14

El oscuro manto de la noche ya se había desplegado sobre Jacob’s Rest cuando Emmanuel volvió de Lorenzo Márquez. Aparcó delante de su habitación de la pensión Protea y sacó su dolorido cuerpo del asiento del conductor con cuidado. El Departamento de Seguridad estaba llevando a cabo una redada en otra zona del país, lo que por primera vez le daba libertad para utilizar su propio alojamiento sin miedo a una intrusión.

Fue cojeando hasta su habitación con la cartera de piel en las manos y abrió la puerta. Una vez dentro, encendió la luz y abrió el cajón de la mesilla de noche. Miró en el hueco vacío, pasando los dedos por todos los rincones con la esperanza de que alguna pastilla mágica se hubiera salido del envase.

El cajón estaba vacío y Emmanuel calculó que faltaba una media hora para que el intenso dolor que sentía en la pantorrilla le subiera hasta el hombro y después hasta la cabeza: media hora como máximo para ir arrastrándose por el camino kaffir hacia la humilde casita de ladrillos del doctor Zweigman.

Le aparecieron unas gotitas de sudor en el labio superior cuando se inclinó para sacar las fotos del primer sobre. El hombro herido protestaba por el movimiento y Emmanuel redujo a quince minutos el tiempo que faltaba para que su raciocinio dejara de funcionar.

Abrió el sobre y extendió las fotos numeradas del uno al cuatro. Aparecían las celdas, los despachos, la mesita con el té y las tazas, y la ventana del patio. Instantáneas inofensivas que podría haber hecho un entusiasta niño de doce años en una excursión de los Voortrekker Scouts. En las fotografías de la cinco a la diez salía el patio trasero de la comisaría. Un árbol. Una silla. El círculo de piedras que se usaba para la hoguera del braai.

Le asaltó una sensación de pánico. ¿Se había vuelto Ahmed tan insensible después de años de revelar pornografía dura que ya sólo le excitaban las imágenes de cosas normales y corrientes? Sintió un intenso deseo de abrir el paquete de fotos por la mitad, pero se resistió. Quizá dentro de la locura de Ahmed hubiera cierto orden.

Apoyó las fotografías once y doce y su suerte cambió. La número once era de una roca en el veld, al sol. En la número doce salía la misma roca, pero con una joven apoyada en ella, con los brazos morenos cruzados delante del torso. Estaba totalmente vestida. La imagen no tenía nada de especial, salvo por el hecho de que era una fotografía de una mujer mestiza sacada por un hombre blanco y porque a la mujer no se le veía la cara.

Emmanuel desplegó las demás fotografías del primer paquete en orden y las examinó una por una. Las instantáneas iban revelando el cuerpo de la mujer de forma tímida, casi adolescente; el fotógrafo era un principiante que había ido pidiendo un poquito más en cada foto. El traje de la mujer, un sencillo vestido de algodón hecho a medida para los picnics familiares y las reuniones de reavivación de la fe en la iglesia, tenía dos botones desabrochados más en cada foto, y las lustrosas curvas de los pechos, los muslos y las caderas se iban revelando gradualmente. A continuación desaparecía el sencillo atuendo. Las imágenes mostraban piel morena, luz del sol, oscuros pezones duros y vello púbico.

En la última fotografía del paquete, la número veinticinco, aparecía la mujer apoyada en la roca, aún sin mostrar el rostro, desnuda y con las piernas abiertas. La joven era una bella y luminosa invitación al placer.

Emmanuel examinó aquel striptease a cámara lenta. Entendía por qué a Ahmed le encantaban las fotografías: documentaban una pérdida de la inocencia más profunda que la de quitarse la ropa. Todas las instantáneas transmitían la sensación de que la mujer y el fotógrafo estaban avanzando lenta e inexorablemente hacia un lugar en el que ninguno de los dos había estado antes.

Como pruebas, las imágenes tenían mucho menos atractivo. No había un solo elemento en las fotografías que relacionara a Willem Pretorius con la misteriosa mujer. Cualquier persona con acceso a la comisaría de policía podía haber sacado las primeras fotos, y la única prueba de que el comisario afrikáner había sido quien había llevado los carretes a revelar era la palabra de Ahmed. Un pornógrafo musulmán con la piel oscura y medio árabe no era un testigo fiable en un tribunal sudafricano.

