—Es ahí.
Shabalala señaló una chabola de chapa ondulada que se mantenía pegada al suelo con piedras y trozos de cuerda: la casa de Donny Rooke desde su caída en desgracia. Emmanuel detuvo el sedán en la pequeña parcela con suelo de tierra que era el patio delantero. La luz de la primera hora de la mañana no conseguía suavizar la dureza de la miseria.
Salió del coche y la primera piedra, pequeña y afilada, le alcanzó la mejilla y le hizo sangre. La segunda y la tercera, lanzadas con fuerza, le golpearon en el pecho y en la pierna. Las pedradas eran fuertes y perdió la cuenta mientras corría a protegerse detrás del coche. Se agachó al lado de Shabalala, que se estaba limpiando tranquilamente la sangre de un pequeño corte en su propio cuello.
—Las chicas —dijo Shabalala levantando la voz por encima del estruendo provocado por las piedras que golpeaban el techo del coche.
—¿Qué chicas? —gritó Emmanuel.
Shabalala le hizo un gesto para que fuera con él hacia la parte delantera del coche. Emmanuel le siguió y se arriesgó a echar un vistazo rápido. De pie a un lado de la chabola había dos muchachas, flacas como perros callejeros, con un montón de piedras delante. Detrás de ellas, un hombre con el pelo de color rojo encendido echó a correr por el veld.
—Vaya a por él —dijo el policía negro al tiempo que se llenaba los bolsillos de piedras—, yo me encargo de las chicas.
Emmanuel asintió y salió corriendo a toda velocidad a través del patio de tierra. Una piedra le tiró el sombrero al suelo y otra le pasó rozando el hombro, pero mantuvo el ritmo, con la mirada puesta en el hombre pelirrojo que iba corriendo a campo traviesa.
—¡Ayyyyy!
Se oyó un chillido agudo, seguido de unos gritos. Shabalala fue caminando pausadamente hacia las chicas, dando con sus piedras en el blanco con puntería de francotirador. Las chicas corrieron a refugiarse dentro de la chabola.
Emmanuel saltó por encima del borde del deteriorado huerto y corrió a toda velocidad. La distancia entre los dos hombres se acortó. Donny aminoró la marcha para recuperar el aliento y apoyó las manos en las rodillas. Un minuto más tarde, Emmanuel se abalanzó violentamente sobre Donny, que cayó al suelo con un gemido. Sujetó contra el suelo la cara del hombre pelirrojo más tiempo del necesario y oyó cómo se le llenaba la boca de polvo. Las abolladuras del Packard significaban que iba a tener que redactar un parte de daños detallado. Apretó más fuerte.
—¿Adónde ibas, Donny?
Le dio la vuelta al hombre, que se estaba ahogando, y le miró a la cara sucia.
—Yo no he sido. Por Dios, yo no le hice nada al comisario.
Emmanuel le pisó el pecho con la rodilla.
—¿Qué te hace suponer que estoy aquí por el comisario Pretorius?
Donny empezó a llorar y Emmanuel le levantó del suelo de un tirón.
—¿Qué te hace suponer que estoy aquí para hablar del comisario Pretorius?
—Todo el mundo lo sabe —contestó Donny mientras sollozaba entrecortadamente—. Él fue quien me metió en la cárcel. Él me obligó a vivir aquí como un kaffir.
Emmanuel empujó a Donny hacia la chabola. Le escocía la mejilla, donde la piedra le había lacerado la piel, y tenía el traje lleno de polvo. Todo por perseguir a un hombre con menos cerebro que un mosquito.
—Ahí tienes a tu ejército.
Dio un empujón a Donny entre los omóplatos y le obligó a mirar a las chicas, que ahora estaban agachadas en el suelo al lado de Shabalala. La delgadez y la dureza de sus rostros eran el resultado de vivir en la penuria.
—Adentro —dijo Emmanuel—. Vamos a tener una charla todos.
Las chicas se levantaron y entraron por la puerta oxidada. Emmanuel fue detrás con Shabalala y Donny.
—Bonita casa —dijo Emmanuel. No había un solo mueble que no estuviera sujeto con un ladrillo para mantenerse en pie o atado con tiras de tela para no desmoronarse. Hasta el aire era insuficiente en el interior de la chabola.
—Yo antes tenía una buena casa —dijo Donny desde un extremo del desvencijado sofá—. Era empresario. Tenía mi propio negocio.
—¿Y qué pasó?
—Me… —empezó a decir Donny, que en ese momento se inclinó hacia delante y dejó escapar un gemido. El brazo derecho le colgaba fláccido al lado del cuerpo.
