Emmanuel se quedó al borde del precipicio. No había ni rastro de Louis Pretorius. No estaba en una grieta con heridas leves ni colgando peligrosamente de una rama esperando a que le rescataran. El muchacho había caído hasta el veld.
—Tengo que ir a buscarle —dijo Shabalala dirigiéndose al camino que conducía al pie de la montaña. Respiraba pesadamente, moviendo arriba y abajo su enorme pecho bajo el tejido almidonado del uniforme—. Tengo que encontrarle y llevarle de vuelta a casa.
—No ha sido culpa tuya —dijo Emmanuel, que sintió el dolor del policía negro. Lo tenía metido muy adentro, como una espina—. Has hecho todo lo posible por Mathandunina en sus últimos momentos.
Shabalala asintió con la cabeza pero guardó silencio. Podrían pasar años antes de que la espina saliera a la superficie y cayera.
—Nos vemos en la roca —dijo Emmanuel. Dejó que el agente negro siguiera con la tarea de recuperar al muerto. Ninguna cosa que dijera podría quitarle a Shabalala el dolor que sentía por no haber salvado al hijo de su amigo—. Te esperaremos allí hasta que estés listo.
El agente zulú se puso en marcha sin volverse a mirar la cueva en la que tantas horas había pasado jugando de niño. No volvería a ese lugar si no era acompañado de una poderosa mujer sanadora, una sangoma. La atmósfera estaba tan cargada de fantasmas y espíritus que uno no podía coger aire sin atragantarse. Había que recoger el cuerpo y el espíritu de Mathandunina y llevarlos juntos de regreso a casa para evitar que se derramara más sangre y sucedieran más desgracias.
Shabalala desapareció entre la maleza y Emmanuel se sacó del bolsillo el frasco de pastillas blancas. «Un lugar que te conmueve el corazón o te lo aplasta», pensó mientras se tomaba los calmantes y contemplaba las llanuras africanas. La luz de aquel lugar era totalmente distinta de la luz blanca y fría del sol que iluminaba el cielo en Europa durante el invierno, pero la muerte de Louis le hizo sentirse igual que allí: viejo y cansado.
—Querido Jesús —dijo Hansie, que estaba rezando arrodillado y con las manos entrelazadas, hablando entre sollozos de dolor—, ayúdale. Dale fuerzas para superar la caída. Levántale, Señor.
—Está muerto, Hansie.
—Ja… —el muchacho hizo un ruido lastimero y se apoyó en los talones echándose hacia atrás—. Tendría que haber ayudado a bajarle de la montaña cuando usted lo dijo.
Emmanuel no tenía fuerzas para reprender a Hansie. Esperó a que disminuyera la intensidad de los sollozos del muchacho.
—Tú no podías saber que iba a pasar esto —dijo.
Hansie sacudió la cabeza como para despejarla.
—Lo siento, oficial. Todavía no entiendo lo que ha pasado.
—Con el tiempo. Quizá.
Emmanuel se acercó a donde estaba Davida, sentada con la manta sobre los hombros. Había dejado de temblar y tenía la mirada fija en la impresionante vista.
—Tenemos que irnos.
—Adónde exactamente, no lo sabía. Llevar a Davida de vuelta a Jacob’s Rest estaba totalmente descartado. En cuanto se propagara la noticia de la muerte de Louis, la joven se convertiría en leña para el fuego que iba a envolver a la pequeña localidad. Correría menos peligro fuera del pueblo, con su madre en la finca de King.
Davida se levantó y dejó caer la manta al suelo. Se acercó a la cornisa y miró al vacío.
—Espero que se lo coman los leones —dijo.
El grupo de luces de la casa de Elliot King resplandecía en el horizonte con un intenso brillo que contrastaba con el cielo nocturno. Emmanuel respiró hondo. Tenía náuseas. En la parte trasera de la furgoneta, Shabalala acunaba el cuerpo de Louis Pretorius: un caparazón hueco de carne y huesos, ahora destrozado e irreparable. El agente zulú estaba convencido de que el espíritu de Louis estaba fraguando una violenta venganza contra ellos. La única forma de evitar problemas, según había dicho Shabalala, era devolver el cuerpo del muchacho a su madre, pero Emmanuel no podía permitirlo.
—Aparca cerca de las escaleras —dijo cuando cruzaron el paso canadiense que daba acceso a la entrada para coches. Tenían que dejar a Davida con su madre y después llevar a Louis al depósito de cadáveres más cercano. Sin duda la policía llevaría a cabo una investigación de la muerte y no podía descartarse una investigación pública. El foco alumbraría todos los secretos de Jacob’s Rest.
Hansie paró la furgoneta en la entrada, detrás del Jaguar rojo, y apagó el motor.
Elliot King y su sobrino perfecto, Winston, estaban de pie en lo alto de las escaleras del porche. El mundo se estaba desmoronando mientras ellos tomaban el aperitivo y admiraban su trocito particular de paraíso.
Un guarda negro con un uniforme de Bayete Lodge surgió de la nada y se puso en guardia delante de la furgoneta policial con una porra en la mano. Como todos los jefes, el adinerado inglés tenía su propio ejército privado.
