7

Puto vago de mierda. ¿Cuánto tiempo piensas quedarte ahí tirado, follándote al suelo?

Era el sargento mayor, del centro de instrucción de reclutas, con la voz áspera por el carbón y la inmundicia del barrio marginal de Edimburgo del que había salido. Emmanuel sintió su aliento en el cuello.

¿Y tú te consideras un soldado? Sólo sirves para tirarte a furcias alemanas. ¿Para eso te alistaste? Pedazo de mierda africana inútil. Levántate inmediatamente o te disparo yo mismo. Ponte de pie o te largas de mi puto ejército.

—¿Oficial?

Emmanuel sacudió la cabeza. La sombra azul oscuro se cernió sobre él.

¿Vas a dejar que ese teutón te mee encima? ¿Qué es lo que te he enseñado? Si tienes que palmarla, que sea llevándote a otro por delante.

—¿Se encuentra bien?

Emmanuel se levantó apoyando las manos en el suelo, dio una vuelta completa sobre sus talones y se abalanzó sobre el lugar del que procedía la voz. Notó cómo los músculos del cuello se tensaban entre sus dedos, oyó el golpe del cuerpo contra el suelo y se sentó a horcajadas sobre la masa que pataleaba, haciéndose con el control. Se oyó el suave silbido del aire al salir de unos pulmones.

O-fi-cial…

El sonido se fue apagando hasta desaparecer.

Emmanuel sacudió la cabeza. Oficial. Había oído ese cargo recientemente. El recuerdo de una identificación policial consiguió abrirse paso entre el intenso ramalazo de dolor que le bajaba reptando desde el cuero cabelludo hasta la mandíbula. Dejó de apretar con tanta fuerza y sintió el cuerpo que tenía debajo, pequeño y capitulante: un joven soldado llamado a defender la patria teniéndolo todo en contra.

—Vete a casa —dijo Emmanuel mientras le soltaba. Tenía las manos en tensión, como las garras de un animal—. Ghet du zuruck nach ihre Mutter. Vete a casa con tu madre.

Un incesante «pum, pum, pum» le retumbaba en un lado de la cabeza con rigurosa precisión militar. El hedor a sangre y a orina, el clásico olor del campo de batalla, impregnaba el ambiente.

—Oficial, por favor.

Fijó la vista más allá de sus manos y reconoció a Davida, el tímido pajarito mestizo, tendida debajo de él con una marca roja en el cuello.

—Así que sabes hablar —dijo Emmanuel.

—Sí.

—¿Qué haces aquí?

—¿Dónde cree que estamos?

Se quedó tumbada sin moverse, con miedo a sobresaltarle. Emmanuel echó un vistazo a su alrededor. A través de la neblina empezaron a aparecer siluetas. Una mesa, una silla, una cama deshecha. El «pum, pum, pum» siguió sonando, fuerte como un timbal. Era imposible pensar.

—¿De dónde viene ese olor? —preguntó—. La habitación está impoluta.

—El olor sale de usted, oficial —dijo ella. Hubo un ligero temblor en su voz, que apenas tenía ningún acento, como si hubiera aprendido inglés de alguien que le exigía una pronunciación y un uso correctos—. Está en su ropa.

La chaqueta y la camisa, limpias y bien planchadas unas horas antes, tenían encima una costra de sangre seca y orina. Emmanuel se levantó de un salto y se tocó nerviosamente la entrepierna de los pantalones. La tela estaba arrugada pero seca.

—Es aquí sobre todo —dijo ella mientras se levantaba con vacilación—, donde estaba mi cabeza.

Miraron el oscuro charco, todavía húmedo y maloliente. Emmanuel volvió a tocarse la entrepierna. Seca. Se quitó la chaqueta y olisqueó la tela como un perro. Se levantó un olor a urinario en forma de nube de amoníaco. Alguien —algún puto pueblerino holandés endogámico— le había meado encima.

