CAPÍTULO 6

El miércoles por la mañana Lindsey llevó a Regina al colegio en el coche. Al regresar a la casa de Laguna Niguel se encontró a Hatch en la mesa de la cocina limpiando y engrasando dos pistolas Browning de nueve milímetros que había adquirido para seguridad de su hogar.

Había comprado las armas hacía cinco años, poco después de que diagnosticaran el cáncer de Jimmy como terminal. De súbito empezó a sentir gran preocupación por el alza de la criminalidad, pese a que ésta nunca había sido —ni lo era entonces— particularmente alta en aquella parte del condado de Orange. Lindsey sabía muy bien, aunque no lo dijo nunca, que su marido no tenía miedo a los ladrones sino a la enfermedad que le estaba robando a su hijo y, que como era impotente para luchar contra el cáncer, ansiaba secretamente un enemigo que pudiera ser despachado con una pistola. Jamás habían usado las Browning salvo en una galería de tiro, cuando él insistió en que Lindsey aprendiera a disparar junto a él. Pero ninguno de los dos había hecho prácticas desde hacía un año o dos.

—¿Crees de verdad que eso es prudente? —preguntó ella señalando las pistolas.

—Sí —respondió él con los labios apretados.

—Quizá debiéramos avisar a la Policía.

—Ya hemos discutido por qué no podemos hacerlo.

—Sin embargo, a lo mejor vale la pena intentarlo.

—La Policía no nos ayudará. No puede.

Sabía que su esposo tenía razón. No tenían pruebas de que estuvieran en peligro.

—Además —siguió él, sin dejar de mirar la pistola mientras metía y sacaba por el cañón una escobilla tubular—, tan pronto como empecé a limpiarlas, encendí el televisor para oír algo. Las noticias de la mañana.

El pequeño receptor que había sobre un estante giratorio en una esquina de la cocina estaba ahora apagado. Lindsey no le preguntó qué habían dicho las noticias. Tenía miedo de arrepentirse de oírlo. Y Lindsey estaba convencida de lo que dijera él. Finalmente, Hatch levantó la vista de la pistola.

—Anoche encontraron a Steven Honell. Estaba atado a los cuatro postes de la cama, muerto a golpes con un atizador del fuego.

Al principio, Lindsey se sintió demasiado asustada para moverse y luego, demasiado débil para continuar de pie. Sacó una silla, colocada junto a la mesa y se sentó. El día antes, había odiado a Steven Honell durante un rato, más de lo que había odiado a nadie en toda su vida. Más. Pero ahora no sentía ninguna animosidad contra él. Sólo compasión. Honell había sido un hombre inseguro, que se ocultaba a sí mismo su inseguridad tras una pretendida superioridad desdeñosa. Era mezquino y perverso, tal vez peor; pero ahora estaba muerto y la muerte era un castigo demasiado riguroso para sus culpas.

Lindsey dobló los brazos sobre la mesa y apoyó la cabeza en ellos. No podía llorar por Honell, pues nunca le había gustado nada de él, excepto su talento. Si la desaparición de su talento no bastaba para arrancarle las lágrimas, sí echó sobre ella al menos un manto de desesperación.

—Antes o después —dijo Hatch—, ese hijo de puta vendrá en busca de mí.

Ella levantó la cabeza, aunque parecía pesarle quinientos kilos.

—¿Pero por qué?

—Lo ignoro. Tal vez no lleguemos nunca a saberlo ni a comprenderlo. Pero él y yo estamos muy unidos de algún modo y acabará viniendo.

—Deja que los policías se encarguen de él —sugirió ella, reconociendo con dolor que no podían recibir ayuda de los agentes, pero resistiéndose con obstinación a dejar escapar aquella esperanza.

—Los policías no pueden encontrarlo —contradijo Hatch sombríamente—. Es como el humo.

—No vendrá —añadió ella, deseando que fuera cierto.

—Quizá venga mañana. Tal vez la semana próxima, o incluso el mes próximo. Pero vendrá, tan cierto como que el sol sale cada día. Y estaremos preparados para recibirle.

—¿De veras? —Ella lo dudaba.

—Muy preparados.

—Acuérdate de lo que dijiste anoche.

Levantó nuevamente la vista de la pistola y cruzó la mirada con ella.

—¿Qué?

—Que no se trata de un hombre corriente, que podía haberse venido agarrado a ti de… dondequiera que estuvieses.

—Creí que había descartado esa teoría.

—En efecto. No puedo creerlo. Pero y tú, ¿lo crees realmente?

En lugar de responder, él siguió limpiando la pistola.

—Si crees en ello —dijo Lindsey—, aunque sólo sea a medias, si de verdad crees en ello, ¿de qué sirve entonces un arma?

Él no respondió.

—¿Cómo pueden detener las balas a un espíritu del mal? —siguió presionando ella, sintiendo que su recuerdo de llevar a Regina al colegio formaba parte de un sueño auténtico que no estaba sumida en un dilema sino en una pesadilla—. ¿Cómo una cosa de ultratumba puede ser detenida solamente con un arma?

—Es lo único que tengo —repuso él.

Como la mayoría de los médicos, Jonas Nyebern no tenía horas de consulta ni practicaba operaciones quirúrgicas los miércoles. Sin embargo, nunca pasaba la tarde practicando el golf, navegando o jugando a las cartas en el club de campo. Empleaba los miércoles en poner al día su correspondencia o escribir sobre temas de investigación y estudios de casos relacionados con el Proyecto de Medicina de Reanimación del Hospital General de Orange County.

Aquel primer miércoles de mayo, tenía planeado pasar ocho o diez atareadas horas en el estudio de su casa de Spyglass Hill, donde había vivido casi dos años desde que había perdido a su familia. Esperaba terminar de escribir un documento que iba a enviar a la Conferencia de San Francisco del ocho de mayo.

Las amplias ventanas de la habitación, recubiertas de paneles de teca, daban a Corona del Mar y a Newport Beach. Los oscuros farallones de la isla de Santa Catalina, que se alzaban hacia el cielo a lo largo de veintiséis millas de aguas grises veteadas de azul y verde, no lograban hacer que el vasto océano Pacífico pareciera menos grande o menos humillante que si no hubieran estado allí. No se molestó en correr las cortinas porque el paisaje no distraía nunca su atención. Había comprado aquella finca con la esperanza de que los lujos de la casa y sus magníficas vistas hiciesen la vida hermosa y digna de ser vivida a pesar de la gran tragedia. Pero sólo su trabajo había conseguido realizar aquel milagro y de ahí que siempre se pusiera a trabajar directamente sin echar más que un vistazo por las ventanas.

Aquella mañana no lograba concentrarse en las palabras blancas que se dibujaban en el fondo de la pantalla de su ordenador. Sus pensamientos, empero, no eran arrastrados hacia las vistas del Pacífico, sino hacia su hijo Jeremy.

Recordó aquel encapotado día de primavera, dos años antes, en que llegó a casa y encontró a Marion y a Stephanie repetida y brutalmente apuñaladas, sin posibilidades de salvación. Luego vio a Jeremy inconsciente, traspasado por el cuchillo sujeto al torno del garaje, desangrándose copiosamente hasta morir, y Jonas no culpó a ningún loco ni a ladrones desconocidos pillados por sorpresa. En aquel mismo instante supo que el asesino era el adolescente que yacía encima del banco de trabajo, cuya vida se vertía por el suelo de cemento. Algo había ido mal en la vida de Jeremy —algo le había faltado—, un elemento que se había ido haciendo más patente y preocupante a medida que transcurrían los años, pese a que Jonas trató de convencerse durante todo aquel tiempo de que las actitudes y el comportamiento del muchacho sólo eran manifestaciones de normal rebeldía. Pero la locura del padre de Jonas se había saltado una generación y había aparecido de nuevo en los tarados genes de Jeremy.

El muchacho sobrevivió a la extracción del cuchillo y a su vertiginoso traslado en ambulancia al Hospital General de Orange County, que sólo estaba a cinco minutos de allí. Pero murió cuando le transportaban en la camilla por el pasillo del hospital.

Jonas había convencido hacía poco a la dirección del hospital de establecer un equipo especial de reanimación. Entonces, en vez de usar la máquina de by-pass para calentar la sangre del muchacho muerto, la emplearon para introducir en su cuerpo sangre enfriada, apresurándose a bajar drásticamente la temperatura corporal para retardar el deterioro de las células y el daño encefálico hasta que el cirujano pudiera actuar. La temperatura ambiente se mantuvo constantemente a diez grados centígrados, se pusieron bolsas de hielo a los costados del paciente y el mismo Jonas abrió la herida hecha por el cuchillo, para poder buscar y reparar los daños que hubieran frustrado la reanimación. Puede que entonces supiera los motivos por los que intentó tan denonadamente salvar a Jeremy, pero después no fue capaz de entender, plena y claramente, sus motivaciones.

«Porque se trataba de mi hijo —pensaba a veces— y, por tanto, era mi responsabilidad».

¿Pero qué responsabilidad paterna debía al asesino de su hija y de su esposa?

«Le salvé para preguntarle el porqué, para obtener una explicación», se decía Jonas otras veces.

Pero sabía que no había respuesta que tuviera sentido. Tampoco los filósofos ni los psicólogos —ni siquiera los propios asesinos— habían sido capaces jamás en toda la historia de aportar una explicación adecuada a un solo acto de monstruosa violencia psicopática. La única respuesta lógica radicaba en que la especie humana era imperfecta, poluta, y llevaba en sí misma las semillas de su propia destrucción. La Iglesia lo llamaría el Legado de la Serpiente, que databa del Paraíso y la Caída. Los científicos se referían a ello como los misterios de la genética, de la bioquímica, de las acciones fundamentales de los nucleótidos. Tal vez los dos estuvieran hablando de la misma mancha, describiéndola sólo en términos distintos. A Jonas le parecía que esta respuesta, ya la dada por los científicos, ya la de los teólogos, era siempre insatisfactoria exactamente en el mismo modo y grado, puesto que no sugería ninguna solución ni prescribía ningún remedio preventivo. Salvo la fe en Dios o en el poder de la ciencia.

Sin pararse a considerar sus razones para actuar de aquel modo Jonas salvó a Jeremy. El muchacho permaneció muerto durante treinta y un minutos, tiempo que no era un récord en aquellos días porque una joven de Utah ya había sido reanimada después de llevar sesenta y seis minutos en brazos de la Muerte. Pero ella había sufrido una hipotermia grave, mientras que Jeremy había muerto caliente, lo que, de alguna forma, convertía la proeza en un récord en su clase. A decir verdad, resucitar a los veinte minutos de una muerte caliente resultaba tan milagroso como volver a la vida después de ochenta minutos de muerte fría. Su propio hijo y Hatch Harrison eran hasta la fecha los éxitos más asombrosos de Jonas… si es que al primero podía calificársele de éxito.

Jeremy permaneció en estado de coma diez meses, alimentado por vía intravenosa, pero respirando por sí mismo y sin necesidad de ninguna máquina para mantenerle vivo. Al comienzo de aquel período fue trasladado del hospital a una clínica privada muy lujosa.

Durante aquellos meses, Jonas pudo solicitar de un tribunal que retirasen a su hijo la alimentación intravenosa, pero Jeremy hubiera muerto de inanición y deshidratación, e incluso en estado comatoso se podía a veces experimentar dolores con una muerte tan cruel, dependiendo de lo profundo que fuera el coma. Jonas no estaba preparado para provocarle aquel dolor. Más secretamente, a un nivel tan profundo que ni siquiera él lo comprendió hasta bastante después, le dominaba la noción egoísta de que aún podía obtener de su hijo —suponiendo que el muchacho despertase— una explicación sobre su conducta psicópata, explicación que les había sido negada a los otros investigadores en la historia de la Humanidad. Tal vez pensara que poseía más intuición por la singular experiencia que había vivido con la locura de su padre primero y con la de su hijo después, quedando huérfano y traumatizado por el primero y viudo por el segundo. De cualquier manera, pagaba las facturas de la clínica privada y cada tarde del domingo se sentaba junto a la cama de su hijo para mirar fijamente aquel rostro pálido y plácido en el que podía ver tanto de sí mismo.

Diez meses después, Jeremy recuperó la conciencia. El daño cerebral le había dejado afásico, sin capacidad para hablar o leer. No recordaba su nombre ni sabía por qué le habían llevado allí. Al mirarse al espejo reaccionaba como si viera la cara de un extraño y no reconocía a su padre. Cuando la Policía acudió a interrogarle, no dio muestras de culpa ni de comprensión. Había despertado como un estólido, con la capacidad intelectual severamente reducida, la atención fácilmente desviada y confundida.

Mediante gestos, se quejaba vigorosamente de un grave dolor en los ojos y de sensibilidad a la luz intensa. Un reconocimiento oftalmológico reveló una curiosa y en verdad inexplicable degeneración de los iris. La membrana contráctil parecía haber sido parcialmente destruida y el esfínter pupilar —el músculo que produce la contracción del iris para que se cierre la pupila y entre menos luz en el ojo— estaba casi atrofiado. Además, el dilatador pupilar se había encogido, dejando el iris totalmente abierto. Y la conexión entre el músculo dilatador y el nervio motor ocular era nula y dejaba al ojo prácticamente sin capacidad para reducir la entrada de luz. Aquel estado carecía de precedentes y era degenerativo por naturaleza, lo que hacía imposible una corrección quirúrgica. El muchacho fue provisto de unas gafas negras totalmente herméticas, pero aun así, prefería pasar las horas diurnas en habitaciones cerradas, con persianas metálicas y recias cortinas que impidieran el paso de la luz por las ventanas.

