16

La abuela Mariah y Davida estaban trabajando en el jardín, plantando semillas en una larga franja de tierra recién removida. Los ojos verdes de la anciana se abrieron de par en par al ver al policía blanco y a su ayudante negro atravesar su jardín en un día de primavera.

—¿Qué quieren? —dijo enderezándose y poniendo los brazos en jarras.

—Tengo que hablar con Davida.

Emmanuel mantuvo la calma y la simpatía frente a la hostilidad de la abuela Mariah. Una mujer de color no podía hacer mucho una vez que las fuerzas del orden se volvían contra ella.

—¿Qué tiene usted que hablar con ella?

—Eso es algo entre Davida y yo.

—Pues no pienso consentirlo. No voy a consentir que venga usted aquí y le cause problemas a mi nieta.

—Ya es demasiado tarde para eso —contestó Emmanuel. Sintió pena de la fiera mujer y admiró la fuerza que demostraba en una situación en la que lo tenía todo en contra. Ambos sabían que aquella batalla la iba a ganar él.

—Abuela… —dijo el tímido pajarito mestizo dando un paso adelante—. No pasa nada, hablaré con el oficial.

—No, no pienso consentirlo.

—Tiene razón —dijo Davida en voz baja—. Ya es demasiado tarde.

La matriarca de piel morena le cogió la mano a su nieta y la apretó con fuerza.

—Id a la sala de estar, cariño —dijo—, estaréis más cómodos.

—Hablaremos en su dormitorio.

Emmanuel se dirigió hacia la pequeña construcción blanca al borde del jardín y abrió la puerta. Dentro del antiguo cuarto del servicio, cogió una silla desde la que poder examinar el interior de la habitación. Reconoció inmediatamente la cama de hierro forjado y la mesita de noche de las fotografías. En el suelo, cerca de las almohadas, había una pila ordenada de libros encuadernados en piel procedentes de la biblioteca de Zweigman. Lo único que faltaba era una enorme mole de carne blanca y resplandeciente tumbada en la cama.

Davida entró en la habitación y las imágenes que había visto Emmanuel al volver de Lorenzo Márquez le pasaron por la mente como un rayo. La caída de la larga melena oscura sobre la cara; los pezones erectos, duros como piedras preciosas, marcándose bajo las sábanas blancas; las tersas líneas de las piernas, que acababan en una mata de vello púbico moreno… y Willem Pretorius listo para probarlo todo.

—¿Conocías al comisario Pretorius? —preguntó.

—Todo el mundo le conocía.

—Quiero decir si le conocías lo suficiente como para, no sé, charlar con él. Ese tipo de cosas.

Davida se volvió hacia la ventana y sus dedos empezaron a juguetear con la puntilla de las cortinas.

—¿Por qué me hace esas preguntas?

—¿Por qué no contestas?

—Porque ya sabe la respuesta. Por eso está aquí —echó aire por la boca con un resoplido que dejó ver su enfado—. ¿Por qué tengo que decirla yo?

—Tengo que oírtela a ti, con tus propias palabras.

—De acuerdo —el tímido pajarito mestizo se volvió hacia él y Emmanuel alcanzó a ver el espíritu guerrero de la abuela Mariah muy vivo en Davida—. Me acostaba con el comisario Pretorius en esa cama de ahí. ¿Contento?

—¿Con acostarte te refieres a dormir o a follar?

—La mayoría de las noches hacíamos las dos cosas.

Estaba desafiante, lista para quemar todos los rastros de su papel de buena chica. A Emmanuel le gustaba mucho más la Davida furiosa que la versión descafeinada que vendía al mundo.

—Me pregunto por qué una mujer mestiza iniciaría una relación con un hombre blanco casado cuya familia vive a unas pocas calles de distancia. ¿Te gusta correr riesgos, Davida?

—No. No fue así.

—¿Cómo fue?

—Yo no quería —dijo mientras arrancaba volutas de pintura descascarillada del alféizar de la ventana y frotaba los restos con los dedos—. Él no quería.

—Se obligó a hacerlo, ¿no?

