Jonas Nyebern y Kari Dovell estaban acomodados en sendos sillones ante las grandes ventanas del salón, casi a oscuras de la casa de Spyglas Ridge, donde vivía él contemplando las miríadas de luces trémulas que parpadeaban a través de los condados de Orange y Los Ángeles. La noche era relativamente clara y les permitía ver hasta el puerto de Long Beach, hacia el Norte. La civilización se extendía igual que hongos luminiscentes, devorándolo todo.
En el suelo, entre los dos asientos, había una cubeta de hielo con una botella de vino blanco californiano «Robert Mondavi». Era la segunda botella. Jonas Nyebern estaba hablando mucho y todavía no habían cenado.
Hacía más de un mes que los dos se estaban viendo en público. No habían hecho el amor, y él pensaba que no llegarían a hacerlo nunca. Ella seguía siendo deseable, con esa rara combinación de gracia y terquedad que a veces le recordaba una exótica grulla de piernas largas, aun cuando su aspecto de doctora seria y motivada le impidiera tomar plenamente las riendas. Sin embargo, Jonas dudaba de que ella esperase siquiera la intimidad física. En cualquier caso, él no se consideraba capaz de ello. Era un hombre obsesionado, con demasiados fantasmas al acecho para privarle de la felicidad. Lo que obtenían ambos con sus encuentros era una amigable atención, estabilidad y verdadera simpatía, sin excesos sensibleros.
Aquella noche hablaba de Jeremy, conversación no apta para llegar al romance si hubiera alguna perspectiva de llegar a él. Lo que más inquietaba a Jonas era no haber sido capaz de reconocer signos congénitos de locura en Jeremy.
Jeremy había sido callado, prefiriendo siempre incluso de niño estar solo. Esto se atribuía a la timidez. Desde su más temprana edad no mostraba interés por los juguetes debido a su gran inteligencia y seriedad. Ahora en cambio, todos aquellos aeromodelos intactos, juegos, pelotas y «Construcciones Erector» eran inquietantes muestras de que su vida de fantasía interior encerraba más riqueza de la que podían proporcionar Tonka, Mattel o Lionel.
—No podía soportar que le dieran un beso sin hacer una mueca de rechazo —recordaba Jonas—. Cuando tenía que devolver el beso, siempre besaba el aire, sin arrimar los labios a la mejilla del otro.
—Hay muchos niños con dificultades para demostrar cosas —insistió Kari. Sacó la botella de vino de la cubeta, se inclinó hacia delante y volvió a llenar el vaso que él sostenía—. Eso no parece sino otro aspecto de la timidez. La timidez y la humildad no son defectos, y nadie podía esperar que tú lo vieras de otra forma.
—Pero aquello no era humildad —apuntó él, tristemente—. Era incapacidad para sentir, para amar.
—Jonas, no puedes seguir atormentándote de esta forma.
—¿Y si Marion y Stephanie no hubieran sido sus primeras víctimas?
—Tienen que haberlo sido.
—Pero ¿y si no lo fueran?
—Un muchacho adolescente puede cometer un crimen, pero no puede tener la astucia necesaria para escapar a la justicia durante mucho tiempo.
—¿Y si hubiera vuelto a matar desde que se fugó del hospital de rehabilitación?
—Probablemente se haya convertido en una víctima, Jonas.
—No. Él no es de ese tipo de personas.
—Seguramente estará muerto.
—Por mi culpa está por ahí, en alguna parte.
Jonas extendió la mirada sobre el vasto panorama de luces. La civilización yacía en toda su rutilante maravilla, en toda su deslumbrante gloria, en todo su luminoso terror.
Se acercaban a la autopista de San Diego, la Interestatal.
—Al Sur. Se ha ido hacia el Sur —dijo Hatch.
Lindsey puso el intermitente y cogió el carril de entrada en el momento preciso. Al principio volvía la vista hacia Hatch siempre que le era posible apartarla de la carretera, esperando que le dijese qué veía o recibía del hombre a quien perseguían. Pero al cabo de un rato, como él prescindía de ella, optó por centrar su atención en la autopista. Sospechaba que su mutismo obedecía simplemente a que estaba viendo muy poco, a que la comunicación entre él y el asesino, o era muy débil o estaba a punto de romperse. No quería presionarle para que se lo contara, pues temía que al distraerle se perdiera totalmente la comunicación… y perdiera a Regina.
Hatch seguía sujetando el crucifijo. Lindsey podía ver con el rabillo del ojo cómo las puntas de los dedos de su mano izquierda seguían sin cesar los contornos de la figura moldeada en bronce que extendía los brazos sobre la cruz, imitación de madera de cornejo. Tenía la mirada ausente, como si para él no existiera la noche ni tuviera conciencia del automóvil en que viajaba.
Lindsey sabía que su vida se había convertido en algo tan surrealista como cualquiera de los cuadros que pintaba y sus experiencias sobrenaturales se yuxtaponían al consabido mundo vulgar. Los elementos dispares llenaban la composición: crucifijos, armas, visiones psíquicas y linternas. En sus cuadros se valía del surrealismo para esclarecer el tema, para dar más profundidad; en cambio en la vida real, cada intrusión en lo irreal servía sólo para confundirla y desorientarla más.
Hatch se estremeció y se inclinó hacia delante todo lo que le permitía el cinturón de seguridad, como si hubiera visto algo fantástico y aterrador cruzando la carretera, aunque ella sabía que no miraba realmente el asfalto.
—Está tomando la salida de la autopista. Al Este, en dirección a Ortega, a unos tres kilómetros.
Los faros de los coches que circulaban en sentido contrario obligaban a Vassago a cerrar los ojos a pesar de la protección que le prestaban las gafas negras. Mientras conducía miraba de vez en cuando a la inconsciente muchacha, sentada en el asiento de al lado, con la cabeza vuelta hacia él y la barbilla apoyada en el pecho. Aunque inclinaba la cabeza al frente y su cabello rojizo oscuro le caía a un lado del rostro, podía ver sus labios, sujetos por el pañuelo que sostenía la mordaza, el ladeo de su naricita, un párpado cerrado y el otro a medio abrir —de largas pestañas— y parte de su lisa frente. Imaginó las posibles maneras en que podía desfigurarla y conseguir la ofrenda más eficaz. Ella encajaba perfectamente en sus propósitos. Su belleza estaba en entredicho por la deformidad de su pierna y su mano, por lo que constituía un símbolo de la falibilidad de Dios. Era un auténtico trofeo para su colección.
Se sentía frustrado de no haber logrado raptar a la madre, pero no renunciaba a la esperanza de conseguirla. Le cruzó la cabeza la idea de no matar aquella noche a la niña. Si lograba mantenerla con vida aunque sólo fuera unos días, podía intentar nuevamente capturar a Lindsey. Con las dos en sus manos al mismo tiempo, podría presentar sus cuerpos como una versión burlona de la Pieta de Miguel Ángel, o descuartizarlas y coserlas juntas en una obscena mezcolanza altamente imaginativa. Antes de decidir lo que iba a hacer, esperaría a recibir orientaciones o sugerencias.
Cuando tomaba la rampa de la autopista de Ortega y giraba hacia el Este, pensó en lo mucho que Lindsey, mientras dibujaba en el tablero del estudio, le había recordado a su madre haciendo punto la tarde en que la mató. Cuando asesinó a su hermana y a su madre con el mismo cuchillo y a la misma hora, su corazón le aseguró que se había ganado la entrada en el Infierno. Tan convencido estaba de ello, que dio el paso final clavándose el cuchillo a sí mismo.
Había leído un libro publicado clandestinamente que le describía la ruta de la condenación. Se titulaba Escondido y estaba escrito por un condenado, un asesino llamado Thomas Nicene, que había dado muerte a su propia madre y a su hermano, y luego se había suicidado. Sus planes cuidadosamente urdidos para descender a los Infiernos fueron malogrados por un equipo de socorristas con demasiada vocación y un poco de suerte. Nicene fue resucitado, curado, detenido, juzgado por asesinato y condenado a muerte. Las reglas de la sociedad dejaban bien claro que el individuo nunca debía poseer el poder para matar, ni siquiera el derecho a elegir su propia muerte.
Mientras esperaba el día de su ejecución, Thomas Nicene había descrito las visiones del Infierno que había experimentado durante el tiempo que había estado al borde de la vida, antes de que los socorristas le negaran la eternidad. Sus manuscritos fueron sacados clandestinamente de la prisión y puestos en manos de seguidores creyentes que los imprimieron y distribuyeron. El libro de Nicene estaba lleno de poderosas y convincentes imágenes de las tinieblas y el frío, no del clásico fuego de los infiernos, sino de visiones de vastos espacios y desiertos helados. Atisbando por la puerta de la Muerte y la del Infierno que había más allá, Thomas había visto titánicos poderes trabajando en misteriosas estructuras. Demonios de colosal tamaño y resistencia andaban a grandes zancadas por entre la niebla de la noche sobre continentes sin luz, en misiones desconocidas, todos vestidos de negro, con una esclavina colgante y un casco negro en la cabeza provisto de un aro encendido. Había visto mares tenebrosos que golpeaban unas costas negras bajo cielos sin luna ni estrellas, dando la sensación de ser un mundo subterráneo. Barcos enormes, sin ventanas, herméticos, impulsados a través de unas olas tétricas por potentes máquinas que producían un ruido semejante a los gritos angustiados de las multitudes.
Cuando Jeremy leyó las palabras de Nicene supo que eran más ciertas que todas las impresas hasta entonces sobre el papel y resolvió seguir el ejemplo de aquel gran hombre. Marion y Stephanie se convirtieron así en su pasaje hacia el exótico e inmensamente atractivo inframundo al que él pertenecía. Picó el billete con un cuchillo de carnicero y emprendió el viaje por sí solo a aquel oscuro reino, donde encontró precisamente lo que había prometido Nicene. Jamás imaginó que su fuga del odioso mundo de los vivos fuera frustrada, no por los socorristas, sino por su propio padre. Pero pronto se ganaría la repatriación al Infierno.
Vassago volvió a mirar a la muchacha y recordó lo que ella había sentido al estremecerse y caer inerte entre sus brazos. Un escalofrío de deliciosa anticipación le cruzó silenciosamente.
Durante un tiempo decidió matar a su padre, para saber si aquel acto le devolvía la ciudadanía del Hades. Estaba harto del viejo. Jonas Nyebern era un donante de vidas y parecía brillar con una luz interior que Vassago aborrecía. Sus primeros recuerdos de su padre aparecían rodeados de imágenes de Cristo, de los ángeles, de la Virgen María y de milagros; de motivos pictóricos coleccionados por Jonas con los que decoraba la casa. Y sólo dos años antes, su padre le había resucitado a él como Jesús había resucitado a Lázaro. Por consiguiente, no sólo consideraba a Jonas un enemigo, sino también una figura con poder, una encarnación de las fuerzas luminosas que se oponían a la voluntad del Infierno. Su padre, a no dudarlo, era un protegido, un intocable que vivía en la odiosa gracia de aquella otra deidad. Sus esperanzas pendían entonces de la mujer y de la muchacha. Ya se había hecho con una y tenía a la otra pendiente.
Pasó con el coche por las interminables calles en las que se alzaban las casas que habían surgido en los últimos seis años, desde que el «Mundo de la Fantasía» había sido abandonado. Y se alegró de que las multitudes de hipócritas amantes de la vida no se hubieran extendido hasta los límites de su especial escondite, que aún seguía aislado a kilómetros de distancia de las últimas urbanizaciones. A medida que las pobladas colinas iban pasando, a medida que las tierras se hacían gradualmente menos hospitalarias aunque todavía estuvieran pobladas, Vassago conducía más lentamente de lo que tenía por costumbre. Esperaba recibir una visión que le indicara si debía matar a la niña cuando llegase al parque, o si debía esperar a tener también a su madre.