—Joder —dijo tirando la chaqueta con repugnancia—, ¿qué pasa en este sitio? No hay quien lleve el mismo traje dos días seguidos.

La chaqueta fue a parar al borde de la caja fuerte casera del comisario y se deslizó hasta caer dentro. Le fueron viniendo imágenes a la cabeza, cada una más nítida que la anterior, que acabaron formando una tira de película sin interrupciones. La cámara, el sobre, la sombra azul y, después, el garrote estrellándose contra su cabeza.

Emmanuel se arrodilló y se arrastró hacia el escondite. Se levantaron pequeñas nubes de polvo y arena del suelo de tierra mientras buscaba frenéticamente la cámara de Donny Rooke y el sobre de papel de estraza.

—Mierda.

Amplió su radio de búsqueda, con la esperanza de que algo hubiera caído debajo de la silla o de la cama cuando él se había desplomado. Tanteó la superficie con las manos como un borracho en un campo de minas y acabó sin otra cosa que mugre debajo de las uñas.

—No están.

Cerró de golpe la tapa de madera y las bisagras se combaron.

—¿El qué no está?

Era Davida, tan callada que Emmanuel se había olvidado de que estaba allí.

—Las pruebas —dijo—. Se han llevado la cámara y las fotos.

—La adrenalina le agarrotó los músculos del cuello y le puso el corazón a latir a la velocidad de los disparos de una ametralladora. ¿Quién sabía que estaba allí aparte de King? ¿Uno de esos granjeros santurrones con una Biblia debajo del brazo? ¿O quizá los perros guardianes del Departamento de Seguridad?

Pegó un fuerte puñetazo a la tapa de madera. Nunca te pongas de espaldas a la puerta: era la regla más elemental de autodefensa. Hasta Hansie debía de saber eso. El corte de los nudillos empezó a sangrar. El «pum, pum, pum» continuó con la intensidad del fuego de artillería y el mundo se inclinó hacia un lado.

—Siéntese —unas manos le levantaron y le pusieron una silla detrás—. Voy a buscarle algo. Siéntese. No se mueva.

Oyó el ruido de revolver cajones y armarios y después la vio de nuevo junto a la silla.

—Abra la boca.

Emmanuel obedeció y unos finos polvos extendieron por su lengua el sabor de una mezcla de limón amargo y sal.

—Ahora tráguese esto.

Le llegó un olor a whisky, seguido del sabor intenso de la bebida al llenarle la boca y arrastrar los polvos por un camino de fuego hasta su estómago.

—Quédese aquí, oficial, ahora mismo vuelvo.

—Espera.

Le agarró la muñeca más fuerte de lo que pretendía y sintió sus frágiles huesos entre los dedos.

—Estás temblando —le dijo.

—Es que no… no estoy…

—¿Qué?

—… acostumbrada a que me toquen… —dijo mirando hacia la puerta abierta— los de su clase.

—¿De «mi clase»? —repitió las palabras con un tono ligeramente humorístico. ¿Qué quería decir?

—Davida levantó la mano apresada y la sostuvo a la altura de los ojos. Sus dedos eran blancos como la pulpa de una pera, en contraste con la oscura piel de la muñeca. Emmanuel la soltó. El Partido Nacional y sus seguidores bóers no eran los únicos que creían que Sudáfrica estaba dividida en distintas «clases» de personas, diferentes e inalterables.

—¿Adónde vas?

Emmanuel flexionó la muñeca. Tocarla había sido un error. Todo lo que hiciera a partir de entonces era un arma que podría utilizar el Departamento de Seguridad contra él. El contacto físico entre personas de distinta raza era territorio prohibido.

—A traer agua del río.

Emmanuel la observó detenerse y coger un cubo cerca de la entrada. Aún estaba temblando. El cubo fue rebotando contra su pierna mientras avanzaba rápidamente hacia la abertura de la valla.