King mandó retirarse al guarda con un movimiento de su gin tonic y Emmanuel llevó la mano al tirador de la puerta. Davida le agarró del brazo y se echó a temblar.
—No quiero salir —dijo.
—Hepple, ve a la casa y trae al ama de llaves, la señora Ellis —le ordenó al agente—. Dile que venga inmediatamente.
Hansie salió por la puerta del conductor y subió las escaleras de dos en dos. Se cruzó con los King, que bajaban hacia la furgoneta.
—Ahora viene tu madre —le dijo Emmanuel a Davida, que se le acercó y se quedó pegada a él—. Yo tengo que hablar con King.
—No deje que se acerquen a mí —dijo.
—No les voy a dejar —prometió Emmanuel antes de abrir la puerta y salir de la furgoneta. King y Winston miraron la figura acurrucada de Davida a través de la luna delantera.
—¿Está herida? —preguntó King.
—¿Dónde está mi Davida? —dijo la señora Ellis bajando las escaleras a trompicones y dirigiéndose al triángulo de hombres blancos que se encontraban entre ella y su hija.
Emmanuel hizo señas a King y a Winston para que se apartaran y dejaran al ama de llaves convencer a Davida de que saliera del vehículo y entrara en la casa.
—Llévela dentro. Le tomaré declaración dentro de un rato. Quédese con ella hasta que vaya yo.
—¿Declaración? —el ama de llaves estaba confundida y asustada—. ¿Por qué tiene mi niña que prestar declaración?
—Llévela dentro —repitió Emmanuel— y dele una manta y una taza de té. Que no se enfríe.
—¿Davida? ¿Cariño? —la señora Ellis se inclinó hacia el interior de la furgoneta y rodeó con los brazos la figura que estaba allí escondida hecha un ovillo—. Soy mamá. Vamos, mi niña…
Davida estiró los brazos y las dos mujeres se quedaron fuertemente abrazadas. Emmanuel se alejó para intentar no oír el ruido de los sollozos.
—Vamos, cariño… —dijo la señora Ellis mientras llevaba a Davida hacia las escaleras.
Emmanuel observó a las mujeres desaparecer en el interior de la casa. Enseguida iría a hablar con Davida sobre el hombre del río.
—¿Ha sido usted? —dijo Winston—. ¿Le ha hecho usted esos moratones y esos arañazos, oficial?
—No.
—Ha sido Louis —interrumpió Hansie—. Se los ha hecho Louis.
—¿Louis Pretorius? —preguntó Winston.
—Ja. Se la ha llevado a la montaña y la ha lavado con piedras debajo del agua. Estaba intentando salvarla. Eso es lo que ha dicho.
—¿La ha violado? —preguntó King.
—Creo que no —contestó Emmanuel, seguro de que bajo el agua de la cascada había ocurrido otra cosa, posiblemente igual de desagradable e insultante.
Winston parecía estupefacto y furioso.
—Tendré más detalles cuando haya hablado con ella.
Emmanuel mantuvo a King y a Winston apartados de la furgoneta. No le gustaba la expresión de la mirada de Winston.
—Bueno —dijo el joven—, ¿dónde está Louis? ¿Está detenido?
—Está en la furgoneta con Shabalala —contestó Hansie—. Shabalala quiere que le llevemos a casa con su madre, pero no podemos. Aún no.
—¿Qué? —dijo Winston, que salió corriendo hacia la parte trasera de la furgoneta y forcejeó con el tirador de la puerta. Emmanuel le agarró, le dio la vuelta cogiéndole de los hombros y le empujó con fuerza hacia la casa. Winston se volvió y se acercó otra vez a él. Emmanuel le paró en seco poniéndole las dos manos en el pecho.
—Apártate de la furgoneta.
—Tiene que pagar por lo que ha hecho —dijo Winston.
—Pagará —contestó Emmanuel—. Ahora apártate de la furgoneta.
Winston se quedó observándole fijamente unos instantes y Emmanuel reconoció algo en su mirada. ¿Dónde había visto antes esa mirada? Winston dejó de mirarle y se alejó resueltamente en dirección a la casa. King le tendió una mano compasiva pero Winston le apartó de un empujón y se marchó escaleras arriba.
«Aquí pasa algo», pensó Emmanuel. ¿Por qué estaba Winston tan furioso por una agresión a la hija de un ama de llaves?
—Tiene que apartarse —le dijo Emmanuel a King—. No quiero verles ni a usted ni a Winston a menos de tres metros de esta furgoneta policial. ¿Entendido?
King asintió con la cabeza.
—¿Y ahora qué?
—Voy a tomar declaración a Davida y después trasladaremos a Louis a Mooihoek.
—¿No van a llevarle a casa?
—No —contestó Emmanuel—. Vuelva dentro y termínese su copa. El agente Hepple le acompaña.
Hansie siguió a los ingleses escaleras arriba y se situó entre el porche y el vehículo. Emmanuel abrió las puertas traseras de la furgoneta e hizo un gesto a Shabalala para que saliera. La tensión en la cara y el cuerpo del agente zulú era evidente.