Sorprendentemente, Jeremy se convirtió en el favorito del personal de rehabilitación del hospital donde fue trasladado a los pocos días de despertar en la clínica privada. Todos se sentían inclinados a sentir pena por él a causa de su dolencia en los ojos y por ser un muchacho muy guapo que había caído en aquella situación lamentable. Además, ahora tenía el dulce temperamento de un niño tímido a consecuencia de su bajo CI, y no daba ninguna muestra de su anterior arrogancia, frío egoísmo y provocadora hostilidad.

Durante más de cuatro meses estuvo paseando por los pasillos, ayudaba a las enfermeras en tareas simples y se esforzaba, con escasos resultados, en los ejercicios de terapia vocal. Por la noche, miraba fijamente las ventanas durante horas seguidas, comía lo suficientemente bien para cubrir de carne sus huesos y se ejercitaba en el gimnasio al atardecer, con casi todas las luces apagadas. Su devastado cuerpo empezó a recuperarse y su cabello seco y pajizo recobró el brillo.

Hacía ya casi diez meses, cuando Jonas empezaba a preguntarse dónde podría llevar a Jeremy cuando ya no fuera capaz de sacar provecho de la terapia física y ocupacional, el muchacho desapareció. Aunque nunca había mostrado inclinación a vagar más allá de los terrenos del hospital de rehabilitación, una noche salió de paseo y no volvió más.

Jonas dio por sentado que la Policía le localizaría pronto, pero a ellos sólo les interesaba como persona desaparecida, no como presunto asesino. Si hubiera recuperado todas sus facultades, le habrían considerado una amenaza y un fugitivo de la justicia; pero su continua y al parecer permanente incapacidad mental le confería una especie de inmunidad. Jeremy ya no era la misma persona que había sido cuando se cometieron los crímenes. Ningún jurado le hubiera declarado culpable con la capacidad intelectual disminuida, su dislalia y su personalidad, seductoramente simple.

Una investigación sobre personas desaparecidas no era una investigación en serio. La Policía tenía que dirigir los medios humanos de que disponía contra los delitos graves e inmediatos. Los policías opinaron que el muchacho probablemente se había extraviado paseando y había caído en manos de gente mala que lo había explotado hasta su muerte, pero Jonas sabía que su hijo estaba vivo. Y en su corazón sabía que lo que andaba suelto por el mundo no era un imbécil sonriente sino un joven astuto, peligroso y gravemente enfermo. Todos habían sido engañados.

No podía probar que Jeremy estuviera simulando su retardo mental, pero en lo más profundo de su ser sabía que se había dejado engañar a sí mismo. Había aceptado al nuevo Jeremy porque sabía que, cuando llegara el momento, no iba a poder soportar la angustia de enfrentarse a un Jeremy que había matado a Marion y a Stephanie. La prueba más contundente de su complicidad en el fraude de Jeremy era el hecho de no haber requerido un CAT scanner para establecer la naturaleza del daño cerebral. En aquel tiempo se dijo a sí mismo que el hecho del daño era lo único que importaba y no su exacta etiología. Era una reacción incomprensible en un médico, pero no en un padre que no deseaba enfrentarse con el monstruo que su hijo llevaba dentro. Y ahora el monstruo estaba en libertad. No tenía pruebas de ello pero lo sabía. Jeremy andaba suelto por cualquier parte. El viejo Jeremy.

Durante diez meses, había buscado a su hijo, por medio de tres agencias de detectives, pues compartía la responsabilidad moral, aunque no legal, de los crímenes que el muchacho cometiera. Las dos primeras agencias no habían sacado nada en limpio, y habían llegado a la conclusión de que su incapacidad para encontrar una pista significaba que no existía pista alguna. Le informaron de que el muchacho probablemente habría muerto. La tercera agencia era de un hombre sólo: Morton Redlow. Aunque no era tan pretenciosa como las agencias de postín, Redlow poseía la determinación de un perro rastreador, lo cual hizo creer a Jonas que obtendría algún progreso. Y la semana antes, Redlow le había dado a entender que tenía una pista y que le daría cuenta de ello hacia el fin de semana. Desde entonces no había vuelto a saber más del detective, que tampoco respondía a los mensajes telefónicos que le dejaba en el contestador automático.

Jonas dejó a un lado el ordenador y el escrito de la conferencia que no lograba sacar adelante, y descolgó el teléfono para volver a llamar al detective. Respondió el contestador automático, pero no pudo dejar su nombre y número porque la cinta grabadora de Redlow ya estaba saturada de mensajes y la línea se cortó.

Jonas tuvo un mal presentimiento en relación con el detective. Colgó el auricular, se levantó de la mesa y se acercó a la ventana. Tenía la moral tan baja que dudaba poder animarse con algo tan simple como contemplar unas magníficas vistas, pero quería intentarlo. Cada nuevo día sentía más miedo que el anterior y necesitaba toda la ayuda que podía obtener sólo para poder dormir y levantarse por las mañanas. Los reflejos del sol de la mañana se rizaban en filamentos de plata sobre las olas rompientes, como si el mar fuera una gigantesca pieza de tela arrugada, azul y gris, entretejida con fibras metálicas.

Quiso pensar que Redlow sólo se había retrasado unos días en darle su informe, menos de una semana, y que no había motivos para inquietarse. El hecho de que el contestador automático no devolviera los mensajes grabados, sólo podía significar que el detective estaba enfermo o atravesaba alguna crisis personal. Pero lo sabía. Redlow había encontrado a Jeremy y, a pesar de las advertencias de Jonas, había subestimado al muchacho. Un yate con velas blancas navegaba hacia el Sur en paralelo a la costa. Unas grandes aves marinas albas planeaban en el cielo como cometas, siguiendo al barco, y se tiraban al mar en picado, sin duda atrapando un pez en cada zambullida. Las aves, gráciles y libres, ofrecían una imagen hermosa, aunque, naturalmente, no para su presa. No para el pez.

Lindsey entró en su estudio, situado entre el dormitorio del matrimonio y la habitación contigua a la de Regina. Cogió la banqueta, que estaba junto al caballete, la puso ante el tablero de dibujo, abrió su libreta de bocetos y empezó a trazar el próximo cuadro. Sabía lo importante que era la concentración en su trabajo, no sólo porque la creación artística podía tranquilizar su alma, igual que su contemplación, sino porque entregarse a una rutina diaria constituía la única forma de intentar olvidar las irracionales fuerzas que parecían estar arrollando sus vidas como una marea creciente. Realmente nada había de malo —¿o sí?— en que ella siguiera pintando, tomando su habitual café solo, haciendo tres comidas al día, lavando los platos cuando había que lavarlos, cepillándose los dientes por la noche, duchándose y aplicándose el desodorante por la mañana. ¿Cómo era posible que una criatura homicida del Más Allá se posesionara de una vida metódica? A buen seguro que los demonios, los espectros, los duendes y los monstruos carecían de poder sobre quienes vivían debidamente arreglados, desodorizados, fluorizados, vestidos alimentados, ocupados y motivados. Eso era lo que quería creer ella. Pero cuando trató de dibujar le fue imposible reprimir el temblor de sus manos.

Honell estaba muerto. Cooper estaba muerto.

Se quedó mirando la ventana, esperando ver que la araña había vuelto. Pero allí no se afanaba ninguna forma negra ni la blonda de una telaraña nueva. Sólo el cristal y, más allá, las copas de los árboles y el cielo. Al cabo de un rato entró Hatch. La abrazó por detrás y la besó en la mejilla. Pero venía de un talante más solemne que romántico. Traía una de las Browning en la mano y la puso encima del mueble auxiliar.

—Si sales de la habitación, lleva esto contigo. No vendrá por aquí durante el día, lo sé. Lo presiento. ¡Por Dios!, como si fuera un vampiro o algo así. Pero no estorba tomar precauciones, especialmente cuando estés sola.

Ella vaciló un momento:

—De acuerdo —acabó diciendo.

—Voy a salir un rato. A comprar algo.

—¿El qué? —Se revolvió en la banqueta para mirarle más directamente.

—No tenemos bastante munición para las armas.

—Las dos tienen los cargadores llenos.

—Además, quiero comprar una escopeta.

—¡Hatch! Aunque venga, y probablemente no vendrá, esto no va a ser una guerra. Si un hombre irrumpe en la casa, bastará con un tiro o dos, no será una batalla campal.

De pie junto a ella, él habló con el rostro pétreo e inflexible.

—Una escopeta adecuada es la mejor arma defensiva de una casa. No se necesita ser un buen tirador. Los perdigones dan siempre en el blanco. Sé la clase de escopeta que necesito. De cañón corto, con empuñadura de pistola…

Ella le puso la mano en el pecho, en un gesto de «alto».

—Me estás metiendo el miedo en el cuerpo.

—Bueno, si estás asustada, razón de más para que estemos alerta y sin confiarnos.

—Si verdaderamente piensas que hay algún peligro, no deberíamos tener aquí a Regina.

—No podemos devolverla a St. Thomas —replicó él en el acto, como si ya hubiera pensado en ello.

—Sólo hasta que esto se resuelva.

—No. —Negó con la cabeza—. Regina es muy sensible, ya lo sabes, demasiado frágil, demasiado inteligente, e interpretaría todo esto como un rechazo. Puede que no fuéramos capaces de hacérselo entender… y quizá después no nos concediera una segunda oportunidad.

—Estoy segura de que ella…

—Además, tendríamos que dar alguna explicación en el orfanato. Si urdiéramos algún embuste…, no sé cuál, se darían cuenta de que les estábamos engañando. Y se preguntarían por qué. No tardarían en empezar a arrepentirse de habernos dado su aprobación. Y si les dijéramos la verdad y les habláramos de visiones y de lazos telepáticos con locos asesinos, nos descartarían como a un par de chiflados y no nos la devolverían más.

Él lo había pensado a conciencia y Lindsey sabía que lo que decía era cierto.

—Estaré de regreso dentro de una hora. Dos como máximo —dijo, besándola ligeramente.

Miró un rato el arma cuando Hatch se marchó. Luego, se volvió airadamente, cogió el lápiz y arrancó una hoja del bloc de dibujo. La nueva página era blanca. Blanca y sin estrenar. Así la dejó. Mordiéndose nerviosamente el labio, miró la ventana. No había ninguna telaraña. Ni araña. Sólo estaba el cristal. Y las copas de los árboles y el cielo azul como trasfondo. Hasta ahora no se había dado cuenta de que un prístino cielo azul podía ser ominoso.

Los dos tragaluces ocultos del desván del garaje servían de ventilación. El techo voladizo y las recias cortinas no permitían mucha penetración solar, pero con las vagas corrientes de aire fresco matutino entraba algo de luz. A Vassago no le molestaba aquella luz, porque su lecho estaba formado con pilas de cajas y muebles que le impedían ver directamente los tragaluces. El aire olía a madera seca, a tablero añoso. Le costaba conciliar el sueño y trató de relajarse imaginando qué buen fuego podría hacer con el contenido del desván del garaje. Su rica imaginación le hacía fácil visionar las flamígeras lenguas, las espirales de color naranja y amarillo, y las secas detonaciones de las burbujas de savia que explotaban en las vigas ardiendo. Los tableros, el papel de embalaje y los escritos guardados allí de recuerdo desaparecían en medio de silenciosas cortinas de humo que se elevaban al cielo, entre un crepitar de papeles semejante a los fanáticos aplausos de millones de espectadores en un teatro oscuro y distante. Aunque la conflagración sólo existía en su mente, se vio forzado a cerrar los ojos por la luz fantasmal.

Sin embargo, la fantasía del fuego no le satisfacía; tal vez porque el desván sólo contenía cosas combustibles, simples objetos sin vida. ¿Qué había en eso de divertido? Dieciocho personas habían perecido quemadas —o pisoteadas— en la Casa de las Sorpresas la noche que murió Tod Ledderbeck en la caverna del Miriópodo. Aquello sí que había sido un incendio. Había escapado a toda sospecha sobre la muerte del piloto de cohetes y el desastre de la Casa de las Sorpresas, pero las repercusiones que tuvo su noche de juegos le asombraron. Las muertes del «Mundo de la Fantasía» ocuparon la cabecera de las noticias al menos durante dos semanas y fueron el principal tópico de conversación en toda la escuela quizás a lo largo de un mes. El parque de atracciones cerró temporalmente, volvió a abrir con poco éxito, cerró de nuevo por obras de restauración, abrió otra vez para continuar con escasa clientela y, dos años más tarde, acabó sucumbiendo a causa de la mala publicidad y de un enredo de litigios judiciales. Miles de personas se quedaron sin trabajo. Y la señora Ledderbeck padeció una crisis nerviosa, que Jeremy sospechó que era fingida, simulando haber querido realmente a Tod, con la misma asquerosa hipocresía que él detectaba en todo el mundo.

