El despacho de la entrada de la comisaría de policía de Jacob’s Rest era una habitación grande con dos mesas de madera, cinco sillas y un archivador metálico pegado a la pared del fondo. Unas líneas grises en el limpio suelo de hormigón dibujaban un mapa del trayecto diario de cada policía de la puerta al escritorio y del escritorio al armario. Una puerta lateral daba a las celdas y otra en la pared del fondo conducía a otro despacho. No se veía a Shabalala por ningún lado.
Emmanuel entró en el despacho del fondo. La mesa del comisario Pretorius era más grande y estaba más ordenada que las otras y tenía un teléfono negro en una esquina. Levantó el auricular y marcó el número de la jefatura de policía del distrito.
—Enhorabuena —la refinada voz del inspector Van Niekerk se oyó entre interferencias al tercer intento del operador de ponerlos en contacto.
—¿Por qué, señor?
Por unir al país. En cuanto se publique la noticia, los de la prensa nativa, inglesa y afrikáner por fin van a tener algo en lo que estar de acuerdo: la policía judicial no tiene suficiente personal, está mal informada y está perdiendo la batalla contra la delincuencia. Un solo oficial para investigar el asesinato de un policía blanco; los periódicos van a tener que sacar tiradas extra.
Emmanuel sintió una sacudida.
—¿Está al corriente del caso, señor?
—Acabo de recibir una llamada de los chicos del Partido Nacional —la afirmación fue pronunciada con un tono de indiferencia y despreocupación muy poco convincente—. Nada menos que del Departamento de Seguridad. Creen que el asesinato de Pretorius puede ser un asunto político.
—¿El Departamento de Seguridad? —Emmanuel se puso tenso—. ¿Cómo se han enterado tan rápido?
—La información no ha salido de mí, Cooper. Ha tenido que darles el chivatazo alguien de allí.
Era imposible que Hansie Hepple o Shabalala tuvieran contacto con esos pesos pesados. El Departamento de Seguridad no era un organismo regional encargado de llevar el control de las precipitaciones y las cosechas. Estaba a cargo de asuntos de seguridad nacional y tenía poder para complicarle las cosas a cualquiera, incluidos el inspector Van Niekerk y toda la policía judicial. ¿Tenían esa clase de contactos los hermanos Pretorius?
—¿Qué quieren decir con «un asunto político»? —preguntó Emmanuel.
—Están cagados con la campaña de desobediencia civil. Creen que el asesinato puede ser el comienzo de una sublevación de estilo comunista por parte de los nativos.
—¿De dónde se han sacado eso? —dijo Emmanuel. La idea de la revolución tendría gracia si viniera de cualquiera menos de los del Departamento de Seguridad—. Los manifestantes de la campaña de desobediencia civil prefieren quemar sus pases y organizar marchas de protesta a los ayuntamientos después del toque de queda. Quieren que se deroguen las leyes de segregación del Partido Nacional. Asesinar a policías no es su estilo.
—A lo mejor el Departamento de Seguridad sabe algo que nosotros no sabemos. En cualquier caso, se han asegurado de que me quedara claro que van a interesarse en el caso y que esperan ser informados de todos los avances que se produzcan.
—¿Simplemente van a interesarse en el caso?
Hasta los policías de a pie sabían que «interesarse» era la palabra en clave para decir «hacerse con el control».
Hubo una larga pausa.
—Yo diría que si la campaña de desobediencia civil se calma, se apartarán del caso. Si no, no hay forma de saber lo que harán. Los tiempos han cambiado, Cooper.
Emmanuel no creía que la campaña de desobediencia civil estuviera dando ninguna muestra de ir a calmarse. El primer ministro Malan y el Partido Nacional habían empezado a implantar su plan nada más subir al poder. Las nuevas leyes de segregación dividían a la población en grupos raciales, diciéndoles dónde podían vivir y dónde podían trabajar. La Ley de Inmoralidad incluso les decía con quién se podían acostar y a quién podían amar. La intensificación de la campaña de desobediencia civil significaba que el Departamento de Seguridad —o Departamento Especial, como lo llamaban en la calle— se iba a meter de cabeza en la investigación de Emmanuel e iba a ser quien llevara la batuta.
—¿Cuándo puede incorporar a más hombres al caso, señor?
—Veinticuatro horas —contestó Van Niekerk—. Aquí todo el mundo tiene la atención puesta en un cadáver que ha aparecido al lado de las vías del tren. Es blanca, gracias a Dios. Eso significa que la prensa seguirá centrada en esa noticia. Tengo un día para sacar a unos cuantos hombres de la jefatura y meterlos en tu caso sin hacer ruido.
Al inspector Van Niekerk, el producto de una madre inglesa de alta cuna y un padre holandés con dinero, no le gustaba que nada se interpusiera entre él y su objetivo último: comisario principal de la policía. Su puesto actual de inspector no era suficiente para él. Su lema era muy sencillo: lo que es bueno para mí es bueno para Sudáfrica. Mandar a un solo oficial a cubrir lo que había resultado ser un homicidio real tras una extraña llamada no era algo que tuviera muchas ganas de divulgar.
—¿Y el Departamento de Seguridad? —preguntó Emmanuel.
