20

Caía por el cielo, con el cuerpo retorciéndose y arqueándose en el aire como una hoja llevada por el viento. Le llegó el olor de la artemisa y el sonido de la voz dulce y aguda de Louis Pretorius entonando un cántico en afrikáans. Una rama se partió y él siguió cayendo a una velocidad de vértigo hacia la dura corteza terrestre. Gritó pidiendo ayuda y sintió una ráfaga de viento frío pasarle por la cara mientras caía en picado sin detenerse.

Emmanuel se incorporó, tratando de recuperar el aliento en medio de la oscuridad. Tanteó a su alrededor; sus dedos rozaron una manta y los duros bordes de una cama de hierro forjado. No tenía ni idea de dónde estaba. No recordaba haberse tumbado en una gran cama con sábanas suaves en una habitación que olía a paja y a cemento frescos.

A la derecha de la cama encontró una caja de cerillas y, a la tenue luz de la llama, vio una vela sin usar con la mecha nueva. Encendió la vela e intentó volver a respirar con normalidad. Los sencillos dibujos tribales del suelo de cemento desnudo le ayudaron a situarse. Supo dónde estaba. Una habitación de invitados recién terminada anexa a la parte trasera de la casa de Elliot King.

El suave crujido de la alfombrilla de juncos a los pies de la cama le alertó de la presencia de ella, y Emmanuel levantó la vela para iluminar el resto de la habitación. Estaba sentada en el suelo con la barbilla apoyada en las rodillas flexionadas, como una niña pensativa.

—¿Te ha mandado tu padre? —preguntó—. ¿O tu hermano?

—¿Estaba soñando con la montaña? —dijo ella echándose hacia delante y poniendo los codos en el colchón. Emmanuel estaba sudado y tembloroso, pero ella no dio muestras de tenerle miedo.

—Sí —contestó Emmanuel. Pensó que no tenía sentido mentirle y fue un alivio decirle la verdad a alguien que había estado allí.

—¿Salía él en el sueño?

—Sólo su voz. Cantando —dijo Emmanuel—. Me caía desde la montaña e iba bajando como una piedra. ¿Y tú?

—Él me estaba lavando debajo de la cascada y entonces yo miraba para abajo y me veía la piel de los brazos hecha jirones. Veía el color blanco de los huesos a través de la carne.

—Ahora está muerto. Dejarás de tener esos sueños, pero puede que tarden un tiempo en desaparecer —dijo Emmanuel. Tras la horrible experiencia de la montaña, sabía que él representaba para ella un refugio en el que ponerse a salvo de todas las cosas espantosas que le había hecho Louis en nombre de la pureza. Todas las víctimas de la guerra y la violencia sienten un vínculo con quienes las rescatan. Es un vínculo frágil, sin embargo, y no debe alimentarse. Ése era el momento de decirle que se distanciara. La vida seguiría su curso y ellos volverían a ser dos desconocidos. Así era como tenía que ser.

Davida se acercó un poco más y Emmanuel no la detuvo.

—¿Cree que soy una mala persona? —preguntó ella.

—¿Por qué iba a creer eso?

—Por lo del comisario y lo que hice con él.

—Tenías buenas razones para hacer todo lo que hiciste —contestó Emmanuel, que se dio cuenta, con una sensación de incomodidad, de que aquélla era la primera conversación personal que mantenía con una persona de color desde que había vuelto de Europa. Entrevistas, declaraciones de testigos, interrogatorios formales e informales: tenía contacto con todos los grupos raciales por su trabajo, pero esto era distinto. Ella estaba hablando con él. Un ser humano hablando con otro ser humano. Su piel brillaba como terciopelo marrón a la luz de la vela.

—¿Cree que Dios lo sabe todo?

—Si Dios existe, entenderá la tesitura en la que te pusieron. Eso es lo más filosófico que puedo ponerme a estas horas de la noche.

—Ummm… —contestó ella en voz baja y pensativamente, saboreando la idea de un Dios comprensivo. Alargó la mano y le tocó la cicatriz del hombro. Emmanuel alcanzó a ver un refugio en los ojos de ella y sintió la calidez de su piel y su aliento. «Ve con cuidado», se dijo. «Esto es una operación policial: una investigación de un asesinato en la que ella ocupa un lugar central». No era momento de rendirse al placer como un policía antivicio al acabar el turno.

—Está herido —dijo ella.

La manga del camisón se le deslizó hacia el codo y Emmanuel le tocó las cicatrices rojas y alargadas del brazo.

—Tú también.

Davida se inclinó hacia delante y le besó. Su boca era cálida y voluptuosa y se dejaba llevar por la de él. Le saboreó con la lengua. Se subió a la cama y se metió entre sus piernas, apoyando las manos en las rodillas de él mientras seguían besándose en un baile infinito.

Emmanuel se apartó. No lo suficiente para convencer a ninguno de los dos de su propósito de distanciarse.

—¿Por qué haces esto? —preguntó.