«Me tiene miedo», pensó. «Tiene miedo del hombre blanco chiflado que primero la ha tirado al suelo violentamente y después casi le rompe la muñeca sin pronunciar una simple disculpa». Cerró los ojos y no hizo caso de la tensión que se le estaba acumulando en el pecho. Le habían dejado inconsciente de un golpe y ¿qué había conseguido a cambio? No había sospechosos, no tenía verdaderas pistas y las pruebas habían desaparecido antes de que pudiera examinarlas. Los del Departamento de Seguridad iban a disfrutar de lo lindo si se enteraban de que habían robado las pruebas. Era la excusa que necesitaban para apartarle totalmente de la investigación.

El ruido del agua que rebosaba del cubo le indicó que la joven había vuelto. Abrió los ojos y la miró bien.

—No me extraña que haya creído que eras un chico —dijo cuando Davida puso el cubo delante de él. Iba vestida con ropa holgada de hombre, una camisa azul descolorida y unos pantalones anchos que ocultaban la silueta natural de su cuerpo. El pelo, moreno y muy corto, brillaba húmedo tras habérselo mojado rápidamente en el río.

Se tocó los rizos húmedos.

—Me gusta así.

—¿Entonces por qué lo llevas tapado?

—El pañuelo de algodón liso que llevaba normalmente estaba tirado en el suelo de tierra, adonde había caído durante su forcejeo.

—Porque la gente lo mira.

—¿Como estoy haciendo yo ahora? —preguntó Emmanuel. Los ojos de la joven eran de una tonalidad de gris muy poco común. Tenía la boca de su madre, con los labios carnosos y suaves.

—Debería lavarse la cara, oficial —dijo mientras se ponía detrás de la silla, fuera del alcance de la vista de Emmanuel. Había preguntas para las que no había una respuesta correcta, sobre todo cuando las formulaban los blancos.

Emmanuel se limpió la suciedad y la sangre de la piel y oyó la respiración poco profunda de la joven, amplificada por la quietud de la cabaña.

—No voy a hacerte daño —dijo—. ¿Es eso lo que te da miedo?

Ella miró fijamente las puntas de sus destrozadas botas de piel.

—No. El señor King se va a enfadar si se entera de que he estado aquí.

—¿Por qué?

—Este sitio es del comisario. Nadie más que el comisario puede entrar aquí.

—¿Por qué has venido?

Tenía que haber visto el sedán y haber comprendido que dentro había alguien de «su clase». Emmanuel vio cómo se le aceleraba el pulso bajo la suave piel morena de la base del cuello.

—Hace mucho rato que se fue de la casa del señor King. He pasado por delante a caballo y he pensado que a lo mejor se le había estropeado el coche.

—Emmanuel se inclinó hacia adelante y se echó agua fría del río en la cara y en el cuello. Había algo que no encajaba. Los nativos y los mestizos evitaban meterse en los asuntos de los blancos, sobre todo si estaba implicada la ley, y sin embargo ella estaba en la cabaña con sus manos temblorosas y su respiración irregular.

—¿Habías estado alguna vez aquí dentro?

—No —contestó cortantemente—. ¿Qué iba a hacer yo en un lugar privado del comisario Pretorius?

—No lo sé —respondió Emmanuel con sequedad—. ¿Limpiar? —la pulcritud de la cabaña era otra cosa que no encajaba—. ¿Alguna vez le ordena tu madre este sitio al comisario?

La joven se había puesto las manos a la espalda, fuera del alcance de la vista.

—Ya se lo he dicho, el comisario era el único que podía entrar aquí.

—¿Quién más sabe que existe este sitio?

—Los de Bayete Lodge. El señor King dijo que no se lo contáramos a la gente del pueblo. Nos hizo prometer a todos que no se lo diríamos a nadie. La cabaña iba a ser una sorpresa para los hijos del comisario en Navidad.

—¿Alguna vez has hablado de este sitio con alguien?