—Yo me encargo de ellos —Van Niekerk hizo que pareciera algo fácil, pero iba a ser más bien como quitarle una navaja a un gitano—. Mientras tanto, tienes la oportunidad de tratar este asesinato como un homicidio normal, no como un caso que ponga a prueba la buena salud de las nuevas leyes de segregación racial. Considérate.
Las interferencias se tragaron el resto de la frase y enviaron por la línea el sonido de un silbido industrial.
—¿Inspector?
El sonsonete «pi, pi, pi» indicó que la comunicación se había cortado. Emmanuel colgó. ¿Afortunado? ¿Era ésa la última palabra del inspector? ¿Considérate afortunado?
Emmanuel volcó el contenido del cajón del comisario sobre la mesa y se puso a revisarlo. Colocó los impresos para las fichas policiales, los clips, los lápices y las gomas elásticas a un lado de la mesa. Quedaban una pequeña caja de munición y un periódico de hacía una semana. En la caja había varias filas de balas doradas. En el periódico, noticias que había leído el miércoles anterior. No hubo suerte.
—¿Oficial?
Shabalala estaba en la puerta con una taza de humeante té en la mano. Para un hombre de su tamaño, se movía con un silencio inquietante. Se había quedado en camiseta interior y tenía húmeda la parte de los pantalones que había estado intentando limpiar. El poblado negro, a ocho kilómetros al norte del pueblo, quedaba demasiado lejos para ir en bicicleta a cambiarse de ropa.
—Gracias, agente.
Emmanuel cogió el té, consciente de que él llevaba una camisa bien planchada que se había puesto media hora antes. La pensión Protea, la casa de huéspedes donde había dejado su maleta y después se había lavado y cambiado de ropa, estaba en el centro del pueblo, rodeada de otras casas con propietarios blancos. Shabalala tendría que esperar hasta la noche para lavarse y quitarse de la piel el olor del comisario muerto.
—¿Dónde está tu mesa? —preguntó Emmanuel. El despacho de la entrada, al igual que en la jefatura de policía del distrito, era sólo para los policías europeos.
—Aquí —contestó Shabalala retrocediendo y dándole paso por la puerta lateral a una habitación en la que había dos celdas y un pequeño hueco con una mesa y una silla. De una fila de ganchos en la pared, sobre la mesa, colgaban las llaves de las celdas y una fusta de piel de rinoceronte llamada shambok, la mortífera versión sudafricana de la porra de los policías ingleses. Había una ventana que daba al patio trasero y, debajo, una pequeña mesa con una caja de té rooibos, una tetera y unas cuantas tazas de porcelana disparejas. En una repisa distinta había platos, tazas y cucharas de hojalata para el policía nativo.
—¿Qué hay ahí fuera?
Shabalala abrió la puerta trasera y le cedió el paso amablemente. Emmanuel cogió el té del policía negro de la mesa y le alcanzó la taza de hojalata. El patio de la comisaría era una pequeña parcela llena de polvo. Un enorme aguacate con una franja de sombra alrededor del tronco dominaba el extremo más alejado de la puerta. Más cerca ardía una pequeña hoguera dentro de un círculo de piedras. En unas sillas colocadas alrededor de aquella lumbre al aire libre estaban colgados el abrigo y la chaqueta de Shabalala, que habían pasado de estar mugrientos a estar sucios tras pasarles un paño húmedo. Bastaba oler ligeramente el aire para imaginarse el olor del braai y las jarras de cerveza fría de los viernes por la noche en la comisaría.
—¿Hacía mucho que conocías al comisario?
El té de Emmanuel estaba dulce y lechoso, supuso que como le gustaba a Pretorius. El policía negro se movió incómodo.
—Desde antes.
Emmanuel cambió al zulú:
—¿Crecisteis juntos?
—Yebo.
Siguieron de pie bebiendo té mientras el silencio llenaba el espacio entre los dos. Emmanuel notó la tensión en el cuello y los hombros de Shabalala. El policía negro tenía algo en la cabeza. Emmanuel dejó que fuera él quien diera el primer paso.
—El comisario… —dijo Shabalala mirando al patio—. Él no era como los otros holandeses.
Emmanuel hizo un ruido a modo de asentimiento, pero no dijo nada. Tenía miedo de romper el frágil vínculo que sentía entre él y el agente nativo.
—Él era…
Emmanuel esperó. De la boca de Shabalala no salió nada. Su rostro mostraba el extraño gesto inexpresivo que había advertido Emmanuel en el lugar del crimen. Era como si aquel hombre zulú-shangaan hubiera pulsado un interruptor en algún lugar muy profundo de sí mismo y hubiera cortado la corriente. Se había roto la conexión. Fuera lo que fuera lo que tenía Shabalala en la cabeza, había decidido dejarlo allí guardado bajo llave.
Sin embargo, Emmanuel necesitaba saber por qué el Departamento de Seguridad estaba husmeando aquel homicidio.
—¿A qué clubs pertenecía el comisario? —le preguntó a Shabalala.
—Siempre iba a la iglesia de los holandeses los domingos, y también al Club Deportivo, donde hacían deporte él y sus hijos.
Si el comisario había sido miembro de alguna organización bóer secreta como la Broederbond, Shabalala sería la última persona en saberlo. Tenía que encontrar una forma más sencilla de hallar la conexión con el Departamento de Seguridad.
