Llegó a la gran casa blanca por la mañana temprano al día siguiente y encontró a la señora Pretorius en el jardín, trasplantando plantas de un semillero. Llevaba la cabeza cubierta con un gran sombrero de paja y se protegía las delicadas manos con unos fuertes guantes de algodón.
—Oficial Cooper —le saludó. Tenía una mirada esperanzada en sus ojos azules.
—Todavía no hay noticias —dijo Emmanuel en respuesta a la mirada—. He venido a preguntarle si puedo ver la habitación de invitados en la que dormía el comisario Pretorius.
—Los miércoles —le dijo con esa mirada acerada como un sable que había visto Emmanuel en su primer encuentro con ella—. Willem sólo dormía allí las noches que iba a pescar.
—Perdóneme. Sé que usted y el comisario estaban muy entregados el uno al otro. Lo ha comentado todo el pueblo. Incluso los negros y los mestizos.
—Intentábamos servir de ejemplo. Confiábamos en que otros nos vieran y siguieran el camino hacia una verdadera unión cristiana.
—Un buen matrimonio es algo poco común —dijo Emmanuel. Quizá la señora Pretorius creyera que era la mitad de una unión cristiana, pero el pecado de la soberbia estaba muy presente en ella.
—¿Está usted casado, oficial Cooper?
Emmanuel se tocó con el dedo el lugar en el que había estado su anillo de matrimonio. Estaba claro que cualquier referencia al divorcio iba a poner a la señora Pretorius en su contra y le iba a cerrar en las narices la puerta de la habitación de invitados. Aquella mujer no toleraría que un extraño con taras morales tocara las pertenencias de su santo marido.
—Perdí a mi mujer hace casi siete meses.
Dijo la verdad hasta donde podía y confió en que ella rellenara los huecos.
—Dios tiene sus razones —contestó poniéndole la mano en el hombro. Incluso cuando estaba pasando por un calvario, la señora Pretorius tenía que ser quien alumbrara el mundo con su luz.
—Estoy intentando comprender —dijo Emmanuel. Pensaba en el comisario y en la caja fuerte casera astutamente escondida. Estaba empezando a descubrir la verdad sobre el lado oscuro de Willem Pretorius que la bondad de su mujer no había conseguido iluminar.
—Puede entrar en la habitación —dijo ella asintiendo con la cabeza. Su confusión, que ella interpretó como un conflicto espiritual, le hacía digno de recibir su ayuda—. Venga conmigo.
Emmanuel siguió a la señora Pretorius por el jardín y se fijó en las marcas de sus botas sobre la tierra recién removida. Eran unas botas de trabajo con profundas ranuras rectas, casi idénticas a las de las huellas presentes en el lugar del crimen. Recordó lo que le había dicho Shabalala: que los hombres de la familia y la propia señora Pretorius habían ganado muchas medallas en competiciones de tiro.
—Va a tener que pedirle a Aggie que le abra. Willem usaba la habitación para trabajar y la dejaba cerrada con llave cuando no estaba en casa.
Aquellas palabras removieron algo dentro de la señora Pretorius y se echó a llorar con débiles sollozos. El rostro se le demudó del dolor. Si la frágil mujer rubia había matado a su marido, ahora se arrepentía.
Se quitó los guantes de jardinería y se secó las lágrimas.
—¿Por qué iba alguien a hacerle daño a mi Willem? Era un buen hombre…, un buen hombre…
Emmanuel esperó hasta que disminuyó la intensidad de los sollozos.
—Voy a averiguar quién le ha hecho esto a su marido y voy a averiguar por qué.
—Bien —la viuda respiró hondo y recuperó el dominio de sí misma—. Quiero ver cómo se hace justicia. Quiero ver colgado a quienquiera que haya hecho esto.
La mirada acerada había vuelto y Emmanuel supo que la señora Pretorius hablaba totalmente en serio. Pensaba estar presente en la cárcel cuando se abriera la trampilla y el asesino iniciara su larga caída hacia la otra vida.
—Aggie… —llamó la señora Pretorius dirigiéndose al interior de la gran casa—. Aggie, ven aquí.
Esperaron en silencio mientras la anciana mujer negra atravesaba el vestíbulo arrastrando los pies hasta llegar a la puerta principal. Su voluminoso cuerpo estaba encorvado tras una vida dedicada a las tareas domésticas; tenía las manos nudosas de haber lavado la ropa y fregado los suelos de la familia afrikáner perfecta durante años. Emmanuel dudaba que ahora hiciera demasiado.
—Aggie —dijo la señora Pretorius sin bajar apenas el tono de voz; por añadidura, la criada estaba sorda—, tienes que llevar al oficial Cooper a la habitación de invitados que utilizaba el comisario. Ábrele la puerta y cierra con llave cuando haya terminado.
