No puedes oír con claridad lo que sea que Peter te grita. El cristal encajado en la superficie de madera de la puerta, que separa el despacho del director del resto de las dependencias del banco, es demasiado grueso para permitir que cualquier ruido se filtre dentro de forma medianamente audible. Aún así, no puedes evitar mirar de reojo como tu compañero se desgañita fuera, desatendiendo parcialmente la labor que desempeñas, y debido a la cual, te ves obligado a permanecer incomunicado.
Desde que hicisteis vuestra teatral entrada en la entidad bancaria, tratas de ingeniártelas para arengar —incluso a punta de pistola— a un empleado del banco. Demasiado viejo para seguir trabajando a su edad, y también, por cómo se desenvuelve, para hacer algo tan sencillo como arrodillarse, frente a la caja fuerte, y llenar la saca que le tendiste —entre amenazas, empujones y gritos— con un mínimo de diligencia.
Antes de irrumpir a mano armada en el interior de la sucursal, los tres compinches os mirasteis —un instante— mientras cruzabais —con paso decidido— una calle excepcionalmente desierta. Fue sólo un vistazo. Pero cuando tus ojos se encontraron con los de tus compañeros de fechorías, pudiste contemplar un brillo intenso, distinto, una trascendencia que jamás habías si quiera vislumbrado, después de más de una década, juntos, asaltando bancos, a lo largo y ancho del país.
De fondo, sólo podías oír la algarabía distante —voces y música— proveniente de la segunda avenida más extensa de la ciudad. Pues la primera, la del banco, en cuyas dependencias tratabais de perpetrar el atraco, estaba siendo remodelada actualmente; debido a lo cual, el desfile conmemorativo no iba a pasar por ésta, como era la tradición.
Hoy se celebraba el día que, lo que por aquel entonces no era más que un pequeño asentamiento de colonos —en su mayoría de origen irlandés—, se unificaba oficialmente con los Estados Unidos de América. Y como consecuencia de tal evento, la mayoría de los habitantes se apiñaban, a ambos lados de la calzada de la segunda avenida más grande de una pequeña localidad sureña —a la cual llegasteis hacía tan solo dos días—; permitiendo, por ende, que la avenida del banco estuviera despejada de viandantes y del bullicio habitual.
Una vez dentro del banco, mientras el caos se desataba gracias a la sola presencia de vuestros revólveres desenfundados, te bastó un mero instante de lucidez para comprender que, tal vez, os habéis tirado un órdago sin tener las cartas adecuadas que lo respaldasen. Pues las probabilidades de perder la mano, y en consecuencia, la partida, no dejaban de ser bastante altas. Cierto que ninguno de vosotros estáis dispuestos a renunciar al botín y a volver sobre vuestros pasos con las manos vacías. ¿Retroceder y rendiros?, nunca haríais tal cosa. Aunque, de todos modos, daba igual, ya era tarde para acobardarse: las apuestas están encima de la mesa.
«Todo o nada, amigos», pensaste, mientras el miedo comenzaba a aflorar en lo más profundo de tu ser. «Sin medias tintas».
Jamás habíais intentado atracar un banco con tan poco tiempo para organizar el golpe. Os habíais especializado en perpetrar atracos de poca monta, en puebluchos de quien nadie había oído hablar. Aquello era cierto, pero jamás habíais descuidado los preparativos. Dedicabais gran parte de vuestro tiempo y esfuerzo a planificar el atraco; sin importar lo fácil que pudiera parecer su ejecución.
Ojalá el desfile de la Unificación y la huelga de la policía estatal —de las que os enterasteis casi de forma casual, e hizo que adelantaseis la fecha del atraco— os den la pequeña ventaja que necesitáis para salir indemnes de este lío.
Aunque dudas de que las cosas se den como las habéis planeado. Existen infinidad de variables que no sopesasteis como debíais la noche anterior, mientras charlabais en las peores circunstancias posibles: compadeciéndoos de vuestra mala fortuna, bebiendo como cosacos y apostando, en una estúpida partida de póquer, el poco dinero que os quedaba; tanto el que llevabais encima, como el que aún estabais por ganar.
La ruleta había comenzado a girar, y la suerte estaba echada.
Desde el mismo instante en que desenfundasteis las armas y comenzasteis el jaleo, sólo restaba salir airosos del envite.
La desesperación suele ser la más puta de las compañeras, y vosotros habíais hecho de ella vuestra más fiel amante.
Estás dentro del banco, y eres plenamente consciente de que, si no salís de ahí en menos de cinco minutos, la bofia local os estará esperando en la mismísima puerta.