—Le has pegao y le has hecho daño —dijo la mayor de las chicas—. No tienes derecho a hacerle daño. Él no ha hecho nada.
Emmanuel tiró de Donny para incorporarle. Había sido brusco con él, pero nada más. Ese dolor era de otra cosa.
—Quítate la camisa —dijo con calma.
—No, estoy bien. De verdad.
—Que te la quites.
Donny se desabrochó la descolorida camisa y dejó a la vista un grupo de oscuros moratones repartidos por la tripa y el pecho.
—¿Qué te he pasado?
—Me caí de la bici y aterricé en unas piedras.
Emmanuel le miró la cara surcada por las lágrimas y vio la hinchazón en la comisura de los endebles labios.
—¿También te diste con una piedra en la boca?
—Ja, casi me rompo los dientes.
Emmanuel miró a Shabalala, que se encogió de hombros cuan ancho era. Si Donny se había llevado una paliza, él no sabía nada.
—Me estabas contando lo de tu negocio.
—Donny’s All Goods, ésa era mi tienda.
—¿Y qué pasó?
Donny se tiró del lóbulo de la oreja.
—Los de la policía de la frontera le contaron al comisario Pretorius que yo había traído unas fotos de Mozambique. A él no le gustaron y se encargó de que me metieran en la cárcel.
—¿Qué clase de fotos?
—Fotos artísticas.
—¿Y por qué no le gustaron al comisario?
—Porque él estaba casado con ese viejo trozo de biltong y yo mientras estaba aquí con dos mujeres para mí solo.
—¿Estaba celoso?
—No le gustaba que nadie tuviera más que él. Él siempre tenía que estar por encima de los demás. Siempre tenía que meter las narices en los asuntos de todo el mundo.
—¿No te caía bien?
—Yo no le caía bien a él —ahora Donny estaba lanzado—. Me robó mis fotos y mi cámara y luego me metió en la cárcel. Y ahora míreme, pelado como un kaffir. Él es el que tendría que haber ido a la cárcel, no yo.
—¿Dónde estuviste ayer por la noche, Donny?
Donny pestañeó. Le había pillado desprevenido. Se llevó la lengua a la magulladura de la comisura de los labios.
—Nosotras estuvimos aquí con Donny toa la noche —dijo la mayor de las chicas—. To’ el rato hemos estao con él.
Emmanuel llevó la mirada de una de las muchachas de duras facciones a la otra. Entre las dos no podían sumar más de treinta años. Las chicas, acostumbradas a los enfrentamientos violentos y a mucho más, no apartaron la mirada. Se volvió hacia Donny.
—¿Dónde estuviste?
La chica le había dado tiempo para serenarse.
—Estuve aquí todo el día y toda la noche con mi mujer y su hermana. Lo juro por Dios.
—¿Por qué has salido corriendo? —preguntó Emmanuel con voz queda.
—Tenía miedo —habían vuelto las lágrimas, que convirtieron la cara de Donny en un charco de barro—. Sabía que intentarían echarme la culpa a mí. Me he ido corriendo porque pensaba que usted haría cualquier cosa que le pidieran.
—Hemos estao aquí con él to’ el rato —insistió la niña esposa—. Ahora tienes que dejarle en paz. Somos sus testigas.
—¿Estás seguro de que estuviste aquí, Donny?
—Totalmente seguro. Aquí fue donde estuve, oficial.
Emmanuel asimiló el sórdido desastre que era la vida de Donny Rooke. El hombre era un pervertido y un mentiroso que había conseguido armar una endeble coartada, pero no se iba a mover de allí.
—No salgas del pueblo —le dijo—, no me gustaría nada tener que volver a perseguirte.
Fuera de la miserable casa de Donny el aire olía a lluvia y a hierba silvestre.
—Oficial —dijo Donny mientras salía corriendo detrás de ellos con el mugriento sombrero de Emmanuel como ofrenda—, me gustaría recuperar mi cámara cuando la encuentre. Costó mucho dinero y quiero recuperarla. Gracias, oficial.
Emmanuel tiró el sombrero al interior del coche y se volvió para mirar al escuálido pelirrojo.
—Sólo para tu información, Donny: eso no son mujeres, son niñas.
Entró en el sedán y pisó el acelerador, deseoso de dejar atrás la chabola. Las ruedas del coche fueron dando botes por la carretera llena de baches y levantando una fina serpiente de polvo a su paso.
—¿Dónde están los padres? —le preguntó a Shabalala.
—La madre murió. El padre, Du Toit, le tiene más cariño a la bebida que a sus hijas. Dio a la mayor como esposa y a la menor como pequeña esposa.