—Esta vez quiero llevar yo el control —dijo mientras llevaba las manos de los muslos a las muñecas de Emmanuel y se las sujetaba firmemente—. ¿Me deja llevar el control, oficial Emmanuel Cooper?

Le había dado el poder y le había pedido que se lo devolviera casi al mismo tiempo. Aquella referencia directa a su rango le excitó y le avergonzó.

—Sí —dijo él.

El sueño le arrastró, sumergiéndole y llevándole a través de corrientes y remolinos hasta un lugar seguro. Durmió como duermen los muertos, pero los muertos no le molestaron. Estaba en el sótano quemado de sus sueños, con la mujer acurrucada contra su espalda para entrar en calor.

¡Levántate! —le ordenaron con un grito alto y claro en el oído—. ¡Es una orden, soldado!

Emmanuel hundió la cara en la almohada. No estaba preparado para salir del capullo. La guerra podía continuar sin él.

Arriba, ¡vamos! —dijo el sargento mayor—. Ponte los calzoncillos. No querrás que te encuentren con el culo al aire, amiguito.

El frasco de pastillas blancas, todavía lleno casi hasta la mitad, estaba al lado del cabo de la vela. Emmanuel alargó al brazo para cogerlo y, a través de los párpados entreabiertos, vio la pálida luz de la aurora que se colaba entre las cortinas.

Olvídate de las pastillas —dijo el sargento mayor—. Primero ponte los calzoncillos y después lávate la cara, por Dios. Hueles como un francés.

Emmanuel se incorporó, atento al ruido de voces procedente del otro lado de la puerta de la habitación. Cogió los calzoncillos y se los puso. Después le tocó el hombro a Davida.

—Levántate —susurró—. Ponte el camisón.

—¿Por qué?

Estaba adormilada y caliente, envuelta en un revoltijo de sábanas.

—Tenemos compañía —dijo mientras la cogía de los hombros y la levantaba para poder pasarle la combinación de algodón por la cabeza—. Pase lo que pase, quédate agachada y no digas nada.

Ahora Davida estaba totalmente despierta y atenta a las pisadas que llegaban hasta la puerta. Se levantó de la cama y se metió en un rincón de un salto, como un gato.

Fuera se oía a King, levantando la voz en señal de protesta:

—No hay necesidad de hacer esto…

Emmanuel se levantó y la puerta se abrió hacia dentro con un fuerte golpe que la dejó destrozada. Las bisagras plateadas salieron disparadas por el aire y Dickie y Piet, dos siluetas negras y compactas en contraste con el fondo grisáceo de la luz del amanecer, aparecieron en el hueco de la puerta.

—¡Abajo! ¡Abajo! —exclamó Piet, con la pistola desenfundada y amartillada y el dedo en el gatillo—. Siéntate.

Emmanuel se sentó al borde de la cama, sabiendo que Davida estaba escondida detrás de él en el oscuro rincón. Estaba agachada y en silencio, pero era inevitable que Piet y su compañero la encontraran.

—Mira en las cortinas, Dickie.

Otros dos hombres del Departamento de Seguridad se llevaron a King a empujones en dirección a las habitaciones principales de la casa.

—¡Eso es mi propiedad! —gritó King enfurecido. Los agentes del Departamento de Seguridad le metieron en la cocina. Uno de ellos se quedó montando guardia en el pasillo mientras el otro volvía a la puerta destrozada. Piet y Dickie habían traído refuerzos. Menos mal que le había despertado el sargento escocés chiflado. Tenía puestos los calzoncillos y Davida llevaba el camisón. Algo es algo.

—En menuda te has metido —dijo Piet—. Los hermanos Pretorius están abriendo el almacén de hielo ahora mismo. ¿Qué van a encontrar, Cooper?

Emmanuel intentó asimilar la información. ¿Había abandonado Shabalala su solitaria vigilancia del almacén de hielo y había ido a Jacob’s Rest a llevar la noticia? No. Shabalala no habría dejado a Louis solo ni un segundo.

El ruido, mitad grito y mitad aullido, fue espantoso de oír. Los Pretorius habían encontrado a su hermanito, frío y amoratado, tendido entre cubiteras y refrescos con gas. Emmanuel se levantó, pensando en Shabalala haciendo frente él solo a la cólera de la consternada familia Pretorius.

—Siéntate.

Piet volvió a meter la pistola en la funda y empezó a caminar lentamente por la habitación describiendo un círculo. Dio una patada a un montón de ropa tirada en el suelo y fue cogiendo objetos y libros al azar. Se detuvo a los pies de la cama y dirigió la mirada al rincón.

—Vaya, vaya, Cooper —dijo—. Esto explica por qué esta habitación huele como una casa de putas.

El miedo le recorrió la columna vertebral como un dedo gélido. Tenía que hacer que Piet se apartara de Davida, aunque sólo consiguiera librarla de las atenciones especiales del subinspector durante unos minutos.