Es muy probable que si algo va mal, deis de nuevo con vuestros huesos en prisión; y ninguno de vosotros quiere tal cosa. ¿Volver a la cárcel? Jamás. Preferís descansar en una caja de pino, hasta que vuestros cuerpos se pudran, a volver a dormir una sola noche en alguna sucia celda del país.
Supones que Peter está tan nervioso como tú, e intenta azuzarte. Por eso te grita, desde el otro lado del cristal, como si le fuera la vida en ello. Tal vez sólo pretende que te des más prisa en tu cometido —vital para la resolución del atraco—. Pero claro, no es más que una mera suposición. Tampoco es que estés seguro al cien por cien. Quizá, en realidad, estás equivocado y ha surgido algún imprevisto, del cual no eres consciente, dada tu mala ubicación y el aislamiento acústico.
Vuelves a mirar a Peter, e intentas leer el movimiento de sus labios. Eres incapaz. Su cara se encuentra parcialmente vuelta hacia el mostrador del cajero, como si sus ojos no pudieran apartarse —ni por un instante— de lo que ahí sucede. Entonces, tratas de mirar en la misma dirección que él. Los mostradores y las columnas se interponen y te impiden tener una perspectiva clara de lo que sucede.
El tercer componente de vuestra banda, Frank, está ahí, de pie. Aunque solo puedes verle de forma sesgada.
Él tenía la responsabilidad de encargarse de arrinconar a los pocos clientes que habían decidido pasarse aquella misma mañana por el banco. Ya que el director de la sucursal —quien obviamente no iba a trabajar aquel día— había decidido —por motivos que os eran desconocidos— abrir hasta media mañana, a pesar de ser festivo.
A Peter, por el contrario, le correspondía centrarse, únicamente, en reducir al guardia de seguridad y encerrarlo en un pequeño cuartucho que los empleados del banco usaban para almacenar trastos.
Mientras todo eso ocurría, tú debías colarte en el despacho del director —donde se encontraba la caja fuerte— antes de que el empleado responsable de la contabilidad, se encerrase con llave para contar el efectivo y cuadrar la caja.
La escasa decena de clientes que aún realizaban gestiones cuando entrasteis y desenfundasteis las armas, probablemente, lamentaría durante el resto de sus vidas haber querido arañar unos minutos al horario de cierre y no respetar el descanso de quienes se veían obligados a trabajar en un día festivo.
Algo va mal. Terriblemente mal. No sólo Peter parece fuera de sí. Frank bracea como un loco, empuñando el cañón del revolver, a un palmo escaso del rostro de un tipo enorme que aún —e ignoras por qué— permanece de pie; al contrario que los demás rehenes, quienes se amontonan en el suelo, con las manos en la cabeza.
Tratas de discernir quien es aquel tipo. Pero es inútil. Desde donde te encuentras, las facciones de su rostro te resultan esquivas. Su pecho y su faz permanecen parcialmente ocultos, al amparo de las sombras, ocasionadas por los objetos que se interponen con los haces de luz estival que se cuelan por las rendijas de las persianas.
A pesar de no poder reconocerle, su sola presencia desata en ti un desagradable desasosiego. No te gusta cómo se tambalea. Parece drogado o borracho.
Y tampoco te da buena espina contemplar a Frank, completamente desbordado. Nunca le habías visto actuar de aquel modo tan poco profesional. De hecho, dudas que exista en el mundo una persona que le haya visto jamás sumido en semejante estado de nervios Frank es conocido en la profesión con el alias de «ceman». Nadie recuerda haberle visto perder los nervios.
Ni siquiera cuando descubrió que su novia de toda la vida se la pegaba, desde hacía más de un año, con un universitario de medio pelo; y ella, no sólo se río de él, en su mismísima cara, sino que, cuando Frank le recriminó lo indecoroso de su actitud y la absoluta falta de lealtad que había demostrado, le escupió y puso su hombría en duda, delante de todo aquel que había ido a tomarse un trago al local que Frank le había comprado para que lo regentase.
Nadie rio cuando la joven se enfrentó a él, y le humilló públicamente. Todos sabían que, desde el preciso momento en que se atrevió a levantarle la voz, aquella chica —que había venido a la ciudad con la intención de ser actriz y había terminado por ser madame de un burdel, amante de un gángster y puta ocasional—, aparecería, tarde o temprano, degollada en algún basurero de otro estado. Y quien se atreviera a reírle la gracia, claro, correría su misma suerte.
