A la mañana siguiente, Emmanuel hizo una visita al hospital Gracia Divina a primera hora y encontró a la hermana Bernadette y a la hermana Angelina vigilando el desayuno, a base de copos de avena sin leche, de unos veinte huérfanos a los que habían reunido en la galería. Esperó a que sirvieran el último tazón y entonces se acercó. No tenía ni idea de cómo pedir lo que quería.
—Hermanas… —carraspeó y volvió a empezar—. Hermanas, quería pedirles que atestiguaran que la persona que sale en una fotografía es el comisario Pretorius.
—Por supuesto —contestó la hermana Bernadette. La diminuta monja blanca se secó las pálidas manos con el delantal—. ¿Tiene un bolígrafo, oficial?
—Sí…, pero…, es que… —la voz de Emmanuel se fue apagando.
—¿Sí? —le animó la hermana Angelina.
—Debo advertirles que se trata de una… una imagen provocativa. Podría ofenderlas o escandalizarlas.
—Ah… —dijo la hermana Bernadette con una sonrisa forzada—. En ese caso, deberíamos acabar con ello lo antes posible.
«Que Dios bendiga a las pragmáticas monjas católicas», pensó Emmanuel mientras sacaba el segundo sobre de la cartera de piel. Un cuarto de hora más tarde, las fotografías tenían que estar en un autobús directo a Jo’burgo en manos de la prima de la señorita Byrd, Delores Bunton.
La hermana Angelina le condujo al final de la galería, donde había una vieja camilla tapada con una sábana y donde los niños no podían verlos ni oírlos. Emmanuel vaciló y después sacó la fotografía.
—Miren la foto y después denle la vuelta y escriban «Declaro bajo juramento que ésta es una imagen auténtica del comisario Willem Pretorius» —dijo—. Debajo pongan sus firmas y la fecha, por favor.
Puso la fotografía boca arriba sobre la camilla y notó el calor en las mejillas al ruborizarse.
—Madre del amor hermoso —dijo la hermana Bernadette, boquiabierta.
—Válgame Dios —la hermana Angelina se santiguó y parpadeó con fuerza.
—Menuda sorpresa —balbució la pequeña monja irlandesa—. No tenía ni idea.
—Yebo —la monja negra frunció los labios—. Quién iba a decir que el comisario tenía una sonrisa tan grande.
—Sí —dijo la hermana Bernadette metiéndose un mechón de pelo imaginario bajo la toca—. No recuerdo haberle visto nunca tan contento.
Las hermanas se quedaron quietas mirando fijamente la fotografía. Emmanuel la puso boca abajo y oyó suspirar a las monjas. Les dio el bolígrafo, observó cómo firmaban y fechaban la foto y volvió a meterla en el sobre.
—Gracias, hermanas —dijo—. Si alguien del Departamento Especial o de la familia Pretorius les pregunta por esta fotografía, digan que no la han visto jamás. Es lo más seguro.
La tienda Poppies estaba en silencio. El murmullo habitual de las máquinas de coser había sido sustituido por el suave roce de los zapatos de Zweigman, que estaba sacando latas de sardinas de una caja y colocándolas en un estante.
—Oficial —dijo el tendero dirigiéndole un saludo con la cabeza. Su pelo, normalmente caótico, parecía ahora el de una auténtica Medusa, con mechones de pelo blanco enfrentados en una batalla épica por el control.
Emmanuel señaló hacia la silenciosa trastienda.
—¿No hay nadie en casa?
—Mi mujer no se encuentra bien —contestó Zweigman—. Les ha dado un día libre a las señoras.
—¿Ha tenido algo que ver con mi visita?
—El daño ya estaba hecho mucho antes de que apareciera usted —dijo el alemán mientras ponía la última lata de sardinas en el estante—. Viene a su revisión, ¿verdad?
—A eso y a usar el teléfono, si es posible.
Tenía que avisar a Van Niekerk de que la cartera con las fotografías ya iba de camino a la dirección que le había telegrafiado dos días antes.
—Por supuesto.
Zweigman cogió el teléfono del mostrador y entró en la trastienda arrastrando los pies. Las filas de máquinas de coser todavía estaban cubiertas con las fundas que les ponían por la noche. Sin las mujeres inclinadas sobre los patrones y los alfileres bajo la atenta mirada de Lilliana, daba la sensación de que Poppies estaba desierta.
—Estaré en la tienda desembalando —dijo Zweigman mientras ponía el teléfono en la mesita de té—. Avíseme cuando esté listo para que le examine.
