13

Eran las doce y cuarto del mediodía cuando Emmanuel aparcó el Packard en el paseo marítimo de Lorenzo Márquez. Las tranquilas aguas de la bahía Delagoa lamían la arena y las gaviotas revoloteaban en el cielo. Había turistas con la piel de todas las tonalidades caminando por el paseo, las mujeres con vestidos de algodón de colores vivos y los hombres con pantalones cortos de dril y camisas de sport con el cuello abierto.

Emmanuel tomó una profunda bocanada de aire fresco y salado. Era agradable estar al sol y saber que el Departamento de Seguridad y los hermanos Pretorius se encontraban en otro país. Cruzó la ancha avenida hacia el mar. La marea estaba alta. Los pescadores estaban metiendo sus redes en el agua y los dhows de bajo calado de estilo árabe se deslizaban por el horizonte apenas rozando el agua. Hacia el sur se levantaba un largo embarcadero de madera con barcas amarradas.

Un grupo de pescadores con las caras coloradas estaba cargando provisiones a bordo de un ancho arrastrero para una excursión de pesca en alta mar. El embarcadero era el lugar obvio para encontrar un guía que le llevara al estudio fotográfico a cambio de algo de dinero.

Samosas calientes, helados… —oyó a los vendedores anunciar sus mercancías mientras avanzaba junto a la playa. Un artista callejero de piel cetrina entretenía a un grupo de turistas lanzando cacahuetes al aire para un mono atado a una cuerda deshilachada. La entrada al embarcadero estaba abarrotada de carteles caseros que anunciaban visitas a las islas y barcos de pesca para alquilar. Había un letrero que destacaba entre los demás. Anunciaba la isla de Santa Lucía. Detrás del cartel estaba amarrado un elegante velero de madera, un himno a la artesanía costosa y tradicional. En la popa tenía escrito Saint Lucia Lady.

Baas…, senhor…, mister

Un grupo de niños de piel morena esperaba la oportunidad de sacarles las monedas de los bolsillos a los turistas. Un muchacho con las piernas largas y delgadas se le acercó corriendo.

—¿Gambas, cerveza, pollo al piri-piri? Yo le consigo al baas lo que quiera, sea lo que sea —dijo el muchacho. El final de la frase fue acompañado de un guiño teatral y una sonrisa que dejó ver una dentadura con dos dientes de menos. El niño tenía unos siete años y ya estaba familiarizado con los hombres blancos en busca de placeres ilícitos.

Emmanuel se sacó del bolsillo el nombre del estudio fotográfico y lo leyó en voz alta. Lo más probable era que aquel pequeño guía con las piernas como palillos y con tanto mundo no supiera leer ni escribir. La calle era su escuela.

—Estudio fotográfico Carlos Fernández, ¿conoces ese sitio?

El chico contestó:

—Conozco todos los sitios de Lorenzo Márquez. Le llevo por sólo cincuenta peniques, baas.

Emmanuel le dio veinticinco peniques al niño.

—La mitad, ahora; el resto, cuando lleguemos al estudio. ¿De acuerdo?

—Venga conmigo.

El niño le llevó por el paseo marítimo, donde pasaron por delante de todo un despliegue de vendedores de helados, mazorcas de maíz a la parrilla y baratijas. Las calles bullían de vida y Emmanuel se relajó por primera vez desde que había encontrado al comisario Pretorius flotando en el río.

—Avanzaron por una gran avenida bordeada de flamboyanes y jacarandas que crecían sin control y, a continuación, por el borde de un mercado al aire libre en el que vendían frutas y pescado. Más adelante, el pequeño guía giró a la izquierda y después, enseguida, a la derecha, antes de detenerse delante de un edificio anodino en el que no ponía el número de la calle ni ningún nombre que sirviera para identificar el negocio. El escaparate, donde había expuesta una cámara de cajón antigua delante de una cortina de terciopelo azul llena de polvo, era lo único que daba alguna pista sobre la actividad del edificio.

Emmanuel le dio el resto del dinero a su guía y abrió la puerta del estudio. Un corpulento portugués que lucía una grasienta mata de pelo con la que se tapaba la calva y media docena de cadenas de oro gruesas como neumáticos en el cuello estaba sentado detrás del bajo mostrador de madera. Sonrió y dejó ver una dentadura llena de empastes dorados y plateados.

—¿Puedo ayudarle?

La voz sonó como si el hombre gordo y grasiento tuviera la tráquea llena de gravilla.