Cuando se lo proponía, Frank podía ser un auténtico hijo de puta. Era el hombre más peligroso con el que jamás te habías cruzado. Nunca sabías cuando estaba realmente enfadado. No se le veía venir, como ocurría con la mayoría de tipos. Solo captabas sus intenciones o su presencia, cuando ya te había saltado a la yugular, como si de un depredador experimentado se tratase.
Profesional, de los pies a la cabeza. No dejaba que sus emociones le pusieran jamás en desventaja.
Seguro que, mientras la chica le decía de todo, Frank hubiera querido levantarse y cruzarle la cara —o algo peor, vete tu a saber—. Pero él, en cambio, se limitó a mirarla como quien mira a un chiquillo que ha cometido una travesura sin importancia.
Aunque, luego, claro, se ensañaría con ella, en privado, de la forma más sádica y brutal que uno pudiera imaginarse; lejos de miradas indiscretas.
Por todo ello, no te tranquiliza nada ver cómo Frank mantiene el revolver a la altura de los ojos de aquel hombre —varias cabezas mayor que él, y también, bastante más corpulento— mientras le instiga, sacudiendo el brazo frenéticamente, arriba y abajo, a que se eche al suelo.
Si durante un atraco, los clientes o los empleados observan que los atracadores pierden la chaveta, puede ocurrírseles alguna memez, como, por ejemplo, hacerse el héroe e intentar frustrar el robo.
Y si hay un solo disparo, las cosas se salen de madre.
Probablemente, Peter esté tan asombrado como tú.
Imaginas que él tampoco debe de haber visto nunca a Frank tan alterado; y la paranoia suele propagarse como la peste.
Estás al borde del pánico, porque esa era una variable que ninguno de vosotros imaginabais que podía producirse.
El tiempo va en vuestra contra.
Frank da un paso enérgico y aplasta el cañón de su revolver contra la frente del tipo enorme.
«¡Maldita sea», piensas, «va a disparar!».
Debes intervenir… hacer algo. Lo que sea. No puedes quedarte quieto y esperar a que todo se desmorone.
Después de echar un rápido vistazo al empleado que mete los fajos de billetes en la saca —mientras traga saliva y mocos y se frota, ávidamente, las manos contra el pantalón—, te acercas a la puerta y la entreabres con la puntera del zapato.
El ruido de fuera llega hasta tus oídos, como una bofetada.
—¡Arrodíllate, hijo de la grandísima puta! —espeta Frank—. ¡No pienso volver a decírtelo!
—Haga lo que le dice, por favor —interviene Peter con voz trémula—. No queremos tener que hacerle daño.
—No comprenden… —murmura el tipo enorme con una voz aflautada, que en nada concuerda con su tamaño—. Deben quedarse todos aquí… conmigo. No creí que fuera a pasar. Al menos, no tan rápido.
Necesitamos que sellen este lugar.
Frank pone los ojos en blanco y tira hacia atrás del percutor, mientras ladea la cabeza y saca la punta de la lengua.
—¡James, maldita sea! —grita Peter, sin tan siquiera mirarte—. ¡Acaba de una puta vez! ¡Tenemos que irnos ya!
El dedo índice de Frank comienza a desplazarse.
Peter se queda mudo, con los ojos clavados en el cañón de la pistola. Tú miras de reojo al viejo que llena la saca de rodillas, y no le das importancia a lo que ves, porque realmente no le prestas atención.
Hay un silencio antinatural, y te preparas para el infierno que se va a desatar en cuestión de décimas de segundo.
Raudo, sacas medio cuerpo fuera y apuntas con tu revolver a Frank, mientras le gritas que se detenga, tratando de que tu voz suene firme. Frank te mira, un instante, con el gesto descompuesto, como rogándote que aprietes el gatillo. Hay furia y miedo en su expresión.
A pesar de que sabes lo que va a pasar si no disparas contra tu compañero, te ves incapaz de cumplir tu amenaza y abatirlo a tiros.
Algunos clientes, conscientes de que sus vidas están en grave peligro, buscan refugio, allá donde pueden, ya sea contra las paredes o bajo los mostradores. Otros, en cambio, paralizados por el pánico, sólo pueden gritar de horror y llevarse las manos a la cabeza, mientras ruegan a Dios que ninguna bala perdida les reviente la sesera.
Frank abre fuego. El tipo enorme, sorprendentemente, tiene tiempo de apartar un poco la cara, lo suficiente como para que la bala le atraviese la mejilla y no penetre por su frente.
Te maldices, furioso, por no darte cuenta antes, de que fuiste testigo de cómo el viejo empleado cogía algo que parecía una pistola del interior de la caja fuerte, mientras llenaba con torpeza la saca.