Pero lo que asombró a Jeremy fueron otras repercusiones personales. En el amanecer de la larga noche de vigilia que siguió a sus aventuras en el «Mundo de la Fantasía», se dio cuenta de que había estado fuera de sí mismo. No cuando había matado a Tod. Sabía que aquello lo había hecho justamente bien, como un Maestro del Juego que demostraba su habilidad. Pero desde que empujó a Tod fuera del Miriópodo, se había emborrachado de poder y había vagado por el parque en un estado anímico similar al de después de beberse una docena o dos de botellas. Se sintió trompa, ajumado, borracho, totalmente exhausto, sucio, ebrio de poder, debido a que se había arrogado el papel de la Muerte y era temido por todos los hombres. La experiencia no era sólo embriagadora, era como una drogadicción. Deseaba repetirla al día siguiente, y al otro, y todos los días restantes de su vida. Quería quemar a alguien otra vez y saber qué se sentía quitando una vida con una hoja afilada, con una pistola, con un martillo, con las propias manos. Aquella noche vivió una prematura pubertad, tuvo una erección con la fantasía de la muerte y un orgasmo con la contemplación de los asesinatos aún no cometidos. Asombrado por el primer espasmo sexual que salió de él, acabó finalmente comprendiendo, hacia el alba, que un Maestro del Juego no sólo debía ser capaz de matar sin sentir miedo, sino que debía controlar el poderoso deseo de seguir matando que se genera cuando se mata una vez.

Salir impune de un asesinato demostraba su superioridad sobre los otros jugadores, pero no seguiría escapando impune si perdía el control, si perdía los estribos, como uno de aquellos tipos que se veían en las noticias abriendo fuego con un arma semiautomática contra una multitud de gente en un centro comercial. Ése no era un Maestro, era un necio y un perdedor. Un Maestro debe tardar en decidir, escoger sus objetivos con gran cuidado y eliminarlos con estilo.

Ahora, tumbado en el desván del garaje sobre un montón de paños de tela doblados, pensó que un Maestro debía ser como una araña. Elige su territorio de caza. Teje su tela. Se instala, dobla sus largas patas y se limita a hacer algo insignificante: esperar. Muchas arañas compartían el desván con él. A pesar de las tinieblas, las arañas eran visibles a sus ojos, extremadamente sensitivos. Algunas eran admirablemente industriosas. Otras estaban vivas pero tan astutamente inmóviles como si estuvieran muertas. Vassago tenía una afinidad con ellas, sus pequeñas hermanas.

La armería era como una fortaleza. Junto a la puerta principal había un cartel que anunciaba que el edificio estaba protegido por silenciosas alarmas multisistema y, también, durante la noche, por perros amaestrados contra la delincuencia. En las ventanas había barrotes de acero. Hatch se percató de que la puerta tenía por lo menos siete centímetros de espesor. Era de madera pero probablemente por dentro era de acero y sus tres bisagras interiores parecían haber sido diseñadas para una batisfera capaz de resistir miles de toneladas de presión en las profundidades marinas. Aunque muchos artículos relacionados con las armas estaban depositados en las estanterías, los rifles, escopetas y armas cortas aparecían dentro de unas vitrinas cerradas o sujetos con cadenas a sus soportes de la pared. Cerca del techo, en los cuatro rincones de la larga habitación principal de la armería, había instaladas unas cámaras de vídeo, protegidas por unas recias láminas de cristal blindado. La tienda contaba con mejores medidas de seguridad que un Banco y Hatch se preguntó si vivirían tiempos en que las armas tenían más atractivo para los ladrones que el mismo dinero.

Los cuatro dependientes eran hombres afables que se trataban cordialmente entre ellos y atendían también con amabilidad a los clientes. Llevaban unas camisas con el dobladillo recto y con el faldón fuera de los pantalones. Tal vez lo hicieran por comodidad, o tal vez llevaran debajo de la camisa una pistola metida en su funda y pegada a la cintura. Hatch compró una escopeta automática Mossberg, de cañón corto, con empuñadura tipo pistola, del calibre 12.

—Es el arma perfecta para la defensa del hogar —le explicó el dependiente—. Con esto no necesita usted ya nada más.

Hatch supuso que debía estar agradecido por vivir en unos tiempos en que el Gobierno prometía proteger y defender a sus ciudadanos de amenazas tan pequeñas incluso como el radón en el sótano y las consecuencias ambientales de la extinción del mosquito de un solo ojo y cola azul. En una era menos civilizada —digamos a principios de siglo—, hubiera necesitado sin duda un arsenal de cientos de armas, una tonelada de explosivos, y salir a abrir la puerta con un chaleco antibalas. Llegó a la conclusión de que la ironía era una amarga forma de humor no de su gusto. Al menos con el talante que tenía. Cumplió los requisitos federales y rellenó los impresos locales, pagó con una tarjeta de crédito y salió de allí con la Mossberg, un equipo de limpieza y cajas de munición para las Browning y para la escopeta. La puerta de la tienda se cerró tras él, cayendo desde arriba con un golpe seco, como si saliera de una cámara acorazada.

Introdujo sus compras en el maletero del Mitsubishi, se puso al volante, encendió el motor… y su mano se paralizó empuñando el cambio de marchas. Por el parabrisas vio que el suelo del aparcamiento se había esfumado y la armería había desaparecido de allí. Como si un poderoso brujo hubiese lanzado un hechizo, el soleado día se había desvanecido y se encontraba en un largo y extraño túnel iluminado. Miró por las ventanillas y se volvió para observar lo que había detrás, pero estaba envuelto por aquella ilusión, alucinación, o como diablos se llamase, con la misma realidad con que antes le rodeaba el aparcamiento.

Miró al frente y se vio ante un largo terraplén en cuyo centro se dibujaba una angosta vía férrea de carril estrecho. El coche empezó de repente a moverse como si fuera un tren escalando aquella colina. Hatch pisó a fondo el pedal del freno sin resultado. Cerró los ojos y contó hasta diez, oyendo aporrear cada vez más fuerte a su corazón y tratando en vano de relajarse. Cuando volvió a abrirlos, el túnel continuaba allí. Cerró la llave de contacto y oyó que el motor se paraba pero el coche siguió moviéndose.

El silencio que sobrevino al cesar el ruido del motor en seguida fue sustituido por otro: cláqueti-clac, cláqueti-clac, cláqueti-clac, cláqueti-clac.

A la izquierda oyó un grito inhumano y, con el rabillo del ojo, vislumbró un movimiento amenazador. Alargó la cabeza hacia allí y descubrió con asombro una figura muy extraña la de un gasterópodo blanco del tamaño de un hombre. Se erguía delante de él y le gritaba con una boca redonda llena de dientes, que rechinaban como las afiladas palas de una trituradora de desperdicios. A la derecha, desde un nicho en la pared, gritaban otras bestias idénticas precedidas de otras muchas y más allá de ellas había otras formas monstruosas que farfullaban, ululaban, gruñían y proferían alaridos cuando pasaba por delante de ellas. A pesar de su desorientación y su terror, comprendía que los grotescos seres que había en las paredes del túnel eran criaturas mecánicas, no reales. Y cuando se convenció de ello, acabó reconociendo el familiar sonido. Cláqueti-clac, cláqueti-clac. Estaba en una montaña rusa interior que era su coche, que aminoraba la velocidad mientras se dirigía al punto más alto, con un pronunciado descenso después.

No trató de convencerse a sí mismo de que aquello era imposible, ni intentó despertar del sueño y volver a la realidad. Le daba lo mismo. Comprendía que no necesitaba creer en aquella experiencia para impedir que continuara. Creyera en ella o no, iba a proseguir, así que lo mejor sería apretar los dientes y pasar por ella. Que le diera lo mismo no quería decir, sin embargo, que no le aterrorizase. Estaba muerto de miedo. Por un instante, pensó en abrir la puerta del coche y apearse, considerando que tal vez aquello rompiera el hechizo. Pero no lo intentó por miedo a que cuando bajara del coche no se hallase en el aparcamiento de delante de la armería, sino dentro del túnel, y a que el coche continuase subiendo la colina sin él. Perder contacto con el pequeño Mitsubishi rojo podía ser como dar un portazo a la realidad, entregarse para siempre a aquella visión, sin camino de ida ni de retorno.

El coche pasó por delante del último monstruo y alcanzó la cresta de la vía inclinada. Cruzó un par de puertas oscilantes y se sumió en la oscuridad. Las puertas se cerraron cayendo tras él. El coche avanzó lentamente. Adelante. Adelante. De repente, descendió como si cayera en un pozo sin fondo. Hatch lanzó un grito y con el grito se desvanecieron las tinieblas. El radiante día de primavera hizo su gratificante reaparición. El aparcamiento, la armería.

Le dolían las manos de asir con tanta fuerza el volante.

Vassago pasó aquella mañana más tiempo despierto que dormido, pero cuando dormitaba se veía de nuevo en el Miriópodo, en aquella noche de gloria. Durante los días y semanas que siguieron a las muertes del «Mundo de la Fantasía», se demostró a sí mismo ser, sin ninguna duda, un Maestro en controlar férreamente sus compulsivos deseos de matar. El mero recuerdo de haber matado bastaba para liberarle de la presión periódica que surgía en su interior. Había rememorado cientos de veces los apasionados detalles de cada muerte, sofocando así temporalmente su sed de matar. Y la convicción de que mataría otra vez, en cuanto pudiera hacerlo sin levantar sospechas, aquietaba también sus deseos.

Había estado dos años sin matar a nadie más. Luego, cuando tenía catorce años, ahogó a un muchacho en un campamento de verano. El muchacho era más pequeño y débil que él, pero le ofreció una buena resistencia. Le encontraron flotando boca abajo en el estanque y su muerte acaparó los comentarios del campamento en lo que restaba de mes. El agua podía ser tan emocionante como el fuego.

Cuando cumplió los dieciséis años y obtuvo el permiso de conducir, se cargó a dos autostopistas, uno en octubre y el otro un par de días antes de la fiesta de Acción de Gracias. El tipo que había liquidado en noviembre era un estudiante que volvía a casa de vacaciones. Pero el otro era muy distinto; era un depredador convencido de que había topado con un escolar necio e ingenuo capaz de proporcionarle la emoción que buscaba. Jeremy se valió del cuchillo en los dos casos.

A los diecisiete años, descubrió el satanismo y le sorprendió descubrir que su filosofía secreta había sido codificada y aceptada por otros cultos clandestinos. ¡Oh!, existían formas relativamente benignas, que propagaban tipejos sin entrañas sólo como pretexto para jugar a la maldad, como excusa para el hedonismo. Pero también existían los creyentes auténticos, que se entregaban a la verdad de que Dios había fracasado al crear al hombre a imagen y semejanza Suya. Creían que el grueso de la Humanidad era igual que un rebaño, que el egoísmo era admirable, que el placer era la única meta que merecía la pena y que el mayor de los placeres era el brutal ejercicio del poder sobre los demás.

Según aseguraba un libro publicado clandestinamente, la mayor expresión del poder consistía en destruir a quienes nos habían engendrado, rompiendo con ello los lazos del «amor» de la familia. Decía el libro que se debía rechazar, tan violentamente como fuera posible, la hipocresía de las reglas, las leyes y los sentimientos nobles con que los otros hombres aparentaban vivir. Convencerse de aquel consejo fue lo que le proporcionó un lugar en el Infierno, de donde su padre le sacó por la fuerza. Pero pronto volvería a encontrarse allí. Unas pocas muertes más, dos en particular, le granjearían la repatriación al mundo de las tinieblas y los condenados.

El desván se iba calentando a medida que avanzaba el día. Algunas moscas robustas zumbaban de un lado a otro por el sombrío escondite y no faltaban las que quedaban atrapadas para siempre en las seductoras pero pegajosas telarañas que cubrían los huecos entre las vigas. Entonces actuaban las arañas. Dentro de aquel espacio caliente y cerrado, el duermevela de Vassago se transformó en un sueño más profundo, de ensoñaciones más intensas. Fuego y agua, cuchillo y bala.

En cuclillas delante de una esquina del garaje, Hatch introdujo la mano entre dos azaleas y abrió la tapa de la caja que regulaba el alumbrado exterior. Ajustó el temporizador con la intención de evitar que las luces que alumbraban el sendero y los arbustos se apagaran a media noche. Ahora permanecerían encendidas constantemente hasta que saliera el sol.

Cerró la tapa, se incorporó y extendió la vista por la calle tranquila y cuidada. Todo era armonía. Cada casa tenía un tejado de sombreadas tejas de color alquitrán, arena y melocotón, no tan severas como las tejas de color rojo anaranjado de muchas casas más antiguas de California. Las paredes estucadas eran de color crema o de un color de la gama de los tonos pasteles coordinados que especificaban los «Convenios, Convenciones y Restricciones» que se adjuntaban con la concesión de las escrituras e hipotecas. El césped de los jardines estaba verde y recién cortado, los macizos de flores, bien atendidos y las calles, primorosamente cuidadas. Resultaba difícil creer que una incomprensible violencia pudiera llegar alguna vez del mundo exterior a aquella ordenada y próspera comunidad, e inconcebible para que algún ser sobrenatural anduviera al acecho por aquellas calles. Era tan sólida la normalidad del barrio, que parecía rodeada de murallas de piedra coronadas con almenas.