—Vengo a buscar lo de Willem Pretorius —dijo Emmanuel—. Le han detenido y no puede venir a recoger lo de este mes.

El hombre se pasó la mano por los temblorosos pliegues que formaba su cuello e hizo como si pensara.

—¿Pretorius? No recuerdo ese nombre.

—Éste es el estudio fotográfico Fernández, ¿no?

Emmanuel mantuvo la calma y siguió presionando.

—Sí, claro. Pero sigo sin acordarme del hombre del pedido que viene a recoger.

—Es un tipo grande, con la nariz rota y el pelo corto y rubio.

El hombre que Emmanuel supuso que era Fernández se llevó la mano a las cadenas de oro que le colgaban del cuello. Llevaba la camisa de seda verde lo suficientemente abierta para que se viera su amplio escote.

—No —dijo negando con la cabeza—, no recuerdo a ese hombre.

—A lo mejor se acuerda alguna otra persona que trabaje aquí. Me juego la vida si vuelvo a Sudáfrica sin su pedido, y ésta es la dirección que me ha dado.

—Ahmed —croó con fuerza la rana toro portuguesa—. ¡Ahmed!

Un hombre enjuto con el pelo negro y unos ojos inquietos de cría de foca salió disparado de la trastienda y se quedó al lado del señor Fernández. Parecía una mezcla de árabe y africano negro y llevaba una bata blanca de laboratorio; olía a productos químicos y a sudor. Llevaba un casquete de ganchillo sujeto a la cabeza con cuatro enormes horquillas.

—Ahmed, este caballero está buscando un pedido de un tal…

Fernández hizo una pausa dramática y miró a Emmanuel en busca de ayuda.

—Willem Pretorius. Un hombre grande con la nariz rota —Emmanuel le repitió la descripción a Ahmed, cuya atención iba saltando de un objeto a otro de la habitación sin detenerse en nada en particular.

—Señor Fernández —dijo Ahmed, tocando suavemente el hombro a su jefe con unos dedos llenos de manchas amarillas mientras esperaba pacientemente a que le hiciera caso.

Fernández giró pesadamente su enorme mole en sentido contrario a las agujas del reloj y miró fijamente a su empleado.

—Contesta a la pregunta de este caballero para que se convenza de que se ha equivocado de sitio.

—Las samosas. Rose ha traído las samosas y el café. Todavía están calientes.

El obeso hombre, animado por la perspectiva de la comida frita y la cafeína, se incorporó en la silla con gran esfuerzo y se puso de pie dificultosamente.

—Siento que no hayamos podido ayudarle a localizar el pedido de su amigo, pero ahora vamos a cerrar el estudio para celebrar que es mi santo. Ahmed, acompaña al caballero a la puerta y echa el cierre cuando salga.

—Por supuesto, señor Fernández —dijo el empleado del laboratorio, que fue corriendo a la puerta de la tienda y la abrió con un gesto ceremonioso—. Por aquí, por favor.

Emmanuel repasó las alternativas que tenía y llegó a la conclusión de que la única que le quedaba era marcharse y regresar cuando el grueso señor Fernández estuviera alimentado y descansado. Cuando estaba saliendo por la puerta, Ahmed se acercó a él.

—Tiene usted que ir a bañarse y después a tomarse un helado —le dijo en un aparte el dependiente, susurrando con fuerza—. A las cinco en punto tiene que ir al café Lisboa. Yo también estaré allí a esa hora.

—¿A las cinco en el café Lisboa?

—Sí. Si llego tarde, quizá le apetezca pedir el pescado al curry. Está muy bueno.

La puerta se cerró tras él y Emmanuel vio que su pequeño guía le estaba esperando calle arriba. El muchacho se le acercó corriendo.

—Necesito comprar un bañador —dijo Emmanuel—, ¿conoces algún sitio?

—Por supuesto —respondió el muchacho—. Pero primero le voy a llevar a un sitio para que cambie su dinero. Le conseguiré el mejor cambio, baas. Después le llevaré a comprar el bañador. En esa tienda le conseguiré el mejor precio.

—De acuerdo —dijo Emmanuel—. ¿Puedes llevarme al café Lisboa a las cinco en punto?

—Sí, puedo hacer eso por el baas —contestó el guía—. Cuando esté allí, tiene que tomar el pescado al curry. Es el mejor de Lorenzo Márquez.

