18

Se arriesgaron a utilizar las calles principales con la esperanza de que los Pretorius aún estuvieran merodeando por el camino kaffir. Todo estaba despejado cuando entraron cautelosamente en la calle Piet Retief y pasaron por delante de los negocios de los blancos. El taller estaba abierto, pero supervisado temporalmente por un viejo mecánico mestizo que gritaba órdenes desde la sombra a los negros encargados de manejar los surtidores de gasolina. Tampoco había rastro de Erich el lanzallamas ni de su hermano mayor Henrick en el almacén de material agrícola Pretorius.

Una camioneta Chevy cargada con los grandes y oxidados discos de un arado los cubrió lo suficiente para poder pasar por delante de la comisaría y llegar al camino de tierra que conducía a la pensión Protea. Emmanuel y Shabalala atravesaron el jardín rastrillado y bien cuidado. El sol hizo brillar los tapacubos plateados del Packard negro. Se oyó el chasquido de una rama al romperse y el agente zulú se puso tenso, como un gato. Sonó otro chasquido y el policía negro dejó escapar el aliento que había estado conteniendo.

—Hay alguien detrás de la gran jacaranda —dijo—. Tenemos que irnos de aquí enseguida.

El coche estaba aparcado más allá de la jacaranda y no había forma de llegar a él sin que atraparan a uno de los dos en la emboscada. No podía arriesgarse a perder a Shabalala.

Emmanuel comprobó su línea de retirada. Estaba despejada. Le hizo un gesto con la cabeza a Shabalala y los dos salieron corriendo a toda velocidad hacia la valla encalada y la calle de tierra, que acababan de rociar con agua para que no se levantara polvo.

—¡Vamos, vamos! —gritó Paul Pretorius, metido totalmente en su papel de soldado, gritando órdenes a su segundo al mando.

Johannes salió de detrás de la valla y se apostó en medio de la entrada para coches. Emmanuel oyó el crujido de la gravilla bajo las botas de Paul detrás de ellos. Shabalala se separó y se dirigió hacia la derecha de Johannes. Emmanuel se dirigió hacia la izquierda y los dos fueron corriendo a toda velocidad hacia el sorprendido cuarto hijo del comisario. Los Pretorius pensaban que Emmanuel iba a estar solo y su chapucera emboscada reflejaba que estaban convencidos de que un policía inglés con un traje limpio era una presa fácil.

—Mantente firme —gritó Paul Pretorius.

Cuando Johannes se movió para impedirle el paso, del oscuro pozo de la memoria de Emmanuel emergieron salvajes entrenamientos de rugby en el internado y violentos partidos en campos de juego dejados de la mano de Dios. Alargando el brazo izquierdo, empujó con fuerza a Johannes en el pecho y oyó con satisfacción el crujido del cuerpo del cuarto hijo al golpear el suelo de tierra. Era la primera vez que las enseñanzas impartidas con mano dura por los señores Strijdom y Voss le habían servido para algo.

—Por aquí —dijo Shabalala, que salió corriendo hacia la calle Piet Retief y cruzó el sudoroso asfalto para llegar al camino kaffir del otro lado. Un grito procedente del almacén de material agrícola bastó para hacerles llegar al camino de hierba en un tiempo récord. Ahora los perseguía todo el clan Pretorius.

—Aquí.

Shabalala retiró dos estacas sueltas de una cerca con las tablas astilladas y se metieron arrastrándose en un jardín achaparrado con un ahumadero en el centro. El jardinero, con los ojos lechosos, la cara huesuda y el pelo blanco ceniciento, levantó la vista y dio un respingo.

Shabalala se puso un dedo en los labios y el anciano siguió quitando hierbas del macizo de flores como si no ocurriera nada extraño.

—¿Peter?

—¿Sí, señora? —contestó el jardinero mientras Emmanuel y Shabalala se ponían a cubierto detrás del ahumadero. Se apoyaron en la pared de chapa ondulada y esperaron a que aparecieran los Pretorius o la fisgona señora blanca.

—¿Qué ha sido eso, Peter? Me ha parecido oír algo.

—Sólo ha sido el viento, señora.

—Está bien —la voz fue disminuyendo de volumen cuando la señora volvió a la sala de estar—. Asegúrate de que no quede ni una mala hierba, ¿eh?

—Sí. Ni una, señora.

Peter levantó rápidamente su mirada de ojos lechosos para ver dónde estaban el policía blanco y su primo tercero político, el agente de policía Samuel Shabalala.

—No os paréis. Vamos por allí.

El sonido de la voz de Henrick Pretorius dejó a Emmanuel paralizado contra la pared del ahumadero. Un simple grito del jardinero o de la señora y se acabaría la misión de rescate. Shabalala estaba apoyado tranquilamente en la pared del ahumadero. Emmanuel se dejó guiar por la actitud del agente negro y relajó la mandíbula. El ruido de las pisadas fue disminuyendo y desapareció cuando los Pretorius prosiguieron la búsqueda.

—Mi coche no nos sirve —dijo Emmanuel—. Si tienen una pizca de cerebro, habrán rajado las ruedas o habrán dejado a alguien sentado en el parachoques vigilándolo.