Emmanuel se sentó y llamó a la centralita. Quería estar en la comisaría de Jacob’s Rest menos de media hora más tarde para ver si el Departamento de Seguridad había pescado a un pez gordo comunista durante su redada nocturna.
Contactó con la jefatura de policía sin ningún problema y le dieron otro número al que llamar. Van Niekerk sabía cómo esquivar al Departamento de Seguridad.
—Le he enviado una cosa —dijo Emmanuel cuando el inspector cogió el teléfono.
—¿Es algo útil?
—Para ser un hombre poderoso obligado a ensuciarse las manos en una cabina telefónica pública, Van Niekerk estaba de muy buen humor. Como un valioso perro sabueso, olía que había algo en el aire.
—Extremadamente útil —dijo Emmanuel.
—¿Porno? ¿Dinero sucio? ¿Algo político?
—Porno.
—¿Se puede relacionar con nuestro difunto amigo o con algún miembro de su familia?
—Digamos que el comisario era tan bueno detrás de la cámara como delante.
—¡Dios mío! ¿Estás totalmente seguro de que es él?
—Completamente —contestó Emmanuel—. Dos personas que le conocían me han verificado y firmado la foto.
Se sentía culpable por utilizar a la hermana Bernadette y la hermana Angelina, pero las monjas eran testigos difíciles de intimidar en el estrado. Estaba feo atacar a una esposa de Cristo.
—Bien hecho —dijo el inspector—. Sabía que cumplirías. Siempre lo haces.
Dar la información a Van Niekerk no le resultó tan gratificante como había esperado. El homicidio de Willem Pretorius seguía sin resolverse y ésa era la única razón por la que había ido a Jacob’s Rest. Las fotografías pornográficas sólo tenían valor si servían para atrapar al asesino.
—El paquete va a ser entregado en mano esta noche en la dirección del telegrama.
De pronto Van Niekerk le estaba impacientando. Atrapar al asesino era menos importante que el poder que la posesión de esas fotografías le daba al inspector sobre el Departamento de Seguridad y algunas facciones del Partido Nacional.
—Tengo que ir a ver qué han pescado los del Departamento de Seguridad —añadió Emmanuel. No pensaba irse de Jacob’s Rest hasta averiguar quién había matado a Willem Pretorius y por qué.
—Le han cogido —dijo Van Niekerk sin rodeos—. A tu hombre del Fort Bennington College.
—¿Cómo lo sabe?
Van Niekerk se echó a reír, como si la propia pregunta fuera demasiado estúpida para contestarla.
—Simplemente lo sé, Cooper.
—¿Hay algo más que pueda contarme? —preguntó Emmanuel. Iba a ser imposible que Piet o Dickie compartieran con él información sobre el interrogatorio.
—Estaba en el paso fronterizo la noche que asesinaron al comisario —dijo el inspector—. Eso es un hecho constatado. El minero del poblado, Duma, era su contacto. Quizá deberías empezar a contemplar la posibilidad de que el Departamento de Seguridad ande bien encaminado.
—Lo haré, señor —dijo Emmanuel antes de despedirse. Su instinto le decía que el espía comunista no encajaba en el perfil del asesino. ¿Por qué habían arrastrado el cadáver hasta el agua cuando podrían haberlo dejado en la arena? Y Shabalala estaba seguro de que el asesino había vuelto a Mozambique a nado. Quizá el Departamento de Seguridad tuviera algunas respuestas.
Fue a la parte delantera de la tienda, donde Zweigman estaba ocupado limpiando los estantes con un plumero de avestruz.
—Volveré para que me examine esta tarde —le dijo al tendero mientras volvía a poner el teléfono en el mostrador—. Tengo que presentarme en la comisaría.
—Por supuesto. Estaré aquí aproximadamente hasta las cinco y media.
Emmanuel salió a la acera de tierra agujereada que había delante de Poppies y la licorería. Era hora de aporrear la puerta de Shabalala hasta que el hombre negro le contara todo lo que sabía sobre la vida secreta de Willem Pretorius.
Delante de la comisaría había aparcados cuatro sedanes Chevrolet, todos con los embellecedores de cromo llenos de polvo y con los cuerpos resecos y espachurrados de los insectos que habían recogido durante el viaje nocturno. En el porche había un grupo de policías de paisano con trajes arrugados, fumando y hablando con un hombre rollizo que llevaba una cámara colgada del cuello. La prensa, supuso Emmanuel. El reportero debía de trabajar para alguno de los periódicos afrikáners pelotas que publicaban la versión oficial del Partido Nacional independientemente de cuál fuera la historia real.