Volvió la cabeza hacia ella y vio que le estaba observando. Los ojos de la muchacha brillaban a la luz reflejada del tablero de instrumentos. Se percató de que estaba muy asustada.
—Pobre niña —dijo—. No temas. ¿De acuerdo? No temas. Nos dirigimos a un parque de atracciones, eso es todo. Ya sabes, igual que «Disneylandia» o la «Montaña Mágica».
Si no lograra conseguir a su madre, tal vez buscara hacerse con otra niña, de la misma edad que Regina, que fuera particularmente bonita y tuviera cuatro miembros fuertes y las dos manos. Entonces podría reconstruir a aquella niña con el brazo, la mano y la pierna de la otra, como dando a entender que él, un simple expatriado del Infierno de veinte años, podía hacer un trabajo mejor que el del creador. Esto aportaría una buena pieza a su colección, una singular obra de arte. Se quedó escuchando el ruido contenido del motor, el murmullo de las ruedas en la carretera y el leve silbido del viento en las ventanillas.
Estaba esperando la llegada de la Epifanía, que le dieran una orientación, que le dijeran lo que debía hacer. Esperando… esperando, una visión que contemplar.
Antes de llegar a la rampa de la autopista de Ortega, Hatch recibió una ráfaga de imágenes, más extrañas que las percibidas hasta entonces. Ninguna duraba más de unos segundos, como si estuviera viendo un filme sin estructura narrativa. Veía mares tenebrosos que golpeaban unas costas negras bajo cielos sin luna ni estrellas. Barcos enormes, sin ventanas y herméticos, impulsados a través de las olas tétricas por potentes máquinas que producían un ruido semejante a los gritos angustiados de las multitudes. Colosales figuras demoníacas de treinta metros de altura, andando a grandes zancadas por extraños paisajes, con unas esclavinas negras flotando tras ellos y sus cabezas cubiertas por negros cascos tan brillantes como el cristal. Titánicas máquinas semiocultas, trabajando sobre estructuras monumentales por cuyo diseño resultaba imposible conjeturar cuáles eran sus funciones y propósitos.
Aquel horrible paisaje se le pintaba a veces con vivos y sobrecogedores detalles, pero otras sólo veía sus descripciones a través de las palabras impresas en las páginas del libro. Si existía, debía ser en algún mundo lejano porque aquello no era de esta tierra. Pero no estaba seguro de que lo que estaba recibiendo fueran imágenes de un mundo real o incluso imaginario. A veces le parecía el vivo retrato de alguna calle de Laguna, mientras que otras semejaba un fino papel de seda.
Jonas regresó al salón con una caja de objetos que había cogido de la habitación de Jeremy y la puso junto a su sillón. Sacó de la caja un pequeño libro, muy mal impreso, que llevaba por título Escondido, y se lo tendió a Kari, que se quedó mirándolo como si hubiera recibido un objeto manchado de porquería.
—Ya puedes arrugar la nariz al olerlo —dijo él, cogiendo su copa de vino y acercándose a la ventana—. No son más que disparates. Extravagantes, pero disparates. Su autor era un asesino convicto que decía haber visto el Infierno. Permíteme que te diga que no se parece en nada a la descripción hecha por Dante. ¡Oh!, es pintoresco y posee una fuerza innegable. En realidad, para cualquier joven psicópata con delirios de grandeza y cierta inclinación a la violencia, con los niveles de testosterona anormalmente altos que suelen acompañar a una mentalidad así, el Infierno que el autor describe constituiría su definitivo orgasmo de poder. Lo devoraría y sería incapaz de quitárselo de la cabeza. Lo anhelaría, haría lo que fuera para participar de ello, para conseguir la condenación.
Kari dejó el libro a un lado y se limpió las yemas de los dedos sobre la manga de la blusa.
—Este autor, Thomas Nicene…, ¿dices que mató a su madre?
—Sí. A su madre y a su hermano. Empezó dando ejemplo. —Jonas sabía que estaba bebiendo demasiado, pero tomó otro largo trago de su copa. Apartó la vista de la ventana y dijo—: ¿Y sabes qué es lo que hace todo eso tan seguro, tan patéticamente absurdo? Si lees ese maldito libro tratando de entenderlo, como hice yo, y no eres un loco dispuesto a creerlo te darás cuenta en seguida de que Nicene no está relatando lo que vio en el Infierno. Se ha inspirado en una fuente tan estúpidamente absurda como ridícula. Kari, su Infierno no es otra cosa que el Imperio del Mal de las películas de La guerra de las galaxias, con algunos cambios, ampliada y filmada a través de la lente de la mitología religiosa, pero sigue siendo La guerra de las galaxias. —Se le escapó una risa amarga, que ahogó con más vino—. Por amor de Dios, si sus demonios no son más que versiones de Darth Vader con treinta metros de altura. Lee su descripción de Satán y luego vete a ver cualquier película donde participe Jabba el Hut. Si crees a ese lunático, Jabba el Hut es el sustituto de Satán. —Una copa más de vino blanco, y otra—. Marion y Stephanie murieron… —Un sorbo. Un sorbo demasiado largo, casi media copa—, murieron para que Jeremy pudiese entrar en el Infierno y experimentar grandes aventuras, negras y antiheroicas, al maldito estilo de Darth Vader.
La había ofendido o intranquilizado; probablemente las dos cosas. No era su intención y lo lamentó. No estaba seguro de por qué lo había hecho. Tal vez para desahogarse. No lo había hecho nunca, y no sabía por qué había elegido aquella noche para hacerlo… Sólo sabía que la desaparición de Morton Redlow le había asustado más que ninguna otra cosa desde que había encontrado los cuerpos de su mujer y su hija. Kari, en vez de servirse más vino, se levantó de su asiento.
—Creo que deberíamos de preparar algo para cenar.
—No tengo apetito —repuso él con un timbre de embriaguez en la voz—. Bueno, tal vez debiéramos comer algo.
—Podríamos ir a algún sitio —propuso ella, cogiéndole la copa de vino de la mano y depositándola en la mesita más próxima. Su cara aparecía muy bella, iluminada por el resplandor dorado de la luz exterior que entraba por las ventanas, procedente de la telaraña de ciudades que había a sus pies—. O encargar una pizza.
—¿Qué te parece un poco de carne? Tengo unos filetes en el congelador.
—Tardaremos mucho.
—¡Qué va! Lo justo de descongelarlos en el microondas y ponerlos en la parrilla. En la cocina hay una gran parrilla Gaggenau.
—Bueno, si lo prefieres así.
Se miraron. La mirada de ella era tan clara, penetrante y directa como siempre, pero Jonas advertía en sus ojos más ternura que nunca. Imaginó que ello obedecía a la misma preocupación que mostraba por sus jóvenes pacientes, lo cual había hecho de ella una pediatra de primera fila. A lo mejor también había mostrado aquella misma ternura por él antes y no se había percatado hasta ahora. O tal vez ella se diera cuenta ahora por primera vez de lo mucho que él necesitaba que le cuidaran.
—Gracias, Kari.
—¿Por qué?
—Por ser como eres —respondió él. Le rodeó el hombro y se dirigió con ella hacia la cocina.
Entremezcladas con visiones de máquinas gigantescas, mares oscuros y colosales figuras demoníacas, Hatch percibía un conjunto de imágenes de otro tipo: la Virgen María en oración. Cristo con los apóstoles en la Última Cena. Cristo en Getsemaní. Cristo agonizando en la cruz. La ascensión de Cristo. Reconoció en ellas los cuadros que Jonas Nyebern podía haber coleccionado en un tiempo u otro. Pertenecían a épocas y estilos diferentes a los que él había visto en su consulta particular, pero tenían la misma espiritualidad. En su subconsciente se había establecido una conexión, un enlace de cables, cuyo significado todavía desconocía.
Y más visiones: la autopista de Ortega. Vislumbres de paisajes nocturnos desenrollándose a los lados de un coche que avanza hacia el Este. Un panel de instrumentos. Unos faros que vienen de frente y le obligan a veces a parpadear. Y, de repente, Regina. Regina vista a la luz que arroja el mismo tablero de instrumentos. Tiene los ojos cerrados, la cabeza hacia delante y la boca llena de algo sujeto por un pañuelo. Ella abre los ojos. Al ver los aterrados ojos de Regina, Hatch emerge de sus visiones igual que un nadador que sale de debajo del agua en busca de aire.
—¡Está viva!
Mira a Lindsey y ésta aparta la vista de la carretera y le mira a él.
—Pero tú no habías dicho que no lo estuviera.
Hasta aquel momento él no había reparado en la poca fe que había tenido respecto a que la niña continuara viva. Antes de que tuviera valor para apartar la vista de aquellos ojos grises que resplandecían a la luz amarilla de los instrumentos del coche del asesino, Hatch se vio asaltado por nuevas visiones de clarividencia que le aporrearon con tanta fuerza como una serie de puñetazos reales. Por entre las lóbregas sombras asomaban unas figuras contrahechas. Formas humanas en posturas inverosímiles. Vio a una mujer tan marchita y seca como un amaranto, a otra en un repugnante estado de putrefacción, una cara momificada de sexo indeterminado, una mano tumefacta de color negro verdoso alzada en horrible súplica. La colección. Su colección. Volvió a ver el rostro de Regina, con los ojos abiertos, revelada a la luz del tablero de instrumentos. ¡Cuántas formas de desfigurar, mutilar, mofarse de la obra de Dios! Regina. Pobre niña. No temas. ¿De acuerdo? No temas. Nos dirigimos a un parque de atracciones, eso es todo. Ya sabes, igual que «Disneylandia» o la «Montaña Mágica». ¡Qué bien encajará en mi colección! Cadáveres, como fusión de las artes, sostenidos mediante cables, varillas de hierro, bloques de madera. Vio gritos congelados, silenciados para siempre. Esqueléticas fauces, mantenidas abiertas en un eterno aullido de misericordia. La preciosa colección. Regina, dulce niña, preciosa niña, ¡qué exquisita adquisición!
Hatch salió de su trance y empezó a tirar salvajemente del cinturón de seguridad, sintiendo que le oprimía como si fueran cables, correas y cordeles constrictores. Quería arrancarse las ataduras, como se afanaría por rasgar las ropas de su mortaja la víctima de un entierro prematuro. Se dio cuenta de que también él estaba gritando y queriendo aspirar aire, como si temiera asfixiarse, y que luego lo expulsaba de golpe con grandes exhalaciones explosivas. Oyó que Lindsey pronunciaba su nombre y comprendió que la estaba aterrorizando, pero no pudo cesar de agitarse ni de gritar durante largos segundos, hasta que dio con el botón del cinturón de seguridad y logró soltarlo.
Después, se encontró totalmente de vuelta en el Mitsubishi, roto por el momento su contacto con aquel loco. Los horrores de la colección habían disminuido pero en modo alguno los había olvidado. Se volvió hacia Lindsey y recordó la entereza que había tenido en las aguas heladas de aquel río de montaña, la noche en que le salvó la vida. Iba a necesitar aquella noche toda aquella fortaleza y más.
