Emmanuel avanzó lentamente hacia el despacho, sintiendo los tirones de cinco tipos distintos de dolor en los músculos contusionados. El corte de la ceja había vuelto a abrirse y se detuvo para quitarse el hilito de sangre que le obstruía la visión. A través de la neblina roja vio a la señora Ellis de pie en la puerta de la cocina, esbelta y elegante.
—Dios mío…, Dios mío… —susurró—. ¿Han sido ellos?
Emmanuel asintió con la cabeza. Seguía en calzoncillos: un hombre derrotado con un aspecto lamentable y con la piel palpitante y coloreada de púrpura intenso, rojo y amarillo.
—Mi niña… —dijo la señora Ellis, expresando sus peores temores—. ¿Mi niña está sola con esos hombres?
—Sí —contestó Emmanuel mientras se dirigía hacia el despacho cojeando. Tenía quince minutos, veinte como máximo, para cambiar el rumbo de los acontecimientos—. Voy a intentar sacarla.
—¿Intentar? —dijo Elliot King, que apareció delante de Emmanuel con la cara tensa de rabia e impotencia—. Usted la atrajo a esa habitación. Es culpa suya que esté en esta situación.
Emmanuel le pegó un fuerte empujón en el pecho y le lanzó contra una pared. Después se inclinó sobre él hasta quedar a dos centímetros de su cara bronceada.
—Su hija vino voluntariamente y se habría ido voluntariamente de no ser por usted y por su intento poco meditado de manipular las cosas. Todo esto ha sido cosa suya desde el principio.
—Yo mandé llamar a la policía, no a una banda de matones afrikáners. Tendría que haber sabido que no se puede confiar en los holandeses.
—Le confió a Davida, en cuerpo y alma, a un holandés a cambio de unas tierras —dijo Emmanuel—. Ahora ni siquiera tiene control sobre su propia casa. ¿Qué se siente, señor King?
Emmanuel le dio la espalda y entró renqueando en el despacho.
Winston King estaba dentro con el teléfono en la oreja y una lista de nombres tachados apoyada en las rodillas. Colgó y se frotó los ojos con las palmas de las manos.
—Nadie está interesado —dijo—. Botha va a intentar contactar con el comisario principal de la policía más o menos dentro de una hora para ver qué se puede hacer, pero no promete nada. Nadie quiere tener nada que ver con esos cabrones del Departamento de Seguridad. Por una vez tus donaciones no son suficientemente altas.
—El comisario principal no va a contestar la llamada —dijo Emmanuel—. Un miembro del Partido Comunista confesó ayer por la noche haber asesinado al comisario Pretorius. El Departamento de Seguridad tiene una confesión firmada. Nadie se va a enfrentar a ellos.
—Mierda —Winston parecía a punto de vomitar—. Joder.
—Interpretaré eso como una manifestación de verdadero arrepentimiento por tus acciones —dijo Emmanuel mientras le hacía un gesto para que saliera del despacho—. Llega un poquito tarde para el pobre desgraciado al que han pegado hasta hacerle confesar y demasiado tarde para Davida. Otras dos personas van a pagar por ti, pero tú estás acostumbrado a eso, ¿verdad, Winston? A que otro pague el pato.
—Davida no tiene ningún valor para esos hombres —protestó Winston—, ¿por qué la retienen?
—Es una moneda de cambio —dijo Emmanuel—. Quieren cambiarla por una prueba que podría estropearles el caso en el futuro.
—Se lo contaré. —Winston estaba pálido—. Lo confesaré todo si sueltan a Davida. Lo pondré por escrito.
—Espera… —dijo King desde la puerta—. Les daré una buena cantidad a cambio de que se vayan. ¿Cuánto cree que aceptarán?
—Puede que le cueste entender esto —contestó Emmanuel hundiéndose en la silla del despacho—, pero esta situación está por encima del dinero. Esos hombres creen que están protegiendo el futuro de Sudáfrica. Su dinero no significa nada para ellos. No con un comunista listo para ir a juicio.