—¿Ése es el único sitio en el que consigues estar con una mujer? —dijo Emmanuel—, ¿en un burdel? No me extraña con una cara como la tuya. Espero que dejes una buena propina.

—Asegura este paquete, Dickie —ordenó Piet señalando el escondite de Davida antes de dar un bandazo y dirigirse hacia la cama, junto a la que seguía de pie Emmanuel. Con una calma inusitada, dijo—: Ahora estás en mi mundo, oficial Cooper. Deberías mostrar un poco de respeto.

En el mundo de Piet, el miedo y el respeto eran lo mismo, y Emmanuel no pensaba mostrar ninguna de las dos cosas sin oponer resistencia. Davida se encogió aterrorizada a la sombra de Dickie y Emmanuel pasó a la ofensiva.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó. Había normas sobre cómo debían tratarse los policías blancos entre ellos, y Piet se estaba moviendo por un terreno pantanoso.

—Me han invitado a venir —contestó Piet mientras rebuscaba en su chaqueta mugrienta y sacaba una cajetilla de tabaco sin empezar. Desprendía un intenso hedor a cerveza, sudor y sangre—. King mandó a uno de sus kaffirs a la comisaría a pedirnos ayuda. Un horror, el anciano kaffir teniendo que llegar hasta allí en bicicleta de noche.

—¿Para qué iba a necesitaros King?

Ya sabía la respuesta. ¿Por qué esperar a que un equipo de abogados hebreos se pusiera a trabajar cuando podía enfrentar a dos departamentos de la policía y enredar aún más las cosas? King se había olido que Emmanuel estaba fuera del destacamento principal y lo había usado en su contra: estrategia militar elemental. El plan sólo tenía un fallo. El adinerado inglés no contaba con que el Departamento de Seguridad iba a encontrar a Davida con él en la habitación, y, contra toda lógica, Emmanuel se alegró de saberlo. Davida había ido a verle por iniciativa propia.

Piet encendió un cigarro y dio una calada.

—Ayer por la noche conseguimos una confesión —dijo—. El inspector viene de camino desde Pretoria para posar en las fotos. Va a ser un caso muy sonado. Todo el mundo quiere sacar tajada.

—¿Firmó la confesión? —preguntó Emmanuel. Nadie del Gobierno, absolutamente nadie, iba a examinar con demasiada atención la confesión de un conocido comunista, y el que menos Van Niekerk, cuyo objetivo era ascender en el escalafón político aprovechando la coyuntura. Piet y Dickie estaban blindados a prueba de balas y Emmanuel estaba medio desnudo.

—Claro —contestó Piet—. Así que imagínate mi sorpresa cuando oí que tenías a otro candidato para ser el autor del asesinato. Un asesinato del que yo tengo una confesión escrita y firmada.

Si abandonaba ahora, decía que había cometido un error al pensar que Winston King estaba implicado y se disculpaba por las molestias causadas, quizá saldría de allí con vida. El Departamento de Seguridad había sido más hábil que él y ahora iban a colgar a un negro del Fort Bennington College por cruzar el río un miércoles en lugar de un sábado.

Piet se terminó el cigarro en silencio, echando anillos de humo al aire como un adolescente. Mala señal. Se acercó al montón de ropa del suelo, cogió la chaqueta de Emmanuel y revolvió en los bolsillos hasta encontrar lo que buscaba.

Sostuvo en alto la declaración de Davida, sujetándola con el pulgar y el índice.

—¿Tus pruebas? —dijo.

—Una declaración —dijo Emmanuel por toda respuesta. Nada le iba a impedir al subinspector Lapping leer la larga lista de acusaciones condenatorias dirigidas contra el comisario Pretorius: adulterio, producción de artículos pornográficos, agresión física y conducta impropia constitutiva de delito según la Ley de Inmoralidad.

Piet desdobló el papel y leyó la declaración manuscrita. Al terminar, miró hacia el rincón donde estaba Davida, acurrucada a los pies de Dickie.

—¿Has escrito tú esto? —preguntó.

Davida se arrimó a la pared del rincón, con miedo a levantar la mirada, con miedo a contestar. Dickie se agachó y le dio una bofetada en la cara con la mano abierta que le hizo sangre en la comisura de los labios. El miedo la mantuvo muda.

—Contesta —dijo Dickie.

—Sí —dijo Davida, apretándose la mejilla dolorida con la mano.

—Oye… —Emmanuel llamó la atención de Piet—, ya tenéis vuestra confesión. Esto no es nada comparado con lo que está pasando en la comisaría.

Piet sonrió.

—Me iré cuando hayas recibido tu castigo por desobedecer mis órdenes y ponerme de los putos nervios y ni un minuto antes, Cooper.

El subinspector con la cara llena de marcas se hizo a un lado y dejó ver a Henrick y a Paul Pretorius de pie en la puerta destrozada, hombro con hombro. Levantó el papel para que lo vieran.

