos se detienen en tu rostro.

«Eso tiene que ser bueno», piensas. «Saldremos de esta, cariño. Los dos. Juntos».

Besas su mejilla con ternura, mientras que, por el rabillo del ojo, atisbas cómo su boca se crispa ligeramente.

—No pasa nada, amor —dices—. Vas a ponerte bien. Te recuperarás.

Sus párpados se pliegan y él abre más los ojos aún, como si comenzara a despertar de un largo sueño.

Todavía parece estar algo desorientado. Alza una mano, como si necesitara tocarte, rodearte con sus brazos, traerte hacia sí.

Tú le tomas la muñeca, y posas la otra mano en su cara. Él te observa, un segundo, y luego desvía la mirada hacia donde se mueven tus dedos, como hipnotizado.

—Soy yo, cariño —dices.

Entonces, sin mediar palabra, sus dedos se tensan y sus uñas penetran en tu mejilla. La sangre brota. Apartas la cara rápidamente, pero no lo suficiente, y acabas sentada de culo, a un metro escaso de Greg.

Él te mira, con la cabeza ladeada, y a ti te parece descifrar, en su expresión embobada, lo que podría ser tanto diversión como curiosidad insana.

Te tocas la mejilla y tus manos quedan impregnadas de sangre. La herida parece bastante fea.

Observas a Greg, desconcertada ante lo que acaba de hacerte. Él no aparta la cara, pero deja de mirarte.

Simplemente, comienza a ponerse de pie, con suma torpeza, eso sí, tirando todos los objetos de la mesilla y ayudándose de la pared como punto de equilibrio.

Retrocedes hacia el fondo del dormitorio, arrastrándote, como un niña asustada, y cuando tu espalda impacta contra la pared, te detienes y te quedas ahí, sentada en el suelo de madera, respirando como si fuera a darte, de un momento a otro, un ataque de asma, mientras luchas, denodadamente, por mantenerte cuerda y no sucumbir a la ansiedad que empieza a crecer en ti.

Él logra ponerse de pie.

«Greg, mi amor, mi vida», piensas.

Tu esposo camina unos pasos, y se sitúa en medio del quicio de la puerta, como si no supiera si salir o quedarse, contigo. Da la impresión de que el instinto le induce a abandonar la habitación, donde ha estado encerrado. Comienza a caminar, sin prestarte atención.

«Greg, por lo más sagrado», piensas. «Vuelve en ti. No me hagas esto. Me estás rompiendo el corazón».

Entonces, él se detiene, en el umbral de la puerta.

Mientras tú observas, impotente. Greg mira por encima del hombro, y sus ojos nunca fueron tan inexpresivos. A medida que pasa el tiempo, sus pupilas están perdiendo su habitual brillo.

Te niegas a aceptar que no quede nada de él, dentro de ese cuerpo.

—Greg, por favor —gimes.

Él comienza a moverse lentamente. Sus pasos son torpes e imprecisos, y el resto de su cuerpo se bambolea, de forma grotesca, mientras sus pies avanzan. Abre la boca y te muestra los dientes, ennegrecidos y desgastados, casi consumidos hasta la encía, pero tan afilados como agujas.

Algo se desgarra en lo más profundo de tu alma, mientras el instinto toma las riendas de tus actos y te arenga para que busques una forma de escapar a lo que se te viene encima. Porque dentro de ti, en lo más hondo de tu ser, estás convencida de que Greg ya está muerto.

El martillo está entre él y tú, tirado en el suelo. Debió de caerse cuando te arrastrabas.

Tienes que hacerlo. No crees que tengas otra oportunidad. Si dejas que se acerque demasiado, no sabes si podrás con esa cosa que tiempo atrás fue tu esposo.

«Eso es», piensas desquiciada. «Mata a martillazos a tu esposo».

Tienes que pensar que ya no es él. Greg está muerto.

Murió esta mañana. Lo que viene hacia ti, no es más que carne podrida.

Te incorporas lo más rápido posible, recoges el martillo del suelo y mientras te abres hueco con el brazo derecho, descargas, con el izquierdo, un golpe seco directo a la cabeza.

«Dios, no», te lamentas asqueada.

El martillo penetra en la frente de Greg, justo encima de la ceja derecha. La sangre fluye a borbotones de la herida. Cómo puede tener tanta sangre algo muerto.

Os miráis, y en los ojos de tu marido no hay reacción alguna. Le acabas de clavar un martillo en la frente y no encuentras el más leve signo de incertidumbre, rabia o dolor en su expresión vacua.

Intentas sacar el martillo de su frente. Tiras hacia atrás. No sale. Está atorado. Vuelves a tirar, esta vez con más fuerza, mientras tratas de quitártelo de encima —ya que ha empezado a bracear y a tratar de morderte— y evitar que su boca se acerque más de la cuenta.

Sigues tirando del martillo, con todas tus fuerzas, y él sigue empeñado en sujetarte, para poder morderte.

Entonces el martillo sale de su cabeza. Fruto de la inercia y de lo inesperado de la acción, das un par de pasos hacia atrás, pierdes el equilibrio y sientes cientos de cortes rebanándote cada fibra de tu cuerpo.

El dolor dura un instante. Lo suficiente para que tus ojos contemplen, incrédulos, el cristal destrozado de la ventana del segundo piso y la persiana ondeando en lo alto.

Tu conciencia se desvanece, y crees morir, tirada en el suelo, fuera de la casa, frente al porche.