12

El sol se colaba entre las ramas del limonero del patio trasero de Poppies y dibujaba un mosaico de sombras en los informes policiales de las agresiones a las jóvenes mestizas. Seis meses de violencia y perversión que no habían dado ningún resultado.

Emmanuel volvió a comprobar las fechas. El acosador había actuado en dos períodos bien diferenciados. El primero había sido una campaña relámpago de diez días a finales de agosto, durante la cual había estado espiando a las mujeres por las ventanas. Después, en diciembre de 1951, había dado rienda suelta a sus impulsos durante un período de dos semanas de agresiones físicas cada vez más osadas. Cada informe era más siniestro que el anterior.

El autor había empezado el período de diciembre mirando por las ventanas y, al cabo de catorce días, los episodios habían evolucionado hasta terminar en una agresión con costillas rotas y privación de libertad. A los ojos de los tribunales y de la opinión pública, un hombre blanco que se demostrara culpable de esa clase de delitos era un desviado y un traidor a su raza. Paul Pretorius se había reído ante la idea de que el asesinato de su padre tuviera relación con un caso indecente en el que había mujeres de color implicadas, pero un hombre europeo, más que ningún otro, podría verse inclinado a tomar medidas drásticas para mantener oculto su ignominioso secreto.

Emmanuel cogió el último informe, escrito en afrikáans por el propio comisario Willem Pretorius.

Resumen del caso de abusos

28 de diciembre de 1951

Tras haber entrevistado de nuevo a las afectadas, considero que las probabilidades de llevar a cabo un arresto son remotas por las siguientes razones:

1. Ninguna de las mujeres puede identificar al agresor, ya que las agresiones tienen lugar de noche y las víctimas son agarradas por la espalda.

2. La raza del agresor sigue sin conocerse.

3. El acento del agresor parece indicar que se trata de un extranjero que quizá entre en Sudáfrica sin ser descubierto para agredir a mujeres de fuera de su territorio. Por la situación fronteriza de nuestro pueblo, Suazilandia y Mozambique son los lugares más probables de procedencia del agresor.

4 Dado que es muy probable que las agresiones estén siendo cometidas por un extranjero o por un vagabundo acampado en la frontera, la detención del agresor sigue siendo difícil.

5. El expediente del caso se reabrirá si se producen nuevas agresiones y cuando se produzcan.

Firmado:

Comisario Willem Pretorius

Un trabajo rápido. A los dos días de la última agresión, Pretorius ya tenía el caso resumido y el expediente guardado en su habitación privada. «Si se producen nuevas agresiones y cuando se produzcan…». El comisario había previsto el cese de las agresiones a pesar de que todo indicaba que el acosador estaba adoptando un comportamiento criminal grave y compulsivo. Una semana después de la intervención del comisario, el agresor había dejado de actuar. No había nuevas incidencias. Solamente el agradable silencio del campo, donde una semana antes se había estado oyendo el ruido de las costillas al fracturarse.

Emmanuel tamborileó con los dedos en el informe. Un extranjero o un vagabundo acampado en el veld: ¿quién habría podido esperar que Pretorius tuviera una imaginación tan viva? Por lo visto, poner un acento falso no estaba al alcance de las capacidades de un hombre sudafricano. El endeble resumen no acababa de convencerle. ¿Había encontrado el comisario al agresor y le había apretado las tuercas sin presentar cargos?

Al final del expediente había una lista de sospechosos a los que había interrogado el comisario durante su investigación. Anton Samuels, el mecánico, y Theo Hanson habían sido interrogados dos veces sin ningún resultado. Al final de la lista había un tal Frederick de Sousa, un viajante de comercio de Mozambique que había pasado por Jacob’s Rest con una maleta de ropa interior barata. Había estado en el pueblo a la vez que se producían dos de las agresiones, pero no se le podía relacionar con ninguna de las demás.

De Sousa era toda la excusa que necesitaba Emmanuel para cruzar la frontera con Mozambique y visitar el estudio fotográfico anunciado en el calendario del comisario Pretorius. Se enfrentaría al Departamento de Seguridad por la mañana y después fingiría irse renqueando a Lorenzo Márquez para continuar con su trabajo antivicio.

Emmanuel apartó el informe de la policía. No había excusa para el absoluto desprecio hacia el trabajo que mostraba ese expediente chapucero. Él creía en la justicia y en su influencia en la vida de la gente. Se levantó y se dirigió a la parte trasera de Poppies.