—Se dirige al «Mundo de la Fantasía» —explicó, apremiantemente—, donde se produjo el incendio hace años, abandonado en la actualidad. ¡Por Dios, Lindsey, corre más velozmente que en toda tu vida, pisa a fondo el acelerador, que ese hijo de puta, ese maldito loco se la lleva entre los muertos!
Y corrieron como si volaran. Aunque ella no había entendido nada de lo que acababa de oír, de repente volaron en dirección Este más rápidamente de lo que resultaba seguro en aquella carretera. Dejaron atrás los últimos núcleos de luces estrechamente agrupadas y abandonaron la civilización para internarse en unas regiones cada vez más oscuras.
Kari fue a buscar en el frigorífico algo para preparar una ensalada y Jonas se dirigió mientras al garaje para sacar un par de trozos de carne del congelador, de dos puertas. Los tragaluces del garaje dejaban entrar el aire fresco de la noche y eso le resultó gratificante. Permaneció un rato junto al interior de la puerta de la casa, aspirando lentamente unas profundas bocanadas de aire para aclararse un poco la cabeza. Lo que verdaderamente le apetecía era beber más vino, pero no deseaba que Kari le viera borracho. Además, aunque no tenía en la agenda ninguna intervención quirúrgica para el día siguiente, nunca se podía asegurar que una emergencia no iba a requerir los servicios especiales del equipo de reanimación. Y él se sentía responsable de aquellos posibles pacientes.
Durante sus horas más sombrías, pensaba a veces si no debería abandonar el campo de la medicina de reanimación para dedicarse de lleno a la cirugía cardiovascular. Cuando veía que un paciente reanimado se reintegraba a una vida útil de trabajo, familia y servicio, sentía la recompensa más dulce que el hombre podía conocer nunca. Pero en los momentos críticos, cuando el candidato para la resurrección estaba tendido sobre la mesa, Jonas raramente sabía nada de él, lo que significaba que podía traer de nuevo el mal al mundo después de que el mundo le hubiera arrojado de su seno. Esto era para él más que un dilema moral; era un peso que aplastaba su conciencia. Como creyente que era —aunque no exento de dudas— había depositado hasta entonces su confianza en que Dios le guiaría, llegando a la conclusión de que Dios le había otorgado la inteligencia y la habilidad que poseía para que hiciera uso de ellas, y de que no era incumbencia suya anticiparse a Dios y negar sus servicios a ningún paciente.
Jeremy, por supuesto, había constituido un nuevo e inquietante factor en la ecuación. Si él había resucitado a Jeremy y éste había matado a personas inocentes… ¡Qué espantosa reflexión! El aire fresco dejó de ser gratificante y le penetró por los intersticios de la espina dorsal.
De acuerdo, la cena. Dos bistecs. Filet mignon. Poco asados, con algo de salsa Yorcestershire. Ensalada sin aderezo salvo un chorrito de limón y una pizca de pimienta negra. A lo mejor tenia algo de apetito. No comía mucha carne roja, era un gusto raro en él. Después de todo, era un cirujano cardiovascular y conocía mejor que nadie los horribles efectos de una dieta rica en grasas.
Jonas se acercó al rincón donde estaba el congelador. Pulsó el pestillo y levantó la tapa. Dentro yacía Morton Redlow, el que fuera detective de la «Agencia Redlow», pálido y gris como una estatua esculpida en mármol, pero no oscurecido todavía gracias a una capa de hielo. Su cara tenía un refregón de sangre helada convertida en una frágil costra y en el lugar de la nariz había una horrenda oquedad. Tenía los ojos abiertos. Para siempre.
Jonas no retrocedió. Como cirujano, estaba tan familiarizado con los horrores como con las maravillas de la biología, y no era fácil que sintiera repugnancia ante nada. Pero algo se marchitó dentro de él cuando vio a Redlow. Algo murió en su interior. Su corazón se quedó tan frío como el del detective que tenía delante. De alguna manera, supo que era un hombre acabado. Ya no iba a confiar en Dios. Jamás. ¿Qué Dios? Pero no sintió náuseas ni se vio forzado a volver la cabeza de asco.
Se fijó en que Redlow tenía una nota doblada en la rígida mano derecha. El muerto se la dejó quitar fácilmente, pues sus dedos se habían contraído durante el proceso de congelación y, al encogerse, se había retirado del papel, metido por la fuerza entre ellos. Aturdido, desplegó el papel y reconoció inmediatamente la clara caligrafía de su hijo. Su afasia posterior al estado de coma había sido simulada. Su retardo había sido una estratagema hábilmente urdida.
La nota decía: Querido papá: Para que el entierro sea completo necesitaréis saber dónde está la nariz. Mirale en la nuca. Él se inmiscuyó en mis asuntos, así que yo me he inmiscuido en los suyos. Si hubiera empleado otros modales, le habría tratado mejor. Siento, señor, que le moleste mi comportamiento.
Lindsey conducía con la mayor urgencia, poniendo el Mitsubishi al límite de su rendimiento y descubriendo todos los defectos de planificación de una carretera no siempre diseñada para la velocidad. El tráfico, disminuía a medida que avanzaban hacia el Este lo que fue una suerte cuando traspasaron la línea divisoria en la mitad de una curva demasiado cerrada. Cuando se hubo abrochado de nuevo el cinturón de seguridad, Hatch se valió del teléfono del coche para obtener el servicio de información el número del despacho de Jonas Nyebern. Marcó el número y le respondió en el acto una operadora del servicio médico, que se quedó atónita al recibir el mensaje. Aunque la operadora parecía sincera en su promesa de pasar el recado al doctor, Hatch desconfió de que su definición de «inmediatamente» y la de ella coincidieran.
Veía ahora con perfecta claridad las connotaciones del caso pero sabía que no podía haberlas visto antes. La pregunta que le había hecho Jonas en su despacho el lunes adquiría ahora un significado nuevo: «¿Cree usted —le había preguntado— que el mal es sólo el resultado de los actos del hombre, o una fuerza auténtica, una presencia que anda sobre la tierra?». El relato que le había hecho Jonas de la pérdida de su esposa e hija a manos de un hijo homicida y psicópata, y el propio suicidio de este hijo, enlazaban ahora con la visión de la mujer haciendo punto. La colección del padre. La colección del hijo. El aspecto satánico de sus visiones era lo que se podía esperar de un mal hijo en loca rebelión contra un padre para quien la religión era lo más importante después de la vida. Y por último… Hatch y Jeremy Nyebern compartían un innegable vínculo: la milagrosa resurrección a manos del mismo hombre.
—¿Y eso qué explica? —demandó Lindsey, cuando él le contó algo más de lo que le había dicho a la operadora del servicio médico.
—No lo sé.
No se le ocurría nada, salvo lo que había captado en aquellas últimas visiones, menos de la mitad de lo que entendía la parte que había comprendido —la naturaleza de la colección de Jeremy— le llenaba de pánico por Regina. Lindsey al no haber visto como Hatch la colección, centraba más su empeño en el misterioso vínculo, pensando que en cierto modo se explicaría —aunque no del todo— si conocieran la identidad del asesino de las gafas negras.
—¿Qué hay de esas visiones? ¿De qué manera encajan en el asunto? —insistía ella, tratando de encontrar algún sentido en lo sobrenatural, quizá de una forma similar al que hallaba en el mundo reduciéndolo a ordenadas imágenes de Masonita.
—No lo sé —respondió él.
—Ese vínculo que te está permitiendo seguirle…
—No lo sé.
Dobló una curva sin girar mucho el volante y el coche se salió de la carretera e invadió el arcén de grava. Derrapó la zaga del coche y la grava saltó de entre las ruedas, mandando una granizada contra los bajos. La valla de la carretera destelló cerca, muy cerca, y el coche rebotó sucesivamente sobre la dura plancha de la valla metálica. Lindsey recuperó el control del automóvil mediante un descomunal alarde de voluntad, mordiéndose con tanta fuerza el labio inferior que pareció hacerse sangre.
Aunque Hatch era consciente de que Lindsey conducía el coche a una velocidad impensable en una carretera que a veces presentaba curvas peligrosas, le resultaba imposible apartar su mente de la atrocidad que había captado su mente. Cuanto más pensaba en que Regina podía engrosar aquella colección, más aumentaba su temor y su ira. Era la misma rabia furiosa e incontenible que había visto tan a menudo en su padre, pero dirigida ahora contra algo merecedor de ella, contra un objetivo digno de tan intenso furor.
Vassago se acercaba ya al camino de entrada al abandonado parque y dejó de mirar la ahora solitaria carretera para volverse hacia la niña, atada y amordazada en el asiento contiguo. Aunque la luz era escasa, se dio cuenta de que había estado haciendo esfuerzos para desatarse. Tenía las muñecas erosionadas y empezando a sangrar. La pequeña Regina esperaba poder liberarse, abrirse paso y escapar, pese a que la situación no le brindaba muchas esperanzas. ¡Qué vitalidad! Eso le emocionó.
Era una niña tan especial, que podría prescindir totalmente de la madre en cuanto encontrase la forma de colocarla en su colección, a manera de obra maestra, con toda la fuerza de los cuadros vivos madre-hija que ya había concebido.
No le había inquietado conducir despacio. Ahora, tras abandonar la carretera y tomar el largo camino de aproximación al parque, aceleró la marcha, deseoso de volver al museo de la muerte, esperando que aquella atmósfera le inspirase.
Años atrás, la entrada de cuatro carriles había estado bordeada por exuberantes flores, arbustos y palmerales. Los árboles y los arbustos más grandes habían sido arrancados, plantados en macetas y llevados de allí hacía siglos por los agentes de los acreedores. Las flores se habían muerto y convertido en polvo cuando cortaron el sistema de riego artificial.
El sur de California era un desierto transformado por la mano del hombre y, cuando faltaba ésta, el desierto reivindicaba su legítimo territorio. ¡Cuán propio era eso del genio de la Humanidad, de las imperfectas criaturas de Dios! El pavimento se había agrietado y ondulado por los años de abandono y en algunos puntos empezaba a desaparecer bajo los bancos de un suelo arenoso. Las luces de los faros revelaron amarantos y otros restos de malezas del desierto, ya denegrido sólo seis semanas después de que acabara la estación lluviosa, bajo el impulso de un viento nocturno procedente de las sedientas colinas.
Al llegar a las cabinas de peaje aflojó la marcha. Estas cabinas cubrían los cuatro carriles existentes y continuaban allí como una barrera frente a la exploración fácil del parque, cerrado y protegido por una valla de cadenas tan gruesas que no podían ser cortadas con simples cizallas. Las taquillas, en otro tiempo vigiladas por los guardianes, aparecían ahora invadidas por la hojarasca que arrastraba el viento o por las basuras que arrojaban los gamberros. Rodeó las cabinas, saltando a trompicones por un pequeño bordillo. Atravesó un terreno de macizos de plantas cuarteado por el sol, donde el exuberante paisaje tropical había bloqueado el paso tiempo atrás, y volvió a incorporarse al camino después de rodear la barrera. Al final del sendero de acceso apagó los faros del coche. No los necesitaba y ya no corría el peligro de que le detuviese algún patrullero de carretera por conducir sin luces. Sus ojos se sintieron inmediatamente más cómodos. Si sus perseguidores se aproximaban a él ahora, no podrían seguirle con las luces apagadas.
Cruzó en diagonal el inmenso aparcamiento, aterradoramente vacío, y se dirigió hacia una carretera de servicio que había en el extremo sudeste de la valla interior que rodeaba los terrenos del parque propiamente dicho.
