Emmanuel salió de la peluquería Moira y fue directo al camino kaffir. Todo había quedado confirmado: el pequeño Willem estuvo despierto con difteria, primero a las once de la noche y de nuevo a las dos de la madrugada. La criada negra, Dora, estaba dispuesta a jurarlo por sus propios hijos. Quizá Erich Pretorius fuera un lanzallamas humano, pero la noche del asesinato estaba tranquilamente en su casa.
El tercer hijo del comisario tenía muy pocas probabilidades de ser el asesino, así que no fue ninguna sorpresa descubrir que no había tenido una participación física y directa en el homicidio. Las pruebas del lugar del crimen apuntaban a la falta de fuerza física del asesino; Erich podía arrastrar un tren de mercancías cargado hasta Durban en una tarde. El asesino era una persona serena; Erich era un setenta por ciento de músculo y un treinta por ciento de combustible inflamable.
Emmanuel atravesó una parcela desocupada llena de hierbajos y arbustos sin cuidar. Se acercaba la hora de comer y la calle estaba tranquila cuando tomó una pronunciada curva a la derecha para dirigirse a la tienda Poppies. El viejo judío estaba sentado detrás del largo mostrador de madera, leyendo un libro. Desde la trastienda llegaba el murmullo de las máquinas de coser. Zweigman levantó la vista cuando entró.
—Oficial.
Emmanuel había ido a pedirle que le dejara utilizar el teléfono de la tienda, pero se había acordado de otra cosa.
—¿Cómo sabía el comisario Pretorius que era usted médico titulado? —preguntó.
Zweigman el cirujano y Zweigman el tendero seguían sin encajarle. Si la hermana Angelina y la hermana Bernadette hubieran cumplido su promesa, Zweigman habría seguido siendo un judío más comerciando con sus géneros en el mercado, prácticamente invisible.
—Saber cosas era la especialidad del comisario —respondió Zweigman con sequedad.
Había algo más. Lo veía en el rostro del alemán, en la extraña forma en que mantenía la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado al hablar. Cuando Shabalala no revelaba información, Emmanuel suponía que era para proteger la memoria y la reputación de su amigo de la infancia. ¿A quién estaba protegiendo el doctor Zweigman?
Emmanuel escribió «preguntar fecha de la recomendación del médico a Shabalala» en una página en blanco de su libreta. ¿Cuándo le había dicho el comisario a su mano derecha que fuera a ver a Zweigman en lugar de al doctor Kruger si necesitaba ayuda?, ¿antes o después de que atropellaran al niño delante de la tienda? Si había sido antes, el comisario estaba enterado de antemano de cuál era el verdadero estatus de Zweigman.
—Venía a pedirle que me dejara utilizar su teléfono —dijo Emmanuel.
—Hay un teléfono en la comisaría precisamente para esos asuntos.
Los ojos castaños de Zweigman ardían con curiosidad suficiente para matar a seis gatos.
—El Departamento de Seguridad se ha hecho con el control del caso del homicidio y de la comisaría de policía —contestó Emmanuel, diciéndole la verdad—. Necesito otro lugar en el que llevar a cabo mi investigación.
—¿Está volviendo a investigar el caso de los abusos?
—Eso y algunas otras cosas —dijo Emmanuel, pensando en el expediente que tenía guardado en un escondite seguro, esperando a que fuera a leerlo. Antes, sin embargo, daría el parte a Van Niekerk y tantearía el terreno en busca de información nueva.
—En ese caso… —Zweigman metió la mano debajo del mostrador y sacó un pesado teléfono negro conectado a kilómetros de cable pelado—, encantado de hacerle el favor, oficial Cooper. Puede llamar desde la habitación del fondo.
Las mujeres levantaron la vista de las máquinas de coser cuando entraron los dos hombres, esta vez con menos miedo. Emmanuel dirigió un saludo con la cabeza a cada una de las costureras y se aseguró de echarle una mirada extralarga a la Ardiente Tottie mientras seguía a Zweigman hacia la sala de estar. Concentrarse en la presumida joven era una forma segura de ocultar su encuentro con el tímido pajarito mestizo en la cabaña del comisario.
Los ojos verde esmeralda de Tottie brillaron con regocijo. Ella era una reina y él, otro suplicante más que venía a poner su deseo ante su puerta.