Abre el segundo sobre —el sargento mayor entró en la habitación en una oleada de dolor y ocupó su lugar al frente de la formación—. No vas a ir a por las pastillas hasta que no sepas qué tienes exactamente, amiguito.

Emmanuel abrió el sobre y sacó un nuevo montón de fotografías. Sintió un intenso dolor punzante en el hombro que se extendió por la espalda y le obligó a respirar por la boca.

Desplegó las cinco primeras fotos con las manos temblorosas. La misma mujer en un escenario distinto: un dormitorio con una gran cama de hierro forjado y cortinas con puntillas en la ventana. No era la cabaña de piedra, con su estrecha cama individual. La habitación de las fotografías era un espacio femenino, posiblemente el dormitorio de la propia mujer.

El cuerpo desnudo de la mujer es algo maravilloso, ¿verdad, soldado? —el escocés estaba anonadado—. Mira qué culo. Está tan prieto que podría lanzarle un chelín y rebotaría.

Emmanuel siguió pasando las fotografías, ahora más deprisa, mientras el dolor empezaba a subirle hacia el cuello. Faltaban cinco minutos para que la cabeza se le llenara de ruido de taladradoras. Las fotos fueron desfilando ante sus ojos en una sucesión borrosa de imágenes de pornografía dura. La mujer desnuda a cuatro patas, desnuda desde atrás, con las piernas abiertas y enseñando cada pliegue y cada detalle de su sexo rasurado.

Oh, sí, chico —el sargento mayor estaba encantado—. Después de la comida, el agua y el whisky, esto es lo que uno necesita para vivir. Justo lo que mandó el médico, ¿eh?

—A menos que consiga encontrar una conexión entre estas fotos y Willem Pretorius —dijo Emmanuel en voz alta—, los del Departamento de Seguridad las van a tirar a la basura por no guardar ninguna relación con el caso. El porno y los infiltrados comunistas no casan.

No tan deprisa. Te estás perdiendo todo lo bueno, chico. ¿No puedes pararte un momento a disfrutar de tu trabajo? Mira la última.

Emmanuel cogió la foto. La mujer yacía desnuda en la cama deshecha, con las caderas levantadas y la mano hundida entre las piernas. Volvió atrás y examinó la foto anterior, en la que la mujer aparecía tumbada de costado con su larga melena oscura tapándole la cara. Se había introducido un nuevo detalle y había estado a punto de no verlo. En el cuello de la mujer había un colgante, una flor abierta con un pequeño diamante en el centro.

Qué preciosidad —susurró el sargento mayor—. Me gusta.

—¿El colgante o lo que hay debajo?

Las dos cosas. Las joyas en el cuerpo de una mujer desnuda son algo sagrado, amigo mío.

—Dirías lo mismo si llevara una llave inglesa en el cuello —dijo Emmanuel.

El montón de fotografías fue disminuyendo de tamaño hasta desaparecer y Emmanuel puso las dos últimas en la cama. La identidad de la mujer iba a seguir siendo un misterio. La delgada cintura descartaba a Tottie, y la larga melena y el atrevimiento físico del cuerpo de la mujer hacían de Davida Ellis una sospechosa poco probable. ¿Era la modelo del comisario alguien de una granja o aldea de los alrededores?

Emmanuel apoyó la última fotografía y sintió cómo le atrapaba su poder magnético.

—Vaya, vaya —dijo. El dolor abandonó su cuerpo y su lugar fue ocupado por una sensación impenetrable de bienestar. Quizá sí que fuera a ganar la guerra después de todo.

¿Qué coño lleva a un hombre a hacer una cosa tan… obscena? —soltó el sargento mayor.

Emmanuel se secó el sudor de la frente y examinó la última fotografía. Aparecía un hombre desnudo tumbado en la cama deshecha tapándose los ojos con el antebrazo, imitando en broma los esfuerzos de la mujer para ocultar su identidad. Se cubría las caderas con una sábana arrugada, muy baja, por la que asomaba una pequeña franja de vello púbico rubio e hirsuto. La forma definida de su pene erecto se marcaba contra la sábana de algodón, prueba de que estaba listo para continuar, pese a que la sonrisa de su boca indicara que ya había pasado un buen rato subiendo al séptimo cielo a embestidas.