Mientras el Honda traqueteaba sobre los baches del asfalto, Vassago apuraba su imaginación, un atareado picadero de laboriosidad psicópata, buscando soluciones a los problemas artísticos que presentaba la niña. Concebía y rechazaba un concepto tras otro. La imagen debía conmocionarle, excitarle. Si resultara arte auténtico, él lo sabría y se sentiría impresionado.
Mientras Vassago imaginaba deleitosas imágenes de torturas para Regina, captaba otra extraña presencia devorada por una rabia singular en medio de la noche. De repente, se zambulló en otra visión psicópata, una ráfaga de elementos que le eran conocidos, con un nuevo aditamento crucial: captó un vislumbre de Lindsey al volante de un coche… el teléfono de un coche en la mano temblorosa de un hombre… y luego un objeto que resolvió en el acto su dilema artístico… un crucifijo. El cuerpo clavado y torturado de Cristo en su famosa postura de noble inmolación. Desechó aquella imagen, miró a la petrificada niña que iba con él en el coche, la descartó también y entonces mentalmente una combinación de las dos: niña y cruz. Usaría a Regina como mofa de la Crucifixión. Sí, estupendo, perfecto. Pero no la clavaría en la cruz de madera. Debía ser ejecutada sobre el segmentado vientre de la Serpiente, bajo el seno del monumental Lucifer, en las regiones más profundas de la Casa de las Sorpresas. La crucificaría y exhibiría su sacrificado corazón, como trasfondo de toda su colección. Un uso tan despiadado y maravilloso que ella le eximía de la necesidad de incluir a su madre, pues ella sola, colocada en una postura así, bastaría para culminar su obra.
Hatch trataba desesperadamente de ponerse en contacto telefónico con el coche patrulla del Departamento del sheriff del condado de Orange. «Veía» imágenes de Regina desfigurada en multitud de formas y empezó a temblar de rabia. Luego le golpeó la visión de una crucifixión; era tan contundente, tan viva y tan monstruosa, que casi le hizo perder la conciencia, igual que si le hubieran propinado un violento mazazo en el cráneo.
Urgió a Lindsey a que acelerase la marcha, sin contarle lo que había visto. No podía hablar de ello. El terror de Hatch fue en aumento al comprender perfectamente la acción que intentaba llevar a cabo Jeremy perpetrando aquella atrocidad. ¿Se había equivocado Dios al haber hecho hombre a Su Unigénito Hijo? ¿Debía Jesucristo haber sido mujer? ¿No era la mujer la que más había sufrido y, por ende, servido como el símbolo más grande de la abnegación, la gracia y la trascendencia? Dios había otorgado a la mujer una sensibilidad especial, un talento para la comprensión y la ternura, para el amor y los cuidados… Y luego la había arrojado a un mundo de salvaje violencia en el que sus singulares cualidades la convertían en blanco fácil de la crueldad y la depravación. Esa verdad ya entrañaba suficiente horror en sí misma pero, para Hatch, el horror aumentaba todavía más al descubrir que esa compleja idea podía tenerla cualquier persona tan perturbada como Jeremy Nyebern. Si un loco homicida podía percibir tal verdad y calar en sus implicaciones teológicas, entonces la misma creación tendría que ser un manicomio. Porque si el universo fuese un espacio racional, los locos no serían capaces de entender ningún pedazo del mismo.
Lindsey llegó a la carretera que conducía al «Mundo de la Fantasía» y tomó una curva cerrada a tal velocidad que la trasera del Mitsubishi derrapó, y, durante un momento, dio la sensación de ir a volcar. Pero se mantuvo sobre las cuatro ruedas. Lindsey se agarró bien al volante, recuperó la estabilidad y pisó a fondo el acelerador.
¡A Regina no! ¡Jeremy no llevaría a cabo su loca idea con aquella criatura inocente! Hatch estaba dispuesto a morir para impedirlo. El pánico y la rabia fluían a él por igual, a torrentes. La carcasa de plástico del radioteléfono crujía en su mano derecha, como si la presión del puño fuera a destruirla con la facilidad de un cascarón de huevo.
Al frente aparecieron las cabinas de peaje. Lindsey, indecisa, pisó el freno, pero luego pareció percatarse, al mismo tiempo que Hatch, de las huellas de neumáticos que se desviaban sobre el terreno arenoso. Dobló el volante hacia la derecha y saltó rebotando sobre el bordillo de hormigón de lo que en otros tiempos había sido un macizo de flores.
Hatch reprimió su cólera para no ser víctima de ella, como lo había sido siempre su padre, pues si no se dominaba Regina moriría inevitablemente. Trató otra vez de hacer una llamada de emergencia al teléfono 911, procurando conservar la sensatez. No debía rebajarse al nivel de la inmundicia andante por cuyos ojos había visto las muñecas atadas y el rostro de terror de la niña.
La corriente de rabia que fluía hacia Vassago por el hilo telepático le excitaba y multiplicaba su odio, convenciéndole de que no debía esperar a poseer a la mujer y a la niña. La perspectiva de una sola crucifixión le proporcionaba ya tal riqueza de odio y provocación, que pensó que su concepción artística encerraba de por sí fuerza suficiente. Una vez ejecutada su idea en los ojos grises de la niña, su arte le volvería a abrir las puertas del Infierno.
Se vio obligado a detener el Honda al llegar a la entrada de la carretera de servicios, cuya cancela parecía cerrada con un candado. Hacía tiempo que él mismo había roto el voluminoso candado y ahora pendía de su pasador únicamente para dar la sensación de que estaba intacto. Se apeó del coche, abrió la cancela, la cruzó con el automóvil y volvió a apearse para cerrarla. Decidió no dejar el Honda en el garaje subterráneo ni seguir a pie por las catacumbas hasta el museo de la muerte. No tenía tiempo. Los lentos pero tozudos paladines de Dios iban pisándole los talones y tenía mucho que hacer en los pocos minutos de que disponía. No era miedo, sino que necesitaba tiempo. Todos los artistas necesitaban tiempo. Para ganar unos minutos, tendría que bajar conduciendo por los anchos pasadizos peatonales, por entre los decadentes y desiertos pabellones para aparcar delante de la Casa de las Sorpresas. Seguiría después con la niña por la desecada laguna, pasaría por las puertas de las góndolas, recorrería el túnel, aún con la cadena de arrastre en el piso de hormigón, y llegaría al Infierno por el camino más directo.
Lindsey entró en el aparcamiento mientras Hatch hablaba por el teléfono con el Departamento del sheriff. Las altas farolas del alumbrado no tenían luz. La vista se perdía en todas direcciones sobre el asfalto solitario. Cien metros al frente se alzaba, oscuro y en ruinas, el otrora luminoso castillo donde el público compraba los billetes de acceso al «Mundo de la Fantasía». Lindsey no detectó ningún rastro del coche de Jeremy Nyebern, ni había polvo suficiente en el asfalto, abandonado y barrido por el viento, para seguir las huellas de sus neumáticos. Continuó avanzando hasta aproximarlo cuanto pudo al castillo y se detuvo ante la larga barrera de cabinas de tickets y postes de hormigón dispuestos para el control de las multitudes. Parecían masivas barricadas erigidas en una playa, fuertemente guardada, para impedir el desembarco de los tanques enemigos.
Hatch colgó violentamente el teléfono y Lindsey no supo cuál había sido el resultado de la conversación, que al final había fluctuado entre las séplicas y una enojada insistencia. No estaba segura de si los policías vendrían o no, pero su ansiedad era tan intensa que no quería perder el tiempo en preguntárselo. Sólo deseaba seguir adelante, adelante. Nada más entrar en el parque detuvo el coche, sin molestarse en parar el motor ni apagar las luces. Necesitaba los faros encendidos, un poco de luz en medio de la noche cerrada. Abrió enérgicamente la puerta, dispuesta a continuar a pie, pero él negó con la cabeza mientras cogía la Browning de al lado de sus pies.
—¿Por qué?
—Ha entrado en coche por alguna parte. Creo que localizaré antes sus movimientos si seguimos su rastro y entramos por donde él ha entrado, estableciendo el vínculo entre los dos. Además, este sitio es condenadamente grande e iremos más rápidos en coche.
Ella se situó de nuevo tras el volante y embragó el Mitsubishi.
—¿Por dónde? —inquirió.
Él dudó un segundo, tal vez una fracción de segundo, pero le pareció que en ese intervalo podían haber sido degolladas varias niñas indefensas.
—A la izquierda, tira hacia la izquierda, siguiendo la valla.
Vassago aparcó el coche junto a la laguna, paró el motor echó pie en tierra y se dirigió a abrir la puerta de la muchacha.
—Ya hemos llegado, ángel. Es un parque de atracciones como te he prometido. ¿No estás contenta?
La hizo girar sobre el asiento para bajar las piernas del coche. Sacó su navaja automática del bolsillo de la chaqueta, pulsó el resorte haciendo saltar su afilada hoja y se la puso delante de la cara. Aunque había una delgada luna creciente y sus ojos no eran tan sensibles como los de él, Regina vio la cuchilla. El creciente terror que observó en la cara y los ojos de la niña ilusionó a Vassago.
—Voy a desatarte las piernas para que puedas andar —le dijo, cambiando de posición la hoja muy lentamente de manera que el filo cortante reflejó un trémulo brillo, semejante a un chorro de mercurio—. Si eres lo bastante estúpida para darme una patada o crees que puedes golpearme la cabeza y dejarme fuera de combate para escapar, eres tonta, ángel. No te dará resultado y tendré que hacerte un corte para que aprendas. ¿Me has oído, preciosa? ¿Entiendes?
Regina emitió un sonido ahogado a través del pañuelo que sujetaba su mordaza, como reconociendo el poder de Vassago.
—Buena chica —dijo él—. Muy lista. Vas a hacer un buen Niño Jesús, ¿verdad? Realmente, un buen Niñito Jesús.
Le cortó las ligaduras de los tobillos y la ayudó a salir del coche. A la niña le costaba trabajo mantenerse firme en pie, probablemente porque se le habían entumecido los músculos durante el viaje, pero él no la permitió caminar despacio. La agarró del brazo, con las muñecas atadas delante y la mordaza puesta, tiró de ella y se la llevó por delante del coche hacia la pared de contención que rodeaba la laguna de la Casa de las Sorpresas.
La pared de la laguna tenía sesenta centímetros de altura por fuera y el doble por dentro, donde una vez había contenido agua. La ayudó a saltar la pared y a bajar al suelo de cemento seco de la extensa laguna. Regina no soportaba que la tocara, aunque llevase puestos los guantes, pues sentía su frialdad a través de los guantes —o imaginaba sentirla—, y su fría y húmeda piel, y le daban ganas de gritar. Pero sabía perfectamente que no podía gritar con la mordaza tapándole la boca. Si intentaba chillar, sólo conseguiría ahogarse y tener problemas para respirar, así que dejó que la ayudara a saltar la pared. Aunque la cogía del brazo por encima del suéter, su contacto le producía unas náuseas tan intensas que pensó que iba a vomitar. Luchó para evitarlo al pensar que con la boca amordazada se ahogaría con su propia regurgitación.