—No hay nadie que esté por encima del dinero —afirmó King con convencimiento.
—Muy bien —dijo Emmanuel mientras descolgaba el teléfono—, entre ahí con Winston a ofrecerles un soborno y a ver qué pasa.
Los King se quedaron mirando la sangre que le salía de la barbilla y le goteaba sobre el torso magullado.
—¿Va a llegar a un acuerdo para que la suelten? —preguntó Winston, sonrojado por su propia cobardía.
—Voy a intentarlo —contestó Emmanuel poniéndose el auricular en la oreja—. Ahora fuera de aquí, los dos.
Emmanuel levantó la hoja de la ventana y sacó el cuerpo para tomar una profunda bocanada de aire fresco. El sol estaba en el horizonte y una luz dorada iluminaba el río serpenteante y las achaparradas colinas. Iba a ser otro hermoso día, lleno de flores silvestres y gacelas saltarinas recién nacidas. La puerta del despacho se abrió tras él pero Emmanuel no se dio la vuelta. No tenía ganas de enfrentarse a nadie en ese momento ni fuerzas para hacerlo.
—No va a cambiar las pruebas por mi niña, ¿verdad? —dijo la señora Ellis.
—No —contestó Emmanuel.
Van Niekerk había sido rotundo hasta rayar en lo ofensivo. Él no ganaba nada con la propuesta. No tenía motivos para cambiar la mejor arma que tenía para hacer chantaje por una muchacha asustada. Ya tenía criada y cocinera. No le hacía falta otra mujer de color.
«No la van a matar», había concluido el inspector con crudeza. «He visto las fotografías y esos hombres no pueden hacerle nada a esa chica que no le hayan hecho ya. No te involucres y márchate de allí, por el amor de Dios».
Podía imaginarse a Van Niekerk haciendo exactamente eso. Marcharse abandonando a un ser humano indefenso sin pensárselo dos veces. Ése era su punto fuerte e iba a llevarle a lo más alto.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó el ama de llaves con la humildad que le confería su impotencia—. ¿Qué debo hacer para ayudar a mi niña?
Emmanuel oyó un tintineo de cubiertos y olió el café recién hecho. Miró la hora: las 6:50 de la mañana. Le quedaban tres minutos para tomar una decisión. Volver con Van Niekerk y ascender a la cúspide de la pirámide del mal o quedarse allí y caer luchando por defender lo correcto.
Se volvió hacia la señora Ellis. Le había traído un café y un sándwich de jamón con mantequilla cortado en dos triángulos. Suficiente para hacer saltar una chispa.
—¿Qué hay en la despensa? —preguntó.
—De todo —contestó ella—. Estamos bien surtidos, el señor King es muy insistente con eso.
«Que Dios bendiga a los ricos glotones», pensó Emmanuel mientras la chispa intentaba desesperadamente convertirse en una idea viable.
—¿Carne? —preguntó.
—Beicon. Salchichas boerewors y carne de caza.
—¿Algo dulce?
—Tengo preparadas unas galletas de mermelada y un bizcocho para el té de la tarde. También fruta seca y dulces comprados.
—¿Sigue aquí el agente Hepple?
—Está esperándole en el porche. Les ha dicho a Johannes y a Shabalala que no podía volver al pueblo con ellos. Que no podía abandonar su puesto.
—Traiga a Hansie, a Elliot King y a Winston —dijo—. Tenemos que actuar deprisa.
Emmanuel volvió cojeando a la habitación de invitados con la taza de café en una mano y el sándwich a medio terminar en la otra. Se quedó en la puerta dando sorbos al café. El líquido caliente le quemó el corte dentro de la boca, le pasó por el nudo de la garganta y siguió bajando hacia el doloroso agujero provocado por el miedo que tenía en el estómago.
La luz del sol se colaba en la habitación, pero los agentes del Departamento de Seguridad y los hermanos Pretorius conservaban un tono grisáceo, resultado de la falta de sueño, la falta de comida y el exceso de cerveza.