—¿Estás bien? —preguntó Emmanuel.
—Éste… —dijo Shabalala pegando la mano a la puerta—. Va a causar problemas allá donde vaya. Va a intentar llevarse con él al otro lado a uno de nosotros. Tengo esa sensación.
—Llevarle a casa también causaría problemas. No va a ser fácil ocuparse de él vayamos donde vayamos.
—Lo sé —el policía zulú miró a Emmanuel a los ojos—. Tiene que tener cuidado, nkosana. Mathandunina sabe que fue usted quien descubrió lo de la montaña y que fue usted quien le quitó a la pequeña esposa. Usted la ha tocado y a él eso no le gusta.
—Yo no he hecho eso.
—Le ha puesto su manta encima, a eso me refiero, nkosana.
—Bueno, entonces… —dijo Emmanuel cuando se le pasó la vergüenza por haber negado la acusación. ¿Cómo iba a saber un cadáver que había mantenido una conversación con Davida en su habitación o que verla tan cerca de la cama de hierro forjado le había estimulado los sentidos?—. ¿Qué debemos hacer, Shabalala? No se me ocurre ninguna forma de evitar los problemas con Louis.
—Tenemos que decirle a su madre dónde está. Quizá si hacemos eso no acabemos tan mal.
—Cuando lleguemos al sitio donde van a examinar el cadáver, llamaré a la señora Pretorius y le diré dónde está su hijo.
—Bien —contestó Shabalala, que aún parecía preocupado—. Voy a decírselo, y, si lo oye bien, no querrá que se derrame más sangre.
—Eso estaría bien —dijo Emmanuel. Menos derramamiento de sangre. Se había pasado tres años esperando eso mismo y, sin embargo, había regresado a casa y había vuelto directo a la compañía de los muertos.
Emmanuel leyó por segunda vez la declaración manuscrita y miró a Davida. Estaba sentada al otro lado de la mesa, sonrojada e incómoda, como si el calor del fogón de la cocina hubiera empezado a afectarla de repente. La señora Ellis pululaba cerca del hombro de su hija, como un ángel de la guarda temeroso de no cumplir un encargo importante.
—El hombre del río. ¿Estás segura de que no viste quién era?
—Sí.
—¿Conocías al hombre que disparó al comisario Pretorius, Davida?
—No —contestó rotundamente—. No vi quién era. No sé quién era.
—Hablaba como el acosador, ¿no? ¿Como alguien poniendo una voz falsa?
—Sí.
—Louis ha reconocido que era el acosador —dijo Emmanuel—, pero ha negado haber matado a su padre.
—¿Cree a ese holandés loco y no me cree a mí? —sus ojos grises echaban chispas de rabia—. Los blancos siempre dicen la verdad, eso es lo que creen ustedes los policías. Así es fácil atrapar a los delincuentes. Sólo hay que buscar la piel oscura, no hace falta molestarse en encontrar pruebas.
El acento de la joven le llamó la atención. No era exactamente aristocrático, pero intentaba serlo a toda costa.
—¿En qué colegio estudiaste, Davida?
—¿Qué?
—Dime en qué colegio estudiaste.
—En la Stonebrook Academy —hizo una pausa—. ¿Por qué?
—Tu acento —dijo Emmanuel— es… elegante.
—¿Y?
—¿Qué haces en Jacob’s Rest, trabajando para el viejo judío y su mujer en su pequeña fábrica de trapos?
—Mi abuela y mi madre viven aquí —contestó—. Vine para estar con ellas.
—Seguro que tenías mayores aspiraciones, ¿no? Un acento como ése cuesta caro.
—Me gusta cortar patrones.
—¿Suspendiste el examen para entrar en la universidad, Davida?
La joven le lanzó una mirada furiosa y después decidió que era mejor no defenderse del insulto a su inteligencia. De pronto vio claros los peligros que encerraban las respuestas que diera. Mantuvo la boca bien cerrada.
—Díselo, Davida —dijo la señora Ellis, asumiendo la lucha por su hija—. Aprobó con muy buenas notas y la aceptaron en la Universidad de Western Cape. La mejor de su clase en cuatro asignaturas.
—¿Qué pasó?
—Vino a vernos a la abuela y a mí en las vacaciones de Navidad y decidió quedarse un año. Va a ir a la universidad el año que viene, ¿verdad, Davida?
Emmanuel se echó hacia delante en su silla, sintiendo un hilo que le arrastraba hacia Davida por lo bien que la comprendía. Todos esos días pasados en compañía del viejo judío y su mujer, leyendo, soñando con el mundo exterior.
Él había hecho lo mismo en el internado: mirar hacia el mundo que se abría más allá de los polvorientos campos del colegio.
—Mírame, Davida —dijo, y esperó a que ella obedeciera—. No te ibas a ir a ningún lado, ¿verdad?
—No —susurró.
—Por eso el comisario construyó la cabaña. Una casita fuera del pueblo para los dos. Un hogar.