Pensó, no por primera vez, que Lindsey y Regina podrían vivir perfectamente seguras allí, de no haber sido por él. Si la locura había invadido aquella fortaleza de normalidad, había sido él quien había abierto las puertas para que entrase. Tal vez estuviera loco él; tal vez sus extrañas experiencias no fueran más que visiones de psicópata, meras alucinaciones de una mente insana. Él apostaría todo lo que poseía a que estaba cuerdo, aunque no desechaba la endeble posibilidad de perder la apuesta. En cualquier caso, estuviera loco o no él había sido el hilo conductor de la violencia que podía caer sobre ellas. Tal vez fuese mejor que se alejaran de allí mientras aquello durase, que pusieran alguna distancia entre ellas y él hasta que aquel disparatado asunto se aclarase. Enviarlas lejos parecía lo más prudente y responsable, pero una débil voz, muy dentro de él, se oponía a aquella solución. Tenía el terrible presentimiento —¿o era más que eso?— de que el asesino no vendría a por él, sino en busca de Lindsey y Regina. Si ellas se fueran solas a alguna otra parte, aquel monstruo homicida las seguiría, mientras Hatch esperaba un enfrentamiento que no se produciría nunca. De acuerdo, tendrían que permanecer juntos. Igual que una familia. O triunfaban o se hundían todos.

Antes de ir a recoger a Regina al colegio, rodeó lentamente la casa buscando algún fallo en sus defensas. Lo único que encontró fue una ventana sin cerrar con llave en la parte posterior del garaje. El pestillo llevaba bastante tiempo suelto y quería arreglarlo desde hacía tiempo. Sacó algunas herramientas del armario del garaje y trabajó en el mecanismo hasta que la lengüeta encajó perfectamente. Como había dicho a Lindsey, no creía que el hombre de sus visiones viniera aquella noche, probablemente ni aquella semana, tal vez ni durante un mes o más, pero acabaría viniendo. Aunque el indeseado visitante se retrasara días o semanas, no sería malo encontrarse preparados.

Vassago se despertó. Sin necesidad de abrir los ojos, sabía que la noche se aproximaba. Notaba cómo el sol opresivo rodeaba el mundo y descendía por los confines del horizonte. Cuando abrió completamente los ojos, los últimos resplandores difusos que entraban por los tragaluces del desván confirmaban que las aguas de la noche estaban subiendo.

Hatch descubrió que no resultaba fácil ordenar una vida doméstica normal mientras se esperaba ser atacado por una terrible y tal vez sangrienta visión tan poderosa que sería capaz de anular la realidad. Era duro sentarse en el confortable comedor, sonreír, gozar de la pasta y del queso parmesano, y hacer bromas sobre la luz y sobre las risitas de la muchacha de los solemnes ojos grises… mientras pensaba en la escopeta cargada que tenía escondida en el rincón, tras el biombo de Coromandel, o en la pistola que había puesto sobre el frigorífico de la cocina, fuera de la vista de la niña.

Se preguntaba cómo entraría en la casa el hombre de negro. Seguro que lo haría por la noche. Sólo actuaba de noche. No tenían que preocuparse de que fuera al colegio en busca de Regina. ¿Pero tendría la osadía de tocar el timbre o llamar astutamente a la puerta antes de que se hubieran acostado, con la esperanza de cogerlos por sorpresa, a una hora temprana en que pudieran suponer que se trataba de algún vecino? ¿O esperaría a que estuvieran durmiendo, con las luces apagadas, y trataría de colarse por algún hueco para pillarles desprevenidos?

A Hatch le hubiera gustado tener un sistema de alarma, como tenían en la tienda. Cuando vendieron la casa anterior y se mudaron a la nueva tras la muerte de Jimmy, debieron avisar en el acto a la empresa de seguridad, pues todas las habitaciones estaban adornadas con valiosas piezas antiguas. Pero, durante el largo tiempo transcurrido desde que perdieron a Jimmy, les había importado muy poco que les quitaran algo o todo lo que les quedaba.

Durante la cena, Lindsey derrochó energías. Se comió un montón de pasta rigatoni, simulando tener apetito, cosa que Hatch no podía hacer, y llenó los frecuentes silencios con comentarios que sonaban naturales, haciendo cuando podía mantener la sensación de una hogareña noche normal.

Sin embargo, Regina era muy observadora y se dio cuenta de que algo iba mal. Aunque estaba bastante acostumbrada a soportarlo casi todo, se sintió también contagiada por una desconfianza, aparentemente crónica, que podía conducirla a interpretar aquello como descontento de ella por parte de los Harrison.

Hatch y Lindsey habían hablado con anterioridad de lo que podían contarle o no a la muchacha, para no alarmarla más de lo necesario. La decisión resultó: no decirle nada. La niña sólo llevaba dos días con ellos y no los conocía lo suficiente para agobiarla con aquel disparatado asunto. Si se enteraba de las pesadillas de Hatch, de sus alucinaciones estando despierto, de la revista chamuscada por el fuego, de los asesinatos, de todo absolutamente, acabaría creyendo que la habían puesto en manos de un par de lunáticos. Además, tampoco había ninguna necesidad de advertir a la niña en aquellos momentos. Ellos cuidarían de ella como habían jurado hacer.

Hatch encontraba difícil creer que, sólo tres días antes el problema de sus reiteradas pesadillas no le había parecido bastante importante para demorar la adopción en su fase de prueba. Pero tres días antes no habían muerto Honell y Cooper, y las fuerzas sobrenaturales parecían más bien un material apropiado para las películas sensacionalistas e historias del National Enquirer.

A mitad de la cena, oyó un ruido en la cocina. Algo parecido a un golpecito seco y unos arañazos. Lindsey y Regina estaban enzarzadas en una intensa conversación acerca de si Nancy Drew, la mujer detective de numerosas novelas, era una vieja estúpida —como sostenía Regina—, o se trataba de una astuta e inteligente mujer para su época, que había pasado de moda bajo el punto de vista actual. O estaban demasiado enfrascadas en su discusión para oír el ruido de la cocina…, o no había habido tal ruido y todo eran figuraciones de Hatch.

—Disculpadme —dijo, levantándose de la mesa—, en seguida vuelvo.

Empujó la puerta oscilante de la cocina y miró con suspicacia la habitación. El único movimiento que se veía en la enorme y solitaria cocina era una tenue cinta humeante, todavía sin desenredar, que se escapaba por la rendija de la tapadera inclinada y una olla de salsa de espaguetis calientes puesta sobre una placa de cerámica en el mostrador de al lado del fogón.

Algo golpeó de manera suave en el cuarto de plancha en forma de L que daba a la cocina. Hatch podía ver parte de la habitación desde donde estaba, pero no toda entera. Cruzó en silencio la cocina y la arcada, cogiendo al pasar la Browning de 9 mm que estaba sobre el frigorífico.

El pequeño cuartito también se hallaba desierto, pero se sintió seguro de no haber imaginado aquel segundo ruido. Permaneció de pie un momento, mirando con aturdimiento a su alrededor y sintiendo un hormigueo en la piel. Giró hacia el corto pasillo que conducía al vestíbulo de la puerta principal. Nada. Estaba solo. Entonces, ¿por qué le parecía sentir que alguien le estaba aplicando un cubito de hielo en la nuca?

Echó a andar cautelosamente por el pasillo y se acercó al ropero. La puerta estaba cerrada. Justo al otro lado del vestíbulo se encontraba el lavabo de señoras, cuya puerta también estaba cerrada. Se sintió atraído hacia el vestíbulo y su intuición le dijo que debía confiar en su corazonada y seguir adelante, pero no deseaba dejar puertas cerradas a su espalda. Abrió de golpe la puerta del lavabo de señoras y vio en el acto que allí no había nadie. Se sintió como un estúpido cuando entró con la pistola preparada delante de él, y apuntó únicamente a un par de prendas colgadas de sus perchas, como si fuera el protagonista de una película policíaca o algo así. Abrigaba la esperanza de que no fuera la secuencia final. A veces, cuando el argumento lo requería, acababan liquidando al bueno. Registró el lavabo de señoras, hallándolo también vacío, y continuó hacia el vestíbulo. Seguía experimentando aquel extraño presentimiento, aunque ahora no de modo tan intenso como antes. El vestíbulo estaba desierto. Miró hacia las escaleras, pero no había nadie en ellas. Inspeccionó el salón. Nadie. A través, de la arcada podía ver un pico de la mesa del comedor, desde un extremo del salón. Oía a Lindsey y Regina, que seguían hablando sobre Nancy Drew, pero no podía verlas. Pasó revista a la salita de estar, que también se encontraba al lado del vestíbulo, y al armario que había allí. Y al hueco vacío de debajo del escritorio.

Cuando regresó al vestíbulo, comprobó la puerta principal. Estaba cerrada con llave, como debía estar. Malos augurios. Si a aquellas alturas estaba ya tan nervioso, en nombre de Dios, ¿cómo estaría dentro de un día o una semana más? Lindsey iba a tener que descolgarle del techo diariamente para darle el café de la mañana.

Sin embargo, al desandar el camino que acababa de hacer por la casa, se detuvo en el lavabo de señoras para revisar las puertas correderas de cristal que daban al patio y al corral de atrás. Estaban cerradas con llave y tenían debidamente introducida la barra antirrobo en la guía del suelo. Examinó una vez más la cocina y comprobó ahora la puerta que daba al garaje, que no estaba cerrada con llave. Sintió otra vez como si las arañas caminaran por su cuero cabelludo.

Abrió con cuidado la puerta. El garaje estaba a oscuras. Palpó en busca del interruptor y encendió las luces. Varios tubos fluorescentes arrojaron raudales implacables de luz a lo largo y lo ancho de la habitación, eliminando prácticamente todas las sombras y sin descubrir nada fuera de lo normal. Traspasó el umbral y cerró con cuidado la puerta tras él. Echó a andar cautelosamente por el garaje, dejando las grandes puertas enrollables a su derecha y la zaga de los dos coches a su izquierda. La plaza del garaje que había en medio de los dos estaba vacía.

Las suelas de goma de sus Rockports no hacían ruido. Esperaba sorprender a alguien en cuclillas al otro lado de uno de los coches, pero nadie se escondía detrás de ellos. Llegó al extremo del garaje y, después de rebasar el Chevy, se tiró bruscamente al suelo y miró bajo el coche. Desde el suelo, por debajo del Mitsubishi, también podía ver toda la habitación. No se ocultaba nadie detrás de ningún vehículo y, por lo que él podía ver, considerando que las ruedas creaban ángulos muertos, nadie rodeaba los coches para ocultarse de él.

Se puso en pie y se dirigió hacia una pequeña puerta que había al final de la pared, que daba al patio de al lado y tenía un pestillo manual. Estaba echado, nadie podía haber entrado por allí. Se quedó parado en la parte trasera del garaje, mirando la puerta de la cocina. Registró solamente los dos armarios de guardar objetos, que tenían puertas altas y eran bastante grandes para ocultar a un hombre acurrucado. No había nadie en ninguno de ellos.

Revisó la cerradura de la ventana que había reparado aquel mismo día. Estaba segura y la lengüeta encajaba perfectamente en la caja, puesta en sentido vertical. De nuevo, se sintió ridículo, como un grandullón que imagina ser el héroe de una película y se entrega a un juego infantil. ¿Con qué rapidez habría reaccionado si hubiera habido alguien oculto en alguno de aquellos grandes armarios y se hubiera lanzado contra él al abrir la puerta? ¿O qué hubiera pasado si cuando se había echado al suelo para mirar por debajo del Chevy hubiera estado allí mismo el hombre de negro, frente a él, a pocos centímetros de distancia?

Se alegró de que nadie le diera la respuesta a aquellas enervantes preguntas. Pero, se sintió menos tonto al hacérselas, pues el hombre de negro podía haber estado allí.

Antes o después, aquel bastardo estaría allí. Hatch nunca se había sentido tan convencido de la inevitabilidad del enfrentamiento con él. Se llamara corazonada, premonición o si se prefiere, pavo de Navidad. Sabía perfectamente que podía fiarse de la vocecita que le advertía en su interior.

Cuando pasaba por delante del Mitsubishi, detectó lo que parecía una abolladura encima del capó y se detuvo, pensando que debía ser un truco de la luz sobre la sombra del cordel que pendía de la trampilla del desván, directamente encima del coche. Dio un manotazo al cordel pero la abolladura que se veía sobre el capó no se movió, como habría ocurrido de ser una sombra de la cuerda.

Apoyándose en la parrilla, superficial pero grande como la palma de su mano. Suspiró profundamente. Un coche todavía nuevo y ya tenía que llevarlo a reparar la carrocería. Enamórate de un coche nuevo de marca y, a la hora de sacarlo de la tienda viene un maldito imbécil, aparca al lado y lo abolla al abrir la puerta de golpe. No fallaba nunca. No se había fijado en la abolladura al volver de la armería por la tarde, ni cuando había ido al colegio a por Regina. Tal vez no fuera visible desde dentro del coche, desde detrás del volante; quizás hubiera que mirarla desde fuera y por el ángulo apropiado. Sin embargo, era lo bastante grande como para poder ser vista desde cualquier sitio.

