El café solo estaba caliente y tenía brandy suficiente para calmar el dolor de los músculos de Emmanuel. Los hombres de la orilla no volvieron a los coches hasta una hora después de empezar a sacar al comisario, con los hombros y las piernas doloridos del cansancio. Extraer el cadáver del lugar del crimen no había sido mucho más fácil que sacar un tanque Sherman del barro.
—¿Un koeksister? —preguntó la esposa del viejo Voster, una mujer con cara de sapo y el pelo cano y poco abundante.
—Gracias.
Emmanuel cogió uno de los pegajosos pasteles y se apoyó en el Packard.
Recorrió el grupo de personas y vehículos con la mirada. Había dos criadas negras sirviendo café recién hecho y repartiendo toallas secas mientras unos trabajadores de la granja atendían el fuego para calentar el agua y la leche. Voster, confinado en una silla de ruedas, y su familia, un hijo y dos hijas, estaban enfrascados en una conversación con los hermanos Pretorius mientras una jauría de robustos crestados rodesianos olfateaba el suelo a sus pies. Un grupo de niños blancos y negros corrían zizagueando entre los coches, jugando al escondite ruidosamente. El comisario estaba en la parte trasera de la furgoneta policial, envuelto en sábanas blancas limpias.
Emmanuel apuró su café y se acercó a los hermanos Pre orius. La investigación tenía que empezar a rodar enseguida. Hasta el momento sólo tenían un cadáver y un asesino que andaba suelto por Mozambique.
—Es hora de irse —dijo Emmanuel—. Vamos a llevar al comisario al hospital para que lo examine el médico.
—Vamos a llevárnoslo a casa —contestó Henrick rotundamente—. Mi madre ya ha esperado bastante para verle.
Emmanuel sintió la fuerza de los hermanos cuando volvieron sus ojos hacia él. Aguantó las miradas y absorbió la rabia y la tensión, ahora doblemente exacerbadas por el alcohol y el cansancio.
—Necesitamos una opinión médica sobre la hora y la causa de la muerte. Y un certificado de defunción firmado. Es el procedimiento policial habitual.
—Joder, ¿es que eres ciego además de sordo? —dijo Erich—. ¿Te hace falta un médico para saber que le dispararon? ¿Qué clase de policía eres, oficial?
—Soy la clase de policía que resuelve casos, Erich. Por eso me ha mandado el inspector Van Niekerk. ¿Prefieres que se lo dejemos a él?
Señaló la hoguera junto a la que estaba Hansie, sentado con las piernas cruzadas y con un plato de koeksisters en las rodillas. Les llegó el débil sonido de su tarareo mientras escogía otro dulce.
—No vamos a dejar que un médico le abra como a un animal —dijo Henrick—. Es una criatura de Dios, aunque su espíritu haya abandonado su cuerpo. Padre jamás lo habría consentido y nosotros tampoco vamos a permitirlo.
Auténticos afrikáners, y además religiosos. Se habían desatado guerras por menos. Los Pretorius estaban dispuestos a tomar las armas para defender sus creencias. Era hora de andarse con cuidado: estaba solo, sin refuerzos y sin compañero. Alguna clase de exploración del cuerpo sería mejor que nada.
—No habrá autopsia —dijo Emmanuel—, sólo un examen para determinar la hora y la causa de la muerte. Estoy seguro de que el comisario habría consentido eso.
—Ja, de acuerdo-dijo Erich, y la agresividad desapareció.
—Decidle a vuestra madre que le llevaremos a casa lo antes posible. El agente Shabalala y yo cuidaremos de él.
Henrick le dio las llaves de la furgoneta policial, que había encontrado en el bolsillo del comisario al sacarle del río.
—Hansie y Shabalala le indicarán el camino al hospital y después a casa de nuestros padres. Como tarde más de la cuenta, mis hermanos y yo iremos a por usted, oficial.
Emmanuel miró por el espejo retrovisor de la furgoneta policial y vio que Hansie iba detrás, en el Packard, con la bicicleta de Shabalala atada al techo. El joven conducía bien, con firmeza y confianza. Si el asesino conducía un coche de carreras, pensó Emmanuel, quizá Hansie tendría la oportunidad de ganarse su paga en la policía, posiblemente por primera vez.
Los vehículos entraron en el pueblo de Jacob’s Rest por la calle Piet Retief, la única vía asfaltada de la localidad. Un poco más adelante, giraron por un camino de tierra y pasaron por delante de una serie de construcciones de poca altura apiñadas bajo la nube de flores violeta de un grupo de jacarandas. Shabalala condujo a Emmanuel hacia una calle circular bordeada de piedras encaladas. Emmanuel paró delante de la entrada principal del hospital Gracia Divina.
Las dos puertas principales tenían talladas crudas representaciones de Cristo crucificado. Emmanuel y Shabalala salieron de la furgoneta y se quedaron a los lados del mugriento capó. Llenos de salpicaduras de barro y manchas de sudor, llevaban con ellos el olor de las malas noticias.