Hicieron el resto del trayecto en silencio.
El murmullo mecánico de las máquinas de coser llenaba la tienda Poppies cuando Emmanuel y Shabalala entraron en ella por segunda vez. Zweigman estaba detrás del mostrador, atendiendo a una anciana negra. La mujer se metió el cambio en el bolsillo y se fue con un paquete de telas bajo el brazo. Zweigman fue detrás y cerró las puertas cuando ella salió. Colgó el cartel de «Cerrado» y se volvió hacia sus visitantes.
—Hay una sala de estar siguiendo por aquí —dijo Zweigman antes de desaparecer en la trastienda. Emmanuel le siguió. Para ser un hombre a punto de ser interrogado en relación con un homicidio, Zweigman mostraba una tranquilidad pasmosa. Estaba claro que los estaba esperando.
La trastienda era un pequeño taller con cinco máquinas de coser y maniquíes de costura cubiertos con telas. Las mujeres mestizas que estaban utilizando las máquinas levantaron la vista nerviosamente ante la intrusión de la policía.
—Señoras —dijo Zweigman sonriendo—, éste es el oficial Emmanuel Cooper, de la policía judicial de Johannesburgo. Ya conocen al agente Shabalala.
—Preséntemelas, por favor —pidió Emmanuel cortésmente. Quería ver bien a las costureras. Quizá las venenosas acusaciones de la señora Pretorius tuvieran algún fundamento. Zweigman tenía acceso a cinco mujeres mestizas menores de cuarenta años.
A Zweigman se le heló la sonrisa en los labios.
—Por supuesto: ésa es Betty, después Sally, Angie, Tottie y Davida.
Emmanuel saludó a las mujeres con la cabeza y se fijó con atención en sus rostros. Les puso burdas etiquetas. Betty: risueña y con la cara picada de viruelas. Sally: flaca y nerviosa. Angie: mayor que las demás y malhumorada. Tottie: nacida para hacer llorar a hombres adultos. Davida: un tímido pajarito mestizo.
Si hubiera tenido que apostar cuál le gustaba a Zweigman, se lo habría jugado todo a Tottie. Seductora y de piel clara, era la clase de mujer que usaban los de la policía antivicio como cebo en las emboscadas relacionadas con la Ley de Inmoralidad, y que después se llevaban a casa para relajarse un poco después del trabajo.
—Caballeros —dijo Zweigman mientras descorría una segunda cortina y los conducía a una pequeña habitación amueblada con una mesa y varias sillas. La mujer morena, tan nerviosa el día anterior, estaba ahora sirviendo té en tres tazas con una mano firme.
—Ésta es mi mujer, Lilliana.
—Oficial Cooper —respondió ella amablemente al tiempo que les hacía un gesto para que se acercaran a la mesa, donde estaban preparados el té y un pequeño plato de galletas. Emmanuel se sentó con todos sus sentidos en alerta. Avisándoles con unas horas, el viejo judío y su esposa habían vuelto a levantar sus defensas y no habían dejado ni una rendija por la que asomarse.
—¿A cuál de esas mujeres se está ficken? —preguntó coloquialmente, utilizando argot alemán para conseguir un mayor impacto.
Zweigman se sonrojó y a su mujer se le cayó el plato de galletas sobre la mesa con un fuerte golpe. Hubo un silencio interminable mientras recogía las galletas y volvía a colocarlas en el plato.
—Por favor —dijo Zweigman con voz queda—, ésta no es charla para mantener delante de la esposa de uno.
—Ella no tiene por qué estar aquí —contestó Emmanuel—. La interrogaremos más tarde.
—Lleva a las señoras a dar un paseo, liebchen. Os vendrá bien tomar el aire.
La elegante mujer salió de la habitación rápidamente. Emmanuel dio un sorbo a su té y esperó a que se cerrara la puerta de la tienda. Se volvió hacia Zweigman, que de pronto parecía encorvado y agotado bajo el peso de la vida. Tenía ojeras de cansancio bajo los ojos marrones.
—Eso ha sido cruel e innecesario —dijo—. No me lo esperaba de usted.
—Este pueblo saca lo peor de mí —respondió Emmanuel—. Bueno, ¿entonces cuál de esas mujeres es la afortunada?
—Ninguna. Aunque seguro que, si usted pudiera escoger, se quedaría con Tottie. He visto cómo la miraba.
Emmanuel se encogió de hombros.
—Mirar seguía siendo legal la última vez que revisé la lista de delitos penables. El comisario Pretorius pensaba que usted había hecho mucho más que mirar.