¡Por Dios! —la imagen había violentado al duro sargento mayor—. No está bien que un hombre se exhiba así.

—Ella le pidió que posara. Y él dijo que sí.

¿Lo hizo para complacerla a ella?

—Sí.

Bueno… —el escocés se paró a pensar unos instantes—. Un hombre haría casi cualquier cosa por un polvo.

—No es solamente eso —dijo Emmanuel mientras pasaba el dedo por la nariz rota y el original reloj con la esfera de oro que identificaban claramente a esa masa de virilidad afrikáner como un tal comisario Willem Pretorius, guardián de la moralidad del pueblo de Jacob’s Rest y entusiasta fotógrafo amateur. El polvo, como había sugerido el sargento mayor, era tan sólo parte de la razón de aquel escandaloso acto de exhibicionismo. Willem Pretorius había puesto en peligro su vida al posar ante la cámara—. A él le encanta que ella le esté mirando, que esté viendo quién es realmente. Fíjate en la expresión de su cara. No es el comisario Willem Pretorius, defensor del pacto sagrado con el Señor. Es un hombre malo que se ha pasado la tarde haciéndole cosas malas a una mujer considerada impura por su tribu, y joder, no podría estar más feliz.

A lo mejor lo hizo por amor.

—Lo dudo —dijo Emmanuel. La sensación de bienestar, parecida a la producida por la morfina, empezó a desvanecerse y el dolor le subió hasta la mandíbula—. Cuarenta y tantas fotos de ella haciendo todo lo imaginable para darle placer a él y una foto de él con cara de ser el rey del mundo. Lo que le encantaba era ser el induna blanco.

El colgante costó lo suyo.

—Una baratija —dijo Emmanuel mientras empezaba a guardar las fotos. Sus pensamientos habían dado un giro hacia un lugar oscuro—. Un seguro para ganarse su lealtad. ¿De verdad crees que la habría defendido si eso hubiera afectado a su familia afrikáner perfecta? La habría metido en un autobús a Suazilandia con diez libras en el bolsillo o a dos metros bajo tierra sin nada.

¿Por qué narices estás tan enfadado? Yo solamente me refería a que le hizo regalos y se aseguró de que nadie supiera quién era ella. La protegió, ¿no?

—Se protegió a sí mismo —contestó Emmanuel, que volvió a meter las fotos en la cartera de piel lo más rápido que pudo sin estropearlas. Necesitaba las pastillas. Necesitaba algo que le impidiera ir renqueando hasta la casa del comisario y estamparle aquel festín de pornografía dura a la señora Pretorius en su nívea cara.

No vas a hacer eso —le advirtió el sargento mayor—. El viejo judío te curará y mañana a primera hora le enviarás todo esto a Van Niekerk por correo urgente. Esta mierda te va a salvar la vida, soldado.

El sargento mayor tenía razón, pero eso no hizo disminuir la rabia que sentía. Había sido la última foto. La cara de satisfacción de Willem Pretorius le había provocado una ira incomprensible. Emmanuel casi podía oír la insistente voz de la mujer intentando convencer al holandés desnudo para que sonriera a la cámara después de que ella le colocara la sábana justo así.

Emmanuel cerró la cartera. Él tenía que soñar con una mujer en una bodega quemada mientras Pretorius tenía una de verdad. La rabia se agudizó con la aparición de otro sentimiento. Se paró en seco. Sentía unos celos feroces y desmedidos del comisario y de la mujer que se habían pasado la tarde follando y después habían compartido una arriesgada broma.

El dolor le empujó hacia al camino kaffir, en dirección al viejo judío y a su raído maletín de médico.

Emmanuel llamó a la puerta por tercera vez y esperó. Eran las 22:35 y Jacob’s Rest era un pueblo pequeño: los vecinos se habían encerrado en casa para pasar la noche y Zweigman iba a tardar un poco en abrir.

—¿Sí? —preguntó el alemán desde el otro lado de la puerta.

—Soy el oficial Cooper. Vengo por un asunto personal.