—¿Y ahora? —preguntó Emmanuel a Shabalala. Era casi mediodía y el comisario se estaba asando lentamente en la parte trasera de la furgoneta.
Las puertas del hospital se abrieron y una mujer negra y corpulenta con un hábito de monja apareció en lo alto de las escaleras como una locomotora a toda máquina. A su lado había otra monja, con la piel blanca y diminuta como una gallina bantam. Las hermanas miraron al exterior desde la sombra que proyectaban sus tocas.
—Hermanas —dijo Emmanuel levantándose el sombrero, como un vagabundo practicando sus buenos modales—. Soy el oficial Emmanuel Cooper, de la policía judicial. Me imagino que ya conocen a los otros policías.
—Sí, sí, claro —dijo la diminuta monja blanca mientras corría escaleras abajo, seguida por su robusta sombra negra—. Yo soy la hermana Bernadette y ésta es la hermana Angelina. Por favor, disculpe nuestra sorpresa. ¿En qué podemos ayudarle, oficial Cooper?
—Tenemos al comisario Pretorius en la furgoneta…
El grito ahogado de las hermanas interrumpió su discurso. Empezó de nuevo, intentando adoptar un tono más suave:
—El comisario está…
—Muerto —lloriqueó Hansie—. Le han asesinado. Alguien le disparó en la cabeza y en la espalda… tiene un agujero.
—Agente… —Emmanuel apoyó todo el peso de su mano sobre el hombro del muchacho. No hacía falta ir pregonando información concreta sobre el caso tan pronto. Era un pueblo pequeño. Todo el mundo estaría al corriente de los detalles escabrosos enseguida.
—Que el Señor lo tenga en su gloria —dijo la hermana Bernadette.
—Que Dios se apiade de su alma —entonó la hermana Angelina.
Emmanuel esperó a que las hermanas se santiguaran para continuar:
—Necesitamos que el médico examine al comisario Pretorius para determinar la hora y la causa de la muerte y para expedir el certificado de defunción.
—Ay, Dios mío, Dios mío… —murmuró la hermana Bernadette, ahora con un fuerte acento irlandés—. Me temo que no podemos ayudarle, oficial Cooper. El médico se ha marchado esta mañana a hacer visitas.
—¿Cuándo estará de vuelta?
—Emmanuel calculó que disponía de un máximo de cuatro horas hasta que aparecieran los hermanos Pretorius reclamando el cadáver.
—Dentro de dos días, puede que tres —dijo la hermana Bernadette—. Ha habido un brote de bilharziasis en un internado cerca de Bremer. Puede que tarde más, depende del número de casos que haya. Lo siento muchísimo.
Días, no horas. El tiempo en el campo iba demasiado despacio para su gusto.
—¿Qué harían si el comisario Pretorius estuviera herido de gravedad pero aún vivo? —preguntó.
—Mandarle a Mooihoek. En el hospital hay un médico todo el tiempo.
No se hizo muchas ilusiones. Era una situación JIDA, como les gustaba decir a los soldados yanquis. Jodida e Imposible De Arreglar. Lo intentó de todas formas.
—¿Cuánto se tarda en llegar?
—Si la carretera está en buen estado, algo menos de dos horas —la hermana Bernadette dio la buena noticia con una tímida sonrisa y después buscó una cara más amable, una que entendiera de geografía—. ¿No es así, agente Shabalala?
Shabalala asintió.
—Sí, se tarda eso si la carretera está bien.
—¿Y lo está? —preguntó Emmanuel. De repente sintió las punzadas y las luces blancas y rojas provocadas por el dolor de cabeza detrás del ojo izquierdo. Esperó a que alguien contestara a su pregunta.
—Está bien hasta la granja de Ver Maak —explicó Shabalala cuando quedó claro que nadie más iba a contestar—. Ver Maak le dijo al comisario que había una donga en la carretera, pero él la rodeó para venir al pueblo.
El barranco producido en la carretera se podía sortear, pero alargaría el viaje a Mooihoek. No quería arriesgarse a airear el caso así. Estaba claro que una furgoneta policial con el cadáver de un comisario de policía llamaría la atención, especialmente en Mooihoek, donde bastaría una simple llamada telefónica para tener a la prensa encima en un santiamén.
—Oficial Cooper… —dijo la hermana Bernadette, que se llevó los dedos a la cruz de plata que llevaba en el cuello y sintió el tacto reconfortante de las marcadas costillas de Jesús—. Está el señor Zweigman.
—¿Quién es el señor Zweigman?
—El viejo judío —dijo Hansie rápidamente—. Tiene una tienda de confecciones al lado de la parada del autobús. Los kaffirs y los mestizos compran allí.
Emmanuel mantuvo la mirada fija en la hermana Bernadette, la paloma de Dios vestida de negro y lista para emprender el vuelo a la mínima señal.
—¿Qué pasa con el señor Zweigman?