—Tenemos que encontrar otro coche. Hay uno cerca de aquí.

—¿Dónde?

—En la comisaría.

—¿En la comisaría? ¿Cómo vamos a hacer eso, agente?

—Shabalala se dirigió a la parte delantera del ahumadero y señaló una casa de ladrillo con cristales de colores en la puerta principal y una valla de ruedas de carromato a lo largo del ancho porche.

—El joven policía. Vive con su madre y sus hermanas. Ésa es su casa.

—¿Quieres que Hansie vaya a buscar el coche?

—No se me ocurre nadie más que pueda llevarse la furgoneta policial de delante de la comisaría.

—Que Dios nos asista.

Emmanuel cruzó la calle con Shabalala y llamó a la puerta de la casa con dos golpes limpios. A través de los cristales de colores vio al joven policía dirigirse hacia la puerta por el pasillo.

La puerta se abrió y Hansie se asomó con un gesto sombrío en la cara. Tenía los ojos azules enrojecidos y la nariz encendida con un tono rosa pálido de sonársela una y otra vez.

—Tengo el colgante —dijo sorbiéndose la nariz—. Lo he recuperado como me pidió, oficial.

—Bien hecho —dijo Emmanuel entrando en el pasillo y obligando a Hansie a retroceder unos cuantos pasos. Shabalala cerró la puerta después de entrar—. Necesito que me consigas una cosa más, agente.

—¿El qué?

—La furgoneta de la policía —dijo Emmanuel—. Necesito que vayas a la comisaría a buscar la furgoneta de la policía.

—Pero el subinspector Lapping me ha dado el día libre. Me ha dicho que no tenía que volver hasta mañana.

—Yo he decidido volver a ponerte de servicio —dijo Emmanuel, haciendo que pareciera un ascenso instantáneo—. Eres el mejor conductor del cuerpo. Mejor que la mayoría de los miembros de la policía judicial con los que trabajo en Jo’burgo.

—¿De verdad?

El muchacho se animó tanto con el halago que se olvidó del colgante y de su día libre.

—De verdad —contestó Emmanuel mientras miraba a Hansie a los ojos para ver cuánto estaban calando sus palabras en el chico—. Quiero que vayas a la comisaría, cojas la furgoneta y vuelvas aquí con ella. ¿Puedes hacerlo?

Ja.

—Si alguien te pregunta adónde vas con la furgoneta, di que ha habido un robo y que estás buscando… —sus conocimientos urbanos chocaron contra la realidad de la vida en el campo. ¿Qué había en Jacob’s Rest que se pudiera robar?

Shabalala proporcionó la respuesta:

—Una cabra. Estás buscando una cabra robada.

—¿Te has enterado?

—Estoy buscando una cabra robada.

—Ve directo a la comisaría y vuelve directamente aquí con la furgoneta —Emmanuel repitió las instrucciones con la esperanza de que el atolondrado cerebro de Hansie retuviera parte de la información.

—Sí, oficial.

El muchacho se estiró el uniforme y marchó hacia la puerta con la precisión de un muñeco de cuerda. Todo —arrestar a Louis, rescatar sana y salva a Davida Ellis y hacer justicia— estaba en manos del agente de policía de dieciocho años Hansie Hepple. A Emmanuel le invadió una sensación de pavor.

En ese momento apareció una escuálida muchacha rubia con las manos y el delantal llenos de pegajosa masa de pan. Sus ojos azules, más oscuros y opacos que los de su hermano, brillaban trémulos con una tenue luz interior.

—Era un colgante muy bonito —dijo en afrikáans—. Hansie ha llorado cuando ha tenido que pedirle a su novia que se lo devolviera, y ella se ha enfadado con él. Mi madre ha ido a la tienda a comprar bicarbonato para calmarle el estómago a Hansie.

—Tenemos que encontrar una forma alternativa de salir de aquí. Éste no es lugar para que acaben unos hombres como nosotros —le dijo Emmanuel a Shabalala.

Avanzaron por el agreste terreno, atraídos por la gran mole de altos peñascos y nubes que se alzaba imponente ante ellos. Antiguamente, mucho antes del hombre blanco, la montaña debía de haber tenido un valor espiritual. Emmanuel sintió la atracción que ejercía sobre él mientras se esforzaba por entender el rumbo que seguía Shabalala, que se orientaba hábilmente a través del paisaje borroso y monótono de ramas, espinos y termiteros.

Tras cincuenta y cinco minutos de caminata y un breve descanso, llegaron al pie de la montaña y se encontraron con una pared de roca maciza suavizada aquí y allá por matas de hierba y árboles raquíticos que crecían en grietas abiertas en la roca por siglos de vientos y lluvias. Como formación natural, tenía un aspecto hermoso pero hostil.

—¿Cómo subimos? —preguntó Emmanuel mientras apoyaba la espalda en una roca calentada por el sol situada junto a la ladera de la montaña como una canica de un niño. Era un gusto poder descansar, sentir el aire entrar y salir de los pulmones sin la sensación de intenso ardor causada por la falta de oxígeno.

—La rodeamos y después subimos —contestó Shabalala. Emmanuel advirtió con satisfacción que la caminata a campo traviesa había hecho sudar al agente zulú.