La cerradura doble se abrió con un chasquido y Zweigman asomó la cabeza. Tenía el pelo blanco revuelto, como si se acabara de levantar, disparado hacia arriba formando extraños ángulos, pero sus ojos marrones estaban despiertos y atentos. Llevaba un pijama de algodón de color liso debajo de una estropeada bata con un cuello de terciopelo apolillado.

—Está usted herido —dijo Zweigman—. Venga por aquí.

Señaló una puerta situada inmediatamente a su derecha y Emmanuel arrastró su dolorido cuerpo hasta una habitación en la que apenas cabían el sofá y el sillón de cuero colocados en el centro. En una mesa auxiliar había un gramófono y una pila de discos en fundas de papel, pero lo que dominaba la habitación eran los libros. Llenaban las paredes y se peleaban por el espacio en los rincones y a los lados del sofá. Había más libros de los que podrían leerse en toda una vida.

Zweigman recogió un periódico viejo del sillón de cuero y lo tiró a un lado, sin preocuparse de dónde aterrizaba.

—Veamos qué lesiones tiene —dijo.

Emmanuel se hundió en el sillón de agrietado cuero y estiró la pierna herida con esfuerzo.

—Sólo daños menores. Nada que no puedan curar unos calmantes.

—Eso me corresponde decidirlo a mí —dijo Zweigman mientras le levantaba con delicadeza la pernera rota para examinar la herida. Dejó escapar un ruidito de satisfacción—. Los calmantes le aliviarán, pero la herida es profunda y hay que limpiarla y coserla. ¿Me permite verle el hombro, por favor?

Emmanuel no le preguntó al alemán cómo sabía lo del otro souvenir que había recibido del vigilante de Lorenzo Márquez. Pese a sus circunstancias actuales, Zweigman era incapaz de desprenderse del manto de superioridad intelectual que llevaba colgado de sus hombros encorvados. En una vida anterior había infundido respeto y Emmanuel imaginó que alguna vez el buen médico había puesto sus conocimientos al servicio de familias rodeadas de lujo en habitaciones con muebles encerados.

Emmanuel tenía la camisa a medio desabrochar cuando llamaron a la puerta con unos suaves golpecitos que, al no recibir una contestación inmediata, enseguida se convirtieron en un aporreamiento frenético.

Liebchen? —dijo la mujer con la voz áspera por el llanto—. Liebchen?

—No se mueva, por favor —dijo Zweigman, que se acercó a la puerta y la abrió con suavidad. Lilliana Zweigman entró en la habitación dando un traspié, vestida con una bata de seda de un tono pálido con decenas de mariposas violetas en vuelo bordadas. Extendió las manos y palpó la cara y los hombros de su marido como un médico de campaña en busca de lesiones ocultas.

—Tenemos visita —dijo Zweigman, que no dio muestras de que el comportamiento de su mujer fuera en modo alguno inusual—. ¿Serías tan amable de prepararnos un té para servirlo con tus deliciosas galletas de mantequilla?

—¿Es…? —balbució Lilliana—. ¿Viene a…?

—No, no es eso. El oficial es aficionado a la lectura y estábamos charlando sobre nuestros autores favoritos, ¿verdad, oficial?

—Sí —dijo Emmanuel cogiendo el libro que tenía más cerca y sosteniéndolo en alto. Su hombro dio un grito de protesta pero él no dejó que se notara—. Quería que me prestara este libro durante unos días.

—Ah… —contestó Lilliana, que se iluminó como la chispa de un soldador ahora que había pasado el peligro—. Sí, claro. Voy a preparar el té.

La mujer salió de la habitación como una pluma y Emmanuel se quedó maravillado ante la capacidad de la mente humana para amoldar la realidad a su voluntad. Estaba sentado en casa de Zweigman con unos pantalones manchados de sangre, una camisa desabrochada y una Guía de hongos y esporas en la mano, y Lilliana había querido creer que era una visita de placer.

—El hombro —continuó Zweigman como si no los hubieran interrumpido—. Déjeme verlo, por favor.

Emmanuel se quitó la camisa lentamente y un intenso dolor le recorrió los músculos. El vigilante podría decirle al señor Fernández, la foca marina portuguesa, que había hecho sufrir al ladrón.