Emmanuel subió las escaleras, listo para que le echaran de allí. Ahora la maquinaria del Departamento de Seguridad tenía el control absoluto de la comisaría de policía y él no estaba en su lista de invitados. Uno de los nuevos agentes del Departamento de Seguridad dio un paso hacia él.
—Ésta es una zona restringida —dijo el hombre, que tenía cara de pan y vestía un traje mal cortado—. No se puede entrar sin permiso del subinspector Lapping.
Emmanuel retrocedió. Era muy poco probable que el subinspector con la cara llena de marcas le diera el visto bueno en esa vida.
—Estaba buscando a la policía de aquí. El agente Shabalala, el subcomisario Uys y el agente Hepple. Estoy investigando un asunto local.
—Mira en la parte de atrás —dijo Cara de Pan con una sonrisa, antes de añadir—: ¿Qué, ya ha cogido al pervertido, oficial?
Emmanuel se alejó sin contestar. Por si no bastaba con apartarle de la investigación del asesinato, el subinspector Lapping le había convertido en el hazmerreír del caso. Mordería el polvo durante el tiempo necesario para encontrar a Shabalala y terminar de examinar los trapos sucios de Willem Pretorius.
Abrió la puerta lateral que daba al patio de la comisaría. Paul Pretorius y el diminuto subcomisario Uys estaban sentados a la sombra del aguacate con tres hombres a los que no reconoció. ¿Había quedado alguien en las oficinas del Departamento de Seguridad?
Paul Pretorius se levantó y recorrió lentamente la distancia que le separaba de Emmanuel con sus andares arrogantes.
—Bueno —dijo el corpulento soldado, que le sonrió por primera vez desde que se conocían; no fue un espectáculo agradable—, ¿qué se siente al estar en el culo de la investigación, oficial?
—¿Tenéis una confesión del sospechoso? —preguntó Emmanuel.
—Un par de horas más y estará lista —contestó Paul, acariciándose el vello del mentón para recalcar lo larga que había sido la noche para los que estaban en el centro del poder—. Te aseguro que esa gente de ahí dentro sabe lo que hace.
—¿Están seguros de que es él?
—Completamente. Y tú que pensabas que el asesino de mi padre era algún depravado blanco. Parece que vas a tener que volver corriendo a Jo’burgo con los bolsillos vacíos. Qué lástima, ¿eh?
Emmanuel sabía exactamente lo que necesitaba para borrarle la sonrisa de la cara a Paul Pretorius: una sola imagen del respetado comisario de policía blanco con una erección descomunal en la cama de una mujer mestiza. Eso funcionaría. Afortunadamente, el paquete con las fotos pornográficas estaba de camino hacia Van Niekerk y bien lejos de su alcance.
—¿No están los agentes? —dijo Emmanuel, siguiendo con la conversación como si el arrogante hijo de Pretorius no le hubiera atacado. Paul estaba condenado a descubrir la verdad acerca de su padre algún día y Emmanuel esperaba estar delante para presenciar ese momento.
—Hansie está fuera con su chica y a Shabalala no le he visto.
Paul Pretorius volvió andando tranquilamente hacia el grupo de hombres sentados a la sombra después de encogerse de hombros, dando a entender que tenía cosas más importantes que hacer ahora que había terminado de torturar a un oficial de policía sin poder y sin credibilidad.
Emmanuel se dirigió al camino kaffir. Tenía que encontrar a Shabalala y explicarle que proteger la memoria de Willem Pretorius era una pérdida de tiempo. Si le presionaba lo suficiente, quizá incluso consiguiera averiguar la identidad de la misteriosa mujer de las fotos.
En el cruce del camino kaffir con la calle principal vio al agente Hepple bien arrimado a una joven morena de enormes pechos y brazos de ordeñadora. Era la chica de la iglesia, la muchacha en la que se había fijado Hansie después del funeral del comisario. Los tortolitos no le vieron hasta que estuvo casi encima de ellos.
—Oficial —dijo Hansie pegando un brinco hacia atrás y estirándose la chaqueta sobre sus delgadas caderas de niño—. No le… no le había visto.
—Estabas entretenido —contestó Emmanuel mientras la joven hacía un rápido intento de enderezarse el escote del vestido—. ¿Sabes dónde está el agente Shabalala?
—En el poblado —dijo Hansie con la respiración ahogada y los colores subidos—. El subinspector Lapping le ha dicho que vuelva mañana.
—El subinspector le dijo a Hansie que también podía cogerse el resto del día libre —añadió la chica, que levantó las manos curtidas por el trabajo para acariciar el diamante central del colgante que llevaba encima de sus inmensos senos—. Íbamos a ir a dar un paseo.