—¿Hay algún otro teléfono en el pueblo además de este de la comisaría?
—El hospital, el viejo judío, el taller mecánico y el hotel tienen teléfono —dijo Shabalala—. La oficina de correos tiene una máquina para mandar telegramas.
Emmanuel se bebió el resto del té. Que él supiera, se habían hecho dos llamadas en relación con el asesinato. Una a Van Niekerk, que habría preferido comer mierda de caballo antes que llamar al Departamento de Seguridad, y la otra a Paul Pretorius, de los servicios de inteligencia del ejército. Era hora de ir directamente al origen, a la casa familiar, y descubrir qué información salía de allí.
—Voy a ir a presentar mis respetos a la viuda —dijo Emmanuel—. ¿Está lejos la casa del comisario?
—No —contestó Shabalala, que abrió la puerta y le dejó pasar delante—. Tiene que ir hasta la gasolinera y después girar a la derecha por la calle Van Riebeeck. Es la casa blanca que tiene muchas flores.
Emmanuel se imaginó una valla hecha de ruedas de carromato y una puerta de hierro forjado adornada con gacelas saltarinas migratorias. La propia casa probablemente tendría un nombre como Die Groot Trek, la Gran Marcha, escrito sobre la puerta. Los auténticos bóers no necesitaban buen gusto; tenían a Dios de su lado.
El sol de la última hora de la tarde empezó a declinar y la llana calzada de la calle principal se llenó de sombras azules. Un puñado de tiendas se mantenía gracias al goteo de turistas que paraban de camino a las playas de Mozambique y a las agrestes tierras del Parque Nacional Kruger. Estaba OK Bazaar, para los vestidos con estampados de flores, las faldas lisas y los uniformes escolares, todo de cómodo algodón. Donny’s All Goods, para cualquier cosa, desde cigarrillos sueltos hasta patrones de costura Lady Fair. Kloppers, que vendía zapatos Bata y botas de granjero. La peluquería Moira, que había cerrado el resto del día. A continuación, en la esquina y detrás de una alambrada, estaba el almacén de material agrícola Pretorius.
Sujeto a la valla había un cartel escrito a mano: «Cerrado por circunstancias imprevistas». Imprevistas. Probablemente ésa fuera la forma más fácil de asimilar el asesinato de tu padre. Dentro del recinto, un vigilante negro caminaba de un lado a otro por delante de la fachada del gran almacén mientras un pastor alemán, atado con una cadena a un pincho clavado en el suelo, daba vueltas nerviosamente por su territorio.
Enfrente, cruzando una pequeña bocacalle, estaba el taller que había mencionado Shabalala. En el letrero colgado encima de los tres surtidores de gasolina ponía: «Gasolinera y taller mecánico Pretorius». Estaba abierto, atendido por un anciano mestizo vestido con un mono lleno de grasa al que seguramente habían avisado en el último momento para que fuera a vigilar a los adolescentes negros encargados de manejar los surtidores. ¿Por qué Jacob’s Rest no se llamaba Pretoriusburgo? La familia era dueña de buena parte del pueblo.
Emmanuel giró a la derecha por la calle Van Riebeeck. Las pulcras casas de campo, con sus cuidados macizos de aloes y sus proteas en flor, tenían un aire desierto. No había ni rastro de los jardineros, que normalmente a esa hora estaban terminando su jornada. La ropa seca ondeaba en las cuerdas de los patios. No había criadas. Tampoco «señora» ni «baas».
Supuso que la noticia se había difundido. Un vistazo rápido a la calle Van Riebeeck lo confirmó. Al final de la calle, delante de una casa, se había congregado un grupo de vecinos del comisario. Las criadas y los jardineros, muchos con el pelo cano aunque se los llamara «mozos de jardín», formaban otro corrillo dos casas más abajo: lo suficientemente cerca para mirar pero lo suficientemente lejos para mostrar respeto.
El sollozo de una mujer atravesó el aire vespertino. Emmanuel se acercó a una ancha entrada de grava para coches llena de vehículos que obstruían el paso. Una elegante casa de estilo holandés de El Cabo se enclavaba en un jardín bien cultivado. Un tejado de paja oscura descansaba sobre los elegantes hastiales y las relucientes paredes encaladas. Las contraventanas de madera, de idéntico color al del tejado, estaban cerradas. Una larga galería, decorada con macetas, se extendía a lo largo de toda la casa. No se veían ruedas de carromato.
Igual que el reloj fabricado a mano del comisario, la casa fue una sorpresa. ¿Dónde estaba el cráneo de antílope blanqueado que esperaba encontrar clavado encima de la entrada? Pasó por delante del parachoques delantero de un polvoriento Mercedes y entró en el jardín.
—¡Eh! ¿Quién eres tú?
Una mano se posó sobre su hombro y se quedó allí quieta. Un hombre enjuto con los ojos azules y llorosos le miró fijamente sin apartar la vista. Todos los presentes se volvieron para observar al intruso.
—Soy el oficial Emmanuel Cooper, de la policía judicial —dijo mientras abría la placa y se la ponía a una distancia incómoda de la cara—. Soy el policía que está investigando este caso. ¿Es usted familiar?
La mano se retiró.
—No. Sólo quiero asegurarme de que todos nos portamos como es debido con el comisario Pretorius y su familia.