—¿Señora Zweigman? —dijo metiendo la cabeza en el taller y llamando la atención de la mujer con la máxima delicadeza posible—. ¿Puedo hablar con Davida y con Tottie? Es por un asunto policial.

—Por favor…, con… —contestó la delicada mujer, trabándose—. Espere…

Lilliana Zweigman desapareció en la parte delantera de la tienda y volvió con su marido, cuya mano descansaba sobre el brazo de ella.

—Tengo que hablar con Davida y con Tottie —dijo Emmanuel. El murmullo de las máquinas se apagó y un silencio lleno de expectación ocupó su lugar.

—Le acompaño. Davida y Tottie, por favor, venid conmigo. Angie, ¿puedes encargarte del mostrador?

—Sí, señor Zweigman.

Angie empujó su silla hacia atrás y fue a ocupar su puesto en la parte delantera de la tienda. Las máquinas de coser volvieron a ponerse en marcha y las dos mujeres que quedaban siguieron trabajando, poniendo las mangas a vestidos de algodón a medio hacer.

Emmanuel condujo a las mujeres a una mesa colocada a la sombra del limonero. No miró al tímido pajarito mestizo. No podía permitirse delatarla ante nadie ni desvelar que tenía información sobre el calendario. Zweigman se quedó en la ventana de la parte de atrás de la tienda con la nariz pegada al cristal. Mostraba un interés casi paternal por las mujeres al cuidado de su esposa. ¿O era más que eso? Desde luego el comisario Pretorius pensaba que había algo más.

—Sentaos —ordenó Emmanuel a Tottie y a Davida mientras deslizaba dos hojas en blanco y dos lápices por la mesa—. Quiero que me dibujéis un plano de vuestras casas. Poned lo que es cada habitación. Dibujad las ventanas y las puertas. Señalad la habitación en la que apareció el mirón.

—Sí, oficial —Tottie le dirigió una sonrisa con la que estaba asegurado saltarle los botones de la bragueta a un hombre adulto. A la hermosa mestiza le daba igual cuántas polillas se quemaran al contacto con su luz.

Davida estaba inclinada sobre el papel con gran concentración. Dibujó el contorno de una casa con una pequeña habitación para el servicio en la parte trasera.

—Oficial —dijo la Ardiente Tottie, desconcertada ante la desacostumbrada falta de atención masculina—, ¿es esto lo que quiere?

—Emmanuel se aseguró de mirarla a los ojos antes de bajar la vista hacia el plano, que había dibujado deprisa y corriendo pero que cumplía su función.

—Es exactamente lo que quiero —dijo con una sonrisa.

El tímido pajarito mestizo deslizó su plano terminado por la mesa sin decir una palabra. No levantó la vista ni una sola vez. Emmanuel puso los dibujos juntos y los analizó, fijándose especialmente en la ubicación de las habitaciones en las que había actuado el mirón.

Puso el dedo sobre el plano de Tottie.

—¿Tu habitación está aquí, al fondo de la casa?

—Lo estaba —dijo la hermosa joven, que se pasó un mechón de pelo moreno por encima del hombro para que se le viera mejor el escote—. Mi padre me cambió a la habitación de delante cuando pasó la segunda vez.

—¿Tu habitación está aquí, separada del resto de la casa? —le preguntó a Davida.

—Sí. Mi cuarto es lo que antes era la habitación del servicio.

—¿Vives con la abuela Mariah?

Sus ojos grises se alzaron rápidamente con un gesto de sorpresa.

—Sí.

Emmanuel quería preguntarle por qué no vivía en la casa con su abuela, pero volvió a concentrarse en los planos. Tanto la habitación de Davida como la de Tottie estaban en el extremo trasero de la casa y tenían ventanas que daban al camino kaffir. ¿Era ése un rasgo común a todos los lugares donde se habían producido los hechos?

—¿Sabéis alguna de las dos cómo es la disposición de la casa de Anton? —preguntó.

—Tú sabes dónde están los dormitorios de la casa de Anton, ¿verdad, Davida? —dijo Tottie, que estuvo a punto de ronronear de satisfacción cuando la piel de Davida se puso dos tonos más oscura por el rubor.

Davida no mordió el anzuelo y se limitó a coger un trozo de papel de la mesa y hacer un croquis.