Davida estaba diseñando un patrón de papel sobre una mesa de corte bajo la supervisión de Lilliana Zweigman. La cabeza, cubierta con un pañuelo verde, se mantuvo inclinada. No dejó ver nada que indicara que Emmanuel había hablado con ella, la había tocado y le había pedido que le guardara sus secretos.
—Aquí —dijo Zweigman mientras ponía el teléfono negro de baquelita en una mesita de té y le señalaba una silla—. Mi mujer y las señoras van a pasar por esta habitación para salir al patio trasero dentro de veinte minutos. Es el descanso para la comida.
—Ya habré terminado.
Emmanuel se sentó y se acercó el teléfono. Zweigman salió de la habitación y Emmanuel esperó a que volviera a sonar el murmullo de las máquinas de coser en funcionamiento. La delicada Lilliana había interrumpido toda la actividad hasta que su marido saliera ileso de la sala de estar. Había algo de su pasado que todavía se cernía como una sombra sobre la pareja judía. ¿Cuánta gente vivía en aldeas, pueblos y ciudades sabiendo por experiencia que ningún lugar es seguro? La historia, escrita con la ayuda de las balas y las bombas, lo arrasaba todo a su paso.
Llamó y esperó a que la operadora le pusiera con la jefatura de policía del distrito. La línea estaba libre.
—¿Cooper? —la voz de Van Niekerk fue directa y contundente. Algo pasaba en la oficina.
—Sí, señor.
—Llámame a este número dentro de diez minutos. Con el prefijo local.
El inspector le dio el número y colgó sin dar ninguna explicación. A través de la línea le llegó el habitual «pi, pi, pi», seguido de la voz de la operadora:
—Su llamada se ha cortado, señor. ¿Quiere que vuelva a intentarlo?
—No, gracias.
Emmanuel colgó el teléfono y miró la hora. Diez minutos era el tiempo justo que necesitaba Van Niekerk para recorrer las dos manzanas que separaban la jefatura de policía de una cabina telefónica pública. El Departamento de Seguridad había echado al inspector de su despacho particular y le había mandado a la calle.
El ruido constante de las máquinas de coser contrastaba con el ritmo entrecortado de los latidos de su corazón. Repasó las notas que había tomado en el lugar del crimen. ¿Era el asesinato del comisario Pretorius la pieza de la esquina de un rompecabezas mayor que estaba intentando resolver el Departamento de Seguridad?
Emmanuel se fijó en el lugar en el que estaba. Se encontraba en una pequeña sala de estar anexa a la trastienda de un taller de costura con empleadas que trabajaban en malas condiciones en el lado oscuro de la frontera racial. El Departamento de Seguridad y los pesos pesados de la política que lo respaldaban ocupaban el asiento del poder mientras él escarbaba en las sucias entrañas de la vida privada de la víctima. Le asaltaron las dudas y cerró los ojos para pensar. Sintió un dolor punzante en la cuenca del ojo.
—Dios mío… —susurró la voz del sargento mayor—. ¿Y si esos cabrones tienen razón y fue asesinado por motivos políticos?
Emmanuel apartó la voz de su cabeza y repasó los principios básicos de la investigación de homicidios. La mayor parte de los asesinatos son el resultado de impulsos humanos y banales: un ladrón roba por dinero, un marido mata por venganza y un inadaptado mata para liberar sus impulsos sexuales. Son necesidades humanas vulgares, tristes y confusas las que mueven las manos de los asesinos.
—El Departamento de Seguridad no se mueve en tu mundo de normalidad, amiguito —dijo el agresivo escocés—. Mientras tú andas registrando cajones de ropa interior y vagando por los caminos kaffir, ellos dibujan el mapa de Sudáfrica y de todos los países de alrededor. Tú eres un soldado de infantería y ellos son los ayudantes personales del general.
Emmanuel intentó no hacer caso a los comentarios del sargento mayor, pero no pudo. Tenía demasiada razón en lo que decía. ¿Por qué iba a ocuparse el Departamento de Seguridad de este asesinato con tanta rapidez y tanto ahínco si no era porque ya tenían pruebas que respaldaban su teoría de la revolución política?