—Se equivocaba —la respuesta fue breve y directa—. Acompañaba a las mujeres a casa por la noche porque había un… —le costó encontrar la palabra apropiada en inglés— un mirón en la zona. No era más que una medida de seguridad.
—¿Ah, sí?
—Agente Shabalala, por favor, dígale a su colega que no me he inventado lo del mirón.
Shabalala miró al suelo, incómodo por ser incluido en el interrogatorio. Carraspeó.
—Había un hombre. El comisario estuvo buscando pero no encontró a nadie.
—¿No hubo arrestos?
—No —contestó Shabalala.
—Le habrían encontrado si las mujeres acosadas hubieran sido europeas —dijo Zweigman—. La actividad se interrumpió y nunca se volvió a mencionar.
—¿Tuvo usted ocasión de consolar a las mujeres asustadas? Es fácil que las emociones se enciendan cuando existe un componente de peligro.
—Ah… —Zweigman había recuperado la compostura—. Qué mente la suya, siempre buscando algún secreto obsceno. Se lo repetiré: no me estoy y nunca me he estado ficken, como tan delicadamente lo ha expresado usted, a ninguna de las mujeres que trabajan para mi esposa.
—El comisario Pretorius vino a verle un par de veces este año, ¿para qué?
—Para darme algunos consejos. Que no me dejara ver de noche con ninguna mujer que no fuera mi esposa. Que no permitiera que mis empleadas me trataran con demasiada confianza. Que no asistiera a reuniones sociales con los mestizos o los negros. Que no me olvidara de que yo soy blanco y no soy uno de ellos. ¿Quiere que siga?
—A usted no le gustaba el comisario.
—Eso es cierto.
—¿Lo mató?
—No —Zweigman se quitó las gafas y las limpió con la parte delantera de su camisa—. No tengo armas ni sé cómo se usan. Tanto Anton, el mecánico de enfrente, como mi mujer, Lilliana, pueden decirle que estuve aquí en la tienda hasta después de las diez intentando, infructuosamente, hacer cuadrar las cuentas del negocio.
Emmanuel anotó los nombres de los testigos. No le cabía ninguna duda de que proveerían a Zweigman de coartadas de oro. Los dos sospechosos tenían justificación para la franja de tiempo en la que se había producido el asesinato del comisario Pretorius. En su pequeña lista no quedaba ningún nombre tras la primera jornada completa de investigación. Era hora de acompañar a Hansie en las visitas de puerta en puerta. Tenía que dar la vuelta a unas cuantas piedras y ver qué arañas salían de debajo.
Emmanuel estaba erguido en la cama, con la boca abierta, respirando con dificultad. Estaba a oscuras y tenía la piel cubierta de gotitas de sudor. Sintió el dolor familiar del miedo en el fondo del estómago. Se pasó la mano por el cuerpo para comprobar si estaba herido. La herida de bala del hombro llevaba mucho tiempo curada y el corte en la mejilla del disparatado ataque relámpago de las chicas de Donny era sólo un rasguño. Sin cuchillo no hay sangre.
Bajó las piernas de la cama y se quedó sentado al borde. Aquellos sueños iban y venían, pero nunca había salido la mujer. La mujer era algo nuevo. Imposible saber quién era. La bodega de su sueño siempre estaba a oscuras. La historia siempre era la misma: una ciudad bombardeada. La patrulla iba caminando de un montón de ruinas al siguiente, reconociendo bien el terreno en busca de la presencia del enemigo. Un registro rutinario de una bodega. Se da la vuelta y se dispone a marcharse. La hoja del cuchillo penetra en su cuerpo y él se desploma hacia delante envuelto en oscuridad y dolor.
Ése era el sueño, que se representaba una y otra vez en un bucle infinito. Cada ronda de visitas de puerta en puerta que llevaba a cabo como policía hacía aflorar recuerdos del fondo del pozo. Ahora no era tan horrible. Ya no gritaba ni alargaba la mano para encontrar una luz que le devolviera a la realidad.
Emmanuel respiró hondo, cerró los ojos y volvió a visualizar el rincón de la bodega. El olor de la mujer impregnaba el lugar. ¿Su ex mujer? No, ella olía a rosas de té inglesas y a agua con hielo. Angela, tan correcta y tan comedida, jamás arañaría, lamería ni mordería. Con ella el sexo era para la media hora antes de irse a dormir. Follar como animales en una bodega no era su estilo. Follar no era su estilo.
Volvió a tumbarse. La mujer no era nadie a quien conociera en la vida real. Si lo fuera se acordaría, sin duda. ¿Por qué el sueño no había terminado con él y la mujer, con sus cuerpos desnudos y ardientes, cayendo en un sueño oscuro y profundo como el inducido por la morfina?