—Así es.
—No… —balbució la señora Ellis—. Eso no tiene sentido.
Emmanuel siguió mirando a los ojos a Davida y el hilo que le unía a ella se tensó. La joven empezó a respirar con dificultad.
—Pretorius llegó a un acuerdo para que fueras su pequeña esposa… Fue así, ¿verdad, Davida?
—¡¿Qué?! —exclamó la señora Ellis, abandonando su actitud de criada perfecta y dando una palmada en la mesa—. No puede usted venir a mi casa y hablarle de esa manera a mi hija. Mi niña no tiene nada que ver con el comisario Pretorius. Le llevó unos papeles un par de veces de parte del señor King, pero nada más.
Davida aparentaba cien años más que su madre en edad y en sabiduría cuando se apoyó en los azulejos con hermosas escenas campestres y se rodeó la cintura con los brazos.
—Madre…
La habitación se quedó en silencio durante unos instantes.
—No. No —dijo la señora Ellis acercándose a su hija—. Esa vida no es para ti, mi niña. Tú vas a ir a la universidad para no tener que ser esa clase de mujer. Tú vas a valerte por ti misma y a tener una profesión.
—¿En qué país te crees que vivimos, madre? —la pregunta estaba cargada de tristeza—. Una mujer mestiza no puede escoger la vida que quiere llevar. Ni siquiera después de ir a la universidad. Esto, lo que hay aquí, es como son las cosas.
Emmanuel quería apartar la mirada del rostro de la señora Ellis, en el que apareció escrita claramente la muerte de todo aquello con lo que había soñado para su hija. Vio la tragedia desplegarse sobre la mesa de la cocina.
El ama de llaves puso la palma de la mano en la cara de su hija y le quitó una lágrima de la mejilla.
—No pasa nada, mi niña —dijo, dibujando un nuevo panorama para el futuro—. Nos olvidaremos de este asunto y seguiremos como antes. Eres lo bastante joven para empezar de nuevo sin que nadie lo sepa… ¿Verdad que sí?
—¡Oficial! —llamó Hansie desde fuera—. ¡Oficial! Venga, deprisa.
De la parte delantera de la casa llegó un ruido de pisadas y cristales rotos. Emmanuel salió de la sofocante cocina a toda prisa y atravesó el discreto lujo de la sala de estar con motivos primitivos en dirección al porche. Elliot King chocó contra el mueble bar, manchándose el traje de lino con la sangre que le salía de la nariz. Winston estaba de pie a su lado con el puño cerrado.
—Joder —dijo el inglés, que encontró una servilleta bordada y se la puso en la nariz para contener la hemorragia—. Dios, cómo escuece.
Emmanuel miró por encima de King y vio alejarse los faros traseros de la furgoneta de la policía en la oscuridad. Bajó las escaleras de un salto hacia la entrada de gravilla y echó a correr.
—Shabalala se ha ido… —le gritó Hansie.
Emmanuel atravesó corriendo el paso canadiense y avanzó por el oscuro camino de tierra que dividía en dos la finca de King. Corrió durante cinco minutos. El ruido del motor se fue apagando hasta extinguirse. Emmanuel se detuvo e intentó recuperar el aliento. Apoyó las manos en las rodillas y trató de entender qué había ocurrido.
Al cabo de un minuto, se enderezó y echó una mirada a las estrellas que salpicaban el cielo nocturno. La única persona que esperaba que se mantuviera a su lado se había ido con el cadáver de Louis a causa de una superstición nativa. Los policías negros ni siquiera tenían permitido conducir vehículos oficiales. Emmanuel se dio la vuelta y echó a andar lentamente hacia la casa de King. «¿Así es como termina todo?», se preguntó. ¿Abandonado y con las manos vacías en un camino desierto en medio del campo?
El silencioso paisaje amortiguó el crujido de sus pisadas y el silbido de su respiración entrecortada. Había vivido días peores avanzando penosamente por campos encrudecidos por el invierno, pero éste era el equivalente en tiempos de paz. En cuanto Shabalala entregara el cuerpo de Louis a su madre, la familia Pretorius explotaría. Davida y la finca de King iban a ser el blanco de una venganza extrema.
Había echado a correr a un ritmo constante cuando oyó un ruido débil que venía de atrás. Miró por encima del hombro y, en medio de la oscuridad, vio parpadear las luces rojas traseras de la furgoneta, que venía hacia él circulando marcha atrás por el camino de tierra. Se dirigió hacia ella y abrió la puerta del conductor cuando el vehículo se detuvo.
—¿Qué ha pasado?
—El chico joven —dijo Shabalala, que tenía el labio superior hinchado por un golpe reciente—. Se ha peleado con el nkosi King y luego ha venido a la furgoneta y se ha peleado conmigo. Ha dicho que quería a Louis pero yo no quería dejarle entrar, así que ha dicho que iría a buscar una pistola y, ¡pum!, me dispararía a mí y también a la furgoneta. Se ha ido corriendo a la casa y el nkosi King me ha dicho que me fuera de allí porque el chico hablaba en serio.