Las palabras «pulcritud» y «puntería de francotirador» de sus notas le llamaron la atención como nunca hasta entonces. Los asesinos profesionales apuntaban a la cabeza y a la columna. Los asesinos profesionales no dejaban huellas. ¿Se había equivocado al interpretar el escenario del crimen, buscando elementos personales donde no los había?
Marcó el número que le había dado Van Niekerk.
—¿Cooper?
Cuando contestó, al segundo tono, el inspector estaba sin aliento y de mal humor.
—Soy yo. ¿Y ese cambio de teléfono?
—Los del Departamento de Seguridad tienen las orejas muy grandes y no pienso darles información a cambio de nada —respondió Van Niekerk—. ¿Llamas desde la comisaría?
—Llamo desde un teléfono particular.
—Bien. ¿Qué noticias tienes?
—El Departamento de Seguridad va directo a por la conexión comunista. Tienen un expediente confidencial con listas de miembros del partido y sus colaboradores. Parece que el asesinato del comisario Pretorius encaja en una investigación previa.
—La Operación Punta de Lanza —dijo Van Niekerk con ese tono despreocupado de superioridad con el que se había puesto en contra a la mitad de los policías que trabajaban en homicidios o robos—. El Partido Nacional pretende aplastar el movimiento comunista deteniendo a espías que entren en Sudáfrica con panfletos y textos prohibidos. Hacen redadas en los pasos fronterizos ilegales con la esperanza de pescar un pez rojo al que poder freír por traición.
—Al comisario Pretorius le dispararon en un tramo del río que utilizan los contrabandistas —dijo Emmanuel—. A lo mejor el Departamento de Seguridad estaba mirando.
—Les habían dado un soplo y este jueves iban a hacer una redada en el paso de Watchman’s Ford, donde encontraron al comisario Pretorius. El Departamento de Seguridad quiere salvar esa operación encontrando una conexión entre el asesinato y un espía comunista en concreto al que han estado vigilando.
El alcance de los contactos políticos y sociales de Van Niekerk impresionó a Emmanuel y le hizo pararse a pensar. ¿Había algún dato que se le escapara al ambicioso holandés?
—¿El espía del que sospechan es un tipo negro licenciado en el Fort Bennington College?
—Ahora soy yo el que está impresionado —contestó Van Niekerk con un tono ligeramente humorístico—. Hay menos de cien personas en toda Sudáfrica que sepan eso. ¿Seguro que no quieres entrar en el Departamento de Seguridad? Están buscando jóvenes brillantes.
—No me interesa rediseñar el mapa del mundo con una empulguera y una tubería de acero.
—¿A tanto han llegado?
—Sí.
Le vino a la mente la imagen del minero con los brazos amoratados y los ojos desorbitados.
—¿Te ha tocado algo a ti?
—Todavía no —dijo Emmanuel—, pero sólo es cuestión de tiempo.
—¿Qué tienes sobre el comisario Pretorius? —de pronto la voz de Van Niekerk había adoptado un tono apremiante.
—Nada concluyente. Aunque ahora ando detrás de algo que podría bajar al comisario de su pedestal.
No mencionó el robo de las pruebas. Esa herida estaba demasiado reciente para abrirla delante de Van Niekerk.
—Encuéntralo —dijo el inspector—. La información sobre el yerno de Frikkie van Brandenburg es la única arma que puede frenar a los del Departamento de Seguridad si van a por ti.
—¿Cree que me van a acorralar y voy a tener que salir por la fuerza?
—Estoy hablando contigo desde una cabina telefónica asquerosa en un callejón. Tú me estás llamando a saber desde dónde. Ya estamos acorralados, Cooper.
—¿Qué hago con los trapos sucios cuando los encuentre?
Las medidas de seguridad que había improvisado en Jacob’s Rest no bastaban para frenar una inspección del Departamento de Seguridad. Necesitaba un segundo colchón por si se caía.
—Ve a la oficina de correos del pueblo. Dentro de media hora te envío un telegrama con lo que necesitas.
El murmullo de las máquinas de coser empezó a apagarse. Era casi la hora de la comida de Lilliana Zweigman y las costureras.
—Tengo que irme —le dijo al inspector mientras el ruido de las sillas que se arrastraban llegaba hasta la sala de estar.
