CAPÍTULO 4

Hatch se sentía como si el tiempo hubiera retrocedido hasta el siglo XIV y le estuvieran acusando severamente de infiel ante un tribunal de la Inquisición.

En el despacho del abogado había dos sacerdotes. El padre Jiménez, aunque sólo tenía una estatura mediana, resultaba tan impresionante como si fuese treinta centímetros más alto, con su pelo de color azabache, sus ojos todavía más oscuros y su sotana negra de cuello romano. Estaba de espaldas a la ventana. Ni el suave cimbrearse de las palmeras ni los cielos azules de Newport Beach que había tras él en la ventana iluminaban el ambiente del despacho donde estaban congregados, decorado con paneles de caoba y antigüedades, y el padre Jiménez, visto a contraluz, ofrecía una imagen ominosa. El padre Durán, todavía veinteañero y tal vez veinticinco años más joven que el padre Jiménez, era magro, de facciones ascéticas y de tez clorótica. El sacerdote más joven parecía embelesado observando una colección de jarrones de Satsuma, del período Meiji, y unos incensarios y cuencos que había en una enorme vitrina al extremo de la habitación. Pero Hatch no podía escapar a la sensación de que Durán fingía interesarse por las porcelanas japonesas y que lo que hacía en realidad era observarle a él y a Lindsey, que estaban sentados uno junto al otro en un sofá Luis XVI. También había presentes dos monjas, que a Hatch le parecían más aterradoras que los sacerdotes. Pertenecían a una orden que tenía predilección por los hábitos voluminosos y de estilo antiguo, muy infrecuentes en aquellos días. Llevaban unas tocas almidonadas y sus rostros quedaban enmarcados dentro de unos óvalos blancos de lino que les conferían un aire especialmente severo. Sor Inmaculada, que tenía a su cargo el Hogar Infantil de St. Thomas, parecía una gran ave de rapiña negra apoyada en los brazos del sillón que había a la derecha del sofá. A Hatch no le habría extrañado oírla de pronto proferir un grito estridente, describir un vuelo en torno a la habitación agitando sus inmensas ropas y calarse sobre él con el propósito de arrancarle la nariz de un picotazo. Su ayudante ejecutiva era un monja un poco más joven que ella, nerviosa, que paseaba incesantemente y tenía una mirada más penetrante que un rayo láser capaz de cortar el acero. Hatch había olvidado momentáneamente cómo se llamaba esta monja y la apodó la Monja sin Nombre, al acordarse de Clint Eastwood interpretando The Man, «El Hombre anónimo», de aquellos viejos spaghetti westerns.

Estaba siendo injusto y algo irracional debido a un estado de nerviosismo muy humano. Todos los que estaban en la oficina del abogado se encontraban allí para ayudarle a él y a Lindsey. El padre Jiménez, que era el rector de la iglesia de St. Thomas y quien recogía fondos para sufragar gran parte del presupuesto anual del orfanato regentado por sor Inmaculada, no resultaba realmente más misterioso que el sacerdote latino Bing Crosby en Siguiendo mi camino, y el padre Durán daba la impresión de tener un temperamento dulce y tímido. Sor Inmaculada, en realidad, no se parecía más a un ave de rapiña que a una señorita de striptease y la Monja sin Nombre poseía una sincera y casi permanente sonrisa que la compensaba con creces de cualesquiera emociones negativas que uno quisiera atribuir a su penetrante mirada. Los sacerdotes y las monjas intentaban mantener una conversación distendida, y Hatch y Lindsey, eran, de hecho, los únicos que estaban demasiado tensos para ser tan sociables como requería la ocasión.

Había demasiado en juego y eso era lo que ponía a Hatch los nervios de punta; cosa inusual, pues de ordinario él era el hombre más tranquilo que podía encontrarse cuando no llevaba tres horas compitiendo a ver quién bebía más cerveza. Deseaba fervientemente que aquella reunión resultara bien, pues de ella dependía su felicidad, la de Lindsey y su futuro en la nueva vida que iban a emprender.

Bueno, tampoco eso era cierto. Era exagerar el caso otra vez, pero no podía remediarlo. Hacía más de siete semanas que le habían resucitado y él y Lindsey habían tenido que sufrir juntos un mar de cambios emocionales. La larga y sofocante marea que había gravitado sobre ellos desde la muerte de Jimmy se disipó repentinamente. Comprendieron que volvían a estar los dos juntos sólo por virtud de un milagro de la Medicina y que no sentirse agradecidos por aquel respaldo, no gozar plenamente del tiempo que les habían prestado, hubiera sido una ingratitud por su parte hacia Dios y hacia sus médicos. Más aún, hubiera sido una estupidez. Estaba bien que hubieran llorado a Jimmy, pero durante aquel llanto habían dado lugar de alguna manera a que su dolor degenerase en lástima de sí mismos y en un estado depresivo crónico, lo cual ya no estaba nada bien.

Habían necesitado la muerte y la reanimación de Hatch, y la casi muerte de Lindsey, para salir de su deplorable hábito de melancolía, lo que para Hatch significaba que estaban siendo más testarudos de lo que él había pensado. Lo importante, sin embargo, era que habían salido y ahora estaban resueltos finalmente a seguir adelante con sus vidas. Para ambos, seguir adelante con sus vidas significaba volver a tener en su casa otro hijo. El deseo de un niño no era un intento sentimental de recuperar el talante del pasado, ni tampoco una necesidad neurótica de remplazar a Jimmy para acabar de sobreponerse a su muerte. Ellos se encontraban a gusto con los niños; les gustaban los niños y entregarse a un niño constituía para ellos una enorme satisfacción. El obstáculo era que tenían que adoptar uno. El embarazo de Lindsey había sido problemático y su parto, inusitadamente largo y doloroso. El nacimiento de Jimmy había sido difícil y, cuando finalmente vino al mundo, los médicos dijeron a Lindsey que no podría tener más hijos.

La Monja sin Nombre dejó de pasear, se arremangó la voluminosa manga de su hábito y, mirando su reloj, dijo:

—Tal vez debiera ir a ver qué la retiene.

—Conceda a la niña un poco más de tiempo —manifestó apaciblemente sor Inmaculada, alisándose las arrugas de su hábito con una mano blanca y regordeta—. Si va usted a fiscalizarla, pensará que no confía usted en que ella pueda valerse por sí misma. En los aseos de señoritas no hay nada que no pueda hacer ella sola. Hasta dudo de que tuviera necesidad de usarlos. Probablemente quería estar sola unos minutos antes de la reunión para sosegar sus nervios.

—Siento la demora —se disculpó el padre Jiménez, dirigiéndose a Lindsey y Hatch.

—No tiene importancia —repuso Hatch, agitándose en el sofá—. Lo comprendemos. Nosotros también estamos un poco nerviosos.

Las pesquisas iniciales habían revelado que muchas parejas —un verdadero ejército— estaban esperando que hubiera niños disponibles para su adopción. Algunas llevaban dos años de incertidumbre. Hatch y Lindsey, después de llevar ya cinco años sin hijos, no tenían suficiente paciencia para ponerse a la cola de la lista de espera de un niño. Tan sólo les quedaban dos opciones. La primera de ellas consistía en intentar la adopción de un niño de otra raza; blanco, asiático o hispánico. La mayoría de los posibles padres adoptivos eran blancos y esperaban adoptar un niño blanco susceptible de poder hacerle pasar por suyo propio, mientras que incontables huérfanos de algunos grupos minoritarios eran destinados a instituciones y veían incumplido su sueño de formar parte de una familia. Para Hatch y Lindsey no significaba nada el color de la piel. Serían felices con cualquier niño sin tener en cuenta su herencia genética. Pero en los últimos años, equivocados e ingenuos benefactores habían legislado nuevas reglas y normas, en nombre de los derechos civiles, destinadas a inhibir la adopción interracial, y una vasta burocracia gubernamental les obligaba a cumplir las normas con una exactitud desconcertante. La teoría era que ningún niño podía ser verdaderamente feliz si se le criaba fuera de su grupo étnico, lo cual era una especie de disparate elitista —y un racismo a la inversa— que formulaban los sociólogos y profesores sin consultar a los solitarios niños que se proponían proteger.

La segunda opción consistía en adoptar a un niño minusválido. Había muchos menos niños minusválidos que huérfanos de minorías étnicas, incluso incluyendo a los huérfanos legales cuyos padres estaban vivos en algún sitio pero que habían sido abandonados a los cuidados de la Iglesia o del Estado a causa de su disimilitud. Por otra parte, aunque menos en número, su demanda era inferior a la de los niños de minorías étnicas y poseían la tremenda ventaja de no despertar actualmente el interés de ningún grupo de presión deseoso de aplicar unas normas políticamente correctas para su cuidado y manejo. Antes o después, sin duda, un ejército de imbéciles en marcha aseguraría la aprobación de unas leyes prohibiendo la adopción de niños con ojos verdes, rubios o sordos por padres que no fueran de ojos verdes, rubios o sordos, pero Hatch y Lindsey habían tenido la buena fortuna de presentar una petición antes de que descendieran las fuerzas del caos.

A veces, cuando recordaba a los burócratas con los que habían tratado seis semanas antes, cuando decidieron por primera vez adoptar a un niño, le daban ganas de volver a aquellas oficinas y estrangular a los empleados sociales que les habían puesto tantas pegas, o simplemente meter en sus cabezas un poco de sentido común. ¡Y es que la expresión de tal deseo no iba a hacer que las buenas monjas y sacerdotes del Hogar de St. Thomas acelerasen que pusiesen bajo sus cuidados de uno de sus huérfanos!

—¿Y se sigue usted encontrando bien, sin secuelas después de su difícil prueba? ¿Come y duerme usted bien? —inquirió el padre Jiménez, obviamente sólo para entretener el tiempo mientras esperaban que llegase el niño objeto de la reunión. No pretendía en modo alguno poner en duda la afirmación de Hatch sobre su total restablecimiento y buena salud. Lindsey, por naturaleza más nerviosa que Hatch y más propensa a exagerar sus reacciones que él, se inclinó hacia delante en el sofá y dijo, con cierta brusquedad:

—Hatch está a la cabeza en la curva de recuperación de la parte que ha sido resucitada. El doctor Nyebern está extasiado con él y le da un cheque en blanco por su salud.

Tratando de suavizar la reacción de Lindsey, no fuera que los sacerdotes y las monjas empezaran a extrañarse si ella exageraba demasiado, Hatch dijo:

—Me encuentro estupendamente, en verdad. Yo recomendaría a todo el mundo la experiencia de una muerte breve como la mía. Ello te relaja y te da una perspectiva más apacible de la vida.

Todos rieron suavemente. En verdad, Hatch tenía una salud admirable. Durante los cuatro días que siguieron a su reanimación, había padecido debilidad, vértigos, náuseas, letargos y algunos lapsos de memoria. Pero sus fuerzas, memoria y funciones intelectuales se habían recuperado en un cien por cien. Hacía casi siete semanas que había vuelto a la normalidad.

La casual referencia de Jiménez a los hábitos de dormir inquietó un poco a Hatch y ello puso también nervioso a Lindsey. No había sido completamente sincero cuando dio a entender que dormía bien, pero sus extraños sueños y los curiosos efectos emocionales que le producían no eran nada serio y no merecían ser mencionados; de ahí que no considerase verdaderamente que hubiera mentido al sacerdote. Estaban ahora tan cerca de dar comienzo a una nueva vida que no había querido decir algo equivocado y provocar nuevos retrasos. Aunque los servicios católicos de adopción empleaban mucho celo en la adjudicación de niños, no estaban siendo tan innecesariamente lentos ni creando tantos obstáculos como los funcionarios públicos. Sobre todo cuando los posibles adoptantes poseían una sólida posición en la comunidad como Hatch y Lindsey, y cuando el adoptado era un niño minusválido sin otra posibilidad que seguir en la institución. El futuro podía empezar para ellos aquella semana, siempre que no dieran a los de St. Thomas, que ya estaban de su parte, ninguna razón a reconsiderar.

Hatch estaba un poco sorprendido de su ardiente deseo de ser padre otra vez. Se sentía como si durante los últimos cinco años hubiera estado sólo medio vivo. Ahora, de repente, todas las energías a medio usar de aquella media década afluían a él, sobrecargándole, haciendo los colores más vibrantes, los sonidos más melodiosos y los sentimientos más intensos, llenándole de pasión por seguir, hacer, ver, vivir. Y ser otra vez el padre de alguien.

—Estaba considerando si podría preguntarle una cosa —se dirigió el padre Durán a Hatch, volviéndose de la colección de Satsuma que observaba. Su tez macilenta y sus afiladas facciones se vieron avivadas por unos ojos solemnes llenos de calor e inteligencia y magnificados por sus gruesas gafas—. Se trata de algo personal, por eso dudo.

—¡Oh, por supuesto!, pregunte lo que sea —respondió Hatch.

—Algunas personas que han estado clínicamente muertas por cortos períodos de tiempo, un minuto o dos, manifiestan…, bueno… una cierta experiencia similar… —dijo el sacerdote.

—Una sensación de correr por un túnel, con una luz imponente al final, ¿no? —concluyó Hatch—. ¿Una sensación de mucha paz, de estar finalmente en casa?

—Sí —contestó Durán, iluminándose su pálida cara—. Eso es exactamente lo que quiero decir.

El padre Jiménez y las monjas miraron a Hatch con un nuevo interés y él sintió deseos por un momento de contarles lo que querían escuchar. Miró a Lindsey, sentada junto a él en el sofá, luego en torno a la reunión y dijo:

—Lo siento, pero yo no he tenido la experiencia que dice esa gente.

Los delgados hombros del padre Durán flaquearon un poco.

—Entonces, ¿qué experimentó usted?

Hatch sacudió la cabeza.

—Nada. Ojalá hubiera experimentado algo. Sería… confortante, ¿verdad? Pero, en ese aspecto, creo que tuve una muerte aburrida. No me acuerdo de nada en absoluto desde que sufrí el golpe al caer rodando el coche hasta que desperté horas más tarde en una cama del hospital, viendo cómo la lluvia aporreaba el cristal de la ventana…

Le interrumpió la llegada de Salvatore Gujilio, en cuyo despacho se hallaban reunidos. Gujilio, un hombretón recio y alto, abrió la puerta de par en par y entró, como tenía por costumbre, a grandes zancadas en vez de a un paso normal, cerrando después con un movimiento espectacular. Con la determinación imparable de una fuerza de la Naturaleza —más bien como un huracán disciplinado— recorrió apresuradamente la habitación, saludando a todos uno a uno. Hatch no se hubiera extrañado de ver girar en torbellino el mobiliario y descolgarse de las paredes las obras de arte al paso del abogado, pues parecía irradiar energía suficiente para hacer levitar cualquier cosa en su inmediata esfera de influencia.

Siguiendo con su estilo dinámico, Gujilio dio a Jiménez un abrazo de oso, estrechó vigorosamente la mano de Durán e hizo una reverencia a cada una de las monjas, con la sinceridad de un apasionado monárquico saludando a los miembros de la familia real. Gujilio se vinculaba a las personas con la misma rapidez con que se unen dos trozos de cerámica bajo la influencia de un superpegamento, y cuando se encontraron por segunda vez saludó y se despidió ya de Lindsey con un abrazo. A ella le caía bien aquel hombre y no le importaba que la abrazara pero, como le dijo en aquella ocasión a Hatch, se sentía como una chiquilla muy pequeña abrazando a un luchador japonés.

—Por amor de Dios, si me levanta en vilo —dijo.

Ese día permaneció sentada en el sofá en vez de levantarse y se limitó a estrechar la mano del abogado. Hatch se levantó y le tendió la mano derecha, dispuesto a verla engullida como si fuera una partícula de alimento en un plato de cultivo lleno de amibas hambrientas, como exactamente sucedió. Gujilio, como siempre, cogió la mano de Hatch entre las suyas y como cada una de sus manos era casi el doble que las de un hombre normal, ya no era un problema de estrechar sino de ser estrechado.

—Qué día tan maravilloso —exclamó Gujilio—; un día especial. Espero por el bien de todos que se desarrolle tan transparentemente como un cristal.

El abogado destinaba cierto número de horas semanales a los amantes de la iglesia y el orfanato de St. Thomas. Parecía obtener gran satisfacción poniendo en contacto a los padres adoptivos con los niños minusválidos.

—Regina viene ya de los lavabos —les informó—. Se ha parado un momento a charlar con mi recepcionista, eso es todo. Creo que está nerviosa y trata de retrasarse un poco para cobrar ánimos. Pero llegará en un instante.

Hatch miró a Lindsey, que sonrió nerviosamente y le cogió la mano.

—Y, ahora, como comprenderán —prosiguió Salvatore Gujilio, mirándolos desde arriba igual que uno de esos globos gigantes que desfilan en la cabalgata del Día de Acción de Gracias—, el objeto de esta reunión es que ustedes conozcan a Regina y que Regina les conozca a ustedes. Hoy nadie tomará aquí ninguna decisión. Ustedes se marchan, se lo piensan y mañana o pasado mañana nos comunican lo que hayan decidido. Y lo mismo Regina. Ella tiene un día para pensárselo.

—Es un paso muy importante —opinó el padre Jiménez.

—Un paso enorme —coincidió sor Inmaculada.

Lindsey apretó la mano de Hatch.

—Lo comprendemos —dijo.

La Monja Sin Nombre se acercó a la puerta, la abrió y oteó el pasillo. Evidentemente, Regina no estaba a la vista.

—Estoy seguro de que ya viene —dijo Gujilio, dando la vuelta a su escritorio.

El abogado acomodó la mole de su cuerpo en el sillón de ejecutivo de su despacho, al lado del escritorio, pero como medía uno noventa y dos de estatura parecía sentado casi tan alto como de pie. El despacho estaba totalmente amueblado al estilo antiguo y la mesa escritorio era una auténtica pieza Napoleón III, tan bella que Hatch deseó tener algo similar en el escaparate de su tienda. Incrustadas con cobre, las exóticas maderas de su tablero de marquetería representaban una cartela central con un detallado trofeo sobre un concordante friso de estilizadas hojas. Todo el conjunto se sustentaba sobre unas patas circulares con hojas de acanto de cobre unidas por un armazón cónico en forma de X, que descansaba en un acabado en forma de urna. A cada encuentro, el tamaño y los peligrosos niveles de energía de Gujillo hacían al principio que la mesa y todas las piezas antiguas parecieran frágiles y en inminente peligro de ser derribadas y reducidas a añicos. Pero al cabo de unos minutos él y la habitación mostraban tan perfecta armonía que uno tenía la rara sensación de que había vuelto a crear el mismo ambiente en que había vivido en otra vida, más delicada.

Un ruido ahogado, suave y distante pero peculiar, hizo que Hatch apartara su atención del abogado y del escritorio. La Monja Sin Nombre se asomó a la puerta y volvió a entrar presurosamente en el despacho.