El dependiente del estudio fotográfico entró en el café e hizo una rápida comprobación de la clientela. Llevaba en las manos una cartera fina de piel firmemente agarrada. Emmanuel levantó la mano para saludarle y Ahmed se acercó a la mesa.

—Señor Hombre Blanco Curioso —dijo el dependiente mientras se sentaba a su lado y colocaba su silla mirando hacia la puerta—. Yo, Ahmed Said, he decidido que tengo que hablar con usted.

—¿Sobre qué?

—Sobre las fotos, claro —contestó el dependiente, que se sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta y se secó la frente. Estaba sudando como un pollo—. Pero antes, creo que tiene que invitarme a una copa. Un whisky doble, si es tan amable.

Emmanuel señaló con la cabeza el gorro tejido que cubría la reluciente cabeza de Ahmed.

—Pensaba que tu religión no te permitía beber.

—Así es —contestó Ahmed sin ninguna acritud—. Pero yo soy muy mal musulmán, que es por lo que he venido a hablar con usted de las fotos de ese policía. Le contaré todo lo que sé en cuanto no tenga la garganta tan seca.

—Un whisky doble y un café cargado —pidió Emmanuel a un camarero que pasaba por la mesa antes de volverse hacia su informante—. ¿Cómo sabes que el hombre por el que he preguntado era policía?

—Vamos, ¿qué iba a ser si no? Hasta sus pantalones cortos caquis eran de pinzas, como un uniforme.

—¿Siempre eres tan observador con los clientes que entran al estudio?

—Sólo con los que preguntan por mí por mi nombre. Son los que están dispuestos a pagar al señor Fernández por mi servicio especial.

Emmanuel pagó al camarero y esperó a que se fuera a otra mesa antes de seguir hablando.

—¿Por revelar fotos pornográficas?

—Fotografías artísticas —le corrigió Ahmed con una sonrisa—. El cliente tiene que pedir expresamente que Ahmed le revele unas fotos artísticas; si no, no tocamos el carrete.

—¿Sabía el policía lo que tenía que pedir?

—Desde luego —contestó Ahmed, que daba sorbitos a su vaso de whisky como una anciana soltera—. Al principio pensé que igual nos estaba espiando, intentando conseguir pruebas para cerrarnos la tienda, así que le dije que ya no aceptaba encargos de fotos artísticas.

—¿Y entonces?

—Aquel tipo estaba tan tranquilo. La mayoría de los hombres sudan, como yo ahora, por miedo a que los cojan con las manos en la masa, pero él no. Él me miró directamente a los ojos y me dijo: «No te preocupes, éstas son para uso personal».

Emmanuel dio un trago a su café, negro como el alquitrán.

—¿Y eran fotografías para «uso personal»?

—Huy, sí —al dependiente se le iluminaron los ojos negros—. Y además muy buenas. No las típicas imágenes de mujeres chupando penes como si fueran piruletas o a las que están dando por detrás como a vacas. Éstas eran muy… atípicas.

—¿Dos chicas? —conjeturó Emmanuel.

—No —Ahmed miró el reloj y apuró su vaso de whisky de un trago—. Esas cosas las veo todos los días. Estas fotos no son como las demás, pero me he prometido a mí mismo que no le contaría demasiado. Tiene que verlas con sus propios ojos.

—¿Tienes copias?

Emmanuel se enderezó. Aquello era más de lo que podía haber esperado. El cabrón que le había dejado inconsciente no iba a ser el único que tuviera acceso a las pruebas.

—Por eso estoy aquí —dijo Ahmed con un suspiro—. Soy un mal musulmán que está a punto de casarse con una buena musulmana. Por mucho que me duela, tengo que quedar limpio de la porquería que he acumulado a lo largo de los años.

—¿Tienes las fotos aquí?

Ahmed se levantó de repente.

—No. Están en la caja fuerte del estudio. Tiene que meterse y robarlas dentro de diez minutos.

—¿Qué?

—El señor Fernández es muy tacaño —explicó Ahmed—, el vigilante nocturno no entra a trabajar hasta una hora después de cerrar el estudio. Eso le deja a usted una hora para entrar, coger las fotos e irse de Lorenzo Márquez antes de que avisen a la policía.

—Emmanuel no podía creer lo que estaba oyendo.

—¿Tengo que robar las fotos? Pensaba que eran tuyas.

—Son mías —dijo Ahmed, que volvió a mirar el reloj—. Tenemos que irnos. Se lo explico por el camino.

