John 4

Contemplas el montículo de la tumba de Amy. Ya no queda nadie de tu familia vivo. Nunca pensaste que serías él último en morir. Siempre apostaste porque Amy moriría después de ti. Jamás estuvo enferma.

Tenía la salud de un roble. Sólo cuando os llegaron noticias de la desaparición de vuestro hijo George, empezó a sufrir achaques propios de la vejez. Tú le sacabas diez años y, además, las mujeres de tu familia solían morir bastante más mayores que los hombres.

Te viene a la memoria el preciso instante en que, mientras avivabas el fuego de la barbacoa, supiste que George y Spike le habían contado a todos que se iban a alistar. A ti, te lo habían contado la mañana anterior, cuando te llevaste a tu hijo y su amigo al pueblo, en la vieja furgoneta, para comprar suministro.

Ellos pensaron que tú lo comprenderías, porque habías servido al ejército durante la primera gran guerra.

Qué equivocados estaban. No le recriminaste su acción, porque sabías que no iba a servir de nada. Tu madre te gritó y te pegó una paliza de escándalo, cuando le dijiste que te habías alistado, y no valió de nada. Más bien al contrario, la rabia te permitió superar el miedo inicial, en mitad de la noche, después de que salieses a hurtadillas de tu casa, para irte al otro lado del mundo, habiendo mentido sobre tu edad y sin entender por qué ibas a poner tu vida en juego.

No querías que tu hijo y su amigo —al que querías casi como a un hijo también—, se marcharan dolidos contigo, así que les prometiste que les guardarías el secreto hasta que lo hicieran oficial, el domingo, durante la barbacoa semanal con la familia de Spike, los Sheldon.

Por eso, te bastó atisbar la faz de tu esposa, tras el espeso humo negro que desprendía la leña, para saber que su mundo se estaba desmoronando. Ella sabía lo cruenta que podía ser una guerra, porque tú le habías contado alguna de tus vivencias. No todas, claro. Todo militar que entra en combate, toma conciencia de que hay cosas que son mejores callárselas. Quien no ha estado en un conflicto militar, nunca podrá entender hasta dónde puede llegar un ser humano en un entorno bélico.

Aún recuerdas el miedo que sentiste cuando te acercaste a darle tu bendición, delante de todos, fingiendo ignorancia, y tú hijo y Spike confirmaron que en septiembre empezaban la instrucción y en noviembre marchaban a combatir al frente.

Simulaste orgullo, por Amy, por George. Pero tú estuviste combatiendo en la vieja Europa, y sabías lo que iban a ver y a experimentar en un conflicto de esa magnitud.

Nunca se deja de ser un excombatiente, por muchos años que pasen. No deseabas para tú hijo, ni para Spike, un destino similar al que tú tuviste.

Hay cosas que un hombre no debe contemplar jamás, y ellos iban a hacerlo.

La guerra transforma a los hombres en chacales. Daba igual lo horrendo que fuera lo que hubiese que hacer, el odio y las ganas de regresar a casa entero, os permitían realizarlo sin tan siquiera pestañear.

A tu regreso, no contaste todas las historias que viviste o escuchaste de boca de otros. Trataste de parecer orgulloso de lo que habías hecho —no todas las personas pueden decir que han luchado por defender la democracia y la libertad—, pero sólo podías sentir asco y vergüenza.

Luchabais por el bien del mundo, aquello era algo que todos dabais por sabido. No os quedaba más remedio que frenar la expansión alemana.

Pero en una guerra solo hay víctimas. Nunca habías pasado tanto miedo por tu vida.

Cada día que te acostabas, rezabas para no morir al siguiente; y de hacerlo, que no fuera una muerte tan dolorosa como la que habían sufrido muchos de tus compañeros. Al mismo tiempo, tenías miedo por hasta dónde ibas a ser capaz de llegar antes de que la conciencia te dijera que te detuvieses.

No te sorprendió cuando, meses después, un vehículo militar entró en vuestras tierras para notificaros, de forma oficial, la desaparición en combate de George.

«El ejército es una trituradora de niños», pensaste.

«Cómo podemos dejar que se marchen a morir; y encima, sentirnos orgullosos. La democracia no debería valerse jamás de la fuerza. Un sistema democrático tendría que cultivar las mentes de las nuevas generaciones, no adoctrinarles en el odio y enseñarles a matar. Por eso decidí hacerme profesor, cuando regresé de aquel infierno».

De pronto, una gota tras otra, comienzan a caer sobre tu cabeza, y te saca abruptamente de tus elucubraciones.

Miras hacia arriba, sorprendido. Han trascurrido más de dos meses desde la última vez que llovió.

En cuestión de segundos, comienza a diluviar. En lugar de refugiarte bajo el techo del porche, te quedas debajo de la lluvia, contemplando el horizonte.

«Dios, no hay nada más hermoso que ver y sentir la lluvia», piensas.

Empiezas a sentir frío. Estás empapado. Si Amy estuviera aquí, te caería una buena. Pero Amy ya no está, John… y tampoco George. Estás solo. Tu familia se extinguirá, cuando tú mueras.

Cierras los ojos y levantas la barbilla. La lluvia resbala por tus mejillas y se desliza por tu cuello, mientras disimula el llanto desconsolado de un viejo asustado.