—La habitación de Mary está en la parte de atrás —dijo mientras le daba a Emmanuel el plano de la casa de Anton—. El cuarto de Della también está al fondo.

—¿Pasa el camino kaffir cerca de los límites traseros de todas las casas?

—Yo no sé nada del camino kaffir —dijo Tottie—, mi padre sólo me deja usar las calles principales. Esa pregunta tendrá que contestársela Davida, oficial.

Emmanuel evaluó a Tottie. Aquella hermosa joven llena de curvas era una niña mimada aficionada a los golpes bajos. Prácticamente había llamado kaffir a su compañera de trabajo al insinuar que las chicas decentes, las chicas con un padre que cuidara de ellas, no se acercaban al oscuro mundo de los nativos. ¿Por qué el tímido pajarito era el blanco de los ataques de Tottie?

—El camino pasa por detrás de todas las casas —dijo Davida sin apartar la atención de sus uñas.

La conexión entre las habitaciones y su proximidad al camino kaffir era demasiado evidente para no verla. ¿Cómo había conseguido el agresor esquivar al comisario, que patrullaba el camino y las calles casi todos los días de la semana? En ese momento se le ocurrió una idea radical.

—Y el agresor… ¿era un hombre grande como el comisario Pretorius?

—No lo sé —anunció Tottie con una sonrisa triunfal—. A mí ese hombre no me puso la mano encima. Mi padre y mis hermanos se encargaron de que estuviera a salvo.

Una sola cucharadita de la Ardiente Tottie daba para mucho. Emmanuel tenía para una semana con lo que había probado.

—Puedes volver al trabajo —le dijo—. Tengo unas cuantas preguntas más para Davida.

—¿Seguro, oficial?

—No quiero hacerte sentir incómoda con los detalles escabrosos de las agresiones. No tienes por qué oír unas cosas tan desagradables.

—Claro —dijo Tottie. Parecía decepcionada por perderse lo bueno.

Se alejó dándose aires y Emmanuel esperó a que se metiera en la tienda para volverse hacia Davida.

—¿Era el agresor un hombre grande como el comisario Pretorius? —volvió a preguntar.

—Era más grande que yo, pero no tan grande como el comisario.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó. La conexión entre el comisario y el acosador era demasiado fuerte para descartarla. Willem Pretorius recorría los caminos kaffir día y noche impunemente y tenía autoridad para interrumpir la investigación cuando las cosas se complicaran. ¿Se había estado protegiendo a sí mismo todo el tiempo?—. ¿Conocías tanto al comisario como para estar segura de que no fue él el hombre que te agarró?

—El comisario Pretorius era muy alto y tenía los hombros anchos. Eso lo sabía todo el pueblo —contestó Davida, que apartó las manos de la mesa y se las puso en el regazo para que Emmanuel no pudiera verlas—. El hombre que me agarró no era tan alto.

—¿Crees que era blanco?

—Era de noche, no le vi. Tenía un acento extraño. Como un hombre blanco de fuera de Sudáfrica.

—¿Podía ser portugués?

—Puede, pero creo que no.

Emmanuel vio que el viejo judío seguía teniendo la nariz pegada a la ventana trasera de la tienda. Así que no era la Ardiente Tottie la que le gustaba a Zweigman. Era el tímido pajarito mestizo el que le interesaba.

—¿Seguro que no estás acostumbrada a que te toquen los de mi clase? —preguntó Emmanuel sin rodeos. Quizá la joven de ojos grises estuviera guardando unos cuantos secretos más aparte de los suyos.

Davida se movió inquieta en su silla pero no levantó la mirada.

—Que no tenga padre no significa que vaya por ahí saliendo con medio mundo.

—¿Y Anton? ¿Estuviste saliendo con él?

—Quería saber si se había equivocado al juzgarla como una mujer silenciosa y observadora que prefería encerrarse en sí misma.

—Salí con Anton unas cuantas veces, pero no funcionó.

—¿Me has dicho la verdad sobre todo, Davida?

—¿Por qué iba a mentir?

—No lo sé.

Emmanuel sintió un deseo malsano de arrancarle el pañuelo de la cabeza y desabrocharle el vestido de algodón amorfo para poder buscar los escondites que intuía bajo la superficie. Davida levantó la vista de repente y él tuvo que apartar la mirada.

—Puedes volver al trabajo.