—Emmanuel…
El uso de su nombre de pila le hizo quedarse en el teléfono.
—¿Sí, señor?
—Mañana por la mañana van a enviar por mensajería una cartera con información para el Departamento de Seguridad. Una de las cosas que contiene es un dossier personal sobre ti. No puedo pararlo. Lo siento.
—¿Qué tiene?
No pudo evitar hacer la pregunta. Necesitaba saberlo.
—Todo. Razón de más para que encuentres todos los trapos sucios que puedas sobre la familia Pretorius. Los vas a necesitar independientemente de quién atrape antes al asesino.
—Gracias, señor.
Colgó el teléfono y se metió la mano en el bolsillo para sacar unas cuantas pastillas blancas mágicas. El miedo se sumó a las dudas y se preguntó cómo iba a conseguir que su vida no se saliera de los estrechos raíles que había construido con tanto esmero desde que había regresado a Sudáfrica. Se tragó las pastillas con un vaso de agua del grifo de la sala de estar. Era demasiado tarde para parar esa carpeta y demasiado tarde para retirarse de la investigación.
—Por Dios, deja de compadecerte de ti mismo —dijo el sargento mayor—. Levanta el culo y ponte a trabajar. Sigues teniendo un asesinato que resolver.
Las mujeres salieron al patio trasero en fila y Emmanuel se dirigió al camino kaffir que conducía a la oficina de correos. Cuando se acercó, un escuadrón de saltamontes con alas amarillas salió volando y se posó en los tallos curvos de la hierba. No quería pensar en el dossier personal, pero no se le iba de la cabeza.
—Tiene la piel oscura, ¿verdad? —pensó el sargento mayor en voz alta—. ¿Qué revela sobre ti, Emmanuel…, el hecho de que Davida te excite?
—No quiere decir nada —contestó en voz baja.
—¿Seguro? —el sargento mayor se estaba divirtiendo—. Porque a mí me lleva a preguntarme si al final va a resultar que lo que dijo el jurado sobre tu madre era verdad. ¿Tú qué crees, amiguito?
Emmanuel no contestó. Las pastillas que se había tomado en la tienda de Zweigman harían efecto enseguida. Le cerró la puerta al sargento mayor y echó la llave. Bajo ninguna circunstancia iba a pensar en lo que había dicho el escocés chiflado.
Harry, el soldado traumatizado por la guerra, estaba sentado en las escaleras de la oficina de correos cuando Emmanuel salió del edificio de una sola habitación con el telegrama de Van Niekerk bien guardado en el bolsillo. Era la primera hora de la tarde y una brillante luz de primavera bañaba la calle principal. Calle abajo, un fornido granjero blanco estaba silbando una canción mientras sus mozos de granja cargaban sacos de abono y semillas en su camioneta.
—Pequeño comisario —dijo Harry con un susurro áspero—. Pequeño comisario…
El ruido metálico de las medallas y una mano que le tiraba de la manga con insistencia indicaron a Emmanuel que el veterano estaba hablando con él y no con un fantasma de gas mostaza.
—Soy el oficial Emmanuel Cooper, de la policía judicial de Jo’burgo —le recordó al viejo soldado—. Me conociste en la tienda de Tiny, ¿te acuerdas?
—Pequeño comisario —dijo Harry sin hacerle caso—. Pequeño comisario.
Emmanuel no corrigió a Harry una segunda vez. Tenía que irse de la calle principal antes de que los agentes del Departamento de Seguridad se enteraran de dónde estaba y decidieran transmitirle su descontento por su interrogatorio a Erich Pretorius.
—¿En qué puedo ayudarte, Harry? —preguntó.
—¿Esta noche? —Harry le rodeó la muñeca con su huesuda mano y no le soltó—. ¿Esta noche, pequeño comisario?
Emmanuel miró a su alrededor para ver cuánta atención estaba recibiendo. Ninguno de los transeúntes hizo caso a la inusual estampa de un mestizo con gesto de aturdimiento agarrado a la muñeca de un blanco. Harry era el loco del pueblo: nadie esperaba que se comportara como un vecino normal de Jacob’s Rest.