—Aquí viene —dijo como si quisiera que Regina pensara que la había estado buscando.

El sonido se escuchó otra vez. Luego otra, y otra vez. Era rítmico y cada vez más fuerte. Zud. ¡Zud!

Alguien parecía estar marcando el tiempo con ruido sordo al golpear suavemente una tubería de plomo contra el suelo de parqué del pasillo, al otro lado de la puerta. Intrigado, Hatch miró al padre Jiménez, que movía la cabeza con la vista fija en el suelo y con expresión inescrutable. Como el sonido iba ganando en volumen y proximidad, el padre Durán miró fijamente y con asombro la puerta entornada del pasillo y lo mismo hizo la Monja Sin Nombre. Salvatore Gujilio, alarmado, se levantó de su sillón. Las afables y rubicundas mejillas de sor Inmaculada estaban ahora tan pálidas como la franja de lino que enmarcaba su rostro. Hatch captó una especie de rasgueo suave en medio de los ásperos sonidos.

¡Zud! Esccuuurrr. ¡Zud! Escccuuurrr…

A medida que los sonidos se iban acercando aumentaba rápidamente su efecto, hasta que la mente de Hatch se vio invadida por las imágenes de las viejas películas de terror: la cosa que se movía como un cangrejo en dirección a su presa saliendo de la laguna; la cosa que salía de la cripta arrastrando los pies por la senda del cementerio bajo una luna corcovada; la cosa de otro mundo que se movía sobre sabe Dios qué patas de arácnido-reptil-cornúpeta.

¡ZUD!

Las ventanas parecieron temblar. ¿O era su imaginación?

Escccuuurrr… Un escalofrío le recorrió la columna vertebral.

¡ZUD! Miró al alarmado Salvatore Gujilio, al sacerdote, que meneaba la cabeza, al sacerdote más joven, que tenía los ojos desmesuradamente abiertos, a las dos pálidas monjas y a continuación volvió a dirigir rápidamente la vista hacia la puerta entreabierta, preguntándose cuál sería exactamente la incapacidad con que habría nacido aquella criatura, casi esperando que apareciera una figura asombrosamente alta y retorcida, con una increíble semejanza a Charles Laughton en El Jorobado de Notre Dame y una mueca llena de colmillos, por lo que sor Inmaculada se volvería hacia él y le diría: ¿Lo ve, señor Harrison? Regina no vino al orfanato de las buenas hermanas de St. Thomas procedente de padres normales, sino de un laboratorio donde los científicos están haciendo una investigación realmente interesante sobre genética…

En el umbral se ladeó una sombra. Hatch se dio cuenta de que la presa que ejercía la mano de Lindsey sobre la suya se había tornado manifiestamente dolorosa y de que tenía la palma de la mano húmeda de sudor. Los extraños sonidos cesaron y un silencio expectante se adueñó del despacho. La puerta que daba al pasillo empezó a abrirse de par en par lentamente.

Regina dio un solo paso hacia el interior de la habitación arrastrando su pierna derecha como si fuera un peso muerto: escccuuurrr. Luego la golpeó contra el suelo: ¡Zud! Se detuvo a mirar a todos los que estaban a su alrededor, con aire desafiante.

A Hatch le costó trabajo creer que ella fuera el origen de aquellos ominosos ruidos. Para tener diez años, era pequeña, un poco más baja y delgada que las niñas normales de su edad. Su nariz, respondona y pecosa, y su bonito pelo rojizo la descalificaban por completo para el papel de cosa que salía de la laguna o de cualquier otra criatura escalofriante, aunque en sus solemnes ojos grises había algo que Hatch no había esperado ver en los ojos de ningún niño: parecían tener la conciencia de un adulto, una percepción sumamente desarrollada. Pero exceptuando aquellos ojos y un aura de férrea determinación, la muchacha parecía frágil, casi tremendamente delicada y vulnerable.

A Hatch le recordó un exquisito tazón de porcelana china de exportación del siglo XVIII, con el grabado de un mandarín, que tenía actualmente a la venta en su tienda de Laguna Beach. Cuando se le golpeaba con un dedo sonaba tan melodiosamente como una campanilla, despertando el temor de que se partiera en mil pedazos si se le golpeaba fuertemente o se caía al suelo. Pero cuando examinabas detenidamente el tazón, puesto en la base de su vitrina acrílica, descubrías que su templo pintado a mano, las escenas de jardín representadas a los lados y los adornos de flores de su borde interior eran de tan elevada calidad y tan atractivos, que transmitían un cabal conocimiento de la edad de la pieza y del peso de la historia que había tras ella. Y pronto quedaba uno convencido de que a pesar de su apariencia rebotaría al caer al suelo, rompiendo cualquier superficie que encontrara a su paso sin sufrir en sí misma el menor desperfecto.

Consciente de que la ocasión era suya y sólo suya, Regina echó a andar hacia al sofá, donde la esperaban Hatch y Lindsey, produciendo menos ruido con su cojera al pisar en la antigua alfombra persa que cuando andaba por el parqué. Llevaba una blusa blanca, una falda clara amarilloverdosa que le caía hasta cinco centímetros por encima la rodilla, unos calcetines altos verdes, unos zapatos negros… y, en la pierna derecha, una pletina metálica que le llegaba desde el tobillo a la rodilla y se asemejaba a un aparato de tortura medieval. Su cojera era tan pronunciada que mecía las caderas de un lado a otro a cada paso que daba, como si estuviera en peligro de caerse. Sor Inmaculada se levantó de su sillón y la reprendió con desaprobación.

—Señorita, ¿qué significan exactamente tales histrionismos?

La muchacha respondió ignorando el significado de la interpelación de la monja.

—Siento haber llegado tan tarde, sor. Pero unos días son más duros que otros para mí. —Antes de que la monja tuviera tiempo de contestar, la muchacha se dirigió a Hatch y Lindsey, que se habían soltado de la mano y se habían levantado del sofá—. Hola, me llamo Regina. Soy una lisiada.

Les tendió la mano para saludarles y Hatch hizo lo mismo, antes de percatarse de que el brazo y la mano derecha no los tenía bien formados. El brazo era casi normal, sólo un poco más delgado que el izquierdo, hasta llegar a la muñeca donde los huesos sufrían un extraño torcimiento. En vez de una mano completa, poseía solamente dos dedos y un muñón por pulgar, todo lo cual parecía tener una flexibilidad limitada. Estrechar la mano a la muchacha producía una sensación extraña —claramente extraña—, pero no desagradable. Sus ojos grises se fijaron intensamente en los de él, tratando de leer la reacción que había en ellos. Hatch supo en el acto que nunca podría ocultarle sus verdaderos sentimientos hacia ella y le alivió no haber sentido ninguna repulsión por su deformidad.

—Estoy encantado de conocerte, Regina —dijo—. Me llamo Hatch Harrison y ésta es mi esposa, Lindsey.

La muchacha se volvió hacia Lindsey y le estrechó también la mano.

—Bueno, sé que soy un motivo de frustración —dijo—. Ustedes, las mujeres hambrientas de niños, prefieren normalmente bebés muy pequeños para abrazarlos amorosamente…

La Monja Sin Nombre boqueó con estupefacción:

—¡Regina, por favor!

Sor Inmaculada parecía demasiado conmocionada para poder hablar, como un pingüino que se hubiera congelado, boquiabierto y con los ojos desorbitados de protesta, atacado por un frío demasiado intenso y paralizante incluso para que pudieran sobrevivir las aves antárticas. El padre Jiménez dejó la ventana y se acercó.

—Señor y señora Harrison, les pido disculpas por…

—No necesita disculparse por nada —se apresuró a decir Lindsey, comprendiendo igual que Hatch que la muchacha les estaba probando y que, para tener alguna esperanza de superar la prueba, no debían permitirse decidir por votos la división de simpatías entre adultos-contra-la niña.

Regina se acomodó con muchas dificultades en el segundo sillón y Hatch se convenció de que se estaba mostrando bastante más inválida de lo que realmente era. La Monja Sin Nombre tocó levemente el hombro de sor Inmaculada y ésta se recostó en el respaldo de su asiento, todavía con la expresión de pingüino congelado. Los dos sacerdotes acercaron sus asientos hasta la mesa del letrado y la monja más joven trajo una silla de un rincón para que todos pudieran estar en grupo. Hatch se dio cuenta de que era el único que seguía de pie y volvió a sentarse en el sofá, al lado de Lindsey.

Cuando estuvieron todos reunidos, Salvatore Gujilio se empeñó en servir refrescos —Pepsi, cerveza de jengibre o Perrier—, y lo hizo sin reclamar la ayuda de su secretaria, sacando él mismo las bebidas de un mueble bar discretamente instalado en un rincón revestido de paneles de caoba del elegante despacho. Mientras el abogado iba y venía, silenciosa y rápidamente a pesar de su inmensidad, sin tropezar jamás contra ninguna pieza del mobiliario ni llevarse por delante ningún jarrón, no poniendo en peligro siquiera ninguna de las dos lámparas de «Tiffany» con pantalla de vidrio soplado y flores de trompeta, Hatch se dio cuenta de que aquel hombre tan corpulento ya no era una figura arrolladora ni el inevitable centro de atracción. Ahora no podía competir con la niña, que abultaba probablemente menos de una cuarta parte de su tamaño.

—Bueno —dijo Regina, mientras aceptaba de Gujilio un vaso de Pepsi, sosteniéndolo en su mano izquierda, la buena—, como ustedes han venido para saber todo sobre mí, creo que debería contárselo yo misma. Ante todo, por supuesto, lo primero es que soy una lisiada. —Ladeó la cabeza y los miró con aire burlón—. ¿Sabían que era una lisiada?

—Lo sabemos ahora —dijo Lindsey.

—Quiero decir, antes de que vinieran.

—Sabíamos que tenías… cierta clase de impedimento —dijo Hatch.

—Genes mutantes —añadió Regina.

El padre Jiménez dejó escapar un fuerte suspiro. Sor Inmaculada parecía dispuesta a decir algo, pero miró fijamente a Hatch y Lindsey y decidió permanecer en silencio.

—Mis padres eran drogadictos —prosiguió la muchacha.

—¡Regina! —protestó la Monja Sin Nombre—. No lo sabes a ciencia cierta, no sabes lo que es eso.

—Bueno, pero me lo imagino —replicó la muchacha—. Hace ya más de veinte años que las drogas causan la mayoría de las taras de nacimiento. ¿Sabía usted eso? Lo he leído en un libro. Yo leo mucho. Me chiflan los libros. Con eso no quiero decir que sea una polilla de los libros. Eso suena mal, ¿verdad? Pero si yo fuera un gusano, antes me metería a reptar dentro de un libro que en una manzana. Es bueno que a una lisiada le gusten los libros, porque ellos no van a dejarle hacer las cosas que hacen las personas normales, aunque una esté muy segura de que puede hacerlas. Así que los libros son igual que tener otra vida entera. Me gustan las historias de aventuras donde las personas van al Polo Norte o a Marte o a Nueva York o a cualquier otro sitio. También me gustan los libros de misterio, sobre todo los de Agatha Christie, pero particularmente me gustan las historias sobre animales, y de manera especial los animales parlantes, como El viento en los sauces. Una vez tuve un animal que hablaba. No era más que un pez de colores y, por supuesto, era yo quien realmente hablaba, no el pez, porque había leído un libro sobre ventriloquía y aprendí a proyectar la voz limpiamente. Así que me sentaba al otro lado de la habitación y proyectaba mi voz dentro de la pecera. —Empezó a hablar chillonamente, sin mover los labios, y la voz pareció salir de la Monja Sin Nombre—: «Hola, me llamo Binky el Pez, y si ustedes tratan de ponerme dentro de un sandwich y comerme, me cagaré en la mayonesa». —Volvió a su voz normal y habló ahora directamente de las reacciones de los religiosos que la rodeaban—. Otro problema que podemos causar las lisiadas es que algunas veces solemos ser lenguaraces porque sabemos que nadie tiene agallas para darnos un cachete en el culo.

Sor Inmaculada ponía cara de no faltarle agallas, pero se limitó a murmurar algo acerca de suprimir durante una semana los privilegios de la televisión. Hatch, que había encontrado a la monja tan aterradora como un pterodáctilo la primera vez que la vio, no estaba ahora impresionado por su ceñuda forma de mirar, aunque era tan intensa que la captaba con el rabillo del ojo. No podía apartar la mirada de la muchacha. Regina prosiguió alegremente sin pausa.

—Además de ser a veces lenguaraz, deberían ustedes saber que caminando soy igual de torpe que Long John Silver —oh, qué buen libro es ése—, y probablemente romperé todo lo que haya de valor en su casa. Por supuesto, nunca de manera intencionada. Será un continuo derby de destrucción. ¿Tendrían paciencia para soportarlo? Odio que me peguen estúpidamente y me encierren en el desván sólo por ser una pobre niña lisiada que no puede controlarse siempre. Esta pierna no parece realmente tan mala y, si continúo ejercitándola, creo que se arreglará bastante, pero en realidad no tengo mucha fuerza en ella, ni malditas las ganas que tengo de tenerla tampoco. —Alzó su deforme mano derecha y descargó con ella un golpe tan fuerte sobre el muslo de su pierna izquierda que sobresaltó a Gujilio, quien trataba en ese momento de depositar un vaso de cerveza de jengibre en la mano del sacerdote más joven, que miraba fijamente a la niña, como hipnotizado. Volvió a golpearse tan fuertemente que Hatch hizo una mueca de dolor y ella dijo—: ¿Ve? Es carne muerta. Y, hablando de carne, soy muy rara para comer. Sencillamente, no soporto la carne muerta. ¡Oh! no quiero decir que coma animales vivos. Lo que quiero decir es que soy vegetariana, lo cual les pone más difíciles las cosas a ustedes, incluso suponiendo que no les importe que yo no sea una niña mimosa a la que puedan vestir como a una muñeca. Mi única virtud es que soy muy brillante, prácticamente un genio, pero incluso esto es un inconveniente por lo que concierne a algunas personas. Soy demasiado lista para mi edad y por eso no me comporto como una niña…

—Ahora sí lo estás haciendo —dijo sor Inmaculada, aparentemente complacida de habérsele ocurrido tal observación.

Pero Regina la ignoró.

—… y lo que ustedes necesitan, después de todo, es una niña, un precioso e ignorante objeto para enseñárselo al mundo, para divertirse viendo cómo aprende y se desarrolla, mientras que yo ya he aprendido y me he desarrollado bastante. Es decir, me he desarrollado intelectualmente. Pero no soy una gaznápira, y me aburre la televisión, lo cual significa que no voy a reunirme por las noches en una alegre tertulia familiar para mirar a la pantalla; y padezco alergia a los gatos, en el caso de que ustedes tengan alguno; y poseo mis opiniones, lo cual algunas personas encuentran desesperante en una niña de diez años. —Guardó silencio, tomó un sorbo de su Pepsi y les sonrió—. Bueno, creo que eso explica bastante como soy.

—No es nunca así —musitó el padre Jiménez, más para sí mismo o para Dios que para Hatch y Lindsey. Apuró la mitad de su Perrier, como si fuese un licor fuerte que debiera tomarse de un trago.

Hatch se volvió hacia Lindsey. Al ver que tenía los ojos un poco vidriosos y no sabía qué decir, miró de nuevo a la niña.

—Supongo que sería justo que te contara algo sobre nosotros.

Sor Inmaculada apartó a un lado su bebida y empezó a levantarse.

—Realmente, señor Hatch —dijo—, no tiene usted ninguna necesidad de aclarar más…

Hatch empujó cortésmente a la monja para que volviera a sentarse.

—No, no —dijo—. Es muy justo que lo diga. Regina está un poco nerviosa…

—No demasiado —contradijo Regina.

—Claro que lo estás —insistió Hatch.

—No, no lo estoy.

—Un poco nerviosa —repitió él—, como Lindsey y como yo. Es comprensible. —Sonrió a la niña lo mejor que pudo—. Bueno, veamos… Toda la vida me han interesado las antigüedades y he sentido afecto por las cosas que perduran y encierran en sí una auténtica calidad. Poseo una tienda de anticuario con dos dependientes. Así es como me gano la vida. A mí tampoco me gusta gran cosa la televisión ni…

—¿Qué clase de nombre es Hatch? —le interrumpió la chica. Rió entre dientes como dando a entender que resultaba muy divertido tener el nombre de alguien excepto, quizás, el de un pez parlante.

—Mi nombre de pila completo es Hatchford.

—Continúa siendo divertido.

—Échale la culpa a mi madre —dijo Hatch—. Siempre creyó que mi padre iba a hacer mucho dinero y a encumbrarnos en la vida, así como que Hatchford era un nombre que sonaba a la alta sociedad: Hatchford Benjamin Harrison. El único nombre que hubiera sonado mejor en su mente hubiera sido el de Hatchford Benjamin Rockefeller.

—¿Hizo mucho? —preguntó la muchacha.

—¿Quién? ¿Hizo qué?

—Su padre. ¿Hizo mucho dinero?

Hatch guiñó jocosamente un ojo a Lindsey.

—Parece que hemos topado con un viejo buscador de oro.

—Si usted fuera rico —dijo la niña—, por supuesto, la cosa tendría otra importancia.

Sor Inmaculada dejó escapar un chorro de aire, por entre los dientes y la Monja Sin Nombre se apoyó en el respaldo del asiento y cerró los ojos con expresión resignada. El padre Jiménez se puso de pie y, haciendo con la mano un gesto disuasorio a Gujilio, se acercó al mueble bar para coger algo más fuerte que Perrier, Pepsi o cerveza de jengibre. Como ni Hatch ni Lindsey parecían visiblemente ofendidos por el comportamiento de la niña, ninguno de los otros se consideró autorizado para poner fin a la entrevista o, más aún, para reprender a la niña.

—Me temo que no somos ricos —le respondió Hatch—. Vivimos cómodamente, eso sí. No carecemos de nada, pero no viajamos en un Rolls-Royce ni llevamos pijamas de caviar.

En el rostro de la muchacha aleteó una ligera mueca de alegría, que suprimió rápidamente. Después miró a Lindsey.

—¿Qué hay respecto a usted?

Lindsey parpadeó y se aclaró la garganta.

—¡Oh!, bueno, yo soy artista. Pintora.

—¿Igual que Picasso?

—No de ese estilo. Pero sí, soy artista como él.

—Una vez vi un cuadro de varios perros jugando al póker —dijo la muchacha—. ¿Lo pintó usted?

—No, me temo que no lo hice yo —repuso Lindsey.

—Estupendo. Era un cuadro estúpido. Una vez vi un toro y un torero, hechos en terciopelo, de colores muy brillantes. ¿Pinta usted con colores muy brillantes y en terciopelo?

—No —contestó Lindsey—. Pero si te gustan esas cosas, podría pintar en terciopelo lo que quisieras para tu habitación.