A lo largo de diez años de adversidad, Regina había desarrollado numerosos trucos para sobrellevar los malos ratos. Conocía la táctica de pensar que «había cosas peores», imaginando que podían acaecerle cosas más terribles que las que estaban ocurriendo, lograba superarlo. Como pensar que estaba comiendo ratones mojados en chocolate, cuando se compadecía de sí misma por tener que comer jalea de lima con melocotones. Como pensar que además de sus otras incapacidades, era ciega. Después del tremendo golpe sufrido cuando los Dotterfield la rechazaron durante su primera adopción a prueba, a menudo había pasado varias horas con los ojos cerrados para demostrarse a sí misma lo que podía haber sufrido si sus ojos hubieran sido tan imperfectos como su brazo derecho. Pero el truco de pensar que «había cosas peores» no le daba resultado ahora, porque no se le ocurría pensar en nada peor que lo que le estaba sucediendo con aquel extraño individuo vestido de negro, tocado con unas gafas de sol por la noche, que la llamaba «pequeña» y «preciosa». Tampoco le daba resultado ninguno de sus otros trucos.
El hombre la llevaba a remolque impacientemente por la laguna, mientras ella arrastraba la pierna derecha como si no pudiera andar deprisa. Necesitaba hacerle ir despacio para tener tiempo de pensar en algún nuevo truco.
Pero no era más que una niña y los trucos no surgían con tanta facilidad, aunque fuera una niña inteligente, ni siquiera en una niña que había pasado diez años ideando ingeniosos trucos para hacer creer a la gente que sabía cuidar de sí misma, que era dura, que no lloraba nunca. Finalmente, su bolsa de trucos estaba vacía y ella se sentía más asustada que en toda su vida.
Tirando de ella el hombre, pasaron por delante de unas enormes barcas, parecidas a las góndolas venecianas que ella había visto en las estampas. Pero éstas tenían una proa con dragones, semejantes a las embarcaciones vikingas. Con el desconocido tirando impacientemente de su brazo, cojeando pasó ante una pavorosa serpiente enroscada cuya cabeza era más grande que ella. El suelo de la laguna vacía estaba sembrado de hojas secas y papeles viejos. Los desechos se arremolinaban a su alrededor movidos por la brisa nocturna que soplaba a veces impetuosamente con el sibilante chapoteo de un mar fantasma.
—Vamos, preciosa —dijo él con su voz suave como la miel, pero ruda—. Quiero que alcances tu Gólgota, como hizo Él. ¿No te parece justo? ¿Es pedirte demasiado? ¿Eh? No voy a insistir en que lleves también la cruz, ¿sabes? ¿Qué me dices, preciosa, quieres mover tu trasero?
Estaba aterrada. Ya no le quedaban trucos para superar aquello, ni tampoco para contener las lágrimas. Empezó a temblar y a llorar, y su pierna derecha le flaqueaba tanto ahora, de verdad, que no le permitía sostenerse en pie y mucho menos moverse tan aprisa como él demandaba. En el pasado, recurría a Dios en momentos como aquél, hablaba con Él, hablaba y hablaba con Él, porque nadie había hablado con Dios tan a menudo y tan sinceramente como había hecho ella desde que era pequeñita. Pero en el coche había estado hablando con Dios y no había notado que Él la escuchara. Durante años, todas las conversaciones que habían tenido habían sido en una sola dirección, era cierto, pero siempre había oído cómo Él la escuchaba; al menos barruntaba levemente Su lenta y firme respiración. Pero ahora sabía que Él no podía estar escuchándola, porque si estuviera allí, oyendo cuán desesperada estaba, no habría fallado en responderla. Él debía haberse ido a algún lugar desconocido y estaba más sola que nunca.
Cuando se sintió vencida por las lágrimas y la debilidad, y le fue imposible seguir adelante, el desconocido quiso levantarla. Era muy fuerte y no podía oponerle resistencia, pero tampoco se agarró a él. Se cruzó de brazos, apretó los puños y se apartó bruscamente.
—Déjame llevarte, Jesusito mío —dijo él—, mi dulce corderita; será un privilegio mío llevarte.
No había calor en su voz a pesar de la manera de hablar. Sólo odio y escarnio. Ella conocía aquel tono, lo había oído antes. Por mucho que intentes adaptarte y hacerte amigo de la gente, algunos niños te odian y se apartan de ti al verte diferente y en sus voces se aprecia ese matiz. La transportó a través de las puertas abiertas, rotas y carcomidas, y penetró en una oscuridad ante la que se sintió totalmente indefensa.
Lindsey no se molestó siquiera en apearse del coche para ver si podía abrir la cancela. En cuanto Hatch le señaló el camino, pisó a fondo el acelerador y el coche embistió impetuosamente la cancela irrumpiendo en el recinto del parque, y acumulando nuevos daños, como la rotura de un faro. Por indicación de Hatch, avanzó por un camino destinado al servicio dando la vuelta a medio parque. A la izquierda había una alta valla cubierta por los nudosos y quebradizos restos de una parra que en otros tiempos había ocultado enteramente la reja metálica, pero que había acabado secándose por falta de riego. A la derecha se veían los esqueletos de unas construcciones demasiado sólidas que se resistían al desmantelamiento. También había fantásticas fachadas de edificios sostenidas por unos ángulos de soporte que podían verse desde atrás.
Abandonaron la carretera de servicio, se colaron por entre dos estructuras y tomaron lo que en otro tiempo había sido una zigzagueante avenida por la que las multitudes se movían por el parque. En medio de la noche se alzaba la noria más grande que jamás había visto, como si fueran los huesos de un leviatán roídos por extraños carroñeros. Delante de la inmensa estructura, junto a lo que parecía ser una laguna desecada, había un coche aparcado.
—La Casa de las Sorpresas —dijo Hatch. La había visto antes a través de otros ojos.
Tenía un tejado de varias cúspides, como la carpa de un circo de tres pistas, y las paredes de estuco se estaban desintegrando. Lindsey sólo alcanzaba a ver la estrecha franja de la estructura por donde enfocaban los faros, pero no le agradaba nada de lo que veía. No era por naturaleza una mujer supersticiosa —aunque empezaba a serlo rápidamente a causa de las últimas experiencias—, pero percibía un aura de muerte en torno a la casa, igual que habría sentido el aire gélido que rodea a un bloque de hielo.
Aparcó detrás del otro coche, un Honda. Sus ocupantes lo habían abandonado tan apresuradamente que habían dejado abiertas las dos puertas delanteras y encendida la luz interior. Cogió la Browning y la linterna, se apeó del Mitsubishi y corrió a inspeccionar el interior del Honda. No había rastros de Regina.
Había descubierto que en un punto dado el miedo ya no podía crecer más. Cada nervio estaba a tope. Como el cerebro no podía procesar más entradas, se limitaba a sostener la cresta de terror que había alcanzado. Cada nuevo sobresalto, cada nuevo y terrible pensamiento no podía sumarse al terror ya existente porque el cerebro se desprendía de los datos anteriores para abrir sitio a los nuevos. Apenas podía recordar nada de lo acontecido en su casa, ni del alucinante viaje hasta el parque; casi todo ello se había borrado ya de su memoria, quedándole tan sólo algunos retazos. Ello la obligaba a centrar su atención ahora en el momento inminente.
Sobre el suelo, a sus pies, visible a la escasa luz que salía por la puerta abierta del coche había un trozo de recia cuerda de poco más de un metro de longitud, que enfocó con la linterna. Lo recogió y vio que había formado un lazo y después le habían cortado el nudo. Se lo tendió a Hatch.
—¡Con esta cuerda ha atado los tobillos de Regina! Luego la ha hecho caminar.
—¿Dónde están ahora?
El señaló con la linterna por encima de la laguna sin agua, más allá de las tres enormes góndolas grises, con unas prodigiosas puntas de mástiles, hacia un par de puertas de madera situadas en la base de la Casa de las Sorpresas. Una se pandeaba sobre sus rotas bisagras y la otra estaba totalmente abierta. La linterna, de cuatro pilas, podía proyectar un débil haz de luz sobre aquellas puertas, pero no lograba penetrar en la horrenda lobreguez que había al otro lado.
Lindsey rodeó el coche y corrió hacia la pared de la laguna, aunque Hatch le gritó que esperase. No podía esperar ni un sólo instante más, imaginándose a Regina en manos del resucitado y psicópata hijo de Nyebern.
Cruzó la laguna y el temor que sentía por Regina era tan fuerte que la hacía olvidar su propia seguridad. Sin embargo, consciente de que también ella debía sobrevivir para que la muchacha tuviera una posibilidad de salvarse, dirigió su linterna a un lado y otro, temerosa de que la atacaran desde alguna de las gigantescas góndolas. Las hojas caídas y los papeles viejos danzaban al viento, valsando por el suelo de la laguna seca, pero a veces se levantaban en vertiginosos remolinos. Nada más se movía.
Hatch la alcanzó cuando llegaba a la entrada de la Casa de las Sorpresas. Se había retrasado un poco para atar la linterna al dorso del crucifijo con la cuerda. Ahora podía llevar las dos cosas en una sola mano, apuntando con la cabeza de Cristo hacia donde dirigiera la luz. Esto le dejaba libre la mano derecha para empuñar la Browning de 9 mm. La Mossberg la había dejado en el coche. Si hubiera atado la linterna al cañón de la escopeta, podría haber traído con él las dos armas, pero, evidentemente, consideraba el crucifijo un arma más poderosa que la Mossberg.
Lindsey no se explicaba por qué Hatch había traído aquella imagen del cuarto de Regina, ni creía tampoco que él mismo lo supiera. Vadeaban hasta la cintura el caudaloso y sucio río de lo desconocido y, además de la cruz, ella hubiera llevado de buena gana un collar de dientes de ajo, un frasquito de agua sagrada, unos cuantos perdigones de plata y cualquier cosa que pudiera servir de ayuda. Como artista que era, siempre había sabido que el mundo de los cinco sentidos, sólido y seguro, no era el todo de la existencia, y había incorporado aquella idea a su trabajo. Ahora lo estaba incorporando también al resto de su vida y se sorprendía de no haberlo hecho mucho tiempo antes. Escudriñando con ambas linternas la oscuridad que se abría ante de ellos, penetraron en la Casa de las Sorpresas.
Regina todavía no había agotado todos los trucos para defenderse en la vida, e inventó uno más. En las profundidades de su mente halló un hueco donde poder refugiarse, cerrar la puerta y quedar a salvo, un sitio que sólo ella conocía y en el que nunca podría ser encontrada. Era una pequeña habitación con las paredes de color melocotón, una suave iluminación y una cama pintada de flores. Una vez en su interior, la puerta sólo podía abrirse desde dentro. No tenía ventanas. Sumergida en el más hondo secreto de su intimidad, no importaba lo que le hicieran a su otro yo, ni lo que le hicieran a la Regina de carne y hueso en el odioso mundo exterior. La verdadera Regina estaría a salvo en su escondite libre de miedos y dolores, de lágrimas, dudas y tristezas. No llegaría hasta ella ningún sonido de fuera de la habitación y mucho menos la voz inicuamente meliflua del hombre de negro. No podría ver nada del otro lado de la habitación, sólo vería las paredes de color melocotón, su cama pintada de rosas y la luz tenue, nunca la oscuridad. Nada del exterior de la habitación podría llegar hasta ella, y con seguridad no las manos rápidas y pálidas de aquel hombre, que se había despojado ahora de los guantes.
Y, lo más importante, el único olor de su santuario iba a ser la esencia de rosas, como las que había pintadas en su cama, de limpia y dulce fragancia. No percibía el hedor de las cosas muertas, ni el olor sofocante de la descomposición, capaz de inundar el fondo de la garganta de copiosos borbotones ácidos que amenazan con estrangular cuando la boca está llena de un trapo empapado en saliva. No, nada parecido a eso ocurría jamás en su habitación secreta, en su bendito aposento, en su refugio profundo y sagrado, seguro y solitario.