Estaba tratando de imaginar cómo podía haberse producido —quizás alguien que pasaba por allí había dejado caer algo sobre el coche—, cuando vio que se trataba de la huella de un pie. Formaba una fina capa de polvo oscuro sobre la pintura roja y correspondía a la suela y el tacón de un zapato, probablemente no muy distinto a los que llevaba él. Alguien había estado de pie o había pasado por encima del capó del Mitsubishi.

Debió ocurrir delante del Colegio de St. Thomas, y debió ser algún niño que quería exhibirse delante de sus amigos. Adelantándose por temor al intenso tráfico, Hatch había llegado al colegio veinte minutos antes de que terminaran las clases y, en vez de esperar dentro del coche, había salido a dar un paseo para quemar sus energías nerviosas. Probablemente, algún desvergonzado mozalbete y sus compañeros del instituto adyacente —la huella era demasiado grande para pertenecer a un niño— habían salido a escondidas un poco antes de que sonara el timbre y habían hecho el mico mientras se alejaban corriendo del colegio, tal vez saltando encima de los coches, como si fueran fugitivos de una prisión con los perros pisándoles los talones…

—¿Hatch?

Roto el hilo de sus pensamientos, precisamente cuando parecía que le llevaban a alguna parte, se volvió hacia el lugar de donde venía la voz, como si no fuese un sonido familiar. Lindsey se encontraba de pie a la entrada, entre el garaje y la cocina. Primero se fijó en la pistola que sujetaba en la mano y luego le miró a los ojos.

—¿Qué ocurre?

—Creí oír algo.

—¿Y qué era?

—Nada. —Le había sobresaltado tanto, que se olvidó de la huella y de la abolladura del capó. La siguió hacia la cocina.

—Esta puerta estaba abierta y yo la había cerrado antes con llave.

—¡Oh! Regina se dejó olvidado en el coche uno de sus libros cuando vino del colegio y antes de cenar vino a buscarlo.

—Debiste asegurarte de que echara la llave.

—Es sólo la puerta del garaje —dijo Lindsey, encaminándose al comedor.

Él le puso una mano encima del hombro y la obligó a volverse.

—Es una posible entrada —objetó, tal vez con más nerviosismo del que justificaba un descuido tan leve.

—¿No están ya cerradas con llave las puertas del garaje?

—Sí, pero también debería estarlo ésta.

—Pero como entramos y salimos tantas veces de la cocina por esta puerta —tenían un segundo frigorífico en el garaje—, vale más no cerrarla con llave. Nunca la hemos cerrado.

—Pues a partir de ahora lo haremos —decidió él con firmeza.

Se miraron fijamente y ella le estudió con inquietud. Hatch comprendió que para ella él oscilaba por una línea entre las precauciones prudentes y una especie de silenciosa histeria, y que pisaba aquella línea algunas veces. Por otra parte, ella no tenía la disculpa que tenía Hatch con sus pesadillas y visiones. Quizás ese pensamiento cruzara la mente de Lindsey, porque asintió.

—Está bien, lo siento —dijo—. Tienes razón.

Él volvió a entrar en el garaje y apagó las luces. Cerró la puerta y echó la llave… aunque, realmente, no se sentía más seguro. Ella ya había empezado a andar otra vez hacia el comedor y volvió la cabeza para ver si la seguía, señalando la pistola que Hatch llevaba en la mano.

—¿Vas a presentarte con eso en la mesa?

Pensando que había sido un poco brusco con ella, sacudió la cabeza y la miró desorbitando los ojos y tratando de poner cara de Christopher Lloyd, y alegrar el momento:

—Creo que algunos de mis rigatoni están todavía vivos. No me gusta comerlos hasta después de muertos.

—Bueno, para ésos ya tienes escondida la escopeta tras el biombo de Coromandel —le recordó ella.

—¡Es cierto! —Hatch volvió a depositar la pistola sobre el frigorífico—. ¡Y si no basta con eso, los sacaré al paseo y los atropellaré con el coche!

Lindsey empujó la puerta batiente del comedor y Hatch entró tras ella.

—Se te está enfriando la cena —le dijo Regina.

Hatch le contestó con la cara de Christopher Lloyd.

—¡Entonces le pondremos jerseys y mitones!

Regina rió entre dientes. Hatch adoraba el modo que tenía de reírse entre dientes.

Cuando acabaron de recoger los platos de la cena, Regina se fue a su habitación a estudiar.

—Mañana tengo un examen de Historia muy difícil —dijo.

Lindsey subió a su estudio para intentar trabajar un poco. Al sentarse tras su mesa de dibujo, vio la otra Browning de 9 mm. Todavía estaba sobre el tablero del pequeño armario en que guardaba los útiles de pintar, donde Hatch la había dejado aquel mismo día. La miró torciendo el entrecejo. No es que desaprobara las armas en sí, sino que aquélla era más que una simple pistola. Era el símbolo de su impotencia ante el rostro de la amenaza amorfa que pendía sobre ellos. Mantener constantemente a mano un arma parecía la admisión de su desesperación y de la pérdida del dominio de su propio destino. La visión de una serpiente enroscada en el armario de sus utensilios le habría producido menos arrugas en el entrecejo. No quería que entrara Regina y viera aquello.

Tiró del primer cajón del armario y apartó algunas gomas de borrar y lápices para hacer un hueco al arma. La Browning apenas cabía en aquel reducido espacio. Cuando cerró el cajón, se sintió mejor. Durante la larga mañana y por la tarde, no había conseguido hacer nada. Había iniciado infructuosamente varios bocetos que no iban a ninguna parte y ni siquiera había podido preparar un lienzo.

Masonita, en realidad. Empleaba la Masonita como soporte, igual que la mayoría de los artistas, pero seguía considerando cada soporte como una tela, como si fuese la reencarnación de un artista venido de otra época que no pudiera pensar de otra forma. También empleaba pinturas acrílicas con preferencia a óleos. La Masonita no se deterioraba con el paso del tiempo como la tela y las pinturas acrílicas retenían los verdaderos colores mucho mejor que las que tenían por base el aceite.

Por supuesto, si hacía algo pronto, lo mismo daba que empleara acrílicos o excrementos de gato. En primer lugar, no podía llamarse artista si no se le ocurría una idea que la entusiasmara y una composición que hiciera justicia a esa idea. Cogió un grueso lápiz de carbón y se inclinó sobre el cuaderno de bocetos que estaba abierto sobre el tablero de dibujo, delante de ellas, tratando de encomendar la inspiración al lápiz para que volara nuevamente su punta perezosa.

Pero no había pasado un minuto, cuando su mirada se puso a flotar fuera del papel, cada vez más arriba, hasta clavarse en la ventana. Aquella noche no había nada interesante que la distrajera, no se movían grácilmente las copas de los árboles con la brisa, ni tampoco variaban los retazos de firmamento ceréleo. La noche al otro lado de los cristales carecía de rasgos distintivos. El negro telón de fondo transformaba en espejo el cristal de la ventana, en el que se estaba mirando por encima del tablero de dibujo. Como no era un verdadero espejo, las reflexiones de su rostro eran transparentes, fantasmales, como si estuviese muerta y hubiera venido a visitar el último sitio que había conocido en la tierra. Era un pensamiento perturbador, así que volvió su atención a la blanca hoja de bocetos que tenía delante, sobre la mesa de dibujo.

Cuando Lindsey y Regina subieron, Hatch recorrió la planta baja, de habitación en habitación, cerciorándose de que las puertas y ventanas hubiesen quedado bien cerradas. Ya había inspeccionado antes las cerraduras y hacerlo otra vez carecía de objeto. De todos modos, lo hizo.

Cuando llegó a las puertas batientes de cristal del cuarto trastero, encendió las luces del patio para reforzar la baja iluminación de las otras luces exteriores. El patio trasero quedó entonces iluminado en prácticamente toda su extensión aunque alguien podría haberse escondido entre los arbustos de la valla posterior. Observó desde la puerta, a la espera de que se agitasen las sombras del perímetro que rodeaba la finca.

Tal vez estuviera equivocado. A lo mejor el individuo no iba tras ellos. En tal caso, dentro de uno, dos o tres meses, Hatch estaría seguramente completamente loco por la tensión de tanta espera. Casi llegó a pensar que sería mejor que viniera ya y todo acabara de una vez. Se dirigió al rincón donde desayunaban e inspeccionó las ventanas. Seguían cerradas con pestillo.

Regina entró en su cuarto y se dispuso a hacer los deberes en la mesa rinconera. Depositó los libros a un lado del papel secante, las plumas y los rotuladores «Hi-Liter» al otro, y el cuaderno en el centro, todo dispuesto en forma ordenada.

Cuando lo tuvo todo preparado, empezó a preocuparse por los Harrison. Notaba que les pasaba algo. Bueno, que les pasara algo no quería decir que fueran ladrones, espías, enemigos, falsificadores, asesinos o caníbales comedores de niños. Durante un rato pensó como argumento para una novela el que esta niña, una neurótica total, era adoptada por un matrimonio caníbal devorador de niños, y en el sótano descubría un montón de huesos infantiles y un archivo de recetas culinarias en términos tales como LITTLE GIRL KABOR y SOPA DE NIÑA, con instrucciones como «INGREDIENTES: una niña tierna, sin salar; una cebolla picada; 450 gramos de zanahoria cortada en dados…». En la novela, la muchacha acudía a las autoridades, pero no la creerían porque todo el mundo sabía que era una fantasiosa que andaba siempre contando historias. Bueno, aquello era una ficción y esto era la vida real, y los Harrison parecían absolutamente felices comiendo pizza, pasta y hamburguesas.

Encendió la lámpara fluorescente del escritorio. Aunque ella no tenía problemas con los Harrison, era evidente que ellos sí los tenían, pues estaban en tensión y se esforzaban por ocultarlo. Quizá no pudieran hacer efectivos los pagos de la hipoteca y entonces el Banco les quitara la casa; tendrían que ir a vivir los tres a su habitación del orfanato. Tal vez hubieran descubierto que la señora Harrison tenía una hermana de la que no había oído hablar nunca, una perversa hermana gemela, como se descubre siempre en las películas. O a lo mejor debían dinero a la Mafia y no podían pagarlo y les iban a romper las piernas.

Regina sacó un diccionario de la estantería y lo puso sobre la mesa. Esperaba que si tenían algún problema grave fuera cosa de la Mafia, porque ella podría manejarlo bastante bien. Las piernas de los Harrison acabarían sanando y aprenderían una buena lección respecto a pedir cuartos prestados a los usureros. Mientras tanto, ella les cuidaría, asegurándose de que tomaban su medicina, tomándoles de vez en cuando la temperatura, llevándoles platos de helado con una galleta representando un animalito encima de cada plato e incluso vaciar sus orinales (¡qué vulgaridad!), llegado el caso. Ella sabía mucho de cuidar enfermos, pues lo había hecho varias veces a lo largo de los años. «Dios mío, si su gran problema soy yo, ¿podrías hacer el milagro de que el problema fuera cosa de la Mafia, para que ellos me conserven a su lado y seamos felices? A cambio del milagro, estaré dispuesta a que también a mí me rompan las piernas. Por lo menos a hablar con los tipos de la Mafia a ver qué dicen».

Cuando tuvo el escritorio totalmente preparado para hacer los deberes, Regina pensó que necesitaba ponerse una ropa más cómoda para estudiar. Al llegar a casa se había quitado el uniforme escolar-parroquial y se había puesto unos pantalones de pana grises y un suéter de algodón verde limón de manga larga. Pero se estudiaba mucho mejor con el pijama y el batín. Además, el aparato de la pierna le picaba en un par de sitios y quería quitárselo ya.

Cuando abrió la puerta corredera de espejo del armario, vio frente a ella a un hombre en cuclillas, vestido totalmente de negro y con unas gafas de sol puestas.

Según hacía todavía una ronda más por la planta baja, Hatch decidió ir apagando a su paso todas las lámparas y luces. Conservando encendidas las luces de fuera de la casa y apagadas las de dentro, sería lo más adecuado para detectar la presencia de un merodeador sin que éste le viera a él.

Terminó su ronda en el despacho, que estaba a oscuras y se había convertido en su puesto de guardia principal. Sentado tras el gran escritorio con las luces apagadas, podía ver el recibidor a través de las puertas dobles y vigilar el pie de la escalera de acceso a la planta de arriba. Si alguien intentaba entrar por una ventana del gabinete o por las puertaventanas que daban al jardín, le vería en el acto y si el intruso irrumpía en la casa por otra habitación, Hacth le cazaría cuando intentara subir las escaleras, ligeramente iluminadas por la luz del vestíbulo de arriba. No podía estar en todos los sitios al mismo tiempo y el gabinete parecía ser el punto más estratégico.

Depositó la escopeta y la pistola sobre el escritorio, bien a mano. Con las luces apagadas no podía verlas, pero podía cogerlas en un instante si sucediera algo. Practicó unas cuantas veces, mientras estaba sentado en su mecedora de cara al recibidor, volviéndose de pronto y echando alternativamente mano a la Browning, luego a la Mossberg del 12, a la Browning, a la Mossberg, y así sucesivamente. Debido quizás a que la adrenalina impulsaba las reacciones, su mano derecha, a ciegas, llegaba cada vez con más precisión a la empuñadura de la Browning o a la caja de la Mossberg, según sus deseos.