Hizo como si se pusiera a ordenar los informes y después la observó meterse en la trastienda. ¿Ocultaba algo Davida o era simplemente que Emmanuel estaba recuperando esa indecorosa sensación de poder sobre ella que había tenido delante de la cabaña?

Emmanuel salió del camino y pasó por delante de la oficina de correos antes de dirigirse a la entrada trasera de la comisaría. Se apoyó en un árbol y esperó a que apareciera Shabalala en su bicicleta. Se estaba poniendo el sol y el camino kaffir se había llenado de filas de negros que volvían al poblado a pasar la noche.

—Han estado buscándole —le dijo el agente después de intercambiar un saludo.

—¿Siguen buscando?

—Ha habido muchas llamadas de Graystown y ahora ya no le buscan.

—¿Llamadas sobre qué?

—Un hombre. Un comunista —dijo Shabalala—. Eso es lo único que he oído.

—¿Y cómo has oído eso? —preguntó Emmanuel. ¿Cómo entraba y salía de una investigación del Departamento de Seguridad un hombre de más de un metro ochenta sin llamar la atención?

—El té —dijo Shabalala con seriedad—. Mi madre. Ella me enseñó a preparar un buen té. —Ah.

El sirviente negro invisible era un elemento grabado a fuego en el modo de vida de los blancos. Shabalala lo había aprovechado al máximo.

Fueron avanzando por detrás de la fila de casas de la calle Van Riebeeck y enseguida llegaron a la altura de la casa del comisario. La puerta del cobertizo estaba abierta y el sonido de un alegre tarareo llegaba hasta el camino kaffir.

Dentro del cobertizo, Louis estaba trabajando en la motocicleta Indian, a la que le faltaba poco para estar completamente montada. Tenía el mono lleno de grasa y las botas de piel salpicadas de aceite y mugre. ¿Conseguía el contenido de un himnario poner a Louis a tararear en voz alta con tanta alegría?

—Ese chico —dijo Emmanuel señalando hacia donde estaba Louis cuando dejaron atrás la casa del comisario—, ¿va a ser pastor?

—Eso ha dicho la señora a todo el mundo.

—Y tú no lo ves claro.

—Yo sólo veo que es diferente.

—Yo también lo veo —contestó Emmanuel mientras seguían avanzando por el estrecho camino.

La glacial señora Pretorius era consciente de que Louis no era como sus otros hijos, pero ella prefería interpretarlo como una señal de grandeza.

—Estaba pensando… —dijo Emmanuel, que siguió durante un momento con la familia afrikáner—. ¿Cuándo te dijo el comisario Pretorius que el viejo judío era médico?

—Antes de mediados de año —contestó Shabalala—. Creo que en abril.

—Antes de que ocurriera el accidente delante de la tienda —dijo Emmanuel—. ¿Cómo sabía que Zweigman era médico?

—El comisario no me dijo por qué lo sabía. Sólo me dijo que el viejo judío me curaría mejor que el doctor Kruger.

—Mejor. Eso era un juicio de valor. Willem Pretorius sabía que Zweigman era algo más que un médico de cabecera normal y corriente. El astuto comisario tenía vigilado a todo el pueblo menos al asesino.

—¿Dónde está la casa del viejo judío? —preguntó Emmanuel.

—Está en la misma calle que la iglesia de los holandeses. Es una casa pequeña de ladrillo con un tejado rojo y un eucalipto al lado de la puerta.

Siguieron caminando en silencio hasta llegar al hospital Gracia Divina. En un solar vacío, la hermana Angelina y la hermana Bernadette estaban dando patadas a un balón de fútbol lleno de parches con un grupo de huérfanos. El polvo se elevaba a la luz del crepúsculo mientras la diminuta monja irlandesa regateaba a los defensas del equipo contrario y se disponía a lanzar a puerta. Los jugadores descalzos del equipo de fútbol dieron un grito cuando la hermana Angelina se lanzó hacia un lado y atrapó el balón que surcaba el aire hacia la red. Para poder prosperar en África, las monjas tenían que lanzar y parar unos cuantos tiros a puerta.

Emmanuel saludó con la mano y siguió avanzando con Shabalala hasta el grupo de casas de los mestizos, donde había una camioneta con las palabras «Khan’s Emporium» pintadas aparcada delante de una puerta de madera. Dos hombres indios estaban cargando el vehículo con cajas llenas de tarros con cierre hermético bajo la mirada atenta de la abuela Mariah.