La hermana Bernadette dejó escapar el aliento que había estado conteniendo.
—Hace unos meses atropellaron a un niño nativo y el señor Zweigman le atendió en el lugar del accidente. Después el niño vino al hospital y se notaba que… le había curado un profesional.
Emmanuel miró a Shabalala. El agente asintió. La historia era cierta.
—¿Es médico?
—Dice que era médico en los campos de refugiados en Alemania, pero… —la hermana Bernadette apretó con fuerza la cruz de plata y pidió perdón al Señor por la confidencia que estaba a punto de revelar—. Le hemos pedido al señor Zweigman que atendiera un par de casos cuando no estaba el doctor Kruger. No oficialmente, claro. No, no. Sólo un vistacito, nada más. Preferiríamos que el doctor no se enterara.
—El viejo judío no es médico —Hansie se enfureció sólo de pensarlo—. El doctor Kruger es el único médico de la zona, lo sabe todo el mundo. ¿Qué tonterías está diciendo?
La hermana Angelina dio un paso adelante con una sonrisa angelical. Podría haber aplastado a Hansie con su enorme puño negro, pero prefirió parecer insignificante delante del joven policía henchido de orgullo.
—Sí, por supuesto —dijo con un tono de voz cálido—. El doctor Kruger es el único médico de verdad, eso es cierto, agente. El señor Zweigman es sólo para los nativos, que no necesitamos una atención médica tan buena. Sólo para los nativos.
Emmanuel seguía sin saber si el viejo judío era médico o un tendero con un certificado de primeros auxilios.
—Shabalala —dijo haciendo un gesto al policía para que le acompañara detrás de la furgoneta, donde no pudieran oírlos—. ¿Qué sabes de este asunto?
—El comisario me dijo: si te pones enfermo, ve a ver al viejo judío. Te curará mejor que el doctor Kruger.
Mejor, no peor. Ésa era la opinión del comisario y aquél era su pueblo. Emmanuel sacó del bolsillo las llaves del Packard.
—Es aquí.
Shabalala señaló una fila de tiendas apretujadas bajo unas chapas de hierro ondulado llenas de óxido. Una acera llena de agujeros daba una apariencia de abandono aún mayor a los negocios, que tenían las puertas abiertas a la calle. Khan’s Emporium despedía un acre olor a especias. A su lado había una tienda de «licores de primera calidad» atendida por dos muchachos mestizos que jugaban a las cartas en la entrada con cara de aburrimiento. El siguiente comercio era una tienda llamada Poppies, que parecía a punto de salirse de los cimientos de madera y caer sobre la parcela vacía de al lado.
En la acera de enfrente había un taller mecánico quemado, con un surtidor de gasolina calcinado y pilas de neumáticos llenos de ampollas. Un hombre larguirucho con la piel de color nogal estaba revisando los escombros con paciencia, recogiendo ladrillos y trozos de metal retorcido y echándolos en una carretilla.
Una mujer negra con un bebé atado a la espalda pasó caminando lentamente y un niño mulato, un «mestizo», atravesó la acera empujando un coche de juguete hecho de alambre. No había ingleses ni afrikáners. Habían salido de la África blanca.
—La última es la del viejo judío —dijo Shabalala señalando la tienda Poppies. Emmanuel apagó el motor y dejó su optimismo en suspenso. Una tienda destartalada en el lado equivocado de la frontera racial no era sitio para un médico titulado, a menos que estuviera loco o le hubieran prohibido ejercer la medicina.
Poppies estaba abarrotada de sacos de maíz, tarros de mermelada y latas de carne en conserva. El ambiente olía a algodón en rama y en el extremo de un largo mostrador de madera había apoyados rollos de telas lisas y estampadas. Detrás del mostrador había un hombre delgado con unas gafas redondas con montura metálica y una mata de pelo blanco brillante que salía disparada de su cabeza como un signo de admiración.
Un chiflado, juzgó inmediatamente Emmanuel, que vio que «el viejo judío» no era tan viejo como había imaginado. Zweigman no llegaba a los cincuenta, a pesar del pelo y de los hombros encorvados. Los ojos marrones brillaron como los de un cuervo cuando se fijó en los dos hombres salpicados de barro sin mostrar ninguna reacción.
—¿En qué puedo ayudarle, agente? —preguntó con un acento que Emmanuel conocía bien. Alemán culto trasplantado a un inglés tosco y sin gracia.
—Coja su instrumental médico y su licencia. Le necesitamos en el hospital.
Se aseguró de que Zweigman viera la placa policial que había puesto bruscamente sobre el mostrador.
—Un momento, por favor —respondió Zweigman educadamente antes de desaparecer en una trastienda situada detrás de una cortina de rayas amarillas y blancas. El zumbido mecánico de unas máquinas de coser fue perdiendo intensidad y luego se interrumpió de golpe. Se oyeron voces, con un tono suave y apremiante, y el tendero reapareció con su maletín de médico. Detrás de Zweigman, siguiéndole muy de cerca, salió una mujer morena con un elegante vestido de satén azul entallado que se ajustaba a sus generosas curvas.