Algo le había sucedido a la muchacha. Aquella vitalidad que hasta entonces la hacía tan atrayente había desaparecido. Al depositarla en el suelo del Infierno, de espaldas a la base del ciclópeo Lucifer, pensó que se había desmayado. Pero no era cierto. Le tocó la frente, apoyó la mano contra su pecho, y notó que su corazón saltaba como un conejo con los cuartos traseros ya en las fauces del zorro. Nadie podía estar inconsciente con el corazón latiendo en aquella forma.
Además, tenía los ojos abiertos. Pero su mirada estaba inmóvil y perdida, como si no hubiera nada donde fijarla. Por descontado, ella no podía verle en la oscuridad como él podía verla a ella, ni, por la misma causa, podía ver nada más pero ésa no era la razón de que mirase a través de él. Le agitó las pestañas con la punta de los dedos y la chica no hizo ningún movimiento reflejo, ni siquiera parpadeó. Las lágrimas se secaban en sus mejillas y no brotaba ninguna más.
Estaba catatónica. La pequeña perra había cortado toda comunicación, había cerrado su mente, se había convertido en un vegetal. Esta actitud malograba todos sus propósitos. El valor de la ofrenda radicaba en la vitalidad de la víctima. Energía, vibración, dolor y pánico eran los fundamentos del arte. ¿Qué clase de ofrenda podía hacer él con su pequeño Cristo de ojos grises, si ella no estaba en condiciones de sufrir y expresar su agonía? Se sintió tan enojado, que no quiso seguir jugando con ella. Manteniendo la mano pegada contra su pecho, contra aquel corazón de conejo, sacó del bolsillo de la chaqueta la navaja automática y la abrió de golpe.
Dominarse.
Podía rajar su pecho ahora y gozar del intenso placer de sentir que el corazón dejaba de palpitar en su mano. Pero él era un Maestro del Juego que conocía el significado y la trascendencia del control. Podía negarse a sí mismo aquellas transitorias emociones en favor de una recompensa más significativa y duradera. Dudó un instante y retiró la navaja.
Él estaba por encima de aquello. Le sorprendió su propio desliz. Quizás ella saliera de su trance cuando ya estuviera preparado para incorporarla a su colección. De no ser así, estaba seguro de que con el primer clavo recobraría el sentido y se transformaría en la maravillosa obra de arte que sin duda llevaba dentro.
Se volvió hacia las herramientas que tenía apiladas en el extremo del arco de su actual colección. Allí había martillos y destornilladores, llaves inglesas y alicates, sierras y una caja de ingletes, una taladradora a pilas con un juego de brocas, tornillos y clavos, cuerdas y alambre, abrazaderas diversas y cuanto podría necesitar un artesano, todo comprado en «Sears» al darse cuenta de que, para distribuir y colocar cada pleza de su colección en la postura adecuada, era preciso construir mañosos soportes y, en un par de casos, telones de fondo temáticos. El material elegido no era tan fácil de trabajar como la pintura al óleo, la acuarela, la arcilla o el granito de escultor, pues la gravedad tendía a distorsionar rápidamente cada efecto conseguido. Sabía que andaba escaso de tiempo que le pisaban los talones aquellos que no entendían su arte y que, a la mañana siguiente, convertirían el parque de atracciones en un lugar imposible para él. Pero eso no importaba. Si conseguía sumar una pieza más a su colección, completándola y otorgándole la aprobación que ansiaba.
Había que apresurarse, pues. Lo primero que debía hacer, antes de poner en pie a la muchacha y asegurar su posición erguida, era ver si el material que componía el cuerpo segmentado de la serpiente de Lucifer admitía los clavos. Parecía que se trataba de goma dura, quizá de un plástico suave. Dependiendo del espesor, fragilidad o resistencia del material, el clavo se abriría paso a través de él con la misma facilidad que si fuese madera, o bien rebotaría y se doblaría. Si la falsa piel del diablo resultaba demasiado resistente, se vería obligado a usar la taladradora eléctrica en vez del martillo y brocas de cinco centímetros en lugar de clavos, pero ello no desvirtuaría la integridad artística de la pieza para darle un toque moderno a fin de reconstruir su antiguo ritual.
Levantó el martillo y apuntó con el clavo. Al primer martillazo lo hundió una cuarta parte de su longitud en el abdomen del Lucifer. Al segundo lo clavó hasta la mitad. Eso quería decir que los clavos darían resultado. Bajó la vista hacia la muchacha, que seguía sentada en el suelo apoyando la espalda contra la base de la estatua. Tampoco había mostrado ninguna reacción ante los golpes del martillo. Estaba decepcionado pero aún no desesperaba.
Antes de levantarla para ponerla en su lugar, Cogió sin pérdida de tiempo todo lo que iba a necesitar. Un par de unidades de dos por cuatro servirían de abrazadoras hasta que su adquisición estuviese firmemente sujeta en su sitio. Dos clavos, aparte de otro más largo y puntiagudo, que más bien podía llamarse escarpia. El martillo, por supuesto. Darse prisa. Unos clavos más pequeños, apenas poco más que tachuelas, algunas de las cuales podían hundirlas alrededor de la frente representando la corona de espinas. La navaja automática, con la que reproducir la herida de la lanza atribuida al insultante centurión. ¿Qué más? Pensar. Pensar, rápidamente ahora. No tenía vinagre ni esponja que empapar y, por consiguiente, no podía ofrecer aquel tradicional brebaje para humedecerle los labios resecos, pero no creía que la ausencia de dicho detalle desvirtuara la composición.
Estaba dispuesto.
Hatch y Lindsey se habían internado en el túnel de las góndolas, avanzando lo más rápidamente que podían. Les frenaba sin embargo, la necesidad de escudriñar con las linternas hasta donde alcanzaban sus focos el interior de los nichos y huecos de exhibición, del tamaño de habitaciones, que se presentaban a lo largo de las paredes. Los haces en movimiento de las linternas arrancaban sombras danzantes de las estalactitas, estalagmitas y demás formaciones rocosas artificiales, pero todos aquellos peligrosos espacios estaban vacíos.
Hasta ellos llegó entonces el eco de dos golpes amortiguados, igual que martillazos, provenientes de mucho más adentro, uno inmediatamente detrás del otro. Luego se reanudó el silencio.
—Está en alguna parte por ahí delante —susurró Lindsey— parece que lejos. Debemos ir más de prisa.
El asintió. Continuaron avanzando por el túnel sin examinar ya todas sus profundas oquedades, que cobijaron monstruos mecánicos en otros tiempos. Durante el recorrido volvió a establecerse otra vez el vínculo entre Hatch y Jeremy Nyebern. Percibía la excitación del loco, una necesidad obscena y palpitante, y captaba unas imágenes inconexas: clavos, una escarpia, un martillo, dos unidades de dos por cuatro, tachuelas diseminadas, la fina hoja de acero de una navaja automática que saltaba de dentro de su empuñadura impulsada por el resorte… Con una cólera que superaba el miedo resuelto a que sus visiones desorientadas no le impidieran seguir avanzando, Hatch llegó al final del túnel horizontal. Dio algunos traspiés por el declive antes de percatarse de que el nivel del suelo había cambiado radicalmente bajo sus pies. De repente, le abofeteó un penetrante hedor que arrastraba hacia arriba una corriente natural de aire. Dio algunas arcadas, oyendo a Lindsey hacer lo mismo, y luego apretó la garganta y se esforzó por tragar saliva.
Sabía lo que había abajo. Al menos en parte. Entre las visiones que le habían machacado cuando iba en el coche por la carretera, había algunas relativas a la colección. Si no se armaba de un valor férreo y vencía su repugnancia, no podría nunca entrar en las profundidades de aquel agujero inmundo para salvar a Regina. Al parecer, Lindsey lo había comprendido, pues, sacando fuerzas de flaqueza, logró vencer su repugnancia y echó a andar tras él por el túnel descendente.
Lo primero que atrajo a atención de Vassago fue el resplandor de luz que descendía hacia el fondo de la caverna desde bien atrás del túnel que conducía al aliviadero. La rapidez con que el resplandor aumentaba le convenció de que no iba a disponer de tiempo suficiente para añadir a la muchacha a su colección antes de que los intrusos le alcanzaran. Sabía quiénes eran. Los había visto en sueños y ellos, evidentemente, le habían visto a él. Lindsey y su marido le venían persiguiendo todo el camino desde Laguna Niguel. Empezaba a darse cuenta de que, en aquel asunto, había implicadas más fuerzas de lo que había creído en un principio.
Consideró la posibilidad de permitirles bajar por el aliviadero hasta el Infierno. Los atacaría por detrás, mataría al hombre, dejaría a la mujer fuera de combate y luego procedería a una doble crucifixión. Pero el marido llevaba algo encima que le inquietaba. Era algo que no podía tocar.
Sin embargo, se dio cuenta entonces de que, a pesar de sus bravuconadas, había estado evitando tener un enfrentamiento con el marido. A primeras horas de la noche, cuando se adentró en casa de ellos y el elemento sorpresa jugaba a su favor, debía haber atacado por detrás al esposo, liquidándolo primero, y luego dedicarse a Regina o a Lindsey. Si lo hubiera hecho así, habría podido adquirir al mismo tiempo a las dos mujeres y a esas alturas estaría felizmente absorto contemplando la mutilación de las dos.
A lo lejos, el resplandor de la luz nacarada se había transformado en un par de focos de linterna a la entrada del aliviadero. Tras un instante de duda, las linternas empezaron a bajar. Vassago se había guardado las gafas negras en el bolsillo de la camisa y fulminantes espadas de luz le obligaron a bizquear. Al igual que antes, decidió primero no presentar batalla al hombre y batirse en retirada con la muchacha. Pero luego dudó de la prudencia de tal acción.
«Un Maestro de Juego —pensó— debe exhibir un control férreo y escoger los momentos oportunos para demostrar su poder y su superioridad». Era cierto. Pero le asaltó la idea de que era una flaca justificación para eludir el enfrentamiento. Tonterías. Él no temía a nada en este mundo.
Las linternas estaban todavía a una distancia considerable, enfocando el suelo del aliviadero, sin llegar aún al punto medio del largo declive. Oía los pasos, que eran cada vez más sonoros y levantaban eco a medida que la pareja avanzaba hacia la gigantesca cámara. Agarró a la catatónica muchacha, la alzó como si no pesara más que una almohada, se la echó al hombro y empezó a moverse silenciosamente por el pavimento del Infierno hacia las formaciones rocosas, donde sabía que una puerta oculta daba a una habitación de servicio.
—¡Oh, Dios mío!
—No mires —dijo Hatch a Lindsey, recorriendo con la luz de la linterna la macabra colección—. No mires, por Dios. Cubre mi espalda para estar seguros de que no nos ataca por detrás.
Agradecida, ella hizo lo que le decía, apartando la vista de aquel despliegue de cadáveres que se hallaban en diversos grados de descomposición. Estaba persuadida de que aunque viviera cien años sus sueños nocturnos estarían siempre presididos por aquellas formas y rostros. Pero, bromas aparte ella no sería centenaria. Empezaba a creer que ni siquiera sobreviviría a aquella noche. Sólo saber que estaba respirando por la boca aquel aire maloliente e impuro bastaba casi para ponerla gravemente enferma. Sin embargo, respiraba por la boca porque así advertía menos el hedor.