—Una nueva contusión sobre una antigua herida de bala. No voy a preguntarle cómo ha acabado con unas lesiones tan agresivas —dijo Zweigman mientras apretaba con los dedos la zona de alrededor del moratón—. Árnica para reducir la hinchazón y calmantes para quitarle el dolor. La naturaleza hará el resto a su ritmo.

El médico encontró su maletín de cuero en medio del caos, lo abrió y revolvió en el interior. Sacó un frasco de pastillas y se echó cuatro en la palma de la mano.

—Tómeselas con el té —le ordenó Zweigman antes de rebuscar en el maletín y sacar un bote de crema—. Échese esto en el hombro mientras yo preparo la palangana y esterilizo una aguja del costurero de mi mujer.

Emmanuel metió los dedos en el bote y se extendió la pomada sobre el hombro mientras el médico salía de la habitación. Zweigman tenía razón. La porra había resucitado el dolor de su antigua lesión.

El médico volvió a entrar y puso la palangana al lado del gramófono. Se movía con tanta seguridad que Emmanuel volvió a preguntarse por qué el viejo judío y su mujer habían acabado en Jacob’s Rest.

—¿Cómo sabía el comisario que usted era médico? —preguntó.

El alemán humedeció un paño en la palangana y empezó a limpiar el corte.

—Ya me lo preguntó y le dije que no lo sé.

—Se enteró por algo que pasó en abril. ¿Qué fue lo que ocurrió?

—No recuerdo tal incidente, oficial —dijo Zweigman, que alargó la mano para coger unas pinzas y empezó a hurgar en el corte—. Por favor, no se mueva, he encontrado la causa de sus molestias. Aquí está —dijo levantando las pinzas y enseñándole un pedazo de cristal transparente—. Una vez más, no voy a preguntarle cómo se ha hecho esto.

—Muy amable por su parte, pero no puedo devolverle el favor.

El médico no respondió al comentario y se puso a preparar el equipo de sutura. En algún momento de su caída en desgracia, el alemán había aprendido a mantener la boca cerrada. No iba a darle ninguna información voluntariamente.

—¿Con cuál de las mujeres mestizas tenía una relación estrecha el comisario? —preguntó Emmanuel sin rodeos.

—¿Estrecha? —dijo Zweigman, que ofreció una imitación de primera de un inmigrante pobre que oye hablar inglés por primera vez—. ¿Qué quiere decir eso, oficial?

—Quiere decir lo suficientemente estrecha para meterle la lengua por la oreja y por unos cuantos sitios más —contestó Emmanuel, haciendo sonrojarse al médico.

Zweigman permaneció callado unos instantes.

—Si repite esa acusación fuera de esta habitación, incluso en broma —le advirtió—, va a hacer falta un equipo de cirujanos para reconstruirle y no tengo claro que vayan a conseguirlo.

—¿Era una de las mujeres de su tienda? —preguntó Emmanuel mientras el alemán enhebraba una aguja y hacía un nudo en el hilo quirúrgico. Tenía las manos firmes, pero la cabeza estaba inclinada de una forma peculiar, como si estuviera intentando alejarse lo máximo posible de la conversación—. ¿Tottie?, ¿o quizá Davida?

—Me temo que no puedo ayudarle —dijo Zweigman al tiempo que cerraba el corte. Suturó la carne con la destreza y la rapidez de un cirujano acostumbrado a coser heridas mucho más profundas. Emmanuel estaba seguro de que el viejo judío sabía más de lo que decía, pero, a diferencia del Departamento de Seguridad, él prefería que las confesiones fueran voluntarias.

—¿Sabe lo que es extraño? —le dijo a Zweigman cuando el hilo estuvo atado y el escozor de la piel había disminuido—. No me ha dicho que estuviera equivocado sobre el comisario. La sugerencia de que un policía blanco decente pudiera andar con una chica mestiza no ha provocado ninguna reacción en usted. Ni sorpresa. Ni nada.

Zweigman volvió a guardarlo todo cuidadosamente en el costurero de su mujer. Parecía viejo y agotado, como si llevara un gran peso sobre los hombros.

—Somos hombres de mundo, oficial. Hemos vivido una guerra y hemos visto ciudades en llamas. ¿De verdad un affaire va a conseguir que usted o yo nos escandalicemos?