El viejo judío y la mujer eran tan diferentes como una bota de agua y un traje de noche. Zweigman podría haber sido cualquier anciano detrás de cualquier mostrador polvoriento de Sudáfrica, pero el sitio de la mujer estaba en algún lugar de clima frío, con alfombras persas y un piano de cola en el rincón.
De su boca salió varias veces la palabra liebchen, en un bucle que sólo se interrumpió cuando Zweigman le puso los dedos sobre los labios con delicadeza. Se quedaron quietos, muy juntos, envueltos en una tristeza que dejó asombrado a Emmanuel.
Había vuelto el dolor de cabeza, un resplandor ardiente detrás de la cuenca del ojo. Se apretó el ojo con la palma de la mano, intentando eliminar la visión borrosa. En la retina apareció grabada una imagen de Angela, su propia esposa, efímera y con la piel clara, llamándole desde un rincón del pasado. ¿Habían compartido alguna vez un momento tan íntimo como el que estaban compartiendo en ese mismo instante el viejo judío y su preocupada esposa?
—Vámonos —dijo Emmanuel dirigiéndose a la puerta.
La luz del exterior era débil y blanca y estaba atravesada por pequeñas partículas de polvo. Delante de la licorería, los muchachos mestizos levantaron la mirada y enseguida volvieron a dirigirla a su partida de cartas. Ver a un policía pasar de largo era mejor que tenerlo allí parado haciendo preguntas.
Emmanuel se sentó en el asiento del conductor, arrancó el motor y esperó. Zweigman entró en el coche y se sentó a su lado con su maletín de médico apoyado sobre las rodillas. Nadie dijo nada mientras el coche se apartaba lentamente del bordillo y se ponía en marcha hacia el hospital.
—¿Dónde se licenció en medicina? —preguntó Emmanuel. Había que verificarlo todo antes de permitir que Zweigman tocara el cadáver del comisario.
—En la Charité Universitätsmedizin de Berlín.
—¿Tiene la cualificación para ejercer en Sudáfrica?
No se imaginaba al Partido Nacional rechazando títulos alemanes, ni siquiera si el titulado era judío.
Zweigman dio unos golpecitos con el dedo en el maletín de cuero rígido; parecía estar pensando en la pregunta.
Salieron de la calle Piet Retief, con sus negocios con propietarios blancos, y siguieron por General Kruger. Cada calle de Jacob’s Rest era la respuesta a una pregunta de un examen de historia afrikáner.
—¿Tiene la cualificación? —volvió a preguntar Emmanuel.
El tendero esquivó la pregunta agitando la mano.
—Ya no me siento cualificado para ejercer la medicina en ningún país.
Emmanuel levantó el pie del acelerador y se dispuso a dar media vuelta y regresar a Poppies.
—¿Le han prohibido ejercer la medicina en Alemania o en Sudáfrica por alguna razón, doctor Zweigman? —preguntó.
—Nunca —dijo el tendero—. Y ya no atiendo al nombre de «doctor». Llámeme «el viejo judío» como todo el mundo, por favor.
—Lo haría —contestó Emmanuel mientras paraba delante del hospital Gracia Divina y apagaba el motor—, pero no es usted tan viejo.
—Aaaah… —dijo Zweigman, emitiendo un sonido tan seco como un pergamino—. No se deje engañar por mi aspecto juvenil, oficial. En realidad, bajo esta apariencia soy el judío prehistórico.
Esas extrañas expresiones eran un posible motivo por el que el teutón chiflado estaba sentado a su lado y no en algún consultorio ostentoso de Ciudad del Cabo o Jo’burgo.
—Creo que le llamaré «el judío extraño», le pega más. Ahora vamos a ver sus papeles.
Hacer amistad con un hombre lo suficientemente chiflado para preferir ser tendero antes que médico no estaba en su lista de cosas que hacer. Sólo quería verificar sus títulos y después conseguir algo para aliviar el martilleo que sentía en la cabeza.
—La luz del sol alcanzó la montura de las gafas de Zweigman cuando se inclinó hacia delante, por lo que Emmanuel no estaba seguro de si había vislumbrado un gesto risueño en los ojos castaños del médico. Zweigman le dio los documentos; los primeros estaban en alemán.
—¿Lee usted Deutsch, oficial?
—Sólo los menús de las cervecerías.
Pasó a los títulos sudafricanos en inglés y leyó la información despacio. Después volvió a leerla. Cirujano, miembro del Real Colegio de Cirujanos. Era como encontrar una moneda de oro dentro de un calcetín sucio.
Emmanuel miró fijamente a Zweigman, que le devolvió la mirada sin pestañear. Tenía que haber una explicación sencilla para que aquel alemán de pelo cano estuviera en Jacob’s Rest. Un pueblo recóndito en medio del campo era el lugar perfecto para esconder a un cirujano al que le temblaban las manos. ¿Era el buen médico aficionado a la bebida?