Emmanuel señaló el colgante que descansaba sobre el escote de la joven.
—Ese diseño es muy original. ¿Puedo verlo más de cerca?
—Claro —contestó la ordeñadora, que se sonrojó con engreimiento y levantó la barbilla para que se viera mejor—. Es de oro y diamantes auténticos.
—Una flor —dijo Emmanuel, que examinó los pétalos de oro con un estambre de relucientes diamantes engastado. Era el colgante que llevaba la mujer de piel morena en el festival de la carne del comisario. Hansie se acercó dando pasitos cortos, decidido a proteger a su chica de las atenciones del policía de la gran ciudad. Emmanuel no hizo caso. Si los pechos de la joven granjera eran importantes era sólo porque su impresionante tamaño la descartaba como la modelo de las fotos.
El cerebro de Emmanuel fue saltando de una extraña hipótesis a otra, intentando explicar la aparición de la flor de oro en el cuello de una joven morena afrikáner. ¿Tenía el comisario Pretorius un harén de mujeres de todos los colores a las que premiaba con colgantes idénticos de flores de oro?
—¿De dónde has sacado el colgante? —preguntó.
—Hansie —contestó la joven mirando al idiota de su novio con una gran sonrisa—. Me lo acaba de regalar.
Eso explicaba el sudoroso achuchón. A una chica de granja no le regalaban todos los días una joya cara de la que ir presumiendo.
—Tiene usted buen gusto, agente —dijo Emmanuel mientras le ponía la mano en el hombro a Hansie y se lo llevaba por el camino kaffir—. ¿De dónde has sacado el colgante?
El muchacho se puso tenso al oír el tono serio de Emmanuel y restregó la punta de su bota contra el camino de tierra.
—No me acuerdo.
—Dímelo.
—Me lo… me lo encontré.
—¿Dónde?
Los ojos azul aciano del agente se llenaron de lágrimas, igual que cuando los hermanos Pretorius habían hecho ademán de darle una paliza en el lugar del crimen.
—Junto al río. En el camino que lleva al veld.
Emmanuel se arrepintió de no haber permitido que los Pretorius le dieran una buena tunda de palos a Hansie. Era más de lo que se merecía el policía descerebrado.
—¿Te refieres a la ribera del río donde encontraron al comisario?
—Ja.
Las lágrimas empezaron a correrle por la cara y a caer sobre el uniforme almidonado. Su madre iba a tener que limpiarle las manchas de la tela por la noche.
—¿El colgante estaba en el camino por el que volvieron los niños al poblado?
Emmanuel aclaró los hechos y resistió el impulso de clavarle los dedos en el hombro a Hansie. Era imposible que el Gobierno del Partido Nacional no se diera cuenta de que dar un uniforme a un muchacho como aquél era igual que dárselo a un mono.
—Ja, en ese camino.
—¿Por qué no me llamaste para enseñarme que habías encontrado algo extraño?
Hansie se mordisqueó el pulgar y se concentró en la pregunta con todas sus fuerzas. Presenciar aquello era una tortura.
—Es que. Un colgante de mujer no tiene nada que ver con la muerte del comisario. O sea…, sería como si hubiera habido una mujer allí con él…, y no había ninguna mujer con él, así que…, porque… el comisario no era así.
—Hepple —Emmanuel apartó la mano del hombro del muchacho y se la metió en el bolsillo de la chaqueta para buscar las llaves del coche—, ese colgante es una prueba. Tienes hasta esta tarde para que tu novia te lo devuelva y dármelo, ¿entendido?
—Pero es que… a ella le… le encanta.
—Esta tarde —dijo Emmanuel, que se dirigió hacia el Packard. Ahora tenía una idea de lo que ocultaba Shabalala y de la razón por la que el policía zulú estaba encubriendo a su amigo de la infancia, Willem Pretorius.
Emmanuel recorrió el laberinto de casas ruinosas levantadas sin orden ni concierto en busca de la puerta rosa que le habían dicho que identificaba la casa del agente zulú. La encontró y dio dos fuertes golpes. La puerta se abrió y Shabalala retrocedió sorprendido.
—Había una mujer con él —dijo Emmanuel—. Había una mujer con el comisario Pretorius en la orilla del río la noche que le dispararon.
—Llovió y muchas de las huellas…
—No me vengas con esos cuentos, hoy no me los trago. Eres rastreador. Tú sabías que Pretorius no estaba solo esa noche.
El agente zulú-shangaan intentó hablar y, al no conseguirlo, se metió la mano en el bolsillo del peto y sacó un sobre en blanco que le entregó a Emmanuel sin decir una palabra.