Emmanuel no intentó ocultar su escepticismo. ¿Cuánto había tardado Willem Pretorius en alzar la bandera blanca y rendirse al placer de la cama de hierro forjado? ¿Un día, una semana?, ¿un mes entero quizá?

—Intentó resistirse —insistió Davida—. Primero con la abstinencia y después con las fotos, pero esas cosas no funcionaron.

—Háblame de las fotografías —dijo Emmanuel.

Davida le había dado la información voluntariamente, sin saber que él tenía copias de las fotos. Quizá se sentía mejor al desvelar los aspectos de su vida que había tenido guardados a buen recaudo en una cámara acorazada dentro de sí misma. Posar para fotografías pornográficas era una actividad ilegal que sin duda le habría impedido ser miembro de la Asociación para el Avance de las Mujeres Mestizas.

—El comisario dijo que si tenía unas fotos para mirarlas, no tendría que tocarme. Decía que mirar fotografías era un pecado menor que cometer adulterio.

—Ya entiendo.

El contraste entre los dos sobres de fotografías era muy marcado. Las primeras fotos eran inocentes y discretas; las segundas eran explícitas y salvajes. En algún momento entre la sesión del primer carrete y la del segundo, el pecado había ganado la batalla por el alma del comisario Pretorius.

—Pero lo de las fotografías no funcionó y acabasteis cometiendo adulterio, ¿no? ¿Es así?

—Sí —su voz había disminuido de volumen hasta convertirse en un susurro—. Eso fue lo que pasó.

—¿Cómo era vuestra relación?

—Ya se lo he dicho.

—Entonces, ¿el comisario Pretorius mantenía relaciones contigo y después se marchaba inmediatamente? ¿No había nada más?

—No. Al comisario le gustaba quedarse a charlar un rato después.

—¿Cómo describirías tu relación con él? ¿Buena?

—Todo lo buena que podía ser —dijo encogiéndose de hombros—. Nunca iba a haber campanas de boda.

—¿Entonces por qué lo hiciste? Anton o cualquier otro de los mestizos del pueblo habrían sido una elección más apropiada, ¿no?

Del fondo de la garganta de Davida salió un sonido de incredulidad.

—Sólo un hombre blanco haría una pregunta como ésa y esperaría una respuesta.

Emmanuel tenía la sensación de estar viéndola por primera vez. A la dócil joven mestiza podía tratarla, incluso ignorarla, pero esta mujer furiosa con ojos de lince era algo totalmente distinto.

—¿Qué tiene que ver la pregunta con que sea blanco?

—Los blancos son los únicos que hablan de elegir como si hubiera una caja de bombones de la que todo el mundo puede escoger uno. O sea que un comisario de policía holandés entra en esta habitación, ¿y qué es lo que se supone que tengo que decirle? «No, gracias, señor comisario, pero no quiero echar a perder mis posibilidades de tener un buen matrimonio con un buen hombre de mi comunidad, así que, por favor, ma’ baas, vuélvase con su mujer y su familia. Le prometo que no le haré chantaje si usted me promete no castigar a mi familia por haberle rechazado. Gracias por pedírmelo, señor policía, me siento muy honrada». Dígame, oficial, ¿es así como funcionan las cosas para las mujeres de color en Jo’burgo?

Emmanuel sintió la verdad que encerraban sus palabras. Fue como si le hubiera dado una fuerte bofetada con la mano abierta. Se inclinó hacia delante en la silla y pensó en las implicaciones de lo que había dicho Davida. No cabía duda de que una aventura secreta e ilegal con un afrikáner retrasaba cualquier posibilidad de casarse o de iniciar una relación seria con un hombre de su propio grupo racial. Jacob’s Rest era demasiado pequeño para ocultar una actividad ilícita de esa envergadura. Davida Ellis estaba atrapada entre dos tierras: una mestiza soltera atada a un blanco casado.

—¿Cuándo fue la última vez que viste al comisario Pretorius?

El color que había provocado en sus mejillas su diatriba contra el hombre blanco fue desapareciendo hasta dejarla curiosamente pálida.

