Regina casi creía que había muerto y había ascendido al Cielo, cuando se fue a vivir con los Harrison, si no fuera porque tenía su propio cuarto de baño y ella no creía que en el Cielo nadie tuviera su propio cuarto de baño porque allí nadie necesitaba bañarse. En el Cielo no estaban estreñidos permanentemente ni nada por el estilo y, sin duda, no hacían sus cosas en público, ¡por amor de Dios! (con perdón de Dios) porque nadie en su sano juicio hubiera querido ir al Cielo si se tratara de un sitio donde tuvieras que mirar por dónde andabas. Lo que ocurría era simplemente que en el Cielo desaparecían todas las preocupaciones de la existencia terrenal. En el Cielo ni siquiera tienes un cuerpo; probablemente no eres más que una esfera de energía mental, una especie de globo lleno de gas dorado y resplandeciente que flota entre los ángeles cantando alabanzas a Dios; cosa bastante extraña el pensar en esos resplandecientes y cantores globos, y sin nada más que hacer para eliminar residuos que expulsar un poco de gas de vez en cuando, que ni siquiera olería mal, pues se parecería probablemente al fragante incienso de la iglesia o al perfume.
Recordaría eternamente aquel primer día en la casa de los Harrison, a última hora de la tarde de un lunes veintinueve de abril, porque todos fueron muy felices. Ni siquiera mencionaron la verdadera razón por la que le habían dado a elegir entre un dormitorio en el piso de arriba y un gabinete en la planta baja que podía convertirlo en dormitorio.
—Una cosa en favor del gabinete —dijo el señor Harrison— son sus vistas. Son mejores que las del cuarto de arriba.
Llevó a Regina a los grandes ventanales que daban a un jardín de rosas bordeado de grandes helechos. Las vistas eran preciosas.
—Puesto que eres amante de los libros —dijo la señora Harrison— tendrías todos esos estantes para que puedas irlos llenando con tu colección.
En realidad, aunque no se lo dieron a entender, los Harrison pensaban que Regina podía encontrar molestas las escaleras. Pero no era así. A decir verdad, le gustaban las escaleras, amaba las escaleras, desayunaba subiendo y bajando escaleras. Los del orfanato la habían instalado en el primer piso hasta que a los ocho años descubrió que le habían asignado acomodo en la planta baja debido a la ruidosa pretina de su pierna y a su deformada mano derecha, por lo que inmediatamente solicitó que la pusieran en el tercer piso. Las monjas no le hicieron caso y ella cogió una rabieta, pero las hermanas sabían manejar la situación. Entonces trató de fulminarlas con la mirada, pero como las monjas no podían ser fulminadas se puso en huelga de hambre hasta que, finalmente, las monjas se rindieron a su petición. Vivió en el tercer piso durante más de dos años y jamás usó el ascensor. Cuando eligió el piso de arriba en la casa de los Harrison sin haberlo visto siquiera, ninguno de ellos trató de disuadirla, ni comentaron en voz alta si sabía lo que se «hacía», ni movieron una sola pestaña. Por eso los quiso.
La casa era agradable, tenía las paredes de color crema, las maderas blancas y un mobiliario moderno mezclado con antigüedades, cuencos y jarrones chinos, y todo así. Cuando le enseñaron la casa, Regina se sintió tan peligrosamente torpe como había simulado ser en el despacho del señor Gujilio. Se movía con exageradas precauciones, temerosa de tropezar con los preciados objetos y desatar una reacción en cadena que se propagase por toda la habitación; que cruzase la puerta para entrar en la sala inmediata y desde allí recorriese el resto de la casa, de modo que cada bello tesoro chocaría con el siguiente, como las fichas de un dominó en un campeonato mundial, porcelanas con doscientos años de antigüedad caerían destrozadas, viejas piezas de mobiliario se reducirían a palillos de fósforos y quedarían finalmente convertidas en montones de cascajo inservible, recubiertas por la costra de lo que había sido una fortuna en diseño de interiores.
Estaba tan absolutamente segura de que aquello iba a suceder, que se apresuraba a forzar su mente, habitación tras habitación, para encontrar algo que decir cuando se desencadenara la catástrofe, cuando la última fuente de exquisito cristal de cande hiciese añicos la última mesa que en un tiempo fuera propiedad del Primer Rey de Francia. «¡Ay!», no parecía apropiado, ni tampoco «¡Jesús!», puesto que ellos pensaban que habían adoptado a una buena muchacha católica y no a una pagana malhablada (con perdón de Dios); ni tampoco servía decir que «alguien me ha empujado», pues eso era una mentira y el mentir te proporcionaba un billete para el Infierno, aunque ella sospechaba que, de todas formas, iba a ir al Infierno, considerando que no podía dejar de pensar en vano en el nombre del Señor y de usar vulgaridades. Ningún globo de gas resplandeciente sería para ella.
Todas las paredes de la casa estaban cubiertas de cuadros, y Regina notó que las piezas más maravillosas llevaban la misma firma estampada en el ángulo inferior derecho: Lindsey Sparling. Aunque estaba hecha un lío, era lo bastante inteligente para comprender que el nombre de Lindsey no constituía una mera coincidencia y que Sparling debía ser el nombre de soltera de la señora Harrison. Eran las pinturas más extrañas y bonitas que Regina había visto en su vida, algunas de ellas tan luminosas y llenas de buen sentido que hacían sonreír, y otras, oscuras y melancólicas. Deseó pasar mucho rato delante de ellas, como empapándose de su contenido, pero temió que los señores de Harrison la tomaran por una farsante y una aduladora que fingía interés como disculpa por las burlas que había hecho en el despacho del señor Gujilio sobre los cuadros pintados en terciopelo.
Sin embargo, recorrió toda la casa sin romper nada hasta la última habitación que era la suya. Era más grande que ninguna de las del orfanato y no tenía que compartirla con nadie. Las ventanas estaban cubiertas por unas contraventanas blancas de tipo tropical. El mobiliario incluía una mesa escritorio de rincón y una silla, una librería, un sillón con su escabel, unas mesillas de noche con lamparitas… y una imponente cama.
—Es aproximadamente de 1850 —le explicó la señora Harrison, cuando Regina deslizó lentamente la mano sobre la bella cama.
—Inglesa —añadió el señor Harrison—. Caoba con decoración pintada a mano bajo varias capas de laca.
Las rosas de color rojo y amarillo oscuro, y las hojas verde esmeralda que había en la cabecera, en la barandilla y en los pies de la cama parecían estar vivas. No era que tuvieran una tonalidad brillante sobre la madera fuertemente coloreada, sino que aparecían tan lozanas y frescas que Regina estaba segura de poder captar su aroma si arrimaba la nariz a los pétalos.
—A una jovencita como tú quizá le parezca un poco antigua, un poco sofocante… —aventuró la señora Harrison.
—Sí, por supuesto —añadió el señor Harrison—, podemos llevarla a la tienda, venderla y dejarte escoger algo que te guste, algo más moderno. Esta habitación fue amueblada para los huéspedes.
—No —se apresuró a decir Regina—, me gusta, de veras que me gusta. ¿Puedo quedármela, quiero decir aunque sea tan cara?
—No es tan cara —dijo el señor Harrison—, y ni que decir tiene que puedes quedarte cualquier cosa que se te antoje.
—O deshacerte de lo que quieras —añadió la señora Harrison.
—Menos de nosotros —acabó el señor Harrison—. Me temo que formamos parte de la casa.
El corazón de Regina latía con tanta fuerza que apenas podía respirar de felicidad. Y de miedo. Era todo tan maravilloso… pero seguramente no duraría. Nada tan bueno podía durar mucho tiempo.
Unas puertas correderas con espejos cubrían una pared de la habitación y la señora Harrison mostró a Regina un armario detrás de los espejos. El armario más grande del mundo. Tal vez un armario así de grande fuera necesario si se era una estrella de cine, o uno de esos hombres sobre los que ella había leído, a los que les gustaba vestirse a veces con ropas femeninas, en cuyo caso necesitarían un vestuario femenino y otro masculino. Pero aquél era mucho más grande del que ella necesitaba; tenía sitio para guardar diez veces la ropa que ella poseía.
Miró con cierto embarazo las dos maletas de cartón piedra que había traído de St. Thomas, que contenían todas sus posesiones en este mundo, y por primera vez en la vida se dio cuenta de que era pobre. Resultaba verdaderamente peculiar no haberse dado cuenta antes de su pobreza, toda vez que era una huérfana que no había heredado nada. Bueno, nada aparte de una pierna de pega y una mano derecha deforme a la que le faltaban dos dedos. Como si leyera sus pensamientos, la señora Harrison habló entonces:
—Vámonos de compras.
Se fueron al centro comercial «South Coast Plaza», donde compraron muchísima ropa, libros y todo lo que ella quiso. Regina temía que estuvieran gastando demasiado y fueran a tener que comer judías durante un año para equilibrar el presupuesto familiar —a ella no le gustaban las judías—, pero ellos no fueron capaces de captar sus insinuaciones sobre las virtudes de la frugalidad. Finalmente tuvo que frenarles so pretexto de que la debilidad de su pierna la estaba molestando.
Al salir de la galería de tiendas fueron a cenar a un restaurante italiano. Ella había comido dos veces fuera, pero sólo en un local de comida rápida en donde el propietario sirvió hamburguesas y patatas fritas a todos los niños del orfanato. Aquél era un verdadero restaurante donde había tanto que admirar que apenas podía comer, defenderse en la conversación de la mesa y disfrutar del sitio, todo al mismo tiempo. Las sillas no estaban hechas de plástico endurecido, ni tampoco los cuchillos y los tenedores. Los platos no eran de papel o poliestireno, y las bebidas venían en vasos adecuados lo que debía significar que los clientes de los restaurantes de verdad no eran tan toscos como los de los sitios de comidas rápidas y podían fiarse de ellos con las cosas rompibles. Las camareras no eran adolescentes y servían la comida directamente en la mesa en vez de entregarla a través de un mostrador, junto a la caja registradora. ¡Y no te la hacían pagar hasta después de habértela comido!
Más tarde, ya de vuelta a la casa de los Harrison, cuando Regina hubo desempaquetado sus cosas, se hubo cepillado los dientes y puesto el pijama, se hubo quitado el aparato de la pierna y metido en la cama, los Harrison entraron a desearle buenas noches. El señor Harrison se sentó en el borde de la cama y le dijo que al principio todo podía parecerle extraño, incluso inquietante, pero que muy pronto se sentiría a gusto. Luego la besó en la frente.
—Que tengas dulces sueños, princesa —le dijo.
Luego fue la señora Harrison la que se sentó también en el borde de la cama. Le habló durante un rato de todas las cosas que iban a hacer juntas los días próximos y a continuación besó a Regina en la frente.
—Buenas noches, querida. —Y apagó la luz del techo al salir por la puerta hacia el pasillo.
Como a Regina no le habían dado jamás un beso de buenas noches, no supo qué responder. A algunas monjas les gustaba abrazar y de vez en cuando les agradaba darte un abrazo afectuoso, pero ninguna de ellas era besucona. Por lo que Regina podía recordar, un parpadeo de las luces de los dormitorios era la señal para estar en la cama en quince minutos, y cuando las luces se apagaban definitivamente cada niño tenía que arroparse por su cuenta. Ahora la habían arropado dos veces y le habían dado dos besos de despedida, todo en la misma noche, y le había cogido tan de sorpresa que no había besado a cambio a ninguno de los dos. Ahora se daba cuenta de que quizá debía haberlo hecho.
—Eres una chiflada, Regina —se dijo en voz alta.
Tumbada en su magnífica cama, con las rosas pintadas trepando alrededor en medio de la oscuridad, Regina imaginó la conversación que mantendrían ellos en aquel momento en su dormitorio:
¿Te ha dado un beso de buenas noches?
No, ¿y a ti?
No. Tal vez sea muy reservada.
Tal vez sea un neurótico demonio infantil.
Sí, como el niño del Presagio.
¿Sabes lo que me preocupa?
Que venga y nos deguelle mientras dormimos.
Escondamos todos los cuchillos de la cocina.
Y también las herramientas peligrosas.
¿Guardas todavía la pistola en la mesita de noche?
Si, pero ningún arma la detendrá.
Gracias a Dios que tenemos un crucifijo.
Nos turnaremos para dormir.
Envíala mañana al orfelinato.
—Estás chiflada —repitió Regina—. Mierda. —Suspiró—. Lo siento, Señor. —Luego juntó la manos en actitud de rezo y dijo en voz baja—: Dios mío, si convences a los Harrison de que me den otra oportunidad, nunca más volveré a decir mierda y seré una chica mejor. —Aquello no parecía un trato demasiado bueno bajo el punto de vista de Dios, así que le ofreció otros sacrificios—: Continuaré teniendo un promedio A en el colegio, no volveré a echar jalea en la pila del agua bendita y pensaré seriamente si me hago monja. —Todavía era poco—. Y me comeré las judías. —Eso tenía que valer. Dios probablemente se sentía orgulloso de las judías. Al fin y al cabo, Él había creado todas las clases de judías que existían. Su negativa a comer judías verdes, habichuelas, frijoles, blancas y toda clase de judías estaba sin duda anotada en el Cielo, donde ella estaría inscrita en el Gran Libro de Insultos a Dios: Regina, actualmente diez años de edad, piensa que Dios metió realmente la pata cuando creó las judías. Lanzó un bostezo. Se sentía ya mejor sobre sus oportunidades con los Harrison y sobre sus relaciones con Dios, pese a no sentirse más a gusto respecto al cambio de dieta. De cualquier forma, se quedó dormida.
Lindsey se lavaba la cara en el cuarto de baño principal limpiándose los dientes y cepillándose el cabello, mientras Hatch hojeaba el periódico sentado en la cama. Leía la primera página de ciencia por ser donde estaba la verdadera noticia de aquellos días. Luego pasó a la sección de entretenimientos y leyó su tira favorita de cómics antes de volver finalmente a la sección A, donde las más recientes hazañas de los políticos eran tan aterradoras y misteriosamente divertidas como de costumbre. En la página tres vio la historia de Bill Cooper, el repartidor de cerveza cuyo camión habían encontrado atravesado en la carretera de la montaña aquella fatídica noche nevada de marzo.
A los dos días de haber sido resucitado, Hatch había oído decir que el camionero había sido acusado de conducir embriagado y que el porcentaje de alcoholemia en su sangre era el doble del señalado por la ley para ser condenado. George Glover, el abogado de Hatch, le preguntó si deseaba demandar a Cooper o a la empresa para la que trabajaba, pero Hatch no era amante de los litigios. Además, temía quedar empantanado por el lerdo y espinoso mundo de los abogados y tribunales. Estaba vivo y eso era lo único que importaba. Sin la denuncia de Hatch, el fiscal promovería de oficio una acusación contra el camionero por conducir en estado de embriaguez y ya le satisfacía dejar que continuara así el sistema.
Había recibido dos cartas de William Cooper, la primera cuatro días después de su reanimación. Era una carta aparentemente sincera, aunque extensa y obsequiosa, en la que se disculpaba y solicitaba su perdón y que le había sido enviada al hospital donde Hatch desarrollaba sus ejercicios de fisioterapia. «Demándeme si lo desea —escribía Cooper—. Me lo merezco. Le daría cuanto usted quisiera, aunque no tengo mucho pues no soy un hombre rico. Pero con independencia de que me demande usted o no, espero muy sinceramente que su generoso corazón me perdone de una forma u otra. De no haber sido por el doctor Nyebern y su maravilloso equipo, seguro que usted estaría muerto y yo llevaría su muerte en mi conciencia el resto de mis días». Divagaba así a lo largo de cuatro páginas, con una caligrafía apretada, menuda y a veces enigmática.
Hatch contestó a Cooper con una breve nota en la que le aseguraba que no tenía intenciones de demandarle ni abrigaba animosidad alguna contra él. También le instaba a buscar asesoramiento sobre el problema del abuso de alcohol si es que no lo había hecho ya.
Unos días después, cuando Hatch vivía ya de nuevo en su casa y se había reincorporado a su trabajo, tras haber soportado la tormenta de los periodistas, le llegó una segunda misiva de Cooper. Inexplicablemente, Cooper le pedía ayuda para recuperar su trabajo de camionero, del que había sido despedido a causa de las acusaciones que la Policía formuló en contra suya. «Es cierto que ya me habían pillado dos veces conduciendo borracho —escribía Cooper—, pero en ambos casos iba conduciendo mi coche, en mi tiempo libre, no durante las horas de trabajo. Ahora me he quedado sin empleo y están tratando de quitarme el carnet de conducir, lo cual me pone las cosas más difíciles. Quiero decir que ¿cómo voy a encontrar un nuevo trabajo sin el carnet? Por su amable respuesta a mi primera carta, deduzco que ha demostrado usted ser un excelente caballero cristiano, así que si usted hablara en mi favor sería una gran ayuda para mí. A fin de cuentas, usted no ha terminado muerto y, de hecho, ha sacado de todo este asunto mucha publicidad, que sin duda debe haberle ayudado considerablemente en su negocio de antigüedades».
Asombrado y singularmente furioso, Hatch archivó la carta sin contestarla. Y pronto la apartó de su mente, pues le espantó el enojo que surgía de su interior cada vez que pensaba en ella. Ahora, según la breve historia de la página tres del periódico, el abogado de Cooper había conseguido que le absolvieran de todos los cargos que le imputaban basándose en un solo error técnico en el procedimiento de la Policía. El artículo del periódico incluía un resumen de tres frases y una absurda referencia a que Hatch «ostentaba el actual récord de haber estado muerto el tiempo más largo hasta su exitosa resucitación», como si hubiera preparado la difícil prueba con la esperanza de ganarse un lugar en el próximo Libro Guinness de los Récords.
Otras revelaciones del artículo obligaron a Hatch a lanzar improperios en voz alta y a ponerse rígido sobre la cama al leer que Cooper iba a demandar a su patrono por despido improcedente y que esperaba recuperar su trabajo o, en su defecto, una enjundiosa liquidación económica. «He sufrido una considerable humillación a manos de mi antiguo jefe, a consecuencia de la cual mi salud se ha visto afectada por serios problemas de estrés —declaraba Cooper a los periódicos, desembuchando obviamente la declaración escrita de su abogado, aprendida de memoria—. Eso a pesar de que el señor Harrison me ha escrito para decir que me considera inocente de lo sucedido aquella noche».
La ira obligó a Hatch a bajar de la cama. Sentía la cara encendida y le temblaban incontrolablemente las manos. Ridículo. Un borracho bastardo estaba tratando de recuperar su empleo usando como aval la compasiva nota de Hatch, tergiversando completamente lo que él había escrito en ella. Era un engaño. Era incomprensible.
—¡Qué inaudita frescura! —exclamó Hatch, furioso, apretando los dientes.
Dejó caer a sus pies la mayor parte del periódico y, estrujando con la mano derecha la página que contenía el artículo, salió precipitadamente del dormitorio y bajó las escaleras de dos en dos. Al entrar en el despacho arrojó el periódico sobre el escritorio, abrió airadamente una puerta del armario y tiró del cajón superior de los tres que tenía una consola archivadora.
Había archivado las cartas manuscritas de Cooper y, aunque no tenían membrete impreso, sabía que el camionero había incluido un número telefónico además del remite en ambas misivas. Se hallaba tan turbado que pasó de largo el legajo en el que estaban guardadas —rotulado como ASUNTOS VARIOS— y maldijo en voz baja pero con fluidez al no encontrarlo. Luego volvió a empezar por el principio y lo sacó. Mientras repasaba su contenido, otras cartas se deslizaron fuera del legajo y cayeron ruidosamente a sus pies. La segunda carta de Cooper llevaba un número de teléfono cuidadosamente escrito a mano en la parte superior. Hatch volvió a meter el desarreglado legajo en el archivo y corrió al teléfono del escritorio. Le temblaba tanto la mano que no era capaz de leer el número, así que dejó la carta sobre el papel secante, bajo el cono de luz que proyectaba la lámpara de latón de la mesa. Marcó el número de William Cooper, con intención de echarle una bronca. La línea estaba ocupada. Hundió el dedo pulgar en el botón desconectando y marcó de nuevo. Seguía ocupada.
—¡Hijo de perra!
Colgó de golpe, pero volvió a levantar el aparato, pues era lo único que podía hacer para desahogarse. Marcó el número por tercera vez usando el botón automático redial. Naturalmente, seguía comunicando, pues todavía no había transcurrido más de medio minuto desde que lo había intentado. Colgó el auricular dando un golpe tan fuerte que casi rompió el teléfono. La pueril rabieta de su reacción le espantaba hasta cierto punto, pero aquella parte suya estaba fuera de control y la sola conciencia de su exaltación no le ayudaba a recuperar el dominio de sí mismo.
—¿Hatch?
Alzó la cabeza con sorpresa al oír pronunciar su nombre y vio a Lindsey, con la bata de baño puesta, de pie en la entrada, entre el ropero y el vestíbulo.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella, frunciendo el ceño.
—¿Que qué pasa? —exclamó él, sintiendo que su furia crecía irracionalmente, como si ella estuviera en cierto modo aliada con Cooper y quisiera hacerle ver que ignoraba aquel último giro de los acontecimientos—. Te diré lo que pasa. ¡Han exculpado a ese bastardo de Cooper! ¡El hijo de perra me mata, me echa de la maldita carretera y me mata, luego queda libre de culpa y ahora tiene la desfachatez de intentar usar la carta que le escribí para recuperar su empleo! —Levantó el periódico arrugado y se lo mostró casi con aire acusador, como si ella supiera ya su contenido—. ¡A recuperar su trabajo… para que pueda seguir echando y matando a más gente de la maldita carretera!
Lindsey, con aspecto preocupado y confuso, entró en el cuarto ropero.
—¿Que le han exculpado? ¿Cómo es eso?
—Tecnicismos. ¿No resulta curioso? ¡Un policía escribe mal una palabra en la citación o algo parecido, y el tipo queda libre!
—Cálmate, querido…
—¿Que me calme? ¿Que me calme? —Agitó otra vez el periódico arrugado—. ¿Sabes qué otra cosa dice aquí? El imbécil ha vendido su historia a este asqueroso periódico sensacionalista, el mismo que anduvo detrás de mí y que rechacé. De modo que ahora este borracho hijo de perra les vende a ellos su historia sobre… —estaba tan enfadado que asperjaba de saliva al hablar; cuando encontró el artículo empezó a leerlo—, sobre «su dura prueba emocional y el papel que desempeñó en el rescate que salvó la vida del señor Harrison». ¿Qué parte tuvo él en mi rescate? Salvo que usó su onda de radio pidiendo ayuda después de que nos saliésemos de la carretera, ¡lo cual no nos habría ocurrido si él no hubiera estado allí de aquella forma! ¡No sólo conserva su permiso de conducir y probablemente vuelva a su antiguo trabajo, sino que está sacando dinero de este asunto! ¡Si lograra poner mis manos sobre ese bastardo, le mataría, te juro que lo haría!
—No estás hablando en serio —dijo ella, impresionada.
—¡Puedes estar segura de que sí! ¡El irresponable y codicioso bastardo! Me gustaría pisarle unas cuantas veces la cabeza para meterle dentro un poco de sensatez, sumergirle en aquel río helado…
—Querido, baja la voz…
—Por qué diablo voy a bajar la voz en mi casa…
—Vas a despertar a Regina.
No fue la mención de la muchacha lo que le sacó de su ciega rabia, sino el ver su imagen en el espejo de la puerta del armario situado al lado de Lindsey. No parecía realmente él y por un instante vio a un joven con un espeso cabello oscuro cayéndole sobre la frente, con gafas de sol y vestido de negro. Sabía que estaba viendo al asesino, pero el asesino parecía ser él. En aquel momento eran la misma persona. Aquel aberrante pensamiento —y la imagen del joven— se fue al cabo de un segundo o dos, dejando a Hatch contemplando su propia imagen.
Aturdido, no tanto por la alucinación como por aquella momentánea confusión de identidad, Hatch se miró fijamente en el espejo y se horrorizó, lo mismo por lo que veía ahora como por el breve vislumbre que había tenido del asesino. Parecía apoplético. Tenía el cabello en desorden, su rostro estaba rojo y contorsionado por la rabia, y sus ojos… eran los de un loco. Se recordó a sí mismo a su padre, lo cual era inconcebible, intolerable.
Había olvidado la última vez que había estado así de enfadado. De hecho, jamás había experimentado aquella cólera incomparable y hasta aquel momento se había imaginado a sí mismo incapaz de alcanzar un estallido de rabia o el intenso enojo que podía conducir a ella.
—No… no sé que ha sucedido.
Soltó la arrugada página del periódico y ésta golpeó sobre el escritorio y cayó al suelo con un crujiente ruido de frufré, que trajo a su recuerdo una imagen inexplicablemente viva…
… hojas secas y oscuras arrastradas por la brisa sobre el pavimento cuarteado de un derruido y abandonado parque de atracciones.
… y durante un momento él estaba allí, rodeado por la maleza que brotaba por entre las grietas del asfalto, las hojas muertas que formaban remolinos, la luna mirando ferozmente desde lo alto por entre las complicadas traviesas al aire libre de la vía de una montaña rusa. Luego se encontró otra vez en su despacho, apoyándose sin fuerzas sobre el escritorio.
—¿Hatch?
La miró parpadeando, incapaz de hablar.
—¿Qué te pasa? —preguntó ella, acercándose rápidamente a su lado y tocándole el brazo con precaución, como temiendo que pudiera hacerse añicos a su contacto… o tal vez como esperando que él respondiera a su contacto con un fuerte acceso de furia. Pero Hatch la rodeó con los brazos y la estrechó contra su pecho.
—Lindsey, lo siento. No sé lo que ha sucedido, qué ha ocurrido dentro de mí.
—No pasa nada.
—No, no es cierto. Me encontraba tan… tan furioso…
—Estabas enfadado, eso es todo.
—Lo siento —repitió él, con voz triste.
Aunque a ella sólo le pareciera un enfado, Hatch sabía que había sido algo más que eso, algo extraño, una cólera espantosa. Una terrible excitación. Una psicosis. Había sentido la depresión bajo sus pies, como si estuviera balanceándose al borde de un precipicio, apoyando únicamente los talones sobre el terreno firme.
A los ojos de Vassago, el monumento a Lucifer proyectaba una sombra incluso en la absoluta oscuridad, pero él podía todavía seguir viendo y disfrutando de los cadáveres en sus posturas de degradación. Estaba embelesado por el collage orgánico que había compuesto, por la contemplación de las formas humilladas y por el hedor que surgía de ellas. Su sentido del oído no era ni remotamente tan desarrollado como el de su visión nocturna, pero no creía que fueran sólo fruto de su imaginación los leves y húmedos sonidos de la descomposición, ante los que él se movía llevando el compás, como haría un amante de la música ante los acordes de Beethoven.
Cuando súbitamente se sintió abrumado por la rabia, no supo a ciencia cierta la causa. Al principio fue una especie de furia tranquila, curiosamente desenfocada. Se abrió a ella, disfrutó de ella y la alimentó para hacerla crecer. Por su mente pasó entonces la visión relampagueante de un periódico. No podía verlo con claridad, pero algo que había en una página era la causa de su cólera. Entornó los ojos cuanto pudo como si ello pudiera ayudarle a ver mejor las palabras. La visión pasó, pero la rabia permaneció. La alimentaba igual que un hombre feliz podía forzar conscientemente una risa más allá de su natural extensión sólo porque el sonido de la risotada le alentaba. Las palabras brotaron impulsivamente. «¡Qué inaudita frescura!».
No tenía ni idea de dónde había salido aquella exclamación, como tampoco había sabido por qué había pronunciado el nombre de «Lindsey» en voz alta en aquel salón de Newport Beach, hacía varias semanas, cuando comenzaron aquellas raras experiencias. Repentinamente, se sintió tan impulsado por la rabia que dio la espalda a su colección, cruzó a grandes zancadas la enorme cámara, subió a la rampa por donde en otro tiempo se balancearon navegando las góndolas de gárgola y salió al exterior, en medio de la noche. La luna le obligó a ponerse otra vez las gafas negras. Sentía la necesidad de moverse, de seguir adelante, y llegó al centro del parque abandonado, sin estar seguro de a quién o qué estaba buscando, lleno de curiosidad por lo que sucedería a continuación.
Por su mente pasaron unas ráfagas de imágenes como fragmentadas, sin que ninguna permaneciera el tiempo suficiente para permitir su contemplación: un periódico, un gabinete con estantes para libros, un mueble archivador, una carta escrita a mano, un teléfono… Avanzaba cada vez más deprisa, girando repentinamente hacia nuevas avenidas o aventurándose por pasadizos más angostos entre los decadentes edificios, en una infructuosa búsqueda del claro eslabón que le relacionara con el origen de las fugaces imágenes que aparecían y desaparecían de su mente.
Cuando pasó por la montaña rusa, la fría luz de la luna caía sobre el complicado laberinto de traviesas reflejándose de tal forma en la vía, que confería a las cintas gemelas de acero la apariencia de dos raíles de hielo. Levantó la vista para mirar fijamente la monolítica —y repentinamente misteriosa— estructura, y se escapó de él una colérica exclamación: «¡Sumergirle en aquel río helado!».
Una mujer dijo: Querido, baja la voz.