Emmanuel se examinó los nudillos magullados, que ahora guardaban un inquietante parecido con los del comisario muerto.

—Nunca —contestó con énfasis.

—¿Cuánta gente trabaja en Bayete Lodge?

La claridad y la concentración, ambas dañadas por el violento abrazo del garrote de madera, estaban regresando poco a poco. Lo primero que tenía que hacer era limitar el círculo, centrarse en aquellos que sabían de la existencia de la cabaña.

—Unas veinte personas —dijo Davida—. La mayoría se han vuelto al poblado a pasar el fin de semana. El señor King les dio dos días libres por el funeral.

Aquello reducía el círculo de sospechosos de la agresión a la superficie de una pequeña huella.

—¿Quién hay ahora mismo en la finca?

—Mi madre; Matthew, el chófer; el señor King; Winston King y Jabulani, el vigilante nocturno.

—Seis contándote a ti —dijo Emmanuel. El círculo se redujo hasta alcanzar el tamaño de una cabeza de alfiler: lo suficientemente grande para que bailaran encima los ángeles, pero no los ladrones ni los sospechosos de asesinato—. ¿Ha salido de la casa alguna de esas personas?

—Sólo yo.

—¿Estás segura?

Davida levantó la mirada.

—Cuando yo me he ido estaban todos allí.

Emmanuel la estudió durante un instante y después se volvió hacia la puerta abierta. El tímido pajarito mestizo apenas podía mantener erguida su propia cabeza, no digamos mover un garrote con la fuerza necesaria para dejar sin sentido a un hombre adulto. Aun así, había algo que le inquietaba en el hecho de que la joven estuviera en la cabaña. Siguió adelante.

—¿Has oído o has visto algo cuando te has acercado a la cabaña?

—Bueno… —dijo ella—. Había algo…

—¿El qué?

—Un ruido. Una máquina.

—Un traqueteo mecánico, como un motor —el recuerdo, todavía empañado y borroso, empujaba para salir a la luz. Había oído el ruido justo antes de perder el conocimiento—. Ahora me acuerdo.

El círculo de sospechosos del tamaño de un alfiler se hundió en un agujero negro. Su agresor había llegado a la cabaña con su propio medio de transporte, un garrote de madera y una vejiga llena. Seguramente ninguno de los empleados de Bayete Lodge poseía nada más mecánico que una bicicleta. Quedaban los holandeses que habían ido al pueblo en tractores, motocicletas, coches y camionetas. ¿Se había escabullido uno de ellos y le había seguido hasta la cabaña? No había forma de saberlo.

—Emmanuel fue hasta la caja fuerte y abrió la tapa combada. Daría parte al subinspector Piet Lapping y le diría la verdad: que no había conseguido nada en su visita a la finca de King. Metió la mano en la caja fuerte para recuperar su chaqueta mugrienta. Sus dedos tocaron la tela arrugada y algo más.

—Dios mío…

—¿Qué pasa?

Tiró la chaqueta a un lado y observó el trozo de cartón cuadrado: un calendario de pared con los meses grapados por delante en hojas fáciles de arrancar. Las fechas del 14 al 18 de agosto estaban señaladas con círculos rojos; el 18 estaba rodeado con un trazo muy marcado.

—Dos días antes de que le asesinaran —dijo Emmanuel, que pasó rápidamente las hojas de los otros meses.

En todas había lo mismo: entre cinco y siete días señalados con tinta roja, el último marcado como especial. Volvió a revisar las fechas. El patrón estaba claro, pero el día rodeado con el trazo más grueso podía significar cualquier cosa.

—Estudio fotográfico Carlos Fernández, Lorenzo Márquez —leyó Emmanuel en voz alta en el calendario. El nombre aparecía impreso debajo de una fotografía de unos nativos vendiendo baratijas alegremente a los blancos en la playa. No venía ninguna dirección ni el nombre de ninguna calle: un negocio discreto. A Donny Rooke le habían pillado metiendo pornografía de contrabando desde Mozambique a través de la frontera. ¿Se había hecho cargo el comisario del negocio de fotos de cuerpos de Donny?