—No, oficial —Zweigman le leyó el pensamiento—, no pruebo el alcohol.
Emmanuel le devolvió los papeles encogiéndose de hombros. Zweigman estaba de sobra cualificado para hacer lo que le pedían. Eso era todo lo que requería el caso.
Lo suficientemente lejos de los edificios principales como para crear una zona de transición entre los vivos y los muertos, una choza de adobe de forma circular hacía las veces de depósito de cadáveres y almacén del hospital.
Emmanuel se detuvo a la sombra de una jacaranda y dejó que Shabalala y Zweigman se adelantaran. El médico encorvado y el altísimo policía negro se acercaron al depósito caminando sobre la alfombra formada por las flores caídas de la jacaranda. Al final del camino, la hermana Angelina y la hermana Bernadette estaban dando cucharadas de aceite de hígado de bacalao a una fila de niños harapientos mientras Hansie dormía el profundo sueño del tonto del pueblo con la cabeza apoyada en la puerta del depósito.
«Mi equipo», pensó Emmanuel. Salió de la sombra y volvió a sentir cómo le golpeaba el dolor de cabeza. El tejado de paja de la choza se mezcló con el cielo y la hierba se fundió con las paredes blancas de los edificios hasta que todo pareció una acuarela pintada por un niño. Se apretó con fuerza la cuenca del ojo con la palma de la mano, pero la visión borrosa y el dolor no desaparecieron. Al atardecer, la jaqueca sería una afilada esquirla de intensa luz que le dejaría el ojo completamente cerrado. Cuando estuviera resuelto el asunto del examen del cadáver les pediría a las monjas una dosis triple de aspirina. Dos para ahora y otra que podría tomarse con un whisky antes de irse a dormir. Al menos sabía dónde estaba la licorería.
—Durmiendo en horas de servicio —le dijo a Hansie al tiempo que le golpeaba en el hombro con fuerza—. Podría expedientarle por eso, Hepple.
Hansie se puso en posición de firme de un salto para demostrar que estaba alerta.
—No estaba dormido, estaba descansando la vista —dijo Hansie, que en ese momento vio a Zweigman—. ¿Qué hace él aquí? Pensé que había ido a buscar a los hermanos Pretorius.
—Nos hemos perdido.
Emmanuel esquivó a Hansie y abrió la puerta del depósito de cadáveres. Dentro hacía fresco y estaba oscuro. Miró por encima del hombro y vio a Zweigman acercarse a las monjas, que estaban sonrojadas e incómodas ante el hombre cuya confianza habían traicionado.
—Hermana Angelina, hermana Bernadette —el alemán de pelo cano no dio ninguna muestra de estar allí por invitación de la policía—, ¿serán tan amables de ayudarme?
—Sí, doctor —contestó la hermana Bernadette—. Discúlpenos mientras preparamos lo necesario.
Las monjas llevaron a los niños al edificio principal, donde las ventanas se llenaron de caras negras y marrones pegadas a los cristales. El ala reservada a los blancos estaba vacía. Los niños de color tendrían algo que contar a sus visitas por la tarde: «¡Se ha muerto el comisario, el gran jefe Pretorius!».
—¿Doctor? —Hansie estaba completamente despierto y mirando a Zweigman con cara de pocos amigos—. Ése es el viejo judío. No es médico. Vende alubias a los kaffirs y a los mestizos.
—Está cualificado para tratar a nativos, mestizos y cadáveres —dijo Emmanuel, que se refugió en el interior del oscuro depósito. Detrás del ojo, las pulsaciones disminuyeron ligeramente, pero no lo suficiente. Encendió la lámpara quirúrgica. Hansie y Shabalala entraron y se situaron junto a la pared. Cuando volvieran las monjas, les pediría directamente los calmantes. Iba a ser imposible aguantar todo el examen con la intensa luz blanca en aquella agobiante morgue.
Retiró la sábana y dejó al descubierto el cuerpo uniformado del comisario. Zweigman parecía a punto de echar las tripas en el suelo de cemento. Los nudillos se le pusieron blancos de apretar el asa de cuero de su maletín de médico.
—¿Eran amigos usted y el comisario? —preguntó Emmanuel.
—Nos conocíamos —la voz de Zweigman había perdido la mitad de su fuerza y el acento gutural era más marcado que antes—. Una relación que, por lo visto, ha acabado muy repentinamente.
A Zweigman le volvió el color a la cara y empezó a despejar una encimera de un lado de la sala con la precisión de un robot. ¿Había un ligero dejo de satisfacción en su comentario sobre el final repentino?
—Así que no eran amigos —dijo Emmanuel.
—Pocos blancos en este pueblo me considerarían un amigo —contestó el judío sin volverse. Se remangó la camisa hasta los codos pausadamente y abrió su maletín.
—¿Y eso por qué?
—No llegué aquí en los carromatos de los primeros trekboers y no entiendo cómo, o ni siquiera por qué, se juega al rugby.