Regina arrugó la cara.

—¡Bah!, preferiría colgar un gato muerto en la pared.

Nada sorprendía a los de St. Thomas. El sacerdote más joven incluso sonreía y sor Inmaculada murmuró «un gato muerto», no con exasperación sino como si estuviera de acuerdo en que tal pieza de decoración macabra sería en verdad preferible a un cuadro pintado sobre terciopelo.

—Mi estilo —explicó Lindsey, ansiosa de rescatar su reputación después de haberse ofrecido para pintar algo tan cursi— suele ser descrito como un mezcla de neoclasicismo y surrealismo. Ya sé que es muy difícil de explicar…

—Bueno, no es mi estilo preferido —dijo Regina, como si tuviera una completa y maldita idea de lo que significaban aquellos estilos y de la semejanza que tendrían los dos mezclados—. Si fuera a vivir con ustedes y tuviera una habitación para mí sola, no me obligaría a colgar en las paredes muchas de sus pinturas, ¿verdad? —El sus fue dicho con énfasis, como dando a entender que seguía prefiriendo un gato muerto que el terciopelo.

—Ni una sola —le aseguró Lindsey.

—Estupendo.

—¿Crees que te gustaría vivir con nosotros? —preguntó Lindsey y Hatch se preguntó si semejante perspectiva la entusiasmaba o la aterraba.

De repente, la muchacha empezó a hacer esfuerzos por bajar de la silla, tambaleándose para ponerse en pie como si fuera a caerse de cabeza sobre la mesa del café. Hatch se levantó, dispuesto a cogerla, aunque sospechaba que todo aquello formaba parte de su comedia. Cuando recobró el equilibrio, la niña depositó el vaso, en el que no había dejado ni una gota de Pepsi, y dijo:

—Tengo que ir a hacer pipí. Mi vejiga es muy débil. Parte de mis genes mutantes. Nunca logro aguantarme. Muchas veces me parece que me va a estallar en los lugares más inconvenientes, como aquí en el despacho del señor Gujilio, lo cual es otra cosa que probablemente deberían considerar ustedes antes de llevarme a su casa. Al tratar ustedes con antigüedades y negocios de arte, seguramente tendrán muchas cosas bonitas que no querrían ver estropeadas, y heme aquí que yo tropiezo con todo y lo rompo o, lo que es peor, sufro un ataque fulminante de vejiga y ensucio las cosas más valiosas. Luego me devolverían al orfanato y yo sufriría emocionalmente por ello, me subiría cojeando al tejado y me arrojaría desde arriba. Un trágico suicidio que realmente nadie de nosotros querría que sucediera. Encantada de conocerles.

Se dio media vuelta y cruzó la alfombra persa retorciendo la pierna en dirección a la puerta con aquella inverosímil forma de andar —escccrrruuurrr… ¡ZUD!— que sin duda salía del mismo pozo de talento del que había sacado el ventriloquismo de su pez de colores. Su cabello intensamente cobrizo se movía y centelleaba como el fuego.

Todos se quedaron en silencio, escuchando cómo se perdían lentamente en la distancia los pasos de la muchacha. Al llegar a un punto, se golpeó contra la pared produciendo un fuerte ¡zunk! que debió herirla, pero luego reanudó valientemente su camino golpeando y rascando el suelo.

—No padece ninguna debilidad de vejiga —aseguró el padre Jiménez, tomándose un trago de un vaso de líquido ambarino, que parecía ser whisky—. Eso no tiene nada que ver con su invalidez.

—Ella no es así —afirmó también el padre Durán, parpadeando con sus ojos de lechuza, como si le hubiera entrado humo en ellos—. Es una niña deliciosa. Comprendo que resulte difícil para ustedes creerlo en este momento…

—Y puede andar mucho mejor de lo que lo hace, inmensamente mejor —intervino la Monja Sin Nombre—. No sé qué le habrá pasado.

—Yo sí lo sé —dijo sor Inmaculada, pasándose cansadamente una mano por el rostro. Sus ojos tenían una expresión triste—. Hace dos años, cuando ella tenía ocho, conseguimos buscarle unos padres adoptivos. Una pareja de treinta y tantos años a la que le habían dicho que no podían tener hijos propios. Estaban convencidos de que un hijo minusválido sería para ellos una bendición especial. Pero a las dos semanas de estar Regina viviendo con ellos, mientras se encontraba en la fase de prueba previa a la adopción, la mujer se quedó encinta. De repente, después de todo, iban a tener un hijo propio y la adopción ya no les pareció tan aconsejable.

—¿Y devolvieron a Regina? —preguntó Lindsey—. ¿Se limitaron a arrojarla otra vez al orfanato? ¡Qué horror!

—No puedo juzgarlos —dijo sor Inmaculada—. Puede que consideraran que no tenían amor suficiente para un hijo propio y a la vez para Regina, en cuyo caso hicieron lo que debían. Regina no merece criarse en un hogar donde sepa que cada minuto del día es la segunda en todo, la segunda en cariño, algo así como una intrusa. De cualquier modo, se sintió muy herida por el rechazo. Le costó mucho tiempo recuperar la confianza en sí misma y sospecho que ahora no quiere correr ese riesgo otra vez.

Permanecieron en silencio.

El sol brillaba esplendorosamente al otro lado de las ventanas y las palmeras se cimbreaban perezosamente. Por entre los árboles se vislumbraba parte de Fashion Island, el centro comercial de Newport Beach donde estaba ubicado el despacho de Gujilio.

—A veces una mala experiencia echa a perder para las personas muy sensibles cualquier oportunidad. Se niegan a intentarlo otra vez. Me temo que nuestra Regina es una de esas personas. Se ha presentado aquí con intención de confundirles a ustedes y de malograr la entrevista, y lo ha conseguido con un estilo singular.

—Es como el que ha estado en prisión toda su vida —opinó el padre Jiménez— y le dejan en libertad bajo palabra. Al principio se excita y luego descubre que no sabe vivir en el mundo exterior. Así que comete otro crimen para que vuelvan a encerrarle. La institución puede que sea restrictiva e insatisfactoria…, pero él ya la conoce, es segura.

Salvatore Gujilio se movía incesantemente, liberando a todos de sus copas vacías. Seguía siendo un hombre imponente que rompía los moldes de lo normal pero, incluso habiéndose ido Regina del despacho, ya no dominaba la situación como había hecho antes. Había quedado anulado para siempre por aquella comparación con la delicada niña de nariz respingona y ojos grises.

—Lo siento —dijo finalmente sor Inmaculada, poniendo consoladoramente una mano sobre el hombre de Lindsey—. Probaremos en otra ocasión, querida. Volveremos a buscar otro niño que les cuadre a ustedes y esta vez será un niño perfecto.

Lindsey y Hatch abandonaron el despacho de Salvatore Gujilio a las tres y diez de la tarde de aquel jueves. Habían convenido no hablar entre ellos sobre la entrevista hasta la cena para darse tiempo de considerar fríamente el encuentro y de examinar sus reacciones. No querían tomar una decisión basada en el estado emocional o influir el uno en el otro a actuar sobre las impresiones iniciales… para luego lamentarlo toda la vida.

Ni que decir tiene que no habían esperado, ni de lejos, que el acto se desarrollara de la forma en que había transcurrido. Lindsey sentía ansias de hablar de ello. Daba por sentado que su decisión ya estaba tomada, que la había tomado la niña por ellos y que carecía de sentido ninguna otra consideración. Pero habían convenido esperar y Hatch no parecía dispuesto a violar aquel acuerdo, así que ella también mantuvo la boca cerrada.

Lindsey conducía su nuevo coche deportivo rojo Mitsubishi. Hatch, con las gafas de sol puestas y un brazo fuera de la ventanilla escuchaba por la radio la vieja e inmortal canción de rock’n’roll Please Mister Postman, de los Marvelettes y tamborileaba el ritmo contra el lateral de la puerta. Pasaron ante las últimas y gigantescas palmeras de dátiles de Newport Center Drive y giraron a la izquierda para entrar en la autopista de la Costa del Pacífico, dejando atrás las paredes cubiertas de vides y enfilando hacia el Sur. Aquel día de finales de abril era cálido pero no sofocante y lucía uno de aquellos cielos intensamente azules que, hacía el ocaso, recordando la luminiscencia eléctrica de los cielos pintados por Maxfield Parrish. El tráfico era ligero en la autopista de la Costa y el océano rielaba igual que una gran pieza de tela con lentejuelas de oro y plata.

Una euforia silenciosa, invadía a Lindsey como le venía ocurriendo desde hacía siete semanas. Era simplemente el júbilo de sentirse con vida, el mismo que sienten todos los niños pero que la mayoría de los adultos pierde durante el proceso de crecimiento. Ella también lo había perdido sin darse cuenta, pero un estrecho encuentro con la muerte había bastado para devolverle a uno el joie de vivre de la extrema juventud.

Más de dos plantas debajo del Infierno, desnudo bajo una manta en su manchado y raído colchón, Vassago pasaba las horas diurnas durmiendo. Sus letargos estaban usualmente llenos de ensueños sobre carnes violadas y huesos rotos, sangre, bilis y visiones de cráneos humanos. A veces soñaba con multitudes moribundas que se retorcían agonizantes sobre terrenos yermos bajo un cielo negro, y que él caminaba entre ellas como camina un príncipe del Infierno por entre la chusma común de los condenados.

Los sueños que le ocupaban aquel día, sin embargo, eran extraños y singulares por su vulgaridad. Soñaba con una mujer de pelo y ojos negros que iba dentro de un coche de color guinda y era vista desde la perspectiva de un hombre desconocido que ocupaba el asiento de al lado. Palmeras. Buganvillas rojas. Un océano adornado con luminosas lentejuelas.

La tienda de antigüedades de Harrison estaba en el extremo sur de Laguna Beach, en la autopista de la Costa del Pacífico. Era un edificio de estilo Art Deco, nacido en los años veinte de este siglo y con un marcado desarrollo en los años sesenta, de acusados motivos geométricos, formas curvilíneas, contornos definidos y materiales sintéticos, como el plástico, que contrastaba intensamente con los grandes escaparates comerciales de los siglos XVIII y XIX.

Glenda Dockridge, la ayudante de Harrison y encargada de la tienda, estaba ayudando a limpiar el polvo a Lew Booner, el mozo de los recados. En una tienda de antigüedades grande el polvo se parecía a la pintura del puente de Golden Gate: cuando se terminaba por un extremo ya había que empezar otra vez por el otro. Glenda estaba de buen humor porque había vendido una consola Napoleón III lacada en negro y montada en bronce con paneles japoneses y, al mismo cliente, una mesa poligonal italiana del siglo XIX, de tablero abatible con elaboradas incrustaciones de marquetería. Eran dos ventas excelentes, teniendo en cuenta sobre todo que ella trabajaba a sueldo y a comisión.

Mientras Hatch hojeaba el correo del día, atendía parte de la correspondencia y examinaba un par de pedestales palaciegos de palisandro con dragones de jade incrustados que había enviado un agente de Hong Kong, Lindsey ayudaba a Glenda y a Lew a limpiar el polvo. En su nueva estructura mental, incluso esta tarea le resultaba grata. Le daba ocasión de apreciar los detalles de las antigüedades; las curvas del acabado de una lámpara de bronce, la talla de las patas de una mesa, los bordes delicadamente agudos y acabados a mano de un conjunto de porcelanas inglesas del siglo XVIII. Contemplando el significado histórico y cultural de cada pieza con el cariño con que la limpiaba, comprendía que su nueva actitud tenía una clara cualidad Zen.

Al caer las sombras y sentir que se aproximaba la noche, Vassago se despertó y empezó a moverse por aquella especie de cementerio que era su hogar. Estaba hambriento de muerte y sentía necesidad de matar.

La última imagen que recordaba de su sueño era la de una mujer en un coche rojo. Después ya no estaba en el coche, sino en una habitación que no distinguía muy bien, de pie ante un biombo chino, limpiándolo con un paño blanco. Ella se volvió, como si él la hubiera hablado, y sonrió. Lo hizo con una sonrisa tan radiante, tan llena de vida, que Vassago deseó romperle la cara con un martillo, sacarle los dientes, aplastarle los huesos de las mandíbulas e impedir que volviera a sonreír más. Llevaba soñando con ella varias semanas. La primera vez la había visto en una silla de ruedas, llorando y riendo simultáneamente. Nuevamente hizo un esfuerzo de memoria, pero no logró situarla entre aquellas que había visto fuera de sus sueños. Se preguntó quién sería y por qué le visitaba cuando estaba dormido.

Afuera caía la noche. Notaba su proximidad. Era un enorme telón negro que daba al mundo una vista anticipada de la muerte al final de cada día claro y luminoso. Se vistió y abandonó su escondite.

A las siete de aquella noche de principios de primavera, Lindsey y Hatch se encontraban en «Zov’s», un pequeño pero concurrido restaurante de Tustin. Estaba decorado predominantemente en blanco y negro, y tenía unas grandes ventanas y espejos. El personal, indefectiblemente amable y eficaz, vestía también de blanco y negro como complemento del gran salón. Los alimentos que servían presentaban un deleite sensual tan perfecto, que el monocromático y modesto restaurante parecía resplandeciente de colores.

El nivel del ruido en el local era más simpático que molesto. No necesitaban alzar la voz para oírse el uno al otro y tenían la sensación de que el zumbido de fondo les proporcionaba una cortina de independencia respecto a las mesas cercanas. Durante los dos primeros platos —calamares y sopa de judías negras— hablaron de cosas triviales. Pero cuando les sirvieron el plato fuerte —pez espada para ambos— Lindsey ya no pudo contenerse más.

—Está bien, de acuerdo, ya hemos tenido todo el día para pensar en ello —empezó—. No nos hemos coloreado nuestras respectivas opiniones. Así pues, ¿qué piensas de Regina?

—¿Y tú, qué piensas de ella?

—Tu primero.

—¿Por qué yo?

—¿Por qué no tú? —replicó Lindsey.

Él dio un profundo suspiro, meditando.

—Estoy loco por la niña.

Lindsey sintió ganas de dar un salto y ponerse a dar unos pasos de baile, como podría hacer un personaje de dibujos animados para expresar una alegría incontenible, pues su júbilo y excitación eran más grandes e impulsivos de como se suponía que eran las cosas en la vida real. Había esperado precisamente aquella reacción de él pero, como el encuentro había sido… bueno, la palabra sería «desalentador», no estaba segura ni tenía idea alguna de lo que él iba a opinar.

—¡Oh, Dios!, la adoro —exclamó Lindsey—. Es tan dulce.

—Como un bizcocho duro.

—Todo aquello era fingido.

—Estaba fingiendo ante nosotros, sí, pero de todos modos es dura. Tiene que serlo. La vida no le ha dado a elegir.

—Pero es una dureza buena.

—Tiene una gran dureza —convino él—. No estoy diciendo que yo la rechace. Admiro su dureza y me he encariñado de la muchacha.

—Es muy brillante.

—Sus esfuerzos por mostrarse repelente —dijo Hatch— no consiguieron sino hacerla más atractiva.

—Pobre niña. Temerosa de ser rechazada otra vez, pasó a la ofensiva.

—Cuando la oí venir por el pasillo, pensé que era…

—¡Godzilla! —exclamó Lindsey.

—Por lo menos. ¿Y qué me dices de Binky, el pez de colores que habla?

—¡El que se ensucia en la mayonesa! —acabó Lindsey.

Los dos se echaron a reír. Los comensales que les rodeaban se volvieron a mirarlos, bien a causa de su risa bien porque oyeran lo que había dicho Lindsey, y ello les hizo reír aún más.

—Va a ser una niña ingobernable —apuntó Hatch.

—Va a ser un sueño.

—No lo veas tan fácil.

—Lo será.

—Hay un problema.

—¿Cuál?

Hatch dudó.

—¿Qué ocurrirá si no quiere venir con nosotros?

La sonrisa de Lindsey se petrificó en su rostro.

—Lo hará. Vendrá.

—Tal vez no.

—No seas negativo.

—Sólo estoy diciendo que debemos estar preparados para un desengaño.

Lindsey negó inflexiblemente con la cabeza.

—No. Va a salir bien. Es preciso. Ya hemos tenido demasiada mala suerte, malos tiempos. Merecemos algo mejor. La rueda de la fortuna ha cambiado. Vamos a reunir otra vez una familia. La vida va a ser buena, muy buena. Lo peor ya lo hemos dejado atrás.

Aquel jueves por la noche, Vassago disfrutó de las comodidades de la habitación de un motel. Habitualmente usaba como cuarto de aseo uno de los campos que había detrás del abandonado parque de atracciones. Se lavaba cada noche con agua embotellada y jabón líquido; y se afeitaba con una navaja barbera, un bote de aerosol de espuma y un pedazo de espejo roto que había encontrado en un rincón del parque. Cuando llovía por la noche, gustaba de bañarse al aire libre, dejando que la lluvia chorreara sobre su cuerpo. Si la tormenta iba acompañada de relámpagos, buscaba el punto más alto en medio del parque pavimentado, con la esperanza de recibir la gracia de Satán y ser llamado de nuevo al mundo de los muertos por un centelleante rayo de electricidad. Pero la estación de las lluvias en el sur de California ya había terminado y lo más probable era que no volviese otra vez hasta diciembre. Si se ganaba el viaje de retorno a la congregación de los muertos y condenados antes de entonces, su liberación del odioso mundo de los vivos correría a cargo de otra fuerza distinta al rayo.

Aunque la higiene no tenía importancia para él, una vez a la semana y en ocasiones dos alquilaba una habitación en un motel para usar la ducha y acicalarse mejor de lo que podía hacerlo en las precarias condiciones de su escondite. La suciedad tenía su poderoso atractivo, pero si tenía que moverse entre los vivos y ser su depredador para formar una colección que le granjease la readmisión en el reino de los condenados, existían unos convencionalismos que debía seguir para no atraer sobre él una atención indebida. Uno de ellos era cierto grado de limpieza.

Vassago iba siempre al mismo motel el «Blue Skies», un sórdido tugurio ubicado hacia el extremo sur de Santa Ana donde el recepcionista, sin afeitar, sólo aceptaba dinero en efectivo, no pedía documentación y no miraba nunca a los ojos de los huéspedes, como si tuviera miedo de lo que podía ver en ellos o ellos en los de él. La zona era una ciénaga de traficantes de drogas y prostitutas callejeras. Vassago era el único hombre que no entraba con una furcia del brazo. Sin embargo, permanecía solamente una hora o dos allí como solían hacer los clientes que utilizaban el servicio y le era permitido el mismo anonimato que quienes, gruñendo y sudando, empujaban ruidosamente el cabezal de su cama contra la pared de la habitación contigua.