Sin decir nada, la anciana criada le hizo un gesto a Emmanuel para que entrara. ¿Cuál era su función en la casa? Hansie había dicho que la anciana ya no era útil pero que el comisario no quería que se fuera. La mayoría de los afrikáners y los ingleses tenían un sirviente negro que era casi como de la familia. Casi.
—Después tiene que tomar el té conmigo, oficial Cooper —dijo la señora Pretorius—. Dígale a Aggie que le acompañe al porche trasero.
—Gracias.
Después del té con la señora Pretorius iría a ver a Erich. Las puertas de la casa familiar de los Pretorius se le iban a cerrar en las narices una vez que interrogara al irascible tercer hijo del comisario sobre el incendio del taller de Anton y la pelea con su padre por la indemnización. Tenía que conseguir información mientras pudiera.
Aggie se detuvo delante de una puerta cerrada y hurgó en el bolsillo del delantal. Tardó una eternidad en meter la llave en la cerradura y girarla con sus manos artríticas. Abrió la puerta y, sin decir una palabra, le hizo un gesto para que entrara. Emmanuel se preguntó si la criada negra sería muda además de sorda.
Observó la habitación antes de tocar nada de lo que había en ella. Era un espacio grande y agradable con una cama perfectamente hecha, una mesilla de noche, un armario de madera oscura y un escritorio situado junto a una ventana que daba al jardín delantero. Era otro ejemplo de los espacios limpios y ordenados en los que estaba especializado el comisario Pretorius.
Emmanuel fue hasta la mesilla y abrió el cajón. Sólo había una Biblia encuadernada en piel de becerro negra. La cogió y examinó las hojas, muy manoseadas. Las Escrituras no estaban allí de adorno, el comisario Pretorius leía las palabras del Señor con regularidad. En la cabaña de piedra, sin embargo, no había ninguna Biblia; sólo una cámara robada a un pervertido llorón y un sobre que contenía algo por lo que merecía la pena mearle encima a un hombre.
Emmanuel le dio la vuelta a la Biblia y la agitó para ver si caía algo.
—Ay…
—Era la criada, Aggie, escandalizada ante su maltrato a la palabra de Dios. Por lo visto no era muda ni ciega, solamente reacia a gastar sus limitadas reservas de energía en hablar. Emmanuel cerró la Biblia con delicadeza y volvió a ponerla boca arriba. Bajo la mirada de la criada, fue pasando las hojas rápidamente, como un predicador en busca de sabias palabras para su próximo sermón.
Volvió a meter la Biblia en el cajón. El libro no contenía nada más que la palabra del Todopoderoso. La cama estaba hecha, con una manta de cuadros escoceses encima de unas sábanas amarillas limpias. Levantó la almohada. Debajo había un pijama azul de algodón. La criada volvió a sobresaltarse y Emmanuel puso la almohada exactamente como estaba. La habitación tenía ya una atmósfera de santuario, con todo destinado a permanecer intacto hasta que el comisario regresara el día del Juicio Final.
El armario era un mueble elegante con dos puertas y pomos de nácar. Había dos uniformes de policía planchados colgados juntos en sendas perchas de madera, y dos pares de brillantes botas marrones que resplandecían con betún y esperaban a que el comisario las llenara con sus pies del número 47.
«Paciencia», se dijo Emmanuel. Había algún motivo por el que la habitación estaba cerrada con llave. Abrió el primer cajón del escritorio y el corazón le empezó a latir con fuerza. Dentro había un grueso expediente policial, al lado de un pequeño libro con tapas duras. Deshizo el lazo de la carpeta y abrió el expediente. La primera hoja era una denuncia, archivada en agosto de 1951, de un incidente durante el cual la seductora Tottie James había estado expuesta al ruido de un jadeo procedente de la ventana de su dormitorio. Aquello no era ninguna sorpresa. Emmanuel supuso que casi todos los hombres emitían jadeos cuando Tottie estaba cerca.
Hojeó las demás denuncias y no consiguió verle el lado cómico a la descripción de Della, la hija del pastor, a quien habían agarrado por la espalda en su propio dormitorio y habían puesto en el suelo boca abajo mientras el agresor le restregaba la pelvis contra las nalgas. Un mirón implicaba distancia, un individuo escondido observando con avidez a su objeto de deseo desde lejos. Una agresión física que había provocado contusiones y una costilla rota era un asunto totalmente distinto.
Por la noche leería el expediente con detalle e intentaría hacerse una idea de cómo era el hombre que había cometido esos delitos y por qué el comisario y su subcomisario no habían conseguido encontrarlo y detenerlo.