—¿Qué es esto?
—Léalo, por favor, nkosana.
Emmanuel rasgó el sobre y sacó una hoja de papel doblada con dos líneas de texto escritas en la cara pautada. Leyó las palabras en voz alta.
—«El comisario tenía una pequeña esposa. Esta esposa estaba con él en el río cuando murió». Fuiste tú quien me envió a la finca de King —dijo Emmanuel.
Reconoció la letra. Ahora lo entendía. La persona que había dejado la nota había corrido como nunca había visto correr a nadie, había corrido sin tregua hasta dejarle sin resuello en el veld. El comisario Pretorius y Shabalala conmovían a la gente mayor cuando atravesaban corriendo la granja de los Pretorius de un extremo a otro sin detenerse, sin beber. «Como a tantos otros hombres blancos, me ganó un guerrero del impi zulú», pensó Emmanuel.
—¿Qué pasó aquella noche en la orilla del río? No se lo voy a contar a la familia Pretorius ni a los otros policías. Así que venga, dilo y ya está.
Shabalala se quedó callado unos instantes, como si no pudiera soportar expresar con palabras lo que había estado conteniendo tanto tiempo.
—El comisario y la pequeña esposa estaban juntos en la manta. Dispararon al comisario y cayó hacia delante. La pequeña esposa salió de debajo de él como pudo y se fue corriendo por la arena hasta el camino, y entonces el hombre arrastró al comisario hasta el agua. Eso es todo lo que sé.
—Por el amor de Dios, ¿por qué no me lo dijiste directamente, hombre?
—Los hijos del comisario. A ellos no les gustaría oír estas cosas. A ninguno de los afrikáners le gustaría oír esta historia.
Los hermanos Pretorius eran los legisladores extraoficiales de Jacob’s Rest. Anton y su taller quemado eran un ejemplo de la justicia sumaria que administraban a aquellos que infringían las normas. ¿Qué posibilidades tenía un policía negro contra la poderosa familia Pretorius?
—Entiendo —dijo Emmanuel.
Shabalala tenía que vivir en Jacob’s Rest. Escribir notas anónimas era la forma más sencilla de colaborar en la investigación y mantenerse a salvo. Era mejor y más seguro para todos los implicados que fuera un policía blanco de fuera del pueblo quien destapara la verdad sobre el comisario.
—Oficial —dijo el agente zulú invitándole a entrar y a dirigirse a la parte trasera de la casa—, por favor.
Emmanuel siguió a Shabalala a través de la ordenada sala de estar hasta la cocina. Había una mujer negra de pie junto a una mesa. Levantó la vista y los miró con un gesto de preocupación, pero no abrió la boca.
Shabalala hizo salir a Emmanuel por la puerta trasera. Se sentaron junto a una pequeña mesa plegable, uno a cada lado. En el jardín trasero de la casa de Shabalala había un gallinero y un kraal tradicional para meter a los animales por la noche. Detrás del kraal, el terreno descendía hasta llegar a la orilla de un serpenteante arroyo.
Los dos hombres miraron las lejanas colinas mientras hablaban. La importante conversación en la que el comisario Pretorius quedaría al desnudo no se podía mantener cara a cara.
—¿Sabes quién es la mujer?
—No —dijo Shabalala—. El comisario me habló de la pequeña esposa, pero no me dijo quién era.
Emmanuel se hundió en su silla. Estaba empezando a hartarse de los cortafuegos de Willem Pretorius. ¿Por qué no fanfarroneaba de sus conquistas como un hombre normal?
—¿Qué te contó sobre su amiguita?
—Dijo que había escogido una pequeña esposa entre los mestizos y que la pequeña esposa le había dado…, ummm… —la pausa se prolongó mientras Shabalala buscaba la forma más amable de traducir las palabras del comisario.
—¿Placer? ¿Poder? —sugirió Emmanuel.
—Fuerzas. La pequeña esposa le dio nuevas fuerzas.
—¿Por qué la llamas «pequeña esposa»?
Emmanuel había visto las fotos. Su propia ex mujer, Angela, no habría accedido a hacer ni una sola de las cosas que aparecían en ellas.
—Era una pequeña esposa de verdad —dijo Shabalala—. El comisario pagó la lobola por ella, según la costumbre.
—¿A quién pagó el comisario por la esposa?
—Al padre.
—¿Me estás diciendo que un hombre, un mestizo, accedió a cambiar a su hija por ganado? —preguntó inclinándose hacia Shabalala. ¿De verdad el policía zulú se creía esa rocambolesca historia?