Emmanuel volvió a meterse la placa en el bolsillo y sonrió para dar a entender que no estaba molesto.
—No pasa nada, Athol, déjale pasar.
Hansie estaba en el porche con su uniforme lleno de mugre y las mejillas encendidas con un tono rosado como de cáscara de huevo. Ejercer su autoridad en público le iba al pelo.
—Por aquí, oficial —Hansie le hizo un gesto para que le siguiera a través del jardín, radiante con el colorido del comienzo de la primavera, y subiera las escaleras hacia la imponente puerta principal. Emmanuel se quitó el sombrero.
—He venido a presentar mis respetos a la señora Pretorius. ¿Está toda la familia aquí?
—Todos menos Paul —contestó Hansie, que abrió la puerta principal y le condujo al interior—. La señora Pretorius y sus nueras están ocupándose del comisario. Los demás están en el porche trasero.
Entraron en un pequeño recibidor que por un lado conducía a una serie de puertas cerradas, seguramente los dormitorios. Hansie se dirigió hacia la izquierda y entró en una gran habitación dominada por robustos muebles de madera, la clase de muebles fabricados para aguantar generaciones de golpes de muchachos desobedientes y hombres de piel basta. Las lustrosas baldosas del suelo se veían suaves como piel de serpiente bajo la luz amarilla de las lámparas de cristal. Un enorme aparador lleno de trofeos y fotografías enmarcadas ocupaba todo un lado de la habitación.
Las fotografías abarcaban varias generaciones del clan Pretorius. Había una niña con coletas jugando en la nieve, seguida de un clérigo con gesto adusto rodeado de un ejército de niños igual de serios. En la siguiente foto aparecía un joven comisario Pretorius con una hermosa mujer de veintitantos años, sentados en un banco de un parque. A continuación había una foto que hizo pararse en seco a Emmanuel. Salían los hermanos Pretorius, con edades comprendidas entre los cinco y los quince años, hombro con hombro y vestidos con sus uniformes de Voortrekker Scouts. Era de noche, y sus rostros y uniformes resplandecían a la luz de las antorchas encendidas que sostenían en alto. Sintió cómo sus miradas se clavaban en él, severas y llenas de orgullo afrikáner. Emmanuel pensó en Núremberg, en todos aquellos muchachos alemanes con las mejillas sonrosadas marchando hacia la derrota.
—Es la conmemoración de la Gran Marcha —dijo Hansie—. El comisario y la señora Pretorius nos llevaron a los Voortrekker Scouts de excursión a Pretoria para la ceremonia. Nos dejaron tirar las antorchas a una hoguera enorme.
Emmanuel recordaba bien su propia excursión a esa misma celebración. Recordaba el calor de las llamas en su rostro y la sensación incómoda de no formar parte del círculo de aquéllos a los que Dios había elegido para ser puros.
—Lo vi en los periódicos —dijo mientras pasaba a la siguiente fotografía. Paul con el uniforme del ejército, tan corpulento como sus hermanos y con el cuello tan grueso como ellos, y después un retrato familiar de los Pretorius que no tendría más de uno o dos años. Se concentró en el hijo menor, más esbelto que sus hermanos, con la boca delicada y una maraña de pelo rubio cayéndole sobre la frente. Al comisario y a su mujer se les había acabado la fuerza para cuando llegó la hora de hacer a Louis.
—Pasó por el pueblo un inglés con una cámara que hacía fotos por una libra. Nosotros también tenemos una en casa, salgo yo con mi madre y mis hermanas.
Siguieron hasta la cocina, donde había dos criadas negras poniendo embutidos y gruesas rebanadas de pan en una enorme fuente. Una tercera criada, muy mayor y con el pelo cano, estaba sentada delante de una pequeña mesa y de vez en cuando prorrumpía en suaves sollozos.
—Ésa es Aggie —susurró Hansie—. Lleva con la familia desde que Henrick era un bebé. Ya no es lo que era, pero el comisario no quería que se fuese.
Atravesaron un comedor presidido por una mesa y unas sillas de madera que despedían un ligero aroma a bosque bávaro. Las grandes ventanas daban a un porche trasero cubierto por un emparrado en el que había unos cuantos hombres mayores, granjeros toscos con prendas de color caqui, formando un corrillo muy cerrado.
—Los consuegros —explicó Hansie. Salieron de la casa y se dirigieron al porche. Seis niños de alturas muy variadas jugaban con una peonza de madera que se bamboleaba y botaba entre ellos. Una niña negra acunaba a un bebé blanco sobre la rodilla. Los hermanos Pretorius tenían su propio corrillo en el césped del jardín. Todos menos Louis.
Emmanuel se acercó a ellos. Erich saltó inmediatamente:
—Dice Hansie que ha sido el viejo judío el que ha examinado a padre, ¿eso cómo ha sido?
—Yo mismo he comprobado sus papeles y todo estaba en orden. Estaba cualificado para llevar a cabo el examen.
Esperó a que los hermanos le replicaran irritados, pero no lo hicieron. Le miraron con el gesto inalterado.
—Padre tenía razón —dijo Henrick. Pronunció las palabras demasiado despacio, el resultado de haber estado bebiendo toda la tarde—. Siempre decía que el viejo judío ocultaba algo.