—¿Y bien?
Piet estaba tumbado tranquilamente en la cama, sin duda para que no estuviera fría cuando volviera la mujer. A su alrededor, el suelo estaba lleno de colillas.
Emmanuel se obligó a beber más café con su boca magullada y fue a ver cómo estaba Davida: rígida de miedo, pero aguantando. Le dio el café, y la joven, sedienta, se lo bebió ansiosamente de unos pocos tragos. Alargó la mano para coger el sándwich, pero Emmanuel lo mantuvo bien agarrado. Era una apuesta arriesgada: dependía de un sándwich de jamón para salvar el pellejo a Davida. Vio a Dickie por el rabillo del ojo. El hombretón no apartaba la vista del sándwich.
—El inspector Van Niekerk quiere más tiempo para pensarlo. Va a volver a llamar dentro de media hora con una respuesta —dijo Emmanuel, que dio un mordisco al pan casero y lo masticó antes de continuar—: ¿Podéis esperar tanto?
Piet se levantó y se sacudió la ceniza de los pantalones.
—La respuesta es sí o no.
—¿Qué es lo que más deseas, subinspector? ¿Las fotografías o la oportunidad de bajarte los pantalones por tu país?
Piet se sonrojó.
—¿Y qué coño se supone que tenemos que hacer mientras tu inspector anda pasando el rato por ahí?
Emmanuel se encogió de hombros y miró el reloj. En cualquier momento, la señora Ellis iba a lanzar el primer ataque de la batalla. Dio un mordisco al sándwich y sintió cómo las miradas hambrientas de Dickie y los hermanos Pretorius seguían el movimiento de sus manos. Se lamió la mantequilla de los dedos.
—¿De dónde has sacado esa comida? —le espetó Dickie—. ¿Y el café?
—¿Esto? —dijo Emmanuel levantando el sándwich—. Me lo ha dado el ama de llaves del plato del braai.
—¿Qué braai? —preguntó Dickie, olisqueando el aire como un perro de caza. El olor del humo del fuego de leña se fue volviendo más intenso y se mezcló con el aroma a beicon, cebollas y salchichas fritas.
—Ese cabronazo, King —dijo Emmanuel sacudiendo la cabeza—, tiene comida suficiente en la cocina para dar de comer a un ejército. Aunque yo nunca tuve nada parecido cuando estaba avanzando por Francia. Mis raciones de combate no traían boerewors ni bizcocho.
A Dickie le sonaron las tripas y los hermanos Pretorius se dirigieron a la puerta destrozada. El sonido de la carne friéndose despertaba el interés de cualquier hombre.
—Esperad —ordenó Piet—, esto es un montaje. ¿Por qué iba alguien a encender un braai a esta hora de la mañana?
El subinspector era un auténtico fenómeno de la naturaleza, siempre alerta al peligro. No necesitaba comer ni dormir mientras quedara «trabajo» por hacer.
—Para practicar… —dijo Davida echándose hacia delante en su silla con la taza de café vacía pegada al pecho—. El señor King va a servir un braai de desayuno para los clientes cuando abra el complejo. Le gusta probar la comida y escoger lo que quiere.
—¿Y qué pasa con la comida que no se come? —preguntó Dickie.
—Se la da a los empleados —dijo Davida—. Los que están construyendo las cabañas.
Dickie dio un gruñido al pensar en toda esa comida de blanco yendo a parar a las bocas de trabajadores negros que se contentaban con una mazorca de maíz asada y un pedazo de pan seco dos veces al día. Olisqueó y le pareció percibir un olor a café recién hecho mezclado con el aroma de la carne asada.
—Subinspector… —suplicó Dickie. Era un hombre grande. Le gustaba desayunar seis huevos rebañados con una hogaza de pan y regados con una cafetera entera de café solo. Su estómago empezó a comerse a sí mismo desde dentro—. Por favor…
Piet miró a sus hombres y vio nacer el inicio de una sublevación. Había sido negligente; llevaban cuarenta y ocho horas sin hacer una comida de verdad. Llevó a la mujer a la cama y la sujetó al somier con sus esposas.