—Oficial. Agente Shabalala —dijo la matriarca de mirada acerada mientras les dirigía un enérgico saludo con la cabeza—. ¿Qué tal va la investigación?

—Seguimos haciendo indagaciones —contestó Emmanuel.

Un enorme huerto con productos para vender, lleno de surcos en la tierra, se extendía a lo largo de todo el jardín trasero de la casa. En un extremo, a la derecha, estaba la construcción de una sola habitación que anteriormente había servido de alojamiento para el servicio.

—¿Ése es el cuarto de Davida? —preguntó señalando la edificación, que tenía las paredes encaladas y estaba rodeada de plantas en flor y cajas de madera vacías apiladas hasta la altura del alféizar de la ventana.

—Sí. ¿Y eso qué tiene que ver con nada? —preguntó la abuela.

Emmanuel se acercó a la puerta abierta del jardín y miró hacia la pequeña habitación blanca. La ventana con cortinas se veía bien desde el camino kaffir. Comprobó el mecanismo de cierre: la puerta se mantenía cerrada con una pieza de madera que encajaba en dos soportes colocados a los lados de la entrada.

—¿Esto ha estado aquí siempre?

—Lo mandé poner después de que ese hombre agarrara a Davida. No volvimos a tener problemas después de poner el cierre.

¿Había renunciado el agresor a satisfacer sus impulsos cuando se le complicó el acceso a las mujeres? A Tottie la habían trasladado a la parte delantera de la casa, donde tenía a su padre y a sus hermanos alrededor, y la puerta del jardín de Davida estaba bien cerrada.

—¿Pusieron seguridad extra las otras mujeres agredidas?

—Huy, sí —la abuela Mariah se detuvo para dirigir a uno de los hombres indios hacia la última caja de tarros de encurtidos—. Cuando pasó la primera vez, en agosto del año pasado, los hombres empezaron a patrullar el camino kaffir por las noches, pero pasaron tres semanas y no habían oído ni un suspiro. Fue como si el hombre se hubiera evaporado, así que todo el mundo siguió con su vida. Entonces llegaron los problemas de diciembre y todos pusimos cerrojos.

—¿Qué opinaba el comisario acerca de las patrullas?

Por la noche, el camino kaffir era el territorio de Willem Pretorius. Quizá no hubiera recibido con los brazos abiertos a una patrulla rival.

—Dijo que no había inconveniente siempre que los hombres se quedaran en la zona mestiza. No podían pasar del hospital o de la zapatería Kloppers y acceder al otro lado del pueblo.

A pesar de lo que había dicho Davida sobre la estatura de su agresor, Emmanuel no conseguía librarse de la persistente sensación de que Willem Pretorius pudiera encajar en el perfil del autor de los hechos. El afrikáner conocía los caminos kaffir como la palma de su mano y estaba acostumbrado a recorrerlos sin levantar sospechas. Conocía a las mujeres y sabía dónde vivían. La patrulla no era ningún obstáculo para su actividad. Ningún grupo de mestizos se atrevería a detener a un comisario de policía blanco para interrogarle.

Si Willem Pretorius estaba implicado en las agresiones, quedaba abierto todo un nuevo abanico de posibilidades en relación con su muerte. ¿Qué vía legal podía seguir un hombre mestizo al descubrir que un comisario de policía blanco estaba abusando de sus hermanas? Tiny y Theo habían ido detrás del propio Emmanuel con un arma cargada.

Apoyó el hombro en el poste de la puerta del jardín. Desde detrás de la cortina de la habitación de Davida llegó la luz titilante de una vela. Una sombra pasó por la ventana. Señales de una vida modesta y secreta. ¿Qué hacía el tímido pajarito mestizo cuando caía la noche?

—¿Están comprobando las habitaciones de las otras chicas o sólo la de Davida? —preguntó cortantemente la abuela Mariah.

—Sólo me estaba preguntando cómo consiguió esquivar el agresor al comisario Pretorius. El comisario estaba siempre aquí, ¿no?

—¿Aquí? ¿Quién dice que estuviera aquí, en mi casa?

—Quería decir en el camino kaffir. El comisario pasaba corriendo por aquí un par de veces a la semana, ¿no?

—A veces pasaba y otras veces no. No iba repartiendo horarios.