—Menudo zorro —añadió Erich—, ¿quién sino el viejo judío iba a mentir sobre algo así? Seguramente no sabe decir la verdad. Le falta práctica.
A los hermanos Pretorius no les quedaba mucho para estar como cubas y no tenían ninguna prisa por retrasarlo.
—¿Tuvieron alguna desavenencia vuestro padre y el viejo judío últimamente?
—No, hace tiempo que no —dijo Henrick—. Padre fue a verle un par de veces este año, simplemente para explicarle cómo funcionan las cosas aquí en Jacob’s Rest. Para darle algunas pautas, vamos. Para ahorrarle problemas.
—Muy amable por su parte —dijo Emmanuel suavemente, recordando el comentario de Zweigman sobre las visitas del comisario para mantener «charlas amistosas»—. ¿Creéis que al viejo judío le molestaba que vuestro padre intentara ayudarle?
Henrick se encogió de hombros.
—Puede ser.
—¿Tanto como para matarle? —continuó Emmanuel, aprovechando que los hermanos estaban relajados. Estando sobrios era difícil encontrar una brecha por la que acceder a ellos.
Erich contestó con desdén:
—¿Ése, matar a mi padre?
—Al viejo judío le dan miedo las armas —explicó Henrick—. No quiere ni tocarlas. Ni siquiera vende balas en su tienda.
—Sería incapaz de estrangular una gallina sin ayuda —dijo Johannes.
—Sería incapaz de mear en una hoguera sin que su mujer le ayudara a apuntar —añadió Erich con una risita maliciosa que hizo reír a sus hermanos.
Emmanuel esperó a que se apagaran las risas. Unas horas más tarde, cuando se les hubiera pasado la fanfarronería provocada por el whisky, sentirían todo el peso del asesinato de su padre y recordarían que el asesino todavía andaba suelto entre ellos.
—Mira, papá. Ven, mira —exclamó un niño de unos diez años desde el porche mientras una peonza bajaba las escaleras tambaleándose y rodaba por el césped. Los niños fueron detrás con una ola de agudos gritos.
Henrick cogió en brazos a una niña muy pequeña y la lanzó hacia arriba. Los otros niños se agolparon a su alrededor, suplicando ser los siguientes. Emmanuel se preguntó dónde estaría escondido el hermano menor.
—¿Dónde está Louis?
—En el cobertizo —dijo Henrick—. Lleva ahí todo el día, trabajando en la moto esa de las narices.
—Ja —dijo Erich mientras le alborotaba el pelo a un niño que tenía delante—. Ve a ver si consigues que salga, Hansie. Madre va a necesitar su ayuda pronto.
Hansie se volvió hacia el extremo del jardín, donde había un pequeño cobertizo pegado a la valla trasera. Por detrás de la estructura de chapa ondulada salían disparadas las pobladas ramas de los árboles de copa plana, recortadas contra el cielo abierto.
—Voy contigo.
Emmanuel se apartó del grupo de familiares y echó a andar al lado de Hansie. El cobertizo de un hombre era un buen lugar para empezar a tantear al propio hombre. Había algo en el comisario que le había hecho víctima de una muerte violenta y había algo en su muerte que había llamado la atención del Departamento de Seguridad. Tenía que averiguar por qué y no había tiempo que perder.
Hansie llamó a la puerta del cobertizo.
—Louis, soy yo.
—Pasa.
La puerta se abrió y Louis, un muchacho de unos diecinueve años, retrocedió para dejarlos pasar. Con su constitución de peso pluma, el hijo menor del comisario era más delicado de lo que sugería la foto de la casa. Si los otros hermanos eran de piedra, Louis era de papel.
—Louis, éste es el policía de Jo’burgo —Hansie hizo las presentaciones a toda prisa, avergonzado de adoptar un papel de adulto delante de su amigo adolescente.
—Oficial Emmanuel Cooper, de la policía judicial —dijo Emmanuel estrechándole la mano a Louis. La mano del muchacho tenía una fuerza que desdecía la delicadeza de su apariencia.
—Oficial Emmanuel Cooper, de la policía judicial —repitió Louis, como si estuviera memorizando su rango. En ese momento vio las manchas de grasa en la mano de Emmanuel—. Lo siento, oficial, le he manchado.
—No te preocupes.
Emmanuel se limpió las manos con su pañuelo y Louis retrocedió hacia un montón de piezas de motor que tenía extendidas sobre una vieja alfombra. El chasis restaurado de una motocicleta Indian negra descansaba sobre unos soportes cerca de la puerta trasera.
Louis se arrodilló y siguió limpiando trozos de metal con un trapo. Le temblaba todo el cuerpo del esfuerzo que estaba haciendo.
—Llevo todo el día limpiando piezas y se me olvidó…
—¿Qué es esto? —preguntó Hansie mientras se agachaba junto a su amigo—. Pensaba que ya tenías terminado el motor.
Louis negó con la cabeza.
—Tengo que esperar a que llegue una pieza de Jo’burgo. ¿Entiende usted de mecánica, oficial?
—No mucho —respondió Emmanuel con sinceridad.