Emmanuel dejó el expediente policial y examinó el libro de tapas duras del cajón. El fino volumen, que cabía en el bolsillo de una chaqueta, era un artículo de lujo. Acarició la suave piel de la cubierta. El título le intrigó: Placeres celestiales.
Abrió el libro al azar, pasando las hojas cortadas a mano, y leyó un par de líneas por encima: «Flor de Ciruelo se tendió en el lujoso palanquín con el único atuendo de una borla roja y dorada que colgaba de su cuello exquisito. De sus labios entreabiertos salió el humo del opio, en forma de volutas que se elevaron por el aire».
Le pudo la curiosidad y saltó hasta la mitad del libro. Había un dibujo lineal de una joven oriental desnuda, arrodillada sobre un cojín y mirando al suelo. El libro tenía clase, pensó Emmanuel, y rozaba lo literario, pero no dejaba de ser una novela porno. Se lo metió en el bolsillo.
—Mmm…
Aggie le estaba advirtiendo que le había visto coger el libro.
Emmanuel siguió dándole la espalda a la anciana. Iba a salir de la casa de Pretorius con el expediente y con el libro, le daba igual cuánto se ofendiera la criada sorda.
Los demás cajones revelaron el gusto del comisario por las camisetas interiores almidonadas, los pijamas de cuadros y los calcetines caquis. Volvió a acercarse a la cama, miró debajo y no encontró ni una mota de polvo.
Emmanuel se acercó a la criada entrada en carnes, que estaba apoyada en la jamba de la puerta. Eran las nueve y media de la mañana y parecía lista para una siesta.
—¿Cuál es su trabajo en la casa? —le gritó Emmanuel en zulú. Probablemente la criada acabaría en coma si tenía que mantener una conversación en inglés.
—Limpiar —contestó ella en su lengua materna—. Y guardar la llave.
—¿Qué llave?
Hurgó en el bolsillo del delantal y sacó la llave de la habitación de invitados. Se la enseñó sobre la palma de la mano pero no dijo nada.
—¿Guarda usted la llave de esta habitación?
La criada asintió con la cabeza.
—¿Cómo entraba el comisario?
—Pidiendo la llave.
Aggie, la criada de confianza, era la guardiana de la puerta, pero ¿cómo entraba Willem Pretorius cuando volvía tarde de pescar?
—¿La despertaba para que le diera la llave cuando volvía a casa de noche?
—No. Me decía dónde tenía que dejar la llave.
—Y usted dejaba la llave encima de una mesa —dijo Emmanuel—. ¿Algo así?
—Me decía dónde tenía que dejar la llave —repitió, y haciendo un gesto con la mano, le indicó con impaciencia que saliera de la habitación. Era hora de irse.
Emmanuel salió al pasillo.
—¿Dónde le dejaba la llave? —preguntó.
—En la maceta, detrás de la bolsa de azúcar, en la tetera. Donde me dijera él que la pusiera.
—¿De verdad?
Emmanuel estaba asombrado ante la necesidad constante de secretismo del comisario. Se comportaba como un agente de la policía secreta cuya verdadera identidad fuera su mayor lastre.
—¿Por qué cree que cambiaba el sitio de la llave? —preguntó mientras Aggie metía la llave en la cerradura con sus nudosas manos.
La exhausta anciana se encogió de hombros, dando a entender que hacía mucho que había dejado de intentar comprender las misteriosas costumbres del hombre blanco.
—El baas dice: «Ponla en la tetera», yo la pongo en la tetera.
—Para la criada, ahí se acababa la historia. Un sirviente no hacía preguntas a su amo ni intentaba entender por qué la señora necesitaba que las camisas se tendieran de determinada manera en la cuerda.
—¡Aggie! —exclamó la señora Pretorius desde el porche trasero—. ¿Aggie?
La criada negra no oyó a la señora. Estaba ocupada girando la llave en la cerradura tan rápido como se lo permitían sus frágiles dedos.
—Voy fuera a tomar el té con la nkosikati —dijo Emmanuel antes de dirigirse hacia la parte trasera atravesando la casa. Si esperaba a Aggie, para cuando por fin consiguieran llegar fuera iba a ser la hora de comer.
Se detuvo junto al aparador que ocupaba toda una pared de la gran sala de estar y cogió la fotografía de Frikkie van Brandenburg y su familia. Estaba acostumbrado a ver al adusto clérigo, el oráculo afrikáner, como un hombre mayor con el ceño fruncido y con fuego en la mirada, pero, incluso de joven, el serio Frikkie parecía preparado para enderezar el mundo.