El bullicio del café aumentó con la llegada de un gran grupo de turistas con la piel quemada en busca de una cena temprana a base de gambas y vino barato. El robo con allanamiento era tan delictivo allí como en Sudáfrica, y Ahmed no era el cómplice ideal; ni siquiera se habían puesto en marcha todavía y ya tenía la camisa y la chaqueta chorreando de sudor.

—¿Qué te hace suponer que estoy dispuesto a infringir la ley para conseguir las fotos?

—Ha hecho usted todo el viaje hasta Mozambique. Algo me dice que no le gustaría volver a casa con las manos vacías. Vamos, por favor, tenemos que darnos prisa. Le prometo que se lo explicaré por el camino.

—Tienes de aquí al estudio para convencerme —dijo Emmanuel, que siguió a Ahmed hacia la puesta de sol.

Fuera, el aire olía a hogueras de carbón y a mar. La gente que venía de la playa, con la piel morena o colorada, avanzaba por la acera en tropel en busca de comida picante y baratijas para turistas. En medio de la multitud, Ahmed agarró de la manga a Emmanuel y le arrastró hasta que estuvieron en mitad del tráfico.

—Por aquí es más rápido —gritó por encima del estruendo de las bocinas que acompañó su temeraria carrera entre parachoques y humeantes tubos de escape. No pareció oír los chirridos de los neumáticos ni los gritos en portugués que les dirigió un enfurecido conductor. Por segunda vez, Emmanuel se preguntó si era una buena idea ir a cualquier sitio con un pornógrafo musulmán reincidente.

—Dime más cosas sobre las fotos —dijo Emmanuel cuando salieron del chorreante asfalto y llegaron al otro lado del bulevar—. ¿Venía el policía a recogerlas una vez al mes?

Se metieron por una callecita flanqueada por mujeres africanas que vendían figuras de animales talladas y joyas hechas con conchas. Una muchacha negra muy delgada les mostró un gordo hipopótamo de madera para que lo vieran. Ahmed le hizo gestos para que se fuera y siguieron avanzando rápidamente hacia el estudio.

—Sólo vino dos veces, una en enero y otra en marzo. Con un carrete cada vez.

—¿Estás seguro?

Ahmed se detuvo para recobrar el aliento y secarse la cascada de sudor de la cara y el cuello.

—Ya se lo he dicho, yo siempre me acuerdo de mis clientes especiales. Sólo vino dos veces.

—¿Sale la misma mujer en los dos carretes?

Si no salían las chicas Du Toit, ¿quién era entonces la protagonista?

—¿Quién ha dicho que fuera una mujer? —Ahmed soltó una risita malvada y se metió por un pequeño callejón entre dos hoteles para turistas con postigos de madera pintados y ondeantes cortinas con motivos marítimos en las ventanas. Emmanuel no había llegado a entrar en el estrecho pasadizo. La impresión le tenía prisionero.

—¿Son fotos de un hombre? —preguntó sin rodeos. Quizá Louis, con su pelo rubio y su boca afeminada, fuera realmente hijo de su padre. ¿Cómo se podía ocultar un secreto como ése en Jacob’s Rest? Era casi imposible, pero el comisario ya había demostrado su habilidad para ocultar ciertos aspectos de sí mismo a la gente.

Ahmed le sonrió burlonamente y le hizo un gesto para que entrara en el callejón.

—¿Quién ha dicho que fuera un hombre?

—¿Qué significa eso? Tiene que ser una cosa o la otra.

—¿Ah, sí? —dijo el dependiente riéndose. Era evidente que se estaba divirtiendo con el juego—. No se imagina usted las cosas que veo en mi trabajo. Ésa es precisamente la razón por la que no puedo tener mascotas.

Emmanuel le dirigió una sonrisa al empleado del laboratorio. Sabía que era un error, pero le había cogido simpatía al chiflado de Ahmed.

—¿Ni siquiera una gallina? —le preguntó Emmanuel cuando volvieron a ponerse en marcha—. Seguro que algunas cosas son sagradas, incluso en tu profesión.

—Ummm… —Ahmed se paró a pensar en el tema—. Tiene razón. He visto huevos en sitios muy poco naturales, pero nunca una gallina. Mi nueva esposa y yo tendremos gallinas, gracias a usted. Gallinas, y puede que unos cuantos saltamontes. Sí, eso haremos.

Ahora Emmanuel se estaba riendo a carcajadas. No había suficientes médicos en la unidad de psiquiatría del ejército para curar lo que fuera que tuviera Ahmed.