La parte derecha del cobertizo estaba dedicada a la caza. Unos enormes cuernos de kudú colgaban sobre un armero que sostenía tres rifles con mira. Debajo de las armas había una preciosa assagai zulú, una lanza de guerrero con ribetes de piel de león, y debajo de la lanza, un escritorio de madera con dos cajones. En la parte izquierda del cobertizo, la motocicleta Indian estaba rodeada de piezas del motor y herramientas. En la pared había pegadas hojas con diagramas y cálculos, debajo de un dibujo del fabricante en el que aparecía la motocicleta desmontada en sus mejores tiempos. La organización del cobertizo hacía pensar en una mente lúcida y metódica. La puerta trasera estaba abierta, sujeta con un ladrillo para que entrara la brisa de la tarde, y no era difícil imaginarse al comisario trabajando a gusto en aquel lugar.
—Tú sí que entiendes de mecánica —dijo Emmanuel mientras pasaba por encima de las piezas de repuesto y se dirigía al escritorio de la zona de caza.
—Qué va —dijo Louis—, mi padre es el que lo sabe todo sobre cómo arreglar cosas.
Hubo un silencio incómodo, seguido del estruendo de las piezas de metal golpeándose entre sí que provocó Louis al revolver en un montón de llaves inglesas con las manos temblorosas.
—Puedes terminar la moto tú, ¿eh, Louis? —dijo Hansie con un tono lleno de entusiasmo—. Le pides a ese mecánico mestizo que te ayude y dentro de nada la tienes acabada.
—Puede —contestó Louis en voz baja antes de empezar a clasificar los tornillos y pernos limpios en montones ordenados en el suelo. Emmanuel observó la conducta compulsiva del muchacho durante un instante y después se adentró un poco más en el cobertizo. El dolor hacía actuar a la gente de formas extrañas; podía abrirla en canal o cerrarla a cal y canto.
Examinó las armas y comprobó que estaban limpias y sin usar. En los cajones del escritorio encontró artículos de periódico sobre actividades campestres, como el arte de preparar biltong y los cuidados adecuados de los cuchillos de monte. Se arrodilló y se asomó al hueco vacío del cajón.
—¿Está buscando revistas guarras, oficial? —preguntó Louis.
Emmanuel percibió la agresividad de la mirada del joven.
—¿Quieres enseñarme tú dónde las escondía, Louis? —preguntó con naturalidad, consciente de que era un torpe intento de pillar al chico desprevenido, pero también de que merecía la pena intentarlo.
Louis se sonrojó y empezó a revolver otra vez en la caja de llaves inglesas.
—No, porque no hay ninguna. Mi padre era muy decente para esas cosas. Si le conociera, lo entendería.
—Es verdad —dijo Hansie, asumiendo la lucha por Louis y lanzándole a Emmanuel una mirada de asco.
—No he sido yo quien ha mencionado las revistas guarras —señaló Emmanuel. ¿Tenía el comisario un escondite secreto en algún sitio? ¿O era una revista con páginas marcadas escondida en su propio dormitorio lo que preocupaba a Louis?
Dos criadas y un jardinero pasaron apresuradamente por delante de la puerta trasera del cobertizo sin aflojar el paso ni mirar hacia el interior. Las tres figuras desaparecieron en el veld, sobre el que estaba cayendo la noche.
—¿Qué es eso? —preguntó Emmanuel señalando el camino de hierba por el que se habían ido los criados.
—Es un camino kaffir. Los usan los kaffirs para ir de un lado a otro —explicó Hansie—. Atraviesan todo el pueblo y se juntan cerca del poblado. Es más rápido que ir por las calles principales.
—¿A la gente no le importa?
—No. Nadie usa los caminos del pueblo después de las ocho y media. Si pillan a un kaffir andando por aquí entre esa hora y el amanecer, se mete en un buen lío.
—¿Los usáis vosotros alguna vez?
—Son caminos kaffir. Para los kaffirs —Hansie tenía el gesto de asombro de un idiota al que habían pedido que le explicara a un imbécil de dónde vienen los niños—. Los mestizos los usan a veces, pero nosotros nunca.
—¿Entonces cómo sabes que no los usan por la noche? —preguntó Emmanuel mientras salía al camino desde el cobertizo.
—Por el comisario —contestó Hansie—. Él corría por esos caminos tres o cuatro veces a la semana. Algunas veces por la mañana, otras por la noche. Shabalala se encargaba de los caminos de cerca del poblado.
Emmanuel se estaba adentrando en el veld cuando un segundo grupo de criados, decididos a despejar la zona blanca del pueblo antes del toque de queda, pasaron andando a buen paso y cantando. Emmanuel conocía la canción:
—Shosholoza, shosholoza… Kulezontaba…
La traducción aproximada era «Ve más deprisa, andas vagando por esas montañas. El tren viene de Sudáfrica». La propia palabra shosholoza sonaba como el silbido de un tren de vapor.
El aire trajo el rítmico canto de los criados a sus oídos y Emmanuel sintió el calor de la noche africana en su piel y su pelo. Las voces de los criados se fueron apagando y él se volvió hacia la casa del comisario.
—¿Con qué frecuencia patrullabais tú y el subcomisario Uys?
—Patrullábamos cuando nos lo encargaba el comisario —contestó Hansie—. Hubo una vez que salimos todas las noches durante una semana, luego no volvimos a salir en mucho tiempo. No era algo regular.