—¿La cabra está en la montaña? —preguntó Hansie después de dar un buen trago de agua a su cantimplora. La cara del joven policía había pasado del blanco al rosa y finalmente a un rojo fuego de hoguera de carbón que rivalizaba en intensidad con el color de una raja de sandía.

—Eso espero —dijo Emmanuel mientras seguía a Shabalala, que había empezado a rodear la base de la enorme formación rocosa. Caminaron cinco minutos hasta llegar a una profunda hendidura en la ladera de la montaña. Shabalala señaló un camino que subía serpenteando y se perdía de vista tras un árbol azotado por el viento con las ramas descoloridas, blancas como huesos.

—Por aquí —dijo Shabalala, que los llevó por el estrecho sendero de tierra, aflojando el paso de vez en cuando para examinar una mata de hierba o una rama partida.

—¿Hay algún rastro de ellos? —preguntó Emmanuel mientras caminaba dificultosamente sobre pedruscos y raíces descubiertas. Louis y Davida podían estar a cien kilómetros en dirección contraria.

—Hay tres caminos que llevan a la cueva. Lo único que puedo decir es que no han venido por éste.

—A lo mejor no han venido ni por éste ni por ninguno.

El miedo que se había apoderado de él desde que habían salido del pueblo a toda velocidad y se habían puesto en camino hacia la montaña estaba ahora clavado en su estómago como una astilla. Había preparado un plato con las sobras que le habían ido tirando a lo largo de la investigación y ahora estaba a punto de averiguar si todas las corazonadas y conjeturas llevaban a algún lado.

Shabalala se detuvo en la intersección de tres caminos que se juntaban en uno solo y examinó el suelo y las piedras de alrededor.

—Están aquí —dijo.

Emmanuel tuvo un momento de alivio y después avanzó rápidamente camino arriba, con los exhaustos músculos estimulados por la adrenalina. Louis les sacaba tres horas largas de ventaja y a saber qué habría sido de Davida Ellis en ese tiempo.

El sendero de hierba terminaba en una cornisa rocosa amplia y plana que sobresalía sobre la abrupta pendiente de la ladera de la montaña y ofrecía una impresionante vista del terreno agreste que se extendía hacia los cuatro puntos cardinales. Un águila marcial, con sus plumas blancas en el pecho centelleando en fuerte contraste con el cielo claro, volaba en círculos frente a ellos en una corriente de aire caliente. A lo lejos, en la llanura, el agua de un abrevadero emitía destellos a la luz del sol del final de la tarde. Era tal como había dicho Shabalala: un lugar que conmovía el corazón.

—Es ahí —dijo el agente zulú señalando la oscura boca de la cueva, abierta en la roca al final de la cornisa.

—Oficial…

—Chist… —Emmanuel mandó callar a Hansie—. Quédate detrás de este arbusto y vigila el camino. Si viene alguien, llámame, ¿entendido?

Ja. Le llamo.

—Bien.

Emmanuel abrió la funda que llevaba en la cadera, por primera vez desde su llegada a Jacob’s Rest, y sacó su revólver Webley estándar del calibre 38. Con Shabalala a su lado, atravesó corriendo la cornisa, aguzando el oído para intentar captar ruido de voces o el chasquido del cerrojo de un rifle. Un inquietante silencio los siguió hasta el interior de la cueva.

Emmanuel recorrió el interior de la cueva con la mirada. Era una cavidad ovalada abierta en la montaña, lo suficientemente grande para que una tropa de Voortrekker Scouts pasara la noche dentro cantando canciones hasta el amanecer. La luz difusa de la tarde iluminaba una perturbadora escena doméstica. En medio de la cueva había una cama preparada con una fina colchoneta, una sábana y una manta gris, y al lado, un farol y un cubo de agua. Encima de una piedra plana había un recipiente con galletas, lonchas de cecina y dos platos y tazas esmaltados. Una Biblia abierta, una caja de cirios y una cuerda descansaban sobre una mochila vacía que hacía las veces de altar. Emmanuel desenfundó la pistola.

—¿Dónde están? —preguntó. La cueva estaba acondicionada como un lugar para vivir, un sitio en el que dormir, comer y hacer quién sabe qué con la Biblia y la cuerda. El muchacho tenía la firme intención de pasar la noche y posiblemente más tiempo escondido en su capilla privada.

—Voy a ver —contestó Shabalala. Examinó las huellas del suelo y salió de la cueva para seguir investigando fuera. Regresó enseguida—. Se han ido por el camino estrecho a un lugar en el que hay una cascada. Es primavera, la cascada llevará agua.

—¿Podemos seguirlos?

—Es estrecho. Sólo hay sitio para que camine una persona. Puedo llevarle.

—Vamos —dijo Emmanuel—. No quiero arriesgarme a encontrar un segundo cadáver en el agua.

Emmanuel se puso detrás de su compañero y se acercaron a la entrada del camino, que se perdía en la ladera de la montaña como la cola de una serpiente. Un cántico en afrikáans entonado por una voz dulce y suave los detuvo a la entrada. Dieron unos rápidos pasos y se quedaron agachados detrás de un espinoso arbusto con el joven agente de policía, que tenía las mejillas encendidas y estaba muy nervioso.