—¿Quién es esa mujer con la que te vas a casar? —preguntó.

—Una mujer pobre —respondió enseguida—. Mi madre la encontró en el campo.

—Y ella no tiene ni idea de a lo que te dedicas.

—No —dijo Ahmed mientras atravesaban un callejón con el suelo de tierra y se paraban detrás de la entrada trasera del laboratorio fotográfico—. Por eso tengo que hacer todo lo posible por librarme de mi pequeño problema.

Emmanuel se fijó en los altos muros coronados con alambre de espino y cristales rotos. La puerta del patio trasero estaba cerrada con un candado.

La locura de Ahmed ya no tenía tanta gracia.

—¿Por qué las fotos están en la caja fuerte si son tuyas? —preguntó Emmanuel. Era el momento de irse y dejar que el inquieto dependiente hiciera su propio trabajo sucio. Ahmed se sacó una llave del bolsillo y la introdujo en el candado.

—Están en la caja fuerte para mi propia protección. Después de un año o dos trabajando aquí, empecé a pasar demasiado tiempo con mis amigas.

—¿Con quién?

—Las fotos. No sabe la cantidad de horas que he pasado disfrutando con ellas a solas. Una vez me pasé todo el fin de semana sin salir de mi habitación. Todos los lunes estaba agotado después de exprimirme el cuerpo hasta dejarlo sin fluidos vitales. Cubos enteros…

Vale… —Emmanuel interrumpió la nostálgica narración—. Te salió pelo en las palmas de las manos. ¿Y entonces qué pasó?

—No —el dependiente abrió el candado y le mostró las sudorosas palmas de las manos para que las viera—. Mis palmas siguieron como estaban, pero mi madre empezó a preocuparse. Habló con el señor Fernández, que vino a mi casa y se llevó a mis amigas. Las metió en la caja fuerte. Tengo permiso para verlas dos veces a la semana, una hora cada vez.

La puerta del patio se abrió unos centímetros con un chirrido. «Vete de aquí, es lo más sensato», se dijo Emmanuel. Seguro que aparecían nuevas pruebas en Jacob’s Rest.

No se movió.

—Sigue —dijo—, ¿dónde está el problema?

Ahmed parecía abochornado.

—He empezado a abrir la caja fuerte cuando no está el señor Fernández. Tengo miedo de que no me quede fluido vital para mi mujer si mis amigas y yo seguimos viéndonos.

—¿Y qué pasa cuando consigas las fotos? ¿Te vas a encerrar en una habitación con tus amigas hasta quedarte seco?

—No. Las voy a destruir. Las vamos a quemar en una hoguera los dos juntos.

—¿Los dos juntos? —dijo Emmanuel dando un paso atrás—. ¿Qué te hace suponer que voy a hacer alguna de todas esas cosas?

Ahmed pasó de loco a astuto en un abrir y cerrar de ojos.

—Ha venido a Mozambique solo y no ha pedido ayuda a nuestra policía local a pesar de que usted también es policía. Igual que mis clientes especiales, usted no puede conseguir legalmente eso que desea con tantas fuerzas.

—Yo estoy buscando pruebas. No es lo mismo que ser uno de tus clientes especiales.

—Aun así, yo soy el único que puede ayudarle a agenciarse lo que necesita.

La palabra «agenciarse» le hacía parecer un pervertido que rondaba las calles de noche. No se alejaba demasiado de la verdad.

—¿Cómo sé yo que las fotos tienen algo que ver con el policía?

Ahmed se puso la mano en el pecho.

—No le ofrezco ninguna prueba. Solamente le doy mi palabra.

—Puede que tu palabra sea de oro en el mundo de los pajilleros, Ahmed, pero yo necesito más que eso.

El pornógrafo negó con la cabeza.

—Hablar de las fotos empobrece la experiencia de verlas, virgen, por primera vez. No voy a hacer eso, ni a mí mismo ni a usted. Lo siento.

Emmanuel le dio una palmadita en el hombro al sudoroso hombre.

—Buena suerte con el robo. Yo me voy a tomar una copa y luego me vuelvo a la frontera.

Se dio la vuelta para marcharse. El dependiente le rodeó correteando y puso en alto la cartera vacía como una señal de stop.

—Ni las imágenes. Ni mis favoritas. Ni el orden. El escenario. Sí, el escenario. Le daré un lugar.

—Adelante.