—¿Sabéis qué es esto? —dijo—. Es una declaración en la que se afirma que vuestro padre era un pervertido y un mentiroso que se corrompió mezclando su sangre. ¿Qué os parece?

Los hermanos Pretorius se dirigieron hacia Emmanuel enfurecidos. Paró un puñetazo de Paul y se agachó para esquivar el mazazo de Henrick antes de que un golpe en el estómago le mandara hasta la cama tambaleándose. Las vigas de madera del techo se inclinaron sobre él formando un extraño ángulo. Paul le echó el aliento en la cara.

—Vas a pagar —le dijo—. Por Louis y por las mentiras que vas diciendo sobre mi padre.

—Es todo verdad, hasta la última palabra —contestó Emmanuel, que intentó mantenerse relajado cuando empezaron a llegarle puñetazos de todas las direcciones. Notó el sabor de la bilis y la sangre y oyó el sonido húmedo de su cuerpo al rendirse a los golpes. De modo que así era como se había sentido Donny Rooke en el camino kaffir: un saco de boxeo del gimnasio privado de la familia Pretorius.

—Quietos, quietos, quietos —ordenó Piet—. No podéis machacarle así de una sola vez. Es peligroso. Tenéis que ir más despacio. Pensad bien dónde y cómo vais a entregar el mensaje.

Emmanuel se incorporó con gran dificultad. Si Piet llevaba la batuta, estaba metido en problemas hasta el cuello. El agente del Departamento de Seguridad podría mantenerle vivo y sufriendo durante días. Piet se quitó la chaqueta y se remangó la camisa hasta los bíceps.

—Henrick, sujétalo contra la cama y que no se levante —ordenó.

—Soy policía —gimió Emmanuel—. Lo que estás haciendo va contra la ley.

—Yo no estoy haciendo nada —dijo Piet—. Esto es una paliza privada propinada por dos hombres a cuyo hermano has matado y escondido en un almacén de hielo.

Aquello no sonaba nada bien. Tampoco era muy exacto, pero un jurado se lo pensaría dos veces antes de castigar a los Pretorius por descargar su ira en el hombre al que Louis había acusado de intentar abusar de él.

—Bueno —continuó Piet—, empieza con una bofetada. Con la mano abierta. Ni muy fuerte ni muy floja. Sólo lo justo para que preste atención.

—Ya estoy prestando atención —dijo Emmanuel al tiempo que Paul le daba un golpe que le dejó un dolor punzante en la mejilla. Ni muy fuerte ni muy flojo. El soldadito de plomo tenía un talento innato.

—Bien —dijo Piet, impresionado—. Ahora formula una pregunta y espera a que responda.

—¿Por qué has contado todas esas mentiras sobre mi padre?

—No son mentiras —contestó Emmanuel—. A tu padre le gustaba tirarse a chicas morenas. Al aire libre y por detrás.

Paul le pegó un fuerte golpe en la cara que hizo salir sangre y saliva disparadas de su boca. Le ardía la piel por encima del ojo izquierdo y se concentró en el encolerizado Paul Pretorius, que estaba forcejeando para que Piet Lapping le soltara.

—Cálmate —dijo Piet—. Eso ha sido demasiado fuerte y demasiado rápido.

—Pero ha dicho…

—Cooper te está poniendo a prueba —señaló Piet con una meticulosidad académica—. Los prisioneros más fuertes hacen eso. Tu labor es mantener la calma.

—Casi se me olvida. —Emmanuel pestañeó para quitarse la sangre que le caía de un corte en la ceja—. Louis fue quien estuvo abusando de esas mujeres mestizas el año pasado. Vuestro padre le mandó a una granja de chiflados. Comprobadlo si no me creéis.

Por el amor de Dios, cállate —susurró el sargento mayor mientras Henrick se levantaba de la cama y empezaba a darle puñetazos indiscriminadamente en todos los sitios que podía. Estaba claro que el discursito de Piet sobre mantener la calma no había calado en Henrick.

—Quítaselo de encima —le ordenó Piet a Paul—. No queremos cargar con la responsabilidad de la muerte de un policía.

El peso de Henrick le abandonó, pero el dolor permaneció y le recorrió el cuerpo en forma de oleadas que le subían desde los dedos de los pies hasta el cráneo. Tenía la boca hinchada y cortada, lo que hacía que provocar a los Pretorius fuera lingüísticamente difícil. Oyó su propia respiración, entrecortada y vencida. Una hora más y sería carne para salchichas.

—Ahora lo entiendes, ¿verdad? —dijo Piet—. Estás metido en la mierda hasta los codos.

Emmanuel se encogió de hombros. Sabía que estaba en un apuro: lo notaba en la cara, en el pecho y en el estómago.

—Trae a la chica —ordenó Piet a su compañero.