Aunque sabía que la voz había salido de su interior como complemento sonoro de las visiones fragmentadas, Vassago se volvió a buscarla. Ella estaba allí, en el ropero. Se encontraba de pie a aquel lado de la entrada, donde no tenía que estar, sin ninguna pared verdadera en derredor. A la izquierda de la entrada, a la derecha y por encima sólo estaba la noche. Y el callado parque de atracciones. Pero más allá de la entrada, al otro lado de la mujer que había de pie en ella, estaba lo que parecía ser el vestíbulo de una casa, una pequeña mesa con un jarrón de flores y una escalera curva que daba acceso al piso de arriba.
Era la misma mujer que tiempo atrás había visto en sus sueños, primero sentada en una silla de ruedas y más recientemente en un automóvil rojo que circulaba por una autopista bañada en el sol. Al dar un paso hacia la mujer, ésta dijo: Despertarás a Regina.
Vassago se detuvo, no porque temiese despertar a Regina, quienquiera que fuese la condenada de Regina, ni porque le faltaran ganas, que no le faltaban, de poner las manos encima de la mujer —¡tenía tanta vitalidad!—, sino porque se vio reflejado de cuerpo entero en la zona gris de la puerta, un espejo que flotaba de manera inverosímil en el aire de la noche. Desprendía muchos reflejos, salvo que no era él sino un desconocido que no había visto nunca, de su mismo tamaño pero tal vez del doble de su edad, delgado y sano, con el rostro demudado por la rabia.
El furioso semblante dio paso a otro de conmoción y disgusto, y tanto Vassago como el hombre de la visión dejaron de mirar al espejo y se dirigieron a la mujer de la puerta.
—Lindsey, lo siento —dijo Vassago.
Lindsey. El mismo nombre que había pronunciado tres veces en aquel salón de Newport Beach. Hasta ahora no había asociado el nombre a aquella mujer que se había presentado anónimamente tan a menudo en sus recientes sueños.
—Lindsey —repitió Vassago.
Esta vez habló por su propia voluntad y no repitiendo lo que decía el hombre del espejo, lo cual pareció hacer añicos la visión. El espejo y lo que éste reflejaba se desgranaron en mil millones de fragmentos, y lo mismo les ocurrió a la puerta y a la mujer de ojos negros. Mientras el silencioso parque bañado de luna reivindicaba la noche, Vassago alargó una mano hacia el espacio donde había estado la mujer. «Lindsey». Ansiaba tocarla. Tenía tanta vitalidad. «Lindsey». Quería abrirla en canal y estrechar su corazón con las dos manos para que su automático bombeo se detuviera, lenta, muy lentamente, hasta el paro total. Deseaba sujetar su corazón cuando le abandonara la vida y la muerte se posesionara de él.
Con la misma celeridad con que la rabia había invadido a Hatch, así le abandonó. Hizo una pelota con las páginas del periódico y la tiró a la papelera de la mesa, sin volver a mirar la historia acerca del camionero borracho. Cooper era un patético y autodestructivo perdedor que más pronto o más tarde atraería sobre sí su propio castigo; y sería peor de lo que Hatch le hubiera hecho.
Lindsey recogió las cartas que había desparramadas por el suelo delante del mueble archivador y las devolvió al legajo titulado ASUNTOS VARIOS. La carta de Cooper estaba al lado del teléfono, sobre el escritorio. Cuando Hatch la cogió, se quedó mirando la dirección que aparecía manuscrita en la parte superior, sobre el número del teléfono, y nuevamente acudió a él el fantasma de la cólera. Pero era una sensación más débil que la anterior y en un momento se desvaneció como un aparecido. Entregó la carta a Lindsey, que la metió en el legajo y la introdujo después en el archivador.
De pie a la luz de la luna y en medio de la brisa nocturna, guarecido entre las sombras de la montaña rusa, Vassago esperaba nuevas visiones. Estaba intrigado, aunque no sorprendido, por lo que acababa de acontecer. Había viajado al Más Allá y conocía la existencia de otro mundo, separado de éste por delgadísimas cortinas. De ahí que no le asombraran los acontecimientos de índole sobrenatural. Justo cuando empezaba a pensar que el enigmático episodio había llegado al final, una visión más aleteó por su mente. Vio una hoja suelta de una carta manuscrita. Papel blanco, arrugado. Tinta azul. Arriba había un nombre. William X. Cooper. Y una dirección de la ciudad de Tustin.
—Sumergirle en aquel río helado —murmuró Vassago, y en cierto modo supo que William Cooper representaba el objeto de la rabia indefinida que le había abrumado cuando se encontraba con su colección en la Casa de las Sorpresas. También que parecía relacionarle con el hombre que había visto en el espejo. Era una furia que él había abrazado y aumentado porque quería entender qué clase de ira era y por qué la sentía, pero también porque la rabia era la levadura del pan de la violencia, y la violencia era la comida habitual de su dieta.
De la montaña rusa se dirigió directamente al garaje subterráneo, donde esperaban dos coches. El Pontiac de Morton Redlow se encontraba aparcado en el rincón más apartado y oscuro. Vassago no lo había usado desde el último jueves por la noche, cuando había matado a Redlow y a la rubia. Pese a que creía que la niebla le había servido de cobertura, temía que el Pontiac pudiera haber llamado la atención de algún testigo que hubiera visto caer de él a la rubia en la autopista.
Ansiaba regresar a la tierra de la noche infinita y de la condenación eterna para estar nuevamente entre los de su clase, pero no quería ser abatido a tiros por la Policía sin haber completado su colección. Temía ser aún considerado no apto para entrar en el Infierno y ser devuelto al mundo de los vivos para iniciar otra colección si su ofrenda era incompleta cuando muriese.
El segundo coche era un Honda gris perla que había pertenecido a una mujer llamada Renata Desseux, a la que había propinado un golpe en la parte posterior de la cabeza en el aparcamiento de un centro comercial el sábado por la noche, dos noches después de su fiasco con la rubia. Ésta, en lugar de la neopunky llamada Lisa, se había convertido en la nueva pieza de su colección. Había quitado la placa de la matrícula del «Honda» y después de meterla en el maletero le había puesto las de un viejo Ford, en los suburbios de Santa Ana. Además, los Hondas abundaban tanto que se sentía seguro y anónimo con aquél. Abandonó el aparcamiento encaminándose a las colinas orientales del condado, escasamente pobladas, desde donde se contemplaba un panorama de luz dorada bañando las tierras bajas hasta donde alcanzaba la vista de norte a sur, desde las colinas al océano.
Urbanización incontrolada. Civilización descontrolada. Terrenos de caza.
La misma inmensidad del sur de California —miles de kilómetros cuadrados, decenas de millones de almas, incluso excluyendo el condado de Ventura al Norte y el de San Diego hacia el Sur— era una aliada de Vassago en su propósito de adquirir las piezas de su colección sin despertar el interés de la Policía. Tres de sus víctimas habían sido adquiridas en comunidades diferentes en el condado de Los Ángeles, dos de Riverside y el resto del Condado de Orange, a lo largo de muchos meses. Entre los cientos de personas desaparecidas durante ese tiempo, sus exiguas adquisiciones no afectarían de manera sustancial a las estadísticas como para alarmar al público o alertar a las autoridades.
También actuaba a su favor el hecho de que estos últimos años del siglo y del milenio constituyeron una era de inestabilidad. Muchas personas cambiaban de trabajo, de vecindad, de amigos o de cónyuge con poco o ningún interés de continuidad en la vida. Como consecuencia de ello, cada vez había menos personas que se percataran o se preocuparan de que alguien desapareciera, o que pidieran insistentemente a las autoridades una respuesta significativa por ello. Y, con harta frecuencia, las personas que desaparecían eran después encontradas con características distintas, cambiadas por su propia invención. Un joven ejecutivo podía trocar el duro quehacer de la vida de empresa por un trabajo de crupier en Las Vegas o Reno, y una joven madre —desilusionada por las exigencias de un niño y por un marido infantil—, llevada por el impulso del momento, podía terminar dando cartas, sirviendo copas o bailando en topless en una de esas mismas ciudades. Todos ellos dejaban atrás sus vidas anteriores como si la existencia de una clase media estándar fuera tan motivo de vergüenza como un pasado criminal. A otras personas se les encontraba hundidos en los brazos de variadas adicciones, viviendo en hoteles baratos e infestados de ratas, que alquilaban habitaciones por semanas a las legiones de mirada perdida de la contracultura. En California precisamente, muchas personas desaparecidas acababan incorporándose a las comunas religiosas de Marin County o de Oregon, adorando a un nuevo dios, o a la nueva manifestación de un dios antiguo, o simplemente a algún individuo de ojo astuto que decía ser el propio Dios.
Era una nueva era que desdeñaba las tradiciones y resultaba idónea para cualquier estilo de vida que uno persiguiese. Incluso una como la de Vassago.
Si hubiera dejado un rastro de cadáveres tras él, las similitudes entre las víctimas y el método seguido en los asesinatos hubieran servido de común denominador entre ellas. La Policía se habría dado cuenta de que andaba suelto un asesino de singular fortaleza y habilidad, y habría establecido una fuerza especial para capturarlo. Pero los únicos cuerpos que no se había llevado al Infierno de debajo de la Casa de las Sorpresas eran el de la rubia y el del detective privado, y de ninguno de ellos se deduciría patrón alguno, pues los dos habían muerto de manera radicalmente distinta. Además, todavía podían transcurrir algunas semanas hasta que encontraran el cadáver de Morton Redlow. Los únicos nexos entre Redlow y la neopunky eran el revólver del detective, con el que había sido muerta la muchacha, y su coche del que la habían arrojado. El coche estaba bien seguro, escondido en el rincón más apartado del garaje del parque abandonado desde hacía mucho tiempo. El arma se encontraba en la nevera portátil de poliestireno con las galletas «Oreo» y otros alimentos, en el fondo del hueco del ascensor, dos pisos más abajo de la Casa de las Sorpresas. No pensaba volver a usarla.
No llevaba armas, pues, cuando, después de conducir un buen trecho hasta el Norte por el condado, llegó a las señas que había entrevisto en la carta manuscrita durante su visión. William W. Cooper, quienquiera que fuese y si existía realmente, vivía en un atractivo complejo de apartamentos con jardín llamado Palm Court. El nombre del lugar y el número de la calle estaban grabados en un decorativo cartel de madera, profusamente iluminado por delante y amparado por las palmeras que daban nombre al lugar.
Vassago cruzó Palm Court, dobló la esquina de la derecha y aparcó a dos manzanas de distancia. No quería que nadie recordara haber visto pararse un Honda delante del edificio. Ni deseaba liquidar en seguida al tal Cooper. Sólo pensaba hablar con él, hacerle algunas preguntas, especialmente sobre aquella perra de ojos y cabello negro llamada Lindsey. Pero se estaba metiendo en una situación que no entendía y necesitaba tomar todas las precauciones posibles. Además la verdad era que estos días mataba a la mayoría de las personas con las que aborrecía hablar un solo instante.
Después de cerrar el cajón del archivo y apagar la lámpara del despacho, Hatch y Lindsey se detuvieron en la habitación de Regina para asegurarse de que estaba bien y se acercaron silenciosamente a la cama. La luz del vestíbulo, que entraba por la puerta, revelaba que la niña dormía profundamente. Apoyaba en la barbilla los pequeños nudillos de su mano cerrada y respiraba regularmente por entre los labios entreabiertos. Si estaba soñando, su sueño debía ser agradable.
Al verla tan terriblemente joven, Hatch sintió un pellizco en el corazón. Le costaba trabajo creer que él hubiera sido tan joven como era Regina, pues la juventud era inocencia. Criado bajo la odiosa y opresiva mano de su padre, él había perdido la inocencia a una edad temprana, a cambio de adquirir una capacidad de psicología aberrante, que le había permitido sobrevivir en un hogar donde el odio y la brutal «disciplina» eran la recompensa de los errores y los malentendidos inocentes. Sin embargo, sabía que Regina no podía ser tan tierna como aparentaba, pues la vida le había dado motivos para desarrollar una piel recia y un corazón blindado.
Sin embargo, por duros que pudieran ser niña y hombre, los dos eran vulnerables. De hecho, Hatch era en aquel momento más vulnerable que la niña. De haberle dado a escoger entre las dolencias de ella —la pierna coja y la mano deforme e incompleta—, cualesquiera que fuesen los daños causados en alguna región profunda de su cerebro, habría elegido sin dudar los defectos físicos de la muchacha. Las recientes experiencias, incluyendo el inexplicable arrebato de ira que se había convertido en ciega furia, hacían que Hatch no se sintiera enteramente bajo su propio control. Y desde que era un muchacho con el aterrador ejemplo de su padre para configurar sus temores, nada le había dado más miedo que perder el control de sí mismo.
No te defraudaré, prometió a la niña dormida. Miró a Lindsey, a la que debía sus dos vidas, la de antes y la de después de morir, y silenciosamente le hizo la misma promesa: no te defraudaré. Aunque se preguntó si podría cumplir sus promesas.
Se dirigieron después a su dormitorio y, con las luces apagadas, ya en su cama separada en dos mitades, Lindsey habló.
—El doctor Nyebern debería tener mañana todos los resultados de la prueba.
Hatch había pasado en el hospital casi todo el sábado dando muestras de sangre y orina, y sometiéndose a las exploraciones radiológicas y sonográficas. Le habían conectado más electrodos y había recibido más energía de la que había recibido la criatura del doctor Frankenstein por las cometas lanzadas al aire en una noche de tormenta, en las viejas películas.
—Cuando hablé hoy con él, me dijo que todo parecía bien. Estoy seguro de que el resto de las pruebas serán también negativas. Lo que me esté ocurriendo no tiene nada que ver con ningún daño mental o físico causado por el accidente o por haber estado… muerto. Mi salud es buena, me encuentro bien.
—¡Oh, Dios mío!, eso espero.
—Estoy bien.
—¿De verdad lo crees?
—Sí, lo creo realmente. Así es.
Hatch se preguntó cómo podía mentir tan fácilmente a su esposa. Tal vez porque la mentira no pretendía herirla o dañarla, sino simplemente tranquilizarla para que durmiera un poco.
—Te quiero —dijo ella.
—Yo también te quiero a ti.
Dos minutos después —poco antes de la medianoche, según marcaba el reloj digital de la mesilla—, ella se durmió y empezó a resoplar suavemente.
Hatch no lograba conciliar el sueño, preocupado por lo que podía averiguar al día siguiente sobre su futuro… o su carencia de él. Imaginaba la cara gris y torva que pondría el doctor Nyebern al darle la triste noticia de haber detectado alguna sombra significativa en algún lóbulo cerebral de su paciente Hatch, una zona de células muertas, una lesión un quiste, o un tumor. Algo gravísimo. Inoperable. Y, sin duda, de fatales consecuencias.
Se había sentido más confiado tras haber superado los hechos de la noche del jueves y la mañana del viernes, cuando había soñado con el asesinato de la rubia y después recorrió la ruta 133 saliendo por la rampa de la autopista de San Diego. El fin de semana había transcurrido sin novedad y el día anterior, animado y alegre por la llegada de Regina, había sido delicioso. Pero entonces había perdido el control al ver en el periódico la noticia sobre Cooper. No le había hablado a Lindsey de la extraña imagen que había visto reflejada en el espejo del gabinete. Esta vez era incapaz de presentarlo como un acto de sonambulismo, ocurrido medio despierto, medio dormido. Entonces estaba plenamente despierto, lo que significaba que la imagen del espejo era una alucinación de algún tipo. Y un cerebro sano no sufría alucinaciones. No se lo había contado porque sabía que tendría bastante que compartir al recibir al día siguiente el resultado de las pruebas.
Desvelado, se puso a pensar de nuevo en el artículo del periódico, aunque se había hecho el propósito de no recordarlo más. Trataba de apartar sus pensamientos de William Cooper, pero volvía de nuevo al tema de la misma forma en que podía hurgarse obsesivamente un diente dolorido con la lengua. Era casi como si estuviera siendo forzado a pensar en el camionero, como si un gigantesco imán mental atrajera inexorablemente sus pensamientos en aquella dirección. Para su consternación, la cólera empezó pronto a apoderarse de él otra vez. Peor aún; casi en el acto, la cólera estalló en furia y en un hambre de violencia tan grande que se vio obligado a cerrar los puños a los costados, a apretar los dientes y a realizar un supremo esfuerzo para no lanzar un grito primitivo de rabia.
Vassago observó las hileras de buzones que había en el pasillo de la entrada principal a los apartamentos ajardinados y averiguó que el de William Cooper era el número veintiocho. Siguió el pasillo hasta el patio, que estaba lleno de palmeras, ficus, helechos y, para su gusto, demasiadas luces de jardín, y subió por una escalera exterior hasta la galería cubierta que daba acceso a las unidades de dos pisos del complejo de doble planta.
No había nadie a la vista. Palm Curt estaba en silencio, en paz. Pasaban pocos minutos de la medianoche, pero las luces del apartamento de Cooper estaban encendidas. Vassago podía oír un televisor a bajo volumen en el interior. La ventana del lado derecho de la puerta estaba cubierta por una persiana Levolor y no presentaba una sola rendija. Vassago veía iluminada una cocina sólo por el círculo que despedía una bombilla de pocos vatios dentro de la pantalla.
A la izquierda de la puerta del apartamento, en el salón, había una ventana más grande que daba a la galería y al patio. Sus cortinas no estaban totalmente cerradas y por una abertura se veía a un hombre acomodado en un sillón ajustable con las piernas extendidas, delante de un televisor. Tenía la cabeza ladeada, con la cara vuelta hacia la ventana, y parecía dormido. Sobre una mesita próxima al sillón había un vaso con dos dedos de líquido dorado y una botella de Jack Daniel’s medio vacía. Una bolsa de pastelillos de queso se había roto y sobre la alfombra verdosa aparecía diseminado parte de su contenido de un color naranja brillante.
Vassago examinó detenidamente los dos lados de la galería y aquella parte del patio. Todo continuaba desierto. Intentó abrir la ventana del salón de Cooper deslizándola, pero estaba corroída o cerrada con pestillo. Avanzó a la derecha otra vez, en dirección a la ventana de la cocina, pero se detuvo delante de la puerta y, sin muchas esperanzas, probó a abrirla. El pestillo no estaba corrido. Empujó hasta abrirla, traspasó el umbral… y la cerró, echando el pestillo después de entrar.
El hombre del sillón, probablemente Cooper, no se alteró lo más mínimo cuando Vassago corrió totalmente las cortinas de la ventana del amplio salón. Si alguien pasaba por la galería no podría ver lo que había dentro. Se aseguró de que no había nadie más en la cocina, el comedor y el salón, y después Vassago recorrió como un felino el cuarto de baño y los dos dormitorios (uno sin amueblar, usado como cuarto trastero) que componían el resto del apartamento. El hombre del sillón estaba solo.
En la cómoda del dormitorio, encontró un manojo de llaves y una cartera que contenía cincuenta y ocho dólares, de los que se apoderó, y un permiso de conducir a nombre de William X. Cooper. La foto del carnet correspondía al hombre del salón, unos cuantos años más joven y, naturalmente, sin el estupor de la embriaguez. Volvió al salón con el propósito de despertar a Cooper y mantener una conversación informativa con él. ¿Quién era Lindsey? ¿Dónde vivía?
Pero a medida que se aproximaba al sillón empezó a sentir una oleada de rabia por todo su ser, demasiado repentina e inmotivada para proceder de él, más bien como si fuese una radio humana que recibiera las emociones de otra persona. Y lo que estaba recibiendo era la misma rabia que le había sacudido cuando se hallaba con su colección en la Casa de las Sorpresas, hacía escasamente una hora. Igual que antes, se abrió a la sensación y la potenció con su propia rabia, preguntándose si percibiría visiones, como le había ocurrido antes. Pero esta vez, mientras permanecía de pie mirando a William Cooper, la rabia se convirtió repentinamente en una furia irracional y perdió el control de sí mismo. Echó mano a la botella de Jack Daniel’s que había en la mesa, junto al sillón, agarrándola por el cuello.
Tendido rígidamente sobre la cama y apretando tanto los puños que hasta las romas uñas se le clavaban en las palmas, Hatch tenía la loca sensación de que su mente había sido invadida. Su fugaz enfado había sido como abrir una puerta sólo el grueso de un pelo desde el otro lado para introducir una palanca y arrancarla de sus goznes. Sentía que algo innombrable se agitaba en su interior, una fuerza sin forma ni rostro, definida sólo por su odio y su cólera. Tenía la furia de un huracán, de un tifón, fuera de las dimensiones humanas, y él se consideraba a sí mismo un recipiente demasiado pequeño para dar cabida a toda la rabia que le estaban insuflando dentro. Tenía la sensación de ir a estallar en mil pedazos, como si en vez de un hombre fuera una estatuilla de vidrio.
Estrelló con tal fuerza la botella medio vacía de Jack Daniel’s en un lado de la cabeza del hombre dormido, que sonó casi como el estampido de un disparo de escopeta. El líquido y los afilados fragmentos de cristal saltaron por el aire y se esparcieron como un chaparrón contra el televisor, los demás muebles y las paredes. El aire se saturó de olor a whisky de maíz y centeno, pero por debajo de ello se percibía el tufillo de la sangre, pues el lado golpeado y herido de la cara de Cooper sangraba copiosamente. El hombre ya no dormía sólo. El golpe le había sumido en un nivel más profundo de inconsciencia.
Vassago se quedó con el cuello partido de la botella en la mano. El gollete terminaba en tres afilados picos de cristal que goteaban whisky y que le recordaban los colmillos de una serpiente, bañados en veneno. Cambió el arma de mano, la levantó por encima de su cabeza y la dejó caer con un silbido de feroz rabia. La serpiente de cristal se hundió profundamente en la cara de William Cooper.
La ira volcánica que irrumpió dentro de Hatch era distinta a todo lo que había experimentado antes, muy superior a la alcanzada jamás por su padre. En realidad era algo que él no podía haber generado dentro de sí, por la misma razón que uno no podía fabricar ácido sulfúrico en un caldero de papel: el recipiente habría sido desintegrado por la propia sustancia que iba a contener. En su interior afluyó a borbollones una cólera semejante a una corriente de lava de alta presión, tan caliente que sintió ganas de gritar pero tan abrasadora que no le dio tiempo de hacerlo. Perdió la conciencia y quedó sumergido en una piadosa oscuridad sin sueños, donde no había cólera ni terror.
Vassago se dio cuenta de que estaba gritando con un regocijo mudo y salvaje. Tras quince o veinte golpes, el arma de vidrio se habría desintegrado por completo. Finalmente, dejó caer de mala gana el corto fragmento de botella que sostenía en su garra de blancos nudillos y se arrojó gruñendo contra el sillón de imitación de piel, volcándolo y haciendo rodar al hombre muerto sobre la alfombra verdosa. Agarró la mesa por un extremo y la lanzó contra el televisor, donde Humphrey Bogart se sentaba ante un tribunal castrense haciendo girar un par de bolas de cojinete en su mano curtida mientras hablaba de unas fresas. La pantalla estalló y Bogart quedó convertido en una rociada de chispas amarillas, cuya visión encendió en Vassago nuevos fuegos de destructivo frenesí. Tiró al suelo una mesita de café, arrancó de las paredes dos grabados de K. Mart, hizo añicos los cristales de sus marcos y derribó de un manotazo una colección barata de piezas de cerámica que había sobre la repisa de la chimenea. Nada le habría gustado más que seguir destrozando de cabo a rabo el apartamento, romper todos los platos de los armarios de la cocina, reducir a cascotes la cristalería, sacar los alimentos del frigorífico para estamparlos contra las paredes, y golpear las piezas del mobiliario unas contra otras hasta verlo todo roto y desbaratado. Pero se detuvo al oír el ruido de unas sirenas, ahora lejanas pero acercándose rápidamente, cuyo significado traspasó incluso la niebla del sanguinario frenesí que envolvía sus pensamientos. Se dirigió hacia la puerta, pero cambió de opinión al darse cuenta de que los vecinos podían haber salido al patio o estar observando desde las ventanas. Abandonó el salón, cruzó el corto pasillo y se acercó a la ventana del dormitorio principal. Descorrió las cortinas y echó un vistazo al tejado del garaje que se extendía a lo largo del edificio. Más allá había una callejuela, limitada por la tapia de los bloques. Liberó el pestillo de la doble ventana, empujó el postigo hacia arriba y deslizó su cuerpo por la angosta abertura hasta pisar el tejado del largo garaje. Seguidamente fue rodando hasta el alero y se dejó caer hasta dar con los pies en el pavimento de la calle, como si fuera un gato. Se le cayeron las gafas negras, las recogió rápidamente y volvió a ponérselas. Echó a correr después velozmente a la izquierda, hacia la parte posterior del edificio, en el momento que las sirenas se dejaban oír más fuerte, mucho más fuerte, muy cerca. Al llegar al flanco siguiente del muro que rodeaba el edificio, de dos metros y medio de altura, y hecho con cemento, la escaló rápidamente con la habilidad de una araña moviéndose por una superficie porosa. Se encontró en otra callejuela que servía de aparcamiento de coches en la parte posterior de otro bloque de apartamentos. De esta manera emprendió la huida, de callejón en callejón, guiándose por puro instinto por aquel laberíntico lugar, hasta que llegó a la calle donde tenía aparcado su Honda gris perla, a media manzana de distancia. Entró en el coche, puso en marcha el motor y se alejó de allí lo más serenamente que pudo, sudando y respirando tan agitadamente que llenaba de vaho los cristales de las ventanillas. Refocilándose en la fragante mezcolanza de whisky, sangre y sudor, se sentía tan tremendamente excitado y tan profundamente satisfecho de la violencia que había desatado, que se puso a golpear el volante, dejando escapar unas siniestras carcajadas. Siguió conduciendo al azar un buen rato, de calle en calle, sin saber adónde iba. Cuando sus carcajadas cesaron y su corazón detuvo su desenfrenada carrera, empezó a orientarse gradualmente y emprendió la marcha hacia el Sur y el Este, en dirección a su escondite.
Si William Cooper tenía alguna conexión con la mujer llamada Lindsey, esa pista se le había cerrado ahora para siempre. Pero no estaba preocupado. Ignoraba lo que le estaba sucediendo, por qué Cooper o Lindsey o el hombre del espejo habían sido traídos a su atención a través de aquellos medios sobrenaturales, pero estaba seguro de que si confiaba únicamente en su dios negro, todo se aclararía con el tiempo.
Empezaba a preguntarse si el Infierno no le habría dejado salir de allí deliberadamente, si no le habrían devuelto al mundo de los vivos para usarle como instrumento con ciertas personas a las que el dios de las tinieblas quería ver muertas. Tal vez no hubiera sido desterrado del Infierno, sino enviado otra vez al mundo de los vivos en una misión destructora que sólo paulatinamente se haría comprensible. Si ése era el caso le complacía ser el instrumento de la oscura y poderosa divinidad en cuya compañía ansiaba estar, y esperaba con impaciencia cualquiera que fuese la misión que se le fuera a encomendar.
Al rayar el alba, tras varias horas de un sueño profundo semejante casi a una muerte total, Hatch se despertó sin saber dónde estaba. Por un momento anduvo a la deriva en la confusión hasta que se le clarificó la orilla de la memoria: el dormitorio, Lindsey respirando suavemente y durmiendo a su lado, la primera luz de un color gris ceniciento de la mañana, como un fino polvo de plata en los cristales de la ventana.
Cuando recordó el inexplicable e inhumano acceso de furor que le había sacudido con aquella fuerza paralizante, se sintió rígido de pavor. Quiso saber entonces hasta dónde le habría llevado aquella espiral de rabia, y en qué acto de violencia habría concluido, pero su mente estaba en blanco. Le pareció haber perdido la noción de todo, como si aquella furia anormalmente intensa hubiera sobrecargado los circuitos de su cerebro y fundido un fusible o dos. ¿Perder la consciencia o desmayarse? En el primer caso podía haber pasado toda la noche en la cama, exhausto, tan inmóvil como una piedra en el fondo del mar. Pero si se había desmayado, permaneciendo consciente pero ajeno a lo que estaba haciendo, en una fuga psicótica, sólo Dios sabía lo que podía haber hecho. De repente sintió que Lindsey estaba en un grave peligro. Con el corazón golpeándole como un martillo contra el armazón de sus costillas, se incorporó en la cama y miró a Lindsey. La luz del amanecer, que entraba por la ventana, era demasiado tenue para verla claramente. Lindsey no era más que un cuerpo nebuloso bajo las sábanas.
Alargó el brazo para encender la lámpara de la mesilla, pero dudó, temiendo lo que podía ver. Yo nunca heriría a Lindsey, nunca, pensó con desespero. Pero recordó muy bien que aquella misma noche había dejado enteramente de ser él durante un rato. Su rabia contra Cooper parecía haber abierto una puerta en su interior y haber dado paso a un monstruo de un vasto y tenebroso más allá.