—¿Qué pasa? —preguntó Hansie.

—Aparezca quien aparezca por ese camino, no hagas el menor ruido —dijo Emmanuel—, ¿entendido? Ni un susurro.

Davida Ellis llegó a la superficie plana de la cornisa dando traspiés, descalza y protegiéndose el estómago con los brazos. Estaba empapada y el vestido verde claro se le pegaba a la piel morena. Las gotas de agua caían en la superficie de la roca, formando un pequeño charco a sus pies. Estaba temblando, a pesar de la suave temperatura primaveral.

Louis Pretorius apareció desnudo de cintura para arriba y con un rifle colgado del hombro como un explorador nativo. Siguió cantando mientras se secaba la cara y el pelo con un pañuelo que después volvió a meterse en el bolsillo de los vaqueros húmedos. Las palabras del cántico en afrikáans se elevaron volando en círculos hasta las nubes, como siguiendo una senda rápida hasta el Todopoderoso. Louis tenía el rostro y la voz de un ángel.

Terminó su canción y apoyó suavemente la mano en el hombro de Davida. La joven se estremeció cuando la tocó, pero Louis no pareció notar su reacción. Le dijo al oído:

—«Os rociaré con agua pura y quedaréis limpios». Ezequiel 36, 25. Se siente uno bien al ser purificado y convertido en una persona nueva, ¿verdad? —desplazó la mano hasta el cuello de Davida y le acarició las delicadas protuberancias de la tráquea con los dedos—. Dios nos oye mejor si hablamos alto y alzamos la voz hacia Él.

Emmanuel se preparó para echar a correr por la cornisa si el muchacho le rodeaba el cuello con las manos a Davida.

—Aaaarrrgh…

Hansie, escandalizado, soltó un resoplido que atravesó el espacio abierto y rebotó en las duras superficies rocosas. Tirar una piedra habría tenido el mismo efecto. Louis se puso tenso y movió el rifle hasta tenerlo delante del pecho y descansando firmemente sobre las manos. Puso el dedo en el gatillo y apuntó hacia el arbusto con el cañón del rifle.

—Sal de ahí —dijo con un tono casi amable—. Sal o vacío la recámara en los arbustos. Palabra.

—No… —dijo Hansie, que se levantó de un brinco con las manos en alto en señal de rendición—. No dispares. Soy yo, Hansie.

—¿Quién está contigo? —preguntó Louis—. Tú no tienes cabeza para haber llegado hasta aquí solo.

—¿Cabeza? ¿Qué…?

Emmanuel y Shabalala se levantaron. Emmanuel no quería que Louis se dejara llevar por el pánico y mandara a Davida directa a Dios Nuestro Señor por el precipicio que tenía a la izquierda, a menos de un metro de sus pies. Y ni en sueños iba a dejar que Hansie Hepple llevara a cabo las negociaciones para la liberación del rehén.

—Oficial Cooper —dijo Louis dirigiéndole un saludo con la cabeza, como habría hecho con alguien a quien se hubiera encontrado en una esquina por la calle o en las escaleras de la iglesia—. Veo que ha salido del aprieto que le había preparado. Y se ha traído al agente Shabalala para que le haga compañía. ¿Qué les trae a los tres a la montaña?

—Eso mismo podríamos preguntarte a ti —contestó Emmanuel, que mantuvo un tono amistoso y se fijó en la enorme confianza con que el muchacho sin camisa sujetaba el rifle. Parecía haber nacido para ser bandolero. Davida temblaba a su lado—. Esto queda muy lejos para venir a darse una ducha, ¿no, Louis?

Mientras hablaba, Emmanuel intentó evaluar cuál era el estado de Davida. Ella le miraba fijamente, con el gesto mudo y conmocionado que había visto tantas veces en los rostros de los civiles atrapados en el choque de dos ejércitos en guerra. Sus ojos suplicaban que la rescataran y la devolvieran a su situación anterior.

—Actúo a las órdenes de Dios. No espero que entienda lo que estoy haciendo hoy aquí, oficial.

—Explícamelo. Quiero entenderlo.

—Y Él limpiará los pecados del mundo —dijo Louis rodeándole el brazo a Davida con la mano y acercándosela a la cadera de un tirón—. He purgado su ser físico de inmundicia con piedras y agua pura y ahora voy a limpiar su alma del pecado que ha hecho de ella la encarnación de la impureza.

—La última vez que lo miré tú no eras Dios Nuestro Señor. Eras Louis Pretorius, hijo de Willem e Ingrid Pretorius, de Jacob’s Rest. ¿Qué te da derecho a limpiar el alma de nadie salvo la tuya propia?

—«Puso en mi boca un cántico nuevo, una alabanza a nuestro Dios: verán esto muchos, y temerán, y confiarán en el Señor».

En un intercambio de versículos de las Escrituras con Louis, Emmanuel estaba seguro de llevar las de perder. El joven Pretorius estaba tan sumergido en su visión divina que ni siquiera se daba cuenta de que las cosas que les había hecho a Davida y a su abuela eran pecado en sí mismas. Para Louis todo eran visiones divinas confirmadas por un coro de ángeles.