La oscuridad era muy intensa y la linterna parecía casi incapaz de traspasarla. Era como un jarabe retirándose por el estrecho canal que abría el haz luminoso. Oyó a Hatch moviéndose junto a la colección de cuerpos y supo lo que estaba haciendo: echaba un rápido vistazo a cada uno de los cadáveres, con el fin de asegurarse de que Jeremy Nyebern no se había colocado como uno más de ellos, como una monstruosidad viviente entre aquella carroña consumida por la podredumbre, esperando para lanzarse contra ellos cuando pasaran ante él.
¿Dónde estaba Regina? Lindsey barría incesantemente con el haz de su linterna atrás y al frente en un amplio abanico para impedir que el bastardo asesino tuviera ocasión de sorprenderlos. Pero ¡oh!, era un tipo muy rápido. Ya lo había comprobado. Había volado por el pasillo hasta el cuarto de Regina dando un portazo tras él, velozmente, como si tuviera alas, alas de murciélago. Y ágil. Había bajado por la espaldera de begonias de la ventana con la muchacha al hombro, sin importarle la caída, y se había perdido con ella en la noche.
¿Dónde estaba Regina? Oyó que Hatch se apartaba y adivinó adónde se dirigía. No seguía la línea de cadáveres sino que rodeó la gigantesca estatua de Satán, a fin de asegurarse de que Jeremy Nyebern no se encontraba al otro lado. Estaba haciendo exactamente lo que debía hacer. Ella lo sabía pero a pesar de eso, no le gustaba lo más mínimo quedarse allí sola con todos aquellos muertos a su espalda. Algunos estaban secos y crujirían como el papel si de alguna forma cobrasen vida y avanzaran hacia ella, mientras que otros se encontraban en un grado más horrendo de descomposición y revelarían seguramente su proximidad con viscosos y húmedos sonidos… ¿Pero qué locos pensamientos eran éstos? Aquellos cuerpos estaban todos muertos. No había nada que temer de ellos. Los muertos seguirían muertos. Aunque no siempre, ¿verdad? No, por su propia experiencia personal, no. Pero siguió barriendo atrás y adelante con el haz de la linterna, sofocando el impulso de volverse y enfocarla hacia los cadáveres en descomposición que tenía detrás. Sabía que debía llorarlos en vez de temerlos, enojarse contra el escarnio y la pérdida de dignidad que habían sufrido, pero, de momento, sólo le quedaba espacio para el miedo. Y en aquel instante oyó a Hatch acercarse a ella desde el otro lado de la estatua, completando, ¡a Dios gracias!, su vuelta. Pero en la siguiente exhalación de aire, horriblemente metálica cuando penetró en su boca, se preguntó que si el que se acercaba sería Hatch o alguno de los cadáveres andantes. O Jeremy. Giró vertiginosamente sobre sus talones, mirando en seguida a la fila de cadáveres más que a ellos mismos, y la luz de su linterna le mostró que era Hatch quien volvía junto a ella.
¿DÓNDE ESTABA REGINA? Como respuesta a ello, un claro chirrido cortó la densa atmósfera. Era el mismo lamento que emitían las puertas del mundo de los vivos cuando sus bisagras estaban corroídas y sin engrasar. Volvieron sus linternas en aquella dirección y los extremos de sus focos coincidieron, revelando, cómo ambos habían pensado, que el origen del sonido procedía de una formación rocosa situada en la lejana orilla de lo que habría sido, de tener agua, un lago más grande que la laguna exterior.
Ella echó a andar sin saber lo que hacía. Hatch, susurrando, la llamó por su nombre en un tono apremiante, que quería decir apártate, déjame a mí, yo iré primero. Pero ella, aunque se hubiera vuelto una cobarde, ya no podía contenerse y dejar de avanzar por el aliviadero. Su Regina había estado entre los muertos, tal vez privada de su visión por la fotofobia que padecía su extraño secuestrador; pero entre ellos y, a buen seguro, consciente en tan horrenda presencia. Lindsey no podía soportar un minuto más la idea de que aquella criatura inocente estuviera secuestrada en aquel matadero. No importaba su seguridad, sino la de Regina.
Llegó a las rocas y se introdujo entre ellas, apuntando aquí y allá con la linterna, saltando las sombras. Escuchó entonces el gemido de unas sirenas lejanas. Los hombres del sheriff. Habían tomado en serio la llamada telefónica de Hatch. Pero Regina continuaba en las manos de la Muerte. Si estaba aún con vida, no viviría lo suficiente para que los guardias tuvieran tiempo de encontrar la Casa de las Sorpresas y bajar hasta la guarida de Lucifer. Por ello siguió introduciéndose entre las rocas, con la pistola en una mano y la linterna en la otra, doblando las esquinas temerariamente, arriesgándose, con Hatch pegado a sus talones. De pronto se halló ante una puerta metálica, veteada de herrumbre, que se accionaba por una barra de presión en vez de un pomo. Estaba entreabierta.
La abrió de un empujón y cruzó el umbral, sin emplear siquiera la astucia que debía haber aprendido de ver películas policíacas y telefilmes. Entró como podría hacerlo una leona madre persiguiendo a un depredador que hubiera osado rastrear su cubil. Estúpida, sabía que aquello era una estupidez, que podrían haberla matado; pero las leonas con febril instinto de protección maternal no son criaturas señaladamente razonables. Se movía por instinto, y el instinto le decía que habían puesto en fuga al bastardo, que debían seguir persiguiéndole para impedirle hacer con la muchacha lo que pretendía y que era necesario presionarle, cada vez con más intensidad, hasta tenerle acorralado.
Al otro lado de la puerta de las rocas, tras los muros del Infierno, había una zona de sesenta metros de ancho que en un tiempo había estado ocupada por maquinaria y que ahora se hallaba sembrada literalmente de los tornillos y planchas metálicas que habían servido de base a aquellas máquinas. Unos complicados andamiajes de hierro, cubiertos de guirnaldas de telarañas, se alzaban hasta doce o catorce metros de altura. Proporcionaban acceso a otras puertas, pasadizos y paneles para atender el mantenimiento del complejo luminoso y del equipamiento de efectos, como generadores de vapor frío y rayos láser. Este material ya no estaba allí; había sido desmontado y transportado a otro sitio.
¿Cuánto tiempo necesitaba Vassago para abrir el pecho de la muchacha, agarrar su corazón palpitante y recrearse en su muerte? ¿Un minuto? ¿Dos? Tal vez no más de eso. Para salvarla, tenían que estrangular el maldito pescuezo de Vassago. Lindsey recorrió con el haz de su linterna las tuberías metálicas, plagadas de telarañas, los codos y las planchas de los pasadizos, y llegó a la conclusión de que su presa no estaría escondida allí arriba.
Hatch estaba a su lado, ligeramente detrás, pero muy cerca de ella. Ambos respiraban agitadamente, no porque hubieran hecho un fuerte ejercicio físico sino porque la tensión de sus músculos torácicos les constreñían los pulmones. Lindsey se volvió hacia la izquierda y echó a andar directamente hacia la oscura oquedad que se divisaba en la pared, hecha con bloques de cemento, en el fondo de la cámara de sesenta metros de ancho. Le atrajo la abertura porque parecía haber sido tapada tiempo atrás, no sólidamente pero sí con algunos paneles, como para impedir que nadie entrara fácilmente al recinto prohibido. A ambos lados de la abertura quedaban todavía algunos clavos, pero los paneles habían sido arrancados de allí y aparecían caídos a un lado del suelo.
Hatch la llamó en voz baja advirtiéndola de que no siguiera adelante, pero ella avanzó derecha hacia el extremo de la habitación. Enfocó con su linterna, y descubrió que no se trataba en absoluto de otra cámara, sino del hueco de un ascensor. Las puertas, cabina, cables y mecanismos habían desaparecido de allí, dejando un hueco en el edificio igual que el que deja en la boca la extracción de un diente. Enfocó hacia arriba con la linterna. El hueco ascendía hasta tres plantas y, en otros tiempos, había servido para transportar a los mecánicos y demás operarios hasta lo alto de la Casa de las Sorpresas. Al alumbrar lentamente de arriba abajo la pared de hormigón, puso al descubierto los peldaños de hierro de la escalera de servicio.
Jeremy Nyebern estaba acurrucado sobre el colchón en un rincón del hueco. Tenía a Regina en su regazo, pegada al pecho, a manera de escudo contra las balas. Empuñaba una pistola y efectuó dos disparos en cuanto Lindsey le enfocó con la linterna.
La primera bala no alcanzó a ninguno de los dos, pero la segunda hirió a Lindsey en el hombro y la lanzó contra el marco de la puerta. Rebotó allí, se dobló involuntariamente hacia delante, perdió el equilibrio y cayó al foso, detrás de la linterna, que ya se le había escapado de la mano. Mientras caía no podía creer que aquello estuviera sucediendo. Incluso cuando se golpeó contra el fondo, cayendo de costado, todo le parecía una cosa irreal, quizá porque todavía estaba demasiado aturdida por el impacto de la bala para sentir el daño que le había hecho. Tal vez también porque cayó sobre el colchón, al extremo opuesto a Nyebern amortiguando los efectos, cualesquiera que fuesen, de la trayectoria del proyectil, que no le había roto ningún hueso. La linterna había caído intacta sobre el colchón y alumbraba una pared gris.
Como si estuviera soñando, todavía jadeando, Lindsey extendió la mano lentamente a su alrededor, apuntando al hombre con su pistola. Pero no tenía pistola, la Browning se le había escapado de la mano durante la caída. Nyebern seguramente le había apuntado con su arma a Lindsey mientras ésta caía por el hueco del ascensor, pues ella se vio delante del punto de mira. La pistola tenía un cañón increíblemente largo, parecía medir una eternidad entre la recámara y la boca de fuego.
Detrás del arma vio el rostro de Regina, tan muerto como vacíos estaban sus ojos grises, y tras aquel amado semblante se escondía el rostro de Jeremy Nyebern, odioso y blanco como la leche. Sus ojos, sin la protección de las gafas negras, eran feroces y extraños. Podía verlos, aunque la luz de la linterna le obligaba a parpadear. Al cruzar la mirada con él, tuvo la sensación de hallarse frente a frente con una cosa extraña que se hacía pasar por humana, sin conseguirlo del todo.
«¡Oh, qué cosa tan alucinante!», pensó, y consciente de que iba a desmayarse. Esperaba desmayarse antes de que él apretara el gatillo, aunque en realidad no importaba. Estaba tan cerca del cañón, que no oiría ni el disparo que iba a volarle la cabeza.
El horror que experimentó Hatch al ver caer a Lindsey por el hueco del ascensor fue superado por su sorpresa ante lo que hizo a continuación. Cuando vio que Jeremy la apuntaba con su pistola en su caída hasta el colchón, encañonándola allí a menos de un metro de su rostro, Hatch arrojó su propia Browning contra los paneles que en otro tiempo taparon el hueco. Suponía que no sería capaz de dispararle estando Regina en medio de la trayectoria y estaba persuadido de que ningún arma podría acabar debidamente con aquella cosa en que se había convertido Jeremy. Pero no tuvo tiempo de reflexionar sobre aquel curioso pensamiento, pues, tan pronto como se desprendió de la pistola, se cambió la linterna-crucifijo de la mano izquierda a la derecha y se arrojó espontáneamente por el hueco del ascensor sin pensar en lo que se proponía hacer.
Después, todo resultó raro. Se le antojó que no caía con la velocidad normal, sino en un lento descenso de planeo, como si fuera un cuerpo sólo ligeramente más pesado que el aire, tardando hasta medio minuto en llegar abajo. Tal vez su sentido del tiempo estuviera distorsionado por la intensidad del pánico.