Finalmente, encendió la lámpara temblando, y vio que Lindsey seguía incólume, tan bella como siempre, durmiendo con una pacífica sonrisa. Sumamente aliviado, apagó la lámpara… y pensó entonces en Regina. La máquina de la ansiedad funcionaba otra vez. Ridículo. Él no dañaría a Regina más que a Lindsey. Era una niña indefensa. Pero le resultaba imposible dejar de agitarse, de dudar. Se bajó de la cama sin despertar a su mujer. Cogió el albornoz del respaldo del sillón, se lo puso y salió silenciosamente del dormitorio. Salió descalzo al pasillo, iluminado abundantemente con la luz de la mañana por un par de claraboyas y siguió hacia la habitación de Regina. Al principio caminó deprisa, pero luego lo hizo más lentamente, presa de un miedo tan agobiante como dos botas de plomo. Tenía la visión de que la cama de caoba pintada de rosas estaba salpicada de sangre y las sábanas empapadas de rojo. Le rondaba la loca idea de que encontraría a la niña con el rostro desfigurado por trozos de cristal. La extraña peculiaridad de aquella imagen le convenció al fin de que inconsciente había hecho algo impensable.
Abrió cautelosamente la puerta y miró dentro del cuarto de la muchacha, pero ésta dormía tan pacíficamente como Lindsey, en la misma postura en que la había dejado por la noche cuando él y su esposa la visitaron antes de ir a acostarse. No había sangre, ni cristales rotos. Tragó saliva con dificultad, cerró la puerta y regresó por el pasillo hasta la primera claraboya. Permaneció de pie allí bajo el haz de débil luz que penetraba desde arriba, mirando a través del cristal de tonalidad indeterminada, como si buscara una explicación escrita repentinamente con letras grandes sobre los cielos. No le llegó ninguna explicación. Siguió confundido y lleno de ansiedad. Afortunadamente Lindsey y Regina se encontraban bien, sin sufrir el menor daño por la presencia, cualquiera que fuese, que había estado en contacto con él aquella noche.
Se acordó de una vieja película de vampiros que había visto una vez, en la que un apergaminado sacerdote advertía a una muchacha de que los no muertos sólo podrían entrar en su casa si ella los invitaba; pero que eran astutos y persuasivos, capaces de convencer a las más cautas para que otorgaran esa mortal invitación.
De cualquier manera, existía algún lazo entre Hatch y el psicópata que había matado a la joven punky rubia llamada Lisa. Y al ser incapaz de reprimir su cólera contra William Cooper, había fortalecido ese lazo. Su cólera era la llave que había abierto la puerta. Cuando se entregó a la ira, otorgó una invitación semejante a aquella contra la que el sacerdote advertía a la muchacha. No podía explicar por qué sabía que aquello era así de cierto, pero lo sabía, sí, lo sentía en sus huesos. Deseaba con toda su alma poder entenderlo.
Se encontraba perdido. Se sentía pequeño, impotente y asustado. Y aunque Lindsey y Regina habían pasado la noche sin recibir ningún daño, sentía más profundamente que nunca que las acechaba un gran peligro. Un peligro que aumentaba cada día, cada hora.
Al amanecer del día treinta de abril, Vassago se bañó al aire libre con agua embotellada y jabón líquido. Con el primer rayo del alba, se hallaba ya bien acomodado en la parte más profunda de su escondite. Tendido sobre el colchón, mirando el hueco del ascensor, empezó a comer galletas de chocolate «Oreo» y a beber cerveza caliente de raíces, seguida de un par de bolsas de aperitivo «Reese’s Pieces». El asesinato le resultaba siempre muy gratificante. Con el primer golpe mortal desaparecían sus tremendas presiones internas. Lo más importante, sin embargo, era que cada asesinato constituía un acto de rebelión contra todas las cosas sagradas, contra los mandatos, las leyes y las reglas, y contra los irritantemente remilgados sistemas usados por los seres humanos para sustentar la ficción de que la vida era preciosa y dotada de significado. La vida carecía de buen gusto y de sentido. Lo único que importaban eran las sensaciones y la satisfacción inmediata de todos los deseos, que sólo los fuertes y libres entendían. Después de varios homicidios, Vassago se sentía tan libre como el viento y más poderoso que una máquina de acero.
Hasta una noche especial y gloriosa de su duodécimo año de vida, él había formado parte de la masa de esclavos que trabajaban en silencio en la vida siguiendo las reglas de la llamada civilización, aunque éstas no tuvieran sentido para él. Simulaba querer a su madre, a su padre, a su hermana y a una multitud de parientes, aunque no sintiera por ellos más de lo que sentía por las personas desconocidas que encontraba en la calle. De niño, cuando fue lo suficientemente mayor para empezar a pensar sobre estas cosas, se preguntó si algo fallaría en él, si le faltaría algún elemento fundamental en su carácter. Cuando se escuchaba a sí mismo pronunciando falsas palabras de cariño, empleando estrategias de afecto de vergonzosa adulación, le sorprendía lo convincente que le encontraban los demás, pues él captaba la falta de sinceridad en su voz, sentía el engaño de cada gesto y tenía plena conciencia de la mentira que se escondía tras todas sus sonrisas de cariño. Pero un día, de repente, percibió la decepción en las voces de los demás, la vio en sus rostros, y supo que ellos tampoco habían experimentado nunca amor ni ninguno de los nobles sentimientos a los que se supone aspira cualquier persona civilizada: altruismo, valor, piedad, humildad y todo el resto de aquel aburrido catecismo. También ellos estaban fingiendo. Después llegó a la conclusión de que la mayoría de la gente incluidos los adultos, no tenía la intuición que poseía él y por ello no sabían que las demás personas eran exactamente igual que ellos. Cada uno se creía único, pensaba que algo fallaba en él y que debía seguir fingiendo si no quería ser descubierto y condenado al ostracismo como una cosa inferior al ser humano. Dios había creado un mundo de amor y, al fracasar, había ordenado a sus criaturas simular la perfección que Él no había podido imbuirles. Vassago había percibido esta verdad contundente y había encaminado sus primeros pasos hacia la libertad. Entonces, una noche de verano, cuando tenía doce años, comprendió finalmente que para ser en realidad libre, totalmente libre, tenía que actuar según su entendimiento, empezar a vivir libremente fuera del rebaño humano, teniendo su propio placer como única consideración. Debía estar dispuesto a ejercitar sobre los otros el poder que poseía por virtud de su intuición de la verdadera naturaleza del mundo. Aquella noche supo que la facultad de matar sin remordimientos constituía la forma más pura del poder, y que el ejercicio de éste era el placer más grande de todos…
En aquellos días, antes de morir y volver de entre los muertos con el nombre de Vassago, tomado de un príncipe demoníaco, él se llamaba Jeremy. Su mejor amigo era Tod Ledderbeck, hijo del doctor Sam Ledderbeck, un ginecólogo a quien Jeremy llamaba «listo matasanos» cuando quería bromear con Tod.
Aquella mañana de primeros de junio, la señora Ledderbeck llevó a Jeremy y a Tod al «Mundo de la Fantasía», excelente parque de atracciones que, contra todas las expectativas, había empezado a dar a Disneylandia un empujón en lo económico. Estaba situado en las colinas, a pocos kilómetros al este de San Juan Capistrano, algo retirado de la carretera. Exactamente igual que la «Montaña Mágica» había estado algo aislada antes de que a su alrededor se extendieran los suburbios del norte de Los Ángeles y exactamente igual que parecía estar «Disneylandia», en el centro de ninguna parte, cuando se erigió por primera vez sobre una granja cercana a la oscura ciudad de Anaheim. Había sido construido con dinero japonés, lo que había hecho temer a mucha gente que los japoneses llegaran algún día a poseer todo el país, y se rumoreaba que en ello había dinero de la Mafia, rumor que le confería un cariz más misterioso y sugestivo. Pero lo que en definitiva importaba era que el ambiente del lugar era tranquilo, sus atracciones, emocionantes y los alimentos poco nutritivos, casi delirantemente poco nutritivos. El «Mundo de la Fantasía» era donde había querido Tod pasar el día de su duodécimo cumpleaños, en compañía de su mejor amigo y libre del control paterno desde la mañana hasta las diez de la noche. Y Tod obtenía, generalmente, lo que deseaba, pues era un buen chico. Gustaba a todo el mundo y sabía exactamente cómo camelar a los demás. La señora Ledderbeck los dejó a la entrada del parque y les gritó, cuando se alejaban corriendo del coche:
—¡Os recogeré aquí mismo a las diez! ¡En este mismo sitio a las diez en punto!
Sacaron los tickets y entraron en el parque.
—¿Qué te gustaría hacer primero?
—No lo sé. ¿Y a ti?
—¿Subir en el escorpión?
—¡Sí!
—¡Sí!
¡Hala! Echaron a correr hacia la parte norte del parque, donde el carril del escorpión —¡una montaña rusa provista de rizos!, según proclamaban los anuncios de la tele— se elevaba dulcemente terrorífica sobre un cielo azul y claro. El parque no estaba todavía lleno y no había necesidad de colarse como serpientes por entre los lentos rebaños de personas. Sus bambas de tenis golpeaban ruidosamente el asfalto y cada palmetazo que daban las suelas de goma contra el pavimento era como un grito de libertad. Montaron en el escorpión, lanzando gritos y exclamaciones cada vez que descendía como un látigo para ponerse boca abajo y luego volver a descender, y al terminar el viaje fueron corriendo a la rampa de embarque para subir una vez más.
Entonces, como ahora, a Jeremy le gustaba la velocidad. Las vertiginosas curvas cerradas y los descensos de las atracciones del parque eran un sustituto infantil de la violencia que, sin saberlo, anhelaba. Después de dos viajes en el escorpión, con tantas y tan deliciosas sorpresas de velocidad, picadas, rizos y serpenteos, Jeremy se encontraba de un humor estupendo. Pero Tod echó a perder el día cuando, al bajar por la rampa de salida tras su segundo viaje en la montaña rusa, puso el brazo sobre los hombros de Jeremy, y le dijo:
—Amigo, éste va a ser sin duda el mejor cumpleaños que ha tenido nadie jamás, sólo tu y yo juntos.
Aquélla, como todas las camaraderías, era totalmente falsa. Decepción. Fraude. Jeremy odiaba todas aquellas boberías falsas, pero a Tod le gustaban mucho. El mejor amigo. Hermanos de sangre. Tú y yo contra el mundo. Jeremy no estaba seguro de qué le fastidiaba más de Tod; si el que estuviera siempre alardeando de que eran buenos hermanos y pareciera creer que Jeremy se tragaba su mentira o el que Tod, a veces, apareciera tan estúpido como para tragarse su propia mentira. Jeremy había empezado a sospechar que algunas personas sabían fingir tan bien en la vida, que no se daban cuenta de que estaban fingiendo. Se engañaban a sí mismas con sus palabras de amistad, amor y compasión. Tod se parecía cada vez más a aquellos tontos incurables.
Ser dos buenos amigos equivalía a contar con un tipo dispuesto a hacer por ti cosas que no haría por nadie más en mil años. La amistad era un pacto de defensa mutua, un modo de juntar fuerzas contra las pandillas de conciudadanos que estaban dispuestos a partirte la cara y coger de ti lo que quisieran. Todo el mundo entendía así la amistad, pero nadie lo confesaba nunca y mucho menos Tod.
Más tarde, cuando salían de la Casa Encantada y se encaminaban hacia otra atracción llamaba la Criatura del Pantano, se detuvieron en un puesto donde vendían cucuruchos de helado de chocolate y nueces. Se sentaron ante una mesa en unas sillas de plástico, debajo de una sombrilla roja, con el telón de fondo de unas acacias y unas cascadas artificiales mordisqueando el helado. Al principio todo fue bien, pero luego Tod lo estropeó.
—Es estupendo venir al parque sin los mayores, ¿verdad? —dijo, con la boca llena—. Puedes tomar helado antes de comer, como ahora. ¡Qué narices! Si quieres hasta puedes comer sólo helado, sin que nadie te riña diciendo que te estropea el apetito o te va a hacer daño.
—Es estupendo —convino Jeremy.
—Sigamos aquí comiendo helado hasta vomitar.
—Me parece bien. Pero sin despilfarrarlo.
—¿Qué?
—Cuando vomitemos, tenemos que asegurarnos de no tirarlo al suelo. Vomitemos sobre alguien —propuso Jeremy.
—¡Claro! —exclamó Tod, aceptando en seguida la idea—, hagámoslo encima de alguien que se lo merezca, alguien digno de que le echen encima una vomitona.
—Como aquellas chicas —sugirió Jeremy, señalando a un par de bellas adolescentes que pasaban por allí. Iban vestidas con unos pantalones cortos blancos y con unas vistosas blusas de verano, y estaban tan persuadidas de su hermosura, que despertaban las ganas de vomitar encima de ellas aunque no hubieras comido nada y tuvieras que dar arcadas secas.
—O aquellos viejos estúpidos —dijo Tod, apuntando hacia una pareja mayor que compraban helado allí cerca.
—No, aquéllos no —rechazó Jeremy—. Ya están como si les hubieran vomitado encima.
A Tod le pareció tan hilarante, que se atragantó con el helado. En algunas cosas, Tod estaba bien.
—Es divertido lo del helado —dijo, cuando se recuperó.
—¿Qué tiene de divertido? —picó Jeremy.
—Sé que el helado se hace con leche, que viene de las vacas. Y el chocolate se hace con la semilla del cacao. ¿Pero qué narices mueles para espolvorearlo por encima?
Era cierto, el amigo de Tod tenía razón en algunas cosas. Pero mientras se reían, sintiéndose a sus anchas, Tod se inclinó sobre la mesa y dio a Jeremy una ligera palmada a un lado de la cabeza.
—Jer —dijo—, tú y yo estaremos siempre muy unidos, y seremos amigos hasta que nos echen a los gusanos. ¿Verdad?
Tod lo creía realmente. Se engañaba a sí mismo. Era tan estúpidamente sincero que despertaba en Jeremy ganas de vomitar sobre él.
—¿Qué vas a hacer ahora, tratar de besarme en los labios? —dijo Jeremy.
Tod sonrió, sin captar la impaciencia y la hostilidad dirigida contra él.
—Vete al culo de tu abuela.
—Y tú al de la tuya.
—Mi abuela no tiene culo.
—¿No? ¿Entonces, donde se sienta?
—En tu cara.
Siguieron peleándose hasta llegar a la Criatura del Pantano. Aquella atracción valía poco, no estaba bien hecha, pero servía para hacer muchos chistes a su costa y durante un rato Tod estuvo excitado y contento de andar por allí. Más tarde, sin embargo, cuando salieron de la Batalla del Espacio, Tod empezó a referirse a ellos como «los mejores tripulantes de cohetes del universo», cosa que incomodó a Jeremy porque resultaba estúpido e infantil. También le irritó porque no era más que otra forma de estar diciendo «somos compañeros, hermanos de sangre, camaradas».
Iban a subir otra vez al escorpión y, cuando éste salía de la estación, Tod dijo:
—Esto no es nada, no es más que un paseo dominguero para los dos mejores tripulantes de cohetes del universo.
Cuando se dirigieron al Mundo de los Gigantes, Tod echó el brazo por encima de los hombros de Jeremy y dijo:
—Los dos mejores tripulantes del universo saben manejar a un maldito gigante, ¿verdad, hermano?
Jeremy deseó decirle: Oye, pelmazo, el único motivo de que seamos amigos es que tu viejo y el mío trabajaban en algo semejante, por eso nos han dejado juntos. Odio condenadamente que me eches el brazo por encima, así que quítalo y riamos y divirtámonos con eso. ¿Vale?
Pero no dijo nada parecido porque, naturalmente, los buenos jugadores en la vida no admitían nunca que todo era un juego. Si dejabas ver a los demás jugadores que no te importaban las reglas ni las normas, no te dejarían jugar. A la cárcel. Directamente a la cárcel. Sin pasar adelante. Sin diversión.
Hacia las siete de la tarde, después de haberse atiborrado de chucherías suficientes para causar una buena vomitona si de verdad deseaban poner perdido a alguien, Jeremy estaba tan harto de la mierda de tripular cohetes y tan irritado por los golpecitos amistosos de Tod, que no podía esperar a que a las diez la señora Ledderback les recogiera con el jeep en la entrada al parque.
Iban montados en el Miriópodo y cruzaban una de las partes más oscuras del trayecto, cuando Tod volvió a hacer una de sus muchas referencias a los dos mejores tripulantes de cohetes del universo y Jeremy decidió matarle. En el momento que tuvo esa repentina idea supo que debía asesinar a su «mejor amigo». Le pareció muy justo. Si la vida era un juego con un libro de infinitas páginas llenas de reglas, maldito lo divertida que iba a ser, salvo que hallaras la manera de quebrantarlas y conseguir que te dejaran jugar. Todos los juegos eran aburridos si te atenías a las reglas: el Monopolio, el Rummy 500, el béisbol. Pero si lograbas sustraer bases, robar cartas sin que te pillaran o cambiar los números de los dados cuando el otro jugador estaba distraído, un juego aburrido podía resultar estimulante. Y en el juego de la vida, salir victorioso de un asesinato era lo más estimulante de todo. El Miriópodo se detuvo en la plataforma de desembarque.
—Hagamos otro viaje —propuso Jeremy.
—Bueno —aceptó Tod.
Corrieron apresuradamente por el pasillo de salida para ponerse en la cola y subir otra vez. El parque había estado lleno de gente todo el día y la espera para subir a bordo en cada viaje era al menos de veinte minutos.
Cuando salieron del pabellón del Miriópodo, el cielo estaba negro por el Este, profundamente azul sobre sus cabezas y anaranjado por el poniente. En el «Mundo de la Fantasía», el crepúsculo se presentaba antes y duraba más tiempo que en la parte occidental del condado porque entre el parque y el distante mar se alzaban unas hileras de altas colinas que engullían el sol. Aquellas sierras eran ahora negras siluetas que se recortaban sobre los cielos de color naranja, como símbolos extemporáneos del Día de los Difuntos. El «Mundo de la Fantasía» había adquirido una nueva y maníaca cualidad al acercarse la noche. Unas luces de tipo navideño adornaban los viajes y los edificios. Las blancas luces centelleantes prestaban un brillo festivo a todos los árboles, mientras que un par de reflectores sincronizados se movían de un lado a otro sobre el pico nevado de la artificial Montaña del Humanoide. Las laderas aparecían teñidas de todos los colores que podía ofrecer el neón y en la Isla de Marte las ráfagas de rayos láser, brillantemente coloreados, buscaban al azar por el cielo crespuscular, como rechazando un ataque de naves espaciales. Una brisa tibia, cargada de aromas de palomitas de maíz y cacahuetes tostados, hacía tremolar las guirnaldas de banderolas en lo alto. Músicas de todas las épocas y estilos se filtraban desde los pabellones, y el rock-and-roll salía tronando de la pista de baile al aire libre situada en el extremo sur del parque. De algún otro sitio llegaban también los bulliciosos compases de la música swing. La gente reía y charlaba con excitación, y durante los emocionantes viajes no cesaba de gritar.
—Ahora al intrépido —sugirió Jeremy, mientras él y Tod corrían al final de la cola de subida al Miriópodo.
—¡Sí —dijo Tod—, al intrépido!
El Miriópodo era esencialmente una montaña rusa cubierta, igual que la Montaña Espacial de «Disneylandia», salvo que, en vez de viajar velozmente arriba y alrededor de una habitación enorme, lo hacía a través de una larga serie de túneles, unos iluminados y otros no. La barra delantera, destinada a sujetar a los pasajeros, estaba lo suficientemente ajustada para resultar segura, pero un muchacho delgado y ágil podía escurrirse, zafarse de ella y ponerse de pie delante del asiento. Luego podía apoyarse de espaldas y agarrarse a ella enganchándose en los brazos, haciendo el intrépido.
Era una acción estúpida y peligrosa, que Jeremy y Tod sin embargo realizaban. La habían hecho un par de veces, no sólo en el Miriópodo sino en las otras atracciones del parque. Pilotar el intrépido elevaba el nivel de emoción al menos en un mil por ciento, sobre todo al internarse en los túneles oscuros como boca de lobo, donde era imposible ver lo que surgiría a continuación.
—¡Tripulantes de cohetes! —exclamó Tod a la mitad de la cola. Insistió en darle a Jeremy un leve apretón de manos primero y luego otro más fuerte, aunque parecieran un par de niños estúpidos—. Ningún piloto de cohetes tiene miedo de pilotar el Miriópodo, ¿verdad?
—Exacto —respondió Jeremy mientras cruzaban las puertas de entrada al pabellón. Hasta ellos llegaba el eco de los emocionantes gritos que emitían los pasajeros de los coches en el interior de los túneles.
En todos los parques de atracciones corría una leyenda creada por los muchachos, y la leyenda decía allí que un muchacho había muerto haciendo el intrépido en el Miriópodo, por ser demasiado alto. El techo del túnel tenía suficiente elevación en los tramos iluminados, pero se decía que era muy bajo en un punto no iluminado del trayecto; quizá porque por ese punto pasaban las tuberías del aire acondicionado, quizá porque los ingenieros obligaron al contratista a poner un refuerzo adicional que no había sido planeado en su día, tal vez porque el arquitecto no tenía cerebro. De cualquier manera, aquel muchacho alto estampó su cabeza al ir de pie contra la parte baja del techo, sin verla siquiera. Instantáneamente el techo le pulverizó la cara y le decapitó. Las personas que viajaban detrás de él, que no sospechaban lo ocurrido, quedaron salpicadas de sangre, masa encefálica y dientes rotos.
Jeremy no se lo había creído nunca. El «Mundo de la Fantasía» no había sido construido por tipos con el cerebro lleno de boñigas de caballo. Seguramente habrían tenido en cuenta que los muchachos encontrarían la forma de liberarse de las barras de protección, pues nada estaba hecho enteramente a prueba de niños, y habrían construido el techo lo bastante alto en todo su trayecto. La leyenda sostenía también que el techo bajo seguía existiendo en algún punto de las secciones oscuras del túnel, todavía con manchas de sangre y partículas secas de cerebro, lo cual era sin duda una filfa completa.
El verdadero peligro para cualquiera que hiciese el intrépido viajando de pie consistía en caerse fuera del coche cuando éste describiera una curva cerrada o acelerara inesperadamente. Jeremy calculaba que había seis u ocho curvas particularmente cerradas en el trayecto del Miriópodo, en las que Tod Ledderbeck podría fácilmente caerse del coche con pocas posibilidades de ayuda. La cola avanzaba con lentitud, pero Jeremy no sentía impaciencia ni temor. Cuando se acercaron a las puertas de embarque, se sintió más excitado, pero también más seguro. No le temblaban las manos, ni notaba agitación alguna interior. Simplemente, quería hacerlo.
La cámara de embarque para el viaje estaba construida como una caverna, con inmensas estalactitas y estalagmitas. Unas extrañas criaturas con ojos brillantes infestaban el turbio fondo de unas misteriosas charcas y unos cangrejos albinos mutantes pululaban por las orillas extendiendo sus crueles garras y tirando zarpazos a la gente que había en la plataforma de embarque, aunque sus patas no eran lo bastante largas para arrebatarles la merienda de las manos.
Cada tren tenía seis coches y en cada coche viajaban dos personas. Los coches estaban pintados simulando los segmentos de un miriópodo. El primero representaba una descomunal cabeza de insecto, con fauces móviles y negros ojos poliédricos, no como una caricatura, sino como la cabeza de un monstruo realmente feroz. El último lucía un aguijón curvado, más parecido al pincho de un escorpión que a la cola de un miriópodo. Dos trenes eran abordados al mismo tiempo, el segundo detrás del primero, y salían disparados hacia el túnel con sólo unos segundos de intervalo entre sí, pues todo el viaje estaba controlado por ordenador, evitándose así el riesgo de que un tren se estrellara contra la zaga del primero.
Jeremy y Tod fueron de los doce viajeros que el empleado envió al primer tren. Tod quiso subir en el primer coche, pero no lo lograron. Aquélla era la mejor posición para hacer el intrépido porque eran los primeros en encontrarse con lo desconocido; los primeros en zambullirse en la oscuridad, en recibir los chorros de vapor frío que proyectaban las paredes y en percibir las explosiones de las puertas giratorias dando paso a remolinos de luz. Además, parte de la diversión de hacer el intrépido consistía en alardear de ello y el coche de cabeza era una perfecta plataforma para la exhibición, pues los ocupantes de los últimos cinco coches eran un público cautivado en los trechos iluminados.
Al no conseguir el primer coche, corrieron a ocupar el sexto. Ser los últimos en experimentar cada salto y peculiaridad de la marcha producía una emoción casi idéntica a la de los que iban en cabeza, puesto que los gritos de los primeros elevaban el nivel de adrenalina y de expectación. Lo que no proporcionaba la auténtica emoción del intrépido era viajar seguro en los coches del medio. La barra de seguridad descendió automáticamente cuando los doce pasajeros estuvieron acomodados y un empleado recorrió el andén para cerciorarse de que todos los mecanismos de cierre estaban en su sitio.
Jeremy se alegró de no haber entrado en el coche de cabeza, donde habría tenido detrás diez testigos presenciales. Una vez sumidos en los negros confines de las secciones sin luz del túnel, incapaz ya de ver su propia mano a dos dedos de la cara, no era probable que los demás pudieran verle empujar a Tod fuera del coche. Pero ésta era una importante violación de las reglas y él no quería correr albures. Ahora bien, en este coche los posibles testigos estarían bien acomodados delante de ellos, con la vista dirigida al frente; de hecho, no era fácil que mirasen hacia atrás, pues cada asiento tenía un alto respaldo para evitar los desnucamientos. Cuando el empleado terminó de inspeccionar las barras de seguridad se volvió e hizo una señal al operador, que estaba sentado ante un panel de instrumentos emplazado sobre una formación rocosa, a la derecha de la entrada al túnel.
—Allá vamos —dijo Tod.
—Allá vamos —coreó Jeremy.
—¡Pilotos de cohetes! —gritó Tod.
Jeremy rechinó los dientes.
—¡Pilotos de cohetes! —repitió Tod.
¡Qué demonios! Poco importaría decirlo una vez más.
—¡Pilotos de cohetes! —gritó Jeremy.
El tren no partió con sacudidas vacilantes, como hacían muchas montañas rusas sino que una tremenda explosión de aire comprimido lo propulsó a gran velocidad, como la bala de un cañón, con un ¡whush! que casi hería los tímpanos. Pegados a los asientos, vistos y no vistos, pasaron por delante del operador y entraron en la negra boca del túnel.
Oscuridad total.
Él sólo tenía entonces doce años. No había muerto. No había estado en el Infierno. No había regresado de allí. En la oscuridad era tan ciego como cualquier otra persona, como Tod.
Pasaron velozmente por unas puertas giratorias y salieron a un largo trecho inclinado lleno de luz, moviéndose deprisa al principio y aminorando gradualmente la marcha después hasta ir a paso de tortuga. Por los costados del tren recibían las amenazas de unos gasterópodos blancos, tan grandes como el cuerpo de un hombre, que se encabritaban y les gritaban por unas bocas redondas, llenas de dientes que giraban como las palas de una trituradora de desperdicios. Se elevaron seis o siete pisos, en ángulo agudo, y fueron recibidos por otros monstruos mecánicos que farfullaban, balbucían, gruñían y lanzaban gritos contra el tren; todos eran pálidos y viscosos, unos con los ojos resplandecientes y otros con los ojos negros y ciegos, la clase de criaturas que uno podría imaginar que viven a kilómetros por debajo de la superficie de la tierra… si uno no supiera absolutamente nada de ciencia.
En aquel declive inicial era donde los intrépidos tenían que ponerse de pie. Aunque el curso del Miriópodo estaba marcado por un par más de inclinaciones, ninguna otra parte del trayecto discurría tan lentamente durante el tiempo suficiente para deslizarse con seguridad por debajo de la barra de sujeción.
Jeremy se contorsionó, retorciéndose contra el respaldo del asiento, y se deslizó fuera de la barra, pese a que Tod, al principio, no se movió.
—Vamos, cabeza de chorlito, tenemos que colocarnos antes de llegar a la cumbre.
Tod parecía preocupado.
—Si nos pescan, nos echarán a patadas del parque.
—No nos pescarán.
Hacia el final del viaje, el tren se deslizaba en punto muerto por el tramo final del oscuro túnel, dando a los viajeros una oportunidad de serenarse. Durante aquellos últimos segundos, antes de volver a la falsa caverna de la que habían partido, los muchachos podían volver a deslizarse sobre la barra de seguridad y ocupar de nuevo su asiento. Jeremy sabía que podía hacerlo y estaba seguro de que no le pescarían. Tod no tenía que preocuparse de volver a meterse otra vez bajo la barra. Para entonces, Tod estaría muerto y ya no tendría tampoco que preocuparse de nada más.
—No quiero que me echen a patadas del tren —dijo Tod cuando se aproximaban al centro de la larguísima pendiente inicial—. Ha sido un día estupendo y todavía tenemos dos horas hasta que mamá venga a recogernos.
Unas ratas mutantes albinas castañeteaban los dientes en dirección a ellos desde sus falsas plataformas rocosas.
—Está bien, entonces sigue siendo un cobarde mariquita —replicó Jeremy y continuó desembarazándose de la barra de seguridad.
—Yo no soy un cobarde mariquita —se defendió Tod.
—Sí que lo eres, sí que lo eres.
—No lo soy.
—Quizá cuando comience otra vez el colegio en setiembre, puedas ingresar en el Club de Amas de Casa Jóvenes, aprender a cocinar, hacer primorosos tapetitos de punto y preparar flores.
