Descargas con furia el filo de la hoja de la azada contra el monstruo. Escuchas un ruido asqueroso, como si alguien sorbiera espaguetis. El mango de la azada tiembla, por un segundo, entre tus puños cerrados, mientras tus dedos se aferran al mango, con la misma saña con la que lo haría un náufrago al saliente de una roca.
El filo de la hoja de la azada se hunde en la cabeza de aquel ser grotesco. Oyes un chapoteo, e intentas retirar la herramienta, pero te das cuenta de que ha quedado atorada.
Rezas para que ese único golpe le ocasione la muerte. Dudas de que pudieras vencer a nadie en una pelea justa. De joven, fuiste un magnifico púgil, pero la edad puede hasta con los más combativos.
Cuando el mango de la azada deja de vibrar, se produce un silencio antinatural. Sabes que deberías tratar de sacar la hoja de su cabeza, por si tienes que propinarle más golpes. Desarmado estás muerto. Pero sientes tu cuerpo como algo ajeno a ti, como si hubiera habido un cortocircuito.
Por un lado, tu mente trata de alertarte; por otro, tus miembros están sometidos por el pánico que recorre hasta la última fibra de tu ser.
Tus ojos miran por encima del hombro de ese desalmado y la visión de la faz destrozada de Amy provoca que la racionalidad quede enterrada por el instinto más salvaje. Entonces, apoyas la suela de la bota contra la espalda del hijo de puta que te ha arruinado la vida y tiras con todas tus fuerzas de la azada, mientras haces palanca con el pie.
La hoja sale, y fruto de la inercia, tropiezas y te precipitas al suelo. Nunca habías sentido tanto odio hacia alguien o algo.
El monstruo se está girando lentamente.
«Esa cosa no es una criatura de Dios», piensas enrabietado. «Sólo puede ser una creación del Demonio».
Acabas de abrirle la cabeza con una azada y sigue moviéndose como si nada hubiese pasado; a pesar de que las esquirlas de hueso, vísceras, carne y sangre se derraman por su frente.
Esto te supera. No puedes hacer nada por salvar a Amy, así que lo mejor es que corras como alma que lleva el diablo y busques a Michael en la comisaría.
Pero el odio es un sentimiento ancestral, ¿verdad?
No puedes purgarlo de tu sangre.
Te incorporas con torpeza, y precipitación, de forma muy poco heroica, como un niño pequeño en pleno berrinche. El monstruo se encuentra ya de pie, como si se hubiera olvidado de Amy y ahora sólo tuviera ojos para ti.
Lloras tanto que los mocos se mezclan con las saliva.
Llevado por la rabia y la impotencia, lanzas un alarido salvaje y golpeas con la azada. El ser cae de espaldas, y deja de moverse. Pero tú no puedes contener tu odio, y sigues descargando la azada contra la cabeza de la criatura infernal. No te importa que su piel se desprenda y que los huesos de su cabeza se astillen. Sigues golpeando a pesar de las arcadas, del calor y del mareo.
Te da igual que una nueva crisis te fulmine, como si te hubiera alcanzado un rayo.
Una sustancia viscosa salta hacia tus ojos y te tienes que limpiar con la manga, para seguir viendo y destrozando el objeto de tu odio. Pronto, solo quedan los huesos quebrados del cráneo, las vísceras sanguinolentas y la masa gris del cerebro esparcidas alrededor de su cabeza machacada e inhumanamente deformada.
Y cuando tu conciencia regresa, te das cuenta de que no te sientes mejor.