—La noche que murió —contestó.

—¿Dónde?

—Vino aquí, a la habitación. Me dijo que cogiera mis cosas porque íbamos a ir al río. Yo no quería ir, pero él estaba enfadado y dijo que íbamos a ir.

—¿Por qué estaba enfadado?

—Pilló a Donny Rooke espiándole y tuvo que darle una paliza como advertencia. Le limpié las manos al comisario con un paño antes de irnos porque tenía abierta la piel de los nudillos.

Eso era un punto de ventaja para Donny y la confirmación de que Pretorius pegaba fuerte cuando tenía que hacerlo. Era improbable que Donny, el paria, pudiera haber organizado un asesinato y una incursión en Mozambique para que no le encontraran después de la paliza que había recibido. Donny no tenía, ni con mucho, la inteligencia ni la fuerza necesarias para eso.

—¿Tú no querías salir esa noche?

—No —Davida volvió a las andadas y se concentró en sus manos mientras hablaba—. A mí nunca me gustó salir a la calle con el comisario. Me daba miedo que alguien nos viera.

—¿A Pretorius no le preocupaba eso?

—Dijo que no pasaba nada ahora que sabía quién le estaba espiando, y el río era su lugar preferido para…, bueno…, para ir.

Emmanuel recordó la impresión que le había producido el lugar del crimen y la clara sensación de que quizá la víctima estuviera sonriendo cuando le alcanzó la bala. Así que no andaba muy descaminado.

—¿El comisario Pretorius pensaba que había alguien espiándole antes de pillar a Donny esa noche?

—Dijo que sabía que había alguien en el veld y que le iba a atrapar.

—¿Cuándo fue la primera vez que te dijo que alguien le estaba espiando?

—Unas tres o cuatro semanas antes de morir.

—¿Pensaba que ese alguien era Donny?

—Sí. Eso es lo que me dijo el comisario.

¿Qué demonios habría llevado a Willem Pretorius a creer que Donny Rooke, precisamente Donny Rooke, era capaz de poner en práctica una astuta vigilancia secreta? La acechante presencia seguía ahí, en la oscuridad, y estaba clarísimo que no era Donny.

—¿Qué pasó después?

Se creía todo lo que le había contado hasta entonces y se preguntó cuándo patinaría Davida e intentaría tapar algún agujero en su historia. Todo el mundo tenía algo que ocultar.

—Fuimos a la furgoneta de la policía y yo me metí debajo de la manta en la parte de atrás. Fuimos a la granja del viejo Voster. El comisario se bajó para asegurarse de que no había peligro. Tardó mucho en volver y… —respiró hondo—. Yo me asusté, pero entonces volvió y dijo que estaba despejado, así que fuimos al río.

—Ahora respiraba con mayor dificultad, moviendo el pecho arriba y abajo con un ritmo irregular. Así era como la había visto en la cabaña de piedra. Muerta de miedo.

—Sigue.

—El comisario extendió la manta y entonces…, bueno…, fue cuando pasó. Se oyeron dos estallidos y se cayó de bruces, sin más.

—¿El comisario estaba de pie al lado de la manta y tú estabas sentada? —preguntó Emmanuel. Faltaba algo en su descripción de los hechos.

—Estábamos los dos en la manta —contestó mirando por la ventana como un preso que observa una bandada de pájaros en vuelo sobre el alambre de espino—. Estábamos…, él me estaba…, ya sabe.

—Davida, date la vuelta y mírame —dijo—. Dime qué pasó exactamente en la manta. No te calles nada. No me voy a enfadar ni a escandalizar.

Davida se volvió hacia él, pero no levantó la mirada del botón central de la chaqueta de Emmanuel. Después de lo que había hecho en las fotografías, era increíble ver cómo un rubor le subía por el cuello y le oscurecía la piel.

—El comisario me lo estaba haciendo por detrás —susurró con una voz atiplada—. Acabó y se estaba abrochando los botones cuando oí los dos estallidos. Yo no sabía lo que era y entonces el comisario se cayó hacia delante y yo no me podía mover. Le tenía encima, tumbado encima de mí. Intenté moverme, pero le tenía encima.