—Eres un estúpido, ¿sabes?
—¡Ooooh!, ya me has partido el corazón —dijo Jeremy mientras extraía las piernas por debajo de la barra y se ponía en cuclillas sobre el asiento—. Vosotras, las chicas, sabéis muy bien herir los sentimientos de un tipo.
—Rastrero.
El tren escalaba la pendiente emitiendo los ruidos estridentes y los sonidos peculiares de las montañas rusas, que bastaban por sí solos para acelerar los latidos del corazón y revolver los estómagos. Jeremy se escabulló por debajo de la barra y se irguió delante de ella, con la vista al frente. Miró de soslayo a Tod, que seguía ocupando su asiento, con el ceño fruncido. Le tenía sin cuidado que Tod se uniera a él o no. Ya había decidido matarle y si no se le presentaba la ocasión durante su decimosegundo cumpleaños en el «Mundo de la Fantasía», lo haría en cualquier otra parte, antes o después. El mero hecho de pensar en ello resultaba ya muy divertido. Como decía aquella canción de un anuncio de televisión en que el ketchup «Heinz» era tan espeso que parecía llevarte horas sacarlo de la botella: E-mo-ccción. Tener que esperar unos días o incluso unas semanas hasta que se presentara una buena ocasión para matar a Tod, haría la muerte mucho más emocionante. Así que dejó de tomar el pelo a Tod y se limitó a mirarle con desdén. E-mo-ccción.
—No tengo miedo —insistió Tod.
—Sí.
—Lo que no quiero es fastidiarnos el día.
—Seguro que sí.
—Rastrero —repitió Tod.
—Tripulante espacial de mi culo.
Aquel insulto ejerció un poderoso efecto. Tod estaba tan cautivado por su propia falsa amistad, que podía sentirse dolido por la idea de no saber cómo debía comportarse un verdadero amigo. La expresión de su rostro, ancho y sincero, no sólo reveló un sentimiento herido, sino también una sorprendente desesperación que sobresaltó a Jeremy. Tal vez Tod comprendiera de verdad la realidad de la vida, que no era sino un juego brutal en el que cada jugador perseguía únicamente el fin puramente egoísta de salir triunfante. Quizás eso conmoviera al amigo Tod, le asustara y le hiciera aferrarse a una última esperanza, a la idea de la amistad. Si el juego podía ser practicado con un compañero o dos, suponiendo realmente que el resto del mundo jugaba contra tu pequeño equipo, la cosa resultaba más tolerable, mejor que si el resto del mundo jugaba contra ti solo. Tod Ledderbeck y su buen colega Jeremy contra el resto de la Humanidad resultaba un tanto romántico y aventurado, pero Tod Ledderbeck solo ya le revolvía las entrañas. Sentado detrás de la barra de seguridad, Tod pareció al principio afligido y luego resuelto. La indecisión dio paso a la acción y Tod se movió rápidamente, liberándose con impaciencia de su indecisión.
—Ven, date prisa —le urgió Jeremy—. Ya estamos casi en lo alto.
Tod se deslizó como una anguila fuera de la barra y se puso en pie delante del asiento, como estaba Jeremy. Entonces se enredó el pie en el mecanismo de seguridad y le faltó poco para caerse fuera del coche. Jeremy le agarró y le levantó. Aquél no era el sitio donde Tod debía sufrir la caída. No avanzaban con suficiente velocidad, y como mucho sólo habría sufrido un par de magulladuras. Iban de pie uno al lado del otro, esparrancados sobre el suelo del coche, apoyando la espalda contra el mecanismo de seguridad del que se habían liberado, con los brazos atrás y las manos asidas a la barra, sonriéndose mutuamente, cuando el tren llegó a la cúspide de la cuesta. Cruzó con estruendo las puertas oscilantes del primer tramo de túnel sin iluminación. La vía seguía siendo llana sólo el trecho suficiente para elevar la tensión de los pasajeros un par de puntos. E-mo-ccción. Cuando Jeremy ya no podía contener la respiración por más tiempo, el primer coche cruzó el borde y sus pasajeros gritaron en la oscuridad. Luego, en rápida sucesión, le siguió el segundo, el tercero, el cuarto y el quinto coche…
—¡Pilotos de cohetes! —gritaron al unísono Jeremy y Tod.
… y el último coche del tren, siguiendo a los otros, se lanzó en picado, cobrando velocidad por segundos. El viento les azotaba desaforadamente y convertía sus cabellos en sendos penachos detrás de las cabezas. Luego, cuando menos lo esperaban, se produjo un brusco picado hacia la derecha, una pequeña cuesta para revolver los estómagos y otro giro a la derecha, inclinándose la vía lo suficiente para que los coches se volcaran de lado, más rápido, más rápido. Luego una recta y otra pendiente, valiéndose de su velocidad para elevarse más alto que antes, subiendo lentamente hacia la cumbre, despacio, despacio. E-mo-ccción. Traspasaron la cumbre e iniciaron un descenso interminable, tan rápido y sobrecogedor que Jeremy sintió como si se le escapara el estómago dejando un agujero en el centro de su cuerpo. Aunque sabía lo que se avecinaba, ello le dejaba sin aliento. El tren rizó el rizo al invertir su posición. Jeremy apretó los pies contra el suelo y tiró con todas sus fuerzas de la barra que tenía tras él, como si pretendiera fundir sus carnes con el metal, pues le parecía que se iba a caer sobre el tramo que producía el rizo y se iba a destrozar el cráneo contra los raíles de abajo. No ignoraba que la fuerza centrífuga le mantendría en su lugar aunque estuviera cabeza abajo, pero lo que él supiera carecía de importancia: lo que sintieras tenia siempre más peso que lo que supieras; la emoción importaba más que el intelecto. Luego el rizo acabó y cruzaron estrepitosamente otras dos puertas oscilantes, entrando en una segunda cuesta iluminada en la que el tren utilizaba su tremenda velocidad para escalar una nueva serie de zambullidas y curvas cerradas.
Jeremy miró a Tod.
—Ya no hay más rizos —gritó Tod, alzando la voz por encima del martilleo de las ruedas del tren—. Ha pasado lo peor.
Jeremy estalló en una risotada, pensando: Lo peor todavía no ha llegado para ti, estúpido. Y para mi aún falta por llegar. E-mo-ccción.
Tod también rió, aunque ciertamente por razones distintas. Al llegar a la cumbre de la segunda cuesta, los estruendosos coches cruzaron un tercer grupo de puertas móviles y volvieron a entrar en un mundo de tinieblas que hizo estremecerse a Jeremy porque sabía que Tod Ledderbeck acababa de ver la última luz de su vida. El tren giraba a derecha e izquierda, subía y bajaba bruscamente y se tambaleaba de un lado a otro por una serie de curvas en espiral. Jeremy sentía a Tod a su lado durante todo el trayecto. Sus brazos desnudos se rozaban y sus hombros chocaban cuando se desplazaban con los movimientos del tren. Cada contacto producía una corriente de intenso placer en Jeremy, erizaba los pelos de sus brazos y su cogote y le ponía la piel de carne de gallina. Se sabía dueño del poder definitivo sobre su amigo, el poder de la vida y de la muerte, y ello le hacía un tipo diferente a los demás pusilánimes portentos del mundo, habida cuenta de que no le asustaba usar ese poder.
Esperaba que se acercara el tramo del trayecto más próximo al final del viaje, donde sabía que el ondulante movimiento producía una mayor inestabilidad en los pasajeros del intrépido. Para entonces Tod ya se sentiría seguro, ya ha pasado lo peor y sería fácil cogerle por sorpresa. La aproximación al lugar del crimen fue anunciada por una de las más inusuales sorpresas del viaje, una curva de trescientos sesenta grados a alta velocidad que obligaba a los coches a tumbarse de lado en todo su perímetro. Cuando terminaran de rodear la curva entrarían inmediatamente en una serie de seis colinas, todas de escasa altura pero muy juntas, de manera que el tren avanzaría como la larva de una polilla sobre un terreno sulfatado, arriba y abajo, arriba y abajo, hacia el último conjunto de puertas oscilantes que les llevaría a la cavernosa estación de embarque y desembarque en que habían iniciado el viaje.
El tren empezó a ladearse. Entraban en la curva de trescientos sesenta grados. El tren rodaba sobre el costado. Tod trataba de mantenerse rígido pero se combaba un poco contra Jeremy, que iba en la parte de dentro, cuando tomaron la curva de la derecha. El viejo piloto de cohetes aullaba alegremente como una sirena antiaérea, haciendo todo lo posible por exagerar y divertirse con el viaje, ya que lo peor había pasado.
E-mo-ccción.
Jeremy calculó que llevaban andada una tercera parte de la curva… La mitad… Dos tercios… La vía se niveló y el tren dejó de luchar contra la gravedad. Entonces, con una espontaneidad que casi dejó sin resuello a Jeremy, el tren atacó la primera de las seis colinas y salió disparado hacia arriba.
Soltó de la barra su mano derecha, la que tenía más lejos de Tod. El tren se lanzó en picado hacia abajo. Cerró el puño de la mano derecha. Casi con la misma prontitud que había empezado a bajar, el tren volvió a dispararse hacia arriba para coronar la segunda colina.
Jeremy descargó un gancho en redondo con el puño, confiando en su instinto para encontrar el rostro de Tod. El tren empezó a bajar. Su puño dio en el blanco, golpeando con fuerza la cara de Tod, y notó que la nariz de su amigo se partía. El tren se elevó nuevamente, en medio de los gritos de Tod, aunque nadie podía oír nada especial entre las exclamaciones que lanzaban los demás pasajeros.
Durante una fracción de segundo, Tod pensaría con toda probabilidad que se había golpeado contra el obstáculo del techo que según la leyenda había decapitado a un muchacho y presa del pánico, se soltaría de la barra. A menos eso era lo que esperaba Jeremy. Así que, tan pronto como golpeó al viejo piloto de cohetes y el tren empezó su descenso por la tercera colina, Jeremy se soltó también de la barra y se lanzó contra su mejor amigo. Le levantó en vilo y le empujó con todas sus fuerzas. Sintió que Tod le cogía un mechón de pelo, pero sacudió la cabeza furiosamente y le empujó con más fuerza, recibiendo una patada en la cadera…
… el tren empezó a escalar la cuarta colina…
… Tod cayó por el borde, en medio de las tinieblas, lejos del coche, como si se le hubiera tragado el espacio profundo. Jeremy empezó a caer con él, pero buscó desesperadamente la barra de seguridad, totalmente a ciegas, la encontró y se agarró a ella…
… el tren descendía en picado por la cuarta colina…
… Jeremy creyó oír el último grito de Tod y luego un claro ¡zunk! cuando se golpeó contra la pared del túnel y rebotó para caer sobre la vía, detrás del tren, aunque podría ser una figuración suya…
… el tren escalaba la quinta colina con un movimiento jactancioso que produjo en Jeremy deseos de lanzar un grito de entusiasmo…
… o Tod había quedado muerto atrás, en la oscuridad, o habrá quedado aturdido, semiinconsciente, tratando de ponerse en pie…
… durante el descenso de la quinta colina, Jeremy fue sacudido hacia atrás y hacia delante, y le faltó poco para que se le escapara la barra de las manos. Luego el tren empezó a subir de nuevo, a escalar la sexta y última colina…
… y si Tod no estaba muerto, atrás tal vez empezara a darse cuenta en aquellos instantes de que se aproximaba otro tren…
… el descenso de la sexta colina y la recta final.
En cuanto Jeremy vio que se hallaba en terreno estable, se apresuró a culebrear para introducirse detrás de la valla de seguridad, primero la pierna izquierda por debajo y luego la derecha. Se retorció frenéticamente para meter las caderas por el hueco existente entre el respaldo de su asiento y la barra, aunque no era difícil. Le resultaba más fácil volver a colocarse el agarre de la barra protectora que antes escapar de ella.
El tren golpeó las puertas oscilantes —¡bam!— y siguió avanzando a una velocidad decreciente en dirección el andén de desembarque, a unos treinta metros en el lado de las puertas por las que habían tenido acceso a la montaña rusa. Las personas se apiñaban en el pasillo de acceso y muchas se volvían a mirar la cola del tren según éste salía por la boca del túnel. Jeremy esperaba que de un momento a otro empezaran a señalarle y a gritar: «¡Asesino!».
En cuanto el tren se detuvo totalmente junto a las puertas de desembarque, por toda la caverna empezaron a parpadear las luces rojas de emergencia, mostrando el camino de salida. Una voz metálica de alarma empezó a resonar por los altavoces que había en lo alto de la falsa formación rocosa: El Miriópodo ha hecho una parada de emergencia. Se ruega a todos los pasajeros que continúen en sus asientos…
Cuando la barra de seguridad se soltó automáticamente al final del viaje, Jeremy se puso de pie, se agarró al pasamanos y saltó al andén de desembarque.
… todos los pasajeros en sus asientos hasta que lleguen los servicios de socorro y les saquen de los túneles…
Los empleados uniformados que estaban en el andén se miraban unos a otros desorientados, preguntándose qué habría ocurrido.
… que todos los pasajeros permanezcan en sus asientos…
Desde el andén, Jeremy miró hacia el túnel del que había salido su tren para entrar en la caverna y vio que otro tren cruzaba las puertas oscilantes.
… se ruega al resto del público que salga en orden por la puerta más próxima…
El convoy que entraba ya no se movía ni deprisa ni suavemente, sino que lanzó una sacudida, como si quisiera saltar sobre la rejilla.
Con un sobresalto, Jeremy vio lo que aparecía enredado en las ruedas delanteras obligando al coche de cabeza a elevarse de los raíles. Seguramente también lo habían visto otras personas del andén, porque de pronto unas voces empezaron a gritar. No eran los gritos de regocijo por estarlo pasando estupendamente bien que podían escucharse en todo el parque de atracciones, sino unas exclamaciones de horror y repugnancia.
… que todos los pasajeros permanezcan en sus asientos…
El tren se balanceó y se detuvo espasmódicamente muy cerca del andén de desembarque. Algo pendía, agarrado por las irregulares fauces, ante la feroz boca de aquella cabeza de insecto que sobresalía delante del primer coche. Eran los despojos del viejo piloto de cohetes, un bocado de buen tamaño para un monstruoso bicho de la magnitud de aquél.
… se ruega al resto del público que salga en orden por la puerta más próxima…
—No mires, hijo —dijo compasivamente un empleado, apartando a Jeremy del macabro espectáculo—. Por amor de Dios, vete de aquí.
Los conmovidos empleados se habían recuperado ya lo bastante para empezar a dirigir a la multitud que esperaba hacia las puertas de salida marcadas con las señales rojas. Consciente de que se sentía reventar de emoción, sonriendo como un tonto y demasiado exultante de dicha para poder representar el papel del afligido amigo del muerto, Jeremy se unió al éxodo de personas que eran presas de un acceso de pánico, entre algunos empujones y atropellos.
Respiró el aire de la noche, en la que las luces navideñas seguían haciendo guiños, los rayos láser traspasaban la negrura del firmamento y los iridiscentes neones iluminaban hasta el último confín. Los miles de visitantes continuaban persiguiendo allí el placer sin tener la más remota idea de que la muerte se paseaba entre ellos. Jeremy se alejó corriendo del Miriópodo, sorteando las multitudes y esquivando las colisiones, sin saber adónde iba. Simplemente seguía moviéndose para alejarse del desmembrado cuerpo de Tod Ledderbeck.
Por último se detuvo ante el lago artificial, sobre cuyas aguas zumbaban algunos Hovercraft trayendo y llevando pasajeros a la Isla de Marte. Se sentía como si estuviera en Marte, o en algún otro planeta extraño donde la gravedad era menor que la de la Tierra. Le parecía flotar, listo para elevarse por los aires y alejarse de allí.
Tomó asiento en un banco de cemento, de espaldas al lago, mirando hacia un sendero rodeado de flores por el que desfilaba una interminable multitud y allí se rindió a la risa insistente que burbujeaba en su interior como la Pepsi agitada en una botella. La risa sofocada salió a borbotones con tal efervescencia y en chorros tan largos, que tuvo que abrazarse a sí mismo y apoyarse en el respaldo del banco para no caer al suelo. La gente le miraba y un par de personas se detuvieron para preguntarle si se había perdido. Su risa era tan intensa que le atragantaba, y le hacía rodar las lágrimas por el rostro. La gente creía que estaba llorando y le tomaban por un bobo de doce años que había extraviado a su familia y era demasiado tonto para solucionarlo. La incomprensión de la gente no hacía más que aumentar su risa.
Cuando se le pasó la risa, se inclinó hacia delante en el banco y miró fijamente sus bambas deportivas pensando en lo que le diría a la señora Ledderbeck cuando acudiera a recogerles a él y a Tod a las diez en punto…, suponiendo que los empleados del parque no hubieran identificado para entonces el cuerpo ni se hubieran puesto en contacto con ella. Eran las ocho. «Él quiso subir al intrépido —dijo entre dientes a sus bambas—, y yo traté de convencerle de que no lo hiciera, pero no quiso escucharme y me llamó capullo cuando no quise subir con él. Lo siento señora Ledderbeck, doctor Ledderbeck, él hablaba así algunas veces para hacerse el valiente. —Hasta aquí iba bastante bien, pero era preciso que le temblara más la voz—. Como yo no quise hacer el intrépido, subió él solo al Miriópodo. Me quedé esperándole a la salida y cuando toda aquella gente vino corriendo, hablando de un cuerpo destrozado y ensangrentado, imaginé quién debía ser y…, bueno, ya sabe, no supe qué hacer. Simplemente, no supe qué hacer. —Los empleados del parque no recordarían si Tod había hecho solo el viaje o acompañado de otro muchacho. Trataban diariamente con miles de pasajeros, de forma que no iban a acordarse de quién iba solo y quién no—. Lo siento, señora Ledderbeck, debí convencerle. Debí acompañarle y evitarlo. Me siento tan… tan estúpido… tan impotente. ¿Cómo le dejaría yo subir al Miriópodo? ¿Qué clase de buen amigo soy yo?».
No estaba mal. Necesitaba un poco de ensayo y debía tener mucho cuidado de no exagerarlo. Lágrimas y la voz quebrada, pero nada de sollozos salvajes ni excesivos dramatismos.
Estaba seguro de que podía tener éxito. Se había convertido en un Maestro del Juego. Tan pronto como se sintió seguro de su historia, se percató de que tenía apetito. Estaba hambriento. Estaba literalmente temblando de hambre. Se acercó a un puesto de comida, compró un perrito caliente bien servido —cebolla, condimento, ajo, mostaza y ketchup— y se lo zampó vorazmente, acompañado de «Orange Crush». Todavía estaba temblando. Tomó un sandwich de helado hecho con galletas de chocolate y avena de pan. Entonces dejó de temblar exteriormente, pero por dentro seguía agitándose. No era miedo. Eran unos deliciosos escalofríos similares al revoloteo que experimentaba en la barriga desde el año antes cuando miraba a una chica y se imaginaba estar con ella, aunque inefablemente superior a eso. Se asemejaba un poco al sensacional estremecimiento que acariciaba su espina dorsal cuando saltaba la barandilla de seguridad y se situaba al borde mismo de un rojizo acantilado de Laguna Beach Park, contemplando cómo se estrellaban las olas contra las rocas y sintiendo que la tierra se hundía lentamente bajo las punteras de sus zapatos y se abría camino hasta cubrirle la mitad de la suela… esperando, esperando, preguntándose si el terreno traicionero cedería repentinamente y le dejaría caer contra las rocas del fondo sin darle tiempo a agarrarse a la barandilla, pero, a pesar de eso, esperando… esperando.
Sin embargo, aquel estremecimiento era mejor que todos aquellos combinados. Y además iba creciendo por minutos, más que disminuyendo. Era un calor sensual interno que el asesinato de Tod no apagaba sino que encendía más. Su oscuro deseo se convirtió en una necesidad apremiante y empezó a vagar por el parque buscando satisfacción.
Le sorprendió un poco que el «Mundo de la Fantasía» siguiera funcionando, como si nada hubiera ocurrido en el Miriópodo. Había esperado que cerraran todo el parque de atracciones y no solamente aquélla. Ahora se daba cuenta de que el dinero era más importante que el luto por el fallecimiento de un cliente. Y si aquellos que habían visto el cuerpo desmembrado de Tod propagaban el relato entre los demás, quedaría probablemente como un refrito de la leyenda. La frivolidad no parecía haber descendido en el parque.
En un momento dado se atrevió a acercarse al Miriópodo, pero se mantuvo a distancia pensando que todavía no estaba seguro de poder ocultar la alegría por su triunfo y por el nuevo estatus que había adquirido. Maestro del Juego. Habían puesto cadenas de un pilar a otro delante del pabellón, cerrando el paso a quienes intentaran acceder a él, y sobre la puerta de entrada había un cartel que indicaba CERRADO POR REPARACIONES. No sería para reparar al viejo Tod. El piloto de cohetes ya no tenía arreglo. No había ninguna ambulancia a la vista, que ellos pudieran haber pensado que necesitarían, ni se veía ningún coche fúnebre. Ni siquiera había policías. Qué extraño.
Entonces se acordó de un reportaje que había visto en la televisión, que hablaba de un mundo existente bajo el «Mundo de la Fantasía»: túneles de servicio a manera de catacumbas, cámaras de almacenaje, centros de seguridad y control regidos por computadora… exactamente igual que «Disneylandia». A fin de evitar molestias a los clientes y desviar la atención de los morbosos y curiosos, seguramente habrían empleado aquellos túneles para trasladar a los policías y los camilleros de la oficina del forense.
Los temblores aumentaron dentro de Jeremy. También el deseo. La necesidad. Era Maestro del Juego. Nadie podía tocarle. Podía dar algo más que hacer a los policías y a los camilleros, tenerlos ocupados. Siguió moviéndose, buscando, alerta a la menor oportunidad. La encontró donde menos esperaba, cuando se detuvo en un servicio de caballeros para hacer pipí.
En uno de los lavabos había un tipo de unos treinta años mirándose al espejo y peinándose su espeso cabello rubio, reluciente de «Vitalis». En el anaquel de debajo del espejo había depositado algunos objetos personales: la cartera, las llaves del coche, un pequeño inhalador «Binaca» para purificar el aliento, un paquete medio vacío de «Dentyne» (aquel tipo estaba obsesionado por la halitosis) y un encendedor.
El encendedor fue lo primero que atrajo la atención de Jeremy. No era un Bic de plástico, con carga de butano desechable, sino uno de aquellos modelos metálicos con forma de rebanada de pan en miniatura, provisto de una tapa o bisagra que se echaba hacia atrás y revelaba la rueda y la mecha. Por la manera en que el fluorescente del techo resplandecía sobre las suaves curvas del encendedor, éste daba la impresión de ser un objeto sobrenatural, lleno de su propia y misteriosa brillantez, una boya sólo para los ojos de Jeremy.
Dudó un momento y luego se acercó a uno de los urinarios. Cuando terminó y se subió la cremallera, el tipo rubio continuaba en el lavabo, acicalándose. Jeremy se lavaba siempre las manos después de usar un wáter porque eso era lo que hacía la gente educada. Era una de las reglas seguidas por un buen jugador. Ocupó un lavabo contiguo al del acicalador. Mientras se enjabonaba las manos en el recipiente de jabón líquido, no podía quitar ojo del encendedor que había sobre el anaquel, a pocos centímetros de distancia. Se dijo a sí mismo que debía apartar la vista pues el tipo creería que pensaba quitarle aquella maldita cosa, pero los pulcros contornos de plata le tenían fascinado. Mirándolo fijamente mientras se enjuagaba el jabón de las manos, imaginó que podía oír el seco crepitar de las llamas que todo lo consumían.
Tras volver a guardarse la cartera en el bolsillo del pantalón, pero dejando los demás objetos sobre la estantería, el hombre se apartó del lavabo y se aproximó a uno de los urinarios. En el momento en que Jeremy estaba a punto de coger el encendedor, entraron un padre y su hijo adolescente. Aquella pareja podía echárselo todo a perder, pero se metieron en dos de los retretes y cerraron las puertas. Jeremy supo que aquello era una señal. Hazlo, decía la señal. Cógelo, vete, hazlo, hazlo. Jeremy miró al hombre del urinario, cogió el encendedor del anaquel, se dio media vuelta y salió de allí sin secarse las manos. Nadie corrió tras él.
Apretando el mechero con la mano derecha, se puso a recorrer el parque en busca de leña menuda e idónea. El deseo que sentía en su interior era tan intenso, que los temblores se le extendieron por la entrepierna, el abdomen y la columna vertebral, apareciendo una vez más en las manos y también en las piernas, que a veces tenían el aspecto de goma, debido a la excitación.
Necesidad.
Vassago terminó la última «Reese Piece’s», enrolló limpia y apretadamente la bolsa vacía, haciendo un nudo para que ocupara el menor espacio posible y lo dejó caer en una bolsa de basura que había justamente a la izquierda de la nevera de poliestireno sin hielo. La limpieza era una de las reglas del mundo de los vivos. Disfrutaba mucho perdiéndose en el recuerdo de aquella noche especial, ocho años atrás, en que él tenía doce y había cambiado para siempre; pero ahora estaba cansado y necesitaba dormir. Tal vez soñara con aquella mujer llamada Lindsey. Quizá tuviera otra visión que le llevara hasta alguien relacionado con ella, pues, de alguna manera, ella parecía formar parte de su destino. Unas fuerzas que no comprendía del todo pero que respetaba le arrastraban hacia ella. La próxima vez no cometería el error que había cometido con Cooper. No se dejaría abrumar por la necesidad. Primero haría preguntas y, cuando hubiera recibido todas las respuestas y sólo entonces, liberaría la preciosa sangre y, con ella, otra alma que iría a unirse a las infinitas multitudes del más allá de este odioso mundo.
El martes, por la mañana, Lindsey se quedó en casa trabajando en su estudio mientras Hatch llevaba a Regina al colegio y luego se dirigía a reunirse con un albacea de fincas de North Tustin, que estaba buscando afanosamente ofertas sobre una colección de urnas y jarrones antiguos de Wedwood. Después de comer tenía una cita con el doctor Nyebern a fin de conocer el resultado de las pruebas que le habían hecho el sábado. Para cuando recogiera a Regina y estuviera de regreso en casa, a última hora de la tarde, Lindsey pensaba haber terminado el lienzo en el que llevaba ya trabajando un mes.
Aquél era el plan, pero todos los hados y duendes —y la propia psicología de Lindsey— conspiraron para que no se cumpliese. En primer lugar, se estropeó la cafetera. Lindsey tuvo que revisar la máquina durante una hora hasta que encontró la avería y la reparó. Era muy mañosa y, afortunadamente, logró preparar el café. No podía hacer frente al día sin una dosis de cafeína que pusiera en marcha su corazón. Sabía que el café era malo para ella, pero también lo era el ácido de la batería y el cianuro, y no bebía ninguna de las dos cosas, lo cual demostraba que tenía suficiente dominio de sí misma cuando de hábitos dietéticos destructivos se trataba. ¡Demonios ella era una completa roca!
Cuando llegó a su estudio del segundo piso con una taza y un termo lleno de café, la luz que entraba por las ventanas que daban al Norte era perfecta para sus propósitos. Tenía todo lo que necesitaba. Disponía de colores, pinceles y espátulas, así como de un mueble para guardarlo. Contaba con un taburete ajustable y un caballete, y también de un equipo esterofónico, con montones de compactos de Garth Brooks, Glenn Miller y Van Halen, que, de alguna manera, parecía la música de fondo idónea para un pintor cuyo estilo era una combinación de clasicismo y surrealismo. Lo único que le faltaba era interés por el trabajo que tenía entre manos y capacidad de concentración. Le distraía constantemente una lustrosa araña negra que andaba explorando el ángulo superior derecho de la ventana más próxima a ella. No le gustaban las arañas, pero también sentía repugnancia de matarla. No le quedaría más remedio que capturarla más tarde en un jarro y echarla afuera. El arácnido caminó boca arriba por el dintel de la ventana hasta el ángulo izquierdo, perdió inmediatamente interés por aquel territorio y regresó al derecho, donde se estremeció y flexionó sus largas patas, como si obtuviera cierto placer en la calidad de aquel particular nicho, sólo asequible para las arañas.
Lindsey volvió otra vez a su pintura. Casi ya completa, era una de sus mejores obras a la que sólo le faltaban unos cuantos retoques. Pero vacilaba en abrir los tubos y coger los pinceles, pues era tan aprensiva como artista. Le inquietaba la salud de Hatch, naturalmente; tanto la física como la mental. También sentía aprensión respecto a aquel hombre extraño que había matado a la rubia y sobre la misteriosa relación existente entre aquel salvaje depredador y su Hatch.
La araña descendió muy despacio por el lado del marco de la ventana hasta el ángulo derecho del alféizar. Después de valerse de sus instintos arácnidos, cualesquiera que fuesen, rechazó también aquel rincón y regresó una vez más al ángulo superior de la derecha.
Al igual que la mayoría de la gente, Lindsey consideraba a los médiums buenos individuos para las películas de terror, pero unos charlatanes en la vida real. Sin embargo, rápidamente había sugerido la clarividencia como explicación a los sucesos que estaba viviendo Hatch. Y se había aferrado más insistentemente a aquella teoría cuando él había manifestado no ser ningún médium.