¿Qué habría pensado Van Brandenburg de la familia de su hija? Louis el fumador de dagga, Erich el pirómano y Willem el embustero: todos eran parientes suyos, consanguíneos o políticos. ¿Habría estado orgulloso o le habrían entrado dudas, sólo por un instante, sobre la superioridad de la nación afrikáner sobre el resto de la humanidad?
Emmanuel dejó la fotografía en su sitio y siguió hacia la cocina, donde una criada negra más joven estaba poniendo el juego de té en una bandeja de plata.
—Sawubona…
Le dio los buenos días a la muchacha y salió al porche, cubierto por un emparrado. La señora Pretorius le hizo un gesto para que se acercara a una mesa desde la que se veía un pequeño huerto. Un jardinero, un hombre rechoncho de treinta y tantos años, estaba arrancando las malas hierbas de las filas de hortalizas y removiendo la tierra con un rastrillo de mano.
Emmanuel se sentó enfrente de la señora Pretorius y dejó el expediente en el suelo. Mantuvo el libro en el bolsillo. La criada joven salió con el juego de té y lo puso en la mesa antes de volver a meterse en la casa.
—¿Cómo toma el té, oficial Cooper? —preguntó la señora Pretorius.
—Con leche, sin azúcar —contestó mientras estudiaba a la esposa del difunto Willem Pretorius. Era hermosa de un modo refinado. No había asperezas, a pesar de la dureza que Emmanuel percibía en su interior.
—Tiene usted un jardín muy bonito —dijo Emmanuel al tiempo que recibía su té. Aquélla iba a ser su primera y única oportunidad de acceder a la vida familiar del comisario.
—Mi padre era jardinero. Creía que, con la ayuda de Dios y con esfuerzo, se podía crear el Edén en la Tierra.
—Pensaba que su padre era pastor. Un pastor conocidísimo.
La señora Pretorius hizo un pobre intento de repeler la referencia a su famoso padre:
—Mi padre no hacía ningún caso a las historias que escribían sobre él. A él le gustaba más trabajar en su huerta que hablar delante de una sala llena de gente.
Como a muchos hombres poderosos, parecía que a Frikkie van Brandenburg le habían impuesto la grandeza sin que él la buscara.
—¿Era un hombre casero? —preguntó Emmanuel con una sonrisa. Los libros de historia recién escritos recalcaban el fervor con el que Van Brandenburg se había dedicado a divulgar el mensaje de la superioridad y la redención de los blancos. Ninguna congregación era demasiado pequeña o insignificante para él. Ningún pueblo estaba demasiado aislado para librarse del evangelio según Frikkie. El gran profeta había viajado a todos.
—Estaba en casa cuando podía. Nosotros sabíamos lo importante que era su trabajo para nuestro país. Cuatro de mis hermanos siguieron sus pasos y se hicieron pastores de la Iglesia Reformada Holandesa. Mis dos hermanas están casadas con pastores.
—Usted es la excepción.
—En absoluto —contestó la señora Pretorius—. Willem podría haber sido pastor perfectamente. Tenía la fortaleza para serlo, pero no sintió la llamada.
—Ya entiendo —dijo Emmanuel. Quizá el comisario se había dado cuenta a una edad temprana de que el camino de la rectitud moral no era para él. Dar una paliza a puñetazos a un pornógrafo de poca monta no estaba en la lista de obligaciones pastorales. Y, desde luego, Placeres celestiales no era una de las lecturas obligatorias del seminario.
—Louis va a ser pastor —dijo la señora Pretorius con satisfacción—. Éste ha sido su primer año en la escuela de teología.
Emmanuel no exteriorizó su sorpresa. Después de ver a Louis hostigando a Tiny para conseguir alcohol y hierba, era difícil imaginárselo guiando a una congregación o repartiendo sabiduría cristiana.
—¿Y por qué está en casa?
No era época de vacaciones. Todos los colegios y universidades estaban en pleno curso. Las vacaciones de verano empezarían a finales de diciembre.
La señora Pretorius dio un sorbo a su té y se quedó pensando en la respuesta. Tardó unos instantes en encontrar las palabras adecuadas.
—Louis quiere tomar parte en la nueva alianza de nuestro pueblo con Dios, pero es demasiado joven para estar lejos de casa. La separación no le vino bien.
Emmanuel esperó. Había visto salir un fugaz destello de duda a través de una grieta en la sagrada coraza de la viuda. Louis era su debilidad y había algún otro motivo por el que había regresado de la escuela de teología antes de tiempo.
—Mi padre interrumpió sus estudios durante un tiempo, ¿sabe? Cuando volvió a la iglesia era más fuerte que antes, estaba más capacitado para guiar a la gente por el Camino. Louis pasará un tiempo en la granja de Johannes, conocerá la tierra y aprenderá cuáles son las inquietudes de nuestro pueblo… Volverá a la escuela de teología y, cuando salga, será un león de Dios.