—¿Qué hiciste entonces?

—El corazón me latía tan fuerte que me zumbaban los oídos. También estaba llorando, intentando salir de debajo del comisario. Por eso no le oí hasta que estuvo detrás de mí.

—¿A quién?

—Al hombre.

—¿Qué hombre?

—El hombre que disparó. Me dio una patada en la pierna y me dijo: «Vete corriendo. Como te des la vuelta para mirar, te disparo». Me quité de encima al comisario y salí corriendo. Me caí en el camino kaffir y se me rompió un colgante que llevaba, pero no me paré a buscarlo. Volví a levantarme y vine corriendo hasta casa.

—Y el hombre… ¿en qué idioma habló?

—En inglés. Con acento.

—Háblame del hombre. ¿Le viste alguna parte del cuerpo?

—Yo estaba mirando hacia otro lado y tenía detrás al comisario. No le vi. Sólo le oí decirme que me fuera corriendo.

—Por la voz, ¿qué dirías que era? ¿Blanco, mestizo, negro o indio? —preguntó Emmanuel.

—Holandés —contestó inmediatamente—. Un auténtico afrikáner.

—¿Cómo lo sabes?

—Por su voz. Un bóer acostumbrado a dar órdenes.

Aquella descripción valía para el noventa por ciento de los hombres que habían asistido al funeral de Willem Pretorius. Era como encontrar a alguien que encajara en el perfil de un hombre vestido con un mono o un pantalón de trabajo de color caqui.

Emmanuel tenía sus dudas acerca de la aparición de «el hombre». ¿No era un poco improbable, además de muy oportuno, que hubiera bajado del cielo un fantasma afrikáner para absolver a Davida de su implicación en el asesinato del comisario?

—¿Conocías al hombre, Davida?

—No.

—¿Era un mestizo? ¿Alguien del pueblo?

Davida levantó la mirada, atenta al cambio de atmósfera. El color de sus ojos era como el de unas nubes que amenazan lluvia.

—Era blanco —repitió—. Me habló como a un perro, como si disfrutara dando órdenes.

—¿Conocías al hombre, Davida? —volvió a lanzar la pregunta y esperó a ver qué hacía Davida con ella.

—Ya se lo he dicho, no —dijo con la voz aguda por la frustración—. No sé quién era.

—Emmanuel le examinó el rostro, de una belleza deslumbrante ahora que se había desprendido de la pose de monja novicia y podía verla claramente.

—Te hizo un favor, ¿no? El hombre. Se acabó el posar en fotos ilegales. Se acabó el levantarte la falda cada vez que venía Pretorius.

—Eso no es verdad. Yo no quería hacerle ningún daño al comisario.

—¿Por qué no? —respondió Emmanuel—. Acostarse contigo iba contra la ley. Hacer fotografías pornográficas también iba contra la ley, y aun así, él te obligó a hacer ambas cosas. Eso es cierto, ¿no? No podías decirle que no a un comisario de policía afrikáner.

—Es cierto.

Las nubes estallaron y Davida se secó las lágrimas pasándose la mano por la cara rápidamente. Llorar por un holandés muerto delante de un inglés: ¿podía hacer algo más ridículo una mujer mestiza?

—Tú sentías algo por él —dijo Emmanuel. Había visto la fotografía que le había sacado a Pretorius. Davida y el comisario compartían algo más que un simple placer físico mutuo.

—No le quería —contestó Davida, enfadada por las lágrimas y por la frialdad con que él la observaba mientras ella hacía grandes esfuerzos para no perder el control—, pero tampoco le odiaba. Él jamás hizo nada para hacerme daño. Ésa es la verdad.

—Hay muchas formas de hacer daño a alguien sin ponerle la mano encima —dijo Emmanuel. Notó cómo a él mismo le asaltaba la rabia como un fogonazo y permitió que una décima parte saliera al exterior—. ¿Qué va a pasar cuando testifiques en los tribunales y toda Sudáfrica se entere de lo de las fotos y de que eras la skelmpie de un policía blanco? ¿Te va a gustar eso o te va a doler? No importa. Siempre puedes acordarte de lo considerado que fue Willem Pretorius cuando te llevó por un camino que no conducía a ningún lado.