Jeremy le vio descender, dejó de apuntar a Lindsey y disparó contra él las ocho balas que le quedaban. Hatch estaba convencido de que le había alcanzado al menos tres o cuatro veces, aunque no se notaba herido. Parecía imposible que el asesino errara el tiro tantas veces en un espacio tan corto. Tan calamitoso resultado de puntería quizá fuera atribuible al pánico del tirador y al hecho de que Hatch era un blanco móvil.
Cuando todavía estaba flotando en el aire como una pelusa de diente de león, experimentó que el peculiar vínculo entre él y Nyebern se reanudaba y por un instante, se vio a sí mismo descendiendo a través del punto de mira del joven asesino. Aquella visión, empero, no sólo era de sí mismo, sino de la imagen de alguien —o de algo— superpuesta a la suya, como si compartiera su cuerpo con otro ser. Creyó ver unas alas blancas plegadas junto a sus costados y bajo su propia cara, la de un extraño…, el semblante de un guerrero, con un rostro que no atemorizaba.
Quizás en aquel momento Nyebern alucinaba, y lo que Hatch percibía a través de él no era realmente lo que veía, sino tan sólo lo que imaginaba que veía. Quizá.
Luego, todavía durante aquel lento descenso, Hatch volvió a mirar otra vez por sus propios ojos, y estuvo seguro de que también veía una cosa sobrepuesta a Jeremy Nyebern, algo cuya forma y cara tenían parte de reptil y parte de insecto. Tal vez obedeciera a un truco de la luz, a la confusión de las sombras y al cruce de los focos de las linternas. No se explicaba, sin embargo, esta última intercomunicación entre los dos y, en los días que siguieron, meditó a menudo acerca de ello.
—¿Quién eres tú? —le preguntó Nyebern cuando Hatch se posó en el colchón como un gato, a pesar de haber caído desde diez metros de altura.
—Uriel —respondió Hatch, sin saber por qué, pues aquél era un nombre que no había oído nunca.
—Yo soy Vassago —dijo Nyebern.
—Lo sé —repuso Hatch, a pesar de que tampoco había oído nunca aquel nombre.
—Sólo tú puedes devolverme.
—Y cuando tú retornes por mediación mía —habló Hatch preguntándose de dónde estaría sacando aquellas palabras— no lo harás como príncipe. Serás un vil esclavo, exactamente igual que el muchacho desalmado y estúpido con quien te viniste.
Nyebern sintió miedo. Era la primera vez que mostraba alguna capacidad para temer.
—Y yo que me creía la araña.
Con una fortaleza, agilidad y economía de movimientos que Hatch desconocía poseer, agarró con la mano izquierda el cinturón de Regina, arrebatándosela a Jeremy Nyebern. La puso a salvo a un lado y golpeó entonces con el crucifijo a manera de maza la cabeza del vesánico. La lente de la linterna se hizo añicos, la carcasa se reventó y las pilas se desparramaron. Golpeó fuertemente con el crucifijo por segunda vez el cráneo del asesino y al tercer golpe envió a Nyebern a una tumba que se había ganado ya dos veces.
La cólera que sentía Hatch era una cólera justa. Cuando dejó de golpear con el crucifijo, cuando todo hubo concluido, no se sintió culpable ni avergonzado. En modo alguno se parecía a su padre. Tuvo la rara conciencia de que le estaba abandonando una fuerza, una presencia que hasta entonces no había sabido que se hallaba allí, le invadió la sensación de una misión cumplida, de haber restablecido un equilibrio roto. Todas las cosas estaban ahora en su legítimo lugar.
Regina no respondió al hablarla, aunque físicamente parecía ilesa. Hatch no estaba preocupado por ella, pues, en cierto modo, sabía que ninguno de ellos iba a sufrir excesivamente por haberse visto atrapados en… lo que quiera que fuese aquello. Lindsey estaba inconsciente y sangraba. Examinó su herida y le pareció que no era demasiado grave. Dos plantas más arriba sonaron unas voces. Le llamaban por su nombre. Había llegado la Policía. Tarde, como siempre. Bueno, no siempre. A veces… había un policía cuando le necesitabas.
La leyenda apócrifa de tres ciegos que examinaban un elefante es sobradamente conocida. El primer ciego toca sólo la trompa del elefante y, a partir de eso, afirma que el animal es una enorme criatura parecida a una serpiente, similar a una pitón. El segundo ciego toca sólo las orejas del elefante y anuncia que es un pájaro capaz de remontarse a grandes alturas. El tercer ciego palpa únicamente la cola del paquidermo, cerdosa y espantamoscas y «ve» en él un animal curiosamente parecido a una escobilla de limpiar botellas.
Así, pues, cada ser humano comparte con los otros su propia experiencia. Cada participante la percibe de forma distinta y saca de ella una lección diferente a la de sus semejantes.
Durante los años siguientes a los acontecimientos que transcurrieron en el abandonado parque de atracciones, Jonas Nyebern perdió su interés por la medicina de reanimación. Otros hombres ocuparon su puesto y lo hicieron bien. Vendió en subasta todas las piezas de arte religioso de sus dos colecciones, aún sin completar, e invirtió el dinero en cuentas de ahorro que le produjeran el tipo de interés más alto posible. Aunque continuó ejerciendo algún tiempo la cirugía cardiovascular, ya no encontraba ninguna satisfacción en ella. Acabó retirándose en edad temprana y buscó una nueva actividad donde terminar las últimas décadas de su vida.
Dejó de asistir a misa. Ya no creía que el mal fuese una fuerza en sí, una presencia auténtica que caminaba por el mundo. Había aprendido que la Humanidad era en sí misma una fuente de maldades que bastaba para explicar todo lo perverso que ocurría en el mundo. Por el contrario, llegó a la conclusión de que la Humanidad tenía en su mano su propia —y única— salvación. Se hizo veterinario. Todos los pacientes eran allí merecedores de la salvación. No volvió a casarse. No se sentía ni feliz ni desgraciado, cosa que le cuadraba bien.
Regina permaneció en su habitación un par de días y cuando salió ya no fue nunca exactamente la misma. Pero nadie sigue siendo el mismo durante mucho tiempo. El cambio es lo único constante. Se le ha llamado crecimiento. Empezó a dirigirse a ellos llamándoles papá y mamá; lo hacía voluntariamente y porque le salía de dentro. Día a día les fue dando tanta felicidad como recibía de ellos. Jamás llegó a desatar una destrucción en cadena de sus antigüedades. Nunca les creó situaciones embarazosas poniéndose inoportunamente sentimental, estallando en lágrimas y abriendo el grifo de los mocos. Derramó lágrimas y mocos inevitablemente, pero sólo cuando era oportuno. Nunca los mortificó lanzando al aire de manera accidental un plato lleno de comida en un restaurante, para que aterrizase en la cabeza del presidente de los Estados Unidos sentado en la mesa contigua. Jamás prendió fuego a la casa accidentalmente, ni expelió ventosidades en presencia de gente civilizada, y nunca espantó con juramento a los niños más pequeños de la vecindad, enseñándoles la abrazadera de su pierna y su extraña mano derecha. Mejor aún, abandonó la idea de hacer todas aquellas cosas (y más) y, con el tiempo, llegó a no recordar las tremendas energías que una vez había gastado en tan absurdas inquietudes. Siguió escribiendo y mejoró la calidad de su escritura. Cuando apenas tenía catorce años, ganó un concurso nacional de redacción para adolescentes, cuyo premio fue un reloj bastante bonito y un cheque de quinientos dólares. Parte de ese dinero lo empleó suscribiéndose a Publishers Weekly adquiriendo una colección completa de novelas de William Makepeace Thackeray. Regina perdió interés por escribir acerca de cerdos espaciales inteligentes, principalmente porque se dio cuenta de que, en torno a ella, podía encontrar curiosos personajes, muchos de ellos nativos de California. Ya no hablaba con Dios. Le parecía pueril charlar con Él y, además, ya no necesitaba que Dios estuviera atendiéndola constantemente. Llegó a pensar fugazmente que Dios se había marchado o que no había existido nunca, pero concluyó que eso era una bobada. Era consciente de Él en cada momento: Dios la miraba parpadeando desde las flores, la serenaba con el canto de los pájaros, la sonreía desde la cara peluda de un gatito, la acariciaba soplándola con una suave brisa de verano. En un libro de Dave Tyson Gentry encontró una frase que juzgó apropiada: «La verdadera amistad de dos personas llega cuando el silencio entre ellas es cómodo». Bueno, ¿quién era tu mejor amigo sino Dios y qué necesitabas realmente decirle a Él o Él decirte a ti si los dos sabíais ya lo más importante —y lo único—, es decir, que el uno estaría allí siempre para el otro?
Lindsey salió de los acontecimientos de aquellos días menos cambiada de lo que había esperado. Sus cuadros mejoraron bastante, aunque no mucho. No había estado nunca insatisfecha de su trabajo. Amaba a Hatch igual que antes y posiblemente no podía amarle más. Sólo la hacía acobardarse alguna vez el oír decir a alguien «Lo peor ya ha pasado». Sabía que lo peor no había pasado nunca. Lo peor venía al final. Lo peor era el fin, el acto final. Nada podía ser peor que eso. Pero había aprendido a vivir con la idea de que lo peor aún estaba por llegar y así lograba hallar gozo en el presente. En cuanto a Dios, no cuestionaba su existencia. Educaba a Regina en la religión católica, asistiendo a misa con ella cada semana pues ésa era una parte de la promesa que había hecho a St. Thomas cuando tramitaron la adopción. Pero no lo hacía únicamente como si fuera un deber. Pensaba que la Iglesia era buena para Regina y que Regina también podía ser buena para con la Iglesia. Cualquier institución que tuviera a Regina entre sus miembros descubriría que había sido cambiada por Regina tanto o más de lo que ésta había cambiado… y para eterno beneficio de la primera. Una vez había dicho que los rezos no eran nunca atendidos, que los mortales sólo vivían para morir, pero ya había superado aquella actitud. Esperaría para ver.
Hatch continuó progresando en su negocio de antigüedades. Día tras día, su vida volvió a ser muy parecida a lo que él esperaba que fuera. Como antes, siguió siendo un hombre de buen carácter. No se enfadaba nunca. Pero la diferencia consistía en que no quedaba en él ningún enfado que reprimir. Su ternura era ahora auténtica. De tiempo en tiempo, cuando las circunstancias de la vida parecían tener un alto significado, y se encontraba en vena filosófica, acudía a su gabinete y sacaba tres objetos que guardaba bajo llave en el cajón. Uno era el ejemplar chamuscado de Arts American. Los otros eran dos recortes de periódico que había traído un día de la biblioteca, después de efectuar una pequeña investigación. En ellos había escritos dos nombres con las correspondientes explicaciones a continuación de cada uno.
«Vassago: según la mitología, era uno de los nueve príncipes coronados del Infierno».
«Uriel: según la mitología, era uno de los arcángeles que servían como asistentes personales de Dios».
Miraba fijamente aquellas cosas y reflexionaba detenidamente sobre ellas, sin llegar nunca sin embargo, a conclusiones firmes. No obstante, llegó a una determinación: el que se regresara a la vida tras ochenta minutos de muerte sin ningún recuerdo del Otro Lado, tal vez se debiera a que ochenta minutos eran sólo un simple vislumbre del túnel con luz al final y, por lo tanto, poco para que uno lo asimilara. Y si había que traer algo contigo del Más Allá y llevarlo en tu interior hasta que cumpliera su misión a este lado de la frontera, un arcángel no estaba mal.