—Al azar —dijo Emmanuel, consciente de la táctica sencilla pero brillante en la que se basaba el sistema del comisario. Zweigman estaba al corriente de la estrecha vigilancia de las patrullas y no le gustaba. ¿Cuánto veía y oía el comisario cuando recorría el pueblo a intervalos constantes pero irregulares? ¿Había descubierto un secreto que alguien quería proteger tanto como para estar dispuesto a asesinar?
Emmanuel volvió a entrar en el cobertizo, donde Louis estaba guardando sus últimas herramientas en una caja metálica roja. El muchacho parecía absorto en su tarea, pero había una tensión en sus hombros que sugería una actitud alerta y consciente.
—Eh, Louis —la puerta del cobertizo se abrió y entró Henrick—. Ve a lavarte, es hora de cenar y madre te necesita.
—Ja.
Louis salió del cobertizo esquivando a su hermano mayor y se dirigió rápidamente hacia la casa. Subió las escaleras y atravesó el porche a toda prisa, como un cangrejo corriendo a ponerse a salvo por un saliente rocoso.
—Mi madre le recibirá ahora, oficial —dijo Henrick—. No se encuentra bien, así que no se alargue.
—Por supuesto —contestó Emmanuel. La actitud de líder de Henrick estaba empezando a sacarle de quicio.
La luz de una lámpara titilaba sobre un grupo de mujeres jóvenes de luto agrupadas en torno a una mujer rubia y menuda que estaba sentada en un enorme sillón. Su rostro, de piel clara e inundado de dolor, no era más que pómulos y una boca grande. Aún se apreciaban vestigios de la hermosa joven que se había casado con un policía grandullón y había producido cinco hijos para engrosar las filas de los Voortrekker Scouts y la Iglesia Reformada Holandesa.
—¿Quién es? —preguntó. Emmanuel notó cómo la mujer de ojos azules fijaba la vista en él por primera vez—. ¿Quién es este señor?
—Es el oficial de la policía judicial —explicó Henrick desde la puerta. Aquella habitación se había convertido en un espacio femenino en el que no quería entrar—. El oficial Cooper ha venido de Jo’burgo para dirigir la investigación. Va a ayudar a averiguar quién le ha hecho esto a padre.
La señora Pretorius se incorporó como un sonámbulo al que hubieran despertado.
—¿Qué hace usted aquí? Debería estar ahí fuera deteniendo al que haya cometido esta infamia.
—Necesito su ayuda. Sé que es duro, pero hay cosas sobre su marido que no puede decirme nadie más que usted.
—Willem —era la primera vez que se pronunciaba el nombre del comisario—. Se han llevado a mi Willem…
La diminuta mujer dejó escapar un aullido de angustia, balanceándose adelante y atrás como una marioneta con las cuerdas rotas. Emmanuel se sentó, respiró hondo y se permitió observar sin implicarse. No implicarse. Ésa era la parte más difícil del trabajo, la parte en la que él destacaba.
—Ya, mamá, ya.
Louis había entrado en la habitación y se había arrodillado al lado de su madre. La besó en la mejilla, y madre e hijo se quedaron abrazados durante largo rato. Había un asombroso parecido entre el pequeño de los Pretorius y la frágil mujer que le estrechaba entre sus brazos.
Sin su mono lleno de grasa, Louis se encontraba a gusto en aquella habitación llena de mujeres. Era más rubio y más delgado que sus cuñadas, chicas de granja rollizas con cuerpos preparados para sobrevivir a la hambruna en el veld.
Emmanuel echó una mirada a Henrick y percibió un atisbo de incomodidad. ¿Qué pensaba el comisario de aquel muchacho delicado que no guardaba ningún parecido con los duros hombres Pretorius?
—Tranquila —susurró Louis—. Yo te cuidaré, mamá. Te lo prometo.
Emmanuel esperó hasta que madre e hijo se separaron. Las nueras murmuraron palabras de consuelo.
—Señora Pretorius… —Emmanuel sabía que estaba a punto de ganarse la antipatía de los presentes—. ¿Puedo hablar con usted a solas? Tengo algunas preguntas a las que necesito que me conteste y sería mejor si tuviéramos un poco de intimidad.
—Louis no —dijo la señora Pretorius—. Louis se queda.
Las nueras le dirigieron miradas hostiles y salieron de la habitación para sumarse a los grupos de familiares reunidos en el porche trasero. Esperó a que se apagaran sus murmullos y entonces dijo:
—Señora Pretorius, ¿cuándo fue la última vez que vio a su marido con vida?
La mujer le cogió la mano a Louis.
—Ayer por la mañana. Desayunamos juntos antes de que se fuera a trabajar.
—¿Mencionó si iba a ir a algún sitio inusual o a ver a alguien en particular?
—No. Dijo que iba a ir a pescar después del trabajo y que me vería por la mañana.
—¿Solía estar usted dormida cuando él volvía de pescar?
—Sí, Willem se quedaba en el cuarto de invitados para no molestarme —contestó apretando la mano de Louis—. Yo no tenía ni idea de que no estaba en casa hasta que vino Hansie…
Se echó a llorar y Henrick entró en la habitación. Emmanuel puso la mano en alto como un guardia de tráfico y Henrick se paró en seco.
—¿Se le ocurre alguien que haya podido hacerle esto a su marido, señora Pretorius? Cualquier cosa que le haya podido contar él sería de ayuda —dijo Emmanuel, manteniendo un tono de voz dulce y apremiante.