No se sentía satisfecho de cómo lo había preparado, pues sabía que no podría estar vigilando veinticuatro horas diarias los siete días de la semana. Necesitaba comer y dormir. Hoy no había ido a la tienda y podía pasar sin ir algunos días más, pero no podía dejarlo todo en manos de Glenda y Lew indefinidamente; antes o después tendría que ponerse el frente de su negocio.

Mirándolo con realismo, incluso comiendo y durmiendo a ratos, dejaría de ser un guardián eficiente mucho antes de que tuviera que volver al trabajo. Mantener un estado de alerta mental y física intenso era una empresa agotadora. Con el tiempo, tendría que contratar a uno o dos vigilantes de alguna firma de seguridad y no sabía cuánto le costaría aquello. Y lo que era más importante; no sabía hasta qué punto era de confianza un vigilante contratado.

Dudaba, sin embargo, de verse obligado a tomar tal decisión, pues aquel bastardo iba a presentarse pronto, quizás aquella misma noche. Hasta Hatch llegaba, a un nivel rudimentario, una vaga impresión sobre las intenciones de aquel hombre, cualquiera que fuese el vínculo místico que compartían. Era como las palabras de un niño pronunciadas dentro de un bote de hojalata y transmitidas por un cable hasta otro bote igual, en el que se reproducían como sonidos débiles y borrosos, perdiendo casi toda su coherencia por la mala calidad del material conductor, pero con su tono esencial todavía perceptible. El presente mensaje, transmitido a través de un cable psíquico, no dejaba oír los detalles, pero su significado esencial era claro: Voy… ya voy… ya voy… Probablemente, después de la medianoche. Hatch tenía la sensación de que su encuentro tendría lugar entre esa hora muerta y el alba. Ahora eran exactamente por su reloj las 7.46.

Sacó del bolsillo el llavero del coche, en el que estaban también las llaves de la casa, entresacó la del escritorio, que había añadido hacía poco tiempo, abrió el cajón y sacó de él la revista Arts American, chamuscada y oliendo a humo. Dejó las llaves colgando de la cerradura. Sostuvo la revista con las dos manos, en la oscuridad, esperando que el contacto con ella, igual que un talismán, ampliara su visión mágica y le permitiera ver con exactitud cuándo, dónde y cómo se presentaría el asesino. De las páginas chamuscadas se elevó una mezcla de olores de fuego y destrucción; algunos tan amargamente acerbos que resultaban nauseabundos; otros, solamente de cenizas.

Vassago apagó la lámpara fluorescente del escritorio. Cruzó el cuarto de la muchacha, llegó a la puerta y apagó también la luz del techo. Agarró entonces el pomo de la puerta, pero vaciló, reacio a dejar allí a la chica. Era tan exquisita, tan llena de vida. Desde el momento en que la había cogido en sus brazos había sabido que la calidad de la adquisición completaría su museo y le otorgaría la recompensa eterna que anhelaba.

Ahogando sus gritos y tapándole la boca con una mano enguantada, la había arrastrado hasta el armario reteniéndola allí entre sus fuertes brazos. La sujetaba con tanta fiereza que casi no la dejaba revolverse ni patalear para atraer la atención sobre el peligro que la amenazaba. Luego, la niña se desmayó entre sus brazos y él estuvo a punto de sufrir un arrebato y dejarse llevar por el impulso de matarla allí mismo, en su armario ropero, entre los blandos montones de prendas caídas de sus perchas. Olía a algodón lavado y a almidón de spray. A la cálida fragancia de la lana. A mujer. Le dieron ganas de retorcerle el cuello y sentir el paso de la energía de su vida por sus manos poderosas hasta él y, por medio de él, al mundo de los muertos. Le costó tanto tiempo librarse de aquel abrumador deseo que casi llegó a matarla. Ella se quedó silenciosa e inmóvil. Cuando apartó la mano de su nariz y su boca, pensó que la había ahogado. Pero aplicó el oído a sus labios entornados y escuchó y sintió unas débiles exhalaciones. Le colocó la mano contra el pecho y le recompensó el firme golpe seco de los latidos de su lento y fuerte corazón.

Ahora, volviéndose a mirarla, Vassago reprimió su necesidad de matar, prometiéndose a sí mismo que estaría satisfecho mucho antes del alba. Mientras tanto, debía portarse como un Maestro. Ejercitar el control. Dominarse.

Abrió la puerta y observó el pasillo que se extendía ante la habitación de la muchacha, en la planta superior. Estaba desierto. En un extremo, junto a la escalera, brillaba una lámpara de excesiva intensidad para él si no hubiera llevado puestas sus gafas negras. Aun así tuvo que bizquear.

Era preciso que no acuchillara a la niña ni a la madre hasta que tuviera a las dos en el museo de la muerte, donde había matado a las otras personas que conformaban su colección. Ahora sabía por qué había sido atraído hasta Lindsey y Regina. Madre e hija. Perra y perrita. Para ganarse el puesto en el Infierno, se esperaba de él la comisión del mismo acto que le había otorgado la condenación por primera vez: el asesinato de una madre y su hija. Como no estaban disponibles para ser asesinadas otra vez su propia madre y su hermana, había seleccionado a Lindsey y Regina.

Delante de la puerta abierta, escuchó la casa. Estaba en silencio. Sabía que la pintora no era la madre de la muchacha. No mucho antes, cuando los Harrison estaban en el comedor y se había colado en la casa por el garaje, había tenido tiempo para fisgar en la habitación de Regina. Había encontrado allí recuerdos que llevaban el nombre del orfanato, en su mayoría programas de obras teatrales de impresión barata, representadas los días festivos, en que la muchacha interpretaba pequeños papeles. Sin embargo, había sido arrastrado hacia ella y Lindsey, y su propio maestro, al parecer, consideraba buenos ambos sacrificios.

Había tanto silencio en la casa, que tenía que moverse sigilosamente, como un gato. Podía manejar la situación. Se volvió a mirarla, tendida sobre la cama, viéndola mejor a ella en la oscuridad que los objetos del pasillo, demasiado iluminado. Estaba todavía inconsciente. Uno de sus propios pañuelos le taponaba la boca y otro estaba liado alrededor de la cabeza para sostener en su sitio la mordaza. Tenía fuertemente atados los brazos y los tobillos con unos trozos de cuerda que había quitado de las cajas del desván.

Dominarse.

Dejó abierta la puerta del cuarto de Regina y empezó a caminar a lo largo del pasillo, manteniéndose pegado a la pared, donde resultaba menos probable que crujiese el entarimado que había bajo la recia alfombra. Conocía la distribución de la casa. Mientras los Harrison terminaban de cenar, había recorrido cautelosamente la planta de arriba. Junto a la habitación de la muchacha había un cuarto de invitados. Ahora estaba a oscuras. Avanzó a hurtadillas hacia el estudio de Lindsey. Como la lámpara del pasillo principal pendía directamente sobre su cabeza, su sombra quedaba debajo de él, lo cual era una suerte. De lo contrario, si la mujer le hubiera dado por mirar hacia el pasillo, habría advertido que se aproximaba.

Avanzó un poco hacia la puerta del estudio y se detuvo. Con la espalda pegada a la pared y los ojos dirigidos al frente, podía ver el vestíbulo de abajo por entre los barrotes de la barandilla del hueco de la escalera. Por lo que veía, en la planta baja no había ninguna luz encendida. Se preguntó dónde estaría el marido. Las puertas del dormitorio del matrimonio estaban abiertas, pero no había luz dentro. Oyó unos ligeros ruidos procedentes del estudio de la mujer e imaginó que estaría pintando. Si el marido hubiera estado con ella, seguramente habrían cambiado algunas palabras, al menos durante el tiempo en que Vassago había estado acercándose por el pasillo. Abrigaba la esperanza de que el marido hubiera salido a hacer algún recado. No tenía ninguna necesidad particular de matar al hombre. Y un enfrentamiento entre los dos sería peligroso.

Sacó del bolsillo de la chaqueta una porra flexible de cuero, llena de perdigones, que había quitado hacía una semana a Morton Redlow, el detective. Era un arma contundente, de aspecto extremadamente eficaz, y se sentía a gusto con ella en la mano. En el Honda gris perla, aparcado a dos manzanas de allí, llevaba una pistola escondida bajo el asiento del conductor y casi deseaba haberla traído con él. Se la había quitado al anticuario Robert Loffman, en Laguna Beach, un par de horas antes de amanecer aquel día.

Pero no deseaba disparar contra ninguna de ellas. Aunque no hiciera más que herirlas y dejarlas indefensas, podían morir desangradas antes de llevarlas a su escondite y al museo de la muerte, al altar donde eran preparadas sus ofrendas. Y si usaba una pistola para eliminar al marido, sólo podía arriesgarse a hacer un disparo, tal vez dos. Varios tiros alarmarían al vecindario que localizaría en seguida su origen, y aquella tranquila comunidad estaría rodeada de policías a los dos minutos.

La porra era más efectiva. La sopesó en la mano derecha, sintiendo su tacto. Entonces, se apoyó en la jamba de la puerta con sumo cuidado. Ladeó la cabeza y espió dentro del estudio.

La mujer estaba sentada en la banqueta, de espaldas a la puerta. La reconoció, incluso por detrás, y el corazón le aporreó casi tan rápidamente como cuando luchaba para reducir a la muchacha y ésta se desmayó en sus brazos. Lindsey estaba ante el tablero de dibujo, con un lápiz de carbón en la mano derecha. Ocupada, muy ocupada. El lápiz producía un suave siseo tortuoso al deslizarse sobre el papel.

Por muy resuelta que estuviera a centrar firmemente su atención sobre el problema de la hoja de dibujo en blanco, Lindsey no paraba de mirar la ventana. Su creativo cuaderno dejó de perder hojas cuando de repente tomó una decisión y empezó a dibujar la ventana: el marco sin cortina, la oscuridad del otro lado del cristal, su propio rostro, semejante a una aparición espectral y poseído por una idea fija; el momento en que añadió la araña del ángulo superior derecho, el instante en que concibió la idea y se sintió excitada. Pensó que podía titularlo La telaraña de la Vida y de la Muerte, y se valió de una serie surrealista de objetos simbólicos para plasmar el tema en los cuatro rincones del lienzo. No era lienzo, sino Masonita. De hecho, todavía no era más que papel, sólo un boceto, aunque digno de ser continuado.

Puso más arriba el cuaderno de dibujo sobre el tablero, de modo que le bastaba alzar un poco la vista del papel para ver la ventana por encima, sin necesidad de subir y bajar la cabeza. Pero para dar profundidad e interés al cuadro, se necesitaban más elementos que su simple rostro, la ventana y la araña. A medida que trabajaba, Lindsey fue desechando una veintena de sugerentes imágenes. Luego, apareció en el cristal, casi mágicamente, sobre su propia reflexión, otra imagen: la descripción que había hecho Hatch sobre el rostro de sus pesadillas. Pálido. Melena oscura. Gafas de sol.

Durante un instante creyó que era un fenómeno sobrenatural, una aparición en el cristal de la ventana. Sin embargo, aunque el resuello le ahogaba la garganta, comprendió que estaba viendo en el cristal un reflejo igual que el suyo y que el asesino de las pesadillas de Hatch se hallaba dentro de la casa, apoyado en la jamba de la puerta, mirándola. Reprimió el impulso de gritar. En cuanto el hombre supiera que le había descubierto, perdería la poca ventaja que tenía y él se abalanzaría sobre ella matándola, a puñaladas o a golpes, antes siquiera de que Hatch tuviera tiempo de subir las escaleras. En vez de gritar, suspiró ruidosamente y meneó la cabeza como si estuviera insatisfecha de lo que dibujaba en el papel. Hatch podría estar ya muerto.

Dejó el lápiz de carbón sin soltarlo, como si pudiera levantarlo otra vez y seguir dibujando. Si Hatch no estaba muerto, ¿cómo podía haber subido aquel bastardo al piso de arriba? No. No podía creer que Hatch hubiera muerto, sin pensar que después moriría ella y a continuación Regina. ¡Dios mío, Regina!

Alargó la mano hacia el cajón superior del mueble de pinturas que tenía al lado. Un estremecimiento cruzó su cuerpo al frío contacto con el cromo del asa. La ventana ya no mostraba al asesino escondido detrás de la jamba, sino entrando con decisión por la puerta abierta. Se detuvo para mirarla arrogantemente, sin duda saboreando el momento. Era misteriosamente silencioso, de no haberle visto reflejado en el cristal, no se habría percatado nunca de su presencia. Abrió más el cajón y empuñó el arma. El hombre traspasó el umbral, a sus espaldas.

Lindsey sacó la pistola del cajón y se volvió de golpe sobre la banqueta al mismo tiempo que levantaba la pesada arma con las dos manos y le apuntaba. No le hubiera sorprendido no haberle visto al volverse y que sólo fuera una imagen espectral lo que había visto reflejado en la ventana, pero él estaba allí, en efecto, un paso dentro de la habitación, cuando se volvió apuntándole con la Browning.

—¡No te muevas, hijo de puta! —exclamó.

Ya fuese porque advertía en ella debilidad ya, simplemente, porque no le importaba en absoluto que le disparase, el hombre cruzó la puerta y salió al pasillo en el mismo instante en que ella se volvía y le mandaba detenerse.