—Una comisaría de policía con dos celdas, una al lado de la otra. Una mesa con una silla, cerca de la puerta trasera. En la pared, encima de la mesa, una fila de llaves, un shambok y un knobkierie. Eso es todo lo que voy a decir sobre las fotos. ¡No me presione más!

Era una descripción precisa de la comisaría de policía de Jacob’s Rest.

—¿Cuál es la combinación de la caja fuerte? —preguntó Emmanuel.

Ahmed se sacó un papel del bolsillo y lo sostuvo en alto, entre el pulgar y el índice.

—Le doy esto solamente porque nuestra causa es pura.

—Llevas demasiado tiempo en el negocio, Ahmed. Estamos entrando en una propiedad privada para robar un alijo de pornografía dura. Un juez encontrará otra expresión para describir nuestra causa.

—No va a haber ningún juez. Por favor, vaya directo a la puerta trasera, aquí tiene la llave. El despacho es la primera puerta a la izquierda. La caja fuerte está escondida en la parte de abajo de un armario alargado que hay detrás de la mesa. Puede usar esta bolsa para meter los sobres, y deje la caja fuerte abierta para que parezca un robo. Cuando termine, salga, yo le espero fuera.

—¿Así de fácil?

Emmanuel se metió en el bolsillo la llave y la combinación de la caja fuerte. Era demasiado aséptico y demasiado sencillo, pero la descripción de la comisaría de policía le impulsó a seguir. Tenía a veinte pasos el sobre con los trapos sucios del comisario, lleno de pruebas admisibles. Él no era mejor que los clientes especiales de Ahmed. Estaba dispuesto a arriesgarse a ir a la cárcel por probar lo prohibido.

—Que Dios le acompañe —susurró Ahmed mientras Emmanuel entraba en el patio. Había dos cubos de basura pegados a la fachada trasera del estudio.

Dio doce pasos hasta la puerta trasera. Metió la llave y entró en el edificio. A la izquierda estaba la puerta que había descrito Ahmed. Por una ventana entraba una luz débil. Estaba anocheciendo.

Entró rápidamente en el despacho. Con la respiración entrecortada, se arrodilló junto a la caja fuerte y marcó los números que le había dado Ahmed. Sintió un clic bajo sus dedos, la puerta se abrió con suavidad y Emmanuel metió la mano. Tocar el gran fajo de carpetas envueltas cuidadosamente en cartulina marrón le pareció igual que tener oro en las manos.

Metió las carpetas en la cartera y se dirigió hacia el patio a toda velocidad. Era hora de salir corriendo. Una carrerita y la carpeta sería suya. Había sido tan aséptico y tan sencillo como le había prometido Ahmed. Salió al patio.

Un haz de luz blanca le dio de lleno en la cara.

—Recibió un puñetazo que fue directo a la cabeza y cayó al suelo pesadamente. Miró hacia arriba, aturdido. El guarda de seguridad, un hombre negro delgado, se le echó encima como una piqueta. El dolor le recorrió el tórax y se extendió a la mandíbula cuando el vigilante adoptó el enfoque «lo hago por tu bien» con sus pesadas botas.

Emmanuel rodó por el suelo y esquivó una segunda patada. Palpó el bulto de los sobres mientras se ponía en pie con dificultad y evaluaba sus posibilidades. La cosa no pintaba bien: el guarda ocupaba toda la entrada y no pensaba moverse.

Emmanuel esperó a que el vigilante se acercara a él. El hombre negro le miró fijamente, con los orificios de la nariz ensanchados por el olor de la presa herida. Emmanuel amagó un movimiento hacia la izquierda y el guarda fue a por él a toda velocidad. Emmanuel se agachó, le golpeó las piernas desde abajo y oyó el sonido húmedo del cuerpo del vigilante al aterrizar sobre el duro suelo de cemento.

El hombre se incorporó hasta quedar de rodillas. Emmanuel salió disparado hacia la valla. No se sentía demasiado orgulloso de salir huyendo de un adversario unos segundos después de hacerle picadillo.

Llegó hasta la puerta y la encontró cerrada. Golpeó el acero con el puño.

—¡Abre!

—Tiene que saltar la valla —le indicó Ahmed tranquilamente desde el otro lado—. No puedo dejarle salir por aquí.

—¡Abre la puta puerta!

—Tiene que saltar la valla. Salte la valla.