—Pero… —intervino Hansie, que estaba teniendo dificultades para seguir la conversación—. Esa chica es mulata. ¿Qué haces aquí con uno de ellos?

El fuego de los ojos de Louis tenía un brillo tan intenso que podría haber competido con la mirada incendiaria de su abuelo Frikkie van Brandenburg.

—Cuando era niño hablaba como un niño, y cuando crecí, dejé atrás todas las cosas infantiles. Tú, Hansie, eres una de esas cosas infantiles.

—¿Qué estás diciendo? —dijo Hansie—. No deberías estar lavando o haciendo yo qué sé qué a uno de ellos. Va contra la ley, y sé que a tu madre tampoco le va a gustar verte tan cerca de uno de ellos.

—Mi misión no os incumbe a mi familia terrenal ni a ti. He recibido la llamada de Dios y estáis impidiendo que se lleven a cabo Sus obras.

—A ver si lo he entendido bien —dijo Emmanuel, intentando evaluar el alcance de los delirios de Louis—. ¿Dios, el redentor de las almas, te ha ordenado robar fotos pornográficas, mentir, llevar a cabo una agresión y secuestrar a una mujer impura? ¿Cuándo recibiste esa llamada, Louis? ¿En Suiwer Sprong o después, en la escuela de teología?

A Louis pareció demudársele el hermoso rostro.

—Todo lo que hago lo hago al servicio del Señor.

—¿Te ordenó el Señor que abusaras de aquellas mujeres el año pasado?

—Eso fue obra del diablo. Me liberé de sus cadenas y he quedado limpio de todos mis pecados.

—¿Es así como expulsaron de ti el pecado en la granja?, ¿con duchas al aire libre y con miedo?

Van Niekerk había incluido la «hidroterapia» en la lista de remedios que ofrecían en la granja manicomio cuasi religiosa. ¿Qué métodos había empleado el doctor de formación alemana Hans de Klerk para limpiar el pecado del joven Pretorius?

Louis pestañeó con fuerza.

—Todo lo que me hicieron me lo hicieron al servicio del Señor. Estaba perdido y ahora he hallado el camino.

A Emmanuel le acometió un sentimiento súbito de lástima. Louis había sido criado por su madre de tal forma que creyera que era la luz del mundo, pero había heredado de su padre el gusto por la vida al margen del estricto código moral del volk. Se debatía entre dos mundos, estaba perdido y se había vuelto más peligroso tras un período de «reconducción» en un lugar recóndito de los montes Drakensberg.

—¿Era tu padre la encarnación de la impureza, Louis? —preguntó Emmanuel. Le interesaba conocer la postura de Louis frente a la hipocresía del comisario.

—El diablo llevó a mi padre por el mal camino con sus obras, igual que a mí —y mirando al agente zulú, añadió—: Mi padre era un buen hombre, ¿eh, Shabalala? Un hombre piadoso.

—Yo lo creo así.

—No estoy poniendo en duda la bondad de tu padre —dijo Emmanuel—, solamente me pregunto cuánto se esforzó en su lucha contra el diablo. Tú te fuiste a la granja y venciste al diablo, pero tu padre se quedó y, bueno…, dejó ganar al diablo unas cuantas noches a la semana. Durante casi un año.

—¡El comisario Pretorius no estaba aliado con el diablo! —la voz de Hansie subió tres octavas—. Usted no le conocía. Él era puro por dentro y por fuera.

—Ningún hombre es puro por dentro y por fuera —contestó Emmanuel, que volvió a dirigir su atención a Louis y mantuvo un tono apacible y pacífico—. Tú sabes lo que es luchar contra el diablo, ¿verdad, Louis? Tú quieres ser piadoso, y sin embargo aquí estás, subido a una montaña con una mujer aterrorizada, un arma y una cuerda enrollada en tu Biblia.

—Esta mujer es la causa de todos los problemas —dijo Louis, que cerró la mano con fuerza alrededor del antebrazo de Davida hasta que ella dio un grito ahogado de dolor—. Es a ella a la que hay que limpiar para liberarla de su naturaleza carnal.

—¿Igual que limpiaste a tu padre en el río? —dijo Emmanuel, poniendo a prueba la conexión entre el acosador y el asesino. Un joven desequilibrado con un rifle con mira y convencido de ser Dios era un animal peligroso—. Eso fue lo que hiciste, ¿no? Preparaste un encuentro cara a cara con el Todopoderoso y después arrastraste su cuerpo hasta el agua para dejarle limpio de pecado. ¿Fue así como ocurrió?

—No sé de qué está hablando.

—Mataste a tu padre para purgarle, ¿verdad, Louis?

—Por supuesto que no.

—Sabías que no iba a dejar de pecar, así que le ayudaste a salir de la trampa de Satanás. Lo entiendo. Entiendo cómo ocurrió.

Louis redujo la fuerza con la que tenía agarrado el brazo de Davida y lanzó una mirada condenatoria al policía inglés.

—Yo quería a mi padre. Cuando el diablo me tenía en sus garras, mi padre rezó conmigo y juntos encontramos la forma de salir de aquello. Yo jamás le habría puesto la mano encima. Él me salvó.

—¿No le disparaste en el río?

—No. Honrarás a tu padre y a tu madre para que se prolonguen tus días en la tierra. Ésa es la promesa de Dios.