—Es usted cruel —dijo Davida.

Emmanuel se quedó callado unos instantes. Había ido demasiado lejos.

—Lo siento —dijo—. Volvamos a la orilla del río. ¿Puedes contarme algo más sobre el hombre que disparó al comisario Pretorius? Cualquier cosa servirá de ayuda.

Davida tardó un rato en recuperarse de la aterradora imagen del tribunal y la repercusión pública del juicio por el asesinato.

—Era silencioso —dijo Davida—. Como un gato. No supe que estaba allí hasta que lo tuve justo detrás.

—Tenías miedo y estabas llorando —le recordó Emmanuel—. Tenía que ser difícil oír a cualquiera.

—Ya, pero…, fue como la vez que me agarró el mirón. No me di cuenta de que estaba allí hasta que se me echó encima. Esto fue igual.

—¿Tenía el asesino el mismo acento que el hombre que te agarró? —preguntó Emmanuel. Daba igual la dirección que tomara el caso: el acosador siempre estaba allí, como una sombra.

—Los dos sonaban raros —dijo Davida mirándole a la cara al tiempo que caía en la cuenta de la conexión—, como alguien que estuviera poniendo un acento falso.

Bueno, si estaba mintiendo sobre el hombre del río, su actuación era intachable. Parecía asombrada por no haber relacionado hasta entonces al asesino de la orilla del río con el acosador.

Emmanuel asimiló la nueva información. Confirmaba su impresión de que el asesinato del comisario estaba relacionado con los secretos y las mentiras de un pueblo pequeño y no formaba parte de una elaborada conspiración comunista para derribar al Gobierno del Partido Nacional.

Se levantó y se alisó las arrugas de la parte delantera de los pantalones. Dos días antes pensaba que Davida era una tímida virgen que rehuía el contacto físico con hombres que no fueran de su propia «clase». Ahora tenía la confirmación de que esa impresión era un auténtico disparate y se veía obligado a dar crédito a la versión de los hechos que ella había contado en relación con el asesinato de Pretorius. Ya no se fiaba de su instinto en lo que concernía a la pequeña esposa del comisario.

¿Era porque, tal como había sugerido el sargento mayor, había algo en ella que le excitaba? Emmanuel evitó mirar la cama de hierro forjado y luchó contra la avalancha de explícitas imágenes que le vinieron de pronto a la cabeza. De todos los momentos en los que podía haber resucitado su libido, éste tenía que ser el peor. Davida Ellis era una mujer mestiza y un testigo clave en el asesinato de un policía afrikáner: aquello era obra del mismo diablo.

Emmanuel se puso de espaldas a la cama, mirando hacia la ventana donde estaba ella.

—¿Cuándo empezaste la relación con Pretorius, antes o después de que dejara de actuar el acosador?

—Después. La primera vez que el comisario vino a esta habitación fue para hacerme unas preguntas sobre el agresor. Eso fue a finales de diciembre.

—¿Recuerdas si el comisario te preguntó algo extraño?

—Bueno… —Davida se pensó bien la respuesta—. La conversación entera fue rara. No fue como con el subcomisario Uys, que me hizo tres preguntas y después me mandó salir de la comisaría.

—¿Rara en qué sentido? Cuéntame cómo fue.

—El comisario vino a esta habitación él solo —se detuvo para dejarle asimilar esa ruptura del protocolo—. Me pidió que me sentara en esa silla y que cerrara los ojos. Yo lo hice, y entonces me pidió que pensara en el hombre que me había agarrado. Me hizo muchas preguntas. ¿Era el mirón más alto o más bajo que yo? Dije que más alto, pero no mucho. ¿Cómo tenía la piel? ¿Suave o áspera? Dije que suave, sólo un poquitín áspera, como un hombre que trabaja con las manos de vez en cuando. ¿Le olía la piel a algo en concreto? ¿Café, tabaco, grasa o jabón…, alguna de esas cosas? Dije que no, pero que sus manos tenían un olor familiar. El comisario me dijo que siguiera con los ojos cerrados e intentara acordarme. ¿Dónde lo había olido antes?