—¡Alto, maldita sea!

Había desaparecido. Lindsey le hubiera disparado sin dudarlo, sin remordimiento alguno, pero él se movió como un gato en peligro tan increíblemente rápido, que sólo hubiera conseguido arrancar alguna astilla de la jamba. En cuanto desapareció tras el marco el último rastro del asesino —un zapato negro, su pie izquierdo—, ella se bajó de la banqueta y corrió hacia la puerta, llamando a Hatch a gritos. Pero se detuvo en seco, consciente de que podía no haber huido sino acechar junto a la puerta esperando a que ella saliera, asustada para golpearla en la nuca o empujarla por la barandilla de la escalera hasta el suelo del recibidor. ¡Regina! No podía perder tiempo. Tal vez fuera en busca de Regina. Dudó un instante y luego cruzó la puerta abierta llamando a Hatch a gritos.

Miró a la derecha del pasillo y vio al individuo dirigiéndose hacia la puerta del cuarto de Regina, también abierta, final del corredor. La habitación estaba a oscuras cuando debía haber estado encendida porque Regina estaba estudiando. No tenía tiempo de pararse a apuntar, sólo de apretar el gatillo. Deseaba abrir fuego, con la esperanza de que alguna de las balas alcanzara al bastardo, pero el cuarto de Regina estaba a oscuras y la niña podía hallarse en cualquier sitio. Lindsey temía que las balas entraran por la puerta abierta y alcanzaran a la muchacha. De modo que se abstuvo de disparar y siguió en persecución del individuo, gritando ahora el nombre de Regina en vez de el de Hatch. El hombre se metió en la habitación de la niña y cerró tras él, con un portazo tan estrepitoso que conmovió la casa. Lindsey salvó la distancia en un segundo y golpeó la puerta. Cerrada con llave. Entonces oyó que Hatch la llamaba —¡gracias a Dios que se encontraba vivo, dondequiera que estuviese!—, pero no se detuvo ni se volvió a ver dónde estaba. Retrocedió un poco y dio una fuerte patada a la puerta, y luego otra. Sólo tenía un débil pestillo, debería ceder fácilmente, pero no lo hizo.

Cuando se disponía a asestar una nueva patada, el asesino le habló a través de la puerta. Su voz era fuerte pero sin gritar, amenazadora pero fría, sin pánico ni temor, sólo metódica y un poco alta, aterradoramente suave y calmosa.

—Retírese de la puerta, o mataré a esta zorrilla.

Minutos antes de que Lindsey empezara a llamarle a gritos Hatch se encontraba sentado a oscuras en el escritorio del gabinete, con el Arts American en las manos. De repente acudió a él con fuerza una visión con sonido eléctrico, como el chisporroteo de una corriente al formar un arco voltaico igual que si la revista fuese un potente cable eléctrico y lo cogiera con las manos desnudas. Veía a Lindsey por detrás sentada en la alta banqueta de su estudio ante la mesa de dibujo, haciendo un boceto. Luego dejó de ser Lindsey y se transformó de repente en otra mujer, más alta, vista también por detrás pero no en la banqueta sino sobre una silla de brazos de una habitación distinta, en una casa extraña. Estaba haciendo punto. Una lustrosa madeja de hilo se iba desenredando lentamente en el interior de un cuenco situado sobre una pequeña mesa que había a su lado. Hatch pensó que era su «madre», aunque no se parecía en nada a ella. Bajó la vista hacia su mano derecha, que sostenía un inmenso cuchillo, mojado ya de sangre. Se acercó a la silla de la mujer, que no se había percatado de su presencia. Como Hatch, deseaba gritar para avisarla, pero como el usuario del cuchillo, a través de cuyos ojos estaba viéndolo todo, sentía la necesidad de atacarla ferozmente, de arrancarle la vida y culminar así la misión que le liberaría. Se detuvo detrás del sillón. Ella no le había oído aún. Levantó el cuchillo. Golpeó. Ella profirió un grito. Él golpeó. Ella trató de escapar de la silla. Él se puso delante y, desde aquella posición de la escena semejaba una toma cinematográfica, rápida y descendente para dirigir mejor la trayectoria, o el suave planeo de un pájaro o un murciélago. La obligó a sentarse otra vez y golpeó. Ella levantó las manos para protestar. La golpeó dos veces. Y, ahora, como si estuviera viendo en el cine un rizo acrobático aéreo, se encontró nuevamente detrás de ella, de pie en la puerta. Pero ya no era su «madre», sino Lindsey otra vez, sentada ante el tablero de dibujo de su estudio en la planta superior, echando mano al cajón del armario de sus pinturas y abriéndolo. La miró a ella y luego miró la ventana. Se vio a sí mismo —la cara pálida, el pelo oscuro, las gafas negras— y supo que ella le había visto. Lindsey giró sobre su banqueta con una pistola en la mano, apuntándole directamente al tórax…

—¡Hatch!

Su nombre resonó por toda la casa rompiendo el contacto. Se levantó bruscamente de la silla del escritorio y la revista se le cayó de las manos.

—¡Hatch!

Extendió la mano en la oscuridad, para agarrar la empuñadura de la Browning y salió corriendo del gabinete. Mientras cruzaba el vestíbulo y subía la escalera de dos en dos, mirando hacia arriba para ver lo que sucedía, oyó que Lindsey dejaba de pronunciar su nombre y empezaba a gritar: «¡Regina!». La niña no, por favor, dios mío, la niña no. Al llegar a lo alto de la escalera, pensó por un instante que la patada sobre la puerta era un disparo. Pero el estruendo era demasiado característico para ser confundido con un tiro y cuando extendió la vista por el pasillo vio que Lindsey golpeaba por segunda vez la puerta del cuarto de Regina. Corrió en su ayuda mientras Lindsey continuaba asestando patadas a la puerta, y cuando estuvo a su lado la vio apartarse con un traspiés.

—Déjame probar a mí —dijo él, apartándola a un lado.

—¡No! Ha dicho que nos marchemos o la matará.

Durante un par de segundos, Hatch clavó la vista en la puerta, temblando literalmente de frustración. Luego agarró el pomo y trató de hacerlo girar con lentitud, pero la puerta estaba cerrada con llave. En vista de ello, apoyó el cañón de la pistola contra la base de la placa del plomo.

—Hatch —susurró Lindsey, suplicantemente—, la matará.

Hatch se acordó de la joven rubia con dos balazos en el pecho, arrojada del coche en la carretera, rodando incesantemente por el asfalto entre la niebla. Y de la madre, amenazada por la descomunal hoja de cuchillo de carnicero, dejando caer su labor de punto y luchando desesperadamente por su vida.

—La va a matar de todos modos. Vuelve la cara —y apretó el gatillo.

La madera y el metal se transformaron en astillas. Hatch arrancó el pomo de latón de la puerta y lo tiró a un lado. Empujó y la puerta dejó escapar un crujido, pero no cedió más de dos dedos. La endeble cerradura estaba rota, pero el vástago donde se había alojado el pomo seguía sobresaliendo de la madera y alguna cosa debía estar atrancada por dentro formando cuña por debajo del pomo. Hizo fuerza con la palma de la mano sobre el vástago, pero no logró moverlo; lo que hacía cuña al otro lado de la puerta —probablemente la silla del escritorio de la muchacha— presionaba hacia arriba manteniendo el vástago en su sitio.

Agarró la Browning por el cañón, empleando la culata como martillo y, soltando maldiciones, se puso a golpear el vástago hasta hacerlo ceder, centímetro a centímetro, de la puerta. En el instante en que cedió y cayó ruidosamente en el suelo de la habitación, una serie de imágenes inundaron el cerebro de Hatch borrando momentáneamente el pasillo. Todas eran imágenes vistas con los ojos del asesino, tomadas desde un ángulo fantástico, dando vistas al lado de la casa, de aquella casa, correspondiente a la fachada externa del dormitorio de Regina. La ventana estaba abierta. Bajo el alféizar, una maraña de tallos de enredaderas de campanillas. Una flor semejante a un cuerno delante de su cara. Una celosía junto a sus manos, astillas que se le clavaban en la piel. Se sostenía con una mano mientras alargaba la otra hacia algún punto donde agarrarse, con un pie colgando en el aire y un peso agobiante encima del hombro. Luego, un crujido y el ruido de madera que se astillaba. La súbita sensación de peligrosa laxitud en la geométrica telaraña donde estaba agarrado…

Un breve y fuerte ruido al otro lado de la puerta trajo a Hatch a la realidad: una madera rota y astillada, unos clavos que saltaban lanzando chirridos de tortura, rasguños, un estrépito. Luego le invadió una nueva oleada de imágenes y sensaciones: una caída en medio de la noche, no lejos, golpeando el suelo con una breve ráfaga de dolor. Rodó una vez sobre la hierba. A su lado, una pequeña forma acurrucada yacía inmóvil. Corría hacia ella y veía su cara. Regina. Tenía los ojos cerrados. Un pañuelo le tapaba la boca…

—¡Regina! —gritó Lindsey.

Cuando la realidad volvió a cobrar cuerpo, Hatch estaba embistiendo con el hombro la puerta del dormitorio. La tranca que había al otro lado saltó y la puerta se abrió violentamente. Se precipitó dentro, palpando la pared con la mano hasta encontrar el interruptor de la luz. Nada más encenderse, saltó por encima de la silla del escritorio caída y dirigió el cañón de la Browning a la derecha y a la izquierda. La habitación estaba desierta, como ya sabía por la visión que había tenido.

Desde la ventana abierta vio la celosía y las enredaderas caídas en el césped de abajo, sin rastro del hombre de las gafas negras ni de Regina.

—¡Mierda! —Hatch se volvió apresuradamente, agarró a Lindsey, obligándola a volverse, y la empujó hacia el pasillo y la escalera—. Tú encárgate de la entrada, yo iré por detrás. Ciérrale el paso, corre, corre. —Ella captó inmediatamente el significado de sus palabras y echó a correr escalera abajo con él pisándole los talones—. ¡Dispárale, deténle, tírale a las piernas, sin miedo de herir a Regina! ¡Que no escape!

Lindsey cruzó el vestíbulo y llegó a la puerta principal en el momento en que Hatch terminaba de bajar la escalera y enfilaba el corto pasillo. Por él irrumpió en el cuarto trastero y luego en la cocina, asomándose por las ventanas traseras de la casa según pasaba corriendo por delante de ellas. El césped y los patios estaban iluminados, pero allí no se veía a nadie. Abrió violentamente la puerta de la cocina que daba al garaje y pulsó la llave de las luces. Miró precipitadamente las tres plazas de garaje, detrás de los coches y la puerta exterior del fondo, incluso antes de que los tubos fluorescentes dejaran de parpadear y se encendieran del todo. Desechó la llave, salió al reducido patio lateral y miró hacia la derecha. No estaba el asesino. Ni Regina. La entrada de la casa caía en aquella dirección, así como la calle y las otras casas que daban a la suya desde el otro lado. Lindsey ya estaba cubriendo aquella parte del terreno.

El corazón le golpeaba con tanta fuerza, que parecía expulsar el aire de los pulmones antes de que se llenaran.

Sólo tiene diez años, sólo diez.

Dobló hacia la izquierda, avanzó por el lado de la casa, rodeando la esquina del garaje, y se metió en el patio, donde yacían en un montón la celosía y las enredaderas.

Tan pequeña, tan poca cosa. Por favor, Señor.

Temiendo pisar algún clavo y lesionarse, rodeó el montón de desechos y corrió frenéticamente por el perímetro de la finca, lanzándose sin miramientos entre los arbustos para observar detrás de las altas eugenias. En el patio posterior no había nadie.

Cuando llegó al lado más extremo de la finca, más allá del garaje, dio un resbalón y estuvo a punto de caer, pero conservó el equilibrio. Dirigió la Browning hacia el frente, sujetándola con las dos manos, para cubrir el paso existente entre la casa y la valla. Pero tampoco allí había nadie.

Desde la entrada de la casa no le llegaba ningún sonido, sobre todo ningún disparo, lo que significaba que Lindsey no había tenido más suerte que él. Si el asesino hubiera huido por allí, habría escalado la valla por un sitio u otro, escapando hacia cualquier otra propiedad.

Dejando aparte la entrada de la casa, Hatch examinó la valla de dos metros de altura que rodeaba el patio de atrás y lo separaba de los patios contiguos de las casas que daban al Este, al Oeste y al Sur. Los promotores y corredores de fincas lo llamaban la «defensa» del Sur de California, aunque en realidad no era más que una pared hecha con bloques de hormigón reforzados de acero, enlucidos con estuco y acabados de ladrillo y pintura para hacer juego con las casas. Muchas vecindades contaban con ellas, como garantes de la intimidad de sus piscinas y barbacoas. Las buenas vallas hacían buenos vecinos, hacían vecinos de extraños… y daban tremendas facilidades para que un intruso saltara una barrera y se perdiese en aquel laberinto.

Hatch se hallaba al borde de un abismo de desesperación y mantenía el equilibrio únicamente por la esperanza de que el asesino no pudiera moverse muy aprisa con Regina en brazos o sobre el hombro. Paralizado por la indecisión, miró al Este, al Oeste y al Sur.