—Puede que no. Pero el resto del pueblo y del país lo verá de otra forma. La Ley de Inmoralidad es la legislación vigente, y el hecho de que fuera infringida por un policía va a escandalizar a mucha gente.

—La Ley de Inmoralidad —dijo Zweigman con desdén—. Las fuerzas de la naturaleza son más poderosas que cualquier ley creada por los hombres.

La puerta del salón-biblioteca se abrió y Lilliana Zweigman entró de espaldas en la habitación sujetando una bandeja con una tetera, tazas y un plato de galletas de mantequilla con forma de copos de nieve.

—Aquí —dijo Zweigman cogiendo la bandeja a su mujer y apoyándola en el ancho brazo del sofá—. Eres un encanto, liebchen, una auténtica maravilla. Te mereces un descanso. ¿Por qué no vuelves a la cama mientras nosotros hablamos?

Lilliana no se movió. Había algo en la presencia del policía en su casa que no le olía del todo bien.

Por favor, sírvase té y coja una de las galletas de mi mujer.

Emmanuel mordió la pasta de color amarillo pálido, de forma plana y espolvoreada con azúcar. Estaba deliciosa y llevaba horas sin comer. Se terminó la galleta en dos mordiscos y alargó la mano para coger otra.

—¿Lo ves? —dijo Zweigman poniendo la mano sobre el brazo de su mujer—, sigues conservando tu toque. Seguro que a nuestro invitado le gustará llevarse una pequeña lata con tus galletas.

—Sí —dijo Lilliana mientras volvía a dirigirse lentamente a la puerta—, voy a guardarle unas cuantas en la lata de las rosas rojas.

—La elección perfecta —contestó el médico, que cerró la puerta con delicadeza cuando salió su mujer—. Le ruego que disculpe a mi esposa, oficial. No se siente cómoda en presencia de los miembros de la policía.

—No se preocupe —contestó Emmanuel antes de tomarse los calmantes con un trago de té.

Zweigman se sentó y apoyó su taza en la rodilla. El médico parecía estar envuelto en una plétora de pesares del pasado, y su melancolía tendió la mano a Emmanuel y le abrazó como una vieja amiga. Hombres de mundo, así los había llamado Zweigman. Hombres formados por la guerra y la crueldad…, y los favores inesperados.

Emmanuel cogió un libro para romper el ambiente macabro y pasó las yemas de los dedos por la suave cubierta de piel de becerro. El título La ciudad del pecado estaba grabado en el lomo. Tenía el mismo tamaño y diseño que Placeres celestiales, el fino volumen que había encontrado guardado bajo llave en el santuario del comisario. En un pueblo del tamaño de Jacob’s Rest, el libro erótico sólo podía haber salido de aquella habitación.

—¿Se llevó prestado Pretorius alguno de estos libros?

—Nunca tuve el honor de recibir tal petición —dijo Zweigman—. Creo que la Biblia era su libro de cabecera.

—¿Presta usted libros aquí?

—Todo el mundo es bienvenido, oficial.

Emmanuel suspiró con frustración.

—No me va a dar nombres concretos, me imagino, ni ninguna pista sobre quién se llevó prestado un libro llamado Placeres celestiales.

—No recuerdo ese libro en particular ni tengo idea de quién podría haber querido leerlo.

Emmanuel se terminó el té y apoyó las manos para levantarse de los profundos pliegues del sillón de cuero. Los calmantes le corrían por la sangre y se encontraba perfectamente.

—Cuando el agente Shabalala se calla alguna cosa, sé que es para proteger al comisario Pretorius. ¿A quién protege usted, doctor?

—A mí mismo —respondió Zweigman sin vacilar—. Es todo para proteger a mi alma de más arranques de culpa y de acusaciones.

—Esperaba algo tan simple como un nombre —dijo Emmanuel mientras se daba la vuelta para marcharse. Necesitaba dormir. Al día siguiente tenía que intentar identificar a la mujer de las fotos y confiar en que ella le condujera al hombre que había robado las pruebas de la cabaña.

—Oficial —dijo Zweigman tendiéndole el bote de pomada—, échese esto en el hombro dejando pasar entre dos y cuatro horas entre una aplicación y la siguiente. Ayudará a reducir la hinchazón.