Él no hubiera podido vivir allí continuamente, pues sólo de notar el frenético apareamiento de las prostitutas y sus clientes, se llenaba de enojo, inquietud y náuseas ante la necesidad y locos ritmos de la vida. Aquel ambiente hacía difícil pensar claramente e imposible descansar, aunque la perversión y demencia del lugar fuera lo mismo que le había deleitado cuando estaba totalmente vivo. Ningún otro motel o pensión le habría ofrecido esa seguridad pues le pedirían papeles de identificación. Además, él podía pasar como uno más de los vivos siempre y cuando su contacto con ellos fuera circunstancial. Cualquier recepcionista o dueño de motel que se interesara más profundamente por su carácter y se encontrara con él repetidas veces, de algún modo indefinible pero muy intranquilizador le notaría pronto distinto a los otros.

De cualquier modo, para no llamar la atención prefería su primario alojamiento del parque de atracciones. Las autoridades que le buscaran tendrían menos posibilidades de encontrarle allí que en ningún otro sitio. Y lo más importante de todo era que el parque ofrecía soledad, silencio sepulcral y zonas de oscuridad perfecta en las que podía refugiarse durante las horas diurnas en que sus sensibles ojos no podían tolerar la insistente luz del sol. Los moteles le resultaban tolerables sólo entre el ocaso y el alba.

Aquella noche del jueves, gratamente cálida, al salir de la recepción del motel «Blue Skies» con la llave de su habitación, se fijó en un Pontiac familiar aparcado en las sombras de la parte de atrás, más allá del último bungalow, no de cara al motel sino mirando a la recepción. El coche estaba allí el domingo, la última vez que Vassago se alojó en el «Blue Skies». Sobre el volante estaba apoyado un hombre, como si estuviera durmiendo o simplemente dejando pasar el tiempo mientras esperaba a alguien. También había estado allí el domingo por la noche, y tenía las facciones veladas por la oscuridad y por los reflejos de luz del parabrisas.

Vassago condujo su Camaro hasta la unidad seis, aproximadamente en el centro del largo brazo de la estructura en forma de L, aparcó frente a su habitación y entró en ella. Sólo portaba unas ropas de recambio, todas negras como las que llevaba puestas. Al entrar en su habitación no encendió la luz. No la encendía nunca. Se quedó durante un rato de espaldas a la puerta pensando en el Pontiac y en el hombre que estaba al volante. Podía tratarse sólo de un traficante de drogas que operaba desde su coche. El número de vendedores que pululaban por los alrededores era todavía mayor que el de las cucarachas que infestaban el interior de las paredes de aquel motel decadente. ¿Pero dónde estaban entonces sus parroquianos de ojos rápidos y nerviosos, y de grasientos fajos de billetes?

Vassago tiró las ropas encima de la cama, se guardó las gafas de sol en el bolsillo de la chaqueta y entró en el pequeño cuarto de baño. Olía a humeante lejía echada precipitadamente, pero ello no lograba disimular la mezcolanza de detestables olores biológicos. Un rectángulo de luz difusa marcaba la ventana que había sobre la pared del fondo de la ducha. Abrió la puerta corredera de cristal, que lanzó un chirriante quejido, como si se deslizara sobre unas guías corroídas, y entró en el cubículo de la ducha. Le habría frustrado que la ventana hubiera estado fija o dividida verticalmente por dos paneles, pero se abría hacia afuera mediante dos oxidadas bisagras situadas arriba. Se agarró al alféizar que había sobre su cabeza, se coló a través de la ventana y se deslizó como un reptil por el callejón de servicio que había detrás del motel.

Se detuvo para volver a ponerse las gafas. Una cercana farola callejera de vapor de sodio proyectaba un resplandor amarillo similar a la orina, que le raspaba los ojos igual que la arena arrastrada por el viento. Las gafas lo redujeron a un tono ámbar y aclararon su visión. Avanzó por la derecha hasta el final del bloque, dobló a la derecha por la primera calle y luego otra vez a la derecha en la siguiente esquina, rodeando el motel. Se deslizó en torno al final de la corta ala del edificio en forma de L y avanzó por el pasadizo cubierto que había delante de las últimas unidades hasta situarse detrás del Pontiac.

Por el momento, aquel extremo del motel estaba en silencio. No entraba ni salía nadie de las habitaciones. El hombre que estaba sentado detrás del volante del coche sacaba un brazo por la ventanilla abierta. Si hubiera mirado por el espejo retrovisor podría haber visto a Vassago acercándose a él, pero su atención estaba centrada en la habitación número seis del ala opuesta de la L.

Vassago abrió la puerta repentinamente y el tipo, que estaba apoyado en ella, empezó a caerse. Vassago le golpeó fuertemente en el rostro empleando el codo, que resultaba mejor que el puño, como si fuera un ariete, pero no le alcanzó de lleno. El individuo se balanceó pero no quedó fuera de combate y salió del Pontiac tratando de agarrarse a Vassago. Era demasiado grueso y lento. Un rodillazo propinado en su entrepierna le hizo todavía más lento. Cayó de rodillas, boqueando, y Vassago se apartó de él para golpearle con más fuerza con el pie. El desconocido cayó de costado, de manera que Vassago pudo golpearle nuevamente con el pie, esta vez en la cabeza. El individuo se quedó tan frío e inmóvil como el pavimento sobre el que aparecía tendido.

Al escuchar un suspiro de asombro, Vassago volvió la cabeza y vio a una prostituta rubia de cabello ensortijado vestida con minifalda y a un tipo de mediana edad que lucía un traje barato y un horrible peluquín. Salían de la habitación más próxima y se quedaron boquiabiertos al ver al hombre en el suelo y a Vassago. Éste los miró fijamente hasta que volvieron a entrar en su habitación y cerraron en silencio la puerta tras ellos.

El hombre inconsciente era pesado, tal vez pesara noventa kilos, pero Vassago tenía fuerzas suficientes para levantarle. Rodeó con él el coche hasta el lado del pasajero y le depositó en el asiento. Luego se acomodó detrás del volante, puso el Pontiac en marcha y abandonó el «Blue Skies». Cuando hubo recorrido varias manzanas de distancia, se metió por la calle de una urbanización construida hacía treinta años y mal conservada. Viejos laureles indios y árboles del coral flanqueaban las inclinadas aceras. Detuvo el Pontiac junto al bordillo, paró el motor y apagó las luces. No había ninguna farola cerca y tuvo que quitarse las gafas oscuras para examinar al hombre inconsciente. Debajo de la chaqueta le encontró un revólver cargado metido en su funda de sobaquera. Se apropió de él. El desconocido llevaba encima dos billeteros. El primero, el más grueso, contenía trescientos dólares en efectivo que Vassago confiscó. También contenía algunas tarjetas de crédito, fotos de personas desconocidas, un recibo de una tintorería, una cartulina perforada de compre-diez-y-llévese-uno-gratis de una tienda de yogures refrigerados, un permiso de conducir de un hombre llamado Morton Redlow, de Anaheim, y otros efectos diversos. La segunda cartera era muy delgada y no parecía una cartera propiamente dicha, sino una funda de cuero para el carnet de identidad. Contenía una licencia a nombre de Redlow para ejercer como investigador privado y otra licencia para portar armas. En la guantera, Vassago sólo encontró barras de caramelo y una novela de bolsillo de detectives. En la consola entre los dos asientos encontró chicle, caramelos de menta, otra barra de caramelo y unos mapas doblados «Thomas Brothers» del Condado de Orange.

Estudió durante un rato el libro de mapas, seguidamente puso el motor en marcha y se apartó del bordillo. Emprendió rumbo a Anaheim, hacia la dirección que figuraba en el permiso de conducir de Redlow. Cuando llevaba recorrido más de la mitad del camino, Redlow empezó a gemir y agitarse, como si hubiera recobrado el conocimiento. Conduciendo con una sola mano, Vassago cogió el revólver que había quitado al hombre y le golpeó con él en una sien. Redlow volvió a quedar inmóvil.

Uno de los cinco niños que compartían la mesa de Regina en el comedor era Carl Cavanaugh, que contaba ocho años y no tenía desperdicio. Estaba parapléjico y confinado a una silla de ruedas, lo cual ya se suponía que era bastante desventaja para él, pero él empeoraba su situación comportándose de la manera más imbécil posible. Tan pronto como colocaron los platos sobre la mesa, Carl dijo: «Me gustan mucho las tardes de los viernes, ¿sabéis por qué?». Sin dar tiempo a nadie a expresar su falta de interés, añadió: «Porque los jueves por la noche tenemos siempre sopa de judías y guisantes, y así, los viernes por la tarde podemos tirarnos unos buenos cuescos».

Los otros niños gruñeron con disgusto y Regina se limitó a ignorarlo. Imbécil o no, Carl tenía razón. La cena de los jueves en el Hogar Infantil de St. Thomas consistía siempre en sopa de harina de guisantes, jamón, judías verdes, patatas en salsa de mantequilla a las hierbas y, para postre, un cuadrado de jalea de fruta con un sucedáneo de crema batida. A veces las monjas echaban mano del jerez o simplemente se olvidaban de tantos años de sofocantes hábitos y, si perdían el control un jueves, ponían cereales en vez de judías verdes o, si realmente perdían los estribos, tal vez añadieran un par de galletas de vainilla a la jalea.

El menú de aquel jueves no encerraba sorpresas, pero a Regina le hubiera dado igual —y podía perfectamente no haberse percatado de ello— que su ración hubiera incluido en su plato filetes de ternera o, por el contrario, pastel de vaca. Bueno, probablemente si hubiera visto un pastel de vaca en el plato, aunque no le hubiera importado que lo pusieran en lugar de las judías verdes, que no le gustaban. A ella le gustaba el jamón. Había mentido cuando había dicho a los Harrison que era vegetariana por imaginar que ellos considerarían esta exigencia dietética un motivo más para rechazarla desde el principio, en vez de hacerlo después, cuando hubiera sido más doloroso. Pero ni siquiera mientras comía centraba su atención en su plato ni en la conversación con los demás niños que había a la mesa, sino en el encuentro celebrado aquella tarde en el despacho del señor Gujilio.

Había metido la pata. Iban a tener que constituir un museo de Famosos Metelapata con el fin de encontrar un sitio donde poner su estatua, para que la gente pudiera venir de todo el mundo, de Francia, del Japón, de Chile, sólo para verla. Vendrían escolares, clases enteras por turnos con sus profesores al frente, para estudiarla y aprender qué no había que hacer y cómo no se debía actuar. Los padres señalarían a su estatua y advertirían ominosamente a sus hijos: «Siempre que os creáis tan listos, acordaos de ella y pensad que podíais acabar así, como esa figura de lástima y ridículo, irrisión y vilipendio».

Cuando habían transcurrido dos terceras partes de la entrevista, supo ya que los Harrison eran una gente especial. Probablemente no la tratarían nunca tan mal como la habían tratado los Infames Dotterfield, la pareja que la aceptó, se la llevó a su casa y luego la rechazó al cabo de dos semanas cuando descubrieron que iban a tener un hijo propio; el hijo de Satán, sin duda, que algún día destruiría el mundo y se volvería incluso contra los Dotterfield, quemándolos vivos con la antorcha ígnea de sus pequeños y demoníacos ojos de cerdo. (Bah, desechemos los malos pensamientos. Los malos pensamientos son tan dañinos como las malas obras. Acuérdate de esto cuando confieses, Regina). De cualquier modo, después de meter la pata había empezado a notar poco a poco que los Harrison eran diferentes y quedó convencida de ello cuando el señor Harrison tuvo la ingeniosa ocurrencia del pijama de caviar, lo que señalaba que tenía sentido del humor. Pero para entonces ella estaba tan enfrascada en su representación que no podía dejar ya de mostrarse detestablemente —siendo como era una metelapata—; ya no podía volverse atrás y empezar de nuevo. Ahora, los Harrison estarían seguramente emborrachándose para celebrar haber escapado por los pelos, o tal vez de rodillas en alguna iglesia, llorando de alivio y rezando fervientemente el rosario, dando gracias a la Santa Madre por haber intercedido para librarles del error de adoptar a una horrible niña sin conocerla de antemano. Mierda. (Tonterías. Una vulgaridad. Pero eso no es tan malo como jurar el nombre del Señor en vano. ¿Merecía siquiera la pena decirlo en confesión?).

A pesar de no tener apetito y del humor grosero de Carl Canavaugh, se comió toda su cena, aunque sólo porque los gendarmes de Dios, las monjas, no la dejarían abandonar la mesa hasta que hubiera vaciado su plato. La fruta de la jalea era lima y melocotones, lo que convertía el postre en una dura prueba. Le costaba trabajo comprender cómo alguien podía pensar que la lima y el melocotón iban bien juntos. De acuerdo, las monjas no eran muy mundanas pero, por amor de Dios (con perdón de Dios), tampoco ella les estaba pidiendo que aprendieran qué clase de vino raro se sirve con los filetes de ornitorrinco asado. Jalea de piña y lima, bueno. Jalea de peras y lima podía pasar. Incluso de plátanos y lima. Pero poner melocotón y lima en la jalea, por amor de Dios (con perdón de Dios); era, a su modo de ver, como quitar las uvas del budín de arroz y sustituirlas por trozos de sandía. Logró terminar el postre diciéndose a sí misma que podía haber sido peor; las monjas podían haber servido ratones muertos mojados en chocolate… Aunque se preguntó por qué las monjas iban a querer hacer eso. Sin embargo, imaginarse cosas peores que aquellas a las que debía enfrentarse era un recurso que le daba buenos resultados, una técnica de autopersuasión que había empleado antes muchas veces. Pronto habría desaparecido la odiosa jalea y podría abandonar ya el comedor.

Después de la cena, la mayoría de los niños iba a la sala de recreo a jugar al Monopolio y otros juegos, o a la sala de televisión a ver lo que ponían en la «caja tonta», pero ella siempre se iba a su cuarto donde se pasaba leyendo casi todo el tiempo de después de cenar. Aquella noche, en cambio, no iba a ser así. Pensaba pasar el rato compadeciéndose de sí y contemplando su estatus de estúpida clase social (afortunadamente la estupidez no era pecado), de forma que no olvidara nunca lo necia que había sido y recordara siempre que no debía volver a hacer jamás el burro.

Mientras pisaba el suelo embaldosado de los pasillos casi con la misma rapidez con que habría andado un chico con dos piernas sanas, se acordó de su manera de cojear en el despacho del abogado y empezó a sonrojarse. Ya en su habitación, que compartía con una muchacha ciega llamada Winnie, saltó sobre la cama y, al dejarse caer pesadamente de espaldas, le vino a la memoria la calculada torpeza con que se había sentado en el sillón delante del señor y la señora Harrison. Se ruborizó más aún y se cubrió el rostro con las manos.

«Reg —se dijo suavemente hablando sobre las palmas de sus propias manos—, eres la gilipollas más grande del mundo». (Un pecado más para la lista de la próxima confesión; aparte de mentir, engañar y usar el nombre de Dios en vano: el repetido uso de una vulgaridad). «Mierda, mierda, mierda». (Va a ser una larga confesión).

Los dolores de Redlow eran tan variados y fuertes cuando recobró el conocimiento, que apenas le permitían concentrar la atención. La cabeza le dolía tan intensamente que de haber testificado sus sensaciones ante una televisión comercial las empresas se habrían visto forzadas a abrir nuevos laboratorios de aspirinas para abastecer a los consumidores. Tenía un ojo a medio abrir a causa de la hinchazón. Sus labios estaban partidos y tumefactos; los notaba entumecidos y abultados. Le dolía el cuello y el estómago, y le palpitaban tan intensamente los testículos a causa del rodillazo que había recibido en la entrepierna, que la idea de levantarse y caminar le producía náuseas.

Gradualmente recordó lo que le había pasado, que aquel bastardo le había cogido por sorpresa. Luego se dio cuenta de que no estaba tendido en el parking del motel sino sentado en una silla y por primera vez tuvo miedo. No estaba solamente sentado en la silla. Estaba sujeto por unas cuerdas que le rodeaban el pecho y la cintura, y por más cuerdas alrededor de los muslos que le inmovilizaban contra el asiento. Tenía los brazos atados a los brazos de la silla, justo por debajo de los codos y por las muñecas.

El dolor enturbiaba hasta entonces sus procesos mentales pero el miedo empezó ahora a clarificarlos. Parpadeando con su ojo derecho sano y tratando de abrir a la vez su hinchado ojo izquierdo, estudió la oscuridad. Por un momento pensó que se encontraba en una habitación del motel «Blue Skies» ante el cual había estado montado vigilancia para localizar al individuo. Luego reconoció el salón de su casa. No podía ver gran cosa porque las luces estaban apagadas, pero había vivido en aquella casa dieciocho años y podía identificar los dibujos que formaban las luces de la noche en las ventanas, los bultos oscuros del mobiliario, las sombras entre las sombras de diferente intensidad y el sutil pero singular olor de la vivienda, que resultaba tan peculiar e instantáneamente reconocible para él como el olor de su guarida para el lobo del campo.

Aquella noche no se sentía precisamente un lobo. Se sentía más bien un conejo y temblaba al reconocer su papel de presa. Durante unos segundos pensó que estaba solo y empezó a forzar las cuerdas hasta que una sombra se destacó de entre las otras y se aproximó a él. Sólo podía ver la silueta de su adversario e incluso eso parecía diluirse entre las formas borrosas de los objetos inanimados, o cambiar como si el sujeto fuera una criatura polimorfa susceptible de asumir varias formas. Pero sabía que era el individuo porque percibía aquella diferencia, aquella demencialidad que había apreciado el domingo, la primera vez que había puesto sus ojos en el bastardo, hacía justamente cuatro noches, en el «Blue Skies».

—¿Cómodo, señor Redlow?

Durante los tres meses que llevaba investigándole, Redlow había desarrollado una profunda curiosidad por él y trataba de imaginarse cuáles serían sus gustos y sus necesidades, cómo pensaría. Después de mostrar varias fotografías del hombre a incontables personas y de emplear mucho tiempo contemplándolas, sentía una especial curiosidad por saber qué tipo de voz acompañaría a aquel rostro, notablemente hermoso aunque severo. El sonido de la voz no era ni mucho menos como él la había imaginado, ni fría y acerada como la voz de una máquina diseñada para pasar por humana, gutural salvaje como el gruñido de una bestia. Más bien era tranquilizadora, con un tuno melifluo y un timbre reverberante y sugestivo.

—Señor Redlow, señor, ¿puede oírme?

La cortesía y la formalidad natural de las palabras de aquel tipo era lo que mas desconcertaba a Redlow.

—Le pido disculpas por haber sido tan rudo con usted, señor, pero en realidad no me dio usted otra elección.

Nada en su voz indicaba que el sujeto estuviera siendo sarcástico o burlón. Era simplemente un muchacho que había sido enseñado a dirigirse con consideración y respeto a sus mayores y que no podía desechar aquella costumbre ni siquiera bajo circunstancias como aquélla. Al detective le asaltó el sentimiento primitivo y supersticioso de hallarse en presencia de un ser capaz de imitar al hombre sin tener nada en común con el hombre. Morton Redlow habló por entre los labios partidos, articulando con dificultad las palabras:

—¿Quién es usted, qué demonios quiere?