—En su mirada había una confianza absoluta.
—A lo mejor Louis se hace granjero o empresario como sus hermanos, ¿no?
—No, Louis no —contestó con una sonrisa que hizo que se formaran carámbanos en el borde de su taza—. Él no es como los otros. Ya de niño tenía el don de la bondad y la compasión. Él está destinado a hacer cosas más importantes que las que ofrece este pueblo.
La señora Pretorius tenía grandes sueños, eso había que reconocerlo. Sus hijos eran los reyes de Jacob’s Rest, pero sus ambiciones eran mayores. Ella quería un líder del pueblo que pudiera transformar la nación en una tierra santa. El hecho de que su hijo no sirviera en absoluto para esa tarea era algo que se le escapaba por completo.
—¿Tenía el comisario los mismos sueños sobre Louis que usted?
—No son mis sueños, oficial Cooper. Son los de Louis.
Esta vez Emmanuel sintió el frío de su sonrisa en sus propios huesos. No se podía negar que era hija de Van Brandenburg: ir en contra de su voluntad era ir en contra de la voluntad de Dios.
No era extraño que Willem Pretorius y su hijo se dedicaran a recorrer los caminos kaffir de noche; su casa estaba gobernada por una mujer con fuego en la mirada y hielo en el corazón.
Emmanuel se bebió el té. La casa de la señora Pretorius era una vitrina en la que exhibía su idea de lo que debía ser la vida afrikáner. Si demostraba que existía una relación entre el comisario y la importación de artículos prohibidos, aquella mujer prendería fuego a la casa para purificarla.
—Willem amaba este lugar y a esta gente —los ojos azules de la viuda brillaron al llenarse de lágrimas mientras miraba hacia el veld por encima de la valla trasera—. En eso era como un nativo. La tierra lo era todo. Ya sé que ustedes los ingleses se ríen de nuestra creencia de que somos la tribu blanca de África, pero en el caso de Willem era cierto. Él era un hombre africano.
—No cabía duda de que el comisario tenía afinidad con los africanos. Su estrecho vínculo con Shabalala era la causa del resentimiento de Sarel Uys, y quizá el subcomisario no fuera el único al que incomodaba la relación de Willem Pretorius con el agente de policía negro.
—¿Cree que a algunos blancos les molestaba que el comisario tuviera buena relación con los nativos? —preguntó. Estaba pensando en Uys y en el hecho de que el pequeño hombre de facciones duras acabara de volver de Mozambique. ¿Había aparcado su coche al otro lado de la frontera, atravesado el río a nado y regresado después de cometer el crimen? Le habrían quedado dos días para mantenerse escondido sin llamar la atención y ponerse moreno antes de volver a presentarse en Jacob’s Rest.
—Willem no hacía vida social con ellos —dijo firmemente la señora Pretorius—. Los conocía a todos porque se crió aquí. Al ser comisario de policía, tenía que hablar con ellos y pasar tiempo entre ellos. La gente lo entendía.
—Claro.
Emmanuel dejó su taza en la mesa. Willem Pretorius hacía algo más que una labor policial en la comunidad nativa. Había escogido a Shabalala y a Aggie, la anciana criada artrítica, para mantener a salvo sus secretos. Eso era señal de confianza.
Las nuevas leyes de segregación habían institucionalizado la idea, que venía de largo, de que Dios había creado a la tribu negra y la tribu blanca con la intención de que permanecieran separadas y evolucionaran por separado. Cada tribu tenía una esfera propia que le correspondía por naturaleza. Solamente los degenerados cruzaban la frontera y entraban en territorios antinaturales. A los ojos de algunos blancos, quizá el comisario Pretorius había hecho exactamente eso: atravesar la línea divisoria e introducirse en el mundo negro.
«Él no es como otros holandeses». Eso había dicho Shabalala el primer día de la investigación. Quizá era aquella diferencia lo que había motivado que asesinaran al comisario.
—Gracias por el té, señora Pretorius —mientras cogía del suelo el expediente del caso de los abusos. Tenía que ir a ver a Erich, y después seguiría escarbando en la pista del «hombre blanco en el mundo negro»—. La avisaré si hay algún avance.
Alargó la mano, consciente de que ésa sería la última vez que tendría contacto físico con ella. Una vez que hablara con su hijo, la señora Pretorius no le dejaría ni acercarse.
La mujer le estrechó la mano y se quedó mirando fijamente el expediente policial.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Es un expediente sobre el caso de abusos en el que estuvieron implicadas varias de las mujeres mestizas del pueblo-contestó, diciéndole la verdad. Aquella mujer no quería suciedad en su casa y Emmanuel tenía interés en ver cómo reaccionaba a la noticia de que Willem Pretorius había traído el mal a su mundo.