La valla era demasiado alta para pasar por encima de un salto y tenía la superficie demasiado lisa para encontrar un punto de apoyo en el que poner el pie. El guarda se le acercó con la porra en alto. Sintió cómo el peso de las carpetas le tiraba del hombro y su plan quedó definido: primero, machacar al vigilante; segundo, coger un cubo de basura al que subirse y salir de allí; tercero, machacar a Ahmed. No llegaba al nivel de la invasión del Día D, pero serviría.

—Dejó que el guarda se acercara lo suficiente como para acariciar la victoria y entonces le esquivó y se dirigió hacia la derecha. La porra descendió y le rozó el hombro, pero Emmanuel no se detuvo. En dos segundos exactos llegó hasta el cubo de basura. Levantó el contenedor medio vacío y, al darse la vuelta, vio de cerca la porra, que volvía al ataque. Esta vez le alcanzó de lleno en el brazo y mandó el cubo de basura al suelo.

Emmanuel agarró la tapa y se la puso delante como un escudo. La porra se movía a toda velocidad, y con cada golpe enviaba un ruido metálico amortiguado al aire nocturno. Un gato callejero maulló mientras Emmanuel llevaba el cubo rodando hacia la valla. Lo puso bien firme contra el muro y volvió a dirigir su atención al vigilante, que seguía dando golpes a la tapa con una precisión implacable.

Agachándose, sacó un brazo de la protección de la tapa, agarró al guarda por los tobillos y tiró de él. El hombre cayó pesadamente por segunda vez. Soltó la porra y Emmanuel la lanzó por encima de la valla. Una cosa menos de la que preocuparse. Puso la tapa en el cubo, se quitó la chaqueta y la tiró por encima del alambre de espino que coronaba la valla. Puso un pie sobre la tapa y el vigilante nocturno le dio un fuerte golpe entre los omóplatos.

Emmanuel se volvió, esquivó otro golpe y le propinó un fuerte puñetazo al guarda en la mandíbula. El hombre perdió el equilibrio y se tambaleó. Emmanuel le pegó con la derecha, después con la izquierda, y el guarda se desplomó y se quedó en el suelo. Emmanuel se subió rápidamente al cubo de basura y pasó como pudo por encima del muro. Al hacerlo, se le clavó un trozo de cristal en la pantorrilla. Aterrizó en el callejón, magullado y sangrando, y vio que Ahmed le estaba esperando. Cogió la porra del suelo.

Ahmed echó a correr.

Emmanuel atrapó al sudoroso empleado del laboratorio y le zarandeó con fuerza contra la fachada de una tienda vacía.

—Está furioso. Lo entiendo.

Emmanuel volvió a empujar a Ahmed.

—Estoy ligeramente enfadado —dijo—. Furioso va a ser cuando te rompa las dos rótulas con esta porra.

—El vigilante, claro. Estaba convencido de que le manejaría eficientemente.

—¿Ah, sí?

Emmanuel se aseguró de que Ahmed sintiera toda la fuerza de sus pulgares al clavárselos en los blandos músculos de los hombros.

—Por favor —dijo estremeciéndose de dolor—. Tiene que escucharme. Tenemos que darnos prisa para concluir nuestro plan.

—Es tu plan, Ahmed. Mi plan es coger las fotos y largarme sin llamar la atención.

—Las fotos. Ahora son suyas —dijo el dependiente, lo suficientemente desequilibrado para adoptar un tono de entusiasmo—. Puede sacarlas por la frontera si deja que le guíe.

Emmanuel redujo la presión de los pulgares en los hombros de Ahmed.

—Otro truco como el que acabas de hacer y vas a probar esta porra. Te lo prometo.

—Sígame y terminaremos nuestra misión —dijo Ahmed, que se deslizó a través de la oscuridad con la seguridad de una rata callejera. Avanzaron por un callejón polvoriento y giraron por un bulevar arbolado con edificios coloniales de estilo portugués con fachadas blancas de estuco.

Ahmed aceleró y pasaron por delante de un grupo de hombres mayores que jugaban a las cartas delante de un café muy iluminado. Atravesaron un mercado nocturno en el que se vendían monos en jaulas, trajes de algodón colgados de sus perchas y cuencos de gambas con chile muy picantes. Tras una caminata de diez minutos cuesta arriba, se detuvieron delante de una puerta de madera desencajada de sus bisagras. Ahmed se metió por un hueco de la entrada e hizo un gesto a Emmanuel para que le siguiera hasta un jardín lleno de maleza atravesado por un camino en zigzag que conducía a una casucha ruinosa.