—¿Te acordaste?

—Dije que las manos de Anton olían igual. Como a hojas de eucalipto machacadas.

—¿Crees que Anton es el mirón?

—No —contestó Davida—. Anton tiene las manos ásperas, como papel de lija, y los brazos musculosos. El hombre que me agarró tenía las manos suaves y era más pequeño que Anton.

No le preguntó cómo conocía esos detalles íntimos de Anton. Era de suponer que en sus paseos con el mecánico larguirucho había hecho mucho más que tomar el fresco.

—¿Cuál fue la reacción del comisario Pretorius cuando le dijiste lo del olor de las manos del acosador?

En el informe mecanografiado y archivado por el comisario después de su visita informal a la antigua habitación del servicio no había ninguna alusión al olor a hojas de eucalipto. Tenía que haber algún motivo para esa omisión.

Davida se movió incómoda, y entonces pareció darse cuenta de que ni su reputación ni la del comisario tenían ya salvación posible. Se dirigió a Emmanuel directamente y con la cabeza alta, de forma muy similar a como le había hablado la abuela Mariah delante de la iglesia.

—Tenía los ojos cerrados y no le vi la cara, pero sé que estaba contento. Me acarició el pelo y dijo: «Davida, eres una chica lista por acordarte de eso». Abrí los ojos y ya estaba saliendo por la puerta.

¿Qué pasaba en el pueblo de Jacob’s Rest? Parecía que el calor, el aislamiento o quizá simplemente la proximidad de los grupos raciales hacían que nadie pudiera resistirse a ejercer poder sobre los demás. El propio Emmanuel había estado a punto de tocarle el pelo húmedo a Davida delante de la cabaña del comisario porque había experimentado el placer de saber que la joven estaba bajo su mando y que iba a mantener sus secretos a buen recaudo. ¿No era aquella sensación de poder una extensión de la fantasía del induna blanco a la que el Partido Nacional estaba dando ahora categoría de ley?

—¿Alguna vez le comentaste a Anton lo de la conexión con el mirón? ¿Le preguntaste qué era el olor a hojas de eucalipto machacadas?

—El comisario Pretorius vino otra vez tres o cuatro días más tarde, y después de eso ya no fue fácil hablar con Anton. No sé lo que era el olor y el comisario nunca volvió a mencionarlo.

—¿Siempre le llamabas «comisario»?

El papel de atrevida se evaporó y Davida volvió a mirar al punto mágico situado frente a su puntera derecha.

—Le gustaba que le llamara «comisario» antes y durante, y Willem después.

Sí, bueno. Una relación con un holandés de moral recta con afición a la pornografía y al adulterio tenía que implicar necesariamente un grado desmesurado de reglas misteriosas y complicaciones. Emmanuel recorrió la habitación con la mirada y se fijó en la cama hecha de cualquier manera y en las motas de polvo que danzaban sobre el suelo de cemento pintado. Parecía que Willem recibía en su casa la dosis de orden que necesitaba y después iba a esa habitación a revolcarse en el desorden.

—¿Visitabas a Pretorius en la cabaña de piedra? —preguntó. La cabaña de piedra estaba tan escrupulosamente limpia como el estudio cerrado de la inmaculada casa de estilo holandés de El Cabo, sólo que sin la ayuda de una criada.

—Sí.

—Cuando terminabas de llamarle comisario Pretorius y después Willem, ¿le limpiabas la cabaña?

Davida levantó la vista y sus ojos grises despidieron chispas de indignación.

—No soy una criada —dijo.

No, no era una criada y tampoco era especialmente maniática con el cuidado de la casa. Alguien había limpiado la cabaña hasta dejarla como una planta de hospital. Sólo faltaba el penetrante olor a desinfectante de pino.

—¿Era el comisario muy maniático con el orden de la cabaña? Ya sabes, ¿tenía un sitio para cada cosa y cada cosa tenía que estar en su sitio?