—¿Te ha puesto Winston ese labio así?
—Yebo —contestó el agente—. Le he dejado que me pegara muchas veces, pero no quiero que me pegue muchos tiros.
—Has hecho bien —dijo Emmanuel. Se volvió y miró hacia las luces de la casa. Algo se había desatado dentro de Winston—. Quédate aquí. Mandaré a Hansie a buscarte cuando todo se haya calmado.
—Volveré cuando usted me diga.
—Gracias —dijo Emmanuel. Shabalala había actuado en contra de su instinto y había dejado pasar la oportunidad de llevar a Louis con su madre. Las violentas amenazas de Winston eran razón suficiente para no volver a la casa, pero el agente zulú había mantenido el rumbo.
Emmanuel regresó corriendo a la casa y encontró a Hansie esperándole junto al paso canadiense. El uniforme del muchacho estaba lleno de polvo y tenía incrustadas pequeñas piedrecitas de la gravilla.
—El Winston ese me ha tirado por las escaleras de un empujón —dijo Hansie—. Después ha ido a por Shabalala.
Emmanuel intentó encontrarle sentido al comportamiento de Winston. ¿Quién es tan tonto como para ir detrás de la policía? ¿Por qué motivo? Subió las escaleras a toda velocidad, pensando en el labio hinchado de Shabalala y en el aspecto desaliñado de Hansie.
—Hepple, quédate aquí fuera y asegúrate de que no entra ni sale nadie de la casa.
—Sí, señor.
El porche estaba vacío y Emmanuel entró en la casa. Siguiendo el ruido de las voces, atravesó la sala de estar hasta llegar a la cocina, donde se detuvo junto a la puerta abierta. La señora Ellis estaba inclinada sobre King limpiándole la sangre de la nariz con una pequeña toalla húmeda y Winston estaba de pie en un rincón mirando al suelo. Davida estaba sentada junto a la mesa, dando vueltas a una cuchara en las manos.
—Cuidado —se quejó King—. Tienes que ser más delicada conmigo, Lolly.
—Calla… —le susurró el ama de llaves al oído—. No es para tanto, tontorrón.
Emmanuel entró en la cocina.
—Sois una familia —dijo, atónito ante la revelación—. Madre, padre, hermana y hermano.
—No diga tonterías —dijo King antes de dirigir una mirada de advertencia a cada uno de los miembros de su familia ilegítima—. No tiene pruebas que demuestren sus acusaciones, y como vuelva a repetir esa calumnia, mis abogados se encargarán de usted, oficial.
—Shabalala tenía razón —dijo Emmanuel sin hacer caso a King y dirigiéndose directamente a Davida. De repente la venta de la granja de los Pretorius por debajo de su valor había cobrado sentido—. El comisario sí pagó a cambio de una esposa, pero no en ganado o con dinero, sino en tierras. Las tierras que estamos pisando ahora mismo.
Davida miró a su padre, esperando alguna señal.
—King fue quien limpió la cabaña cuando murió el comisario —continuó Emmanuel—. Te mandó a buscar las pruebas que se le hubieran podido pasar a él cuando fue a limpiar. Fue así, ¿verdad?
—Davida —dijo King, utilizando el nombre de la joven como un objeto contundente—, el oficial lleva traje, pero es policía y su trabajo es hacer cumplir la ley. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
—Sí, señor King.
—Ya no tienes que protegerle, Davida. Cuéntame lo que pasó.
Davida guardó silencio bajo su máscara de tímido pajarito y Emmanuel se preguntó cómo iba a hacer para penetrar en ella.
—¿Cómo que pagó a cambio de una esposa? —dijo la señora Ellis mientras dejaba la toalla húmeda en la mesa—. ¿Qué significa eso?
—Sólo son jueguecitos del oficial, Lolly —dijo King.
Winston dio un resoplido de incredulidad y el ama de llaves retrocedió medio paso y lanzó una mirada feroz al inglés herido.
—Tú sabías lo que estaba pasando —le dijo.
—No —contestó King. Su voz sonó relajada, pero había empezado a darse golpecitos en el muslo con el pulgar—. Pretorius era alguien con quien hacía negocios, nada más.
—Dices que no te gustan los afrikáners, pero con ése te pasabas horas hablando del amor que los dos le teníais a África. ¿Por qué pasabas tanto tiempo con él?
—Negocios —dijo King—. Conviene tener intereses en común con la persona con la que estás negociando, sea quien sea. Si pasó algo entre Davida y ese holandés, fue elección de ella, no tuvo nada que ver conmigo.
La bofetada llegó sin avisar. Un arco de sangre carmín salió de la nariz herida de King y salpicó el uniforme almidonado de la señora Ellis y los azulejos pintados a mano. Emmanuel le sujetó la mano al ama de llaves antes de que le golpeara por segunda vez.
—¡Mentiroso! —gritó la señora Ellis con una furia cargada de frialdad—. Dijiste que ésta era mía pero faltaste a tu promesa. La robaste y la vendiste.