Cuando oyó el ruido, le llegó claro y nítido: una pisada sobre el camino de gravilla que llegaba hasta su puerta. Se quedó quieto. Aquello no era un sueño. Aquello era Jacob’s Rest y el crujido de la gravilla estaba cerca, cada vez más. Se levantó de la cama y se acercó a la puerta a oscuras. La luz de la luna entraba por una rendija de la cortina. Se agachó junto al pomo. La puerta mosquitera se abrió y volvió a cerrarse rápidamente. Entonces se oyó el ruido de algo pesado que se apoyaba contra la malla de la puerta y el sonido de las pisadas se fue apagando.
—Emmanuel abrió la puerta de golpe. Al otro lado del patio, una figura se introdujo rápidamente en la sombra de una jacaranda que crecía descontroladamente y desapareció en la oscuridad. Emmanuel se lanzó hacia la puerta mosquitera, listo para salir volando. La puerta estaba atrancada, sujeta con una de las piedras encaladas del borde del jardín. Volvió a empujar y la puerta cedió.
—¡Eh, tú! ¡Quieto!
Emmanuel salió corriendo y se introdujo en la noche iluminada por la luz de la luna. El ruido de las pisadas del intruso, que corría por el descampado a toda velocidad, le empujaba a seguir. Sintió el roce de los altos tallos de hierba y de las ramas de los árboles contra su cuerpo. Dejó atrás las oscuras casas. Estaba en un camino kaffir y no tenía ni idea de adónde conduciría. Apretó el paso y alcanzó a ver cómo la figura tomaba una curva justo delante de él. Tras la curva, el camino se bifurcaba. Fue corriendo hacia el ramal izquierdo y siguió adelante a toda marcha durante unos minutos, hasta que se dio cuenta de que estaba solo y corriendo a ciegas por el veld a la luz de la luna.
Sintió náuseas y se inclinó hacia delante. Los pulmones le ardían, la bilis le subía por la garganta. En cuatro años en la policía judicial, nunca se le había escapado nadie. En el departamento no había nadie que corriera por los callejones y saltara vallas más deprisa que él. Quienquiera que le hubiera hecho correr esa maratón descalzo sobre piedras y arena no se había detenido ni había aflojado el paso. Emmanuel tomó una bocanada del frío aire de la noche. Le habían ganado, claramente y por un buen trecho.
Cerró los ojos y de pronto, sin avisar, apareció ella. La mujer de la bodega, iluminada lo justo para poder ver cómo levantaba los brazos morenos hacia él. Definitivamente no era europea. Una de las mujeres de la tienda de Zweigman: ¿la encantadora Tottie, con sus labios seductores y sus generosas caderas? ¿O quizá Sally, picada de viruelas y ansiosa por complacer?
«Tienes que salir de aquí, echar un polvo», pensó. «Llama a la morena que trabaja en la sección de corbatas y sombreros de Belmont Menswear». Era perfecta: atractiva, dispuesta, y lo más importante, blanca. Las mujeres negras y mestizas eran para los policías antivicio con apetitos carnales y sin ambición. La señora Pretorius haría que le colgaran por ser tan depravado como para tener ese sueño.
—Da un paso y disparo, amigo.
Emmanuel sintió el calor de un foco en la espalda desnuda y oyó el clic del seguro de un arma. Se quedó paralizado.
—Las manos en alto, donde yo las vea, y vuélvete hacia mí. Despacio.
Emmanuel obedeció y recibió el resplandor del foco en la cara. Entrecerró los ojos y vio dos figuras oscuras de pie, hombro con hombro.
—¿Quién eres? —preguntó el hombre que llevaba el arma.
Emmanuel mantuvo las manos en alto, mostrando las palmas con los dedos extendidos como banderas blancas. Era un desconocido descalzo y en pantalón de pijama al que habían pillado jadeando en medio de la oscuridad. Si le disparaban ahora, un jurado propondría absolverlos.
—Soy el oficial Emmanuel Cooper, de la policía judicial. He venido para investigar el asesinato del comisario Pretorius. Tengo la placa en la pensión.
Puso todo su empeño en parecer cuerdo.
—Y una mierda —el hombre de la linterna escupió al suelo—. Ni siquiera los blancos pueden ser policías si están locos.
—La pensión Protea —Emmanuel se centró en cosas que conocieran. Por su forma de hablar, los hombres parecían de la zona y mestizos—. Esta tarde he estado en la tienda de Zweigman. Pregunten a cualquiera que trabaje allí. Les dirán quién…
—Cierra la boca, amigo —dijo el hombre de la linterna mientras se acercaba a Emmanuel—. ¿Os creéis que ahora que ha muerto el comisario podéis volver y abusar de nuestras mujeres?