—Media hora —dijo.
Emmanuel le dio a Hansie un plato lleno a rebosar con tres clases distintas de carne y una gruesa rebanada de pan encima. El equipo del Departamento de Seguridad se lanzó sobre el banquete servido por la señora Ellis y por el propio King, ataviado con un delantal de criada para la ocasión. Winston sirvió té y café con el encanto empalagoso que excitaba a las chicas inglesas y hacía a los hombres mirarse bien en los bolsillos en busca de una propina.
—Llévale esto al hombre que está vigilando la habitación —le dijo Emmanuel a Hansie—. Dile que ha dicho el subinspector que vaya a comérselo a la cocina mientras tú montas guardia.
Hansie se fue y Emmanuel esperó. Todo estaba saliendo según lo planeado salvo los nervios de Piet. Estaba comiendo y bebiendo con sus hombres, pero cada pocos minutos se paraba a mirar el reloj y a examinar el lugar.
—Emmanuel esperó a que Piet llevara a cabo su inspección de seguridad y después se metió disimuladamente en el interior de la casa y echó a correr hacia la habitación. Calculó que tenía dos minutos. Sacó un juego de llaves del bolsillo de sus arrugados pantalones y se lo dio a Hansie, que estaba montando guardia delante del dormitorio.
—¿Sabes lo que tienes que hacer?
—Por supuesto —contestó Hansie cogiendo las llaves.
—Bien… —dijo Emmanuel comprobando el pasillo. Vacío—. Acuérdate, no pares hasta llegar a Mozambique.
—Sí, oficial.
Hansie se fue con las llaves del coche tintineando alegremente en las manos.
Emmanuel abrió las esposas de Davida y la liberó. Tenía sangre en las muñecas, pero eso no era nada comparado con cómo iba a dejarla Piet Lapping si seguía allí cuando volviera.
—Tenemos que darnos prisa. Sal por la ventana y ve corriendo directamente a la caseta del vigilante nocturno. Lo más rápido que puedas.
Tenía que salir de la habitación y echar a correr antes de que Hansie arrancara el deportivo y atrajera a los hombres a la parte delantera de la casa. La ventana se abrió con un crujido y Emmanuel levantó en brazos a Davida.
—¿Y tú? —dijo ella.
—No te preocupes —contestó mientras la sacaba por la ventana—. Corre…
Davida salió corriendo por una zona de arbustos con la combinación blanca de algodón. Corrió a toda velocidad y sin mirar atrás. Al ver su silueta alejarse de la casa, un recuerdo afloró a la superficie.
La hermana pequeña de Emmanuel fue corriendo deprisa por el callejón, descalza y con el camisón de nomeolvides azules bordados en el cuello. Emmanuel corrió a su lado. Le llegó el olor de las hogueras de leña mientras avanzaban a toda velocidad hacia la luz del hotel de la esquina. El miedo le hizo insensible al frío de la noche de invierno. Por dentro ardía de rabia por no ser lo bastante fuerte para detener el cuchillo. Cuando fuera mayor, cuando creciera, resistiría y pelearía. Desde detrás les llegaron los gritos de su madre agonizante, que se adentraron con ellos más y más en la oscuridad…
El deportivo se puso en marcha con un rugido y Hansie salió a la carretera a toda velocidad levantando una ola de gravilla. Emmanuel se imaginó la enorme sonrisa en la cara de Hansie al avanzar por el veld pisando el acelerador del reluciente Jaguar. Oyó el sonido de un claxon, seguido de pisadas y gritos de sorpresa. El Departamento de Seguridad estaba mordiendo el anzuelo. Los motores se encendieron y las ruedas giraron. La persecución había comenzado.