Se apartó de la araña y miró fijamente con frustración el lienzo inacabado que tenía delante. Ahora comprendía por qué había defendido con tanta vehemencia la realidad de los poderes paranormales el viernes, cuando seguían en el coche la pista del asesino hasta la entrada de Laguna Canyon Road. Si Hatch se había convertido en un médium, empezaría progresivamente a captar impresiones de otro tipo de personas y su vínculo con el asesino no sería el único. Pero si no era un médium, si el nexo que le unía a aquel monstruo era más profundo e infinitamente más extraño que la percepción clarividente obtenida al azar, como él insistía que era, entonces se encontraban hundidos en lo desconocido. Y lo desconocido resultaba mucho más espantoso que lo que uno podía describir y puntualizar.
Además, si la relación que los unía era más misteriosa e íntima que la derivada de la percepción psíquica, las consecuencias podían resultar psicológicamente desastrosas para Hatch. ¿Qué trauma mental podría derivarse de estar metido, aunque fuera de forma breve, en la mente de un desalmado asesino? ¿Era el vínculo existente entre ellos una fuente de contaminación, como podía ser algún lazo biológico íntimo? De ser esto cierto, el virus de la locura tal vez podía arrastrarse a través del éter y contaminar a Hatch. No. Era ridículo. Su marido, no. Él era de fiar, juicioso, maduro, tan cuerdo como cualquiera de los que pisaban la tierra.
La araña había tomado posesión del ángulo superior derecho de la ventana y había empezado a tejer su tela.
Lindsey recordó el estado de Hatch la noche antes a leer en el periódico la historia de Cooper. La dureza de la cólera en su rostro. La inquieta y febril mirada de sus ojos, jamás había visto a Hatch de aquella forma. A su padre sí, pero nunca a él. Sabía que a Hatch le inquietaba la idea de poder tener algún ramalazo de su padre, pero nunca había notado nada antes. Y tal vez no lo había visto tampoco la noche antes. Lo que ella había visto podía ser cierta dosis de furia del asesino filtrándose dentro de Hatch por medio del vínculo que existía entre ellos… No. Ella no tenía nada que temer de Hatch. Era un hombre bueno, el mejor que había conocido nunca. Era un pozo de bondad tan profundo, que diluiría hasta dejar sin efecto toda la locura del asesino de la muchacha rubia, que pudiera haber caído en su interior.
Del abdomen de la araña surgía un filamento brillante y sedoso a medida que el arácnido reivindicaba laboriosamente como su hogar el rincón de la ventana. Lindsey abrió un cajón del mueble en que guardaba su equipo y sacó una lupa para observar más de cerca a la hilandera. Sus delgadas patas hormigueaban moviendo centenares de hilos, que no podrían haber sido vistos sin ayuda de la lente. Sus horribles ojos de facetas múltiples miraban a todas partes al mismo tiempo y sus fauces desiguales trabajan continuamente, como anticipándose a la primera mosca voladora que quedaría atrapada en la red que estaba tejiendo. Aunque Lindsey sabía que aquel insecto formaba parte de la Naturaleza exactamente igual que ella, no podía evitar que le revolviera el estómago. Era una parte de la Naturaleza con la que prefería no convivir: la parte que tenía que ver con cazar y matar, con cosas que se alimentaban impacientemente de los vivos. Dejó la lupa sobre el alféizar de la ventana y descendió a la planta baja para buscar un jarro en la despensa de la cocina. Deseaba capturar a la araña y echarla fuera de su casa antes de que se estableciera allí definitivamente.
Al llegar al pie de la escalera miró por la ventana que había junto a la puerta principal, vio el coche del cartero y se dirigió a recoger la correspondencia del buzón de la calle. Algunas facturas, el mínimo usual de dos catálogos pedidos por correo y el último número de Arts American.
Le apetecía agarrarse a cualquier excusa para no trabajar, cosa insólita en ella, que adoraba su trabajo, de modo que olvidó por completo que había bajado a buscar un jarro para transportar a la araña, y subió el correo a su estudio, allí se sentó en el viejo sillón del rincón con una nueva taza de café y el Arts American. En cuanto miró el sumario localizó el artículo que hablaba de ella. Se quedó sorprendida. La revista había escrito anteriormente sobre su trabajo, pero ella había conocido siempre de antemano los artículos que iban a publicar. Habitualmente, el autor del artículo tenía algunas preguntas que hacerle, aunque no le efectuara una entrevista directa. Luego vio el subtítulo con el nombre del autor y frunció el ceño. S. Steven Honell. Supo que era el objetivo de un golpe cruel antes de leer la primera palabra. Honell era un buen crítico de ficción que, de vez en cuando, también escribía sobre arte. Estaba metido en los sesenta, no se había casado nunca, y era un individuo flemático que desde joven había decidido renunciar a una esposa y una familia por su trabajo de escritor. Para escribir bien, decía, hay que tener la preferencia de los monjes por la soledad. El aislamiento fuerza al hombre a enfrentarse más directa y honradamente consigo mismo que el ajetreo del poblado mundo, y a través de uno mismo también se hace frente a la naturaleza del corazón humano. Había vivido en un espléndido aislamiento, primero en el norte de California y luego en Nuevo México. Más recientemente se había afincado en el borde oriental de la zona desarrollada del condado de Orange, a un extremo de Silverado Canyon que formaba parte de una serie de colinas pobladas de arbustos y barrancos salpicados de numerosos y brillantes robles de California, así como de cabañas rústicas menos numerosas.
En setiembre del año anterior, Lindsey y Hatch habían estado en un restaurante del extremo civilizado de Silverado Canyon, donde servían bebidas fuertes y buenos filetes. Cenaron en una de las mesas de restaurante, que estaba decorado con paneles de pino nudoso y columnas de piedra caliza que sostenían el techo. Junto a la barra estaba sentado un borracho con el pelo blanco, que disertaba pomposamente sobre literatura, arte y política. Sostenía enérgicamente sus opiniones y las expresaba con un lenguaje cáustico. Por la cariñosa tolerancia con que el barman y los clientes que ocupaban los otros taburetes del mostrador trataban al cascarrabias, Lindsey coligió que se trataba de un cliente habitual.
Entonces Lindsey le reconoció. Era S. Steven Honell. Admiraba la desinteresada devoción de aquel hombre por el arte de escribir y había leído y le gustaban algunos de sus escritos. Ella no hubiera podido sacrificar amor, matrimonio e hijos por su pintura, aun cuando la exploración de su talento creativo era tan importante para ella como disponer de comida y agua suficientes. Oyendo a Honell, deseó haber ido con Hatch a comer a cualquier otro sitio, nunca más sería capaz de leer ningún trabajo suyo sin tener en cuenta algunas de las atroces declaraciones que hacía sobre los escritos y la personalidad de sus contemporáneos en las letras. A cada copa que bebía crecía su amargura y él se tornaba más mordaz, más indulgente con sus negros instintos y marcadamente más charlatán. El licor sacaba a la luz la locuacidad que escondía su leyenda de taciturno y para hacerle callar se habría necesitado una inyección de caballo de Demerol o un Magnum del calibre 357. Lindsey comió con rapidez, decidiendo prescindir del postre y abandonar lo antes posible la compañía de Honell. Entonces él la reconoció. La miró fijamente por encima del hombro, parpadeando con sus ojos pitañosos, y finalmente se acercó a su mesa, con paso inseguro.
—Disculpe, ¿es usted Lindsey Sparling, la artista? —Lindsey sabía que a veces escribía sobre el arte americano, pero no había imaginado que conociera su trabajo o su rostro.
—Sí, soy yo —respondió, esperando que dijese que no le gustaba su pintura y que no confesara quién era él.
—Me gusta mucho su trabajo —declaró él—. No la molestaré diciendo más.
Pero en el momento justo en que Lindsey se relajaba y le daba las gracias, él dijo quién era y ella se vio obligada a manifestar que también le gustaba su trabajo, cosa que hizo, aunque ahora lo veía de forma distinta a como le había parecido anteriormente. No daba la sensación de ser un hombre que hubiera sacrificado el amor de una familia por su arte, sino más bien de ser un hombre incapaz de dar ese amor. Puede que en el aislamiento hubiera encontrado una mayor fuerza creadora, pero sin duda había encontrado también más tiempo para admirarse a sí mismo y contemplar el infinito número de hechos en que era superior a sus congéneres. Lindsey trató de no exteriorizar su desagrado y se limitó a hablar con entusiasmo de sus novelas, aunque él pareció notar su desaprobación. Puso rápidamente fin al encuentro y regresó a la barra. Durante el resto de la velada no volvió a mirarla, ni siguió disertando pomposamente ante los bebedores allí reunidos. Centró su atención principalmente en el contenido de su copa.
Ahora, sentada en el sillón de su estudio con el ejemplar de Arts American en la mano, miró fijamente la firma de Honell sintiendo que se le congelaba el estómago. Ella había visto ebrio al gran hombre, mostrando más de lo que su naturaleza le pedía revelar sobre su verdadero yo. Y lo que era peor aún, ella era una persona de cierto relieve, que se movía en círculos en que podía relacionarse con gente también conocida por Honell. Para él era una amenaza y un modo de neutralizar esa amenaza consistía en preparar un magistral, aunque injusto, artículo criticando su pintura. A partir de entonces, podría decir que las historias que Lindsey contara sobre él estaban movidas por el rencor. Sabía lo que podía esperar de él en Arts American, y Honell no la sorprendió. Jamás había leído una crítica tan acerba y a la vez tan ingeniosamente preparada para eludir acusaciones de animosidad personal.
Cuando terminó, cerró la revista y la puso con cuidado sobre la mesita que había al lado del sillón. No quiso tirarla al aire a través del estudio porque sabía que aquella reacción habría deleitado a Honell de haberla visto.
Entonces se dijo «Al infierno», agarró la revista y la tiró con todas las fuerzas que pudo reunir. La publicación se estrelló contra la pared y cayó ruidosamente al suelo.
Su pintura era importante para ella. En la pintura entraba el intelecto, la emoción, el talento y el arte, incluso en aquellas ocasiones en que la obra no resultaba tan bien como ella había esperado, pues ninguna creación se presentaba nunca fácilmente. La angustia siempre formaba parte de la obra. Y era más autorreveladora de lo que parecía aconsejable. Euforia y desesperación a partes iguales. Todo crítico tenía derecho a discrepar de un artista si su juicio se basaba en una ponderada consideración y en un entendimiento de lo que el artista trataba de conseguir. Pero aquélla no era una crítica sincera. Era una invectiva malsana. Bilis. Para ella era importante su trabajo y él lo había ensuciado.
Impulsada por una intensa cólera, se puso de pie y empezó a pasear de un lado a otro. Sabía que rendirse a la cólera significaba proclamar vencedor a Honell y que ésa era la respuesta que él esperaba arrancar de ella con los alicates dentales de su crítica, pero no podía evitarlo. Deseó que Hatch estuviera con ella para compartir con él su enfado, pues Hatch ejercía un efecto más tranquilizador en ella que una copa de whisky.
Sus coléricos paseos acabaron llevándola a la ventana, donde la oronda araña negra había construido ya una elaborada tela en el rincón superior de la derecha. Recordando entonces que había olvidado el jarro de la despensa, Lindsey cogió la lupa y examinó la sedosa filigrana de red de pescador con ocho patas, que titilaba con la iridiscencia de una madreperla hecha al pastel. La trampa era sólida, fascinante… Pero el telar viviente que la tejía constituía la esencia misma de todos los depredadores, fuertes para su tamaño, pulcros y rápidos. Su cuerpo bulboso relucía igual que una gota de sangre negra y espesa, y sus cortantes mandíbulas mordían el aire anticipándose a la carne de su presa aún no capturada.
La araña y Steven Honell pertenecían a un mismo género, enteramente extraños para ella y fuera del alcance de su comprensión por mucho que los observara. Los dos tejían su tela a solas y en silencio. Ambos habían traído sus crueldades a su casa sin ser invitados, uno por medio de palabras escritas en una revista y la otra colándose por una pequeña rendija del marco de la ventana o de la jamba de la puerta. Los dos eran venenosos y detestables.
Volvió a dejar la lupa. No podía hacer nada respecto a Honell, pero al menos podía despachar a la araña. Cogió decidamente dos «Kleenex» de una caja que había sobre la consola de material y, con un rápido movimiento, arrambló araña y tela, destruyendo ambas. Después arrojó el puñado de «Kleneex» a la papelera. Cuando capturaba una araña tenía por costumbre devolverla amablemente al exterior, pero no sintió remordimientos por la forma en que había despachado a ésta. A decir verdad, si Honell hubiera estado allí en aquel momento, con su ataque periodístico todavía fresco en la mente de Lindsey, quizá le hubiera despachado tan rápida y violentamente como había hecho con la araña.
Regresó a su banqueta, observó la tela inacabada y vio inmediatamente los retoques que precisaba. Abrió los tubos de pintura y ordenó los pinceles. Era la primera vez que se sentía motivada para pintar por un golpe injusto o por un insulto pueril, y se preguntó cuántos artistas habrían creado sus mejores obras con la determinación de pasárselas por la cara a sus detractores a los que habían pretendido desprestigiarlas o menospreciarlas.
Trabajó diez o quince minutos en su cuadro hasta que, de pronto, la asaltó un inquietante pensamiento que la devolvió al estado de inquietud que la preocupaba antes de llegar el correo y el Arts American. Honell y la araña no eran las únicas criaturas que habían invadido su casa sin ser invitadas. El desconocido asesino de gafas negras también la había invadido en cierto modo, por retroacción recíproca a través del vínculo existente entre él y Hatch. ¿Y qué pasaría si el asesino tuviera conciencia de Hatch como Hatch la tenía de él? Podría encontrar el rastro de Hatch e invadir realmente su casa, con la intención de producir mucho más daño del que podían ocasionar jamás la araña o Honell.
En sus anteriores visitas había acudido a la consulta de Jonas Nyebern en su despacho del Hospital General de Orange County, pero aquel martes se dirigió al edificio médico situado junto a Jamboree Road, donde el médico ejercía su práctica privada. La sala de espera era notable, no por su alfombra gris de pelo corto, ni por un mobiliario de tipo corriente, sino por las obras de arte que pendían de sus paredes. Hatch quedó sorprendido e impresionado por una colección de pinturas antiguas al óleo de alta calidad, con motivos religiosos de naturaleza católica: La Pasión de San Judas, La Crucifixión, La Santa Madre, La Anunciación, La Resurrección, y muchas más.
Lo más curioso no era que la colección valiese mucho, pues, después de todo, Nyebern era un cirujano cardiovascular de reconocidísimo éxito, descendiente además de una familia dotada de recursos superiores a los normales. Lo que resultaba extraño era que un miembro de la profesión médica que había tomado una postura pública crecientemente agnóstica en las últimas décadas, hubiera elegido el arte religioso para adornar las paredes de su despacho y, además un arte confesional susceptible de ofender a los no católicos o a los no creyentes.
La enfermera llamó a Hatch y éste descubrió entonces que la colección se extendía por todos los corredores de toda la casa. Le pareció peculiar ver un hermoso óleo de La Pasión de Jesús en Getsemaní colgado a la izquierda de una balanza de acero inoxidable y esmalte blanco, junto a un diagrama que señalaba el peso ideal de acuerdo con la estatura, la edad y el sexo.
La enfermera le pesó, le tomó la presión sanguínea y el pulso, y Hatch se quedó esperando a Nyebern en una pequeña sala, sentado al extremo de una mesa de reconocimiento, cubierta por un rollo continuo de papel sanitario. De una pared colgaba un diagrama del ojo y una exquisita escena de La Ascensión, donde el artista jugaba tan hábilmente con la luz, que el cuadro se volvía tridimensional y las figuras casi parecían estar vivas. Nyebern sólo le hizo aguardar un minuto o dos y entró con una amplia sonrisa. Mientras se estrechaban la mano, el médico dijo:
—No voy a alargar el suspense, Hatch. Todas las pruebas son negativas. He obtenido un perfecto certificado de salud.
Sus palabras no fueron tan bien acogidas como deberían haber sido. Hatch esperaba algún descubrimiento que ayudara a comprender sus pesadillas y su extraña relación con el hombre que había matado a la rubia punky. Pero el veredicto no le sorprendió en absoluto. Sospechaba que no encontrarían fácilmente las respuestas que él esperaba.
—Así que sus pesadillas no son más que eso —siguió Nyebern— y sólo eso: pesadillas.
Hatch no le había hablado de la visión que había tenido del disparo contra la rubia que más tarde había aparecido muerta de verdad en la autopista. Como le había dicho a Lindsey, no pensaba prestarse a ser otra vez noticia de primera página, al menos hasta que viera lo suficiente del asesino para identificarle ante la Policía, más de lo que había visto de él en el espejo la noche antes, en cuyo caso no tendría otra opción que ponerse ante los focos de los mass media.
—No hay presión craneal —explicó Nyebern—, ni falta de equilibrio quimicoeléctrico, ni signos de cambio en la localización de la glándula pineal… que a veces puede conducir a graves pesadillas e incluso despertar alucinaciones… —Fue revisando las pruebas una a una, metódicamente, como siempre.
Mientras escuchaba, Hatch se dio cuenta de que siempre había recordado al médico como si fuera más viejo de lo que era realmente. Jonas Nyebern estaba envuelto por una melancolía y una gravedad que le hacía dar la impresión de ser más viejo. Alto y desmadejado, hundía los hombros y se inclinaba ligeramente para quitar énfasis a su talla, adquiriendo así una postura más propia de un anciano que de alguien de su edad, cincuenta años. A veces le rodeaba también un aire de tristeza, como si hubiera sufrido una gran tragedia.
Cuando Nyebern acabó de repasar todas las pruebas, alzó la cabeza y volvió a sonreír. Fue una sonrisa cálida que no desvaneció, sin embargo, su halo de tristeza.
—El problema no es físico, Hatch.
—¿Es posible que se le haya escapado algo?
—Posible, supongo, pero muy improbable. Nosotros…
—Una parte extremadamente pequeña del cerebro dañada, unos cientos de células, podría no aparecer en las pruebas y, sin embargo, tener efectos graves.
—Como he dicho, es muy improbable. Creo que podemos asumir con toda seguridad que se trata de un problema estrictamente emocional, una consecuencia, perfectamente comprensible, del trauma por el que usted ha pasado. Probaremos con un poco de terapia normal.
—¿Psicoterapia?
—¿Le parece mal?
—No.
«Excepto —pensó Hatch—, que no dará resultado. Esto no es un problema emocional, es un problema real».
—Conozco a un hombre excelente, de primera categoría, que le gustará —dijo Nyebern, sacando una pluma del bolsillo superior de su bata blanca y escribiendo el nombre de un psicólogo en la primera hoja de un recetario en blanco—. Comentaré su caso con él y le diré que va a ir usted a visitarle. ¿Conforme?
—Sí. Claro, estupendo.
Le hubiera gustado poder contar a Nyebern la historia completa, pero aquello sonaría definitivamente como que necesitaba una terapia. De mala gana, se iba haciendo a la idea de que ni los médicos ni los psicólogos podían ayudarle. Su dolencia era demasiado extraña para responder a tratamientos de cualquier clase. Tal vez lo que él necesitaba fuese un hechicero. Un exorcista. Sentia casi como si el asesino del vestido negro y las gafas de sol fuera un demonio que tanteara sus defensas para determinar si podía poseerle. Conversaron un par de minutos sobre cosas de carácter general y, luego, cuando se incorporaba para marcharse, Hatch señaló al cuadro de La Ascensión.
—Bonita pieza.
—Gracias. Excepcional, ¿verdad?
—Italiana.
—Exacto.
—¿Principios del siglo XVIII?
—Ha vuelto a acertar —dijo Nyebern—. ¿Entiende de arte religioso?
—No mucho, pero opino que toda la colección es italiana y del mismo período.
—En efecto. Una pieza más, quizá dos, y diré que está completa.
—Qué raro verla aquí —dijo Hatch, acercándose más a la pintura que había junto al diagrama del ojo.
—Sí, le comprendo —repuso Nyebern—, pero en casa me faltan paredes para todo esto. Allí estoy reuniendo una colección de arte religioso moderno.
—¿Es que lo hay?
—No mucho. El tema religioso no está de moda estos días entre los artistas con verdadero talento y la mayor parte está hecho por mercenarios. Pero aquí y allá… alguien con talento genuino busca afanosamente ilustración por los viejos senderos, pintando con ojos de hoy sobre esos temas. Cuando termine esa colección la traeré aquí y me desharé de ella.
Hatch apartó la vista del cuadro y se volvió hacia el doctor, con interés profesional.
—¿Piensa usted venderla?
—¡Oh, no! —repuso el médico, volviendo a guardarse la pluma en el bolsillo superior. Su mano, dotada de los elegantes dedos que se espera en un cirujano, permaneció en el bolsillo como dando fe de la verdad que acababa de declarar—. La donaré. Ésta será la sexta colección de arte sacro que reúno en los últimos veinte años y de la que luego me desprendo.
Como podía calcular aproximadamente lo que valían las obras de arte que había visto en las paredes de la consulta, Hatch quedó sorprendido por la filantropía que contenía la sencilla manifestación de Nyebern.
—¿Quién es el beneficiario del legado?
—Bueno, usualmente lo es la Universidad Católica, pero en dos ocasiones lo ha sido otra institución de la Iglesia —explicó Nyebern.
El cirujano se hallaba contemplando el cuadro de La Ascensión con la mirada distante, como si estuvieran viendo alguna cosa al través del cuadro, al otro lado de la pared donde estaba colgado, allende el horizonte más remoto. Su mano todavía seguía sobre el bolsillo superior de la bata.
—Es muy generoso por su parte —alabó Hatch.
—No es generosidad. —La voz distante de Nyebern concordaba ahora con la expresión de sus ojos—. Es un acto de expiación.
Aquellas palabras reclamaban a su vez una pregunta, aunque Hatch sintió que hacerla era una intromisión en la intimidad del médico.
—¿Por qué una expiación?
—Jamás hablo de ello —respondió Nyebern con la vista puesta en el cuadro.
—No pretendía entrometerme. Sólo pensé que…
—Puede que me fuera bien hablar de ello. ¿No lo cree usted así?
Hatch no respondió, en parte porque no creía que el doctor le estuviera escuchando realmente.
—Como expiación —volvió a decir Nyebern—. Al principio… como expiación por ser el hijo de mi padre. Luego… por ser el padre de mi hijo.
Hatch no veía que ninguna de las dos cosas pudiera ser un pecado, pero decidió esperar, seguro de que el médico se explicaría. Empezaba a sentirse como aquel asiduo contertulio del antiguo poema de Coleridge, abordado por el inquieto Viejo Mariner, que tenía un cuento de terror que debía contar a los otros. Pero al guardárselo para él solo, había perdido el poco juicio que todavía le quedaba. Nyebern siguió hablando mirando sin pestañear el cuadro.
—Cuando yo sólo tenía siete años, mi padre sufrió un ataque de locura. Disparó contra mi madre y mi hermano, matándolos. Nos hirió a mi hermana y a mí, dejándonos por muertos y luego se suicidó.
—Válgame Dios, lo siento —dijo Hatch, recordando el pozo sin fondo de cólera que era su propio padre—. Lo siento mucho, doctor. —Pero continuaba sin entender el fracaso o el pecado por el que Nyebern se sentía obligado a expiar.
—Ciertas psicosis pueden tener a veces una etiología genética. Cuando advertí en mi hijo signos de un comportamiento psicopático, incluso a una edad temprana, debí comprender lo que se avecinaba y prevenirlo de algún modo. Pero no supe enfrentarme a la verdad. Era demasiado penosa. Entonces hace un par de años, cuando tenía dieciocho, apuñaló y dio muerte a su hermana…
Hatch se estremeció.
—… y luego a su madre —acabó Nyebern.
Hatch iba a poner la mano sobre el brazo del doctor, pero la retiró al comprender que la angustia de Nyebern no tenía alivio y que su herida no podía ser curada con un medicamento tan simple como el consuelo. Aunque estaba refiriendo una tragedia personal, el médico no buscaba precisamante la simpatía o la relación amistosa de Hatch. De súbito, apareció casi como un hombre terriblemente autosuficiente. Hablaba de la tragedia porque había llegado el momento de sacar a la luz su íntimo secreto para examinarlo otra vez, y habría hablado de él a cualquiera que hubiese estado en aquel sitio a aquella hora en lugar de Hatch. Tal vez se lo hubiera contado al mismo aire si no hubiera habido nadie presente.
—Y cuando Jeremy vio que estaban muertos —continuó—, se fue al garaje con el cuchillo, un cuchillo de carnicero, lo inmovilizó en el torno de mi banco de trabajo, se encaramó sobre una banqueta y se dejó caer encima, atravesándose con la hoja. Murió desangrado.
La mano derecha del médico seguía pegada al bolsillo del pecho, pero ya no se asemejaba a un hombre dando fe de la verdad de lo que decía. En vez de ello, a Hatch le traía a la memoria un retrato de Cristo mostrando el Sagrado Corazón, la mano delgada de la divina gracia señalando el símbolo de sacrificio y promesa de eternidad. Finalmente, Nyebern apartó la vista de La Ascensión y miró a los ojos de Hatch.
—Hay quien dice que el mal no es más que una consecuencia de nuestras acciones, sólo un resultado de nuestra voluntad. Pero yo creo que es eso… y mucho más. Creo que el mal es una fuerza muy real, una energía totalmente ajena a nosotros, una presencia en el mundo. ¿Lo cree usted así, Hatch?
—Sí —respondió Hatch. En cierta forma, se sintió sorprendido.
Nyebern miró el bloc de recetas que tenía en la mano izquierda y con la derecha arrancó la primera hoja del bloc y se la tendió a Hatch.
—Se llama Foster. Doctor Gabriel Foster. Estoy seguro de que podrá ayudarle.
—Gracias —musitó Hatch.
Nyebern abrió la puerta de la sala de reconocimiento e hizo un ademán a Hatch para que le precediera. Mientras andaban por el pasillo, el médico dijo:
—Hatch.
Hatch se detuvo y se volvió a mirarle.
—Lo siento —añadió Nyebern.
—¿Por qué?
—Por explicarle el motivo de donar los cuadros.
Hatch asintió.
—Bueno, he sido yo quien le ha preguntado, ¿no?
—Pero podía haber sido mucho más breve.
—¿Sí?
—Podía haber dicho solamente… que vagamente creo que la única manera de que yo entre en el Cielo es haciendo méritos.
Fuera, en el aparcamiento salpicado de sol, Hatch permaneció un buen rato sentado tras el volante del coche, observando a una avispa que revoloteaba sobre la capota roja como si creyera haber encontrado una rosa gigante. La conversación sostenida en el despacho de Nyebern le había parecido muy semejante a un sueño y se sentía como si se estuviera levantando de dormir. Tenía la impresión de que la macabra tragedia que planeaba sobre la vida de Jonas Nyebern guardaba una relación directa con sus propios problemas actuales, pero aunque lo intentaba no lograba encontrar el nexo.
La avispa se movió a la izquierda, a la derecha y miró fijamente el parabrisas, como si le estuviera viendo dentro del coche y fuera misteriosamente arrastrada hacia él. Entonces se lanzó repetidamente contra el cristal, rebotó en él y reanudó su revoloteo. «Toc», «brrr», «toc», «brrr», «toc-toc» «brrr». Era una avispa muy obstinada. Hatch pensó si sería una de esas especies con un solo aguijón que se rompe cuando pican y produce la muerte subsiguiente de la avispa. «Toc», «brrr», «toc», «brrr», «toc-toc-toc». Si era una de esas especies, ¿entendería plenamente la recompensa que iba a obtener con su obstinación? «Toc», «brrr», «toc-toc-toc».
Jonas Nyebern recibió al último paciente de aquel día, una visita de revisión a una atractiva mujer de treinta años a la que había practicado un injerto de aorta en el marzo anterior. Entonces se metió en el despacho privado que tenía en la parte posterior de la consulta y cerró la puerta. Dio la vuelta al escritorio, se sentó detrás y examinó su cartera buscando un trozo de papel en el que había anotado un número de teléfono que no había querido incluir en su Rolodex. Dio con él, se acercó al teléfono y marcó siete cifras.
El teléfono sonó tres veces y luego respondió una voz metálica, igual que había ocurrido en sus llamadas previas del día antes y de primeras horas de aquella mañana: Habla Morton Redlow. En este momento no estoy en la oficina. Cuando escuche la tercera señal, deje por favor su mensaje y un número donde pueda localizarle; me pondré en contacto con usted lo antes posible.
Jonas esperó a oír la señal y habló con voz suave.
—Señor Redlow, soy el doctor Nyebern. Sé que le he dejado otros mensajes, pero pensaba que recibiría un informe de usted el viernes pasado. O, en todo caso, que lo recibiría para el fin de semana. Le ruego que me llame en cuanto pueda. Gracias.
Colgó el teléfono. Se preguntó si tenía motivos para estar preocupado. Se preguntó si tenía motivos para no preocuparse.