—No es.
—Ponte de rodillas o le digo aquí a mi amigo que te dispare simplemente por diversión.
Emmanuel volvió la cabeza para apartar la mirada del resplandor de la luz blanca y se arrodilló lentamente. Los hombres se acercaron y él aguantó la respiración, preparado para la paliza que sabía que vendría a continuación. El calor del foco le quemaba la cara.
—¿A quién tenéis?
El grito llegó hasta ellos a través del veld. Otro mestizo había venido a sumarse a la partida de caza.
—A un blanco chiflado —respondió el hombre armado—. Dice que es policía.
El tercer hombre apretó el paso hasta acabar corriendo a toda prisa hacia ellos.
—Dios santo, Tiny —dijo respirando dificultosamente—. Es él. Es el policía de Jo’burgo.
—¿Estás de broma? Mírale.
—Palabra de honor —juró el recién llegado—. Es el oficial. Esta tarde ha estado en mi negocio con Shabalala.
Emmanuel identificó la voz. Era la del mecánico mestizo que había confirmado la coartada de Zweigman. Un hombre desgarbado con la piel marrón oscuro y un empaste de oro en uno de sus dientes delanteros.
—Anton Samuels —dijo Emmanuel desde el suelo—. El mejor mecánico de Jacob’s Rest. Eso me dijo el agente Shabalala.
—Lo seré en cuanto mi taller esté funcionando otra vez —dijo Anton, que se acercó y le tendió la mano a Emmanuel—. Me queda más o menos un mes para terminar de reconstruirlo, pero lo conseguiré.
El arma volvía a tener el seguro puesto y el foco apuntaba al suelo cuando Anton ayudó a Emmanuel a levantarse. Hubo un silencio cargado de tensión. Los hombres estaban esperando alguna señal. Una agresión a un policía blanco significaba pena de cárcel. Una agresión llevada a cabo por mestizos armados significaba pena de cárcel con trabajos forzados y con palizas constantes de propina. Probablemente dispararle y escabullirse era su mejor opción.
—Lo siento —se disculpó Emmanuel—, os he tenido que pegar un buen susto, corriendo por ahí en plena noche como un lunático. Es una suerte que no me hayáis disparado directamente.
—Una suerte para todos, oficial —dijo Tiny.
Era un hombre menudo con cuatro mechones de pelo hirsuto que llevaba peinados con mucha ostentación de forma que le cubrieran la cabeza. Lo que le faltaba en altura y en pelo lo compensaba con su amplia circunferencia. La tripa describía una buena curva delante de su cuerpo y hacía presión contra los botones de la parte delantera de la camisa.
—Soy Tiny Hanson —carraspeó para reducir el temblor de la voz—. Éste es mi hijo Theo.
—Un blanco medio desnudo en un camino kaffir —dijo Theo. Le sacaba quince centímetros a su padre, pero ya estaba empezando a echar carnes—. Eso es algo que nunca pensé que vería. ¿Hacéis esas cosas en Jo’burgo, oficial?
Los hombres se echaron a reír nerviosamente, conscientes de que todavía era mucho lo que había en juego. Un paso en falso podría mandarlos en picado por un precipicio, sin ninguna esperanza de que una misión de rescate los sacara.
—Creía que estabais acostumbrados a ver policías blancos por estos caminos. ¿No estaba siempre el comisario corriendo por ellos?
—Ja, pero él iba vestido.
—Buen argumento —dijo Emmanuel sonriendo—. ¿De dónde veníais, por cierto?
—De la licorería —respondió Anton—. Tiny y Theo han vuelto de Lorenzo Márquez esta noche. Estábamos echando una partida de cartas en la parte de atrás cuando le hemos oído pasar corriendo.
Emmanuel vislumbró una ventana con una luz tenue a su izquierda. No tenía ni idea de dónde estaba. Fuera de la red de calles principales, no había forma de orientarse. Los caminos kaffir le convertían en un mero espectador.
—¿Se viene a tomar una copa, oficial? —ofreció Tiny amablemente—. Theo le enseña luego cómo volver.
—En circunstancias normales, la invitación era una violación de todas las reglas. No era algo natural que los hombres mestizos y los policías blancos bebieran juntos.
—Vale —dijo Emmanuel. Dormir parecía algo muy remoto; los sueños estaban esperando a que volviera a la cama—. Me vendrá bien para quitarme el polvo de la boca.