—A lo mejor esta noche —contestó Emmanuel cuando entendió la pregunta de Harry—. A lo mejor esta noche. Todavía no lo sé.
—Bien, bien —la sonrisa de Harry le iluminó el rostro y dejó ver la persona que había sido antes de la guerra: un atractivo hombre de piel clara con las ideas en orden—. Bien, pequeño comisario. Bien.
—Venga, ve. Esta noche me paso.
—Bien, bien.
El viejo soldado le soltó y giró en dirección a la comisaría. Emmanuel le puso la mano en el hombro y le dijo al oído:
—No vayas a la comisaría, Harry. El comisario Pretorius ya no vive allí.
—A casa —dijo Harry—. A casa.
Harry se alejó por la calle arrastrando los pies como un fantasma a plena luz del día. ¿Qué habría sido de él sin Angie, el bulldog que cuidaba de él y de sus hijas que jugaban a ser blancas? El mundo era un lugar hostil para los viejos soldados.
—¿Es usted amigo de Harry?
Era Louis. Se había materializado como una aparición a la luz del sol de primavera.
—Le he visto unas cuantas veces —dijo Emmanuel.
—Es soldado, como usted. Aunque eso no quiere decir que sea igual que usted.
—¿Ah, no?
A Louis debía de haberle llegado información sobre su paso por el ejército a través de sus hermanos.
—Tenemos que estar alerta contra nuestros sentimientos hacia ellos —dijo el joven Pretorius—. Espiritualmente nunca podrán ser nuestros iguales, por eso debemos permanecer separados y puros.
El brillo en los ojos de Louis incomodó a Emmanuel. Aquel sermón en el bordillo de la acera le había cogido de improviso y le trajo a la memoria el himno que había cantado Louis detrás de la licorería de Tiny.
—¿Estuvo tu padre en el ejército?
Un vínculo entre «compañeros de armas» podría explicar la decisión del comisario Pretorius de entregar las cartas a Harry y ayudar a las hijas del anciano a conseguir papeles de blancas.
—Mi padre no estuvo en la guerra inglesa —Louis se parecía mucho a su madre: suave por fuera pero acerado como un sable por dentro—. Dos de mis abuelos fueron generales en los comandos de la guerra de los bóers. Somos una familia de auténtico volk.
Los negros tenían razón. Louis y su madre compartían un orgullo desmedido por el linaje afrikáner de la familia y un gusto por la superioridad espiritual. Si antes de la caída viene la soberbia, pensó Emmanuel, Louis y su madre se iban a sumergir en lo más profundo del infierno.
—¿Vienes a recoger la pieza para tu moto? —preguntó Emmanuel. Recordó el traqueteo mecánico que había oído en la cabaña de piedra antes de perder el conocimiento. ¿Podía haber sido el motor de una motocicleta?
—Aún no ha llegado —contestó Louis.
Dickie salió al porche delantero de la comisaría moviéndose pesadamente y encendió un cigarro.
—A lo mejor hoy es tu día de suerte —dijo Emmanuel. Era hora de dirigirse al camino kaffir. La tarde estaba avanzando y todavía tenía que recuperar el expediente y leerlo.
—Oficial… —le llamó Louis—. Casi se me olvida. Mis hermanos le están buscando.
—Me encontrarán enseguida —dijo Emmanuel antes de echar a andar a toda prisa por delante de la fila de negocios de blancos de la calle Piet Retief. Tenía que meterse en el camino kaffir antes de llegar a la altura del almacén de material agrícola Pretorius, la peluquería Moira y el taller. La familia del comisario estaba por todas partes.
—Emmanuel se detuvo a la entrada del camino. Louis estaba en las escaleras de la oficina de correos, observándole con la intensidad que había utilizado su madre al mirar fijamente el expediente policial. El joven le dijo adiós con la mano y desapareció en el interior del edificio donde la señorita Byrd, con la piel de color café, y la señorita Donald, de cutis rosado, clasificaban el correo según los grupos raciales y vendían sellos.
En el camino kaffir, Emmanuel pensó en Louis. El muchacho y su futuro tenían que haber sido fuente de tensiones en el hogar de los Pretorius. La señora Pretorius veía en Louis a un santo profeta. Una persona pragmática y realista como Willem Pretorius debía de haber visto otra cosa.