Peter se lleva las manos a la cabeza y luego retrocede, dando una larga zancada; evitando así, que todo el peso del tipo enorme, que acaba de perder, literalmente, media cara, se le venga encima.
Oyes una especie de explosión, detrás de ti. La vidriera de la puerta del despacho revienta en pedazos, como consecuencia de un impacto proveniente de tu espalda.
La sangre mana profusamente de los repentinos cortes que aparecen por toda tu cara, y te ciega por un segundo, mientras te vuelves hacia dentro, desorientado y demasiado aturdido por la detonación como para hacer cualquier cosa que no sea mirar embobado al responsable de tus heridas.
Otro estallido, y el cerebro del empleado —quien debería haberse dedicado a llenar la saca, en lugar de dispararte a traición— se desparrama por toda la superficie empapelada de la pared; y luego, lo poco de masa encefálica que aún permanece dentro del cráneo, sale por el orificio de salida de una bala anónima, mezclándose con la sangre.
Te basta un rápido vistazo a tu alrededor, para entender lo que está sucedido. Peter sostiene su revolver —agarrándolo con saña, a la altura de sus ojos— mientras el cañón desprende volutas de humo.
En los ojos de tu compinche puedes captar como el desconcierto y el miedo crece a marchas forzadas.
Tú no estás menos aterrorizado que él. Pero tienes que lograr centrarte, si quieres escapar vivo de ésta. Ya habrá tiempo después, si salís del embrollo, de agradecerle el gesto. Además, dudas que a Peter le moleste que dejes el agradecimiento para cuando la tormenta haya pasado y estéis sanos y salvo a cientos de millas de esta maldita ciudad.
Peter baja el revolver, y te ordena a voz en grito:
—¡Coge el puto botín, James! ¡Nos vamos cagando leches de aquí!
Tomas la saca del suelo ensangrentado, y sientes una punzada de dolor en el hombro al moverlo. Luego, corres hacia donde se encuentra tu otro compañero.
Mientras te mueves, te das cuenta de que el empleado ha atravesado algo más que cristal. La bala ha debido rozarte el hombro. La herida comienza a sangrar abundantemente. Esperas que ésta haya sido limpia, y la bala no haya quedado alojada dentro de tu cuerpo.
Frank está inclinado, con la cabeza escondida entre los hombros y las manos apoyadas contra las rodillas. Te das cuenta de que respira atropelladamente y tiene el rostro crispado en una mueca de asco.
—¡Frank! —le llamas, mientras piensas que si no huís los tres del banco, no os valdrá de nada escapar a Peter y a ti, porque la policía os acabará encontrando—. ¡Olvídalo! —insistes, cuando él no da muestras de escucharte—. ¡Tenemos que irnos!
—¡Se está moviendo! —masculla—. El muy cabrón, todavía se está moviendo…
Tiras del brazo de Frank con fuerza, pero él no se mueve un ápice.
Miras un momento hacia la puerta del banco y ves como Peter corre ya en aquella dirección. Entonces, vuelves a dudar. No sabes qué hacer.
Frank es incapaz de apartar los ojos de la cara del hombre que ha abatido. Echas un vistazo, por encima de su hombro, intentando discernir qué es lo que le provoca semejante abstracción.
El tipo enorme tiene la cara desfigurada y cubierta de ronchas y pústulas. La sangre que mana a borbotones de su mejilla, no hace sino afear, más si cabe, un rostro ya de por sí bastante deforme y grotesco.
Te sientes observado, y miras en redondo, sólo para descubrir que eres objeto de miradas furtivas.
Los rehenes te contemplan con tanto desprecio como temor, desde sus distintas posiciones. Parecen mirar a un monstruo, más que a un ser humano.
Una desgarradora punzada de dolor te saca del aturdimiento en el que te hayas sumido, y miras por última vez a Frank, con una decisión ya en mente.
«Frank está ido», piensas. «No puedo salvarlo».
Dándole por perdido, y rogando a Dios para que Frank encuentre un motivo lo bastante sólido como para no cantarlo todo, delatándoos a ti y a Peter a la policía, cuando le detengan, retrocedes dos o tres pasos, apuntando con el cañón del revolver a todo aquel que osa moverse.
Aunque nadie parece dispuesto a impedirte la huida, son muchos los que sí se atreven a mirarte, al menos, un instante, antes de que el cañón de tu arma les inste a pensárselo mejor, guardar su insolencia y contemplar, de nuevo, exclusivamente el suelo.
A pesar de que es lógico, pues todo el mundo se encuentra viendo el desfile, te sorprende —cuando sales a la calle— encontrar la avenida tan vacía como la habíais dejado.