Intentó oír a Davida, pero con suerte ya habría llegado a la caseta del vigilante y habría escapado. El plan era trasladarla a un lugar seguro que sólo conocían King y sus fieles sirvientes.
Emmanuel se dispuso a salir. Según todos los criterios convencionales, el caso era un fracaso. El hombre equivocado apaleado hasta confesar, el Departamento de Seguridad triunfante y Van Niekerk listo para ascender en el escalafón por medio de chantajes. Haber rescatado a Davida tendría que ser su consuelo. Tendría que conformarse con eso.
—¿Te crees que sabes lo que es el dolor? —Piet estaba de pie en la puerta, tranquilo como una cobra acechando a un ratón de campo—. ¿Una herida de bala y unos cuantos moratones? Eso no es nada. Garabatos de un niño en tu cuerpo.
Emmanuel se giró y se lanzó hacia la ventana abierta. Estaba saliendo con el hígado, los pulmones y el bazo intactos. Unas manos férreas volvieron a arrastrarle al interior de la habitación y el subinspector Piet Lapping dio comienzo a su lección en serio.
Emmanuel notó el sabor de la sangre. Estaba oscuro. Sentía dolor al respirar. Se movía de la conciencia a la inconsciencia en una marea controlada por el agente con la cara llena de marcas. La silueta borrosa de Piet se cernió sobre él y Emmanuel pensó: «Los Pretorius no tienen ni idea de cómo dar una paliza de verdad, Piet hace bien en darles lecciones».
El movimiento de una mancha oscura detrás de la cabeza de Piet fue seguido de un ruido de cristales rotos. El subinspector cayó al suelo. A Emmanuel le salpicó un poco de whisky en el labio cortado e intentó penosamente incorporarse y concentrarse.
—¿Tú? —dijo girándose.
Johannes, el soldado de infantería del ejército de los Pretorius, le levantó del suelo y le arrastró hasta la ventana abierta. A Emmanuel le temblaron los músculos e intentó mantenerse en pie. Imposible. Tenía menos fuerza que un flan.
—¿Por qué? —gruñó Emmanuel mientras el corpulento bóer le cogía en brazos y le sacaba por la ventana como a un saco de pieles de contrabando.
—He encontrado las fotos debajo de la cama de Louis cuando le hemos llevado a casa —dijo Johannes—. Las he quemado. Todo lo que ha dicho usted sobre Louis y mi padre es cierto. Tenía que arreglar las cosas.
—Ah…
Emmanuel pasó por encima del alféizar y fue a parar a un hombro ancho y fuerte. El color liso de un uniforme caqui fue todo lo que vio durante unos instantes; después le llegaron destellos de flores silvestres amarillo fuerte, tierra roja y matas verdes de hierba del veld. Oyó el canto de los árboles y olió la promesa de la primavera que se levantaba desde el suelo húmedo. Iba avanzando a campo traviesa sobre los hombros de un gigante. Se le cerraron los ojos.
El agente Samuel Shabalala y Daniel Zweigman, sentados uno junto al otro, observaron cómo aparecía la primera luz del día en el horizonte. Shabalala señaló con el dedo la delgada franja rosa pálido que se iba abriendo paso a través del manto de la noche.
—La luz de Dios —dijo.
—Sí —asintió Zweigman—. Se me había olvidado cómo era.
Emmanuel se obligó a separar los párpados. A ambos lados de su cuerpo, el espacio estaba ocupado por las siluetas imprecisas de los dos hombres. Concentró todas sus energías en mantener los ojos abiertos un segundo más.
—Ah…, ha vuelto con nosotros, oficial.
Dos caras borrosas, una blanca y otra negra, se inclinaron sobre él para examinarle de cerca. Notó el sabor de un líquido amargo en la boca y se lo tragó con dificultad. Le dolía todo.
—Media dosis de pastillas machacadas mezcladas con hierbas silvestres recogidas en el veld por el agente Shabalala —explicó la cara blanca—. Es usted el primer paciente al que trato con esta milagrosa combinación de medicinas alemana y zulú. Es un hombre con suerte.
