James 8

Te das cuenta de que tu pulso se acelera, a medida que discurre el tiempo, sin necesidad de que hagas ningún esfuerzo físico. Cada vez más a menudo tienes que carraspear, toser o escupir para dejar que el aire circule por tus obstruidas vías respiratorias. Sientes una desagradable sensación de sofoco. Una película de sudor comienza a recubrir todo tu cuerpo. Las articulaciones te crujen como las de un anciano y sientes un dolor frío en los tendones.

Intentas olvidar el malestar que te aflige y centrarte en la siguiente cosa que tienes que hacer. Primero corres hacia la salida de incendios, situada en la parte de atrás del edificio, la cual da al parking, donde están aparcados dos coches patrulla —el tercero se lo han llevado—, y una furgoneta, que crees que es la misma en la que te trajeron el Sheriff y los otros.

Antes de cerrar la salida de incendios, y comprobar que sólo se puede abrir por dentro, oteas el horizonte y ves cómo el coche patrulla en el que han huido los demás se aleja a todo gas. Llevan bastante ventaja.

Probablemente podías haberte marchado con ellos. Tu resistencia no marcará la diferencia. Si huyen, no será gracias a ti. Aunque si logras que se centren en el edificio y se olviden de todo lo demás, si consigues captar de verás su atención, les darás un margen muy importante en su huida.

Antes de que puedas ponerte en marcha y empezar a desarrollar una estrategia a seguir, el mundo se transforma en una encarnizada lucha por la supervivencia, gracias a la repentina aparición de una de aquellas cosas nauseabundas, en el instante mismo en que te dispones a cerrar la pesada puerta de emergencia. Lo ves por el rabillo del ojo y unas décimas de segundo antes de que el brazo pútrido y engarrado del monstruo rebane tu cuello, empujas la puerta con todas tus fuerzas, cuán rápido eres capaz de hacerlo, y contemplas con estupor como éste se desmiembra y se precipita al suelo; donde se mueve, como la cola cortada de una lagartija, durante unos segundos, y después yace, inmóvil y carente de vida, como el brazo mutilado de un maniquí.

Compruebas que la puerta esté bien cerrada, porque dada la magnitud y la cantidad de golpes que recibe su superficie metálica desde el exterior, como si hubiera cientos fuera, temes que no soporte el castigo y se venga abajo. El estrépito es ensordecedor.

Decides alejarte de la puerta y comprobar las demás posibles entradas al piso inferior, ya te preocuparás de las otras dos plantas superiores, cuando esas cosas hayan tomado la primera. El mostrador y varias sillas han sido movidos de su posición y amontonados, a modo de barricada, contra la superficie acristalada de una vidriera que ocupa la práctica totalidad de la pared oeste.

A través de los resquicios que quedan sin cubrir, ves los rostros deformados de los monstruos, que se apiñan contra el cristal, sin importarles aplastarse entre sí.

Percibes el sutil ruido que produce el cristal al dilatarse y empezar a resquebrajarse por distintos sitios.

«Van a entrar», piensas. «El cristal no va a aguantar…».

Al final parece que les estás dando un poco de ventaja a los demás para que huyan. No ha hecho falta un solo disparo. Tu sola presencia les atrae como moscas a la mierda. Es como si tuvieran una especie de sexto sentido, que les permite rastrear a sus presas humanas.

Creías que ibas a tener que ponerte a disparar como un loco, para captar su interés. Pero no ha sido necesario gastar una sola bala.

Piensas en tus posibilidades de sobrevivir más tiempo. Si te atrincheras en el piso superior, los bichos se convertirán en un blanco fácil y además les costará muchísimo ascender por los estrechos y empinados peldaños que conforman la escalera. En cambio, si te encierras en el sótano, donde se encuentran los calabozos, dudas que puedan reventar la puerta metálica —no las tienes todas contigo, ya que la puerta de emergencia también es de metal, aunque es verdad que parece más endeble, y pronto aquellas cosas van a acabar por echarla abajo—. Encima, si te quedas encerrado en el calabozo y el edificio se inunda de aquellos monstruos y es el olor a carne viva lo que los atrae, no se irán hasta que te transformes en uno de ellos o mueras de inanición.

«¿Pero qué estoy haciendo?», piensas, cuando te das cuenta de que tu cuerpo apenas se sostiene en pie y no dejas de tiritar y temblar. «He olvidado la razón por la que me quedé. No voy a sobrevivir. He venido a morir, después de llevarme conmigo a tantos como pueda».

Nunca imaginaste que pudieras llegar a sudar tanto, tu camisa está tan empapada que parece que te acabes de dar un chapuzón vestido. Te tocas la frente con el dorso de la mano y te das cuenta de que estás ardiendo.