Emmanuel se enderezó. Tenía miedo: por sí mismo y por Davida, que se veía delicada y con aspecto de ninfa con su camisón blanco de algodón. Aquélla no iba a ser una buena mañana para nadie. ¿Cómo lo estaría pasando la señora Ellis, sabiendo que su hija estaba encerrada con un grupo de hombres armados y violentos? Hasta King debía de saber que había abierto su puerta a una fuerza que no podía controlar.

—No te asustes —le dijo Piet a Emmanuel cuando empujaron bruscamente a Davida por delante de los pies de la cama—. El trabajo físico ha terminado, ahora vamos a pasar a un castigo más duradero. Un castigo que me has ofrecido tú amablemente, encarnado en esta chica.

Emmanuel intentó levantarse, pero Henrick le frenó violentamente. Davida tenía el rostro surcado de lágrimas, pero no hizo el menor ruido.

—¿Ha merecido la pena? —preguntó Piet—. Espero que sí, porque te vas a pasar los próximos dos años en la cárcel preguntándote por qué tiraste tu vida y tu carrera por la borda a cambio de una noche en la cama con ella.

Emmanuel se pasó la lengua hinchada por el paladar hasta que recuperó un mínimo de sensibilidad. Quería que Davida saliera de la habitación y estuviera a salvo, incluso si eso suponía desobedecer las órdenes de Van Niekerk sacando a la luz su pasado.

—No he incumplido ninguna ley —consiguió pronunciar Emmanuel, arrastrando las palabras pero logrando que fueran comprensibles.

Dickie soltó una risita burlona.

—¿Se te ha olvidado en qué país estás? Te hemos pillado con una mujer de color. Vas a ir a la cárcel.

—No blanco —dijo Emmanuel mientras se imaginaba la reacción de Van Niekerk a lo que estaba haciendo.

—Ya sé que no es de color blanco —contestó Piet—. Por eso estás acabado.

—No blanco —repitió Emmanuel.

—Piet le miró anonadado.

—No me jodas —dijo mientras le cogía la mano a Emmanuel y le miraba la piel de debajo de las uñas para ver si tenía pigmento oscuro. Era una prueba de viejas para determinar la raza que se empleaba como si fuera un método científico. Soltó la mano dando un gruñido—. Eres tan blanco como Dickie y como yo.

Emmanuel se agachó, cogió uno de sus zapatos de piel y se lo puso en la rodilla. Metió un dedo debajo de la plantilla y sacó un trozo de papel.

—El informe perdido de los servicios de inteligencia… —dijo Piet sonriendo. La mayoría de los interrogatorios eran aburridísimos: las preguntas repetitivas, las negaciones ahogadas, las palizas de una hora de duración. El trabajo ya no encerraba verdaderas sorpresas.

Piet desdobló la hoja y reaccionó a la información con un suave silbido.

—El pequeño Emmanuel Kuyper —masculló—. Me acuerdo de tus fotos en el periódico. De ti y de tu hermanita. Hicisteis llorar a todo el país.

—¿De qué estás hablando? —dijo Dickie, intentando seguir el hilo de la conversación. No leía mucho, ni siquiera los diarios de la prensa popular que traían más fotos que texto.

—Emmanuel Kuyper. Así se llamaba antes de cambiarse el nombre, probablemente para evitar que le relacionaran con sus famosos padres —explicó Piet—. El Cooper que ves aquí es el niño cuyo padre fue absuelto en un caso de homicidio sin premeditación después de que el jurado considerara que el hombre tenía buenos motivos para creer que sus hijos eran de un tendero mestizo. Mitad malayo, si no recuerdo mal.

—Chorradas —dijo Dickie—. Este hombre no tiene ni una gota de sangre malaya. Mírale. Es blanco, blanco.

—Eso fue lo que provocó el escándalo —dijo Piet, absorto en sus recuerdos, mientras encendía otro cigarro—. La mitad del país pensaba que la historia del padre era una sarta de mentiras, mientras que la otra mitad pensaba que la madre era una furcia. Mientras se celebraba el juicio, la familia del padre dio a los niños en adopción. Cooper y su hermana se fueron a vivir con una familia afrikáner que no quería que los metieran en un orfanato para mestizos. Te criaste en un auténtico hogar afrikáner hasta que terminaste el colegio, ¿eh, Cooper? Seguro que tiraste una antorcha a la hoguera con todos los demás Voortrekker Scouts en la conmemoración de la Gran Marcha.

Emmanuel recuperó la sensibilidad en la boca. Durante los minutos siguientes iba a quemar un par de naves, pero no le importaban las consecuencias, con tal de que Davida saliera de esa habitación ilesa y él pudiera ir detrás.

Piet guiñó los ojos con fuerza y tiró el informe al suelo.

—A lo mejor tu madre se estuvo tirando al malayo —dijo Piet—, pero tú no tienes ni una gota de sangre mestiza.

—Demuéstralo —dijo Emmanuel.

Hubo un silencio mientras Lapping analizaba el problema desde todos los ángulos.