Zweigman. Emmanuel tenía el nombre grabado. Zweigman el tendero y Shabalala el policía. Los dos hombres que habían avisado a Van Niekerk de dónde estaba y le habían salvado el pellejo.
—¿Cuánto tiempo…?
Por entre las gruesas ramas de un árbol se veían parpadear trocitos de cielo. Estaba en algún lugar en el veld, envuelto en mantas y tumbado en una fina colchoneta.
—Tres días —contestó el agente Shabalala—. Se fue usted muy lejos, pero ha vuelto.
—¿Y Davida?
—Se fue —respondió Zweigman mientras le apretaba los músculos contusionados del abdomen con los dedos—. Pronto estará usted bien para viajar. Tiene unas ganas tremendas de vivir.
—El subinspector y sus hombres también se fueron —dijo Shabalala—. Se fueron en muchos coches y se llevaron al hombre comunista esposado. Detrás iban muchas cámaras de los periódicos. Ahora son los indunas.
Emmanuel sintió cómo le incorporaban con delicadeza hasta sentarle y notó el sabor del agua fría en la boca. Miró a través de los párpados hinchados. Estaba rodeado de veld por todas partes, grandes franjas verdes y marrones. Una paloma zureó y la hierba se meció a la luz del amanecer. El paisaje era dorado y le dolía mirarlo, así que cerró los ojos.
—Volví… —masculló Emmanuel. Podría haberse quedado en Inglaterra con su nueva esposa y haber aprendido a soportar la lluvia y el frío. Pero había regresado, sabiendo lo cruel que era aquel país y lo severo que era el Dios que lo gobernaba.
—Te encanta este puñetero sitio, amiguito —el sargento mayor aportó su opinión—. Éste es el país en el que decidiste resistir y pelear. Así de fácil.
—Me patearon el culo. Perdí el partido —dijo Emmanuel, pensando en el hombre inocente al que estaban a punto de juzgar por el asesinato de Pretorius.
—Está delirando —dijo Zweigman mientras volvía a tumbarle en la colchoneta.
—¿Y tú? —Emmanuel siguió con su conversación con el escocés—. ¿Qué haces aquí?
—Me invitaste tú —contestó el sargento mayor—. Pero creo que ya no me necesitas. Tienes al alemán y al africano, así que puedes estar tranquilo, amiguito. Descansa un poco.
Zweigman le tomó el pulso al oficial y le envolvió bien el maltrecho cuerpo con las mantas. Cómo había conseguido sobrevivir a la paliza era un misterio, pero las cicatrices, algunas visibles y otras ocultas, le acompañarían hasta la tumba.
—Algún día le contaré por qué acabé escondido en Jacob’s Rest —dijo el tendero alemán—. Por ahora le diré que mi mujer y yo nos vamos a ir de aquí, y eso es una gran noticia. Voy a abrir una consulta y a empezar de nuevo. He decidido volver a levantarme y ver si consiguen derribarme.
—¿Por qué?
—Hay que sentir el dolor pero dejar que venza el bien. ¿Qué otra cosa podemos hacer los hombres como nosotros, oficial?
Emmanuel sintió el áspero terreno bajo su cuerpo y oyó la grave voz de barítono de Shabalala cantando una canción zulú. Un negro y un judío le habían salvado la vida, una mujer mestiza había resucitado su lado físico y un auténtico afrikáner había levantado su cuerpo abatido para ponerlo a salvo. Era un rompecabezas de personas que encajaban a pesar de las nuevas leyes del Partido Nacional.
Cerró los ojos y empezó a quedarse dormido. La voz de Shabalala le sacó de la oscura bodega de sus sueños y le llevó hacia la luz del sol. Se vio a sí mismo tendido a la intemperie en el veld, malherido pero no derrotado. Zweigman tenía razón. ¿Qué otra cosa podía hacer uno salvo volver a levantarse y enfrentarse al mundo una vez más?