—Gracias. También necesito más calmantes. No me quedan.

Los ojos castaños de Zweigman estudiaron atentamente al policía herido antes de contestar.

—Recibió una ración para tres semanas hace unos días. ¿Qué ha pasado con el resto?

—Se han acabado —dijo Emmanuel, consciente de cómo debía de sonarle aquello a un profesional de la medicina—. Normalmente no los gasto tan rápido.

—¿Qué le ha hecho aumentar la dosis?

La voz del sargento mayor y el recuerdo de ir corriendo a través del humo de las hogueras de leña no eran cosas que estuviera dispuesto a compartir con nadie, ni siquiera con un cirujano altamente cualificado. El pueblo de Jacob’s Rest abría todas las jaulas que él normalmente mantenía cerradas y no entendía por qué.

Zweigman se acercó a su maletín y volvió con un frasco de pastillas blancas lleno hasta la mitad.

—Esto es para el dolor físico. No le aliviará el dolor que siente en el corazón o en la mente. Ese dolor sólo se cura sintiéndolo.

—¿Y si el dolor es tan fuerte que no se puede soportar? —preguntó Emmanuel. En la unidad de psiquiatría del ejército eran unos fanáticos de la eliminación del dolor con medicación: su objetivo era conseguir que el paciente no sintiera nada que le impidiera volver al servicio activo. Si se estaba lo suficientemente sano como para apretar el gatillo, se estaba lo suficientemente sano para volver a los campos de matanza.

—Entonces se volverá loco —dijo Zweigman sonriendo—. O se transformará en una persona nueva, en alguien que ni siquiera usted reconocerá.

—¿Eso es lo que ha hecho usted?, ¿transformarse?

—No —contestó el viejo judío, que parecía de los tiempos de la piedra de Jerusalén—. Yo me limito a esconderme de la persona que era antes. Un final triste y cobarde acorde con el resto de mi vida.

—Usted salió en defensa de Anton. Protege a su esposa y a las mujeres a su cuidado. ¿Qué tiene eso de triste y cobarde?

—Son intentos desesperados de mantener el pasado a raya —dijo Zweigman mientras abría la puerta principal y dejaba entrar un poco de aire fresco—. Venga a la tienda mañana. Le miraré las heridas y le daré la lata con las galletas de mi mujer. Parece que se ha entretenido.

Desde el fondo de la casa llegaron unos suaves sollozos y Emmanuel salió a la calle, donde le recibió el soñoliento abrazo de Jacob’s Rest.

—Gracias —dijo antes de dirigirse cojeando a la puerta del jardín. Tenía la sensación de que el refugiado alemán y su mujer habían huido del pasado para acabar descubriendo que se lo habían llevado con ellos a un rincón remoto del sur de África.

Zweigman observó al policía herido escabullirse en la oscuridad y después corrió a la cocina encajonada al fondo de la pequeña casa de ladrillos. Su mujer estaba de pie junto a la mesa, con la lata de galletas de mantequilla fuertemente agarrada contra el pecho.

—Ese hombre va a quitarnos las cosas que amamos.

—No, liebchen —contestó Zweigman. Intentó quitarle de las manos la lata con el dibujo de las rosas pero comprobó que no había forma de que su mujer la soltara. Le tocó la mejilla—. Te prometo que eso no nos va a volver a pasar.

Emmanuel había recorrido la mitad del trayecto hasta la pensión Protea cuando empezó a oír a alguien que cantaba. Era una canción popular, interpretada de una forma que la hacía casi irreconocible por una voz aguda que se quebraba cada cinco palabras y volvía a empezar como un disco rayado. Localizó al ebrio pajarito cantor detrás de la iglesia de los mestizos.

—Hansie —Emmanuel saludó a la figura tambaleante—, ¿qué haces aquí?

—Buenas, oficial —contestó el joven policía mientras le mostraba triunfalmente dos botellas de whisky—. ¿Lo ve? Louis decía que no me las iba a dar, pero me las ha dado cuando ha visto el uniforme. Mi uniforme.

—¿Tiny te ha dado esas botellas?

Una de las dos ya estaba medio vacía. Hansie se lo estaba pasando en grande.

—A Louis no se las da, pero a mí sí, por el uniforme.