—Pero tú espiabas a tu padre cuando estaba vivo. Eso no es algo muy honroso, ¿no?

—Presenciaba lo que hacía —dijo Louis, que soltó el brazo de Davida y se apartó el pelo rubio despeinado de la frente—. Tenía que presenciar la gravedad de sus malas acciones para entender cuánto se había apartado del buen camino.

—¿No disfrutabas con ello? —preguntó Emmanuel al tiempo que veía cómo Davida se desplomaba contra la pared rocosa y tomaba enormes bocanadas de aire. Seguía temblando y probablemente estuviera en estado de shock—. ¿No te daba ningún placer observar a tu padre acostarse con una de las mujeres con las que te habías propasado tú en diciembre del año anterior? ¿Cuántas veces presenciaste cómo tu padre se apartaba del camino, Louis?

—No me acuerdo —masculló el muchacho.

—Con una vez tenía que bastar, ¿no? Ves a tu padre con una mujer mestiza y lo sabes, ¿no? Sabes que se está cometiendo un pecado sin tener que volver una segunda y una tercera vez.

—Estaba presenciándolo. No disfrutaba con lo que veía.

—¿De verdad? —Emmanuel se había metido en un campo de minas y no pensaba salir de él hasta que hubiera encontrado lo que buscaba—. Yo creo que estabas haciendo algo que empieza por p, pero no era presenciar. Obtenías tanto placer como tu padre, sólo que desde lejos.

—Shabalala —el joven descamisado recurrió al policía negro—, tú conoces a mi familia. Somos de pura sangre afrikáner. Tú eres de pura sangre africana. Este asunto ha ocurrido por culpa de aquéllos entre nosotros que tienen sangre impura, ¿a que sí?

—Tu padre era puro. La mujer es pura. Cuando estaban juntos, no había ningún mal en ellos.

—No es posible que creas eso —contestó el chico, desconcertado ante el comentario sosegado e indulgente de Shabalala—. Ella es la razón por la que mi padre se apartó del buen camino y fue asesinado. La culpa es de ella.

—Esa mujer de ahí. Era la pequeña esposa de tu padre y te repito que no había ningún mal en ellos. El comisario llegó a un acuerdo según la antigua tradición para tenerla como esposa, y no quería que ella sufriera ninguna ofensa mientras estuvo vivo y ni siquiera ahora que ya no está.

Louis se sonrojó al oír las críticas del agente zulú, pero no bajó el arma.

—Vuestras costumbres nativas no son para el volk. Nuestro Dios no nos permite mancillar nuestros cuerpos ni nuestra sangre con aquellos que pertenecen a una esfera inferior. Así es como está escrito.

Davida, sin dejar de temblar, había ido desplazándose muy lentamente a lo largo de la pared rocosa y ahora estaba demasiado lejos del profeta adolescente para que pudiera alcanzarla con el brazo.

Emmanuel dio un paso adelante y atrajo la atención de Louis hacia sí.

—¿Alguna vez le diste a tu padre la oportunidad de venir aquí y limpiarse de sus pecados en la cascada? —le preguntó.

—No.

—¿Por qué no?

—Nunca encontraba el momento de sacar el tema. No sabía cómo decirle que sabía lo que estaba haciendo.

—Bueno… —dijo Emmanuel—, ¿qué tal cuando terminaba y los dos estabais satisfechos y en paz con el mundo? Podrías haberle abordado en el camino kaffir y haber intercambiado impresiones con él antes de rezar juntos.

—Es usted un inglés depravado. Es una pena que mis hermanos no le hayan cogido y le hayan dado una lección.

Emmanuel se encogió de hombros y miró hacia la inmensa extensión de terreno de detrás de la cornisa. Sólo unos centímetros separaban a Davida de la boca de la cueva y de la seguridad.

—«Por sus obras los conoceréis» —dijo Emmanuel, sacando una frase bíblica de los profundos sótanos de su memoria—. ¿Qué va a pensar un jurado de un chico afrikáner que está aquí con una chica mestiza secuestrada? ¿De verdad crees que tus correligionarios van a entender que la lavaste para purgarla y que espiaste a tu padre mientras mantenía relaciones sexuales con ella para atestiguarlo ante el Señor?

—Dios es mi guía y mi báculo. No le corresponde al hombre juzgar lo que he hecho.

—Las cosas han cambiado, Louis. Al deshacerte de tu padre, te deshiciste de la única persona que estaba dispuesta a infringir la ley para protegerte.

Louis tenía el dedo bien firme en el gatillo.

—Yo no tuve nada que ver con lo que le pasó a mi padre. Su vida fue segada antes de tiempo y yo ruego al Todopoderoso que vea la verdadera naturaleza del corazón de mi padre y perdone sus faltas.

—Louis… —los ojos azules e inexpresivos de Hansie se llenaron de lágrimas de frustración—. Dile al oficial que todo esto es un error. Tú no tocaste a esas mujeres mestizas y el comisario no hizo lo que él dice… Lo del sexo, el diablo y la pequeña esposa.

Louis sonrió. Verdaderamente era el más hermoso de los ángeles de Dios.