—Venga, mamá —dijo Louis—, dile al oficial lo que sepas.
La mujer rubia respiró hondo. Cuando levantó la vista, tenía la mirada acerada como un sable.
—El viejo judío —dijo rotundamente—. Willem dijo que le había pillado rondando por la zona de los mestizos de noche. Estaba metido en algún asunto raro.
—¿Le pilló su marido haciendo algo?
Eso explicaría el resentimiento de Zweigman.
—No. Ya sabe lo listos que son los judíos. Willem le vio entrando y saliendo de las casas de distintas chicas mestizas después del anochecer. Estaba claro lo que estaba haciendo, así que Willem le llamó la atención.
—¿Le dijo cómo reaccionó Zweigman?
—Sé que no le hizo gracia. Willem tuvo que ir a verle unas cuantas veces hasta que se aseguró de que Zweigman había dejado de hacerlo.
—¿Tenía el comisario Pretorius problemas con alguien más?
La mujer le llevaba ventaja y ya tenía preparada la respuesta:
—Con ese pervertido de Donny Rooke. Willem le metió en la cárcel por hacer fotos obscenas a las chicas de Du Toit. Hace cuatro o cinco meses que volvió a Jacob’s Rest.
—Vive pasada la zona de los mestizos —apuntó Henrick desde la puerta—. No viene al pueblo salvo que no le quede más remedio. Ahora la tienda la lleva su hermano.
Emmanuel recordaba la tienda Donny’s All Goods de la calle principal.
—¿Estaba enfadado con el comisario por haberle metido en la cárcel?
—Claro. Los peores pecadores no creen que deban ser castigados por sus pecados —no cabía duda del desprecio que sentía la señora Pretorius por quienes daban muestras de flaqueza moral—. Willem ayudaba a guiar este pueblo y ahora han acabado con él. Ruego a Dios que el asesino reciba pronto su castigo.
—Amén —dijo Louis.
Emmanuel se movió en su asiento, incómodo ante la intensidad de la mujer que tenía delante. En ella no había lugar para el perdón.
—¿Alguien más?
La señora Pretorius suspiró.
—Siempre había problemas con los mestizos: con la bebida, las peleas, ese tipo de cosas. Les cuesta controlar sus emociones, por mucha sangre blanca que tengan. Willem lo entendía e intentaba no ser demasiado duro con ellos.
Emmanuel pasó la hoja de su libreta para empezar una página en blanco. Había oído toda clase de teorías raciales en Sudáfrica. Ya no le sorprendía ninguna.
—¿Recuerda algún nombre en particular?
—No. El subcomisario Uys conocerá todos los casos de los mestizos. Shabalala conocerá los de los nativos. Eran un buen equipo, Willem y Shabalala. Todo el mundo los respetaba. Todo el mundo.
Sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas y Emmanuel se levantó antes de que Henrick pudiera echarle. Cerró la libreta y se la metió en el bolsillo.
—Gracias por su atención, señora Pretorius. Reciba mi más sincero pésame por la pérdida de su marido.
Louis se levantó de un salto y llegó a la entrada principal antes que él. Abrió la puerta y apoyó el hombro en el marco de madera.
—Atrapará al asesino, ¿verdad, oficial?
—Lo intentaré —dijo Emmanuel mientras salía a la galería—. Eso es lo máximo que puedo prometerte, Louis.
—Mi abuelo era Frikkie van Brandenburg y mi padre era comisario de policía. Su jefe ha enviado al mejor oficial, ¿verdad?
—Louis, que se había pasado todo el día metido en el cobertizo, no tenía ni idea de la torpe llamada de la hermanita Gertie a la jefatura de policía. Hasta donde él sabía, la policía había elegido cuidadosamente a Emmanuel para resolver el caso.
Emmanuel intentó no ser duro con él:
—He resuelto bastantes casos y haré todo lo posible por resolver éste. Buenas noches, Louis.
—Buenas noches, oficial.
La voz de Louis le siguió mientras atravesaba el porche y bajaba las escaleras hacia el jardín. Se puso en camino hacia la comisaría.
Se detuvo en la esquina de las calles Van Riebeeck y Piet Retief y sintió que algo tiraba de él hacia la licorería. Sin embargo, giró y se encaminó a la comisaría y al agente Shabalala.
Ahora lo entendía: Frikkie van Brandenburg era la razón por la que estaba involucrado el Departamento de Seguridad. El comisario Pretorius era el yerno de uno de los pesos pesados del nacionalismo afrikáner, un hombre que predicaba la historia sagrada de la civilización blanca como un profeta del Antiguo Testamento. Con razón los hermanos Pretorius odiaban a Zweigman. En un pueblo tan pequeño como Jacob’s Rest no había sitio para dos tribus que afirmaban ser el pueblo elegido de Dios.
La calle principal estaba vacía. Las luces del taller formaban un círculo amarillo en mitad de la oscuridad. Le vino a la cabeza un pequeño recuerdo. Iba corriendo descalzo por un caminito de tierra, envuelto por un olor a hogueras de leña. Corría rápidamente hacia una luz. El recuerdo se hizo más intenso y Emmanuel lo apartó de su mente. Después lo desconectó.