—Lolly… —en los orificios nasales de King aparecieron pompas rojas al intentar contener la hemorragia y hablar al mismo tiempo—. No hagas esto. No delante de la policía, por el amor de Dios.
Los años de duro trabajo la habían convertido en una mujer fuerte y a Emmanuel le costó mantenerla apartada de King. Si la soltaba, le iba a arrancar los ojos.
—¿Cómo pudiste hacerle eso? Iba a estudiar para ser maestra, o incluso médico…
—Por Dios, Lolly, ¿cuánto te crees que tardaría una chica mestiza como ella en ganar una cantidad parecida siquiera a la que sacamos con el acuerdo de las tierras? ¿Quince o veinte años, teniendo suerte? Pretorius estaba dispuesto a darme mucho más de lo que valía ella…
Emmanuel soltó a la señora Ellis y dejó que saliera disparada. Elliot King no sabía cuándo era el momento de cerrar la boca.
—Lolly… —intentó esquivar los golpes, pero el ama de llaves le abofeteó y le clavó las uñas en la piel bronceada del cuello y la barbilla. La silla se inclinó hasta caer y King fue detrás, aterrizando en el suelo con un fuerte golpe.
La señora Ellis le siguió hasta el suelo y empezó a arrancarle mechones de pelo. Emmanuel la dejó unos instantes más, y al ver que la mujer no daba muestras de ir a parar, la apartó. Ya tenía un cadáver del que ocuparse.
—Bueno… —dijo Emmanuel, que levantó del suelo a la vengativa mujer y le sujetó suavemente los brazos a los lados del cuerpo hasta que relajó los músculos y se desplomó contra él, casi sin poder respirar—. Ya pasó.
Winston se acercó a su madre y ella se movió violentamente hacia él. Emmanuel la sujetó.
—Tú lo sabías —gritó la señora Ellis—. Los dos lo sabíais.
—No —dijo Winston—. Yo he estado los últimos seis meses supervisando el complejo de Santa Lucía. No supe nada del acuerdo de las tierras hasta que ya estaba cerrado. Yo jamás habría dejado que ese holandés la tocara.
—Eso es mentira…
—No pienso asumir la responsabilidad de haber tomado parte en ese acuerdo —dijo Winston.
—Basta —dijo Davida empujando su silla hacia atrás y levantándose de un salto—. ¡Ya basta!
King se levantó con dificultad, agarrándose al respaldo de una silla para sostenerse. Su pelo parecía un nido abandonado. La señora Ellis empezó a llorar silenciosamente y Emmanuel la soltó y dejó que se echara en los brazos de Davida.
A Emmanuel le sonaba el nombre de Santa Lucía. Rebuscó en su memoria hasta dar con el cartel del embarcadero de Lorenzo Márquez y el precioso velero de madera que tenía detrás, amarrado en el atracadero.
—¿Qué es Santa Lucía? —preguntó.
—Una isla —contestó King, contento de apartar la atención del acuerdo de las tierras—. Abrimos otro complejo allí a principios de año.
—¿Qué haces en la isla, Winston?
—Soy el encargado —dijo.
Emmanuel asimiló esa información. El asesino del comisario se había escabullido entrando en Mozambique. ¿Y si simplemente había vuelto a casa?
—¿Qué opinabas tú del comisario Pretorius? —le preguntó a Winston.
—Die Afrikaner Polisie Kaptein me era indiferente —respondió Winston imitando a la perfección la áspera lengua afrikáans.
A Davida se le abrió la boca de asombro y Emmanuel se volvió hacia ella. Tenía la cara completamente pálida.
—Si cerrara los ojos —dijo Emmanuel—, pensaría que eres un auténtico afrikáner. Un afrikáner acostumbrado a dar órdenes.
Winston se quedó muy quieto.
—Mucha gente sabe imitar ese acento.
—¿Te habló Davida alguna vez del hombre que abusó de las mujeres mestizas el año pasado?
Winston se encogió de hombros.
—Todos nos enteramos de aquello.
—Ponía otro acento para no revelar su propia voz —dijo Emmanuel.
—¿Y?
—¿Te dijo Davida alguna vez que el hombre hablaba con acento?
—No me acuerdo —contestó Winston.
—¿Se lo dijiste, Davida?
—No… —dijo Davida, enroscándose un dedo alrededor de otro—. No me acuerdo.
Emmanuel mantuvo la mirada fija en Davida.
—¿Fue la voz de Winston la que oíste en el río?
—No fue él —contestó rápidamente—. Fue otra persona. Se lo juro.
—¿Dónde estabas el miércoles pasado por la noche, Winston?
La señora Ellis dejó de llorar y la habitación quedó en silencio. Davida tenía la cara transida de la impresión. En el rostro ensangrentado de King había aparecido el gesto de horror que indicaba que estaba empezando a comprender.
—¿Estabas en la parte sudafricana de Watchman’s Ford el miércoles pasado por la noche, Winston? —preguntó Emmanuel. En ese momento empezó a sonar un teléfono en otra parte de la casa.