—¿Iba mucho el comisario Pretorius a Lorenzo Márquez? —preguntó.

—Todo el mundo va mucho —contestó ella—. Hasta los míos.

—¿A cuánto está de aquí?

—A menos de tres horas en coche.

Los días marcados podían ser fechas de recogida o de entrega de alguna otra clase de artículos de contrabando. Ser policía equivalía a poder cruzar fácilmente la frontera. Vadear los ríos era para los delincuentes y los nativos. Un policía de alto rango podía introducir mercancía de contrabando cómodamente.

—¿Con qué frecuencia iba el comisario? ¿Una vez al mes o así?

—No lo sé —respondió Davida—. Lo que hacen los holandeses es asunto suyo. Eso tiene que preguntárselo a la señora Pretorius o a sus hijos.

Emmanuel se frotó los nudillos magullados. Los días señalados en rojo brillaban con un resplandor hipnótico. ¿Estaba dispuesto a pasarle aquella información decisiva al subinspector Piet Lapping, que había dejado claro que el «plano personal» no era algo en lo que estuviera interesado? El calendario podría acabar en el fondo de un cajón por no encajar en el plano político en el que estaba trabajando el Departamento de Seguridad.

—¿Puedes guardar un secreto, Davida?

—Eh… —le tembló la voz por miedo a lo que pudiera venir a continuación. El rubor del cuello y la cara hizo resplandecer su oscura piel. Pasar por blanca nunca iba a ser una posibilidad para el tímido pajarito mestizo.

—No esa clase de secreto —dijo Emmanuel—. No debes contarle a nadie lo de hoy. Ni lo mío, ni lo del escondite ni lo del calendario. ¿De acuerdo?

Ella asintió con la cabeza.

—Tienes que mirarme y prometerme que no se lo vas a decir a nadie.

Davida levantó la cabeza y dijo:

—Se lo prometo.

—Ni siquiera a tu madre, ¿eh, Davida?

—Ni siquiera a mi madre —repitió como una niña obediente a la que acabaran de revelar los oscuros secretos de la casa.

—Bien —dijo Emmanuel, que se preguntó cuántos hombres blancos habían exigido la misma promesa una vez que el sudor se había secado y la sombra amenazante de la policía se cernía sobre sus cabezas. Incluso llamarla por su nombre, Davida, le hacía tener la sensación de que había sobrepasado una línea.

Emmanuel cerró la caja fuerte y volvió a poner la alfombra de piel de vaca en su sitio antes de volver a hacer la cama. De nuevo pensó en las sábanas con curiosidad. Dobló el calendario y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta. Davida era la cómplice perfecta. Si decidía quedarse el calendario, los del Departamento de Seguridad nunca la abordarían como persona de interés. Pasó por la pequeña abertura agachado y salió de la parcela detrás de ella.

En la valla, al lado de su sedán Packard, había atado un caballo negro con rasgos de purasangre. Al semental, puro músculo en tensión y lustroso pelo, le faltaba mucho para acabar sacrificado.

—¿Es tuyo? —preguntó Emmanuel.

—No —dijo sonrojándose—, lo monto para el señor King.

—Aaah.

Aquello explicaba la extraña combinación. En el mundo de King, el tedioso cuidado de los animales y la propiedad era labor de los criados. Las costumbres de los ricos eran las mismas en todo el mundo.

Emmanuel sacó las llaves del coche del bolsillo de la chaqueta.

—¿Te acordarás de lo que hemos hablado?

—Sí, claro —dijo ella. Le miró directamente a los ojos y le dejó sentir el poder que tenía sobre ella—. No se lo diré a nadie, oficial, se lo prometo.