—Muy interesante —dijo—. No podemos acusarte de haber infringido la Ley de Inmoralidad si eres mestizo, pero eso no quiere decir que tu vida no esté a punto de irse al traste si presento una demanda y hago que te reclasifiquen.

—Adelante —contestó Emmanuel.

—Perderás tu trabajo —dijo Paul Pretorius, uniéndose a la conversación—. Perderás tu casa y a tus amigos. Todo.

—También va a perder todo eso una vez que le acusen de haber infringido la Ley de Inmoralidad —el subinspector Lapping dio una vuelta alrededor de Davida mientras pensaba en voz alta—. De esta forma consigue que ni él ni la chica tengan que comparecer en un juicio público y los hace inocentes a los dos, ya que no han cometido ningún delito. Muy inteligente.

—Está intentando escabullirse —dijo Dickie, furioso—. Nos está cambiando las reglas. Mírale. Es blanco.

—Yo pienso que lo es —contestó Piet suavemente—, pero no hay forma de demostrarlo, que es por lo que Cooper ha decidido darnos este informe. Alegar que no es blanco es la manera más fácil que tiene de salir de ésta. No va a la cárcel y puede meterla en todos los coños negros que quiera. ¿Verdad, Cooper?

Emmanuel se encogió de hombros. Su vida se estaba yendo al traste y, mientras, Piet se lo imaginaba pegándose la gran vida en un shebeen lleno de mujeres negras. No le sorprendió. Los negros y los mestizos reían más y mejor…, o eso les parecía a los blancos. Iba a echar de menos el trabajo, a su hermana y su vida.

—Consigue escaparse —dijo Paul Pretorius sin poderse creer lo que estaba oyendo—. La reclasificación no es suficiente castigo por lo de Louis.

Piet aplastó la colilla con el tacón e inmediatamente encendió otro cigarro, como si la sustancia que estaba contaminando su sangre fuera oxígeno y no nicotina. Dio una profunda calada hasta que la punta del cigarrillo brilló con un rojo encendido.

—A Cooper se le está olvidando que un hombre de color apenas tiene ninguna protección de la ley —dijo el subinspector mientras le daba el cigarro a Paul—. Ahora nos vamos a ver en la obligación de hacer que el castigo por lo que le ha pasado a Louis sea inmediato y extremadamente físico.

«Mierda», pensó Emmanuel. ¿Es que no había forma de salir del festival de sufrimiento perpetuo de Piet Lapping? El agente del Departamento de Seguridad de la puerta se dio la vuelta y miró hacia la casa llevándose la mano a la funda de la pistola.

—Habla… —ordenó con un grito dirigido al pasillo.

—¿Subinspector Lapping? —llamó la señora Ellis desde la sala de estar, con la voz aguda por el miedo—. ¿Subinspector Lapping?

—Mamá… —susurró Davida antes de que Dickie le tapara la boca con la mano.

Ja? —dijo Piet, que frunció sus protuberantes labios. El sonido de una voz de mujer le aguó la excitación que sentía durante los interrogatorios físicos. Era igual que ver entrar a tu madre cuando estás a punto de llegar al orgasmo.

—Una llamada —dijo rápidamente el ama de llaves, que de un modo instintivo y en un nivel muy profundo de su ser supo que los hombres de aquella habitación no estaban acostumbrados a que una mujer interrumpiera sus turbios asuntos.

—¿Qué? —respondió Piet. Se dirigió hacia la puerta destrozada y escuchó al ama de llaves. Estaba listo para abalanzarse sobre ella y estrangularla si hacía algo mal.

—Hay un hombre al teléfono. Ha dicho que quiere hablar con un tal subinspector Lapping inmediatamente.

—¿El inspector jefe? —preguntó Dickie.

—No —dijo Piet estirándose y abotonándose las mangas, cuidadoso con las apariencias fuera de la habitación—. No sabe que estamos aquí.

Así que… —el cerebro de Emmanuel dio forma a la idea lentamente pero con determinación— Piet estaba manteniendo aquella excursión en secreto. Estaba resuelto a eliminar cualquier obstáculo que pudiera poner en duda la confesión que le había sacado al comunista la noche anterior.

—Apaga el cigarro y no hagáis nada hasta que vuelva yo —dijo Piet, que salió de la habitación para atender la llamada.

—Tomaos un descanso —dijo Dickie, que ocupó el puesto del jefe y se dio cuenta de que era bastante incómodo—. Cooper y su amiga no se van a ir a ningún lado.

Los hermanos Pretorius se retiraron a la ventana y se pusieron a hablar en voz baja mientras Dickie empujaba a Davida a una silla y se quedaba de pie a su lado. Emmanuel hundió la dolorida cabeza en las manos. Era culpa suya que Davida estuviera allí, en aquella habitación llena de hombres que apestaban a violencia y a odio. El placer les había salido caro.

—Levanta la cabeza —dijo Piet Lapping, que había vuelto a la habitación y estaba inquieto—. Mírame, Cooper.