—El comisario me contó que eso fue lo que hizo. Él respetaba las antiguas tradiciones. No habría tomado una segunda esposa sin pagar primero la lobola. Yo me lo creo.
—Sí, bueno, seguro que la blanca señora Pretorius va a estar encantada cuando se entere de que su marido era tan estricto a la hora de cumplir las normas.
—No. A la señora no le gustaría oír esto —contestó Shabalala muy serio.
La brisa trajo el sonido de la voz de una mujer que cantaba en un campo a lo lejos. Ante ellos se extendía una enorme pradera que llegaba hasta las colinas que se levantaban en la lejanía. Una África poblada por hombres y mujeres negros que todavía entendían y aceptaban las antiguas tradiciones. A ocho kilómetros al sur, en Jacob’s Rest, existía otra África paralela. ¿Qué le hacía suponer a Willem Pretorius que él podía vivir en ambos lugares a la vez?
—Tenemos que encontrar a esa mujer —dijo Emmanuel mientras se sacaba del bolsillo el calendario mozambiqueño y lo ponía en la pequeña mesa entre los dos. La hora de los secretos había terminado—. Ella fue la última persona que vio a Pretorius con vida y quizá pueda decirnos qué estaba haciendo el comisario esos días.
Shabalala estudió el calendario.
—El comisario estuvo en Mooihoek el lunes y el martes antes de morir, pero los otros días no salió del pueblo.
—¿Qué crees que significan estas marcas rojas? ¿Iba a algún sitio a pasar unos días todos los meses?
—No. Iba a Mooihoek a comprar material para la comisaría y a veces a Mozambique y a Natal con su familia, pero no todos los meses.
—Estas marcas quieren decir algo —dijo Emmanuel, que notó que se acercaba a otro callejón sin salida—. Si Pretorius hubiera estado haciendo algo ilegal…, pasando artículos de contrabando o reuniéndose con algún contacto…, ¿lo habrías sabido?
—Sí, creo que sí.
—¿Y estaba haciendo algo así?
Shabalala negó con la cabeza.
—El comisario no hacía nada ilegal.
—¿Para ti no cuenta la Ley de Inmoralidad?
A Emmanuel le asombraba el empeño con el que Shabalala seguía guardándole respeto a su difunto amigo. Precisamente Shabalala, entre toda la gente de Jacob’s Rest, se había ganado el derecho a desconfiar de Willem Pretorius, el hombre blanco adúltero y embustero.
—Pagó la lobola. Un hombre puede tener muchas esposas si paga por ellas. Eso dice la ley de los zulúes.
—Pretorius no era zulú. Era afrikáner.
Shabalala se señaló el pecho, justo encima del corazón.
—Aquí. Dentro. Era como un zulú.
—Entonces me sorprende que no le mataran antes.
Se oyeron unos débiles pasos en la puerta y la mujer de la cocina, con la cara y el trasero redondos, salió al porche con una bandeja de té y la dejó en la mesa.
—Oficial Cooper, ésta es mi esposa, Lizzie.
—Unjani, mama.
Emmanuel le estrechó la mano a la mujer a la manera tradicional zulú, agarrándose la muñeca derecha con la mano izquierda en señal de respeto. La sonrisa de la mujer iluminó el porche y medio poblado con su calidez. Medía la milésima parte que su marido, pero era igual que él en todo.
—Tiene usted buenos modales —dijo.
Su pelo canoso le daba autoridad para hablar en una situación en la que una mujer más joven habría guardado silencio. Dirigió una atenta mirada al calendario.
—Mi mujer es maestra —dijo Shabalala, intentando buscar una excusa para la curiosidad de su esposa—. Enseña todas las materias.
Lizzie tocó el ancho hombro de su marido.
—Nkosana, ¿puedes venir un momento a la otra habitación, por favor?
Hubo un silencio incómodo antes de que el policía zulú se levantara y siguiera a su esposa al interior de la casa. No era conveniente que una mujer interrumpiera los asuntos de los hombres. El murmullo de sus voces llegó desde la cocina mientras Emmanuel daba sorbos a su té. Cómo había arreglado el comisario Pretorius la compra de una segunda esposa no era tan importante como encontrar a la propia mujer. Ella era la clave de todo.
Shabalala volvió a salir al porche pero se quedó de pie. Se tiró del lóbulo de la oreja.
—¿Qué pasa?
—Mi esposa dice que ese calendario es el calendario de una mujer.
—Era del comisario. Lo encontré en la cabaña de piedra de la finca de King.
—No —dijo Shabalala, titubeante como un colegial en una situación embarazosa—. Es un calendario que usan las mujeres para…, esto.