—Usted ya sabe quién soy yo.

—No tengo ni puñetera idea. Me atacó usted por detrás. No he visto su cara. ¿Quién… diablos es usted, un murciélago? ¿Por qué no enciende la luz?

Todavía entre las sombras, el individuo se acercó un poco hasta sólo unos pasos de la silla.

—Usted está contratado para localizarme.

—Me han contratado para vigilar a un tipo llamado Kirkaby, Leonard Kirkaby. Su esposa cree que la está engañando. Y es cierto. Todos los jueves hace una escapada al «Blue Skies» con su secretaria.

—Bueno eso me resulta difícil de creer, ¿sabe, señor? El «Blue Skies» es para sujetos de baja estofa y prostitutas baratas, no para ejecutivos de empresa y sus secretarias.

—Tal vez busque esa sordidez para tratar a la chica como a una ramera. Quién sabe, ¿no? De todos modos, usted no es Kirkaby. Conozco su voz y no suena como la de usted. Ni es tan joven. Además, es un blandengue. Él no podría manejarme como lo ha hecho usted.

El individuo guardó silencio un rato, mirando fijamente a Redlow. Luego se puso a pasear en la oscuridad. No vacilaba ni tropezaba nunca con el mobiliario. Era como un gato inquieto, salvo que sus ojos no relucían.

—Entonces, señor —dijo finalmente—, ¿qué está usted diciendo? ¿Que todo ha sido una tremenda equivocación?

Redlow comprendió que la única forma de continuar vivo era engañar a aquel tipo, convencerle de que un individuo llamado Kirkaby estaba encaprichado de su secretaria y su amargada esposa buscaba pruebas para el divorcio. Pero no sabía qué tono emplear para hacerle creer aquella historia. Redlow tenía un sentido infalible con la mayoría de las personas para entrarles y hacerles aceptar incluso las más descabelladas proposiciones, mas aquel tipo era diferente; no pensaba ni reaccionaba como las personas normales. Redlow decidió jugárselo todo a una carta.

—Escucha, amiguito, me gustaría saber quién eres o al menos cómo diablos tienes la cara, porque cuando esto haya terminado iré en tu busca y te abollaré tu maldita cabeza.

El individuo reflexionó en silencio durante un rato.

—Está bien, le creo —dijo al fin.

Redlow relajó el cuerpo con alivio, pero ello aumentó sus dolores, así que tensó los músculos de nuevo y se irguió.

—Lo siento, pero usted no me sirve para mi colección —dijo el individuo.

—¿Colección?

—No tiene usted la suficiente vitalidad.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Redlow.

—Está usted consumido.

La conversación iba tomando unos derroteros que Redlow no comprendía y eso le inquietaba.

—Discúlpeme, señor, no se ofenda, pero se está usted volviendo demasiado viejo para esta clase de trabajo.

«No lo sé», pensó Redlow. Se dio cuenta de que, exceptuando el tirón inicial, no había intentado otra vez romper las cuerdas que le tenían atado. Unos pocos años antes, se habría esforzado silenciosamente pero firmemente por desatarlas, tratando de violentar los nudos. Ahora su actitud era pasiva.

—Es usted un hombre musculoso, pero se ha vuelto un poco fofo, ha echado barriga y es lento. Por su carnet de conducir veo que tiene cincuenta y cuatro años, se está haciendo mayor. ¿Por qué sigue trabajando en esto?

—Es lo único que tengo —repuso Redlow. Y estaba lo bastante consciente como para que le sorprendiera su propia respuesta. Había querido decir «Es lo único que sé hacer».

—Bien, señor, lo comprendo —dijo el individuo, irguiéndose ante él en la oscuridad—. Se ha divorciado dos veces, no tiene hijos y no vive con ninguna mujer actualmente. Por lo que se ve, es probable que no haya vivido con ninguna mujer desde hace años. Lo siento, pero he estado curioseando por la casa mientras se encontraba usted inconsciente, aun sabiendo que no estaba muy bien hacerlo. Lo lamento. Sólo pretendía averiguar algo más de usted, tratar de entender qué saca usted con esto.

Redlow no sabía en qué iría a parar todo aquello y no dijo nada. Tenía miedo de cometer alguna indiscreción y hacerle explotar como una botella de gas. El hijo de perra aquél estaba loco y nunca se sabía lo que podía fundir los plomos de un chiflado así. El individuo había estado analizándose a sí mismo durante años y, ahora, por razones que ni siquiera él podría explicar, parecía querer analizar a Redlow. Tal vez fuera mejor dejar que siguiera hablando, desviarle de su idea.

—¿Es por dinero, señor Redlow?

—¿Quieres decir que si gano dinero?

—A eso me refiero, señor.

—Marcho bien.

—No conduce un coche grande ni viste ropas caras.

—No me gusta hacer ostentación de nada —dijo Redlow.

—No se ofenda, señor, pero esta casa no es gran cosa.

—Tal vez no, pero está libre de hipotecas.

El individuo estaba sobre él, poniéndose más cerca a cada pregunta, como si pudiera ver a Redlow en la habitación a oscuras y tratara de estudiar sus tics y gestos faciales mientras le interrogaba. Qué raro. Incluso en plena oscuridad, Redlow notaba la presencia del individuo inclinándose sobre él, cerca, cerca, cada vez más cerca.

—Está libre de hipotecas —repitió el hombre—. ¿Es ésa su razón para trabajar y vivir? ¿Poder decir que no pesa ninguna hipoteca sobre una casucha como ésta?

Redlow sintió deseos de decirle que se fuera a hacer puñetas, pero de repente pensó que quizá no fuera buena idea mostrarse rudo con él.

—Señor, ¿es ésa la razón de que la vida merezca vivirse? ¿Es eso todo? ¿Es por eso por lo que la encuentra usted tan preciosa y por lo que tanto se aferra a ella? ¿Es por eso por lo que ustedes, los amantes de la vida, se afanan para seguir viviendo…, sólo para adquirir un miserable montón de pertenencias, de manera que puedan acabar el juego como ganadores? Lo siento, señor, pero sencillamente no lo entiendo. No lo entiendo en absoluto.

El corazón del detective aporreaba demasiado fuerte. Le golpeaba dolorosamente contra sus magulladas costillas. Llevaba muchos años sin tratar bien a su corazón; demasiadas hamburguesas, demasiados cigarrillos, demasiada cerveza y whisky. ¿Qué estaba tratando de hacer aquel individuo chiflado… hablarle hasta acabar con él, aterrorizarle hasta que muriera?

—Imagino que algunos de sus clientes no quieren que conste en ningún sitio que le han contratado. Y le pagan en efectivo. ¿Sería ésta una suposición válida, señor?

Redlow se aclaró la garganta y trató de que su voz no sonara asustada.

—Sí. Claro. Algunos lo hacen.

—Y una parte de ganar en el juego consistiría en embolsarse cuanto más dinero mejor eludiendo los impuestos, lo cual significaría no ingresarlo nunca en el banco, ¿no?

El individuo estaba ahora tan cerca, que el detective podía olerle el aliento. Sin saber por qué había esperado que fuera un aliento agrio y desagradable, pero era aromático y dulce como el chocolate, como si el individuo hubiera estado chupando caramelo en la oscuridad.

—Así que yo diría que tiene usted un curioso alijo escondido en alguna parte de la casa. ¿Es correcto eso, señor?

Un cálido estremecimiento de esperanza hizo disminuir los helados escalofríos que acosaban a Redlow durante los últimos minutos. Si era cuestión de dinero, se podía buscar un arreglo. Eso tenía sentido. Podría comprender las motivaciones del tipo y tal vez ver la manera de conseguir acabar aquella velada vivo.

—Sí —respondió el detective—. Hay dinero. Tómalo. Cógelo y vete. En la cocina hay un cubo de basura envuelto en una bolsa de plástico. Levanta la bolsa de la basura y verás una bolsa de papel marrón debajo llena de billetes, en el fondo del cubo.

Algo frío y duro tocó la mejilla derecha del detective y le hizo apartar la cara.

—Alicates —dijo el hombre. El detective sintió que las fauces de las tenacillas le agarraban un bocado de carne.

—¿Qué estás haciendo?

El individuo retorció los alicates y Redlow lanzó un grito de dolor.

—Espera, espera. ¡Maldita sea, quita eso, por favor, quita eso, no!

El tipo se detuvo. Retiró los alicates.

—Lo siento, señor, pero sólo quería hacerle comprender que si no hubiera dinero en el cubo de la basura, yo no sería feliz. Pensaré que si me miente en esto, me habrá mentido en todo.

—Está allí —le aseguró apresuradamente Redlow.

—No es bueno mentir, señor. No es bueno. La gente buena no miente. Eso es lo que le enseñaron, ¿no?

—Ve y mira, verás que sí está allí —insistió Redlow con desesperación.

El individuo salió de la sala y cruzó la arcada del comedor. Unas pisadas suaves resonaron por toda la casa caminando sobre el suelo embaldosado de la cocina. Cuando sacó la bolsa de la basura del cubo se elevó un ruido estridente y un susurro.

Húmedo de sudor, Redlow empezó a chorrear gotas mientra oía al individuo volver de la cocina por una casa negra como un pozo. Apareció nuevamente en la sala de estar, revelando parcialmente su silueta contra el rectángulo gris pálido de una ventana.

—¿Cómo puedes ver? —preguntó el detective, aterrado al percibir en su voz una nota de histeria cuando se estaba esforzando denodadamente por mantener el dominio sobre sí mismo. Se estaba haciendo viejo—. ¿Cómo…, es que llevas puestas gafas de sol, o algún artilugio militar? ¿De dónde diablos has sacado eso?

El individuo habló ignorándole.

—Yo no quiero ni necesito mucho; únicamente comida y ropas para cambiarme. Sólo consigo dinero cuando aumento mi colección, sea lo que sea lo que ella lleve encima. A veces no es mucho, sólo unos dólares. Esto, realmente, es una ayuda. Ya lo creo. Debe durarme lo suficiente hasta que pueda volver a donde pertenezco. ¿Sabe usted adónde pertenezco, señor Redlow?

El detective no respondió. El individuo se había apartado de la ventana y quedaba ahora fuera de la vista. Redlow bizqueó en la penumbra, tratando de localizar su figura y movimientos en algún sitio.

—¿Sabe usted adónde pertenezco, señor Redlow? —repitió el individuo.

Redlow oyó que empujaban un mueble. Tal vez fuera una mesa de té que había al lado del sofá.

—Pertenezco al Infierno —dijo—. He estado allí algún tiempo. Quiero volver. ¿Qué clase de vida ha llevado usted, señor Redlow? ¿Cree que es posible que le vea en el Infierno cuando vuelva allí?

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Redlow.

—Buscando un enchufe —respondió el hombre mientras empujaba otro mueble—. ¡Ah!, aquí está.

—¿Un enchufe eléctrico? —preguntó Redlow, agitado—. ¿Para qué?

Un ruido aterrador cortó la oscuridad: zzzrrr.

—¿Qué es eso? —demandó Redlow.

—Sólo estaba probando, señor.

—¿Probando qué?

—Señor, tiene usted en la cocina toda suerte de cazos, sartenes y utensilios. Deduzco que sabe verdaderamente mucho de cocina, ¿verdad? —El individuo se incorporó de nuevo, apareciendo ante el telón de fondo del difuso resplandor grisáceo que ofrecía el cristal de la ventana—. ¿Su afición a la cocina… se le despertó antes del segundo divorcio, o más recientemente?

—¿Qué estás probando? —volvió a preguntar el detective. El tipo se acercó a la silla.

—Hay más dinero —dijo Redlow frenéticamente. Estaba empapado en sudor. Le caía a chorros—. En el dormitorio principal. —El individuo se irguió otra vez delante de él, como una forma misteriosa e inhumana. Parecía más oscuro que todo lo que le rodeaba, como una mazmorra con forma de hombre, más negro que la oscuridad—. En el r-r-ropero. Hay un s-s-s-suelo de madera. —La vejiga del detective estaba llena de pronto. Se había inflado en un instante como un globo y estaba estallando—. Saca los zapatos y los demás trastos, y levanta la última tabla del s-s-s-suelo. —Estaba a punto de orinarse encima—. Hay una caja con dinero. Treinta mil dólares. Cógelo, por favor, cógelo y vete.

—Gracias, señor, pero realmente no lo necesito. Tengo suficiente, más que suficiente.

—¡Oh, Dios mío, ayúdame! —exclamó Redlow, percatándose con desesperación de que era la primera vez que hablaba con Dios… o incluso se acordaba de Él…, desde hacía décadas.

—Hablemos de la persona para quien trabaja usted realmente, señor.

—Se lo he dicho…

—Pero yo le mentí cuando le dije que le creía.

Zzzrrrrrr.

—¿Qué es eso? —pregunto Redlow.

—Probando.

—¿Probando qué, maldita sea?

—Funciona muy bien.

—¿Qué, qué es, qué has cogido?

—Un cuchillo eléctrico —contestó el individuo.

Hatch y Lindsey regresaban a casa en el coche después de cenar sin utilizar la autopista. Circulaban sin prisa por la carretera de la costa del sur de Newport Beach, escuchando la K-Earth 101.1 FM, y cantando a coro las viejas e inmortales canciones de New Orleans, Whispering Bells y California Dreamin’. Ella no recordaba cuándo había sido la última vez que habían cantado siguiendo la radio, pero en los viejos tiempos solían hacerlo constantemente. Cuando Jimmy tenía tres años ya sabía la letra de Pretty Woman y a los cuatro era capaz de cantar Cincuenta maneras para dejar a tu amante sin saltarse una línea. Por primera vez en cinco años, estaba logrando pensar en Jimmy y a la vez sentir ganas de cantar.

Vivían en Laguna Niguel, al sur de Laguna Beach, en la parte oriental de las colinas de la costa. No tenían vistas al océano, pero gozaban de las brisas marinas que moderaban el calor del verano y el frío del invierno. Su barriada, como la mayor parte de las urbanizaciones del sur del condado, estaba trazada tan meticulosamente, que a veces parecía que sus planificadores hubieran concebido el diseño de la comunidad con espíritu militar. Pero la graciosa curvatura de las calles, las farolas de hierro con una artificial pátina verde, la precisa distribución de las palmeras, jacarandás y ficus benjaminas, y los bien cuidados cinturones verdes con macizos de vistosas flores, tan sedantes para la vista y el espíritu, hacían desaparecer cualquier sensación subliminal de severidad.

Como artista, Lindsey creía que la mano del hombre podía crear tanta belleza como la Naturaleza misma, y que la disciplina resultaba fundamental para la creación del verdadero arte, toda vez que el arte se proponía el significado del caos de la vida. Por consiguiente, comprendía el estímulo de los diseñadores que habían estado trabajando incontables horas para coordinar el proyecto de la urbanización empezando por lo más importante y acabando por la configuración de las rejillas metálicas de las alcantarillas de las calles.

Su casa, en la que vivían desde la muerte de Jimmy, era un chalet de dos plantas de estilo italo-mediterráneo —todo el vecindario era italo-mediterráneo—, con cuatro dormitorios y un estudio, en estuco de color crema y con un tejado mejicano de baldosas. Dos ficus gigantes flaqueaban el camino de entrada. Luces de Malibú revelaban macizos de impatiens y petunias, delante de los arbustos de azaleas con flores rojas. Entraron en el garaje acabando de comerse las últimas barras de You Send Me.

Mientras se turnaban en el cuarto de baño, Hatch encendió un fuego de gas que simulaba troncos de leña en la chimenea del cuarto de estar y Lindsey preparó un Baileys irlandés con hielo para los dos. Tomaron asiento en el sofá delante del fuego, extendiendo los pies sobre una gran otomana que hacía juego con el resto.

Todo el mobiliario tapizado de la casa era moderno, de líneas suaves y claros tonos naturales, y contrastaba gratamente con las numerosas piezas antiguas y los cuadros de Lindsey, dispuestos como telón de fondo. El sofá también era sumamente confortable, adecuado para conversar y, como había descubierto ella la primera vez, ideal para estar los dos juntos. Sorprendentemente, tras sentarse juntos vinieron las carantoñas y tras las carantoñas los besos, ¡válgame Dios, como si fueran dos adolescentes! La pasión, la desbordaba como no ocurría desde hacía años.

Las ropas fueron cayendo lentamente, como en una secuencia de fundidos cinematográficos, hasta que los dos quedaron desnudos sin saber siquiera por qué habían tomado esa decisión. Luego consumaron un misterioso acoplamiento, moviéndose juntos a un ritmo lento, bañados por la luz vacilante del fuego. La gozosa naturalidad de aquel acto, que partía de un movimiento de ensueño para alcanzar una agotadora urgencia, difería radicalmente de la artificial y obediente forma de hacer el amor que habían practicado durante los últimos cinco años. Lindsey creía casi que aquello era un sueño extraído de algunos recuerdos fragmentarios del erotismo de Hollywood. Pero a medida que deslizaba sus manos por los músculos de los brazos, de los hombros y de la espalda de él, a medida que se levantaba para recibir cada una de sus viriles acometidas, cuando hubo gozado de un orgasmo y luego de otro, y cuando le sintió relajarse dentro de ella y derretirse como el hierro fundido, entonces se encontró maravillosamente y comprendió bien que no se trataba de un sueño. Lo que había hecho era abrir finalmente los ojos después de un largo sueño crepuscular, y esta liberación no era sino un pleno despertar por primera vez durante años. El verdadero sueño de la vida real había ocurrido durante la pasada media década, una pesadilla que finalmente había llegado a su fin.

Dejaron las ropas diseminadas por el suelo, junto a la chimenea, y subieron la escalera para hacer el amor de nuevo, esta vez en una espaciosa cama china de estilo Imperio, con menos urgencia que antes y más ternura, con el acompañamiento de palabras susurrantes que casi parecían contener la lírica y la melodía de una canción silenciosa. El ritmo menos insistente permitió un goce más profundo de las exquisitas texturas de la piel, de la maravillosa flexibilidad de los músculos, de la firmeza de los huesos, de la maleabilidad de los labios y del sincopado latir de sus corazones. Cuando la marea del éxtasis subía y bajaba, en medio de la quietud siguiente, las palabras «te quiero» resultaban superfluas, pero se apreciaban y sonaban a música en los oídos.

Aquel día de abril, desde los primeros rayos de la mañana hasta que se rindieron al sueño, fue uno de los mejores de sus vidas. Irónicamente, la noche que siguió, tan aterradora y extraña, fue una de las peores de Hatch.