—No, no iba repartiendo horarios.

Emmanuel dio las buenas noches levantándose el sombrero y se puso en marcha con Shabalala. Una vez que el último criado se iba a casa, el camino se convertía en el territorio de Willem Pretorius y de un puñado de mestizos que se tomaban un descanso en su partida de póquer semanal. ¿Había abusado el comisario de su poder y acosado a mujeres a las que sabía que seguramente la justicia no iba a tomar en serio? ¿Qué otra alternativa tenía un hombre mestizo que no fuera coger un arma y salir a por el agresor para que se hiciera justicia?

Hamba gashle. Que te vaya bien, Shabalala —dijo Emmanuel. El alto policía pasó la pierna por encima de la bicicleta y se agarró al manillar para recuperar el equilibrio. Emmanuel no podía mencionar sus sospechas sobre el comisario todavía.

Salana gashle. Que siga usted bien, oficial.

El agente negro se alejó pedaleando en la penumbra. Enseguida desapareció, dejando tras de sí una puesta de sol roja.

Emmanuel pasó por delante de la iglesia y las tiendas de los mestizos. Dejó atrás jardines vallados, protegidos de la noche con cerrojos y barrotes, dejó a un lado el camino que conducía a la pensión Protea y a su habitación, y avanzó después por la curva de las afueras del pueblo, desde la que vio jardines cultivados que contrastaban con el agreste veld.

Mantuvo el ritmo hasta llegar a la desvencijada puerta de un jardín trasero. Sacó una carta que había conseguido por la tarde en la oficina de correos a través de la señorita Byrd. Iba dirigida al comisario, pero en realidad era para Harry, de una de sus hijas. Ahora que vivía como si fuera blanca, no tenía otra forma de comunicarse con su padre sin poner en peligro su nuevo estatus.

El fantasma de Willem Pretorius cobró vida dentro de Emmanuel. Se acercó a la puerta trasera de Harry, llamó dos veces y deslizó la carta con matasellos de Durban en la ruinosa habitación del viejo soldado. Se alejó rápidamente, como sabía que había hecho el buen comisario, y volvió a dirigirse al camino.

La oscuridad le rodeó. Se paró aquí y allá para escuchar las voces que salían de las habitaciones de la parte trasera de las casas. La bendición de una mesa antes de la cena, una discusión, los sollozos inquietos de un niño… Los habitantes de Jacob’s Rest se preparaban para despedir un día más.

De nuevo en casa de la abuela Mariah, apoyó la espalda contra la puerta de barrotes y se imaginó la pequeña habitación de Davida, rodeada de plantas y flores. Se oyó el susurro de las hojas del eucalipto y el suspiro del viento.

A su derecha, una pisada sigilosa agitó la maleza y después volvió a hacerse el silencio. Emmanuel se quedó quieto. Una segunda pisada avanzó en la oscuridad. Había algo o alguien dirigiéndose lentamente hacia él. Movió el cuerpo hacia delante y la puerta volvió a la posición en la que estaba con un fuerte chasquido.

Se oyó un resoplido y un cuerpo que se deslizaba a través de la oscuridad. Emmanuel se giró, salió del camino kaffir y dio una vuelta completa sobre sí mismo intentando localizar el origen de los sigilosos movimientos. Lo único que se oía era el murmullo de la hierba y las hojas. Expulsó aire y la noche le envolvió. Bajo el manto de la oscuridad, sintió una presencia humana cerca de él. Había alguien en el veld, observando.

A la mañana siguiente, Emmanuel entró en la comisaría a las nueve y veinte, preparado para cualquier cosa tras haber interrogado a Erich Pretorius. En lugar de una emboscada, se encontró a los policías del Departamento de Seguridad y al soldado Paul Pretorius agolpados alrededor de la mesa del comisario. Sonó el teléfono y Piet se abalanzó sobre él.

Ja? —dijo mientras sacaba un cigarro de su cajetilla con unos golpecitos y se lo ponía en la comisura de los labios.

Paul y Dickie se inclinaron junto al teléfono. Había una corriente eléctrica en el ambiente que señalaba el comienzo de una gran ofensiva. El Departamento de Seguridad estaba listo para actuar.

—No hagáis nada —Piet succionó la nicotina de su cigarro—. Dentro de tres horas estamos allí. Esperadnos. ¿Entendido?

Piet colgó el teléfono bruscamente y se volvió hacia Dickie.