La mujer de Shabalala salió de la cocina y agarró el calendario.
—¿Puede ser más bobo un hombre adulto? —le dijo a Shabalala chasqueando la lengua. Señaló los días rodeados con círculos rojos—. Durante una semana cada mes, una mujer fluye como un río. ¿Me entiende? Eso es lo que pone en este calendario.
—¿Está segura?
—Soy mujer y sé esas cosas.
Emmanuel se quedó impresionado ante la simplicidad de la explicación. A él no se le habría ocurrido ni aunque se hubiera pasado cien años mirándolo. El calendario se refería a la mujer y su ciclo, no a un complejo rompecabezas de fechas de recogida y actividades ilegales. La cámara, el calendario y las fotos: todo estaba relacionado con la enigmática pequeña esposa, fuera quien fuese.
—Gracias —dijo antes de volverse hacia Shabalala—. Tenemos que encontrar a la mujer antes de que el Departamento de Seguridad le saque una confesión a golpes al hombre que tienen en las celdas y tire por la borda todas las demás pruebas.
—El viejo judío —sugirió Shabalala—. Él y su mujer también conocen a muchos de los mestizos.
—Él no va a hablar —respondió Emmanuel—. Pero sé de alguien que quizá sí.
Emmanuel cruzó la calle hasta la estructura quemada del taller de Anton mientras Shabalala montaba guardia en la parcela vacía que lindaba con Poppies. Si Zweigman se daba a la fuga durante la charla de Emmanuel con Anton, el policía negro tenía órdenes de seguirle y observarle desde lejos.
Emmanuel entró en el taller en obras y el mecánico mestizo levantó la vista de la carretilla de ladrillos tiznados que estaba limpiando con un cepillo de cerdas de alambre. Poco a poco se iba instalando un cierto orden en las ruinas carbonizadas de lo que anteriormente había sido un negocio próspero.
—Oficial —Anton se limpió con un trapo el hollín de los dedos antes de darle la mano—, ¿qué le trae por estos lares?
—¿Tú conoces a la mayoría de las mujeres mestizas de por aquí? —Emmanuel no perdió el tiempo con preámbulos. Si el mecánico no le contaba nada, seguiría con el viejo judío.
—A la mayoría. ¿Tiene esto que ver con el caso de los abusos?
—Sí —mintió Emmanuel—. Quiero averiguar qué distinguía a las víctimas de las otras mujeres mestizas del pueblo.
—Bueno —dijo Anton mientras seguía llevando ladrillos a la carretilla—, todas eran jóvenes, solteras y decentes. Hay alguna mujer que otra, y no voy a dar nombres, que va repartiendo favores con mucha alegría. El acosador no fue a por ellas.
—¿Y Tottie? ¿Sabes algo de su vida privada?
—No tiene. Su padre y sus hermanos la tienen tan controlada que un hombre tendrá suerte si consigue pasar un minuto a solas con ella.
—¿No ha habido rumores de que haya empezado a salir con un hombre de fuera de la comunidad mestiza?
El mecánico interrumpió su trabajo y se secó unas gotas de sudor del labio superior. Sus ojos verdes se entornaron.
—¿Qué me está preguntando realmente, oficial?
Emmanuel se dejó llevar por la corriente. Ya no ganaba nada siendo tímido o sutil.
—¿Conoces a algún hombre mestizo que practique las viejas costumbres? ¿Alguien que pudiera aceptar un pago a cambio de dar a su hija como esposa?
Anton se echó a reír, aliviado.
—Imposible. Ni siquiera Harry, con el gas mostaza, cambiaría jamás a sus hijas por un par de vacas.
Era muy probable que el acuerdo, cualquier acuerdo con connotaciones nativas, se hubiera establecido en secreto para evitar el desprecio de una comunidad mestiza que trabajaba incansablemente para ocultar toda relación con la parte negra de su árbol genealógico.
—¿Hay algún hombre mestizo que haya recibido un dinero que no pueda justificar?
—Sólo yo —Anton sonrió burlonamente y el empaste de oro de su diente emitió un destello—. Recibí mi último pago hace un par de días, pero no tengo ningún papel que demuestre de dónde ha salido.
Era poco probable que el reservado comisario afrikáner y el mestizo que había negociado el acceso a la sexualidad de su hija hubieran hecho algún tipo de publicidad de su operación. Sólo un hombre negro tradicional, empapado de las viejas costumbres, hablaría abiertamente del pago recibido a cambio de su hija.