Regina estaba sentada en su pupitre, en la clase de francés que impartía sor Mary Margaret, harta de olor a polvo de tiza y molesta por la dureza del asiento de plástico que tenía bajo el trasero, aprendiendo a decir Hola, soy americana. ¿Puede usted indicarme dónde está la iglesia más próxima para asistir a la misa del domingo?
Tres aburrido.
Seguía estudiando quinto grado en el Colegio Primario de St. Thomas pues su continuada asistencia al mismo era una condición estricta para su adopción. (Adopción en calidad de prueba. No definitiva todavía. Podía ser ampliada. Los Harrison podían decidir que preferían criar periquitos en vez de hijos, devolverla y adquirir un pájaro. Por favor, Señor, asegúrate de que ellos comprendan que Tú, en Tu divina sabiduría, diseñaste los pájaros para que se ensuciaran cuanto quisieran. Hazles ver el lío que supone mantener la jaula limpia). Cuando acabara la primaria en St. Thomas, pasaría a su Colegio de Secundaria, porque St. Thomas tenía las manos en todas partes. Además del hogar infantil y de los dos colegios, tenía un centro de cuidados diurnos y una tienda de artículos de segunda mano. La parroquia era como una empresa y el padre Jiménez era una especie de alto ejecutivo parecido a Donald Trump, salvo que el padre Jiménez no trataba con prostitutas ni poseía casinos de juego. La sala de bingo apenas contaba. (Querido Dios, lo de que los pájaros se ensuciaran cuanto quisieran… no ha sido ninguna crítica. Estoy segura de que tuviste Tus razones para hacer que los pájaros se ensucien cuanto quieran encima de las cosas y, al igual que el misterio de la Santísima Trinidad, ésa es una de las cosas que los humanos corrientes no llegaremos nunca a entender completamente. No pretendía ofender). De todos modos, no le importaba volver al colegio de St. Thomas, porque tanto las monjas como los profesores seglares apretaban fuerte y acababas aprendiendo mucho, y a ella le gustaba aprender.
Sin embargo, en aquella última clase de la tarde del martes ya estaba harta de tanto aprender, y si sor Mary Margaret la hubiera sacado para decir alguna cosa en francés, probablemente habría confundido la palabra «iglesia» con la de «cloaca», cosa que ya le había ocurrido una vez, para gran deleite de los otros niños y para su propia mortificación. (Querido Dios, recuerda, por favor, que me impuse yo misma rezar un rosario por aquella metedura de pata, sólo para demostrar que no pretendía nada malo con ello y que sólo fue una equivocación). Cuando sonó el timbre de salida, fue la primera en levantarse de su asiento y cruzar la puerta de la clase, pese a que la mayoría de los niños del Colegio St. Thomas no procedían del Hogar ni eran minusválidos.
Mientras se dirigía a su taquilla y luego a la puerta principal, se preguntó si la estaría esperando fuera el señor Harrison, como había prometido. Se imaginó a sí misma de pie en la acera, rodeada de niños, incapaz de localizar el coche del señor Harrison; y el enjambre de niños disminuyendo gradualmente hasta que se quedaba allí sola, sin que el coche diera señales de vida. Y luego se imaginó esperando allí hasta que se pusiera el sol y saliera la luna, y su reloj de pulsera marcando los segundos hacia la medianoche, y por la mañana cuando regresaran los niños para asistir a otro día de colegio ella volvería a entrar con todos sin decir a nadie que los Harrison ya no la querían.
Él estaba allí. En el coche rojo. En una fila de coches conducidos por los padres de otros niños. Se inclinó sobre el asiento de la derecha para abrirle la puerta mientras ella se acercaba. Se metió en el coche con su cartapacio de libros y cerró la puerta.
—¿Un día duro? —saludó él.
—Sí —respondió ella, súbitamente tímida, cuando la timidez no había sido nunca el mayor de sus problemas. Estaba teniendo dificultades para coger el estilo del trato familiar. Temía que no lo cogería nunca.
—Las monjas —apuntó él.
—Sí —admitió la muchacha.
—Son severas.
—Severas.
—Esas monjas son duras como clavos.
—Como clavos —repitió ella, afirmando con la cabeza y preguntándose si alguna vez sería capaz de volver a decir frases de más de una palabra.
Emprendieron la marcha y él siguió hablando.
—Apuesto a que si pusiéramos a cualquiera de esas monjas en el ring frente a cualquier campeón mundial de los pesos pesados, incluyendo a Muhammad Alí, le dejaría fuera de combate en el primer asalto —dijo él.
Regina no pudo evitar sonreírle.
—Seguro —siguió—. Solamente Supermán sobreviviría a un combate con una monja dura de verdad. ¿Batman? ¡Fuah! Cualquiera de tus monjas corrientes sería capaz de fregar el suelo con Batman como bayeta… o hacer sopa con la pandilla de las Jóvenes Tortugas Mutantes Ninja.
—Tienen buenas intenciones —dijo Regina. Había pronunciado cuatro palabras, que sonaron ridículas. Valía más que no abriera la boca, carecía de experiencia en aquella relación padre-hija.
—¿Las monjas? —exclamó él—. Bueno, por supuesto que tienen buenas intenciones. De lo contrario, no serían monjas. Serían tal vez matones de la Mafia, terroristas internacionales o congresistas de los Estados Unidos.
No efectuó el regreso a casa conduciendo a gran velocidad como un hombre atareado con muchas cosas que hacer, sino como alguien que ha salido a dar un paseo tranquilamente. Ella no había subido bastante en su coche para saber si aquélla era su forma habitual de conducir, pero sospechó que iba algo más despacio que de costumbre para que pudieran estar más tiempo juntos los dos solos. Aquello era estupendo. Sintió un pequeño nudo en la garganta y se le humedecieron los ojos. ¡Oh, qué estupendo! Un montón de estiércol de vaca habría ofrecido una conversación mejor de lo que ella estaba haciendo, de modo que ahora iba a estallar en lágrimas, lo que cimentaría realmente la relación. ¿Seguro que todos los padres adoptivos deseaban recibir una chica muda, emocionalmente inestable y con problemas físicos? Todo era rabia, ya saben. Bueno si se ponía a llorar sus traicioneros senos paranasales entrarían en funcionamiento y la vieja mocarra empezaría a destilar a moco tendido, lo que seguramente la haría todavía más espantosa de lo que ya era. Él abandonaría la idea de un paseo tranquilo y regresaría a casa tan velozmente que habría de frenar a fondo un kilómetro antes de llegar para no estrellarse directamente contra la parte trasera del garaje. (Te lo ruego, Señor, ayúdame ahora. Tú sabes que he pensado «estiércol de vaca» y no «mierda de vaca», así que me merezco un poco de piedad).
Charlaron sobre esto y aquello, o, mejor dicho, él charló durante un rato y ella se limitó a emitir gruñidos como si fuera un humanoide del zoo sacado a dar un paseo. Pero en un momento dado se dio cuenta con sorpresa de que estaba pronunciando frases completas, de que lo llevaba haciendo algunos kilómetros y de que se encontraba a gusto con él.
Él le preguntó qué quería ser cuando fuese mayor y ella, casi pegada al pabellón de su oreja, le explicó que algunas personas se ganaban la vida escribiendo los libros que a ella le gustaba leer y que ella componía algunas historias desde hacía un año o dos. Historias de poco valor, admitió, pero las mejoraría. Era muy brillante para tener diez años, demasiado para su edad, pero no podía empezar una carrera hasta los dieciocho, tal vez hasta los dieciséis con un poco de suerte. ¿Cuándo había empezado Mr. Christopher Pike a publicar? ¿A los diecisiete? ¿A los dieciocho? Quizá tuviera veinte, aunque no más, sin duda, y eso era lo que ella se proponía: ser el próximo Mr. Christoher Pike cuando tuviera veinte años. Guardaba un cuaderno entero lleno de ideas sobre historias. Había bastantes buenas, incluso descontando aquellas que resultaban engorrosamente infantiles, como el cuento del inteligente cerdo venido del espacio que tanto la había entusiasmado durante un tiempo y que ahora consideraba desesperadamente estúpido. Cuando enfilaron el sendero de entrada a la casa de Laguna Niguel, todavía estaba hablando sobre escribir libros, y él parecía verdaderamente interesado en sus palabras.
Regina creyó que todavía podría coger el estilo de aquella familia.
Vassago soñaba con fuego. Con el golpecito metálico de la tapa del encendedor al ser abierta en la oscuridad. Con el roce seco de la rueda al raspar la piedra. Una chispa. El vestido blanco de verano de la muchacha decorado por las llamas. La Casa de las Sorpresas ardiendo. Gritos mientras la oscuridad, calculadamente fantasmal, se disolvía bajo las lamedoras lenguas de luz naranja. Tod Ledderbeck estaba muerto en la caverna del Miriópodo y la casa de armazones de plástico y de demonios de goma aparecía ahora repentinamente llena de pánico real y de muerte de olor acre. Había soñado con aquel fuego incontables veces desde la noche del duodécimo cumpleaños de Tod, pues le proporcionaba siempre la más bella de todas las quimeras y de todos los fantasmas que habían pasado por detrás de sus ojos mientras dormía. Pero en aquella ocasión aparecieron en las llamas unas imágenes y unos rostros extraños. Otra vez el coche rojo. Una niña con el pelo rojizo, de una belleza solemne con grandes ojos grises que parecían demasiado viejos para su rostro. Una mano pequeña, cruelmente torcida, con dedos de menos. Un nombre, que ya había llegado hasta él con anterioridad resonaba entre las llamas saltarinas y las sombras disolventes de la Casa de las Sorpresas. Regina… Regina… Regina…
La visita que había hecho al doctor Nyebern había deprimido a Hatch, tanto porque las pruebas no habían revelado nada que arrojara alguna luz sobre sus extrañas experiencias, como por su breve incursión en la atormentada vida del médico. Pero Regina constituía una terapia para su melancolía si es que alguna vez había existido tal medicina. Poseía todo el entusiasmo de una niña de su edad, la vida no la había abatido ni un centímetro.
Durante el trayecto hasta la puerta principal de la casa, Regina se movió con más facilidad y presteza que cuando entró en el despacho de Salvatore Gujilio, pero el aparato ortopédico de su pierna le confería un porte mesurado y solemne. Una mariposa de brillantes colores amarillos y azules acompañó todos sus pasos revoloteando alegremente a pocos centímetros de su cabeza, como si supiera que eran dos almas muy semejantes, bellas e ilusionadas.
—Gracias por ir a recogerme, señor Harrison —dijo ella con solemnidad.
Tenían que solucionar en seguida aquello de «señor Harrison». Sospechaba que aquella formalidad obedecía en parte al miedo de intimar demasiado… y luego ser rechazada, como había sucedido durante la fase de prueba de su primera adopción, pero también al temor de decir o hacer algo mal, de destruir involuntariamente sus perspectivas de felicidad.
—Lindsey o yo iremos cada día a recogerte al colegio… —le dijo al llegar a la puerta—, salvo que te saques el permiso de conducir y prefieras ir y volver por tus propios medios.
Ella le miró. La mariposa describía unos círculos en el aire por encima de su cabeza, como si fuese una coronación o un halo viviente.
—¿Está usted bromeando, verdad? —respondió ella.
—Bueno, sí. Me temo que sí.
La niña se ruborizó y miró hacia otra parte, como si no estuviera segura de si era bueno o malo que bromeara con ella. Él casi parecía oír sus pensamientos: ¿Bromea conmigo porque piensa que soy lista, o porque me considera una estúpida irremediable?, o algo muy parecido.
Durante el trayecto del colegio a casa, Hatch había notado que Regina sufría de cierta desconfianza en sí misma que ella creía ocultar a los demás, pero que, cuando estaba afectada por algo, evidenciaba en su rostro adorable y maravillosamente expresivo. Cada vez que percibía una fisura en la confianza en sí misma de la muchacha, sentía ganas de abrazarla fuertemente contra su pecho y tranquilizarla. Sin embargo, ello habría sido un error, pues a ella seguramente la aterrorizaba saber que sus momentos de nerviosismo interior eran tan evidentes a sus ojos. Presumía para sí misma de ser dura, resistente y autosuficiente y hacía resaltar aquella imagen suya como una coraza contra el mundo.
—Espero que no te importe que te gaste algunas bromas —dijo él insertando la llave en la cerradura de la puerta—. Es mi manera de ser. Podría inscribirme en un programa de Guasones Anónimos para quitarme la costumbre, pero es un grupo muy severo. Te mortifican con mangueras de goma y te obligan a comer frijoles.
Cuando transcurriera el tiempo suficiente, cuando se sintiera querida y parte de la familia, su confianza en sí misma sería tan inquebrantable como ella deseaba que fuese ahora. Mientras tanto, lo mejor que Hatch podía hacer por ella era pretender que la veía exactamente como ella deseaba ser vista; y ayudarla tranquila y pacientemente a que acabara de convertirse en la persona serena y segura que ella esperaba ser. Él abrió la puerta y los dos entraron en la casa.
—Yo odiaba los frijoles y toda clase de judías, pero he hecho un trato con Dios. Si Él me concede… algo que quiero de manera muy especial, comeré sin rechistar todas las judías existentes en el mundo durante el resto de mi vida —explicó Regina.
Estaban de pie en el recibidor y acababan de cerrar la puerta.
—Ésa es una buena promesa —dijo Hatch—. Dios debe haber quedado impresionado.
—Así lo espero —asintió ella.
Y en el sueño de Vassago, Regina se movía a la luz del sol con una abrazadera metálica en una pierna y una mariposa alrededor de la cabeza, como si fuera una flor. Una casa flanqueada por palmeras. Una puerta. Ella levantó la vista hasta Vassago y sus ojos revelaron un alma de tremenda vitalidad y un corazón tan vulnerable, que aceleró los latidos del de Vassago, pese a que estaba durmiendo.
Encontraron a Lindsey arriba, en el cuarto que usaba como estudio en su casa. El caballete estaba en ángulo respecto a la puerta, de manera que Hatch no podía ver lo que estaba pintando. Lindsey llevaba la blusa medio fuera de los tejanos y tenía el cabello en desorden. Un refregón de color rojizo oscuro marcaba su mejilla izquierda y su rostro mostraba una expresión cuyo significado conocía muy bien Hatch. Sabía por experiencia que se hallaba en la fiebre final del trabajo, en una obra que le estaba saliendo exactamente como había esperado.
—Hola, querida —saludó Lindsey a Regina—. ¿Cómo ha ido el colegio?
Regina estaba aturdida, como parecía estar siempre que le dirigían cualquier término cariñoso.
—Bueno, el colegio es el colegio, ya sabe usted.
—Debe de gustarte. Sé que obtienes muy buenas notas.
Regina se encogió de hombros ante el cumplido y la miró con azoramiento. Hatch se dirigió a Lindsey reprimiendo su impulso de abrazar a la muchacha.
—Cuando se haga mayor va a ser escritora.
—¿De veras? —exclamó Lindsey—. ¡Qué interesante! Sabía que te gustaban los libros, pero no que querías escribirlos.
—Ni yo tampoco —dijo la muchacha. De repente, su azoramiento con Lindsey pasó y se abrió el grifo de las palabras, que le salieron a borbotones mientras cruzaba la habitación y se ponía delante del caballete para ver los progresos del cuadro—, hasta las pasadas Navidades cuando mi regalo en el árbol del hogar fueron seis libros de rústica. No eran libros para una chica de diez años, pero fue un regalo adecuado porque yo leía a un nivel de grado décimo, que es el de los que tienen quince. Soy lo que llaman una niña precoz. De todos modos, esos libros fueron el mejor regalo de mi vida y pensé que sería estupendo que algún día una chica del hogar como yo se encontrara en el árbol con mis libros y sintiera lo que sentí yo, aunque no llegue a ser tan buena escritora como Mr. Daniel Pinkwater o Mr. Christopher Pike. ¡Jesús!, quiero decir que ellos casi están a la altura de Shakespeare y Judy Blume. Pero yo tengo buenas historias que contar, y no son como esa basura del cerdo inteligente del espacio. Perdonen. Quiero decir de mala calidad. Desechos. Quiero decir que el cerdo inteligente del espacio es una chatarra. No todas son así.
Lindsey nunca mostraba a Hatch —ni a nadie más— un lienzo sin terminar, ni permitía que echaran un solo vistazo hasta después de haber aplicado la última pincelada. Aunque era evidente que estaba acabando su actual cuadro, todavía continuaba trabajando en él y a Hatch le sorprendió que su mujer ni siquiera se crispara cuando Regina rodeó el caballete y se puso delante a mirarlo. Decidió entonces que ninguna mocosa, sólo porque tuviera la nariz respingona y algunas pecas, iba a disfrutar de un privilegio que a él se le negaba, de modo que también se atrevió a rodear el caballete y echar una fugaz mirada.
Era una maravillosa obra de arte. El fondo era un campo de estrellas y, superpuesto a él, aparecía transparentándose el rostro de un muchacho de etérea belleza. No se trataba solamente de un muchacho. Era su Jimmy. Cuando vivía le había pintado algunas veces, pero nunca después de muerto… hasta ahora. Era un Jimmy idealizado por tal perfección que su rostro podía confundirse con el de un ángel. Sus adorables ojos miraban hacia arriba, hacia una luz cálida que se derramaba sobre él desde más allá del cenit de la tela y su rostro mostraba una expresión más profunda que el gozo, una expresión de arrobamiento. En primer término, como foco de la obra, flotaba una rosa negra, no transparente como el rostro pero dotada de tan sensuales detalles que Hatch casi podía sentir la aterciopelada textura de sus pétalos afelpados. La verde piel del tallo aparecía humedecida por un fresco rocío y las espinas estaban pintadas con unas puntas tan penetrantemente agudas que casi creyó que pincharían como las espinas verdaderas al menor contacto. Sobre uno de los pétalos negros relucía una sola gota de sangre. Lindsey se las había arreglado para conferir a la rosa flotante un halo místico de fuerza preternatural capaz de atraer la vista y llamar la atención por su efecto casi hipnótico. Sin embargo, el muchacho no miraba hacia la rosa; sólo elevaba la vista hacia el único objeto radiante que podía ver. Por poderosa que fuera la trascendencia de la rosa, carecía de todo interés si era comparada con la fuente de luz que emanaba de lo alto.
Desde el día de la muerte de Jimmy hasta la resurrección de Hatch, Lindsey había rehusado buscar consuelo en cualquier dios creador de un mundo donde estuviera presente la muerte. Recordó a un sacerdote que le sugería el rezo como camino de aceptación y curación psicológica, y la fría y recusadora contestación de Lindsey: Los rezos no sirven. No hay que esperar milagros, padre. Los muertos permanecen muertos y a los vivos sólo les espera unirse a ellos. Pero algo había cambiado en ella ahora. La rosa negra del cuadro representaba la muerte, pero no tenía poder sobre Jimmy. Jimmy había ido más allá de la muerte y ésta no significaba nada para él. Se elevaba por encima de ella. Y Lindsey, al ser capaz de concebir aquel cuadro y pintarlo tan impecablemente, había encontrado al fin la forma de decir adiós a su hijo, un adiós sin dolor, un adiós sin amargura, un adiós con amor y con una nueva y asombrosa aceptación de la necesidad de creer en algo más que en que la vida termina siempre en un hoyo negro y frío de la tierra.
—Es muy bonito —dijo Regina con auténtico respeto—. En cierto modo infunde miedo, no sé por qué…, temor…, pero es muy bonito.
Hatch levantó la vista del cuadro y miró a los ojos de Lindsey tratando de decir algo, pero no le salieron las palabras. Desde su resucitación el corazón de Lindsey y el suyo propio, habían renacido y se habían enfrentado a la equivocación de haber pasado cinco años entregados al dolor. Pero no habían acabado de aceptar que la vida no pudiera ser ya tan dulce como lo había sido antes de aquella pequeña muerte, a decir verdad, no se habían desprendido de Jimmy. Ahora, mirando a los ojos de Lindsey, comprendió que ella había vuelto a recuperar la esperanza sin ninguna reserva. El peso de la muerte de su pequeño hijo caía ahora sobre Hatch más que nunca, porque si Lindsey podía ponerse a bien con Dios también él debía hacerlo. Quiso hablar de nuevo y no lo consiguió. Volvió a mirar el cuadro y, dándose cuenta de que estaba a punto de llorar, abandonó el cuarto.
No sabía ni adónde iba. Sin recordar después haber dado un solo paso durante su recorrido, bajó la escalera, entró en el cuarto que habían ofrecido a Regina como dormitorio, abrió las puertaventanas y salió al jardín de rosas que había al lado de la casa. Al cálido sol del atardecer, las rosas eran rojas, blancas, amarillas, escarlata y con la tonalidad de la piel de melocotón. Unas todavía estaban en pimpollo y otras eran tan grandes como platillos, pero ninguna era negra. El aire estaba saturado de su hechicera fragancia.
Con un regusto a sal en las comisuras de la boca, extendió los brazos hacia el arbusto más próximo cargado de rosas queriendo tocar las flores, pero sus manos se detuvieron antes de rozarlas. Así, con los brazos formando cuna, sintió de repente un peso sobre ellos. No tenía nada entre los brazos, pero la carga que sentía encima no era ningún misterio. Como si hubiera sucedido una hora antes, recordó cómo había sentido el peso del cuerpo de su hijo, asolado por el cáncer.
En los momentos previos a la visita de la odiosa muerte, arrancó de Jimmy los cables y tubos, le levantó de la cama del hospital, empapada en sudor, y fue a sentarse en una silla junto a la ventana. Allí le sostuvo entre sus brazos contra su pecho y le habló en voz baja, hasta que sus labios pálidos y abiertos dejaron de respirar. Hatch recordaría con exactitud hasta su muerte, el exiguo peso del niño en sus brazos y la desnudez de sus huesos faltos de carne. No podría olvidar nunca la espantosa calentura que despedía su piel, translúcida a causa del mal, y la fragilidad de su débil corazón.
Sentía todo eso ahora, entre sus brazos vacíos, en aquel jardín de rosas. Alzó la vista al cielo estival y preguntó: «¿Por qué?», como si hubiera alguien allí para responderle. «Era tan pequeño —añadió Hatch—. Era tan condenadamente pequeño».
A medida que hablaba, la carga se le hacía más pesada de lo que había sido en la sala del hospital, se convertía en una tonelada en sus brazos vacíos, tal vez porque todavía no deseaba librarse de ella tanto como había llegado a creer. Pero entonces aconteció una cosa extraña: el peso en sus brazos disminuyó paulatinamente y el cuerpo invisible de su hijo pareció escapar flotando de su abrazo, como si la carne, tras largo tiempo de frustraciones, se hubiera transmutado totalmente en espíritu, como si Jimmy no necesitara ya alivio y consuelo.
Hatch bajó los brazos. Posiblemente a partir de entonces el recuerdo agridulce de un hijo perdido no fuera más que el recuerdo dulce de un hijo amado. Y posiblemente a partir de aquel momento no fuera un recuerdo tan pesado que aplastaba el corazón. Se quedó de pie entre las rosas. El día era cálido. La luz del atardecer parecía de oro. El cielo estaba perfectamente claro… y todo lleno de misterio.
Regina preguntó si podía tener en su habitación algunas pinturas de Lindsey con palabras que parecían sinceras. Escogieron tres cuadros y entre las dos clavaron unos ganchos en las paredes y los colgaron donde ella quiso, cerca de un crucifijo de treinta centímetros de alto que había traído de su habitación en el orfanato.
—¿Te gustaría cenar en un buen restaurante de pizzas que conozco? —le preguntó Lindsey mientras colgaban los cuadros.
—¡Sí! —respondió entusiasmada la muchacha—. Adoro la pizza.
—Las hacen con mucha costra y abundante queso.
—¿Pepperoni?
—Cortado muy fino, pero en abundancia.
—¿Y salsa?
—Claro, por qué no. Aunque, ¿estás segura de que no será una preciosa pizza repulsiva para una vegetariana como tú?
Regina se ruborizó.
—¡Oh, aquello! Aquel día fui una capulla. ¡Oh, Jesús!, lo siento. Quiero decir, una listilla, una tonta.
—No tiene importancia —dijo Lindsey—. Todos hacemos el listillo de vez en cuando.
—Usted no lo hace, ni el señor Harrison lo hace.
—Oh, espera. —Subida de pie sobre un taburete, delante de la pared del otro lado de la cama, Lindsey machacaba un clavo para colgar un cuadro mientras Regina le sujetaba el cuadro. Al recibirlo de manos de la muchacha para colgarlo, Lindsey le dijo—: ¿Oye, querrás hacerme un favor en la cena de esta noche?
—¿Un favor? ¿Cuál?
—Sé que esta nueva situación todavía te resulta embarazosa. No te sientes verdaderamente como en casa y es probable que te cueste mucho tiempo…
—¡Oh, aquí se está muy bien! —protestó la niña.
Lindsey deslizó la argolla del cuadro por el clavo y lo fue ajustando hasta que estuvo bien derecho. Luego se sentó en el taburete, quedando delante de la muchacha. La cogió por las dos manos, la normal y la otra.
—Tienes razón…, aquí se está muy bien. Pero tú y yo vemos que no es lo mismo que estar en casa. No pensaba presionarte sobre esto. Quería que te tomaras el tiempo necesario, pero… aunque te parezca algo prematuro, ¿no crees que esta noche podrías empezar a dejar de llamarnos señor y señora Harrison? Especialmente a Hatch. Para él sería muy importante que empezaras a llamarle Hatch.
La muchacha bajó la vista hacia sus manos entrelazadas.
—Bueno, supongo, sí…, eso estaría bien.
—¿Y sabes una cosa? Comprendo que es pedirte demasiado porque todavía no le conoces bien, pero ¿sabes lo que sería la cosa más importante del mundo para él en estos momentos?
La muchacha seguía mirándose las manos.
—¿Qué?
—Que de alguna forma te saliera del corazón llamarle papá. No me respondas ahora y piénsatelo. Sería algo maravilloso que podrías hacer por él, por razones que no puedo explicarte ahora. Y te aseguro una cosa, Regina, es un hombre bueno. Hará cualquier cosa por ti, arriesgando su vida por ti si llegara el caso y sin pedir nunca nada a cambio. Se enfadaría mucho si supiera que te estoy pidiendo esto, pero lo único que te pido realmente es que lo pienses con detenimiento.
Al cabo de un largo silencio, la muchacha levantó la vista de sus manos y asintió con la cabeza.
—Está bien. Lo pensaré.
—Gracias, Regina. —Se levantó del taburete—. Ahora colguemos el último cuadro.
Lindsey tomó las medidas, señaló un punto en la pared y clavó un gancho para el cuadro.
—Es que en toda mi vida… nunca he tenido a nadie a quien llamar mamá y papá. Es una cosa muy buena —dijo Regina mientras le pasaba el cuadro.
—Lo comprendo, querida —sonrió Lindsey—. Lo comprendo muy bien. Y Hatch también lo entenderá con el tiempo.
En la Casa de las Sorpresas en llamas, entre los llantos de socorro y los lamentos de agonía que arreciaban apareció un objeto extraño a la luz del fuego. Una sola rosa. Una rosa negra, que flotaba como si un mago invisible la hiciera levitar. Vassago no habría encontrado nunca cosa alguna más bella en el mundo de los vivos, en el mundo de los muertos o en el reino de los sueños. Resplandecía delante de él, con unos pétalos tan frescos y suaves que semejaban haber sido extraídos de una muestra del cielo nocturno no mancillado por las estrellas. Sus espinas eran exquisitamente afiladas, como agujas de cristal. Su tallo verde tenía el brillo aceitoso de la piel de una serpiente y uno de sus pétalos tenía una sola gota de sangre. La rosa se desvaneció de su sueño, pero retornó más tarde y, con ella, la mujer llamada Lindsey y la muchacha de cabello cobrizo y suaves ojos grises. Vassago ansió poseer a las tres: la rosa negra, la mujer y la muchacha de ojos grises.
Hatch se arregló para cenar y, mientras Lindsey terminaba de retocarse en el cuarto de baño, se sentó al borde de la cama de matrimonio y leyó el artículo de S. Steven Honell en Arts American. Podía encogerse de hombros ante cualquier insulto dirigido a él, pero si alguien vapuleaba a Lindsey montaba siempre en cólera. Incluso le costaba soportar las críticas al trabajo de su esposa que ella consideraba constructivas. Por ello le enfureció leer la maliciosa, sarcástica y rematadamente estúpida diatriba que lanzaba Honell contra la carrera entera de Lindsey que calificaba de «despilfarro de energía». Esta frase le enfureció todavía más.
Igual que había ocurrido la noche antes, su enojo se tornó en una cólera tan violenta como una erupción volcánica. Apretó los músculos de las mandíbulas con tanta fuerza que le dolieron los dientes. La revista empezó a agitarse porque las manos le temblaban de furia y se le emborronó ligeramente la vista, como si estuviera viendo las cosas a través de oleadas de calor. Tuvo que parpadear y cerrar los ojos para que las palabras de contornos nebulosos de la página adquiriesen una impresión legible.
Como la noche antes mientras yacía en la cama, sintió como si la cólera abriera una puerta y algo, un horrendo espíritu que sólo conocía la rabia y el odio, le hiciera entrar por ella. O tal vez era algo que había estado dentro de él todo el tiempo menos cuando dormía y su cólera lo había despertado. Pero no estaba él solo dentro de su propia cabeza. Percibía claramente otra presencia, igual que una araña caminando muy lentamente por el angosto espacio existente entre la pared interior de su cráneo y la superficie de su cerebro.