Finalmente, echó a andar hacia la pared de atrás, que ocupaba el flanco sur. De pronto se detuvo, jadeando y doblándose hacia el frente, pues había quedado restablecida la misteriosa conexión entre él y el hombre de las gafas negras. De nuevo veía por los ojos del otro hombre y, a pesar de las gafas negras, la noche parecía más bien el final de un crepésculo. Estaba detrás del volante de un coche, inclinado sobre la consola de la derecha para colocar a la inconsciente muchacha en el asiento del pasajero, como si fuera un maniquí. Tenía las muñecas atadas juntas sobre el regazo y se mantenía en su sitio sujeta por el cinturón de seguridad. Le arregló el cabello, pardorrojizo, para disimular el pañuelo que le tapaba el occipucio y la apoyó contra la puerta apartándole la cara de la ventanilla. De ese modo, los pasajeros de los otros coches no verían que estaba amordazada. Daba la sensación de estar durmiendo. Se hallaba tan pálida e inmóvil, que de pronto se preguntó si estaría muerta. De ser así, ya no tendría objeto llevarla a su escondite. Le quedaba el recurso de abrir la puerta y arrojar fuera del coche allí mismo, de un empujón, a la pequeña zorra. Le tocó la mejilla. Su epidermis era maravillosamente suave pero parecía fría. Presionó su garganta con las yemas de los dedos y detectó los latidos de su corazón golpeando con fuerza, con mucha fuerza, en una arteria carótida. Estaba muy viva, incluso con más vitalidad de lo que parecía en la visión de la mariposa revoloteando alrededor de su cabeza. Jamás había hecho una adquisición de tanto valor y sentía gratitud hacia todos los poderes del Infierno por habérsela otorgado. Se emocionó ante la perspectiva de seguir profundizando y oprimiendo aquel joven y fuerte corazón mientras se contorsionaba y emitía el sordo ruido de su inmovilidad final, sin dejar de mirar fijamente sus bellos ojos grises para presenciar cómo la vida la abandonaba para entrar en el reino de los muertos…

El grito de rabia, angustia y terror que profirió Hatch rompió el enlace psíquico. Se hallaba otra vez en el patio de atrás, mirándose fijamente con horror la mano derecha, levantada a la altura del rostro, como si sus dedos temblorosos estuvieran ya manchados con la sangre de Regina. Abandonó la parte trasera y echó a correr velozmente a lo largo del lado este de la casa, en dirección a la entrada.

Pero, salvo su jadeante respiración, todo estaba tranquilo. Era evidente que algunos vecinos no estaban en casa y otros no habían oído nada, o no lo suficiente para obligarlos a salir. La tranquilidad del barrio le llenó de frustración y le produjo deseos de gritar. Aunque su mundo se estaba derrumbando, comprendió empero que las apariencias de normalidad no eran más que eso: meras apariencias, no realidad. Sólo Dios sabía qué podía estar aconteciendo tras las paredes de algunas de aquellas casas, horrores semejantes a los recaídos sobre él, Lindsey y Regina, perpetrados no por un intruso sino por algún miembro de la familia contra otro. La especie humana poseía destreza para crear monstruos y las bestias estaban a menudo dotadas de talento para esconderse tras convincentes máscaras de cordura.

Cuando llegó al césped de la entrada, no vio a Lindsey por ninguna parte. Corrió precipitadamente por el paseo, cruzó la puerta abierta… y la encontró en el gabinete, junto al escritorio, haciendo una llamada telefónica.

—¿La has encontrado? —preguntó ella.

—¡No! ¿Qué estás haciendo?

—Llamando a la Policía.

Hatch le arrebató el auricular de la mano, y lo devolvió a su sitio.

—Cuando quieran llegar aquí, escuchar nuestro relato y empezar a hacer algo, ese tipo estará tan lejos con Regina que no volverán a verla… hasta que tropiecen con su cadáver algún día.

—¡Pero necesitamos ayuda…!

Él cogió apresuradamente la escopeta de encima del escritorio y la puso en manos de ella.

—¡Vamos tras ese bastardo! La ha metido dentro de un coche. Creo que un Honda.

—¿Tienes el número de la matrícula? ¿Has visto si…?

—¡No he visto nada! —repuso él y, tirando del cajón del escritorio, sacó la caja de cartuchos del 12 y se la tendió también a ella, desesperado de saber que los segundos transcurrían—. Estoy conectando con él; siento unas vibraciones oscilantes, pero creo que lo bastante buenas y fuertes. —Tiró del manojo de llaves que había dejado puesto en la cerradura del escritorio cuando había sacado la revista del cajón—. ¡Si no dejamos que nos tome demasiada delantera, podremos alcanzarle! —Salió precipitadamente hacia el vestíbulo—. ¡Pero tenemos que movernos!

—¡Hatch, espera!

Se detuvo y volvió la cabeza para ver cómo ella abandonaba el gabinete y le seguía.

—Si te parece, persíguele tú mientras yo me quedo esperando para hablar con los agentes y orientarlos…

—No. —Negó él con la cabeza—. Te necesito para que conduzcas. Estas… visiones me dejan ido, como ciego, desorientado, mientras duran. Podría salirme de la maldita carretera. Pon la escopeta y los cartuchos en el Mitsubishi. —Mientras corría escaleras arriba de dos en dos peldaños, gritó—: ¡Y coge linternas!

—¿Para qué?

—No sé, pero las necesitaremos.

Hach estaba mintiendo. Se había sorprendido a sí mismo al oírse pedir las linternas, pero sabía que en aquel momento le guiaba su subconsciente y había tenido un pálpito de por qué las linternas iban a ser esenciales. En las pesadillas de los dos últimos meses, se había movido a menudo por unas estancias cavernosas y un laberinto de corredores de cemento donde de algún modo podía ver aunque carecían de ventanas o iluminación artificial. Particularmente un túnel que conducía hasta una total oscuridad, un lugar ignoto, le producía un pavor tan grande que dilataba su corazón y le hacía latir con tanta fuerza como si fuera a estallar. Ésa era la razón de que necesitaran linternas…, porque iban a adentrarse en un mundo donde él no había estado nunca antes más que en sueños o visiones, en el corazón de la pesadilla.

Subió las escaleras y entró en el cuarto de Regina sin saber por qué había ido allí. Se detuvo en el umbral y bajó la vista hacia el destrozado pomo de la puerta y hacia la caída silla del escritorio. Luego miró el armario, donde yacían amontonadas en el suelo las ropas descolgadas de las perchas; luego la ventana abierta, cuya cortina había empezado a agitar la brisa nocturna.

Algo… algo importante. Aquí, justamente ahora, en esta habitación, había algo que iba a necesitar.

—Pero… ¿qué?

Se cambió la Browning a la mano izquierda y se secó la palma de la derecha en los tejanos. Aquel hijo de puta con gafas negras ya había puesto en marcha el coche y abandonaba la urbanización, llevándose a Regina; probablemente ya estaría en la avenida de Crown Valley. Los segundos contaban. Hatch empezó a preguntarse si se habría lanzado escaleras arriba más por miedo que en busca de algo realmente necesario, pero decidió fiarse un poco más de lo segundo. Se situó junto al escritorio del rincón y dejó vagar la vista sobre los libros, los lápices y el cuaderno. Luego miró la librería que había al lado del escritorio y los cuadros de Lindsey, colgados de la pared contigua.

Adelante, adelante. Había algo que necesitaba… Lo necesitaba tan imperiosamente como las linternas, tan urgentemente como la escopeta y la caja de cartuchos. Algo. Al volver la cabeza vio el crucifijo y fue derecho a él. Saltó apresuradamente sobre la cama de Regina y lo descolgó de la pared. Cuando abandonó la habitación y echó a correr por el pasillo hacia la escalera, portaba la imagen fuertemente apretada en su mano derecha. Se daba cuenta de que lo que llevaba no era un objeto de simbolismo religioso y veneración, sino un arma, un hacha o una cuchilla de carnicero.

Llegó al garaje cuando la enorme puerta estaba ya subiendo lentamente. Lindsey arrancó el motor. Nada más sentarse Hatch en el asiento del pasajero, ella miró el crucifijo.

—¿Para qué traes eso?

—Vamos a necesitarlo.

Empezó a dar marcha atrás para salir del garaje.

—¿Para qué vamos a necesitarlo? —volvió a preguntar.

—No estoy seguro, pero tal vez nos sea útil. Durante nuestro vínculo mental, él estaba… sentía agradecimiento hacia todos los poderes del Infierno; eso es lo que pasaba por su mente, agradecimiento hacia todos los poderes del Infierno por haberle dado a Regina. —Señaló hacia la izquierda—. Por allí.

El miedo de los últimos diez minutos había avejentado a Lindsey unos cuantos años. Ahora, cuando cambió de marcha y dobló a la izquierda, las arrugas de su rostro se hicieron aún más profundas.

—Hatch, ¿con quién nos las estamos viendo, con uno de esos satanistas o miembros de sectas de los que hablan en el periódico, que cuando le cogen le encuentran en el frigorífico varias cabezas seccionadas y huesos enterrados en el porche de entrada a su casa?

—Sí, tal vez, algo parecido a eso. —Al llegar al cruce ordenó—: Dobla a la izquierda. Tal vez sea algo así… pero peor, supongo.

—Nosotros no podemos solucionar esto, Hatch.

—¡Al diablo con que no podemos! —exclamó él bruscamente—. No hay tiempo para que lo solucione nadie más. Si no lo hacemos nosotros, Regina morirá.

Llegaron a una intersección con la avenida Crown Valley un bulevar de cuatro y seis carriles de amplitud con una franja de jardines y árboles en el centro. Todavía no era una hora punta y la avenida estaba concurrida, pero no atascada.

—¿Por dónde? —preguntó Lindsey.

Hatch dejó la pistola en el suelo del coche, sin desprenderse del crucifijo, que agarraba con las dos manos. Miró un par de veces a la derecha y a la izquierda, esperando recibir una sensación, una señal, algo. Los faros de los otros coches les bañaban con sus luces, pero no descubrían ninguna revelación.

—¿Hatch? —exclamó Lindsey con inquietud.

Miró repentinamente a derecha e izquierda. Nada. ¡Dios! Hatch pensaba en Regina. En su cabello rojo y pardo. En sus ojos grises. En su mano derecha lisiada y retorcida como una garra, un don de Dios. No, no era un don de Dios. Esta vez, no. A Dios no se le podía culpar de todo. Podía ser que ella tuviera razón: un regalo de sus padres, el legado de unos drogadictos.

Un coche se detuvo detrás de ellos, esperando para salir a la calle principal. Se acordó de su forma de andar, resuelta a minimizar su cojera. De que no escondía nunca su mano deforme, sin avergonzarse ni enorgullecerse de ello, aceptándolo simplemente. Quería ser escritora. Cerdos espaciales inteligentes.

El conductor que esperaba detrás hizo sonar la bocina.

—¿Hatch?

Regina, tan pequeña bajo el peso del mundo y, sin embargo, siempre tan erguida, sin doblegar nunca la cabeza. Había hecho un trato con Dios. A cambio de algo precioso para ella, había prometido comer judías. Y aunque ella no lo había dicho nunca, Hatch sabía en qué consistía aquello tan preciado; tener una familia, la oportunidad de escapar del orfanato.

El otro conductor volvió a tocar la bocina. Lindsey estaba temblando y se puso a llorar. Una oportunidad. Sólo una. Era cuanto deseaba la niña. No seguir estando sola. La oportunidad de dormir en una cama pintada con flores. Una oportunidad de amar, de ser amada, de crecer. La pequeña mano deforme. La ligera y dulce sonrisa. Buenas noches… papá.

—¡A la derecha! —exclamó repentinamente—. Dobla a la derecha.

Con un sollozo de alivio, Lindsey se incorporó a la avenida. Conducía más deprisa que de costumbre, cambiando de carril cuando lo requería el tráfico, cruzando las tierras llanas del sur del condado en dirección a las distantes colinas y a las montañas del este, envueltas por el sudario de la noche.

Al principio, Hatch dudó de que lo que había hecho no hubiera sido solamente tomar una dirección al azar. Pero pronto se sintió seguro. El bulevar conducía hacia el Este cruzando unas interminables extensiones de casas que salpicaban las colinas, cuyas luces semejaban llamas conmemorativas sobre hileras de inmensas gradas de velas funerarias. A cada kilómetro que andaban sentía con más fuerza la sensación de que él y Lindsey se hallaban tras el rastro de la bestia.

Como había convenido que no habría más secretos entre ellos, como pensaban que ella debía tener —y podía hacer frente— una completa información sobre la extrema gravedad de la situación en que se hallaba Regina, Hatch dijo:

—Lo que quiere hacer ese tipo es sostener entre sus manos el corazón palpitante de Regina durante los últimos latidos, sentir cómo le abandona la vida.

—¡Oh, Señor!

—Todavía está con vida. Regina tiene una oportunidad. Hay esperanzas.

Hatch creía que lo que estaba diciendo era cierto, necesitaba creer en ello si no quería volverse loco. Pero le atormentaba el recuerdo de haber pronunciado muy a menudo aquellas mismas palabras durante las semanas anteriores al cáncer que finalmente acabó con la vida de Jimmy.