—Ve al hotel y prepara nuestras maletas. Esta noche nos movemos —y, volviéndose hacia Paul, dijo—: ¿Vienes con nosotros?

—No me lo perdería por nada del mundo.

El corpulento soldado estaba listo para la acción, con los músculos del cuello y los hombros llenos de nudos y tensos por la expectación.

—Sólo para una noche —le advirtió Piet—. Mañana volvemos aquí con el paquete. Para poder trabajar sin llamar la atención.

Emmanuel se apartó de la pared y se acercó a ellos. Quería dar el parte y que le dieran permiso para irse enseguida. El paso de la frontera y su entrada en Mozambique estaban a sólo unos minutos.

—¿Puedo ayudaros en algo? —preguntó al equipo del Departamento de Seguridad.

Piet echó una nube de humo al aire.

—¿Dónde has estado?

—Investigando el caso de los abusos. Estoy siguiendo la pista a un sospechoso que vive en Lorenzo Márquez. Un vendedor de ropa interior.

Piet entornó los ojos y Emmanuel se preguntó si había ido demasiado lejos incluyendo el comentario sobre la ropa interior. El agente del Departamento de Seguridad le escudriñó durante unos instantes e intentó estudiar los distintos ángulos de la pista de Mozambique.

Sonó el teléfono y Piet lo cogió antes de que Dickie o Paul tuvieran oportunidad de contestar. A Piet le encantaba estar al mando.

—No hagáis nada —dijo Piet con calma por el auricular—. Seguidle y observad, nada más. Nosotros dirigiremos la operación cuando lleguemos.

Colgó el teléfono de golpe y volvió a centrar su atención en Emmanuel. Su sonrisa era una fea trinchera cavada en su rostro irregular y lleno de marcas de acné.

—Más vale que esta excursión a Mozambique esté relacionada con el caso de los abusos. No quiero que se repita lo de ayer.

—Eso fue un error —Emmanuel le dijo a Piet lo que quería oír—. Me extralimité, pero no volverá a ocurrir.

—Más vale que no —dijo Paul Pretorius, que avanzó hacia él con el dedo índice extendido como una espada—. Tienes suerte de que no te encontráramos ayer, amigo.

Emmanuel sintió una presión en el pecho acompañada de un pinchazo cuando Paul le empujó con fuerza. El hecho de que Emmanuel fuera a librarse del castigo le enfurecía.

—Ve a preparar tus cosas —le ordenó Piet sin alterarse—. Si Cooper vuelve a pasarse de la raya, nos ocuparemos de él más concienzudamente. ¿Entendido?

—Bien —dijo Paul. El atractivo de darle una paliza en el futuro bastó para apaciguarle y hacer que se dirigiera a la puerta principal.

Piet recogió los expedientes de la mesa y se los dio a Dickie.

—Pon esto con el equipaje y echa gasolina al coche. Te veo en el hotel.

Emmanuel dio un buen margen a los hombres del Departamento de Seguridad para que se pusieran en marcha. Les daría una hora para que salieran del pueblo y después se pondría en camino hacia la frontera con el nombre del estudio fotográfico metido en el bolsillo de la chaqueta.

Piet se detuvo en la puerta y le lanzó una mirada fría por encima del hombro. Seguía preocupado por la pista de Mozambique y no le gustaba la idea de que el policía inglés andara cruzando fronteras internacionales sin nadie que le vigilara.

—¿Te acuerdas de lo que te prometí?

—¿Lo de ponerme mi cara inglesa del revés? —dijo Emmanuel—. Sí, me acuerdo.

El equipo del Departamento de Seguridad salió a la calle y desapareció. Tenían a un pez gordo comunista en el anzuelo y eso era mucho más importante que la necesidad de castigar a un polizonte encargado de atrapar a un pervertido.

Emmanuel atravesó la comisaría hasta la parte trasera y se encontró a Hansie y a Shabalala sentados en el patio.

—¿Dónde está el subcomisario Uys? —preguntó mientras tomaba asiento entre el policía adolescente y el agente zulú.

—Se ha ido —contestó Hansie—. A él le dejan ir con los otros.

Estaba claro que le molestaba que le excluyeran del coche lleno de tipos duros. Incluso Hansie se daba cuenta de que mandarle fuera con el kaffir mientras los otros blancos hablaban de cosas importantes era un punto bajo en su carrera policial.