Emmanuel se protegió los ojos de la cruda luz para ver mejor a Zweigman. Notaba el martilleo de la jaqueca detrás del globo ocular. Zweigman había pasado del shock a la calma en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Dónde pongo esto, doctor?
La hermana Angelina había entrado en el depósito de cadáveres con un enorme barreño lleno de agua caliente en sus musculosos brazos. Encima del hábito llevaba un delantal blanco almidonado que le llegaba hasta las rodillas.
Zweigman señaló la encimera que había despejado. La hermana Bernadette entró arrastrando los pies, cargada con una pila de toallas de distintos tamaños. Lo prepararon todo en silencio, moviéndose como bailarinas de un ballet bien ensayado. Zweigman se lavó bien las manos y los antebrazos y se secó con una toalla pequeña.
—¿Doctor? —dijo la hermana Bernadette, que sostenía en alto una bata quirúrgica blanca con el nombre «Kruger» bordado en azul oscuro en el bolsillo. Zweigman se la puso y dejó que la hermana Bernadette le anudara las cintas a la espalda. Era evidente que ya habían trabajado juntos.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó Zweigman.
—Hora de la muerte. Causa de la muerte y un certificado de defunción firmado. Sin autopsia.
Emmanuel sacó la libreta, pero el dolor de cabeza desdibujó sus anotaciones y las convirtió en manchas oscuras.
—¿Oficial?
Emmanuel volvió a enfocar y vio que tenía delante a la hermana Angelina con un vaso de agua en una mano y cuatro pastillas blancas en la palma de la otra.
—El doctor dice que se tome esto inmediatamente.
Se metió las pastillas en la boca y se las tragó con el agua. Una dosis doble, como siempre que no se le pasaba la visión borrosa. Quizá «el judío perspicaz» fuera un nombre más apropiado para Zweigman.
—Gracias.
—No hay de qué —dijo Zweigman volviéndose hacia el cadáver. El rostro fantasmal brillaba con blancura bajo la luz de la bombilla desnuda—. Empecemos con la ropa.
La hermana Angelina cogió unas tijeras de podar, fue cortando el duro tejido por la fila de botones que iba del cuello a la cintura y después abrió el uniforme como la cáscara de un fruto, dejando al descubierto la piel blanca del torso hinchado del comisario.
Emmanuel se acercó. Tenía que ir despacio hasta que se le pasara la visión borrosa y anotar toda la información sin entrar en pormenores. Los detalles obvios tendrían que ajustarse a descripciones de una o dos palabras en la libreta, al menos hasta que pudiera ver con claridad.
La primera palabra fue «grande». La altura y la fuerza de los hermanos Pretorius eran herencia de su padre. El comisario medía más de un metro ochenta y tenía el cuerpo musculoso por el trabajo físico.
—¿El comisario aún hacía deporte? —preguntó Emmanuel sin dirigirse a nadie en concreto. La nariz del comisario, rota y después recolocada sin demasiada delicadeza, probablemente fuera el resultado de su paso por los embarrados campos de juego que salpicaban la nación afrikáner.
—Entrenaba al equipo de rugby —respondió Hansie.
—Y corría —continuó la hermana Bernadette—. Corría por todo el pueblo y a veces por el campo.
—¿Todos los días a la misma hora?
—Todos los días excepto el domingo, por ser el día del Señor —dijo la hermana Bernadette con un tono que rezumaba admiración—. A veces iba a correr por la mañana y otras le veíamos pasar corriendo bien entrada la noche.
Eso explicaba por qué el comisario no había acumulado grasa como muchos de los policías de alto rango del cuerpo. Mantener un peso normal después de más de diez años de servicio iba prácticamente en contra del procedimiento policial.
—Sí —dijo Zweigman mientras desataba el cordón de una de las botas—. Por la mañana temprano o a altas horas de la noche. Era imposible saber cuándo pasaría corriendo el comisario. O cuándo se detendría para mantener una charla amistosa.
—Emmanuel escribió «¿Zweigman vs. Comisario?» en la libreta. Percibía cierta acritud en las palabras del médico. Indagaría los detalles más tarde.
—Ay, sí —dijo la hermana Bernadette con un suspiro—. El comisario siempre se paraba cuando tenía tiempo. Conocía por su nombre a todos nuestros pequeños huérfanos.
—Los pantalones.
Zweigman se hizo a un lado y la hermana Angelina cortó las dos perneras con las tijeras de podar. Los dos primeros botones de la bragueta estaban desabrochados y la hebilla del cinturón de cuero se había abierto con la fuerte corriente del río.
—Hermana Bernadette —dijo Zweigman—, retire los pantalones mientras nosotros lo levantamos, por favor.
Se situó a la altura de los hombros del comisario.