—Ah… —dijo retrocediendo medio paso—. ¿Estaba en la habitación?
—Sí —contestó Emmanuel—. El caso quedó sin resolver y probablemente tocaba revisarlo para ver si aparecía alguna nueva pista.
La señora Pretorius frunció el ceño con desagrado.
—Seguro que fue uno de ellos el que lo hizo. Uno de los propios mestizos.
—¿Dijo eso el comisario Pretorius?
—No hacía falta que lo dijera —recobró la compostura y pasó a un tema del que sabía mucho, la flaqueza de los demás—. El hombre que cometió esos actos conserva unos rasgos primitivos muy fuertes. Los europeos nos hemos distanciado más de ese estado animal que los negros o los mestizos.
A Emmanuel le entraron ganas de decirle que todas las noches soñaba con las barbaridades que los europeos civilizados se hacían unos a otros con fusiles, navajas y bombas incendiarias.
—Se metió el expediente debajo del brazo. A todas horas y todos los días había alguien en algún punto de Sudáfrica haciendo algún comentario sobre el extraño comportamiento de los miembros de los otros grupos raciales. Los indios, los negros, los mestizos y los blancos se acusaban los unos a los otros con el mismo entusiasmo.
—Qué raro… —dijo la señora Pretorius en voz baja—. Willem no dijo nada de que estuviera trabajando en el caso. Dijo que estaba cerrado.
La viuda miró la abultada carpeta con una curiosidad voraz. Era como si quisiera asomarse al oscuro mundo que su marido había estado tratando de contener.
—¿Hablaba de sus casos con usted?
—No de todos —dijo—, pero ése fue especial. Le afectó trabajar en ese caso. Había noches que no podía dormir porque estaba preocupado por la moral del pueblo.
—A los policías a veces nos pasa eso con los casos sin resolver.
—Es por eso… —el expediente tenía totalmente absorbida su atención— por lo que no entiendo que no me dijera que estaba volviendo a investigarlo. Él me…, Willem me lo contaba todo.
El hecho de que el expediente estuviera en su casa sin que ella lo supiera había hecho tambalearse los cimientos del mundo de color de rosa de la señora Pretorius. La verdadera unión cristiana con el comisario, de la que estaba tan segura, se había puesto en tela de juicio.
—Seguro que fue para no preocuparla.
Emmanuel optó por la respuesta suave. Las creencias de aquella mujer se iban a enfrentar a una auténtica prueba si Emmanuel descubría que los asuntos del comisario en Mozambique eran delictivos.
—Claro —dijo ella, sonriendo al pensar en sus propias dudas—. Willem era protector por naturaleza. Vivía para mantener a salvo a nuestra familia y al pueblo.
Las lágrimas volvieron a aparecer cuando la palabra «vivía» salió de su boca. En pasado. Ahora cualquier conversación que mantuviera sobre su marido era una conversación sobre el pasado. El dolor de la viuda era auténtico, pero Emmanuel tenía la sensación de que si la señora Pretorius hubiera pillado a su querido Willem cometiendo un acto inmoral, ella misma habría apretado el gatillo.
—Lo siento… —dijo ella—. Le estoy robando tiempo de su investigación. Podría estar utilizando este tiempo para encontrar al asesino y llevarle ante la justicia.
—Sí que tengo que hablar con algunas personas. Se lo comunicaré si hay algún avance importante.
El dolor y la venganza iban a ser los acompañantes constantes de la señora Pretorius durante los meses siguientes.
Emmanuel se fue de la casa por el jardín. Tenía que ver a Erich Pretorius enseguida, pero antes iba a pedirle a la señorita Byrd, la empleada mestiza de la oficina de correos, su segundo favor en dos días.
—¿Dónde está el nkosana? —preguntó Emmanuel al muchacho negro encargado de manejar los surtidores de gasolina del taller Pretorius.
—En el despacho.
El muchacho, con unas piernas como palillos, señaló una habitación contigua al taller mecánico.
Emmanuel llamó dos veces a la puerta, en la que un rótulo rezaba «Pretorius, S. A.», y esperó a que contestaran.
—¿Quién es?
—El oficial Emmanuel Cooper.
—¿Qué pasa?
Emmanuel abrió la puerta. Si llegaba al final de esa conversación sin haberse llevado un puñetazo en la barbilla se consideraría afortunado. El tercer hijo de Pretorius estaba de un humor de perros y el interrogatorio ni siquiera había empezado.
—¿Qué quieres? —preguntó Erich levantando la vista de la montaña de papeles que tenía en la mesa.