—Ve adentro —le dijo Emmanuel—. Puedes sentarte a la mesa del comisario y contestar el teléfono.

Hansie estaba en marcha antes de que terminara la frase. Obviamente, nunca le habían dejado sentarse en la silla del comisario.

—¿Qué te han dicho que hagas tú? —le preguntó a Shabalala en zulú.

—Quedarme aquí. Ir a casa cuando se haga de noche y volver mañana.

—Yo tengo que ir a Lorenzo Márquez, sólo un día. ¿Puedes encargarte de que ese chico se quede ahí dentro, no se meta en líos y haga su trabajo?

—Haré lo que pueda —contestó Shabalala.

—Oficial… —gritó Hansie con una voz estridente—. ¿Oficial Cooper?

Hansie estaba en la puerta trasera dando saltitos de una pierna a la otra.

—Un mensajero. Tiene un sobre especial.

A Emmanuel se le contrajo el estómago de la emoción. ¿De verdad podía tener tanta suerte? Fue corriendo al despacho de la entrada, donde había un mensajero cubierto de polvo esperando junto a la mesa del comisario. Hansie fue detrás, pegado a él.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó Emmanuel.

—Un sobre para el subinspector Piet Lapping —dijo el joven, que vestía un mono de viaje marrón y que habló casi sin abrir la boca.

—¿Eres de un servicio de mensajería? —preguntó Emmanuel, que sabía perfectamente que el Departamento de Seguridad no se fiaba de nadie ajeno a la organización para transmitir información.

—No —la boca del mensajero se transformó en una marcada línea de descontento—. Soy del Departamento de Seguridad.

Emmanuel entendió el motivo de la actitud taciturna. Al joven mensajero, la crema de la academia de policía y seleccionado cuidadosamente para el Departamento de Seguridad, no le hacía gracia haber sido escogido para la vulgar tarea de llevar un sobre a un pueblo recóndito y atrasado. El valor de la información aún no se le había hecho patente.

—Yo soy el oficial Emmanuel Cooper, de la policía judicial —se presentó—. Me temo que se te ha escapado el subinspector Lapping. Está fuera cumpliendo una misión y no sabe cuándo volverá.

—Se han ido todos —añadió Hansie mientras daba una vuelta en la silla del comisario—. Hasta se han llevado al subcomisario Uys.

—Yo te puedo firmar el sobre con mucho gusto —dijo Emmanuel, asediando al disgustado mensajero y a su paquete—. Yo me encargo de dárselo al subinspector Lapping cuando vuelva.

—Tiene que recibirlo el subinspector Lapping previa firma. Ésas son mis órdenes.

—¿Tiene que ser el subinspector Lapping el que firme para que le den el paquete?

—Exacto.

—Podrías dejarlo en el buzón de la policía que hay en la oficina de correos —le sugirió Emmanuel. La señorita Byrd le había explicado con todo detalle en su primer encuentro cómo funcionaba el servicio postal—. El subinspector Lapping es el único que puede retirarlo con su firma, y tendrá que identificarse para que le dejen llevarse el paquete.

—No sé…

—El mensajero se frotó la barbilla bien afeitada para quitarse el polvo que se le había acumulado al meterse por equivocación en el camino de una granja y tener que dar la vuelta para volver a la carretera principal. Las ruedas de la moto todavía tenían estiércol de vaca fresco en las ranuras.

—Puede que el subinspector Lapping esté aquí mañana cuando vuelvan a mandarte con el paquete —continuó Emmanuel—. O quizá no vuelva hasta pasado mañana. No puedo prometerte nada.

El mensajero recorrió la comisaría de pueblo con la mirada como si fuera un médico inspeccionando una casa afectada por la peste. No quería tener que ponerse en camino antes del amanecer y atravesar el país para que le mandaran de vuelta una y otra vez.

—¿El subinspector Lapping es el único que puede retirar el paquete con su firma?

—Y con su identificación —enfatizó Emmanuel.

—De acuerdo —el mensajero hizo como si estuviera considerando seriamente la idea al tiempo que se ponía los guantes de motorista, preparándose para el viaje de vuelta a la ciudad—. ¿Está cerca la oficina de correos?

—En esta misma calle —dijo Emmanuel—. Te acompaño y le pedimos a la señorita Byrd que meta el sobre en el buzón de la policía con su firma.