Trató de dejar a un lado la revista y de tranquilizarse, pero siguió leyendo porque no estaba en plena posesión de sí mismo.
Vassago se movía sin dificultades por la Casa de las Sorpresas, pasto del voraz incendio, porque había planeado una vía de escape. Unas veces tenía la edad de doce años y otras la de veinte, pero su sendero siempre estaba iluminado por antorchas humanas, algunas de las cuales se hallaban derrumbadas en silenciosos montones derretidos sobre el suelo humeante, mientras otras estallaban en llamas cuando pasaba por delante de ellas.
Durante su sueño portaba una revista abierta por un artículo que alimentaba su cólera y que parecía imperativo que leyera. Los márgenes de las páginas se retorcían por el calor y amenazaban con arder. Los nombres saltaban hasta él de página a página. Lindsey. Lindsey Sparling. Por fin sabía cómo se llamaba. Sintió la apremiante necesidad de arrojar la revista, aminorar la respiración y calmarse, pero en vez de ello alimentó más su cólera, dejó que una dulce oleada de rabia se posesionara de él y se dijo a sí mismo que debía averiguar más cosas. Los márgenes de la revista se retorcían con el fuego. Honell. Otro nombre. Steven S. Honell. No la S delante. S. Steven Honell. El papel se incendió. Honell. Un escritor. Un establecimiento de bebidas, Silverado Canyon. La revista se puso a arder en sus manos, arrojando destellos contra su rostro…
Lanzó el sueño fuera de sí, lo mismo que es arrojado el casquillo de una bala disparada, y se incorporó en su negro escondite. Estaba totalmente despierto y excitado. Sabía lo suficiente para encontrar a la mujer.
Un momento de furia se extendió por Hatch como el fuego, pero inmediatamente fue extinguida. Sus mandíbulas se relajaron, la tensión de sus hombros cedió y sus manos desecharon tan repentinamente la crispación, que soltó la revista y ésta cayó al suelo, entre sus pies. Durante un rato continuó sentado al borde de la cama, aturdido y confuso. Miró hacia la puerta del cuarto de baño, aliviado de que Lindsey no hubiera vuelto mientras había estado… ¿Estado, qué? ¿En trance? ¿Poseído? Percibía un olor peculiar, algo fuera de lo corriente. Humo. Miró la revista Arts American que tenía entre los pies y, dudando, la cogió. Todavía estaba abierta por el artículo que hablaba de Lindsey. Aunque no despedía vapores visibles, el papel exudaba un fuerte olor a quemado. Eran los olores de la madera ardiendo, papel, brea, plástico…, y algo peor. Los márgenes de la revista estaban oscurecidos y chamuscados, como si hubieran sido expuestos al calor necesario para empezar a arder espontáneamente.
Honell estaba sentado en una mecedora delante del fuego, bebiendo Chivas Regal, cuando llamaron a la puerta y leía una de sus propias novelas, Miss Culvert, escrita veinte años antes, cuando sólo tenía treinta. Cada año releía los nueve libros que había escrito en su vida, pues estaba en perpetua competencia consigo mismo y se esforzaba por perfeccionarse a medida que envejecía, en vez de refugiarse en la senectud, como hacen la mayoría de los escritores. Su constante afán de superación constituía por otra parte un formidable reto, toda vez que de joven había sido tremendamente bueno. Cada vez que volvía a leer sus obras le sorprendía descubrir que su capacidad de trabajo había sido bastante más impresionante de lo que él recordaba.
Miss Culvert era un tratamiento novelesco de la figura de su madre y de su vida, anclada en la respetable sociedad de clase media alta de una población meridional del Estado de Illinois. Era una severa crítica contra la engreída y opresivamente insípida «cultura» del Medio Oeste. Había captado exactamente la esencia de aquella despreciable mujer. ¡Oh, cómo la había retratado! Al leer Miss Culvert acudían a su recuerdo los prejuicios y el horror con que su madre había recibido la primera edición de la novela, y el momento en que decidió que en cuanto terminase el libro publicaría su continuación, Mrs. Towers, que se refería al matrimonio con su padre, su viudedad y sus segundas nupcias. Honell seguía convencido de que este segundo libro había matado a su madre. Oficialmente, había sido un ataque al corazón. Pero el infarto necesitaba un factor desencadenante y el hecho había coincidido sospechosamente con la salida a la luz de Mrs. Towers y con la atención que le dispensaron los media.
Cuando el inesperado visitante llamó, Honell sintió una punzada de disgusto y torció el gesto con cierta acritud. Prefería la compañía de sus propios personajes a la de quienquiera que pudiese acudir a visitarle sin haber sido invitado. O con invitación, si a eso vamos. Los personajes de sus libros eran todos esmeradamente refinados e inteligibles, mientras que los de la vida real eran injustamente…, bueno, tortuosos y absurdamente complejos. Miró el reloj de encima de la chimenea. Las nueve y diez.
Volvieron a llamar, ahora con más insistencia. Probablemente sería algún vecino, lo que le fastidiaba, pues todos sus vecinos eran unos necios. Sintió ganas de no contestar, pero los residentes en aquellos valles agrestes se creían muy «buenos vecinos», sin pensar en lo latosos que eran, y si no respondía a las llamadas rodearían la casa y espiarían por las ventanas, preocupados por su bienestar como es habitual entre las gentes del campo. ¡Dios, cómo los odiaba! Los toleraba sólo porque aún odiaba más a los habitantes de las ciudades y porque aborrecía a los que vivían en los suburbios.
Dejó el Chivas y el libro, se levantó de la mecedora y se dirigió hacia la puerta con el propósito de echar un rapapolvo a quien estuviese en el porche. Con su dominio del lenguaje, podía mortificar a cualquiera en menos de un minuto y ponerle en fuga en menos de dos. El placer de humillar al intruso casi le compensaría de la interrupción.
Apartó la cortina de los cristales de la puerta principal y se sorprendió al ver que su visitante no era ningún vecino. De hecho, no le reconocía. Era un muchacho de no más de veinte años, pálido como las alas, semejantes a copos de nieve, de las mariposas que revoloteaban en la luz del porche. Iba enteramente vestido de negro y llevaba unas gafas de sol. A Honell no le inquietaban las intenciones que podía traer el visitante. El cañón se hallaba a menos de una hora de los sitios más densamente poblados de Orange County, aunque quedaba apartado a causa de su inaccesible topografía y de las malas condiciones de sus carreteras. La delincuencia no constituía ningún problema porque, por lo general, los delincuentes se sentían atraídos por las áreas más pobladas en que el botín era más sustancioso. Además, la mayoría de quienes habitaban las cabañas de aquellos contornos no tenían nada que mereciera la pena robar. Encontró curioso al descolorido joven.
—¿Qué desea? —preguntó, sin abrir la puerta.
—¿El señor Honell?
—Exacto.
—¿S. Steven Honell?
—¿Va usted a hacer de esto una tortura?
—Disculpe, señor, ¿pero es usted el escritor?
Un estudiante. Seguro que lo era. Una década antes… bueno, casi dos, Honell había sufrido el asedio de los estudiantes de literatura inglesa que deseaban aprender de él o simplemente postrarse a sus pies. A pesar de ello, formaban una multitud, inconstante, a la búsqueda de las tendencias más recientes, sin auténtico aprecio por el elevado arte literario. Al diablo aquellos tiempos. La mayor parte de ellos ni siquiera sabía leer. Eran estudiantes universitarios sólo de nombre. Las instituciones donde se matriculaban eran poco más que centros escolares con programas de un día para los rematadamente inmaduros, y ellos tenían las mismas probabilidades de estudiar que de volar a Marte aleteando con los brazos.
—Sí, soy el escritor. ¿Qué desea?
—Señor, soy un gran admirador de sus libros.
—Los ha escuchado en cinta magnetofónica, ¿verdad?
—¿Señor? No, los he leído todos.
Las grabaciones, hechas y vendidas sin consentimiento suyo, estaban reducidas a dos tercios. Parodias.
—¡Ah! Los ha leído en formato de libro-cómic, ¿no? —supuso Honell con acrimonia, ignorando que la sacrílega adaptación del libro-cómic se había producido.
—Señor, lamento esta intromisión. Me ha costado mucho tiempo reunir el coraje para venir a verle. Por último, esta noche tuve valor y comprendí que si seguía demorándolo jamás me atrevería a hacerlo. Siento mucho respeto por lo que usted escribe, señor, y si pudiera usted concederme un rato y responder a unas pocas preguntas, le estaría muy agradecido.
Un poco de conversación con un joven inteligente podía resultar más atractivo que releer Miss Culvert. Había pasado bastante tiempo desde que un visitante así se presentó en el nido de águilas en que Honell vivía entonces, encima de Santa Fe. Tras una breve vacilación, abrió la puerta.
—Entre, pues, y veremos si realmente entiende las complejidades de lo que ha leído.
El joven cruzó el umbral y Honell le dio la espalda para dirigirse nuevamente hacia la mecedora y el Chivas.
—Es usted muy amable, señor —dijo el visitante cerrando la puerta.
—Joven, la amabilidad es un atributo de los débiles y de los tontos. Tengo otros motivos. —Al llegar a la mecedora se volvió y dijo—: Quítese esas gafas negras. Las gafas negras por la noche son el peor amaneramiento de Hollywood, no la señal de una persona seria.
—Lo siento señor, pero en mi caso no es ningún amaneramiento. Es sólo que la luz de este mundo es dolorosamente mucho más brillante que la del Infierno; como estoy seguro de que descubrirá usted algún día.
Hatch no tenía apetito para cenar. Sólo deseaba sentarse a solas con el ejemplar de Arts American, inexplicablemente chamuscado por el fuego, y seguir mirándolo hasta que, ¡por Dios!, comprendiera de verdad lo que le estaba pasando. Él era un hombre racional. No podía abrazar fácilmente las explicaciones sobrenaturales. No era anticuario por casualidad; necesitaba rodearse de cosas que contribuyeran a crear una atmósfera de estabilidad y orden.
Pero los niños también ansiaban estabilidad y ello incluía un horario regular de comidas. Así que se fueron a cenar a una pizzería y después entraron a ver una película en un complejo de cines que había al lado. Se trataba de una comedia y aunque el filme no logró hacer olvidar a Hatch los extraños problemas que le acosaban, la frecuente risa musical de Regina tranquilizó en parte sus atormentados nervios.
Después, en casa, acostó a la niña en la cama, besó su frente, le deseó dulces sueños y apagó la luz.
—Buenas noches… papá —le dijo la niña entonces.
Estaba cruzando la puerta del pasillo y se detuvo al oír la palabra «papá». Se dio media vuelta y la miró.
—Buenas noches —respondió, decidiendo recibir aquel obsequio con tanta naturalidad como ella se lo había dado. Temía que si le concedía excesiva importancia ella volviera a llamarle señor Harrison durante el resto de su vida. Pero su corazón saltó de gozo. Entró en su dormitorio, donde Lindsey se estaba desnudando.
—Me ha llamado papá —le dijo.
—¿Quién?
—Déjate de bromas. ¿Quién va a ser?
—¿Cuánto le has pagado?
—Lo que pasa es que tienes celos de que todavía no te haya llamado mamá.
—Lo hará. Ya no tiene miedo.
—¿De ti?
—De sufrir un desengaño.
Antes de ponerse el pijama, Hatch bajó a comprobar el contestador automático del teléfono de la cocina. Era curioso; después de todo lo que había sucedido y con los problemas que aún le quedaban por sortear, el mero hecho de que la niña le hubiera llamado papá bastaba para aligerar sus pasos y elevar su espíritu. Bajó los peldaños de la escalera de dos en dos.
El contestador automático estaba sobre el mostrador, a la izquierda del frigorífico, debajo de un bloc de notas de corcho. Esperaba hallar alguna respuesta del albacea testamentario a quien había hecho una oferta por la colección de Wedgwood aquella mañana. En la pantalla aparecían tres mensajes. El primero era de Glenda Dockridge, su mano derecha en la tienda de antigüedades. El segundo de Simpson Smith, un amigo y tratante de antigüedades de Melrose Place, Los Ángeles. El tercero era de Janice Dimes, una amiga de Lindsey. Los tres se referían a las mismas noticias y les preguntaban: Hatch, Lindsey, Hatch, Lindsey ¿habéis visto el periódico? ¿habéis leído el periódico? ¿habéis oído las noticias sobre Cooper, el individuo que os hizo saliros de la carretera? Bill Cooper, está muerto. Le han asesinado, le han asesinado esta noche.
Hatch sintió que por sus venas corría líquido refrigerante en lugar de sangre.
La noche anterior había montado en cólera contra Cooper porque iba a quedar impune y había deseado verle muerto. No, espera. Había dicho que deseaba herirle, hacerle pagar, meterle en un río helado, pero no quería realmente ver muerto a Cooper. Y, además, ¿qué importaba que hubiera querido verle muerto? Él no le había matado. No tenía la culpa de lo que hubiera sucedido. Pulsó el botón para borrar los mensajes y pensó: Los policías querrán hablar conmigo antes o después. Entonces se preguntó por qué le preocupaba la Policía. Tal vez hubieran detenido ya al asesino, en cuyo caso no recaería ninguna sospecha sobre él. De cualquier modo, ¿por qué iba a resultar él sospechoso? Él no había hecho nada. Nada. ¿Por qué la culpa se cernía sobre él lo mismo que el miriópodo se arrastraba paulatinamente subiendo un largo túnel? ¿El miriópodo? La enigmática naturaleza de aquella imagen le dejó helado. Era incapaz de encontrar su origen, como si no fuera un pensamiento suyo, sino recibido… del exterior.
Corrió escaleras arriba. El periódico se hallaba sobre la mesilla de él, donde ella lo dejaba siempre. Hatch se apresuro a cogerlo y examinó la primera página.
—¡Hatch! —dijo ella—. ¿Pasa algo?
—Cooper ha muerto.
—¿Qué?
—El tipo que conducía el camión de cerveza. William Cooper. Le han asesinado.
Ella apartó las sábanas y se sentó al borde de la cama. Hatch encontró la noticia en la página tres. Se sentó al lado de ella y leyeron juntos el artículo. Según decía el periódico, la Policía estaba interesada en interrogar a un joven de poco más de veinte años, de piel pálida y cabello oscuro. Había sido visto fugazmente por un vecino cuando huía por un callejón trasero de los apartamentos de Palm Court. Era posible que llevara gafas negras. De noche.
—Es el mismo hombre que mató a la rubia —repuso Hatch temeroso—. Las mismas gafas negras en el espejo retrovisor. Y ahora se está apoderando de mis pensamientos. Está suplantando mi cólera, asesinando a las personas que yo quisiera ver castigadas.
—Eso carece de sentido. No puede ser.
—Sí que lo es. —Se sentía enfermo. Se miró las manos, como si realmente pudiera ver en ellas la sangre del camionero—. Dios mío, y le envié detrás de Cooper.
Estaba tan espantado, tan psicológicamente oprimido por una sensación de culpabilidad por lo que había pasado, que deseaba desesperadamente lavarse las manos, frotárselas hasta verlas en carne viva. Pero cuando trató de levantarse, sus piernas estaban demasiado débiles para sostenerle y tuvo que sentarse de nuevo. Lindsey estaba confundida y horrorizada pero no reaccionaba a la noticia tan intensamente como Hatch.
Entonces él le explicó que la noche antes había visto a un joven vestido de negro y con gafas de sol, reflejado en el espejo de la puerta del gabinete, en vez de ver su propia imagen, mientras despotricaba sobre Cooper. También le contó que cuando ella ya estaba dormida, había seguido meditando en torno a Cooper y que su enfado se convirtió repentinamente en una explosión de cólera capaz de reventar las arterias. Refirió la sensación que había sentido de ser invadido y aplastado, y cómo había quedado luego sumido en la amnesia. Y por si fuera poco, dijo, su enfado había sido irracionalmente intenso la noche antes, al leer el artículo de Arts American; y, cogiendo la revista de su mesilla de noche, le mostró a Lindsey sus páginas, inexplicablemente chamuscadas.
Cuando Hatch terminó su relato, la ansiedad que experimentaba Lindsey corría pareja con la de él, aunque lo que más le dolía a ella era que no se lo hubiese confesado todo antes.
—¿Por qué me has ocultado todo esto?
—No quería preocuparte —respondió él, sabiendo cuán flojo era su argumento.
—Jamás nos hemos ocultado nada. Siempre lo hemos compartido todo. Todo.
—Lo siento, Lindsey. Yo… es sólo que… estos dos últimos meses…, las pesadillas sobre cuerpos pudriéndose, violencia, fuego… Y los últimos días, todo este misterio…
—A partir de ahora —dijo ella— no habrá más secretos.
—Sólo quería evitarte…
—Nada de secretos —insistió ella.
—Está bien. Nada de secretos.
—Y tú no eres responsable de lo que le ha ocurrido a Cooper. Aunque haya algún vínculo entre tú y ese asesino, y aun cuando fuera ésa la causa de que Cooper se convirtiera en su blanco, no es culpa tuya. Tú no sabias que enfadarte con Cooper equivalía a una sentencia de muerte. Tú no podías hacer nada para evitarlo.
Hatch miró otra vez la chamuscada revista que Lindsey tenía entre las manos y un escalofrío de temor se apoderó de él.
—Pero sí será culpa mía si no intento salvar a Honell.
—¿Qué quieres decir con eso? —inquirió ella, frunciendo el rostro.
—Si mi cólera dirigió a ese individuo contra Cooper, ¿por qué no puede dirigirle también contra Honell?
Honell se despertó en un mundo de dolor. La diferencia consistía en que esta vez él era la víctima y en que se trataba de un dolor físico más que emocional. Le dolía la entrepierna por la patada que le habían propinado. Un golpe en la garganta le había dejado el esófago como si fuera de cristal roto. Su dolor de cabeza era agudísimo y le ardían las muñecas y los tobillos. Al principio, no entendió el motivo, pero luego se percató de que estaba atado a cuatro postes de algo probablemente de su cama, y de que las cuerdas le excoriaban la piel.
No podía ver gran cosa, en parte porque tenía la vista borrosa por las lágrimas, pero también porque durante la agresión se le habían caído las lentillas de contacto. Sabía que le habían asaltado, pero momentáneamente no podía recordar la identidad de su atacante.
Luego acudió a él la cara del joven, borrosa al principio, como la superficie de la luna vista por un telescopio desenfocado. El muchacho aquel se fue aproximando cada vez más y su rostro quedó al fin enfocado, hermoso y pálido enmarcado por un cabello espeso y negro. No sonreía igual que los locos del cine tradicional, como Honell había esperado que hiciera. Tampoco fruncía el ceño ni ponía cara de pocos amigos. Era inexpresivo, exceptuando quizás aquella sutil insinuación de solemne curiosidad con que un entomólogo puede examinar a la nueva variedad mutante de una conocida especie de insectos.
—Señor, lamento este descortés trato después de que usted fue tan amable de admitirme en su casa, pero tenía prisas y no disponía de tiempo para averiguar por medio de una conversación ordinaria lo que necesito saber.
—Lo que usted quiera —dijo Honell, apaciaguadoramente. Se extrañó de oír lo drásticamente que había cambiado su voz meliflua, que siempre había sido una herramienta segura para la seducción y un expresivo instrumento de altivez. Ahora era una voz rasposa, marcada por un húmedo gorjeo, totalmente repulsivo.
—Quisiera saber quién es Lindsey Sparling —dijo el joven desapasionadamente— y dónde puedo encontrarla.
Hatch se sorprendió de hallar el número de Honell en el listín telefónico. Por supuesto, el nombre del escritor no era ahora tan familiar para el ciudadano corriente como lo había sido durante sus breves años de gloria, cuando publicó Miss Culvert y Mrs. Towers. Honell no necesitaba preocuparse por el aislamiento de aquellos años; evidentemente, el público le había dado más de lo que él deseaba.
Hatch marcó el número de teléfono, mientras Lindsey paseaba de un lado a otro por el dormitorio. Creía que Honell interpretaría el aviso de Hatch sólo como una amenaza gratuita. Hatch también opinaba lo mismo, pero creía que tenía que intentarlo. Sin embargo, se evitó la humillación y el fracaso de escuchar la reacción de Honell, pues nadie respondió al teléfono en los apartados cañones de la noche desértica, aunque lo dejó sonar veinte veces. Cuando estaba a punto de colgar, una serie de imágenes con sonido idéntico al de los cables eléctricos en un cortocircuito resbaló por su mente: una cama revuelta; la muñeca de un brazo sangrando y atada con cuerdas; un par de ojos miopes, despavoridos e inyectados en sangre… y, en ambos ojos, las imágenes gemelas de un rostro oscuro que se iba acercando, distinguido solamente por unas gafas negras. Colgó de golpe el teléfono y se apartó como si el auricular que empuñaba se hubiera transformado en una serpiente de cascabel.
—Está ocurriendo ahora.
El timbre del teléfono enmudeció. Vassago se quedó mirándolo fijamente, pero el aparato no volvió a sonar. Dedicó nuevamente su atención al hombre que estaba atado a los postes de bronce de la cama, con los cuatro miembros extendidos.
—De modo que Lindsey Harrison es su nombre de casada, ¿eh?
—Sí —graznó el tipo viejo.
—Señor, ahora lo que necesito con más urgencia es su dirección.
El teléfono público estaba fuera de una especie de drugstore, en un centro comercial situado a unos tres kilómetros de la casa de Harrison. Se hallaba protegido de la intemperie por una capota de plexiglás y rodeado de una cubierta redonda sonorizante. Hatch hubiera preferido el aislamiento de una cabina de verdad, pero resultaba difícil encontrar una aquellos días, era un lujo en unos tiempos con más conciencia del ahorro. Aparcó en un extremo del centro comercial, a gran distancia de cualquiera que pudiera mirar por los cristales de la tienda —y tal vez recordar— la matrícula de su coche.
Echó a andar hacia el teléfono, mientras le azotaba un viento gélido y bravío. Los laureles indios del centro comercial estaban infestado de insectos nocivos y montones de hojas secas y retorcidas eran arrastradas por el viento y a los pies de Hatch, formando un sonido seco y fugitivo. Al resplandor amarillento de las luces del párking, casi parecían hordas de insectos, tal vez extrañas langostas mutantes que acudían en enjambres a su nido subterráneo. Había escaso movimiento en el complejo comercial y todo lo demás estaba cerrado. Hatch arqueó los hombros e inclinó la cabeza dentro del cubículo sonorizante, convencido de que nadie le oiría.
No había querido llamar a la Policía desde su casa porque sabía que contaban con el equipo técnico necesario para registrar todos los números telefónicos desde los que le llamaban. Y no quería convertirse en el primer sospechoso si encontraban muerto a Honell. Y si su alarma respecto a la seguridad de Honell resultaba infundada, no deseaba figurar en los archivos de la Policía como una especie de chiflado o histérico.
Marcó los números con el nudillo del dedo, sujetando el auricular con un Kleneex para no dejar huellas dactilares sin saber muy bien lo que iba a decir. Sabía que no quería decir lo siguiente: Hola; estuve muerto ochenta minutos, luego resucité, y ahora sostengo esta rudimentaria pero a veces efectiva conexión telepática con un loco asesino. Creo que debo avisarles de que está a punto de cometer otro crimen. Suponía que las autoridades le tomarían tan en serio como a un tipo que llevara un sombrero piramidal hecho con láminas de aluminio para protegerse el cerebro contra las siniestras radiaciones y que se quejara de los malignos vecinos extraterrestres que distorsionaban su mente.
Había decidido telefonear al Departamento del sheriff del Condado de Orange antes que a alguna comisaría de una ciudad en concreto, puesto que los crímenes del hombre de las gafas negras habían sido perpetrados en varias jurisdicciones. Cuando la telefonista del sheriff respondió, Hatch habló deprisa, sin dejarla hablar a ella cuando empezó a interrumpirle, pues sabía que si le daba tiempo podrían localizar el teléfono público desde donde llamaba.
—El hombre que mató a la rubia y la dejó en la carretera la semana pasada es el mismo tipo que anoche asesinó a William Cooper, y esta noche va a asesinar a Steven Honell, el escritor, si no le dan ustedes protección rápidamente, ahora mismo. Honell vive en Silverado Canyon, no sé exactamente sus señas, pero probablemente pertenecen a su jurisdicción, y es hombre muerto si no se mueven ustedes ahora mismo.
Colgó el aparato y se dirigió hacia su coche, guardándose el Kleneex en el bolsillo de los pantalones. Se sintió menos aliviado de lo que había esperado y más ridículo de lo que parecía razonable. Caminaba contra el viento al volver al coche. Las hojas de laurel, comidas por los insectos nocivos, le golpeaban ahora de frente en vez de ir a su favor. Siseaban al ser arrastradas sobre el asfalto y crujían bajo sus pies. Estaba seguro de que su viaje había sino en vano y de que su esfuerzo por ayudar a Honell resultaría baldío. La oficina del sheriff daría a aquella llamada el mismo tratamiento que a la de cualquier chiflado. Aparcó en el sendero de entrada, temeroso de que el ruido de la puerta del garaje despertara a Regina. Al salir del coche sintió un hormigueo en el cuero cabelludo. Durante un minuto examinó las sombras que había a lo largo de la casa, alrededor de los arbustos y debajo de los árboles. Nada. Entró entonces en la cocina y vio que Lindsey le estaba sirviendo una taza de café.
Sorbió con delectación el brebaje caliente y pronto sintió más frío del que había experimentado mientras había permanecido a la intemperie en la noche helada.
—¿En qué estás pensando? —preguntó ella, con inquietud—. ¿Te han creído?
—Como si meara contra el viento —respondió él.
Vassago continuaba conduciendo el coche gris perla Honda perteneciente a Renata Desseux, la mujer que había secuestrado el sábado por la noche en el párking del centro comercial y había añadido luego a su colección. Era un coche excelente que se conducía bien por las tortuosas carreteras que descendían del cañón donde vivía Honell, camino de áreas más pobladas de Orange County. Cuando tomaba una curva excesivamente cerrada, se cruzó velozmente con un coche del Departamento del sheriff que se dirigía hacia el cañón. No llevaba la sirena puesta, pero sus luces de emergencia salpicaban de rojo y azul los terraplenes de pizarra y las nudosas ramas colgantes de los árboles.
Dividió su atención entre la sinuosa carretera que tenía al frente y las menguantes luces traseras del coche patrulla reflejadas en el retrovisor, hasta que el automóvil dobló otra curva en lo alto y se perdió de vista. Estaba seguro de que el policía se dirigía a casa de Honell. El insistente sonar del teléfono, que le había interrumpido cuando interrogaba al escritor y el hecho de que nadie respondiera debía haber puesto en movimiento al Departamento del sheriff, aunque Vassago no podía imaginar cómo ni por qué. No por eso aceleró su marcha. Al final de Silverado Canyon, Vassago enfiló hacia el Sur por la carretera de Santiago Canyon manteniendo el límite de velocidad reglamentaria, como se esperaba que hiciera un buen ciudadano.
Tendido en la cama a oscuras, Hatch sentía que el mundo se derrumbaba a su alrededor, que iba a quedar reducido a polvo. Tenía la felicidad con Lindsey y Regina al alcance de la mano. ¿O esto era sólo una ilusión? ¿Las habría perdido definitivamente? Deseaba tener una visión que le ofreciera una nueva perspectiva sobre aquellos hechos aparentemente sobrenaturales. Hasta que conociera la naturaleza del mal que había entrado en su vida, no podría combatirlo. La voz del doctor Nyebern susurraba en su mente: Creo que el mal es una fuerza muy real, una energía totalmente ajena a nosotros, una presencia en el mundo.
Tuvo la sensación de que le llegaba el tufo a quemado de las páginas chamuscadas de Arts American. Había dejado abajo la revista, en un cajón de la mesa del gabinete cerrado con llave. Y había metido la llave en el llavero que llevaba encima. Jamás había cerrado con llave nada dentro del escritorio y no estaba seguro de por qué lo había hecho ahora así. Para proteger una prueba, se dijo a sí mismo. Pero una prueba ¿de qué? Las páginas chamuscadas de una revista no probaban nada ante nadie. No. Eso no era exactamente cierto. La existencia de la revista le demostraba, aunque sólo fuera a él, que no se estaba imaginando y engañando por lo que ocurría. Lo que había guardado bajo llave, para su propia tranquilidad, era realmente una prueba. Una prueba de cordura.
Lindsey, a su lado, también estaba despierta, ya porque no deseara dormir, ya porque no fuera capaz de conciliar el sueño.
—¿Y si ese asesino…? —empezó ella.
Hatch aguardó. No necesitaba pedirle que terminara la frase, pues sabía lo que iba a decir. Al cabo de un instante, dijo exactamente lo que él esperaba.
—¿Y si ese asesino tiene conciencia de ti como tú la tienes de él? ¿Y si viniera a buscarte…, a buscarnos…, en busca de Regina?
—Mañana empezaremos a tomar precauciones.
—¿Qué precauciones?
—Armas, entre otras.
—No sé si esto será algo que podamos resolver nosotros solos.
—No tenemos otra alternativa.
—Quizá necesitamos protección de la Policía.