Miras en las inmediaciones. Ni rastro de Peter.
Probablemente se dirija al primer punto de encuentro: el motel «Paraíso».
Como no ves tampoco ningún polizonte a la vista, decides echar un vistazo por encima del hombro.
Entonces, tus ojos se cruzan con los de Frank, quien permanece todavía dentro del banco.
Aunque ahora parece empezar a recobrarse un poco, su mirada sigue un poco perdida. Le miras fijamente, escrutando su expresión, tratando de conectar con él y sacarlo de su estado de ensimismamiento. Pero no funciona. No entiendes cómo le ha podido afectar tanto un homicidio, cuando él se ha ganado la fama a pulso de hombre cruento y sádico.
Ahí dentro ha ocurrido algo que a ti se te escapa.
Quizá, más tarde, Peter pueda esclarecer los hechos.
«Sí», piensas, «ya tendrás tiempo de obtener respuestas. Ahora es tiempo de huir».
—¡Frank… corre! —vociferas, en un último intento de lograr que huya contigo.
Frank te sonríe, y por un instante, tienes la impresión de que las cosas pueden enderezarse. Entonces, observas cómo el tipo enorme —con media cara colgando y cubierto por entero de sangre— está incorporándose tras él.
—¡Cuidado! —murmuras, pero la estupefacción convierte tu alerta en un susurro.
Frank hace ademán de girarse, como si hubiera sentido, de algún modo, la presencia del tipo enorme.
Quien, de pronto, se abalanza sobre él, con la misma fiereza que lo haría un depredador hambriento. El rostro de tu compinche se queda blanco, como la cera, cuando siente todo el peso de su atacante viniéndosele encima; al mismo tiempo, sus músculos faciales se crispan y sus ojos, desorbitados, te miran incrédulos, un instante antes de que sus pupilas se dilaten.
El tipo enorme apresa el cuerpo flácido de Frank, valiéndose de sus gruesos brazos, y le muerde varias veces la cabeza, arrancándole mechones de cabello y tiras de piel, como un cachorro que destroza una pelota de espuma.
La sangre lo inunda todo. El espectáculo se torna dantesco.
Entre los chillidos y las carreras alocadas de los clientes —a quienes parece importarles muy poco que tú seas el único que tiene todavía un arma—, contemplas, horrorizado, como el iris de tu compañero de fechorías asciende hacia arriba y vira un poco a la derecha, hasta desparecer más allá de la superficie blanquecina del ojo.
Mientras tanto, su cuerpo abandona toda resistencia y se convierte en una marioneta flácida de carne deshuesada, moviéndose al antojo de la inercia y del monstruoso titiritero.
El tipo enorme se inclina, poniéndose de cuclillas, con la cabeza hundida en el pecho de Frank, mientras devora sus entrañas con la misma ansiedad con la que un perro famélico devoraría la carroña abandonada por un depredador con el estómago lleno.
Gruñes y sueltas varios exabruptos, fruto de la rabia y la impotencia que te invade; y huyes, finalmente, como alma que lleva el diablo, de aquel mísero e infecto lugar.
Estas tan alterado que al girar sobre ti mismo y dar la primera zancada, lo haces con tal ímpetu y falta de medida, que arrollas el frágil cuerpo de una señora que se cruza en tu camino.
«¿¡De dónde demonios ha salido!?», te preguntas mientras pierdes la verticalidad.
Su cuerpo es muy delgado —no debe de pesar más de cuarenta kilos—, por lo que al impactar contra ti, sale despedida hacia atrás con muchísima fuerza, choca contra la barandilla, da una vuelta de campana y se golpea la cabeza contra la superficie de mármol del suelo, después de haber rodado por siete u ocho peldaños de la escalera; hasta quedar tendida, boca abajo, con la cara pegada al asfalto.
Te quedas inmóvil, mientras contemplas, estupefacto, el cuerpo que yace sobre el asfalto, con el pálpito de que está muerta. Quieres acercarte y comprobar si estás en lo cierto, pero el pánico te tiene tan agarrado por el cuello, que no puedes reunir el valor suficiente para hacerlo.
Así que sigues corriendo, todo lo rápido que eres capaz. Y mientras emprendes la huida, te das cuenta que la mujer que se interpuso en tu camino, bien podía ser una de los clientes que retuvisteis en el banco. Pues ahora todos se desperdigan por los alrededores, como pollos descabezados.
Sigues avanzando a toda prisa, siendo plenamente consciente de que, en ningún momento, has soltado la saca llena con el dinero del botín.