James 6

Tienes la boca pastosa, te apesta el paladar y sientes la misma sensación desagradable que acompaña a quien duerme más de la cuenta. Te ves obligado a hacer un complicado ejercicio de concentración para recobrar la conciencia y adaptarte al mundo de la vigilia. Despliegas los párpados de los ojos e intentas espabilarte de forma definitiva.

Cuando por fin consigues abrir por completo los ojos, contemplas el techo lleno de desconchones y manchas de humedad.

A medida que te abandona la somnolencia, tu cuerpo se torna más pesado. Te llevas una mano a la frente para constatar que ésta está ardiendo; probablemente estés incubando un resfriado. Resoplas, compadeciéndote de tu mala suerte, e intentas levantar el tronco, apoyando los codos contra el soporte de cemento, que pretende hacer las funciones de una cama.

Cuando te incorporas un poco, sientes una repentina punzada en la sien y te das cuenta de que estás bastante mareado. Toses grotescamente, mientras sientes el estómago vacío y revuelto. Por un instante, doblado por las arcadas, crees que vas a vomitar; pero sólo echas algo de saliva y moco. Agarrándote con una mano el estómago, como si éste pudiera salirse, fruto de la vehemencia de los espasmos que te asaltan, y limpiando con la otra, los restos y fluidos orgánicos que vuelan por los aires, durante el escandaloso e intermitente ataque de tos que te aflige, miras a tu alrededor, ya tumbado de costado, con las piernas encogidas y solo un codo sosteniendo el peso de todo tu cuerpo.

Basta un mero vistazo para reconocer el lugar en el que te encuentras encerrado. Estás dentro de una celda.

Tu curiosidad, y quizá también tu instinto de supervivencia, te incitan a mirar más allá de los barrotes, erosionados y asimétricos, que separan tu celda de un pasillo estrecho y tan deteriorado como las paredes y techos que conforman tu prisión.

A menos de un metro de tu celda, hay un escritorio, prácticamente encajado, despejado de papeles, y una silla de madera, pegada al borde del mismo, la cual dudas que realmente pudiera sacarse lo suficiente como para que se sentara una persona, sin quedar aplastada entre el respaldo y el escritorio. Un flexo apagado encima de su superficie, un perchero de pie, desnudo de abrigos, y ni rastro de alguacil alguno custodiando a los reos.

Vuelves a recostarte. Necesitas un momento para recobrarte e inspeccionar la celda de arriba abajo.

Mientras te llevas las manos a la cabeza y masajeas tus sienes, imágenes y sonidos sesgados, así como sentimientos y sensaciones, cruzan tu mente y rememoras lo sucedido antes de despertar. Algunos recuerdos son demasiado confusos y dolorosos. Pero lo que más te trastorna es verte incapaz de ordenar cronológicamente los fragmentos aleatorios que asaltan tu cerebro.

Entonces, toda la tensión, acumulada durante las últimas horas, te asedia, y no puedes más que romper a llorar, fruto de la impotencia, la culpa, la rabia y la incomprensión que te aflige.