—No creo que dispongan de hombres suficientes para proteger a un individuo sólo porque éste diga que está paranormalmente ligado a un loco asesino.
El viento que había arrastrado las hojas de laurel por el aparcamiento del centro comercial había encontrado una abrazadera suelta en la cañería y la agitaba con fuerza, haciendo chirriar suavemente el metal sobre el metal.
—Cuando fallecí, debí ir a parar a alguna parte, ¿no?
—¿Qué quieres decir?
—Purgatorio, Cielo, Infierno; ésas son las posibilidades que tiene un católico, si resultan ser ciertas nuestras creencias.
—Bueno… tú siempre has dicho que no tuviste ninguna experiencia post-mortem.
—En efecto. No recuerdo nada del… del Más Allá. Pero eso no quiere decir que no haya estado allí.
—¿Y qué opinas?
—Tal vez ese asesino no sea un hombre corriente.
—Estás desviando mi atención, Hatch.
—Tal vez traje algo conmigo.
—¿De dónde?
—De dondequiera que estuviese mientras estuve muerto.
—¿Algo?
La oscuridad tenía sus ventajas. Permitía hablar de supersticiones primitivas que en un lugar profusamente iluminado hubieran parecido demasiado necias.
—Algún espíritu —respondió él—. Algún ente.
Ella no dijo nada.
—Mi entrada y salida de la muerte pudo de alguna forma abrir una puerta —dijo él— y dejar que entrara algo.
—Algo —repitió ella, ahora sin el acento inquisitivo que antes tenía. Hatch captó que ella había comprendido lo que quería decir y que no le gustaba la teoría.
—Y ahora anda suelto por el mundo. Lo cual explica su vínculo conmigo… y por qué puede matar a la gente que me irrita.
Ella guardó silencio un instante.
—Si has traído algo contigo —dijo luego—, evidentemente no es nada bueno. ¿Estás diciendo que después de morir fuiste a parar al Infierno y te trajiste de allí a cuestas a ese asesino?
—Tal vez. Yo no soy ningún santo, aunque tú pienses otra cosa. Después de todo, al menos tengo la sangre de Cooper en mis manos.
—Eso ha ocurrido después de que murieras y te resucitaran. Además, tú no tienes la culpa de eso.
—Es mi ira lo que le convirtió en su blanco, mi cólera…
—Bobadas —le atajó Lindsey—. Tú eres el hombre más bueno que he conocido. Si después de la muerte hemos de alojarnos en el Cielo o en el Infierno, tú te has ganado un apartamento con muy buenas vistas.
Sus pensamientos eran muy oscuros y por ello le sorprendió poder sonreír. Buscó a tientas por debajo de las sábanas, cogió la mano de Lindsey y se la apretó lleno de gratitud.
—Te quiero.
—Piensa en otra teoría si quieres mantenerme despierta.
—Hagamos un pequeño retoque a la teoría que ya tenemos. Imagínate que existe otra vida, pero que no se parece en nada a como la han descrito siempre los teólogos. Yo no tengo por qué haber vuelto del Cielo o del Infierno, sino de otro lugar extraño, diferente a este nuestro, con peligros desconocidos.
—Eso tampoco me gusta mucho.
—Si he de tratar con esa cosa, debo encontrar el modo de conocerla. No puedo contraatacar si ni siquiera sé dónde dar los puñetazos.
—Tiene que haber una explicación más lógica —arguyó ella.
—Eso es lo que me digo yo mismo. Pero cuando trato de descubrirlo, vuelvo a lo ilógico.
El canalón del desagüe rechinaba. El viento rugía debajo del alero y resonaba en la chimenea del dormitorio. Él se preguntó si Honell, podría oír el viento dondequiera que estuviese…, y si sería el viento de este mundo o el del mundo futuro.
Vassago aparcó directamente delante de «Antigüedades Harrison», en el extremo sur de Laguna Beach. La tienda ocupaba un edificio entero con decoración muy artística. Sus amplios escaparates habían sido apagados al llegar la medianoche del martes. Steven Honell no había sabido decirle dónde vivían los Harrison y no había encontrado su número mirando rápidamente en la guía telefónica. El escritor sólo conocía el nombre de la tienda y su ubicación, cerca de la autopista de la Costa del Pacífico.
Seguramente la dirección de su domicilio constaría en algún sitio en el despacho del establecimiento. Pero la entrada resultaría difícil. Una pegatina sobre los grandes escaparates de plexiglás y otra en la puerta principal advertían de que los edificios estaban provistos de alarma antirrobo y protegidos por una empresa de seguridad.
Vassago había vuelto del Infierno con la facultad de ver a oscuras, con los rápidos reflejos del animal, con una falta de inhibiciones que le capacitaban para cometer cualquier atrocidad y con una ausencia de miedo que le convertía en un adversario tan formidable como pudiera ser un robot. Pero no podía filtrarse por las paredes, ni transformar su carne en vapor para materializarse de nuevo, ni volar, ni ejecutar cualquiera de las demás proezas que configuraban los poderes de un verdadero demonio. Hasta que se ganara el billete de vuelta al Infierno, ya fuese consiguiendo una perfecta colección en su museo de la muerte, ya matando a todos aquellos a quienes, cumpliendo una orden, había venido a destruir, Vassago sólo tenía los poderes menores de un semidemonio. Éstos resultaban insuficientes para superar cualquier alarma antirrobo. Se alejó de la tienda con el coche. En el corazón de la ciudad encontró una cabina telefónica junto a una gasolinera. A pesar de la hora que era, la estación de servicio seguía despachando gasolina y las luces exteriores eran tan fuertes que le hicieron cerrar los ojos incluso detrás de las gafas negras.
Las polillas revoloteaban alrededor de las lámparas, proyectando en el suelo sombras tan grandes como cuervos con sus alas de más de dos centímetros de largo. El suelo de la cabina telefónica estaba literalmente cubierto de colillas y un equipo de hormigas se afanaba sobre el cadáver de un escarabajo.
Alguien había escrito a mano junto a la ranura para las monedas el aviso NO FUNCIONA, pero a Vassago no le importaba eso porque no pensaba llamar a nadie. Lo que le interesaba únicamente era el listín telefónico, que estaba sujeto a la estructura de la cabina mediante una recia cadena. Buscó «Antigüedades» en las páginas amarillas. En Laguna Beach había varios establecimientos bajo aquel epígrafe; era un paraíso para los compradores habituales. Repasó los nombres con detenimiento. Algunos tenían denominaciones comerciales, como «International Antiques», pero otras llevaban el nombre de sus propietarios, como «Antigüedades Harrison». Muy pocos usaban los dos apellidos y algunos ponían el nombre completo, pues en aquel negocio la reputación personal del propietario podía atraer al cliente. «Antigüedades Robert O. Loffman», en las páginas amarillas, se correspondía exactamente con un tal Robert O. Loffman de las páginas blancas, proporcionando a Vassago el nombre de una calle, que retuvo de memoria.
Al regresar al Honda vio que un murciélago descendía en picado en la oscuridad. Describió un arco en el resplandor blanquiazul de las luces de la gasolinera, atrapó al vuelo una carnosa polilla y desapareció remontándose hacia las tinieblas de donde había salido. Ni el depredador ni la presa emitieron el menor sonido.
Loffman tenía setenta años, pero en sus mejores sueños volvía a tener dieciocho y era ágil, flexible, fuerte y feliz. Nunca tenía sueños sexuales, ni imaginaba mujeres pechugonas que le acogieran afectuosamente entre sus suaves muslos separados. Tampoco soñaba con ser poderoso, ni con entregarse a salvajes aventuras corriendo, saltando y lanzándose al agua desde los acantilados. Su deseo era siempre vulgar: un tranquilo paseo por la playa en el crepúsculo, descalzo y sintiendo la arena húmeda entre los dedos. Deseaba ver la espuma de las olas rompientes salpicando con deslumbradores reflejos de color rojo y púrpura bajo el sol moribundo; o simplemente sentarse en la hierba a la sombra de una palmera de dátiles en una tarde de verano, viendo cómo un colibrí libaba néctar en los encendidos pétalos de un macizo de flores. El mero hecho de volver a ser joven parecía un milagro suficiente para que el sueño le atrajera. En aquel momento tenía dieciocho años y estaba tendido en el gran columpio que había en el porche de la entrada de la casa de Santa Ana, donde había nacido y se había criado. Lo único que hacía era columpiarse suavemente y pelar una manzana que iba a comerse, nada más. Pero era un sueño maravilloso, rico en esencias y texturas, más erótico que si hubiera imaginado estar en un harén de bellezas desnudas.
—Despierte, señor Loffman.
Trató de ignorar la voz, porque quería estar a solas en aquel porche y mantuvo los ojos en la tira curva de piel que iba quitando a la manzana.
—Vamos, viejo dormilón.
Intentaba mondar la manzana sacando una tira continua de piel.
—¿Ha tomado algún somnífero o qué?
Para decepción de Loffman, el porche de la entrada, el columpio, la manzana y el cuchillo de mondar se desvanecieron en las oscuridad. Se encontraba en su dormitorio. Se esforzó por despertarse, al darse cuenta de que había un intruso. De pie junto a la cama estaba una figura espectral, escasamente visible.
Aunque nunca había sido víctima de ningún delito y habitaba en una zona vecinal muy tranquila, la avanzada edad de Loffman le producía una sensación de vulnerabilidad por lo que se había acostumbrado a dejar siempre una pistola cargada junto a la lámpara de la cabecera. Quiso ahora echar mano de ella, con el corazón latiéndole fuertemente, y tanteó por la fría superficie de mármol de una cómoda francesa de bronce dorado, del siglo XVIII, que le servía de mesilla de noche. El arma no estaba allí.
—Lo siento, señor —dijo el intruso—, no pretendía asustarle. Le ruego que se tranquilice. Si lo que está buscando es la pistola, la he visto nada más entrar y ahora la tengo yo.
El intruso no podía haber visto el arma sin encender la luz y ésta en seguida hubiera despertado a Loffman. Estaba seguro de ello, así que continuó buscando el arma. Entonces, en medio de la oscuridad, un objeto frío y romo se hundió en su garganta. Loffman lo esquivó, pero la frialdad le siguió, presionándole insistentemente, como si el incorpóreo atormentador pudiera ver claramente en las tinieblas. Cuando notó que el objeto frío era la boca de la pistola apoyada en su nuez se quedó petrificado. Lentamente, el arma resbaló hacia arriba, por debajo del mentón.
—Si oprimo el gatillo, señor, sus sesos se estamparán contra la cabecera de la cama. Pero no necesito hacerle daño, señor. El dolor es totalmente innecesario mientras usted coopere. Sólo quiero que me responda a una pregunta muy importante para mí.
Si Robert Loffman hubiese tenido realmente dieciocho años, como en el mejor de sus sueños, habría valorado más el tiempo que le quedaba en este mundo de lo que lo valoró con setenta, a pesar de que ahora le quedaba mucho menos que perder. Estaba dispuesto a aferrarse a la vida con la tenacidad de una garrapata. Respondería a cualquier pregunta, haría cualquier cosa para salvar la vida, por mucho que le costase en orgullo y dignidad. Trató de comunicarle aquello al fantasma que sujetaba la pistola debajo de su barbilla, pero al otro le pareció que su torrente de palabras y sonidos carecía de significado.
—Sí, señor —atajó el intruso—, lo comprendo y aprecio su actitud. Y, ahora, corríjame si me equivoco, pero supongo que el negocio de las antigüedades, pequeño si se compara con otros, es aquí en Laguna Beach una comunidad cerrada. Todos ustedes se conocen entre sí, se tratan unos a otros y son amigos.
¿El negocio de las antigüedades? Loffman estuvo tentado de creer que seguía durmiendo y que su sueño se había convertido en una absurda pesadilla. ¿Por qué iba a irrumpir nadie en su casa a media noche para charlar sobre el negocio de las antigüedades a punta de pistola?
—Nos conocemos entre nosotros y algunos somos buenos amigos, naturalmente, aunque muchos bastardos de este negocio son unos ladrones —asintió Loffman de corrido, sin poder detenerse, con la esperanza de que su obvio temor diera fe de su verdad, fuese o no aquello una pesadilla—. Sólo son unos estafadores provistos de cajas registradoras, y nadie que se tenga por respetable puede ser amigo de esa calaña.
—¿Conoce usted al señor Harrison, de «Antigüedades Harrison»?
—¡Oh, sí, muy bien! Le conozco perfectamente. Es un reputado anticuario, digno de toda confianza, un hombre excelente.
—¿Ha estado usted en su casa?
—¿En su casa? Sí, ciertamente, en dos o tres ocasiones. Y él ha estado aquí, en la mía.
—Entonces debe responder a esa importante pregunta que le he mencionado. ¿Puede facilitarme las señas del señor Harrison y decirme por dónde se va?
Loffman se relajó al saber que podía facilitar al intruso la información que deseaba. Sólo de manera muy fugaz consideró que tal vez pusiera a Harrison en un grave peligro. Después de todo, quizá se tratara de un mal sueño y nada importaría que le revelara aquella información. A requerimiento del intruso, repitió varias veces la dirección de la casa y el camino que conducía a ella.
—Gracias, señor. Me ha prestado usted una valiosísima ayuda. Como le he dicho, causarle dolor me resulta enteramente innecesario. Pero, de todos modos, voy a hacerlo porque disfruto mucho con ello.
Así que, al fin y al cabo, fue una pesadilla.
Vassago pasó con el coche ante la casa de Harrison, en Laguna Niguel. Luego dio la vuelta a la manzana y volvió a pasar por delante.
La casa era muy bonita, de un estilo similar al de todas las de la calle, pero muy diferente a ellas en algo tan indescriptible y fundamental, que también podía haber sido una estructura aislada alzándose en medio de un monótono llano. Sus ventanas aparecían oscuras y las farolas de la calle habían sido sin duda desconectadas por algún temporizador, pero Vassago la hubiese localizado con la misma facilidad si la luz hubiera salido a raudales por todas sus ventanas. Cuando pasó por delante de la casa conduciendo lentamente por segunda vez, se sintió poderosamente atraído hacia ella. El inmutable destino de Vassago estaba unido a aquella casa y a la mujer llena de vida que moraba en ella.
Nada de lo que veía le sugería una trampa. Había un coche rojo aparcado en el paseo de entrada en vez de estar en el garaje, pero no vio en ello ningún mal presagio. Sin embargo, decidió dar la vuelta por tercera vez para examinar la casa más concienzudamente. Cuando doblaba la esquina una polilla plateada cruzó velozmente por delante de los haces luminosos de sus faros, refractando y resplandeciendo brevemente como un ascua de un gran fuego. Se acordó del murciélago que había descendido en picado sobre las luces de la gasolinera y había cazado en el aire a la indefensa polilla, tragándosela viva.
Hatch acabó adormeciéndose mucho después de la medianoche. Su sueño era una mina profunda, donde las vetas oníricas fluían como brillantes chorros de mineral entre unas paredes oscuras. Ninguno de aquellos sueños era agradable, pero tampoco era lo bastante grotesco como para despertarle.
Ahora se veía a sí mismo de pie en el fondo de un barranco, rodeado por unos terraplenes tan abruptos que no podían ser escalados. Aun cuando su ángulo de elevación hubiera permitido el ascenso, no habrían podido ser escalados porque estaban compuestos por un curioso material de esquistos, blanco y movedizo, que se desmenuzaba y se desplazaba traicioneramente. El esquisto despedía un ligero resplandor lechoso, que era la única luz existente, porque la bóveda celeste estaba negra y sin luna, profunda pero sin estrellas. Hatch corría agitadamente de un extremo a otro de aquel largo y angosto barranco, y luego volvía a hacerlo otra vez, lleno de recelos pero sin estar seguro de su origen.
Entonces descubrió dos cosas que le erizaron los cabellos de la nuca. El esquisto blanco no estaba compuesto por rocas y conchas de millones de ancestrales criaturas marinas, sino que estaba hecho de esqueletos humanos, rotos y aplastados pero reconocibles aquí y allá, donde los huesos articulados de dos dedos habían sobrevivido al aplastamiento, o donde lo que parecía una madriguera de un animalillo resultaba la cuenca sin ojo de un cráneo. También se percató de que no era que el cielo estuviera vacío, sino que estaba rodeado por algo tan negro que se confundía con el firmamento, y cuyas correosas alas batían silenciosamente el aire. No podía verlo, pero notaba su intensa mirada y su hambre insaciable. En su atormentado sueño, Hatch se revolvió y murmuró unos angustiosos sonidos sin palabras contra el almohadón.
Vassago consultó el reloj del coche. Aunque no se lo confirmaran sus cifras, sabía instintivamente que faltaba menos de una hora para el alba.
No estaba seguro de que le diera tiempo a entrar en la casa, matar al marido y llevarse consigo a la mujer hasta su escondite antes de que amaneciera. No podía correr el riesgo de que le atraparan al aire libre, a la luz del día. Aunque no fuera a marchitarse y convertirse en polvo como los muertos vivientes de las películas, ni le ocurriera nada tan dramático como eso, sus ojos eran tan sensibles que las gafas no le proporcionarían la protección adecuada a la plena luz del sol. El amanecer le volvería casi ciego, afectaría gravemente a su capacidad para conducir y atraería la atención de algún policía que observase su marcha zigzagueante e insegura. En aquel estado deplorable podría tener dificultades con el policía.
Y lo más importante era que podía perder a la mujer, que después de aparecer tan a menudo en sus sueños se había convertido en un objetivo harto deseado. Con anterioridad había visto adquisiciones de tanta calidad, que le convencían de que completarían su colección y le granjearían su readmisión inmediata en el salvaje mundo de eternas tinieblas y odio al que pertenecía; y se había equivocado. Pero ninguna de aquéllas había aparecido en sus sueños. Aquella mujer era la verdadera joya para la corona que había estado buscando denodadamente. Tenía que evitar tomar posesión de ella prematuramente para no perderla antes de arrancarle la vida junto a la peana del Lucifer gigante y retorcerle el cuerpo, cuando aún estuviera tibio, para darle la configuración simbólica en consonancia con sus pecados y debilidades.
Al pasar la tercera vez por delante de la casa, pensó en dirigirse en el acto a su escondite y volver allí en cuanto se hubiera puesto el sol la tarde siguiente. Pero aquel plan carecía de atractivo. Su proximidad le excitaba y no quería separarse de ella otra vez. Sentía en su sangre una marea que tiraba hacia ella. Necesitaba un sitio próximo donde esconderse. Tal vez un rincón secreto dentro de la misma casa. Un escondrijo donde ella no mirase durante las largas, luminosas y hostiles horas del día.
Aparcó el Honda a dos manzanas de la casa de los Harrison y volvió andando por la acera, flanqueada de árboles. Las elevadas farolas callejeras, pintadas de verde, poseían en lo alto unos brazos angulados que dirigían sus focos hacia la calzada, dejando sólo un fantasmagórico resplandor para los céspedes delanteros de las silenciosas casas. Confiando en que los vecinos todavía disfrutarían del sueño y no era probable que le vieran merodear por entre los arbustos sumidos en las sombras que rodeaban el chalet, buscó silenciosamente una puerta o ventana sin cerrar con llave o cerrojo. No tuvo suerte hasta llegar a la ventana de la pared posterior del garaje.
A Regina la despertó un ruido de rasguños, un seco zampzamp y un chirrido suave y prolongado. No se había acostumbrado todavía a su nuevo hogar y se despertaba siempre confusa, sin saber dónde estaba, segura tan sólo de que no era su habitación del orfanato. Buscó a tientas la lámpara de la mesilla de noche, la encendió y parpadeó deslumbrada durante un segundo, antes de orientarse y comprender que los ruidos que la habían despertado eran sonidos sospechosos. Cesaron en cuanto encendió la luz, lo que le pareció todavía más sospechoso. Apagó la lámpara y escuchó en la oscuridad llena de aureolas cromáticas, pues la luz había actuado en sus ojos como un flash fotográfico, robándole temporalmente su visión nocturna. Aunque los sonidos no se reanudaron, creía que habían venido del patio trasero.
Su cama era cómoda. La habitación casi parecía estar impregnada por el perfume de las rosas pintadas. Rodeada de rosas, se sentía más segura que nunca.
No deseaba levantarse, pero al propio tiempo sabía que los Harrison tenían problemas y se preguntó si aquellos sonidos sospechosos a media noche tendrían algo que ver con ello. El día antes, en el camino de regreso del colegio, así como también durante la cena y luego después del cine, había notado una tensión que intentaban disimular delante de ella. Aunque no ignoraba que era un incordio para quienes andaban a su lado, estaba segura de no ser la causa del nerviosismo de los Harrison. Antes de dormirse había rezado para que sus problemas, si es que tenían alguno, resultaran pequeños y pudieran solucionarlos pronto, y había recordado a Dios su desinteresada promesa de comer toda clase de judías. De existir alguna posibilidad de que aquellos ruidos sospechosos tuvieran alguna relación con el estado de inquietud mental de los Harrison, Regina se creía en el deber de averiguarlo. Alzó la vista y volvió a mirar al crucifijo que tenía en la cabecera de la cama, suspirando. No siempre había que confiar las cosas a Jesús y María. Ellos estaban muy ocupados. Tenían todo un universo que gobernar. Dios ayudaba a quienes se ayudaban a sí mismos.
Se deslizó fuera de las sábanas, bajó del lecho y se encaminó hacia la ventana, apoyándose en los muebles y luego en la pared. No llevaba puesto el aparato ortopédico y necesitaba apoyo. La ventana daba al pequeño patio posterior que había detrás del garaje, la parte de donde parecían proceder los ruidos sospechosos. Las sombras nocturnas proyectadas por la casa, los árboles y los arbustos eran reforzadas por la luna. Cuanto más miraba menos veía, como si la oscuridad fuera una esponja que absorbiera su capacidad de ver. Resultaba fácil creer que cada rincón oscuro estaba vivo y vigilante.
La ventana del garaje no tenía el pestillo puesto pero era difícil de abrir. Las bisagras de arriba estaban oxidadas y en algunos sitios la pintura había formado un cuerpo entre la hoja y el marco. Vassago hizo más ruido del que pretendía hacer, pero no creía que atrajera la atención de quienes estuvieran en la casa. Entonces, cuando la pintura cedió y las bisagras giraron lo suficiente para permitirle entrar, se encendió una luz en una ventana de la planta superior. Se apartó instantáneamente del garaje, aun cuando la luz se apagó otra vez en el momento en que se retiraba, y se escondió en unos macizos de eugenias de casi dos metros de altura que había junto a la valla de la finca.
Desde allí la vio aparecer a ella en la ventana de piedra granítica, quizá con más nitidez que si se hubiera dejado encendida la lámpara. Era la muchacha que había visto en sueños un par de veces muy recientemente con Lindsey Harrison. Las dos se habían mirado cara a cara a través de una rosa negra flotante, con una luminosa gota de sangre en un pétalo de terciopelo.
Regina.
Se quedó mirándola primero con incredulidad y luego con creciente excitación. Aquella misma noche había preguntado a Steven Honell si los Harrison tenían alguna hija, pero el escritor había respondido que sólo habían tenido un hijo que había muerto años atrás.
Separada de él sólo por el aire nocturno y un cristal, la muchacha se mantuvo suspendida en lo alto como una visión. En realidad, lo era y, si acaso, aparecía más bella que en sus sueños. Poseía una vitalidad excepcional y estaba tan llena de vida que no le sorprendería que fuese capaz de andar de noche con tanta seguridad como él, aunque por razones muy distintas. Ella parecía llevar dentro toda la luz que necesitaba para alumbrar su camino a través de cualquier sombra. Vassago se ocultó aún más entre las eugenias, convencido de que estaba dotada del poder suficiente para verle a él con tanta claridad como él la veía a ella.
La parte de la pared inferior a la ventana estaba cubierta por una espaldera. En la resistente celosía que descansaba sobre el alféizar crecían unas exuberantes enredaderas con flores de campanillas que trepaban por un lado, casi hasta el alero. Parecía una princesa encerrada en una torre suspirando por un príncipe que viniera a rescatarla encaramándose por las enredaderas. La torre que le servía de prisión era la propia vida, el príncipe por el que estaba suspirando era la Muerte y aquello de lo que quería ser rescatada era la odiosa existencia. Vassago dijo en voz baja: «He venido a por ti», pero no se movió de donde estaba escondido.
Al cabo de un par de minutos, se retiró de la ventana. Se esfumó, dejando un vacío tras el cristal donde había estado. Hubiera dado lo que fuese por su retorno, por mirarla, aunque fuera brevemente, una vez más. Regina.
Esperó cinco minutos y luego otros cinco, pero ella ya no volvió a aparecer en la ventana. Por último, consciente de que la aurora estaba más cerca que nunca, reptó nuevamente por detrás del garaje. Como ya había dejado expedita la ventana, ésta se abrió ahora silenciosamente. La abertura era pequeña, pero se coló por ella como una anguila, con sólo un leve roce de sus ropas contra la madera.
Lindsey dormitó de manera intermitente y dando cabezadas durante horas a lo largo de la noche, pero su sueño no fue reparador. Cada vez que se despertaba se encontraba bañada en sudor, pese a que la casa estaba fría. Junto a ella, Hatch, en su sueño, emitía murmullos de protesta. Hacia el amanecer oyó un ruido en el pasillo y se incorporó en las almohadas para escuchar. Al cabo de un rato identificó el ruido como el fluir del agua en el inodoro del cuarto de baño de los invitados. Regina.
Volvió a reclinar la cabeza en la almohada, inexplicablemente tranquila al oír desvanecerse el ruido del inodoro. Parecía una cosa harto trivial —por no decir ridícula— con la que consolarse. Pero había pasado mucho tiempo sin tener un niño bajo su techo y le parecía bueno que la muchacha se ocupara en las funciones domésticas ordinarias. Hacía que la noche pareciera menos hostil. A pesar de sus actuales problemas, la promesa de felicidad que tenía ahora podía ser más real de lo que había sido durante años.
Ya en la cama, Regina se preguntó por qué Dios habría dado a la gente intestinos y vejigas. ¿Se trataba realmente del mejor proyecto posible, o era Él un poco comediante? Recordaba haberse levantado a orinar a las tres de la mañana en el orfanato, y haberse encontrado con la buena monja en el pasillo que conducía al cuarto de baño. Le hizo aquella misma pregunta. La monja, sor Serafina, no se alarmó lo más mínimo. Regina era entonces demasiado joven para saber cómo alarmar a una monja; eso necesitaría años de pensamiento y de práctica. Sor Serafina había respondido en seguida, sugiriendo que tal vez Dios deseara dar a las personas un motivo para levantarse a media noche y tener otra oportunidad de pensar en Él y agradecerle el don de la vida que les había otorgado. Regina había asentido con una sonrisa, pero imaginó que sor Serafina estaba demasiado cansada para pensar o era de pocas luces. Dios tenía demasiada clase para querer que sus hijos estuvieran acordándose de Él hasta cuando se hallaran sentados en el inodoro. Satisfecha de su visita al cuarto de baño, se acurrucó entre las sábanas de su ornamental cama de caoba y trató de pensar en una explicación mejor que la que le había dado la monja años antes. No se oyeron más ruidos extraños en el patio trasero y, a pesar de que la luz difusa del alba acariciaba los cristales de la ventana, volvió a quedarse dormida.
Las altas y decorativas ventanas que había sobre las grandes puertas en secciones, permitían que se colara la suficiente luz de las farolas callejeras de la entrada para que Vassago, sin sus gafas de sol, pudiera ver el único coche, un Chevy negro, que estaba aparcado en el garaje de tres plazas. Una rápida inspección del lugar no le reveló ningún escondite donde ocultarse de los Harrison y quedar fuera del alcance de la luz diurna hasta el anochecer siguiente. Entonces descubrió la cuerda que pendía del techo sobre una de las plazas de párking vacías. Agarró la empuñadura y tiró suavemente hacia abajo, menos suavemente y luego aún menos suavemente, pero siempre con firmeza y sin brusquedades, hasta que se abrió la trampilla. Estaba bien engrasada y no hizo ruido. Cuando estuvo abierta del todo, Vassago desplegó las tres partes de la escala de madera que estaba adosada a la trampilla sin prisas, más preocupado por el silencio que por la rapidez. Se encaramó hasta el desván del garaje. Seguramente en el alero había respiraderos, pero por el momento aquello parecía bien sellado.
Sus sensibles ojos le mostraron un suelo rematado, varias cajas de cartón y algunos pequeños objetos de mobiliario almacenados y cubiertos con paños de tela. No había ventanas. Sobre su cabeza se destacaban entre las separaciones de las vigas los bastos tablones que formaban el tejado por dentro. De dos puntos del largo y empinado techo del desván rectangular pendían unas luces fijas, que no encendió.
Despacio y cautelosamente, como el actor de una película lenta, se tendió de bruces en el suelo del desván, metió las manos por el agujero y fue recuperando la escalera plegable, una sección tras otra. Lenta y silenciosamente, la aseguró al dorso de la trampilla. Volvió a cerrar la trampilla, sin hacer más ruido que el suave clic del potente muelle de su pestillo y quedó aislado del garaje de tres plazas que había abajo. Con algunos paños de los muebles, relativamente libres de polvo, formó un cobijo entre las cajas y se acurrucó a esperar que transcurriera el día.
Regina, Lindsey, estoy con vosotras.