Hacia las once, Vassago había terminado con Redlow y había dispuesto de su cuerpo de la manera más satisfactoria. Regresó al motel «Blue Skies» en el Pontiac del detective, se dio la larga ducha caliente que había pretendido tomar a primeras horas de la noche, se cambió de ropa y salió con la intención de no volver nunca. Si Redlow había trabajado allí, ya no era un lugar seguro.

Se alejó con el Camaro unas cuantas manzanas y lo abandonó en una calle de decrépitos edificios industriales, donde podría permanecer tranquilo unas semanas hasta que lo robaran o bien lo retirara la Policía. Llevaba utilizándolo un mes, después de cogerlo a una de las mujeres añadidas a su colección. Había cambiado las placas de matrícula unas cuantas veces, sustituyéndolas con las que robaba a otros coches aparcados, durante las horas anteriores al alba. Regresó andando al motel y se fue esta vez en el Pontiac de Redlow. No era tan elegante como el Camaro plateado, pero pensó que le serviría bastante bien durante un par de semanas.

Se dirigió a un club nocturno neopunky llamado «R.I.P.», en Huntington Beach, y aparcó en el extremo más oscuro del garaje. Sacó del maletero una bolsa de herramientas y usó un destornillador y unos alicates para intercambiar la placa de la matrícula con la de un destartalado Ford gris aparcado junto a él. Luego avanzó hasta el otro extremo del garaje y volvió a aparcar allí.

La niebla, con la pegajosa sensación de una oosa muerta, venía avanzando desde el mar. Las palmeras y los postes del teléfono desaparecían como diluidos por la acidez de su manto, y los postes del alumbrado público se transformaban en luces fantasmagóricas a la deriva entre las tinieblas. Dentro, el club tenía todo lo que a él le gustaba. Ruido, suciedad y sombras. Olor a humo, a licor derramado, a sudores. La banda golpeaba los acordes más duramente que ningún músico que hubiera escuchado jamás y descargaba rabia pura en cada acorde convirtiendo la melodía en una voz mutante de alaridos. Los músicos estallaban en repetitivos y paralizantes ritmos con furia salvaje, tocando cada número tan alto que, con la ayuda de los gigantescos amplificadores, conmocionaban las sucias ventanas y le hacían casi sangrar los ojos.

La numerosa clientela derrochaba energía y abundaban las drogas de toda variedad; algunos de los clientes estaban borrachos y muchos eran peligrosos. En cuanto al vestir, el color preferido era el negro y por ello Vassago no desentonaba. Tampoco era el único que llevaba gafas de sol. Algunos clientes, tanto hombres como mujeres, tenían la cabeza rapada y no faltaban quienes lucían un cabello de crestas cortas, pero ninguno se inclinaba por las rimbombantes y frívolas crestas grandes, penachos de gallo y vistosos peinados multicolores que habían usado los primeros punkies. En la repleta pista de baile, las personas parecían empujarse unas a otras y pelearse entre ellas, tal vez meterse mano mutuamente en algunos casos, pero nadie de allí había tomado lecciones en un estudio de Arthur Murray ni visto El tren de las almas.

Sentado ante la descarnada, sucia y grasienta barra, Vassago señaló la Corona, una de las seis marcas de cerveza que aparecían en un estante. Pagó, cogió la botella de manos del barman, sin necesidad de cambiar con él palabra alguna, y se quedó allí de pie, escudriñando la multitud. Pocos clientes de los que estaban en la barra, o en las mesas, o incluso de los que permanecían de pie junto a la pared hablaban entre sí. La mayoría de ellos se mostraban taciturnos y en silencio, no porque el bombardeo de la música dificultara la conversación, sino porque eran la nueva ola de jóvenes alienados, no solamente enemistados con la sociedad, sino también entre ellos mismos. Estaban convencidos de que nada importaba excepto la satisfacción propia, de que no valía la pena hablar de nada, de que ellos eran la última generación de un mundo sin futuro, abocado al exterminio.

Él conocía otros bares neopunkies, pero aquél era uno de los dos que había en los condados de Orange y Los Ángeles —el área que muchos tipos de las cámaras de comercio gustaban de llamar la Tierra del Sur— realmente auténticos. Los otros servían a personas que gustaban aparentar un determinado estilo de vida, de la misma forma que a algunos dentistas y contables les gustaba ponerse botas camperas, pantalones tejanos descoloridos, camisas de cuadros y sombrero de cow-boy para ir a un bar estilo del Oeste y simular que eran vaqueros. En el «R.I.P.» nadie intentaba disimular y todos te recibían allí con una mirada desafiante, como insinuando que querían de ti sexo o violencia y preguntando si podías darles una cosa o la otra. Si había que elegir entre ambas, muchos de ellos preferirían la violencia al sexo. Algunos buscaban algo que superase a la violencia y al sexo, sin tener una idea clara de lo que podía ser. Vassago era precisamente quien podía mostrarles aquello que estaban buscando.

El problema consistía en que al principio no vio a nadie que le atrajera lo suficiente para ser digno de pasar a engrosar su colección. Él no era un asesino rudo, que gustara de amontonar cadáveres por el mero hecho de amontonarlos. No le seducía la cantidad, sino que lo que más le interesaba era la calidad. Era un buen conocedor de la muerte. Si quería ganarse el camino de vuelta al Infierno, tendría que hacerlo con una oferta excepcional, una colección que fuera única tanto en su composición total como en la peculiaridad de cada uno de sus componentes.

Tres meses antes había hecho una adquisición en el «R.I.P.», una muchacha que insistía en llamarse Neon. Cuando la tuvo en el coche y quiso dejarla inconsciente no le bastó con un golpe pues la chica se defendió con una ferocidad estimulante. Incluso después, al recuperar el conocimiento en la planta más profunda de la Casa de las Sorpresas, se resistió violentísimamente a pesar de estar atada de pies y manos. Se revolvió y se agitó, mordiéndole, hasta que él le golpeó repetidas veces el cráneo contra el suelo de cemento.

Acababa de apurar su cerveza, cuando vio a otra mujer que le recordaba a Neon. Físicamente eran muy distintas, pero espiritualmente parecían iguales: mujeres duras, tormentosas por razones que no siempre entendían ellas mismas, demasiado mundanas para su edad y con la violencia latente de las tigresas. Neon medía uno sesenta de estatura, era trigueña y de tez morena. Esta otra era rubia, de poco más de veinte años y venía a medir uno sesenta y ocho. Alta, delgada y flaca, tenía unos ojos cautivadores aunque fríos, con una sombra azul tan pura como la llama de gas. Llevaba una andrajosa chaqueta de algodón negra sobre un ajustado suéter también negro, una falda corta del mismo color y unas botas.

En una época en que los ademanes eran más admirados que la inteligencia, sabía comportarse para causar el mayor impacto posible. Se movía con los hombros echados hacia atrás y la cabeza erguida, casi arrogantemente. Su seguridad era tan intimidante como una armadura de púas. Aunque todos los hombres del local ponían sus ojos en ella dando a entender que la deseaban, ninguno se atrevía a acercársele, pues parecía capaz de castrarlos de una sola palabra o mirada. Su poderosa energía sexual, en cambio, la convertía en el centro de interés de Vassago. Pensó que ella siempre atraería a los hombres, se percató de que los que había en la barra junto a él la estaban observando también en aquel momento y algunos no se sentirían intimidados por ella. Su salvaje vitalidad incluso hacía parecer tímida a Neon. Cuando sus defensas se derrumbaran, sería lúbrica y repugnantemente fértil, y engordaría pronto al alojar una nueva vida convirtiéndose en una salvaje y prolífica yegua de cría.

Llegó a la conclusión de que en ella había dos grandes debilidades. La primera radicaba en su clara convicción de creerse superior a cuantos hombres encontraba a su paso y, por tanto, considerarse intocable y segura. Esa misma convicción había hecho posible que la realeza, en tiempos más inocentes, caminara por entre los plebeyos con la absoluta confianza de que a su paso todos se apartarían respetuosamente o caerían de rodillas con temor. La segunda debilidad consistía en su intensa agresividad, almacenada en su interior en tal medida que Vassago creía verla crepitar a través de su suave y blanca piel, igual que una sobrecarga de electricidad. Se preguntó de qué forma prepararía su muerte para que simbolizara mejor sus imperfecciones y pronto se le ocurrieron un par de ideas buenas.

Estaba con un grupo de unos seis hombres y cuatro mujeres, aunque no parecía relacionada con ninguno de ellos. En el momento en que Vassago trataba de decidirse a acercarse a ella, ella, sin que le sorprendiera mucho, se aproximó a él. Él supuso que su encuentro era inevitable, pues al fin y al cabo, ellos dos eran las personas más peligrosas del baile.

Justo entonces la banda inició un descanso y el nivel de decibelios en el interior del club descendió a un punto que ya no era letal para los gatos. La rubia se arrimó a la barra. Se abrió a empujones un sitio entre Vassago y otro cliente, pidió una cerveza y abonó su importe. Cogió la botella de manos del barman, se volvió a Vassago y empezó a mirarle por encima del gollete abierto, del que surgía un penacho de vapor helado semejante al humo.

—¿Eres ciego? —le preguntó.

—Para algunas cosas, señorita.

—¿Señorita? —repitió con incredulidad.

Él se encongió de hombros.

—¿Por qué llevas gafas de sol? —volvió a preguntar ella.

—He estado en el Infierno.

—¿Qué significado tiene eso?

—El Infierno es frío y oscuro.

—¿En serio? Yo todavía no tengo gafas de sol.

—Allí se aprende a ver en la oscuridad total.

—Es una interesante sarta de mentiras.

—Por eso soy ahora tan sensible a la luz.

—Otra auténtica y diferente sarta de mentiras.

Él no dijo nada y ella bebió un trago de cerveza, sin dejar de mirarle. Vassago observó con agrado cómo funcionaban los músculos de su garganta al tragar.

—¿Sueles mentir siempre así o sólo cuando vas a marcharte? —preguntó la muchacha al cabo de un rato.

Él volvió a encogerse de hombros.

—Me estabas observando —dijo ella.

—¿De veras?

—Exacto. Todos los burros de este local me están observando siempre.

Él la miró a los ojos, intensamente azules. Pensó que lo que podía hacer era sacárselos y volver a ponérselos del revés para que diera la impresión de estar mirando dentro de su propio cráneo.

En su sueño, Hatch estaba charlando con una bella rubia de mirada increíblemente fría. Su piel inmaculada era tan blanca como la porcelana y sus ojos parecían el hielo bruñido reflejando un claro cielo invernal. Se encontraban en la barra de un extraño establecimiento que no había visto nunca. Ella le miraba por encima del gollete de una botella de cerveza que sujetaba con la mano y se llevaba a la boca, lo mismo que si estuviera sujetando un falo. Pero la forma burlona en que bebía de ella y lamía el borde del cristal parecía más una amenaza que una invitación erótica. No podía oír nada de lo que decía ella y sólo percibía algunas palabras pronunciadas por él: «… estado en el Infierno… frío, oscuro… sensible a la luz…». La rubia le estaba mirando y seguramente era él quien hablaba con ella, aunque las palabras no salían con su propia voz. De improviso se encontró mirando muy intensamente aquellos ojos glaciales y, antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, sacó una navaja automática y la abrió de golpe. Como si no sintiera ningún dolor, como si realmente ya estuviera muerta, la rubia no mostró ninguna reacción cuando él, manejando rápidamente la navaja como un látigo, le sacó un ojo de su órbita. Le dio la vuelta con las yemas de los dedos y volvió a colocarlo del revés, con el cristalino hacia adentro…

Hatch se incorporó. No podía respirar. El corazón le golpeaba como un martillo. Sacó las piernas de la cama y se puso de pie, como queriendo huir de algo, pero se limitó a aspirar aire, sin saber adónde debía ir corriendo en busca de refugio y seguridad.

Se habían quedado dormidos sin apagar la lámpara de la mesilla de noche, a la que habían puesto una toalla sobre la pantalla para amortiguar la luz mientras hacían el amor. La habitación estaba bastante iluminada para ver a Lindsey tendida en su lado de la cama, hecha un revoltijo con las sábanas. Estaba tan quieta que la creyó muerta. Tenía la disparatada sensación de haberla matado. Con una navaja automática. Entonces ella se revolvió y musitó algo entre sueños. Se estremeció y se miró las manos. Le temblaban.

A Vassago le satisfizo tanto su visión artística que sintió el impulsivo deseo de ponerle los ojos del revés allí mismo, en el bar, a la vista de todo el mundo. Pero se contuvo.

—Bueno, ¿qué es lo que quieres? —preguntó ella, después de tomar un trago de cerveza.

—¿De qué…, de la vida? —dijo él.

—De mí.

—¿A usted qué le parece?

—Unas cuantas emociones —respondió ella.

—Algo más que eso.

—¿Un hogar y una familia? —preguntó, ahora sarcásticamente.

Vassago no respondió en seguida. Necesitaba tiempo para pensar pues aquella captura no le resultaba fácil. Era una clase de pez diferente y no quería arriesgarse a dar una respuesta equivocada y permitir que se le escapara del anzuelo. Pidió otra cerveza y bebió varios sorbos.

Cuatro miembros de una banda de repuesto se aproximaron al escenario con la misión de seguir tocando mientras descansaban los otros músicos. Pronto resultaría otra vez imposible la conversación y, lo más importante, cuando la atronadora música comenzara subiría la energía y la tensión en el club y ello podía anular la chispa existente entre él y la rubia. Quizás ella desechara entonces la idea de marcharse juntos. Finalmente, respondió a su pregunta, diciéndole una mentira acerca de lo que quería hacer con ella.

—¿Conoce usted alguien a quien quisiera ver muerto?

—¿Y quién no?

—¿Quién es ese alguien?

—La mitad de las personas que he conocido.

—Me refiero a una persona en particular.

La chica empezó a comprender lo que estaba sugiriendo. Tomó otro sorbo de cerveza y siguió acariciando con la boca y los labios el cuello de la botella.

—Oye…, ¿esto es un juego o qué?

—Sólo lo que usted quiera que sea, señorita.

—Eres muy extraño.

—¿No es eso lo que le gusta?

—A lo mejor eres un poli.

—¿Lo cree realmente así?

Ella le miró intensamente a las gafas de sol, sin poder ver nada más que un ligero atisbo de sus ojos al otro lado de los cristales, densamente oscuros.

—No. No eres ningún poli.

—El sexo no es un buen tema para empezar —apuntó él.

—¿No, eh?

—La muerte es mejor tema de apertura. Hagamos un poco de muerte juntos y luego hagamos un poco de sexo. No se imagina lo intenso que eso puede ser.

Ella no dijo nada. Los músicos estaban ya cogiendo los instrumentos en el escenario.

—Esa persona en concreto que quisiera usted ver muerta…, ¿es un hombre? —preguntó él.

—Sí.

—¿Se puede ir en coche adonde vive?

—Está a veinte minutos desde aquí.

—Entonces, hagámoslo.

Los músicos empezaron a afinar sus instrumentos, en un ejercicio innecesario considerando la clase de música que iban a tocar. Más bien deberían tocar la música apropiada, y hacerlo bien, pues el local era la clase de club donde los clientes no dudarían en romper los instrumentos si no les gustaba la música.

—Tengo un poco de PCP. —Dijo finalmente la rubia—. ¿Quieres hacer algo conmigo?

—¿Polvo de ángel? Corre por mis venas.

—¿Tienes coche?

—Vamos.

Al salir, Vassago abrió la puerta y le cedió el paso. Ella se echó a reír.

—Eres un hijo de puta muy raro.

El reloj digital que había en la mesilla de noche marcaba la 1.28 de la madrugada. Aunque Hatch sólo había dormido un par de horas, se encontraba totalmente despierto y no tenía ganas de tumbarse otra vez. Además, tenía la boca reseca, como si hubiera estado comiendo arena. Necesitaba un trago. La lámpara, cubierta por la toalla, le proporcionaba luz suficiente para dirigirse a la cómoda y abrir en silencio el cajón sin despertar a Lindsey. Tiritando, sacó una camiseta y se la puso. Sólo llevaba el pantalón del pijama, pero sabía que la fina chaqueta del pijama no le quitaría el frío.

Abrió la puerta del dormitorio y salió al pasillo, volviéndose antes a mirar a su dormida esposa. Aparecía muy bella a la tenue luz ámbar, con el pelo oscuro extendido sobre el blanco de la almohada, el rostro distendido, los labios ligeramente entreabiertos y una mano bajo la barbilla. La visión de ella, más que la camiseta, le dio calor. Entonces se acordó de los años que habían desperdiciado rendidos al dolor y los temores que le quedaban de la pesadilla se diluyeron en un torrente de pesar. Tiró de la puerta y la cerró silenciosamente al salir.

El vestíbulo del piso superior estaba sumido en las sombras, pero por el hueco de la escalera subía una luz mortecina procedente del vestíbulo de la planta baja. Cuando se levantaron del sofá del salón para dirigirse a la cama estilo Imperio, no se habían detenido a apagar las luces. Como una pareja de encandilados adolescentes, pensó esbozando una sonrisa. Cuando descendía por la escalera, recordó la pesadilla vivida y la sonrisa desapareció de su cara. La rubia. La navaja. El ojo. Le había parecido tan real.

Al llegar al pie de la escalera se quedó escuchando. Reinaba un extraño silencio en la casa. Sólo por oír el sonido, dio un golpecito con el nudillo en el primer barrote de la barandilla. El golpecito pareció más leve de lo que debía haber sido y el silencio que siguió fue más profundo que el de antes.

—Jesús, ese mal sueño me ha asustado de verdad —se dijo a sí mismo en voz alta. El sonido de sus propias palabras le resultó tranquilizador.

Sus pies descalzos producían un raro sonido de chapoteo en el suelo de roble del vestíbulo de abajo y todavía más fuerte en las baldosas de la cocina. Su sed era cada vez más acuciante. Sacó del frigorífico una lata de Pepsi, la abrió de golpe, inclinó hacia atrás la cabeza, y se echó un gran trago cerrando los ojos. No sabía a cola. Tenía gusto a cerveza.

Abrió los ojos y miró la lata frunciendo el rostro. Ya no era una lata. Era un botellín de cerveza, de la misma marca que la del sueño: Corona. Ni él ni Lindsey bebían Corona. Las raras veces que tomaban cerveza, bebían la marca Heineken. El miedo le invadió como sacudidas a través de un cable. Luego notó que las baldosas del suelo de la cocina habían desaparecido. Estaba descalzo y de pie sobre grava, y las piedras se le clavaban en los pulpejos de los pies. Notó que el corazón se le desbocaba y miró en derredor de la cocina con la imperiosa necesidad de reafirmar que se hallaba en su casa, que el mundo no había adquirido una nueva y estrafalaria dimensión. Recorrió con la vista los conocidos armarios de madera blanca de abedul, las encimeras de granito negro, el lavavajillas, la lustrosa cara del microondas y quiso que la pesadilla terminara. Pero el suelo de grava continuaba allí y él seguía sosteniendo una cerveza Corona con la mano derecha. Se dirigió al fregadero con la intención de remojarse un poco la cara, pero la pila había desaparecido. La mitad de la cocina se había esfumado y en su lugar aparecía un bar de carretera junto al que se veía una fila de coches aparcados y luego…

… dejó de estar en la cocina. Ya no quedaba nada de ella. Se hallaba al aire libre en una noche de abril, en la que una espesa niebla era iluminada por los destellos de neón rojo. Caminaba por un párking de grava, tras haber pasado junto a una fila de coches aparcados. Ya no estaba descalzo, sino que llevaba unos Rockports de color negro y suela de goma. Oyó que una mujer le decía:

—Me llamo Lisa. ¿Y tú?