—Lo educado es preguntar «¿En qué puedo ayudarle?» —dijo Emmanuel. El despacho estaba lleno de piezas de repuesto y facturas antiguas desperdigadas. A diferencia de su madre, Erich Pretorius se encontraba a gusto en medio del desorden.
—¿Quieres algo?
Erich apartó el papeleo pendiente y se reclinó en su silla.
—Éste debe de ser un buen negocio —dijo Emmanuel, que estudió un calendario con imágenes de maquinaria agrícola que destacaba lo último en tractores—. Un local que hace esquina situado en la calle principal. Te ha ido bien.
—No me va ni bien ni mal. ¿Qué más te da a ti?
—Sólo digo que el negocio debe de funcionar bien, y más ahora que el tuyo es el único taller del pueblo.
Erich se apoyó sobre la mesa con una sonrisa que prometía un baño de dolor.
—¿Quién ha estado cuchicheando? ¿El mestizo ése?
—Fue King quien me explicó que la fecha de tu siguiente pago es este día de aquí —Emmanuel volvió a acercarse al calendario y dio unos golpecitos con el dedo en el martes.
—¿Qué pago? —dijo Erich con desdén.
—El seguro de incendios —contestó Emmanuel—. ¿O ahora que tu padre ha muerto no tienes que pagarlo?
Erich se levantó en menos de un segundo.
—¿Qué coño tiene que ver el pago con que mi padre haya muerto?
—Él era el único que mantenía el trato en pie —dijo Emmanuel, que sintió el calor que desprendía Erich. Estaba a punto de empezar a arder de ira—. Ahora que ya no está tu padre en medio, no hay ninguna prueba de que debas nada a Anton.
—¿Te crees que mataría a mi propio padre por ciento cincuenta libras?
Emmanuel se mantuvo firme mientras la mole afrikáner rodeaba la mesa y se acercaba a él.
—Se ha asesinado a gente por menos que eso, Erich.
Mantuvo un tono amistoso y calculó la velocidad a la que podría salir corriendo hacia la puerta si fuera necesario.
—Fuera —dijo Erich desde una distancia tan corta que le salpicó de saliva—. Fuera de mi tienda, maldito inglés de mierda.
Emmanuel no se movió. Erich era muy escandaloso, pero estaba acostumbrado a ser el segundo al mando. Era la fuerza bruta del hogar de los Pretorius, no la inteligencia, y caería en cuanto quedara claro quién mandaba.
—¿Dónde estuviste la noche que asesinaron a tu padre? —preguntó Emmanuel con calma.
—Yo no tengo que contestar a eso —dijo Erich.
—Sí, sí que tienes.
Emmanuel miró fijamente al hombre enfurecido y no dejó ver ningún miedo pese a que no tenía nada que hacer contra él. El afrikáner era lo bastante grande para romperle la mandíbula de un manotazo.
—Estuve con mi familia —dijo Erich, que apartó la mirada de los ojos de Emmanuel—. Mi mujer y la criada lo pueden confirmar. Estábamos todos levantados a las once de la noche con el pequeño Willem, que estaba con difteria.
Emmanuel sacó su libreta.
—Tendré que hablar con tu mujer y verificar tu coartada.
—Por mí no hay inconveniente —dijo Erich sin vacilar—. Está ahí al lado. La peluquería Moira es suya.
La peluquería Moira, en la calle principal, era una porción más de Jacob’s Rest que pertenecía al clan Pretorius. La familia del comisario no necesitaba las leyes de segregación que favorecían a la población blanca para disfrutar de una posición destacada. Les iba perfectamente sin la ayuda oficial que recibían los blancos con el nuevo Gobierno.
Emmanuel tanteó a la montaña de hombre que tenía delante. Quizá no hubiera matado a su padre, pero ¿estaba tan enfurecido por el asunto de la deuda como para encargarse de que recibiera un duro castigo?
—¿Te parece bien pagarle todo ese dinero a un mestizo?
—No tengo elección —contestó Erich mientras volvía hacia su silla con un gesto sombrío—. Mi padre dijo que, si no pagaba, ese gilipollas inglés, Elliot King, llenaría el pueblo de abogados indios.
Emmanuel hizo un ruido que indicaba que le entendía. Era un hecho universalmente aceptado que los abogados indios estaban al nivel de los judíos en inteligencia y en ambición.
Erich abrió un cajón y sacó una abultada bolsa de papel.
—Ciento cincuenta libras —dijo mientras la dejaba caer en la mesa. Un fajo de billetes de veinte libras se salió de la bolsa—. Te la metería por el culo, pero tengo que llevársela al viejo judío esta noche.