—Por favor, doctor —la hermana Angelina le hizo un gesto para que se apartara y, con una sola mano, incorporó al comisario empujando su cuerpo inerte mientras su diminuta compañera irlandesa le quitaba el sucio uniforme y lo tiraba al suelo. Repitieron la operación con los pantalones y dejaron al comisario desnudo y pálido sobre la camilla. La hermana Angelina tapó discretamente con una toalla los genitales, que habían quedado a la vista.
—Pobre comisario Pretorius —dijo la hermana Bernadette mientras volvía a poner en la camilla los brazos que habían quedado colgando—. Habría dado igual el estado en el que estuviera el cuerpo, le habría reconocido de cualquier forma.
No tenía ninguna marca que le identificara. ¿Había algo en el cuerpo desnudo del comisario que sólo podía reconocer la pequeña monja?
La hermana Bernadette le levantó una mano muerta.
—Jamás le vi sin este reloj. Siempre lo llevaba puesto.
—No se lo quitaba nunca —apuntó Hansie. Se le estaban enrojeciendo los ojos—. Se lo regaló la señora Pretorius por su cuarenta cumpleaños. La correa es de piel de cocodrilo auténtica.
Incluso bajo las capas de suciedad se apreciaba claramente la calidad del reloj. Era de oro mate con una correa con relieve. Elegante. No era una palabra que casara muy bien con el fornido comisario ni con sus hijos. Emmanuel le levantó la mano. Tenía moratones recientes que ensombrecían la piel de los nudillos. El comisario Pretorius había golpeado algo con fuerza recientemente. Hizo una breve anotación en la libreta y le dio la vuelta a la mano. Tenía unos cuantos callos repartidos por la palma, grande como una bandeja.
—¿Qué tipo de trabajo físico hacía el comisario?
—Le gustaba arreglar motores con Louis. Estaban reparando una vieja moto juntos —Hansie se sorbió la nariz.
—No —dijo Emmanuel. Algunos de los callos mostraban bordes suaves y rotos que indicaban la presencia de ampollas recientes. Aquélla era la mano de alguien que hacía un trabajo físico y que había estado levantando y moviendo peso hasta el día de su muerte—. Me refiero a trabajo duro. Trabajo de sudar.
—A veces echaba una mano a Henrick en la granja —dijo Hansie en voz baja—. Si era época de desinfectar o marcar el ganado, le gustaba estar allí mirando porque se crió en una granja y echaba de menos la vida en.
Shabalala no dijo nada. Mantuvo la mirada fija en el suelo de hormigón sobre el que descansaba el uniforme del comisario, hecho pedazos y abandonado. Si el policía negro sabía la respuesta, no estaba dispuesto a compartirla.
Emmanuel dio la vuelta a la fría mano del comisario y retrocedió. Quizá los hijos tendrían algo que decir. Apuntó «trabajo duro / ampollas en la manos» en la libreta. Los trazos negros se quedaron quietos sobre el papel. La medicación estaba haciendo efecto.
Zweigman comenzó a examinar el cuerpo de arriba abajo:
—Traumatismo severo en la cabeza. Parece la herida de entrada de un proyectil de arma de fuego. Contusiones en los hombros, la parte superior de los brazos y la zona axilar.
De arrastrar el cuerpo, pensó Emmanuel. El asesino tuvo que agarrarlo con fuerza y tirar de él como una mula para llegar hasta el agua. ¿Por qué se molestó? ¿Por qué no disparó y salió corriendo para desaparecer en la oscuridad?
Zweigman siguió hacia abajo, fijándose meticulosamente en todos los detalles.
—Traumatismo severo en la espina dorsal. Parece la herida de entrada de otro proyectil. Contusiones en los nudillos. Palmas de las manos ampolladas.
El cirujano alemán estaba totalmente concentrado en la tarea y su rostro brillaba con algo parecido a la satisfacción. Con esa evidente pericia, ¿qué hacía atendiendo detrás del mostrador de una tienda destartalada?
—Vamos a lavarlo —dijo Zweigman.
La hermana Angelina escurrió el agua templada de una toalla de mano y empezó a limpiar la piel blanca con el toque firme y eficiente de las niñeras de los hogares ingleses y afrikáners de toda Sudáfrica. El comisario estaba abandonando la vida igual que había llegado a ella cuarenta y tantos años antes, en manos de una mujer negra.
—No, no, no —dijo Hansie, que salió disparado hacia delante jadeando—. Al comisario no le gustaría eso.
—¿El qué no le gustaría, Hepple? —preguntó Emmanuel.
—Que una mujer kaffir le tocara ahí abajo. Él estaba en contra de esas cosas.
Hubo un silencio lleno de tensión, empañado por la horrible nube de la historia reciente. Ahora la Ley de Inmoralidad que prohibía las relaciones sexuales entre blancos y personas de otras razas formaba parte de la legislación vigente, y los infractores eran sometidos a la humillación pública y a penas de cárcel.
—Salga a que le dé un poco el aire —dijo Emmanuel—. Le avisaré cuando le necesitemos.
—Por favor, oficial, quiero ayudar.