—De acuerdo —Emmanuel abandonó ese enfoque y dio marcha atrás—. ¿Ha habido rumores de que alguna mujer del pueblo o de las granjas de los alrededores haya empezado a salir con un hombre de fuera de la comunidad?
Anton seleccionó cuidadosamente un ladrillo carbonizado y empezó a restregarlo a conciencia.
—Nos encantan los rumores y los chismes —dijo—. A veces parece que es lo único que nos mantiene unidos.
—Cuéntamelos.
—Si la abuela Mariah se entera de que he contado esto, me va a poner los testículos a secar en la valla trasera. No exagero. Esa mujer es una fiera.
—Te prometo que no le va a llegar esa información a través de mí.
—Hace un par de meses… —Anton prefirió hablar dirigiéndose al ladrillo que tenía en la mano—, Tottie dejó caer ante algunas mujeres que pensaba que el viejo judío y Davida tenían una relación muy estrecha. Demasiado estrecha.
—¿Y hay algo de verdad en eso?
—Bueno, Davida estaba en casa de Zweigman a todas horas, día y noche. Entraba y salía cuando quería y aquello no parecía apropiado, que uno de nosotros tuviera tanta confianza con los blancos.
—¿Le preguntó alguien qué hacía allí? —no conseguía imaginar el acalorado intercambio de fluidos corporales entre el tímido pajarito mestizo y el protector Zweigman. Su relación con ella parecía paternal, no sexual.
—Leer, coser, cocinar, cualquier cosa, ella siempre tenía alguna excusa para estar allí —dijo Anton mientras intentaba quitar un pegote de ceniza de la superficie del ladrillo con la uña—. Por aquel entonces a mí me gustaba mucho Davida. Íbamos de paseo y hasta me dio unos cuantos besos, pero ella cambió, vaya si cambio. Una vez que empezaron los rumores, fue como si se metiera en un caparazón. Ella no era como la ve ahora, toda tapada y discreta. Antes esa chica tenía chispa.
—¿De verdad?
—Huy, sí. Un pelo ondulado precioso que le llegaba hasta la mitad de la espalda; todo natural, no alisado. En las reuniones era la primera en salir a bailar y la última en sentarse. A la abuela le faltaban manos para controlarla, se lo digo yo.
La descripción no encajaba ni remotamente con la reservada mujer que se escondía bajo un pañuelo atado a la cabeza. Pero el hecho de que el tímido pajarito mestizo hubiera tenido una larga melena morena la convertía en candidata a ser la modelo de las fotografías del comisario. ¿Cómo era su cuerpo bajo esas prendas amorfas que llevaba colgadas como sacos de arpillera?
—¿Qué pasó? —preguntó Emmanuel.
—Yo todavía no lo entiendo —dijo Anton—. Superó bien lo del acosador, y luego, un día, se deshace de la melena y ya no quiere salir de paseo conmigo.
—¿Cuándo ocurrió ese cambio?
—En abril —Anton tiró el ladrillo estropeado a una carretilla—. Zweigman y su mujer estuvieron cuidando a Davida durante una enfermedad, y cuando salió, bueno, ya nada era igual que antes.
Abril. El mismo mes en el que el comisario Pretorius había descubierto que el tendero alemán era en realidad un cirujano cualificado. ¿Había revelado Zweigman el alcance de sus conocimientos médicos durante el tratamiento de la misteriosa enfermedad de Davida? Y si había sido así, ¿cómo se había enterado Willem Pretorius? El tímido pajarito mestizo era el único eslabón entre los dos hombres.
—Gracias por tu ayuda, Anton —dijo Emmanuel, que le tendió la mano para dar por terminado el interrogatorio informal—. Suerte con la limpieza.
Quería repasar las conexiones entre Willem Pretorius y Davida Ellis con Shabalala para poder aclarar las relaciones que había establecido en su mente. Primero, Donny Rooke había visto al comisario detrás de las casas de los mestizos la noche del asesinato. A continuación, Davida había aparecido en la cabaña de piedra. Además, Placeres celestiales había viajado de alguna forma del estudio de Zweigman a la habitación cerrada de Pretorius. Las piezas empezaban a encajar.
—Oficial —dijo Anton, que se mantuvo medio paso detrás de él—, lo de la abuela Mariah no iba en broma. Si le causo problemas a su nieta no me lo va a perdonar en la vida.
Emmanuel no sabía cómo decirle al mecánico que seguramente los problemas de Davida iban a ser mucho más graves y profundos que un rumor propagado por un ex novio. Si se demostraba que el tímido pajarito mestizo era el principal testigo del asesinato de un comisario de policía blanco, su nombre y su cara iban a ser conocidos en toda Sudáfrica.