El impulso de acariciarle el pelo húmedo y decirle «buena chica» era tan intenso que se dio la vuelta y corrió a meterse en el coche sin decir nada más. Si no se andaba con cuidado, se iba a convertir en una versión adulta del agente Hansie Hepple: un bravucón engreído ebrio del extraordinario poder que daba el Partido Nacional a los policías blancos.

Emmanuel se reclinó y cerró los ojos. Necesitaba unos instantes para aclarar sus ideas antes de volver a Jacob’s Rest y dar el parte al subinspector.

Te ha gustado, ¿eh? —era otra vez el sargento mayor, surgido de la nada—. Un hombre podría acostumbrarse a eso. Incluso podría acabar encantándole.

Emmanuel abrió los ojos. Al otro lado del parabrisas lleno de salpicaduras de barro, el camino de tierra se desplegaba como una suave franja roja hacia el horizonte. Las oscuras nubes se acumulaban en el cielo, preparadas para dar de beber a los ríos y las flores silvestres con una lluvia primaveral. Se concentró en el paisaje y sintió sus bajadas y sus curvas dentro de sí mismo.

No te va a funcionar, amiguito. A mí nadie me ignora, ya lo sabes.

—Lárgate —dijo Emmanuel, que encendió el motor para ahogar la voz. Llevó el coche hasta el camino de tierra que atravesaba la finca de King y giró a la izquierda, en dirección a la carretera asfaltada. A saber lo que llevaban los polvos que se había tomado en la cabaña.

Yo no necesito una mierda de medicina para hablar contigo, soldado. Vas a tener que cortarte la cabeza para librarte de mí, porque ahí es donde vivo. Ahí dentro.

—¿Qué quieres?

No se podía creer que hubiera contestado. Probablemente el sargento mayor, con su metro ochenta de estatura, estuviera atado en alguna deprimente residencia en Escocia para antiguos tiranos del ejército.

Hablar —contestó el sargento mayor—. ¿Sabes lo que me gusta de estar aquí? Los espacios abiertos. Espacio suficiente para que un hombre descubra quién es realmente. Sabes lo que quiero decir, ¿no?

No contestó. Había superado el examen psicológico del ejército. «Curado y listo para volver al servicio activo»: eso ponía en los papeles del alta del hospital.

Esas manos morenas temblorosas. Esa sensación en el pecho, tenso y ardiente.

Emmanuel redujo la velocidad por miedo a estrellarse. El sargento mayor continuó con su ataque:

Sabes lo que ha sido eso, ¿verdad, Emmanuel, soldado perfecto, líder nato, pequeño oficial astuto? Quieres pensar que ha sido vergüenza, pero tú y yo sabemos la verdad, los dos la sabemos.

—Vete a la mierda.

Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que sentiste algo.

—No sé de qué estás hablando.

Sí que lo sabes —dijo el sargento mayor—. Has sentido placer al hacerle daño y no disculparte. Te ha gustado, ¿a que sí, soldadito?

Emmanuel detuvo el coche y respiró profunda y acompasadamente. Era de día, aún faltaban horas para que el mal del veterano de guerra hiciera aparición en forma de pesadillas empapadas en sudor.

Se arrancó la camisa y la tiró al asiento trasero con la chaqueta. El olor de la ropa había traído a la superficie recuerdos enterrados. No era más que eso. No había ninguna verdad en las extrañas acusaciones del sargento mayor.

Si a los del Departamento de Seguridad les llegaba un mínimo indicio de sus alucinaciones a plena luz del día, estaría fuera del caso e internado en un sanatorio antes de que acabara la semana. Van Niekerk no iba a poder ayudarle. Le suspenderían del cargo hasta que pasara una evaluación psiquiátrica y tenía todas las papeletas para no superar la prueba.

—¿Has terminado? —preguntó Emmanuel.

Tranquilo —susurró el sargento mayor—, no voy a coger la costumbre de visitarte. Si tengo algo importante que decirte, me pasaré y te lo diré. Mi labor es mantenerte con vida, ¿recuerdas?