Volvió la cabeza y vio a la rubia, que andaba a su lado manteniendo su paso con el suyo por el párking. En vez de responderla inmediatamente, se llevó la Corona a la boca, apuró hasta la última gota y arrojó la botella vacía sobre la grava.

—Me llamo…

… se quedó sin resuello al ver que la espuma de la Pepsi fría que había en el suelo saltaba y formaba un charco en torno a sus pies descalzos. La grava había desaparecido. Sobre las baldosas de Santa Fe color melocotón del suelo de su cocina relucía un charco de Pepsi, cada vez más grande.

Sentada en el Pontiac de Redlow, Lisa indicó a Vassago que enfilara la carretera del sur de San Diego. Se dirigieron hacia el Este por unas calles cubiertas de niebla y encontraron una salida a la carretera. Ella sacó entonces de la farmacia que era su bolso unas cápsulas que llamó PCP y los dos se las tragaron con lo que quedaba de cerveza.

El PCP era un tranquilizante que a menudo desarrollaba efectos contrarios en los seres humanos, excitándoles y despertando en ellos un frenesí destructivo. Resultaría interesante observar el efecto que causaba en Lisa, que parecía tener la conciencia de una serpiente. Para la muchacha el concepto de moralidad parecía resultar totalmente desconocido. Su sentido del poder y su superioridad no excluían que mirase al mundo con implacable odio y desprecio, una pizca de autodestrucción y se la veía ya tan llena de una agresividad y una rabia enfermizas y fuertemente contenidas, que parecía siempre a punto de estallar. Vassago sospechaba que con la ayuda del PCP sería capaz de alcanzar extremos muy divertidos de furia devastadora y sangrienta destrucción, que a él le resultarían muy estimulantes.

—¿Adónde vamos? —preguntó cuando se dirigían hacia el sur por la autopista. Los faros taladraban la blanca niebla que ocultaba el mundo y parecía como si ellos pudieran inventar el paisaje y el futuro a la medida de sus deseos. Cualquier cosa que imaginaran podía adquirir su sustancia de la niebla y hacerse real delante de ellos.

—A El Toro —dijo ella.

—¿Es donde vive él?

—Sí.

—¿Cómo se llama?

—¿Necesitas saber su nombre?

—No, señora. ¿Por qué quiere verle muerto?

Se quedó mirándole con detenimiento durante un rato. Después sus labios dibujaron gradualmente una sonrisa en su rostro, como si fueran los cortes hechos con una navaja invisible de movimiento parsimonioso. Sus pequeños dientes blancos eran tan afilados como los dientes de una piraña.

—Tú hazlo, ¿quieres? —dijo ella—. Ve allí y mata al tipo ese para demostrarme que debo quererte.

—No quiero demostrar nada —repuso él—. Sólo lo hago porque puede divertirme. Como le dije a usted…

—Primero hagamos un poco de muerte juntos y luego hagamos un poco de sexo —terminó ella la frase por él.

Él siguió hablando con el único fin de que ella continuara hablando y se sintiera más a gusto a su lado.

—¿Vive en un apartamento o en una casa?

—¿Qué más da?

—En una casa hay muchos más modos de entrar y los vecinos no están tan cerca.

—Es una casa —informó ella.

—¿Por qué desea matarle?

—Él quería algo de mí; yo no quería nada de él, pero pensó que podía tomar lo que quisiera de cualquier modo.

—Puede que no sea fácil tomar nada de usted.

Los ojos de ella se volvieron más fríos que nunca.

—Cuando todo acabó, el bastardo se llevó unos puntos en la cara.

—¿Pero consiguió lo que quería?

—Era más fuerte que yo.

Dejó de mirarle y dirigió la vista hacia la carretera que tenían delante. Por el Oeste se había levantado una ligera brisa y la niebla ya no se arremolinaba perezosamente en la noche. Ahora se movía por la autopista como oleadas de humo de un vasto incendio, como si la costa estuviera quemada y todas las ciudades se hallaran incineradas, con sus ruinas ardiendo lentamente.

Vassago continuaba mirando fijamente su perfil, deseoso de ir con ella a El Toro y ver hasta qué profundidad de sangre era capaz de vadear en busca de venganza. Le hubiera gustado convencerla para que le acompañara a su escondite y se entregara a sí misma libre y voluntariamente para su colección. Lo supiera o no, ella quería muerte. Le estaría agradecida por el dulce dolor que representaría su billete a la condenación. Su pálida piel era casi luminiscente sobre el negro de sus ropas y el odio tan intenso que henchía la hacía misteriosamente fúlgida. Ofrecería una visión incomparable cuando caminara hacia su destino entre la colección de Vassago y aceptara el golpe mortal, como un sacrificio voluntario para la repatriación de él al Infierno.

Sabía, empero, que ella no iba a acceder a su fantasía y a morir por él, aun cuando fuera la muerte lo que deseara. Ella moriría sólo por sí misma, cuando con el tiempo concluyera que tal determinación constituía su propio y más profundo deseo.

Tan pronto como empezara a comprender lo que en realidad pretendía de ella, se enfurecería violentamente y sería más difícil de controlar —y le causaría más daño— que Neon. Vassago prefería llevar viva cada nueva adquisición a su museo de la muerte para extraer de ella la vida bajo la mirada malévola del Lucifer de la Casa de las Sorpresas. Pero estaba convencido de que con Lisa no podría permitirse ese lujo. Iba a serle difícil someterla incluso con un golpe repentino e inesperado. Y una vez perdida la ventaja de la sorpresa, ella sería un feroz adversario.

No le preocupaba la perspectiva de resultar herido. Nada ni el dolor, podía atemorizarle. Al contrario, cada golpe que ella le propinara, cada corte que abriera en él, constituiría una exquisita emoción, un puro deleite. El problema estribaba en que ella fuera bastante fuerte para huir. No podía correr el riesgo de que escapara y no por temor a que le delatara a los polis. La chica vivía en un submundo lleno de suspicacia y desprecio por la Policía, impregnado de odio hacia ellos. Pero si escapaba de sus garras, perdería la oportunidad de añadirla a su colección. Y estaba convencido de que la tremenda y perversa energía de la muchacha iba a ser la ofrenda definitiva que le proporcionaría el aval de readmisión en el Infierno.

—¿Notas algo ya? —preguntó ella, sin dejar de mirar la niebla que había al frente, en la que circulaban a una peligrosa velocidad.

—Un poco —repuso él.

—Yo no siento nada. —Abrió otra vez su bolso y empezó a revolver lo que había dentro, sacando las píldoras y cápsulas que le quedaban de reserva—. Necesitamos algo de refuerzo que ayude a esta mierda a acelerar su efecto.

Mientras Lisa se entretenía en seleccionar la adecuada sustancia química capaz de potenciar el PCP, Vassago sujetó el volante con la mano izquierda y metió la derecha bajo el asiento para coger el revólver que había quitado a Morton Redlow. La chica levantó la cabeza en el preciso instante en que él le hundía el cañón del arma en el lado izquierdo. Si se percató de lo que estaba sucediendo, no mostró sorpresa alguna. Él disparó dos veces, matándola instantáneamente.

Hatch limpió con unas servilletas de papel la Pepsi derramada. Cuando se acercó al fregadero para lavarse las manos, seguía temblando, aunque no tanto como antes. El pánico, completamente devastador había cedido paso a la curiosidad. Presa de la incertidumbre, tocó el borde de metal inoxidable del fregadero y luego el grifo, como si pudieran disolverse con el contacto de su mano. Se preguntó cómo podía continuar soñando después de haber despertado. La única explicación, que no podía aceptar, era la locura.

Abrió el grifo, graduó el agua caliente y fría, bombeó un poco de jabón líquido y empezó a enjabonarse las manos mirando por la ventana de encima del fregadero, que daba al patio de atrás. El patio no estaba allí. En su lugar había una autopista. La ventana de la cocina se había convertido en el parabrisas de un coche. El pavimento, envuelto por la niebla y sólo revelado parcialmente por los focos de dos faros, avanzaba hacia él como si la casa estuviera deslizándose por encima a cien kilómetros por hora. Notó una presencia a su lado, donde no debería haber más que los dos hornos gemelos. Volvió la cabeza y vio a la rubia revolviendo en el interior de su bolso. Se percató de que él tenía algo en la mano, algo más sólido que la espuma de jabón, y vio que era un revólver… La cocina se desvaneció totalmente. Se encontraba ahora corriendo velozmente en un coche por la autopista envuelta en niebla, apretando el cañón del revólver contra el costado de la rubia. Horrorizado, cuando ella levantó la cabeza para mirarle, sintió que su dedo apretaba el gatillo una, dos veces. La chica se desplomó de lado a causa del doble impacto, mientras por todo el coche resonaba el ensordecedor estruendo de los disparos.

Vassago no había previsto lo que iba a ocurrir. El arma debía estar cargada con cartuchos «Magnum», pues los dos proyectiles golpearon a la rubia con más violencia de lo que había supuesto, lanzándola contra la puerta del pasajero. Bien porque la puerta no estuviera debidamente cerrada o porque algún proyectil rompiera la cerradura tras atravesar el cuerpo de Lisa, la puerta se abrió de par en par. El viento irrumpió dentro del Pontiac rugiendo como una bestia viviente y arrebató a Lisa engulléndola en la noche.

Pisó el freno a fondo y miró por el espejo retrovisor. Mientras la parte posterior del coche derrapaba, vio el cuerpo de la rubia rodando por el asfalto de la carretera. Quiso detenerse y retroceder para rescatarla, pero incluso a aquella hora muerta de la madrugada circulaban otros coches con él por la carretera. Aproximadamente a medio kilómetro de distancia tras él, divisó dos pares de faros con dos manchas de luz en medio de la niebla que se iban aclarando por momentos. Aquellos conductores encontrarían el cuerpo antes de que tuviera tiempo de llegar y subirlo otra vez al Pontiac.

Levantando el pie del freno, pisó el acelerador y lanzó el coche hacia la izquierda, cruzando dos carriles, y luego hacia la derecha de forma que la puerta, por su propia inercia, se cerró otra vez de golpe. Chirriaba dentro de su marco, pero no volvió a abrirse. Su pestillo debía ser al menos parcialmente eficaz. Aunque la visibilidad había descendido a unos treinta metros, puso el Pontiac a ciento treinta, lanzándose a ciegas contra el remolino de niebla. Dos salidas después abandonó la carretera y redujo rápidamente la velocidad. Por las calles de superficie salió de la zona tan rápidamente como le fue posible, pero obedeciendo los límites de velocidad no fuera acaso que algún policía lo detuviera y descubriese las manchas de sangre que seguramente habría diseminadas por el tapizado y en el cristal de la puerta del pasajero.

A través del espejo retrovisor, Hatch vio el cuerpo rodando por el pavimento y desvaneciéndose en la niebla. Luego, por un breve instante, vio reflejados el propio caballete de su nariz y sus propias cejas. Llevaba puestas unas gafas de sol aunque conducía de noche. No. No era él quien las llevaba. Las llevaba el conductor del coche y el reflejo que estaba viendo no era el suyo propio. Aunque él pareciera ser el conductor, se dio cuenta de que no lo era, porque un brevísimo atisbo de los ojos que se escondían tras las gafas negras bastó para convencerle de que eran unos ojos peculiares, turbios y muy distintos de los suyos. Luego…

… volvió a encontrarse otra vez de pie en la cocina. Respiraba trabajosamente y emitía unos ahogados sonidos convulsos. Al otro lado de la ventana no se veía más que el patio trasero, sumido en la noche y en la niebla.

—¿Hatch?

Sobresaltado, se volvió. Lindsey estaba de pie ante la puerta, envuelta en su albornoz.

—¿Te ocurre algo?

Limpiándose en la camiseta las manos enjabonadas trató de hablar, pero el terror le había dejado mudo.

—¡Hatch! —exclamó Lindsey corriendo a su lado.

Se asió fuertemente a ella, aliviado de recibir su abrazo que le permitió articular al fin las palabras en la boca.

—¡He disparado contra ella, ha salido lanzada del coche, Dios Mío Todopoderoso, ha caído rodando por la carretera como una muñeca de trapo!

Lindsey preparó a Hatch el café que le había pedido. La bondad del delicioso aroma era un antídoto contra la extravagancia de aquella noche. Su fragancia, sobre todo, proporcionaba a Hatch una sensación de normalidad que aplacaba sus nervios. Se bebieron el café en la mesa del extremo de la cocina. Hatch insistió en cerrar la persiana Levolor de la ventana más cercana.

—Tengo la sensación… de que fuera hay algo… y no quiero que nos vea.

No fue capaz de explicar lo que quería decir con «algo». Entonces refirió a Lindsey lo que le había sucedido después de despertarse. Le narró el mal sueño con la rubia distante, lo de la navaja automática y lo del ojo mutilado, y Lindsey sólo tuvo una explicación que ofrecer.

—Aunque te pareciese otra cosa en ese momento, seguramente te bajarías de la cama sin estar despierto del todo y andarías como un sonámbulo. No te has despertado realmente hasta que entré en la cocina y pronuncié tu nombre.

—Yo no he sido nunca sonámbulo —protestó él.

—Nunca es demasiado tarde para contraer una nueva dolencia.

—No me vale esa respuesta.

—¿Entonces, qué explicación le das?

—No se me ocurre ninguna.

—Digamos que es sonambulismo —opinó ella.

Hatch se quedó mirando fijamente la taza de porcelana blanca que agarraba con las manos, como un zíngaro tratando de adivinar el futuro en los dibujos de luz formados sobre la superficie del negro brebaje.

—¿Has soñado alguna vez que eras otra persona distinta?

—Supongo que sí —repuso ella.

La miró muy serio.

—Déjate de suposiciones. ¿Has vivido alguna vez un sueño con los ojos de otra persona extraña? ¿Un sueño concreto, que puedas contarme?

—Bueno…, no. Pero estoy segura de haberlo tenido alguna vez. Después de todo, los sueños son como el humo. Se borran con mucha facilidad. ¿Quién los recuerda luego?

—Yo me acordaré de éste el resto de mi vida —aseguró él.

Aunque volvieron a la cama, ninguno de los dos pudo dormir otra vez. Quizá por culpa del café en parte. Ella pensó que Hatch había pedido el café con la esperanza de que no le dejara dormir y así evitar volver a la pesadilla. Bien, le había dado resultado. Permanecieron tendidos boca arriba, mirando al techo. Al principio, él se mostró reacio a apagar la lámpara de la mesilla, aunque sólo lo dio a entender con su vacilación al apretar la perilla. Era casi como un niño, lo bastante mayor para distinguir los verdaderos temores de los falsos, pero no lo suficiente para escapar a los falsos; convencido, en fin, de que había algún monstruo escondido debajo de la cama, pero con vergüenza de confesarlo.

Ahora, con la lámpara apagada y sólo el resplandor de las distantes farolas callejeras penetrando por entre las cortinas, la ansiedad de Hatch hizo presa en Lindsey. Sintió que no era difícil imaginar que algunas sombras del techo se movían como formas de murciélago-reptil-araña con singular cautela y malévolos propósitos. Charlaban en voz queda, intermitentemente, de nada en particular. Los dos sabían de lo que querían hablar, pero tenían miedo de afrontarlo. A diferencia de los bichos del techo y de las cosas que vivían bajo la cama de los niños, aquél era un miedo real. Una posible lesión en el cerebro. Hatch padecía pesadillas de desconcertante intensidad desde que había despertado en el hospital, reanimado. No las sufría cada noche, sino que podía dormir normalmente sin perturbaciones hasta tres o cuatro noches seguidas. Pero las pesadillas se le hacían más frecuentes, semana tras semana, y su intensidad iba en aumento.

No eran siempre los mismos sueños, pero contenían elementos similares. Violencia. Imágenes terroríficas de cuerpos desnudos y putrefactos, contorsionados en posturas peculiares. Los sueños se desdoblaban siempre desde el punto de vista de un extraño, desde la misma figura misteriosa, como si Hatch fuera un espíritu poseído por otro hombre, que no lograba controlarlo y llevársele. Las pesadillas empezaban o terminaban rutinariamente —o empezaban y terminaban— en el mismo emplazamiento: un conjunto de edificios extraños y de estructuras raras de difícil identificación, todas sin luz y vistas muy a menudo como una serie de siluetas inverosímiles contra el cielo nocturno. También veía habitaciones cavernosas y laberínticos corredores de hormigón, que vislumbraba pese a carecer de ventanas y de luz artificial. El lugar le resultaba familiar dijo, pero su identificación se le escapaba pues nunca veía lo bastante para poder reconocerlo.

Hasta aquella noche habían tratado de convencerse de que su padecimiento duraría poco. Hatch, como de costumbre, lo afrontaba todo con pensamientos optimistas. Las pesadillas carecían de importancia pues todo el mundo las tenía. A menudo se debían al estrés y, aliviado el estrés, desaparecían las pesadillas. Pero no le abandonaban del todo. Y ahora habían tomado un cariz nuevo y hondamente perturbador: el sonambulismo. O quizás estuviera empezando a sufrir despierto alucinaciones de las mismas imágenes que trastornaban su sueño. Poco antes del amanecer, Hatch extendió el brazo por debajo de las sábanas y agarró fuertemente la mano de Lindsey.

—Todo se arreglará. No es nada importante. Sólo un sueño.

—Lo primero que deberías hacer esta mañana es hablar con el doctor Nyebern —dijo ella, sintiendo que su corazón se hundía como una piedra en un pozo—. No hemos sido sinceros con él. Nos dijo que le comunicaras inmediatamente cualquier síntoma que apareciera…

—Esto no es ningún síntoma —replicó él, tratando de afrontarlo con el mejor talante.

—Síntomas físicos o mentales —añadió ella, preocupada por él y por ella misma si resultaba que algo malo le ocurría.

—Me han hecho todas las pruebas, la mayoría dos veces. Son como una garantía de buena salud. No hay ningún daño cerebral.

—Entonces, no tienes motivo de preocupación, ¿verdad? No hay razón alguna para demorar la visita a Nyebern.