Piet empezó a caminar nerviosamente de un lado para otro delante de la cama mientras encendía y apagaba el mechero, cuya llama aparecía y desaparecía como la luz de un faro. Algo le había enfurecido y había destruido la calma mística que, según él mismo afirmaba, era la base de su «trabajo».

—De verdad que eres de lo que no hay —dijo Piet casi sin abrir la boca—. Tú y tu amigo mariquita Van Niekerk.

Emmanuel no tenía ni idea de qué estaba hablando. Van Niekerk seguía en Jo’burgo y no estaba al corriente de la desgracia de Louis ni de que el interrogatorio del Departamento de Seguridad se estaba llevando a cabo en la reserva de Elliot King. ¿Cómo narices le había localizado?

—¿Qué ha pasado? —preguntó Dickie.

Piet no le hizo caso y se inclinó frente a Emmanuel. Sus ojos como guijarros estaban húmedos de rabia.

—En Mozambique. Fue allí donde las conseguiste. ¿Me equivoco?

Emmanuel levantó una ceja como respuesta. No pensaba darle a Piet lo que quería.

—¿Qué? —dijo Dickie, que se acercó a su compañero pero se mantuvo a una distancia considerable de él por si tenía que apartarse a toda prisa. El subinspector Lapping era impredecible cuando estaba enfadado, y casi nunca estaba tan enfadado.

—Tendría que haberlo sabido —caviló Piet en voz alta—. Aquel día que te fuiste a Lorenzo Márquez a interrogar al vendedor de ropa interior. Me olía que había algo que no encajaba…

—¿Qué vendedor de ropa interior? —Dickie estaba haciendo todo lo posible por participar y ser un auténtico compañero y no solamente un matón.

—Cállate, Dickie —dijo Piet—. Necesito entender bien esto para que no hagamos ninguna tontería. Tengo que pensar.

Piet empezó a encender y apagar su mechero, que sonó como fuego de artillería en aquella atmósfera cargada de tensión. Se le movió un músculo bajo la piel agujereada de la mejilla y Emmanuel contuvo la respiración.

—Va a sacar las fotos a la luz si te tocamos un pelo más de tu preciosa cabeza —dijo Piet al cabo de un buen rato—. Quiere que le llames dentro de diez minutos para confirmarle que estás bien, como una puñetera virgen en su primer baile.

Emmanuel se levantó, con el cuerpo rígido por la paliza que había recibido. Le daba igual lo que le echara encima el Departamento de Seguridad. Van Niekerk tenía las fotos y el poder de esas imágenes no se podía desaprovechar lanzando unos cuantos insultos infantiles. Echó una mirada a Davida y vio que ella lo había entendido. Iban a salir de esa habitación y después iban a correr.

—¿Vas a dejar que se vaya? —dijo Paul Pretorius apuntando a la cara marcada de Piet con un dedo acusador—. Nos prometiste que recibiría su merecido.

Piet le cogió el dedo a Paul y se lo retorció con fuerza hasta que se lo sacó de la articulación.

—¡Aaaah! —gimió Paul Pretorius mientras en la frente le aparecían unas gotas de sudor.

—Vamos a dejar que se vaya porque tu padre fue incapaz de dejarse la bragueta cerrada y ese cabrón astuto de Van Niekerk tiene pruebas.

—Eso es mentira —Paul tenía la cara roja del dolor—. Está mintiendo.

Piet le soltó el dedo dislocado y dijo:

—He pensado en la posibilidad de que estuviera mintiendo, pero ese Van Niekerk tiene algo. Había algo en su voz, se lo he notado: el placer que siente al tener poder sobre nosotros. Sobre mí.

Dickie consiguió dar forma a un pensamiento decente y lo lanzó al ruedo:

—A lo mejor simplemente miente bien.

—Piensa en los hechos —contestó Piet con paciencia—. Van Niekerk sabe mi puto nombre, sabe dónde estoy cuando ni siquiera el inspector jefe tiene ni idea. No estamos hablando de alguien a quien podamos tomarnos a la ligera, y por eso no puedo arriesgarme a pensar que sólo está jugando con nosotros.

Emmanuel pasó cojeando por delante de los hombres del Departamento de Seguridad mientras discutían y le tendió la mano a Davida, que estaba sentada al borde de su silla, preparada para salir corriendo.

—Vámonos —dijo Emmanuel.

Davida se levantó y le cogió la mano. Le rodeó los dedos con los suyos y apretó con fuerza. Emmanuel se volvió hacia la puerta y vio que Piet los estaba mirando fijamente con su cara llena de marcas y con muy malas intenciones. Mala señal. Emmanuel echó a andar. Por favor, Señor. La puerta destrozada estaba muy cerca. Sólo cuatro pasos más.

—Qué bonito —masculló Piet—. Esa forma de mirarla. Es como si te gustara de verdad.