—La licorería es mía —dijo Tiny con orgullo mientras echaba a andar hacia la luz—. Tengo bebida suficiente para quitarle el polvo de la garganta y también del estómago. He traído nueva mercancía de Mozambique. Oporto. Whisky. Ginebra. Cualquier cosa que se le ocurra.
—¿La has metido por el puesto fronterizo o por el río?
—Yo lo hago todo legal. El comisario lo sabía y nunca he tenido problemas. Un par de botellas para los de la frontera. Un barril de cerveza para la comisaría. Me aseguro de que todo el mundo reciba lo suyo.
Tiny abrió una puerta de madera y condujo al grupo a un pequeño patio situado detrás de la licorería. Había tres lámparas de queroseno colgadas de unos ganchos en las vigas inclinadas de un cobertizo adosado a la tienda, junto a la puerta trasera.
—Bueno, lo mío es un whisky —dijo Emmanuel. En medio del cobertizo había preparada una mesa para jugar a las cartas—. ¿A qué jugabais?
—Al póquer —dijo Theo, que sirvió un whisky triple en un vaso limpio y lo deslizó por la mesa—. ¿Usted juega?
—Jugaba —contestó Emmanuel—. ¿Y el cuarto jugador?
—¡Harry! —exclamó Theo mirando hacia un oscuro rincón—. Puedes salir, solamente es el policía de Jo’burgo.
Un anciano con el pecho hundido y un bigote encerado salió del rincón arrastrando los pies y ocupó la silla que estaba libre. Su cuerpo esquelético soportaba el peso de un capote del ejército adornado con medallas militares y galones descoloridos de la Gran Guerra.
Emmanuel se sentó junto al viejo soldado, a quien estaba claro que habían mandado a los confines del Imperio con un buen abrigo para espantar los recuerdos del gas y los disparos. «Así podría haber acabado yo…», pensó Emmanuel.
—Relájate, Harry —dijo Anton amablemente—. Sólo acaban de dar las doce. Todavía falta una hora para que empieces a tener problemas. Yo me encargo de que vuelvas a tiempo.
—Harry está casado con Angie, que trabaja para la mujer del viejo judío —explicó Tiny—. Es muy estricta con el pobre hombre, ¿verdad, Harry?
—Muy dura, muy dura —masculló el hombre para sí—. Muy dura con todo.
Emmanuel se acordaba de Angie. «Mayor que las demás y malhumorada» era como la había etiquetado. Por lo visto, había dado en el clavo.
—¿Le reparto cartas, oficial? —preguntó Anton.
Emmanuel dio un trago al whisky. Quedarse era una insensatez. Pondría a los blancos en su contra si se enteraban e iba a complicar la investigación más de lo necesario.
—Repárteme —dijo—. ¿Cuánto es el ante?
—Cinco cerillas —le informó Theo muy serio—. ¿Seguro que puede pagarlo? He oído que últimamente no pagan muy bien a la policía.
—Puedo permitírmelo —respondió Emmanuel con la misma gravedad—. Pero alguien va a tener que poner lo mío, no llevo nada encima.
Theo deslizó las cerillas por la mesa.
—Menudo cuerpo tiene, hombre, parece usted un tsotsi. ¿Cómo se ha hecho todo eso?
—Los arañazos, con la carrerita de esta noche. La herida de bala, en la guerra.
—Mi abuelo era alemán —dijo Tiny mientras rellenaba los vasos—. De Düsseldorf, decía.
—El mío también —masculló Harry—. El mío también.
—No, hombre —le corrigió Theo—. Tu abuelo era el predicador escocés que bebía como una esponja. Pregúntale a la abuela Mariah, ella te lo dirá.
—¿Y su familia de dónde es?
Emmanuel tardó unos instantes en darse cuenta de que la pregunta iba dirigida a él. Dio un buen trago a su whisky antes de contestar. En aquella mesa no había que avergonzarse de ser producto del Imperio: impuro e irrefrenable.
—Madre inglesa, padre afrikáner.
No tenía ni idea de por qué había dicho la verdad. No solía hablar de sus padres, y en los últimos cuatro años a las órdenes de Van Niekerk, jamás se había referido a ellos. Era una de las cosas que mantenía en el fondo del pozo.
—Anda —dijo Anton al tiempo que ponía sus cartas en la mesa con una floritura—, así que es usted mestizo como nosotros, vaya.
Las risas fueron relajadas y naturales, ayudadas por el whisky y por el oscuro manto de la noche. Sudáfrica, con sus leyes cada una más severa que la anterior, estaba muy lejos del patio trasero de la licorería Hanson’s. Aquella tregua irreal se mantendría hasta el día siguiente.