—Estaba en Lorenzo Márquez recogiendo provisiones para la isla —contestó King metiéndose en la conversación—. Mañana por la tarde puedo tener en su mesa una docena de declaraciones firmadas de testigos que den fe de ello.
—No lo dudo —dijo Emmanuel. El teléfono siguió sonando insistentemente. Se acercó a la puerta y exclamó—: ¡Agente Hepple! Entre, por favor.
Hansie asomó la cabeza por la puerta.
—¿Puedes coger el teléfono y decir que el señor King y Winston están ocupados?
—Sí, señor.
—Bueno, ¿dónde estabas el miércoles pasado por la noche, Winston? —volvió a preguntar al tiempo que dejaba de sonar el timbre del teléfono—. Tómate tu tiempo e intenta acordarte.
—Ya se lo he dicho, Winston estaba comprando provisiones…
—Todo el mundo fuera de esta habitación —dijo Emmanuel—. Winston, tú te quedas.
—Oficial… —dijo Hansie nerviosamente desde la puerta—. Es para usted. El teléfono.
—¿Quién es?
—Es el viejo judío. Dice que es urgente y que le diga que se ponga ahora mismo. Inmediatamente.
Davida se le acercó corriendo y dijo «La abuela Mariah», en voz baja para que su madre no lo oyera.
—Voy a ver qué ocurre —dijo Emmanuel, y dirigiéndose a Hansie añadió—: Quédate vigilando y no dejes que salga nadie hasta que vuelva yo. ¿Entendido? Nadie.
—Nadie —repitió Hansie, que se apostó en medio de la puerta con los brazos en jarras, haciendo una imitación exacta de un anuncio de reclutamiento de la policía que había aparecido en los periódicos ingleses y afrikáners. «¿Por qué quedarte en la granja o trabajar en una tienda?», parecía decir el anuncio. Y efectivamente, ¿por qué, si unos meses de formación te daban poder automáticamente sobre el noventa por ciento de la población?
Emmanuel entró en el despacho en el que King le había enseñado los hechizos de los nativos que guardaba Pretorius padre y descolgó el teléfono del escritorio.
—¿Oficial Cooper? —la voz de Zweigman sonaba como si acabara de correr dos kilómetros con zapatos de madera.
—¿Es la abuela Mariah?
—No, se está recuperando. ¿Y Davida?
—También recuperándose.
—¿Y el chico?
—Detenido —contestó Emmanuel—. Lo trasladaremos a Mooihoek dentro de unas horas.
—Bien —dijo Zweigman, y bajando la voz hasta que fue sólo un susurro añadió—: No se acerque al pueblo y tenga cuidado también en las carreteras.
—¿Qué ha pasado?
—Los hermanos han registrado mi casa y la de Anton. Nada serio. Libros rotos, muebles volcados. Unos aficionados haciendo un poco de teatro…
El viejo judío ni se había inmutado tras los actos de los matones Pretorius. Sin duda había visto quemar libros suficientes como para llenar varias bibliotecas en las hogueras nazis y había sido testigo de cómo bombardeaban un continente hasta reducirlo a escombros. No se asustaba fácilmente.
—Siguen buscándole —añadió Zweigman.
Emmanuel escuchó con atención. Era imposible volver al pueblo después de lo que le había pasado a Louis en la montaña.
—¿Por qué ha dicho lo de las carreteras? —preguntó. Si no podía llegar a Mooihoek esa noche, tenía que buscar un plan alternativo. En la finca de King era una presa fácil para los hermanos Pretorius y el Departamento de Seguridad.
—El Departamento de Seguridad ha enviado cuatro equipos de hombres para instalar controles de carretera en todas las entradas y salidas del pueblo.
—¿Por qué?
—Eso no lo sé. Han ordenado a Tiny que llevara su mejor alcohol a la comisaría y él ha sido quien me ha pasado la información.
—¿Tiene alguna idea de dónde están los controles?, ¿o de qué están buscando?
—No tengo ni idea.
Emmanuel se paró a analizar su situación. Si los controles estaban entre la finca de King y Mooihoek, estaba sitiado hasta el amanecer.
—Doctor —dijo tras una pausa—, ¿cuál es la mejor forma de conservar un cadáver durante una noche?
Emmanuel se sentó enfrente de Winston en la mesa de la cocina y le observó durante unos instantes. El resto de la familia estaba en la sala de estar, bajo la vigilancia de Hansie. Winston parecía sereno. La llamada de Zweigman le había dado tiempo para pensar.
—Hablemos del comisario Pretorius —empezó Emmanuel. Mantuvo un tono amistoso y relajado.
—Sólo le vi unas cuantas veces —dijo Winston.
—Es curioso cómo se repite la historia. Tu madre debía de tener más o menos la edad de Davida cuando empezó la relación con tu padre. Quizá algo más joven.
—Nunca he hecho el cálculo —contestó Winston.
—Yo creo que sí lo has hecho. Tú sabes mejor que la mayoría de la gente la clase de vida que le esperaba a Davida.
—Mi madre ha tenido una vida muy cómoda.
—A un hijo se lo quitan y lo disfrazan para que se haga pasar por blanco, a la otra la venden a cambio de unas tierras. ¿Eso es una vida «cómoda»?