—Mi casan —anunció Ahmed con orgullo mientras le llevaba a un rincón despejado del jardín en el que había un círculo de piedras lleno de hojas secas y astillas para encender una hoguera. Al lado había una lata de gasolina.

—¿Me estabas esperando? —dijo Emmanuel.

—Todas las semanas me digo a mí mismo: «Ahmed, quema esa porquería y acaba con el tema», pero no he tenido fuerzas para hacerlo. Ahora, con su ayuda, voy a despedirme de todas mis amigas.

El aire quedó impregnado de un fuerte olor a gasolina cuando Ahmed empapó las hojas secas y lanzó una cerilla encendida a la mezcla incendiaria. Se oyó un silbido cuando el fuego hizo arder las hojas.

Emmanuel dejó la cartera en el suelo. Ahmed podía hacer lo que quisiera con sus «amigas», pero él tenía que conseguir las fotos del comisario y largarse de Mozambique. Se arrodilló para desempaquetar el alijo de pornografía y la pierna y el hombro se le contrajeron del dolor. Tenía abierta la herida producida por el cristal y sentía un dolor punzante donde le había golpeado la porra.

—Dame las fotos —dijo—. Tengo que volver a Sudáfrica antes de que cierren la frontera.

Ahmed sacó los sobres de la cartera de piel y los colocó en el suelo a intervalos regulares. Fue acariciando los sobres uno por uno con el dedo índice hasta detenerse en el antepenúltimo de la fila.

—Esto es suyo —cogió dos sobres idénticos del suelo pero no hizo ningún ademán de soltarlos—. Tiene que prometerme que mirará las fotos en orden. Es muy importante. No se puede hacer de otra manera. No se debe hacer de otra manera.

—¿Por qué? —preguntó Emmanuel con toda la paciencia que consiguió reunir.

—Tiene que prometérmelo —insistió Ahmed—. Tiene que mirarlas una por una y desplegarlas en orden encima de una mesa.

—¿Cómo sé cuál es el orden? —preguntó Emmanuel siguiéndole la corriente a Ahmed, que ahora tenía los sobres abrazados contra el pecho como a un ser querido.

Ahmed metió la mano en el primer paquete y sacó dos fotos con cuidado.

—Las he numerado —dijo acercando las copias al fuego—. Tiene que colocarlas siguiendo el orden de los números.

La fotografía número uno era una instantánea de las celdas de la comisaría de policía de Jacob’s Rest. La número dos era de las mesas del despacho de la entrada. La luz del fuego parpadeó sobre las imágenes banales. Pese al dolor y a la dificultad para conseguir las fotos, Emmanuel estaba intrigado. Lo que fuera que hubiera en los sobres que tenía Ahmed en la mano había hecho que le pegaran y le mearan encima en la cabaña del comisario.

—Te prometo que las miraré en orden —dijo Emmanuel. Estaba dispuesto a prometerle su primer hijo a Ahmed si con eso conseguía que le diera las fotografías antes.

—No se arrepentirá —dijo Ahmed, que volvió a meter las fotos en el sobre y le entregó el paquete de mala gana—. Es usted un hombre muy afortunado. El feliz comienzo de su relación con estas amigas especiales me llena de envidia.

El material desgastado del sobre descansaba suavemente sobre la palma de la mano de Emmanuel. Estaba un paso más cerca de la verdad sobre Willem Pretorius y un paso más cerca, esperaba, de atrapar al asesino. Se dio la vuelta y se dispuso a marcharse.

—Señor policía —dijo Ahmed—, quédese un momento, por favor. Necesito que se asegure de que concluyo mi tarea.

—Adelante —respondió Emmanuel. Ahmed sacó las fotos de los sobres y las echó al fuego. El calor ampolló y distorsionó las imágenes granuladas de rubias, morenas, mujeres negras, mujeres blancas, gemelas y parejas desnudas y dispuestas en todas las configuraciones imaginables. La colección de Ahmed era variadísima. En cuestión de minutos, lo único que quedaba de las «amigas» del pornógrafo chiflado eran un montón de cenizas grises sobre las brasas.

Ahmed estaba sollozando. Se sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz enérgicamente.

—Gracias, señor policía. Ha sido usted mi redención. Seré fiel a mi mujer como quiso el Creador. Por favor, llévese esta cartera de piel como muestra de mi agradecimiento.

Emmanuel aceptó el regalo y metió sus sobres dentro. Para Ahmed, era el redentor; para la familia Pretorius, quizá fuera a ser el destructor.