Emmanuel notó cómo los dedos de Davida se separaban de los suyos. Piet tiró de ella con fuerza y volvió a meterla en la habitación, donde la mantuvo inmovilizada rodeándola firmemente con los brazos. Davida se retorció y pataleó, pero siguió atrapada contra el cuerpo del hediondo hombre blanco con la cara llena de cráteres.

—No hagas esto —dijo Emmanuel. Oyó el tono suplicante de su propia voz y volvió a intentarlo, esta vez con más firmeza—: Deja que se vaya, subinspector.

—El trato era que te soltábamos a ti —contestó Piet—. Ella se queda con nosotros.

—¡No! —Davida arqueó la espalda y se retorció para intentar soltarse, pero no podía competir con la fuerza de toro de Piet combinada con su experiencia en el sometimiento de prisioneros conflictivos—. ¡Suéltame!

Piet la levantó del suelo con la misma facilidad con la que habría levantado un cesto de ropa sucia vacío y la lanzó a la cama. Los muelles crujieron y él se sentó a horcajadas sobre ella con un solo movimiento rápido, mientras le sujetaba los brazos sobre la cabeza.

Emmanuel estaba detrás, muy cerca. Su cuerpo malherido halló una pizca de velocidad en una reserva situada detrás de sus maltrechos riñones. Golpeó a Piet con fuerza en un lado de la cabeza y no notó ninguna reacción. Se dispuso a darle un segundo golpe y su mano sólo encontró aire. Dickie y Paul tiraron de él y le lanzaron a la silla. El oscuro miedo del sueño le consumió y fue en aumento.

—Bien —dijo Piet mientras el cuerpo de Davida se tensaba y le apretaba la cara interna de los muslos—, me gustan las mujeres con carácter, que peleen un poco.

—Tienes todo lo que quieres —dijo Emmanuel—. Ella no te sirve para nada.

—Quiero las fotos. Las fotos por la chica, ése es el trato.

—¿Y si Van Niekerk no quiere soltarlas? —preguntó Emmanuel. Era una posibilidad real—. ¿Qué pasa entonces?

—Bueno… —Piet le apretó la boca a Davida con el pulgar y la obligó a separar los labios—. Puedes mover tu puto culo y largarte de aquí o puedes quedarte y ver cómo me la trabajo. Tú eliges, Cooper.

—No —contestó Emmanuel. Forcejeó con la fuente inagotable de músculo bóer que le mantenía pegado a la silla pero no consiguió soltarse—. No lo hagas.

—No te imaginas lo bonito que puede ser mi trabajo —dijo Piet, que empezó a respirar entrecortadamente mientras el cuerpo que tenía debajo daba sacudidas y se restregaba contra él—. Voy a llegar a conocer a esta mujer de maneras que tú no puedes comprender. La voy a abrir por la mitad y voy a tocarle el alma.

—Por favor… —Davida arqueó la espalda, intentando apartarse del malvado hombre que tenía encima, inclinado a muy poca distancia de ella—. Emmanuel…, ayúdame…

—Espera —dijo Emmanuel. Necesitaba que Piet se parara a escucharle—. Espera. Hablaré con Van Niekerk e intentaré llegar a un acuerdo.

—La chica por las fotos. Ése es el único acuerdo que me interesa. No voy a permitir que tu inspector se quede con pruebas que podrían estropearme el caso más adelante.

—De acuerdo —dijo Emmanuel—. Deja que se levante de la cama y siéntala en la silla. Yo voy a hacer la llamada.

—Piet cambió de postura y se paró a pensar en la petición de Emmanuel. Se resistía a abandonar ese íntimo y doloroso tango que bailan juntos el prisionero y el interrogador en la oscuridad de las celdas de detención. Se levantó y dejó que la chica saliera de debajo contorsionándose. Si no conseguía las fotos, le quedaba ese otro incentivo. La tarea de destrozar a aquella mujer hasta llevarla a donde quisiera.

Emmanuel sentó a Davida en la silla y la dejó sentir el tacto de sus manos, suave y delicado. Era doloroso mirarla a los ojos y ver el puro terror que parpadeaba en los oscuros círculos de sus pupilas.

—No me dejes —susurró—. No te vayas, por favor.

—Tengo que hacerlo —contestó Emmanuel—. Vuelvo dentro de unos minutos. Te lo prometo.

—¿Lo prometes?

—Sí.

No sabía si volvería con las llaves de su libertad o con las manos completamente vacías. Tenía que arriesgarse.

—Ve con él —le dijo Piet a Dickie—. Asegúrate de que no causa problemas.

—Voy yo solo —dijo Emmanuel—. Van Niekerk no hablará si hay alguien más escuchando. ¿O es eso lo que quieres, subinspector, que Van Niekerk diga que no para que puedas seguir trabajándote a la chica?

—Largo de aquí —dijo Piet mientras buscaba su tabaco—. Tienes diez minutos.

—Quince —dijo Emmanuel, que salió de la habitación arrastrando los pies y pasó por delante del vigilante del pasillo.