—¿Sabes lo que me dijo mi padre una vez, Hansie?

—No.

—Que no puedes conocer a Dios hasta que no has luchado contra el diablo y el diablo ha ganado.

Se volvió hacia Davida para ilustrar lo que quería decir y vio que la joven no estaba. El muchacho sostuvo el rifle con soltura y, levantándolo hasta la altura de los ojos, apuntó a la boca de la cueva, donde apareció fugazmente la oscura silueta de la joven. Louis había adoptado la clásica posición del tirador, con las piernas abiertas para dar estabilidad al tronco e incrementar las posibilidades de dar en el blanco.

—¡Suelta el arma, Louis! —gritó Emmanuel a través de la cornisa, apuntándole directamente con su pistola—. Suéltala o disparo.

La sombra desapareció de la boca de la cueva y Louis bajó el rifle lentamente hasta la cadera. Movió los dedos sobre el cañón pero el arma se quedó donde estaba.

—No te muevas —dijo Emmanuel con voz clara y tono autoritario mientras reducía la distancia que le separaba del muchacho—. Tira el arma al suelo y mándala hacia mí de una patada. Vamos.

Louis soltó el arma, que cayó y fue traqueteando por la cornisa, donde el agente Shabalala la cogió y se la colgó a la espalda. El hijo menor del comisario se desplomó y se quedó agachado, contemplando los kilómetros y kilómetros de veld moteado de verde y marrón. Era media tarde y la luz tenía una tonalidad suave y delicada que daba a los matorrales la apariencia de dibujos pintados a mano sobre el lienzo de la tierra.

—Ahora ella no se va a salvar nunca —dijo Louis.

Emmanuel le hizo un gesto a Shabalala para que montara guardia mientras él examinaba la cueva.

—Davida —llamó mientras entraba en la extraña casa de montaña de Louis. La joven estaba sentada con las piernas flexionadas debajo del cuerpo cerca de la entrada de la cueva. Emmanuel se agachó a su lado pero no la tocó, a pesar de que le temblaba el cuerpo violentamente. Ya había tenido suficientes hombres blancos intentando ayudarla para el resto de su vida.

—Tranquila, ya estás a salvo —dijo. Tenía la piel llena de finos arañazos rojos del lavado con piedras y agua pura de manantial al que la había sometido Louis—. ¿Te ha hecho daño en algún sitio que yo no pueda ver, Davida?

—No como está pensando. No de esa forma.

—¿Puedes contarme lo que ha pasado?

—No, ahora no. ¿Ha encontrado a mi abuela?

—Zweigman está con ella. Ha dicho que está herida, pero se va a poner bien. Ya sabes que él la cuidará bien.

—Bien. Bien.

Davida se echó a llorar y Emmanuel cogió la manta gris de la cama preparada por Louis. Se la puso delante para que la viera.

—¿Puedo ponerte esto encima? Tienes que secarte y entrar en calor antes de irnos.

—Fuera. Me la pongo fuera. No quiero quedarme aquí.

Salieron de la cueva y Davida se quedó acurrucada cerca de la entrada; su intuición le decía que se mantuviera cerca de un lugar en el que poder refugiarse. Emmanuel le puso la manta sobre los hombros y se fijó en que Davida no había mirado hacia donde tenían a Louis vigilado.

—Huele a él —dijo—. Como a flores en una tumba.

—Vas a tener que dejártela puesta hasta que entres en calor, después volveremos a Jacob’s Rest.

—Me iré cuando se vaya usted —contestó mientras apoyaba la barbilla en las rodillas y observaba las nubes blancas alargadas que se extendían por el cielo. Emmanuel se acercó a Shabalala y se quedó a su lado. El agente zulú parecía cansado, como si aquel final fuera más horrible de lo que se había imaginado.

—¿Y ahora? —preguntó Louis, levantando la voz por encima del lloriqueo de Hansie—. ¿Me va a detener?

—No tengo elección —respondió Emmanuel—. Se te acusa de una agresión y de un secuestro. Ambos hechos son delitos y tendrás que ser juzgado.

—Mi madre… —dijo Louis con un destello de miedo en la mirada—. Se va a enterar de las distintas formas en que el diablo me llevó por el mal camino.

—Sí, muy probablemente.

—Emmanuel comprobó la posición del sol. Tenían que ponerse en marcha si querían llegar a Jacob’s Rest antes de que anocheciera. La comisaría de policía seguía siendo territorio prohibido. Tendrían que utilizar la tienda de Zweigman como celda de detención para Louis, al menos hasta que dejaran a Davida Ellis en casa sana y salva. Después tendría que salir rápidamente hacia Mooihoek con el hijo menor del comisario detenido. Los Pretorius le desollarían vivo y prepararían una sopa con sus huesos si le pillaban con su angelical hermanito.

—¿Le va a meter en la cárcel? —preguntó Hansie, escandalizado.

—Ahí es donde suele acabar la gente acusada de agresiones y secuestros, Hepple. Es la ley.

—Pero no es justo que metan en la cárcel a un blanco por culpa de uno de ellos. No es lo correcto.

—Lo que es correcto y lo que no le corresponde decidirlo a un juez. Reunir pruebas, preparar el expediente y presentar el caso ante el tribunal: ése es mi trabajo. Y también el tuyo.