—Ya nos ha ayudado, ahora puede tomarse un descanso. Salga a tomar un poco de aire fresco.
—Ja —Hansie se encaminó a la salida con los hombros encorvados. Iba a necesitar bastante tiempo para borrar de su mente la imagen del comisario, desnudo y toqueteado por una mujer negra.
Emmanuel esperó a que se cerrara la puerta para dirigirse a la hermana Angelina y a Zweigman, que se habían mantenido apartados del cadáver durante el arrebato del joven policía. Un adolescente blanco con un uniforme y una placa estaba claramente por encima de un judío extranjero y una monja negra.
—Continúen —dijo, intentando librarse del profundo sentimiento de vergüenza que le embargaba. Los afrikáners habían votado al Partido Nacional. La segregación racial era cosa de gente como el comisario Pretorius y sus hijos. Un oficial de la policía judicial no tenía que cumplir las nuevas leyes. El asesinato no era de ningún color.
—Mejor así —dijo Zweigman después de susurrar una orden a las monjas, que desdoblaron una sábana blanca y la sujetaron delante del cuerpo del comisario para que no se le viera. Zweigman fue a buscar el termómetro para uso interno, vaciló y lanzó una mirada de preocupación a Shabalala.
—Salga si quiere —le dijo Emmanuel al agente zulú.
—No —contestó Shabalala sin mover un dedo—. Me quedo aquí con él.
Zweigman asintió con la cabeza y continuó con la macabra tarea de extraer información del muerto. Comprobó la temperatura en el termómetro, volvió a observar la película lechosa que cubría los ojos del comisario y después examinó el cuerpo limpio una segunda vez.
—La causa de la muerte fue el traumatismo en la cabeza y en la columna causado por una bala. El traumatismo en estas zonas está tan localizado y es tan severo que es muy probable que la víctima ya estuviera muerta antes de llegar al agua. No he explorado los pulmones para confirmarlo, pero ésa es mi opinión.
—¿Cómo sabe que le encontraron en el agua?
Emmanuel estaba seguro de que no le había mencionado ese detalle a Zweigman.
—Por los sedimentos en la ropa mojada y en el pelo. El comisario Pretorius huele a río.
Emmanuel tenía los zapatos cubiertos de barro y hojas podridas. Parecía que tanto a él como a Shabalala los habían dragado en el río y luego los habían tendido para que se secaran.
—¿Hora de la muerte? —preguntó.
—Es difícil de decir. La ausencia de grasa corporal y la baja temperatura del agua en la que se encontró el cadáver dificultan los cálculos. Lo más que puedo decir es que se produjo entre las ocho de la tarde y la medianoche de ayer.
El tendero de pelo cano le dio el termómetro a la hermana Bernadette y se quitó los guantes.
El uniforme de policía hecho jirones estaba tirado en el suelo. Los botones todavía brillaban.
—Shabalala, ¿iba siempre el comisario a pescar con el uniforme?
—A veces, cuando era tarde, iba a pescar directamente desde la comisaría. No le gustaba molestar a la señora después de la cena.
—O a lo mejor simplemente le gustaba llevar el uniforme —dijo Zweigman mientras se quitaba la bata quirúrgica que se había desatado y la dejaba en la encimera.
Emmanuel volvió atrás en su libreta e hizo una marca al lado de «¿Zweigman vs. Comisario?». El comentario sobre el uniforme era relativamente inofensivo, pero tenía un toque incisivo. ¿Había aprovechado Pretorius su posición para sancionar al tendero por alguna pequeña infracción? El Partido Nacional introducía una decena de formas nuevas de infringir la ley cada año. Zweigman no habría sido el primero al que pillaban.
—Si me disculpan, voy a cumplimentar el certificado de defunción y después me marcho. Aquí tiene calmantes de reserva para la cabeza —dijo Zweigman dándole un frasco entero—. No se ofenda, oficial, pero espero no volver a verle.
—¿Se le ocurre alguien que haya podido hacer esto? —preguntó Emmanuel mientras se metía las pastillas en el bolsillo y le abría la puerta del depósito al médico.
—Soy el viejo judío que vende telas a los nativos y a los mestizos. Nadie viene a contarme sus secretos, oficial.
—¿Qué tal una conjetura con algún fundamento?
—No tenía enemigos, que yo sepa. Si el asesino es alguien de este pueblo, ha mantenido bien ocultos sus sentimientos.
—¿Entonces cree que el asesinato fue personal y premeditado?
Zweigman levantó una ceja.
—Eso no lo sé, ya que no tengo conocimiento de ninguna discusión que condujera al desafortunado fallecimiento del comisario. ¿Es todo, oficial?
—Por ahora.
Había muy pocas cosas seguras en una fase tan temprana de un caso, pero una estaba clara: volvería a ver al viejo judío y no para comprarle lentejas.
—¡Agente Hepple! —gritó Emmanuel.
El joven policía se acercó corriendo.
—Ve a buscar a los hermanos Pretorius. Diles que su padre está listo para ir a casa.