«Debería estar muerto», piensas apesadumbrado.

«Quizá ya lo esté».

El dolor que sientes por dentro, te hace encogerte ligeramente, y crispa tu rostro en una mueca cruenta, mientras tus ojos se inyectan en sangre y tu corazón bombea a un ritmo inhumano.

«Ya empieza», piensas, al borde del llanto.

Oyes un fuerte estruendo y ves cómo revienta la cristalera situada frente a ti. Una lluvia de cristales te hace protegerte con el antebrazo y apartar la vista.

Vuelves a mirar hacia la cristalera, y tomas conciencia de que no vas a huir de ahí, ni a esconderte. Vas a ser el responsable de una masacre, para la cual te reservas una bala.

Los grotescos seres que se cuelan por las hendiduras, cayendo y tropezando, sin importarles lo más mínimo pasar por encima de los demás en su demencial avance hacia su presa. Comienzas a disparar indiscriminadamente a todo aquel que se acerca a ti. Ves cómo caen, cuando las balas les vuelan la tapa de los sesos. En cuestión de segundos, la barricada de muebles han sido destruidas y decenas de aquellos monstruos se apiñan en la recepción de la comisaría, tratando de alcanzarte.

Después de haber vaciado los cartuchos de la escopeta, contra la turba de seres grotescos que se aproximan, y viendo que la distancia es demasiado corta, tiras el arma contra la cabeza destrozada de uno de ellos, y desenfundas los dos revólveres.

Te das cuenta de que, a medida que avanzan, tú retrocedes. Sin apenas darte cuenta, has abandonado la recepción y te encuentras en el rellano de la escalera. A un lado ves la puerta blindada que da a los calabozos, a otro, el tramo de escaleras que da a la segunda planta.

Sigues disparando y cargando los revólveres que empuñas con la mayor destreza que puedes. Pero te cuesta respirar y la cabeza te da demasiadas vueltas; además, tienes los dedos entumecidos y las manos te tiemblan tanto, que introducir los proyectiles en el tambor del revolver se está convirtiendo en un autentico calvario.

El mundo se torna cada vez más borroso y la percepción de las cosas que te rodean es demasiado imprecisa, como para que no vayas llevándote con tu cuerpo todo aquello que se interpone en tu camino.

El instinto —el mismo, que te ha impedido desfallecer— te lleva a correr, a toda velocidad, trastabillándote y golpeándote con la barandilla, en tu loca ascensión por la escalera, dirección a la segunda planta.

Te detienes en el descansillo que une los dos tramos de escalera, y que conducen a la segunda planta, para disparar contra la pared de cuerpos muertos que ocupan todo el espacio de la escalera. Es tal su hambre, que varios de ellos no son capaces de ganar su posición y salen despedidos, por encima de la barandilla. Para luego precipitarse al vacío, por el estrecho hueco de la escalera, golpeándose violentamente sucesivas veces, antes de irse a estrellar contra la marea de cabezas que todavía no han logrado si quiera acceder al primer tramo de la escalera, y siguen avanzando, a pesar del atasco que existe en una escalera de madera, que temes, pueda venirse abajo, al no soportar tanto peso.

Te percatas de que se ha quedado prendido a tu paladar un desagradable hedor. Una vomitiva mezcolanza de sangre, sudor y vísceras embota tus sentidos. Ahí dentro, huele como aquel matadero en el que trabajaba Peter, cuando salió de la cárcel, antes de que le convencieses para que lo dejase y, junto a Frank, volvieseis a las andadas.

Entonces, sucede, lo que habías olvidado que iba a ocurrir. Tus pensamientos se disipan, como si tu mente dejase de funcionar definitivamente.

Es una especie de muerte cerebral. Después de un instante horrendo, durante el cual, la lucidez te permite entender que el cambio es irremisible, tu misma esencia comienza a transformarse. Tus dedos se estiran y se vuelven rígidos, y los revólveres se desprenden de tus manos engarrotadas y producen un sonido seco al chocar contra la superficie desgastada de uno de los peldaños de la escalera.

La turba que pretendía darte caza, se detiene de pronto y comienza a dispersarse, escaleras abajo, como si su presa se hubiese evaporado por arte de magia.

Notas como tu boca se abre y una sustancia espumosa de color verdusco se desliza entre tus labios agrietados y secos. Mientras, el hambre se apodera de ti, tus piernas comienzan a moverse con suma torpeza, cuando el instinto te induce a seguir a tus iguales.

Sales del edificio y tienes que cerrar los ojos, por un momento, frunciendo los párpados, cuando la luz del sol te alcanza, entre las nubes. Parece que ha parado de llover.

Miras al horizonte y ves como miles de los tuyos caminan, mientras escuchas un ruido gutural y continúo que, pronto, tú también reproduces.