Emmanuel miró a Davida para ver si había dejado de temblar. La larga caminata para volver al coche iba a ser complicada, con Hansie, Louis y una mujer traumatizada a remolque.

—Yo la cojo a ella —le dijo a Shabalala—, tú coge a Mathandunina.

Se separaron para encargarse de sus respectivas tareas, pero no llegaron muy lejos. El sonido inconfundible del seguro de un arma les pilló a mitad de un paso. Emmanuel se volvió y vio a Hansie quieto, con la cara sucia de lágrimas y mocos, apuntándole directamente a la cintura con su revólver Webley. Recibir un tiro en el estómago de un muchacho afrikáner sin cerebro era una forma horrible de morir.

—Agente Hepple —utilizó su rango para recordar al adolescente que era un agente del orden—. Baja el arma, por favor.

—No. No voy a permitir que lleve a Louis a la cárcel.

—¿Qué deberíamos hacer con tu amigo, agente Hepple?

—Dejar que se vaya.

—De acuerdo —dijo Emmanuel, dejando que Hansie ocupara el repentino vacío de poder.

—Vete —instó el joven policía a su amigo—. Vete. Corre.

El profeta descamisado estaba agachado, mirando hacia el campo, como hechizado por los colores del veld que se extendía bajo sus pies.

—Louis —la voz de Hansie sonó aguda y áspera en aquel escenario de rocas y nubes—. ¿Qué haces? Vete.

El muchacho se levantó y se acercó al borde de la plataforma rocosa, donde estiró los brazos para sentir el viento que soplaba desde el monte. Se volvió y se quedó mirando hacia la cueva. Su pelo brillaba como un halo.

—Éste es un lugar sagrado. ¿Lo nota usted, oficial? Lo cerca que está el poder de Dios.

—Lo noto —dijo Emmanuel.

—Tiene razón, oficial. Tendría que haber traído a mi padre aquí y haber intentado salvar su alma. Si lo hubiera hecho, ahora estaría vivo.

—Salvarle no era responsabilidad tuya —contestó Emmanuel, que sentía cómo la gravedad tiraba de los talones de Louis, amenazando con arrastrarle y lanzarle al vacío desde el borde de la cornisa—. Un hombre es responsable de la salud de su propia alma. Tú no hiciste nada malo.

Louis sonrió.

—El pecado es no haberlo intentado. Le dejé a la deriva en un mar de iniquidad.

—Hablar no es fácil entre padres e hijos. Tú mismo has dicho que era difícil sacar el tema de lo que estaba haciendo tu padre.

—No quería que dejara de hacerlo. Había noches, justo después de que mi padre terminara, que me quedaba tumbado en la hierba y miraba las estrellas. Qué felicidad sentía dentro de mí, al saber que él y yo nos parecíamos. Era hijo de mi padre, no Mathandunina.

Hansie bajó el revólver, que quedó apuntando a algún lugar entre la pelvis y las rótulas de Emmanuel. Seguía sin haber margen para hacer un movimiento brusco hacia Louis, que permanecía peligrosamente cerca del precipicio. El agente Hepple era demasiado necio para darse cuenta de que la amenaza a su amigo de la infancia venía exclusivamente de dentro de sí mismo.

—¿Te acuerdas, Shabalala? —dijo Louis cambiando al zulú—. Cuando era pequeño, la gente decía: «Mira ése, ¿de quién es hijo? ¿De verdad puede ser hijo de ese hombre de ahí?».

—Tu padre sabía muy bien que eras hijo suyo —contestó Shabalala—. Te quería muchísimo.

—Por eso me duele no haber hecho nada para salvarle.

—Tú no estabas en el río —dijo Shabalala, lanzando un cabo salvavidas con la esperanza de que llegara a las manos del muchacho—. El hombre que disparó a tu padre es el único que tiene culpa en este asunto.

—El pecado se paga con la muerte. Yo lo sabía y aun así no hice nada, porque lo que hacía mi padre también me daba placer a mí. Mi madre se va a enterar de esto pero no lo va a entender. No me va a perdonar nunca.

—Tu madre también te quiere.

—Va a caer en desgracia por mi culpa. Su familia la va a repudiar si voy a la cárcel.

—Tú eres querido por tu madre —dijo Shabalala caminando lentamente hacia el chico—. Ella volverá a recibirte en sus brazos. Es así.

Emmanuel notó en la cara el viento frío que se levantaba desde el veld. Ni siquiera Shabalala, con su asombrosa rapidez, sería capaz de alcanzar al joven melancólico a tiempo para impedir que pusiera a prueba sus alas de ángel.

—Dile a mi madre que lo siento, ¿eh, Shabalala? Dile que sé que algún día nos encontraremos en la hermosa orilla.

Nkosana

Shabalala echó a correr a toda velocidad hacia el muchacho al que había visto tropezar y caer de niño. Llevaba las manos extendidas con una promesa muda: «Agárrate a mí y yo te mantendré a salvo».

—Cuídate —dijo Louis antes de dar un paso atrás y caer por el precipicio en los brazos del Señor. Se oyó el chasquido seco de unas ramas y después el soplo del viento al perturbar el silencio.