—No. No le importaba demasiado el orden.

—No en esta habitación y no en la cabaña —dijo Emmanuel.

En todos los demás aspectos de sí mismo, Willem Pretorius se había cuidado mucho de mantener una apariencia ordenada. La casa blanca inmaculada con su inmaculada esposa blanca, el uniforme policial almidonado y las camisas interiores impolutas eran señales externas de su alma pura y sin mancha. Si se le daba la vuelta a la moneda aparecía el Willem oculto, desnudo en una cama deshecha de una habitación de mala muerte con una sonrisa en la cara. ¿Por qué estaba tan limpia la cabaña? El comisario no estaba esperando visita.

—¿A qué fuiste a la cabaña? —preguntó Emmanuel.

—A coger las fotos —contestó Davida, ahora nerviosa. Desencorvó los hombros y se puso derecha—. No quería que las encontrara nadie.

—¿Limpió tu madre la cabaña, Davida?

—No.

—¿Qué opinaba tu padre de tu relación con el comisario Pretorius? ¿Le parecía bien?

Aquello la desconcertó y se llevó la mano a la mejilla sonrojada.

—¿Qué está diciendo? Mi padre murió cuando yo era pequeña, en un accidente en una granja.

—Pensaba que Willem Pretorius había acordado hacer un pago a tu padre a cambio de recibirte como esposa.

—¿Có… cómo? ¿De dónde se ha sacado eso? Eso es mentira.

—¿De qué mentira estamos hablando? ¿La del pago a cambio de la esposa o la de que tu padre está muerto?

Davida escondió rápidamente su miedo y su perplejidad en su papel de tímido pajarito.

—Le he contado la verdad sobre lo que había entre el comisario Pretorius y yo. Hasta le he contado lo que estábamos haciendo cuando le dispararon. ¿Por qué iba a mentirle ahora, oficial Cooper?

—No lo sé —contestó Emmanuel, que se había percatado del uso correcto de su cargo—, pero seguro que tienes tus razones.

Se dirigió a la puerta, consciente de que Shabalala le estaba esperando fuera y de que la investigación estaba tomando velocidad. Tenía que conseguir que la relación entre el acosador y el asesino del comisario fuera lo suficientemente sólida para poder sostenerse ante un tribunal. Necesitaba pruebas.

—¿Va a llevarme a la comisaría? —preguntó Davida.

—No.

El Departamento de Seguridad y los hermanos Pretorius eran las últimas personas a las que iba a exponerla. No corría peligro mientras siguiera siendo una mujer mestiza anónima que trabajaba para un anciano judío en una tienda ruinosa del pueblo. Cuando se revelara que había sido la amante del comisario Willem Pretorius, iban a ir a por ella, y el castigo por sus faltas iba a ser atroz.

—¿Qué hago ahora?

Parecía desorientada, ahora que todos los detalles de su vida secreta habían salido a la luz.

—Quédate aquí. Puedes ayudar a tu abuela en el jardín, pero no salgas a la calle hasta que vuelva yo y te diga que puedes andar por el pueblo.

—¿Cuándo será eso?

—No lo sé —dijo Emmanuel, que abrió la puerta hasta la mitad y entonces se detuvo—. ¿Qué pasó en abril?

—¿Cómo sabe eso?

—No lo sé. Por eso pregunto.

Davida vaciló y, a continuación, contestó:

—Tuve un aborto. El doctor Zweigman se encargó de que todo quedara limpio y curado, pero el comisario pensaba que había matado al bebé. Tuvieron una discusión a raíz de aquello. Yo nunca hablé del doctor Zweigman con el comisario después de aquello y nunca hablé del comisario con el doctor Zweigman, pero todos lo sabíamos.

—Lo siento —dijo Emmanuel antes de abandonar la habitación y salir al jardín. Sentía haberse enterado de la existencia de Jacob’s Rest. También sentía haber descubierto que el interruptor de apagado, el que le permitía soportar las investigaciones de asesinato más truculentas sin involucrarse emocionalmente, había dejado de funcionar.