—¿Adónde vas con las botellas, Hansie?

—Louis se ha apostado conmigo que no iba a poder, pero lo he conseguido —dijo Hansie dándose golpes en el pecho—. Porque soy policía y la gente respeta a la policía.

—¿Vas de vuelta a casa de Louis?

—Al cobertizo —contestó el muchacho, que miró hacia el oscuro veld entrecerrando los ojos y dio una vuelta sin demasiado equilibrio—. Louis me ha dicho que siguiera el camino kaffir, pero no sé… por dónde…, ¿por dónde se vuelve?

Emmanuel le pasó el brazo por encima de los hombros a Hansie. Tenía interés en saber cómo había convencido el león de Dios a su amigo para que consiguiera sacarle el alcohol a un comerciante mestizo.

—Yo te llevo —dijo mientras dirigía a Hansie hacia las casas de los mestizos para tener más tiempo de «interrogarle»—. ¿Por qué no ha ido Louis a por las botellas? Él conoce el camino kaffir mejor que tú, ¿no?

—Mire —dijo Hansie enseñándole las botellas—. Las he conseguido. Yo.

—Buen trabajo —contestó Emmanuel, que cambió de táctica—: ¿Normalmente va Louis a buscar las botellas?

Ja. Pero esta vez me ha mandado a mí.

—¿Por qué?

Le estaba costando controlarse para no pegarle un guantazo al estúpido agente para que espabilara.

—Ha ido él, pero Tiny le ha dicho que no, que ni hablar.

—¿Por qué?

—El comisario descubrió lo del alcohol. Mandó a Louis a una granja en el Drakensberg…, muy lejos, en las montañas.

Hansie soltó un fuerte eructo que resonó por el veld desierto. Delante de ellos, la oscuridad quedaba interrumpida por la luz del cobertizo del comisario.

—Ahí está el cobertizo. Entra, pero no le digas a nadie que me has visto, ¿entendido?

Ja.

El afrikáner ebrio echó a andar dando bandazos, ansioso por enseñar su botín. Emmanuel agarró a Hansie, le dio la vuelta para tenerlo de frente y le dirigió una mirada severa, como la de un director de colegio a punto de propinar una buena tunda con la palmeta.

—Olvídate de que me has visto. Es una orden, Hepple.

—Sí, señor, oficial, señor.

Emmanuel mandó a Hansie hacia la luz con un suave empujón. El embriagado muchacho se acercó a la puerta abierta dando traspiés y sujetando las botellas en alto como un héroe victorioso. Al entrar en el cobertizo, fue recibido con una ovación. Louis no era el único que estaba esperando a que empezara a correr el whisky.

Desde la puerta abierta del cobertizo, Emmanuel se arriesgó a echar una mirada rápida al interior. Hansie, Louis y dos adolescentes con pecas en la nariz estaban sentados en una manta con manchas de aceite pasándose la botella de whisky medio vacía. La segunda botella de ámbar, ya destapada, estaba preparada en el centro del círculo.

—Eh, Hansie —dijo un muchacho con un hueco del tamaño de un túnel ferroviario entre los dientes delanteros antes de dar un trago—, dice Louis que la hija de Botha no es la chica más guapa de la región. Dice que las ha visto mejores.

—¿Quiénes? —contestó Hansie, estupefacto—. ¿Quién puede haber que sea mejor que ella? Ninguna.

—Mis gustos son distintos de los vuestros —dijo Louis apartándose de la frente el pelo rubio despeinado—. Recordad que, por muy recatadas que aparenten ser las mujeres, por muy tímidas y puras que sean en apariencia, son la razón por la que Adán cayó en el pecado.

—¡Eso es justo lo que espero que pase, hombre! —contestó Hansie.

La respuesta del policía provocó un estallido de risas que siguió oyéndose mientras Emmanuel se escabullía por el veld. No le hacía falta quedarse allí más tiempo para saber cómo continuaría la velada. Hablarían de chicas, reales e inventadas, y entonces alguien, muy probablemente Hansie, mentiría y contaría que había perdido la virginidad. Seguirían hablando de chicas, de coches y del próximo gran baile. Y durante todo el tiempo, Louis, el león dormido de Dios, y Louis, el delincuente juvenil, lucharían por la supremacía.