Winston se levantó repentinamente y se acercó al fogón, donde se calentó las manos a pesar del calor que hacía en la cocina.
—Cometí un error —dijo—. Ahora me doy cuenta.
—Explícame eso, Winston.
—Es a por mi padre a por quien tendría que haber ido.
Emmanuel preguntó sosegadamente:
—¿Mataste al comisario Pretorius en Watchman’s Ford el miércoles pasado por la noche?
Winston le miró a los ojos.
—Le quitó a Davida las pocas oportunidades que ya tenía ella de por sí. Eso era imperdonable.
—¿Le mataste, Winston?
—El miércoles por la noche estaba en Lorenzo Márquez. Estuve comprando provisiones para el complejo de Santa Lucía. Tengo cinco testigos que podrán atestiguarlo en los tribunales.
—¿Sólo cinco? Seguro que tu padre puede permitirse más.
—Sí, sí puede. Pero cinco serán suficientes.
—Tengo curiosidad por una cosa —dijo Emmanuel—. Al comisario Pretorius lo arrastraron hasta el agua, ¿por qué?
—A lo mejor el asesino no quería dejarle en la arena con la bragueta abierta y apestando a sexo. A lo mejor el asesino sintió lástima de él al final.
—¿Entonces te arrepientes de haber disparado al comisario Pretorius el miércoles pasado por la noche?
Bajo la superficie del rostro de Winston se dejó ver un carácter duro. Sobrevivir como un impostor en el mundo del hombre blanco le había enseñado a proteger a toda costa a su familia y a sí mismo. Sonrió pero no dijo nada.
Emmanuel se preguntó en qué clase de mundo vivía Winston King. Su vida entera era una mentira. Hasta su piel clara y sus ojos azules eran mentira. Tampoco era ninguna ayuda el hecho de que viviera en una época en la que el término «inmoralidad» se aplicaba al sexo entre personas de distinta raza y no al montón de leyes que privaban a tanta gente de libertad.
—¿Y qué pasa con Davida? —preguntó Emmanuel—. ¿Tienes idea de lo que le va a pasar a ella?
—Ella no mató a Pretorius. No se la puede acusar.
Emmanuel sintió ganas de abofetear a Winston. No daba ninguna muestra de arrepentirse de haber asesinado al comisario Pretorius ni de entender cómo iban a afectar sus actos a su hermana de piel más oscura.
—¿Davida sigue con su vida como si nada? ¿Eso es lo que crees? —dijo Emmanuel—. ¿Todo gracias a ti?
—Va a ir a la Universidad de Western Cape y va a vivir su propia vida. Eso es bastante, ¿no?
—Davida es un testigo clave en el asesinato de un policía blanco. Le van a hacer pasar un auténtico calvario. Los tribunales. La prensa. El escándalo la va a acompañar el resto de su vida. ¿De verdad te crees que va a ir a la universidad?
—No pensé tan a largo plazo —masculló Winston—. No lo pensé.
—No tenías que hacerlo —dijo Emmanuel—. Eres blanco, ¿recuerdas?
Emmanuel se sentó al lado de Shabalala y analizó el estado de salud del caso. Estaba maltrecho, pero aún podría sobrevivir. Tenía una declaración escrita de Davida para el expediente y una mentira de cinco frases de Winston para confirmar que la noche del asesinato del comisario Pretorius estaba comprando provisiones en Lorenzo Márquez. No era una confesión, pero bastaría para hacer pasar a Winston por un interrogatorio formal en un futuro cercano. Ahí se acababan las buenas noticias.
—¿A tres kilómetros siguiendo la carretera principal? —dijo Emmanuel, repitiendo la información que le había dado el agente zulú con la esperanza de haber entendido algo mal. Los hombres del Departamento de Seguridad estaban justo entre ellos y Mooihoek.
—Yebo. Hay un coche y dos hombres en el control de carretera, esperando.
—¿Es posible sortearlos de alguna manera?
—Cruzando muchas granjas y atravesando muchas vallas, pero no de noche. No a oscuras.
Ahora la furgoneta de la policía estaba aparcada en la rotonda de entrada a la casa de King. Van Niekerk no tenía poder para retirar un control de carretera del Departamento de Seguridad, y a Emmanuel tampoco le apetecía demasiado contarle al inspector el lío en el que estaba metido.
—No nos van a dejar pasar sin registrar el vehículo —dijo Emmanuel—. Vamos a tener que pasar la noche aquí y ver cómo están las carreteras al amanecer.
—¿Qué vamos a hacer con él, con el hijo pequeño?
—El almacén de hielo de King. Está fuera, detrás del porche trasero. Zweigman ha dicho que es el mejor sitio para dejarle.
—Su hogar —dijo Shabalala—, ése es el único sitio en el que dejarle.
—No es que se parezca mucho a un hogar después de las mentiras que contó su padre.
—Para vivir en este país, un hombre tiene que mentir. Si dices la verdad… —Shabalala juntó las manos y dio una fuerte palmada— te destrozan.