—Espero que no fuera uno de mis parientes el que le hizo eso, oficial —dijo Tiny señalando la herida de bala—. No somos todos unos sanguinarios como dicen los ingleses.
—Pues lo disimulas muy bien —dijo Emmanuel—. Casi me mandas al otro barrio esta noche. Ha debido de ser el teutón que llevas dentro.
—¡No! De verdad —protestó Tiny por encima de las risas espontáneas—. Pensábamos que era usted el pervertido. Ahora que no está el comisario, a saber lo que va a pasar.
—¿Nunca llegaron a pillarle?
—No que nosotros sepamos —dijo Anton—. El viejo judío armó una buena, pero la policía le dijo que se olvidara. Vete a casa, se acabó.
Tiny se bebió su vaso de whisky de un trago.
—Por eso a mí no me importa atender a Donny Rooke en mi tienda. En el hotel de los blancos le prohibieron la entrada, pero yo digo que ha cumplido su condena y ha mantenido a las chicas. No me parece bien lo que hizo, pero lo sé. El pueblo entero lo sabe.
—Tendríais que haber visto a Donny la otra noche cuando entró el comisario en la tienda —dijo Theo—. Tenía tanto miedo que casi se caga encima. El hombre que abusaba de nuestras mujeres tendría que estar igual, pero, en cambio, anda por ahí suelto, libre como un pájaro.
—¿Qué día fue eso? —preguntó Emmanuel. Theo y Tiny habían estado fuera del pueblo durante las visitas de puerta en puerta. Su información aún no estaba archivada.
—El miércoles —Tiny tiró su mano perdedora con un gruñido—. La noche que murió el comisario.
—¿A qué hora?
—Algo después de las seis. Donny se retrasó y le abrí la tienda expresamente para él. Ese hombre le está dando a la bebida más que antes.
—¿Y vino el comisario?
—Ja, una vez al mes se pasaba a por una botellita. Sólo una pequeña.
—¿Le vio Donny?
—Le oyó —dijo Theo con un tono despectivo—. Estaba escondido detrás del mostrador como una viejecita.
—¿Sabía Pretorius que estaba ahí?
—No. El comisario no se quedó mucho tiempo. Tenía que ir a donde Lionel a por lombrices para el cebo, así que se marchó. Donny se quedó otra media hora o así, hasta que estuvo seguro de que el comisario se había ido del pueblo.
Emmanuel bajó sus cartas y notó la naturalidad con que sus propias manos ejecutaban la tarea. Donny volvía a estar en la lista y tenía hora, oportunidad y móvil al lado de su nombre.
—Bueno, yo estoy acabado. Tengo que dormir un poco antes del gran día.
—Sí, nosotros igual —asintió Theo—. Hay que tener un aspecto decente en un funeral, ésa es una de las cosas que recuerdo de la escuela de la misión.
Anton dio una palmadita en la espalda a Harry.
—Hora de irse, amigo mío, si no quieres llevarte un sartenazo en la cabeza como la semana pasada.
—A casa —dijo Harry antes de beberse lo que le quedaba en el vaso—. A casa.
—Le acompaño, oficial —se ofreció Anton cuando salieron al camino kaffir—. Tengo que llevar a Harry a su casa y vive justo en la frontera con la zona holandesa.
Emmanuel se despidió y echó a andar por el camino detrás de Anton y Harry. Al día siguiente, a primera hora, él y Shabalala le harían una visita a Donny, y esta vez él y su esposa adolescente iban a decir la verdad. Le iba a dar a Donny un buen motivo por el que llorar.
—La pensión Protea está siguiendo por allí, a la derecha —Anton apuntó con la linterna a un estrecho camino encajonado entre dos casas—. Es mejor que vaya usted solo. Nosotros tenemos prohibido entrar en esa zona del pueblo por la noche.
—Gracias.
Emmanuel le estrechó la mano a Anton y le observó desaparecer en el veld con Harry a la zaga. Le llegó la voz del viejo soldado, que iba haciendo una interpretación torpe y accidentada de «It’s a Long Way to Tipperary».
Emmanuel siguió por el camino, que le llevó hasta los jardines de la pensión Protea. El mecánico mestizo le había salvado de una paliza y de algo peor. Donny no iba a tener tanta suerte. La puerta mosquitera chirrió y Emmanuel vio un destello blanco por el rabillo del ojo. Metido entre el marco de la puerta y la malla había un trozo de papel. Lo sacó. Su visitante nocturno le había dejado un regalo. La luz de la luna alcanzó la hoja. Dos palabras escritas con tinta negra: «Elliot King».