—Menudas ideas tenía tu padre —caviló Emmanuel en voz alta—, mira que hacerte dar dinero a un judío para pagar a un mestizo…
Erich controló su genio.
—Eres muy listo —dijo—, pero no lo suficiente para hacer que me confiese culpable de un asesinato que no he cometido. En mi vida le levanté la mano a mi padre.
—Estabas muy enfadado con él, ¿no?
—Claro —contestó Erich—. Pregunta a los chicos de ahí fuera, te dirán que discutimos por los pagos. Si el viejo judío seguía en sus trece con su historia, yo tenía que contratar a un abogado para que me defendiera. Después tendría que cerrar el taller para el juicio, que podía durar muchas semanas. Al final era muchísimo más barato pagar el dinero y acabar con el asunto.
Era interesante que el comisario no hubiera discutido con su hijo sobre lo correcto o incorrecto de sus acciones. Había convencido a Erich por la vía del bolsillo. Había sido una cuestión de dinero. La señora Pretorius vivía en un mundo gobernado por un código moral, pero su difunto esposo era un hombre práctico.
—¿Sabe tu madre lo del incendio? —preguntó Emmanuel. Tenía curiosidad por ver hasta qué punto mantenía intacto Willem Pretorius el mundo de color de rosa de su mujer.
—No —dijo Erich sonrojándose, una imagen extraña en un hombre tan grande—. Mi padre pensó que era mejor no disgustarla con…, umm…, los detalles.
—Ya.
Willem Pretorius había conseguido ocultar muchos de los, umm…, detalles, pero en algún momento había fracasado en su intento de proteger todos sus secretos. Había alguien que sabía lo de la cabaña. Había alguien que sabía lo de los objetos escondidos en la caja fuerte. El robo de las pruebas no había sido casualidad. El garrote de madera demostraba que el responsable estaba dispuesto a utilizar la violencia para sacar ventaja a la policía.
Mientras el comisario Pretorius vigilaba a la gente de Jacob’s Rest, alguien le había estado vigilando a él.
—¿Es todo?
Erich volvió a meter el dinero en la bolsa, lo que claramente le enfureció.
Emmanuel decidió probar con la pista del «hombre blanco en el mundo negro». Tenía que seguir todas las vías con la esperanza de que alguna volviera a llevarle a las pruebas robadas.
—Tu padre tenía buena relación con la gente de color, ¿verdad?
—Mi padre se crió con los kaffirs, pero no era un kaffirboetie, si es lo que estás insinuando.
Kaffirboetie, hermano de los kaffirs, era uno de los insultos más fuertes que se podían lanzar a un blanco que no trabajara en los servicios de asistencia social a los nativos.
—¿Crees que había algún blanco que pensara que tenía una relación demasiado estrecha con los nativos?
—A lo mejor alguno de los ingleses. A vosotros os cuesta entender que nosotros no odiamos a los negros; los queremos. Entran y salen de nuestras casas, están con nuestros hijos y nuestros ancianos. Para nosotros los negros son parte de la familia.
—¿Como Aggie?
—Exacto. No sirve para nada, pero padre no se deshizo de ella porque ha estado con nosotros desde que yo llevaba pañales. Aggie ha sido una segunda madre para mí y para mis hermanos.
Emmanuel no ponía en duda los sentimientos de Erich. Su cariño por la anciana negra con las manos nudosas era sincero. El carro afrikáner del amor, sin embargo, descarrilaba en cuanto las personas de otras razas querían ser algo más que miembros honoríficos de la sagrada tribu blanca.
—Bueno —dijo Emmanuel metiéndose la libreta en el bolsillo—, entonces no se te ocurre ningún problema que hubiera entre los blancos, ¿no?
—Ninguno —dijo Erich.
Eso volvía a llevarle a Sarel Uys. Era el único blanco que había manifestado verdadera hostilidad hacia los lazos del comisario con Shabalala. ¿Cuánto resentimiento tenía acumulado el celoso policía en el estómago?
—Gracias por tu atención —Emmanuel terminó con la despedida estándar de los interrogatorios—. Me pasaré por la peluquería Moira según vuelvo a la comisaría.
—Muy bien —dijo Erich mientras volvía a meter el dinero en el cajón.
Emmanuel cerró la puerta del despacho al salir, pero el ruido del auricular del teléfono al levantarse de la base llegó hasta sus oídos. Erich estaba llamando a su hermano soldado a la comisaría para informarle sobre el interrogatorio. Los del Departamento de Seguridad también tendrían una oreja puesta en el teléfono.
La comisaría de policía era zona prohibida durante el resto del día. Tenía que encontrar otro sitio en el que hacer su trabajo, algún lugar al otro lado de la frontera racial.