—Si hubiera habido alguna lesión en el cerebro, habría aparecido inmediatamente. No es una cosa residual, que salga con retraso.

Guardaron silencio un rato. Ella ya no podía imaginar bichos en las sombras que se movían en el techo. Los falsos temores se habían evaporado en el momento en que él había mencionado el nombre del mayor miedo real al que se enfrentaban.

—¿Qué me dices de Regina? —preguntó ella, entonces.

Hatch consideró la pregunta un momento.

—Creo que deberíamos continuar con ello, rellenar los documentos…, naturalmente, suponiendo que ella quiera venirse con nosotros.

—¿Y si… tuvieras algún problema? ¿Y si empeorase lo tuyo?

—Arreglar los papeles para traerla a casa llevará unos días y para entonces ya tendremos el resultado de las pruebas. Estoy seguro de que me encontrarán bien.

—Te veo muy convencido.

—El estrés mata.

—¿Y si Nyebern encuentra algo verdaderamente grave…?

—Entonces, si es necesario, pediremos al orfanato que aplace la adopción. Si les decimos ahora que tengo problemas que no me permiten seguir adelante con los documentos, pueden cambiar de parecer respecto a la conveniencia de que la adoptemos. Podrían rechazarnos y podríamos perder la oportunidad de tener a Regina.

El día había sido prácticamente perfecto, desde la entrevista en el despacho de Salvatore Gujilio hasta sus prácticas amatorias delante de la chimenea y luego sobre la vieja y espaciosa cama de estilo Imperio. Su futuro se divisaba brillante, lo peor había pasado. Por eso ella se aturdía al ver que, de súbito, se enturbiaba su horizonte.

—¡Dios mío!, Hatch, te quiero —le dijo.

Él se arrimó a ella en la oscuridad y la cogió entre sus brazos. Permanecieron abrazados bastante tiempo después que amaneciera, sin decirse nada, porque ya se lo habían dicho todo.

Más tarde, después de tomar una ducha y vestirse, bajaron a la cocina y bebieron un poco más de café sentados a la mesa. Por las mañanas acostumbraban a escuchar la radio, sintonizando una emisora de noticias. Por eso se enteraron de que una rubia llamada Lisa Blaine había recibido dos disparos y había sido arrojada desde un coche en marcha en la autopista de San Diego la noche antes… precisamente cuando Hatch, estando en la cocina, había tenido la visión de apretar el gatillo de una pistola y de ver rodar un cuerpo al paso del coche.

Por razones que no podía comprender, Hatch se sintió impulsado a examinar la parte de la autopista donde había sido encontrada la mujer muerta.

—Tal vez averigüemos algo —fue la única explicación que pudo ofrecer.

Cogieron su nuevo Mitsubishi y viajaron hacia el Norte por la autopista de la costa. Luego recorrieron una serie de calles de superficie en dirección al centro comercial «South Coast Plaza», donde entraron en la autopista de San Diego en la dirección Sur. Hatch quería llegar al lugar del crimen siguiendo la misma dirección que llevaba el asesino la noche antes. A las nueve y cuarto, el tráfico de la hora punta debería haber disminuido, pero todos los carriles seguían congestionados. Avanzaban hacia el Sur intermitentemente, envueltos en el humo de los tubos de escape, del que se salvaban gracias al aire acondicionado de su coche.

La niebla marina que había surgido del Pacífico durante la noche se había diluido. Los árboles se movían bajo la brisa primaveral y los pájaros se precipitaban describiendo arcos vertiginosos sobre un cielo sin nubes e intensamente azul. El día no daba motivos a nadie para pensar en la muerte.

Pasaron por la salida del MacArthur Boulevard, luego por Jamboree, y a cada vuelta que daban las ruedas Hatch sentía aumentar la presión muscular de su cuello y sus hombros. Le abrumaba la misteriosa sensación de realmente haber estado siguiendo, aun sin moverse de casa, aquella ruta la noche antes, cuando la niebla había desdibujado el aeropuerto los hoteles, los edificios de despachos y las distantes colinas de color oscuro.

—Se dirigían a El Toro —dijo él, ofreciendo un detalle que no había recordado hasta entonces. Quizás acabara de percibirlo gracias a un sexto sentido.

—A lo mejor es allí donde vivía ella…, o donde vive él.

—No lo creo —repuso Hatch frunciendo el ceño.

Mientras seguían circulando muy despacio en medio del complicado tráfico, comenzó a recordar no sólo los detalles del sueño, sino las sensaciones del mismo, la tensa atmósfera de violencia inminente. Tenía las manos pegajosas y le resbalaban por el volante. Se las secó en la camisa.

—Creo que la rubia, en cierto modo —dijo Hatch—, era tan peligrosa como yo… como él…

—¿Qué quieres decir?

—No lo sé. Es sólo la sensación que tuve entonces.

El sol brillaba con luz trémula produciendo destellos sobre la multitud de vehículos que se movían hacia el Norte y hacia el Sur en dos grandes ríos de acero, cromo y vidrio. Afuera, la temperatura rondaba los veintisiete grados, pero Hatch tenía frío. Ante una señal que les indicaba la proximidad de la salida de Culver Boulevard, Hatch se inclinó un poco hacia delante. Quitó la mano derecha del volante y palpó con ella debajo de su asiento.

—Fue aquí donde él buscó el arma… La sacó… Ella estaba buscando algo en su bolso.

Hatch no se hubiera sorprendido de encontrar un arma bajo su asiento, pues todavía le acompañaba el recuerdo, aterradoramente claro, de la fluidez con que el sueño y la realidad se habían mezclado, separado y vuelto a mezclar la noche antes. ¿Por qué no también ahora, a la luz del día incluso? Dejó escapar un suspiro de alivio cuando descubrió que en el espacio de debajo de su asiento no había nada.

—La Policía —dijo Lindsey.

Se hallaba tan ensimismado en los acontecimientos de su pesadilla que no se percató inmediatamente de las palabras de Lindsey. Luego divisó unos coches patrulla blancos y negros, y otros vehículos de policía aparcados a lo largo de la interestatal. Los agentes de uniforme recorrían el arcén de la autopista con el cuerpo inclinado escudriñando la hierba seca de las inmediaciones y estudiando el sucio terreno que tenían delante. Sin duda, estaban realizando una exhaustiva búsqueda para encontrar algo que pudiera haber caído del coche del asesino antes, durante o después de arrojar a la rubia.

Se dio cuenta de que todos los agentes llevaban gafas de sol, lo mismo que él y Lindsey. La intensa luz del día molestaba a los ojos. Pero también el asesino llevaba gafas negras cuando miró por el espejo retrovisor. ¿En nombre de Dios, por qué las llevaría en la oscuridad de una densa niebla? Llevar gafas negras en una noche de mal tiempo era algo más que una afectación o una excentricidad. Resultaba misterioso.

Hatch todavía llevaba en la mano el arma imaginaria, sacada de debajo de su asiento. Pero como avanzaban mucho más lentamente de lo que lo hacía el coche del asesino, todavía no habían llegado al lugar donde se disparó el revólver.

El tráfico no era tan lento porque la hora punta resultara más intensa que de costumbre, sino porque los automovilistas aflojaban la marcha para mirar a la Policía. Era lo que los informadores radiofónicos del tráfico llamaban el «atasco de los mirones».

—Realmente iba lanzado con el coche —dijo Hatch.

—¿Con tanta niebla?

—Y con gafas negras.

—Qué estúpido —comentó Lindsey.

—No. Es un tipo listo.

—A mí me suena a estupidez.

—Un osado. —Hatch trataba de meterse en la piel del hombre cuyo cuerpo habían compartido juntos en la pesadilla, pero no le resultaba fácil. En el asesino había algo extraño que se resistía firmemente al análisis—. Es un hombre extremadamente frío…, frío y oscuro en su interior… No piensa como tú y como yo… —Hatch trataba de encontrar palabras para describir cómo le había parecido el asesino—. Sucio. —Meneó la cabeza—. No quiero decir que estuviera sin lavarse, nada de eso. Más bien parece como si… como si estuviera contaminado. —Dio un suspiro y desistió—. De todos modos, es muy temerario. No le asusta nada. Cree que nada puede dañarle. Pero su caso no es temeridad verdaderamente. Porque… en cierto modo tiene razón.

—¿Qué estás insinuando… que es invulnerable?

—No. No exactamente. Pero nada de lo que pudieras hacerle… le afectaría.

Lindsey se abrazó a sí misma.

—Le presentas como… algo inhumano.

En aquel momento, la Policía centraba su búsqueda de pruebas en un tramo de cuatrocientos metros al sur de la salida del Culver Boulevard. Cuando Hatch llegó a aquel punto el tráfico empezó a circular más deprisa. El arma imaginaria en su mano derecha pareció cobrar más sustancia e incluso pudo sentir en la palma el frío acero. Apuntó a Lindsey con el fantasmal revólver y la miró, y ella hizo una mueca. La vio claramente, pero también pudo ver en su recuerdo la cara de la rubia cuando la alzó del bolso con demasiado poco tiempo para reaccionar ni mostrar sorpresa.

—Aquí, justamente aquí; dos disparos tan rápidamente como yo… como él pudo tirar del gatillo —dijo Hatch, estremeciéndose porque le era más fácil volver a capturar el recuerdo de la violencia que el talante y el maligno espíritu del pistolero—. Dos enormes agujeros en la mujer. —Lo podía ver nítidamente—. Jesús, fue espantoso. —Realmente estaba siendo el protagonista de ello—. Cómo la desgarraron. Y qué sonido tan atronador, semejante al fin del mundo. —Le subió a la boca el regusto amargo de los ácidos gástricos—. Los impactos la lanzaron contra la puerta, instantáneamente muerta, pero la puerta se abrió totalmente de pronto. Él no esperaba que se abriera la portezuela. La necesitaba como parte de su colección actual, pero ella salió despedida y se perdió en la noche, rodando por el asfalto como un fardo de heno.

Capturado por su memoria onírica, Hatch pisó a fondo el pedal del freno, igual que había hecho el asesino.

—¡Hatch, no!

Un coche, luego otro y después otro giraron bruscamente alrededor de ellos entre reflejos de chapa, cristales ahumados y clamor de bocinas, evitando milagrosamente la colisión. Desembarazándose de su recuerdo, Hatch volvió a acelerar y se incorporó al flujo del tránsito, consciente de que le miraban fijamente desde los otros coches. Pero no le importó que le mirasen con insistencia, pues había cogido el rastro como si fuera un sabueso. No se guiaba por el olfato. Era algo indefinido lo que tiraba de él, tal vez las vibraciones psíquicas, alguna perturbación del éter hecha por el mensaje del asesino como la aleta de un tiburón corta la superficie del mar, aunque el éter no se había recompuesto con la presteza del agua.

—Pensó en volver a recogerla, pero al ver que no había esperanzas siguió adelante —continuó Hatch, consciente de que su voz se había hecho baja y algo rasposa, como si estuviera narrando unos secretos dolorosos de revelar.

—Entonces yo entré en la cocina y te encontré haciendo unos extraños y ahogados sonidos —dijo Lindsey—. Te agarrabas al borde del mármol con una fuerza capaz de quebrar el granito y creí que estabas sufriendo un ataque al corazón…

—Conducía muy rápido —siguió Hatch, acelerando sólo ligeramente—, a ciento veinte o ciento treinta, incluso a más, deseoso de alejarse de allí antes de que los coches que iban detrás de él encontraran el cuerpo.

Lindsey comprendió que él no estaba especulando sólo sobre lo que había hecho el asesino.

—Estás recordando más de lo que has soñado, más de cuando entré en la cocina y te desperté.

—No estoy recordando —replicó él con voz ronca.

—¿Entonces qué estás haciendo?

—Sintiendo.

—¿Ahora?

—Sí.

—¿Cómo?

—No lo sé. —No sabía dar una explicación mejor—. De alguna forma —susurró. Siguió la línea sobre el pavimento a través de aquel enorme terreno llano, que parecía oscurecerse a pesar del brillante sol mañanero, como si el asesino hubiera dejado rezagada tras él una vasta estela de sombra que continuaba allí horas más tarde—. Ciento treinta… ciento cuarenta o casi ciento cincuenta kilómetros por hora… sin más visibilidad que escasos metros por delante. —Si en aquella profunda niebla hubiera habido algún otro coche, el asesino hubiera desencadenado una dramática colisión—. No cogió la primera salida, deseaba seguir más adelante… continuar… continuar avanzando…

Casi no redujo la marcha a tiempo de tomar la salida para la carretera nacional 133, que se convertía en la carretera del cañón y entraba en Laguna Beach. En el último instante pisó con fuerza el freno y dio un golpe de volante hacia la derecha. El Mitsubishi resbaló al salir por la interestatal, pero Hatch aminoró la velocidad e inmediatamente recuperó el control.

—¿Salió por aquí? —preguntó Lindsey.

Hatch cogió la nueva carretera de la derecha.

—¿Se metió en Laguna?

—No… lo creo.

Se detuvo por completo ante un cruce marcado con una señal de stop y se arrimó al arcén. Al frente aparecía el campo abierto y unas colinas revestidas de hierba oscura y crespa. Si traspasaba el cruce y seguía recto iría a parar a Laguna Canyon, donde los promotores todavía no habían conseguido asolar el campo y erigir más urbanizaciones. Kilómetros de breñales salpicados de robles flanqueaban la ruta del cañón hasta llegar a Laguna Beach. El asesino también podía haber doblado a la izquierda o a la derecha. Hatch miró en cada dirección, buscando cualesquiera signos invisibles que le hubieran guiado hasta allí.

—¿No sabes adónde fue desde aquí? —preguntó Lindsey al cabo de un momento.

—Al escondite.

—¿Eh?

Hatch parpadeó, sin estar seguro de por qué había elegido aquella palabra.

—Regresó a su escondite… debajo de la tierra…

—¿De la tierra? —preguntó Lindsey. Intrigada, escudriñó las resecas colinas.

—… a la oscuridad…

—¿Quieres decir que se metió bajo tierra en alguna parte?

—… al frío, al frío silencio…

Hatch permaneció sentado un rato, mirando fijamente el cruce de carreteras mientras se aproximaban y después desaparecían algunos coches. Había llegado al final del rastro. El asesino no estaba allí; sabía todo aquello, pero ignoraba adónde había ido el hombre. No le llegaba ningún rastro más, excepto, curiosamente, el dulce sabor del chocolate de las galletas «Oreo», tan intenso como si acabara de morder una de ellas.

En La Cabaña de Laguna Beach tomaron un tardío desayuno de patatas fritas, huevos, bacon y tostadas con mantequilla. Después de haber muerto y resucitado, Hatch no se preocupaba ya de cosas tales como el nivel de colesterol o los efectos a largo plazo de la inhalación pasiva del humo de los cigarrillos ajenos. Suponía que llegaría el día en que los pequeños riesgos parecerían grandes otra vez y volvería de nuevo a una dieta rica en frutas y verduras y a mirar con ceño a los fumadores que contaminaban de suciedad el aire a su paso; y sabía que volvería a abrir una botella de buen vino con una mezcla de deleite y de severa conciencia sobre las consecuencias del consumo de alcohol sobre la salud. Por el momento apreciaba la vida demasiado para preocuparse indebidamente de perderla otra vez. Por ello estaba resuelto a no permitir que los sueños y la muerte de la rubia le impidieran tal aprecio. Los alimentos ejercieron un efecto tranquilizador. Cada bocado que daba a la yema del huevo le aplacaba más los nervios.

—Bueno —dijo Lindsey, tomando su desayuno con menos afán que Hatch—, supongamos que después de todo hubiera algún daño cerebral. No grande, sino tan pequeño que no apareciese en las pruebas. No lo suficientemente malo como para causar parálisis, problemas de pronunciación o algo semejante. A lo mejor, por un increíble golpe de suerte, en una proporción de uno entre mil millones, este daño cerebral ha tenido un inesperado efecto que puede ser beneficioso. Podría haber dejado sueltas algunas conexiones en el tejido cerebral y hacer de ti un médium.

—Tonterías.

—¿Por qué?

—Yo no soy un médium.

—¿Entonces cómo lo llamarías?

—Y si yo fuera un médium, no diría que eso es beneficioso.

Como había pasado la hora punta del desayuno, en el restaurante no había excesivo trajín. Las mesas más cercanas a ellos estaban vacías, pero aunque podían hablar sobre los acontecimientos de la mañana sin temor a que le escucharan Hatch miraba con aire cohibido a su alrededor.

Inmediatamente después de la reanimación de Hatch, los medios de comunicación acudieron en masa al Hospital General del condado de Orange y en los días siguientes a su alta médica, los reporteros acamparon prácticamente a la puerta misma de su casa. Después de todo, él había pasado muerto más tiempo que nadie de los vivos, lo que le hacía candidato, por un tiempo considerablemente superior, a los quince minutos de fama pronosticados por Andy Warhol para el destino futuro de todas las personas en una Norteamérica obsesionada por la celebridad. Pero no había hecho nada para ganar esa fama. No la quería. Él no había luchado para escapar a la muerte; le habían rescatado Lindsey, Nyebern y el equipo de reanimación. Él era una persona normal, que se contentaba con el silencioso respeto de los mejores tratantes en antigüedades que conocían su tienda y comerciaban algunas veces con él. De hecho, aunque sólo hubiera contado con el respeto de Lindsey, aunque sólo fuera famoso a los ojos de ella y por ser un buen marido, eso ya le bastaba. A fuerza de negarse a hablar con la Prensa acabó convenciéndolos de que le dejaran en paz y se fueran en busca de otra cabra recién nacida con dos cabezas —o su equivalente— que se prestara a llenar el espacio de los períodicos o un minuto de tiempo en las ondas del aire entre anuncios de desodorantes.

Ahora bien, si revelara que había venido de entre los muertos con un extraño poder capaz de hacerle conectar con la mente de un homicida psicópata, el enjambre de periodistas descendería de nuevo sobre él. No podía tolerar ni siquiera pensarlo. Consideraba más fácil soportar la plaga de abejas asesinas o una colmena de representantes de Hare Krishna con cuencos de recaudación y ojos vidriosos de trascendencia espiritual.

—Si no se trata de un poder psíquico, ¿qué es entonces? —insistió Lindsey.

—No lo sé.

—Eso no me sirve.

—Puede que haya sucedido, pero no se repita. Puede que fuera chiripa.

—Tú no crees eso.

—Bueno…, quiero creerlo.

—Tenemos que afrontarlo.

—¿Por qué?

—Tenemos que tratar de entenderlo.

—¿Por qué?

—No digas «por qué» como un niño de cinco años.

—¿Por qué?

—En serio, Hatch. Ha muerto una mujer. Es posible que no sea la primera. Ni la última.

Dejó el tenedor en su plato medio vacío y bebió un trago de zumo de naranja para ayudar a pasar las patatas fritas.

—De acuerdo, está bien, es una visión parapsicológica, sí, como las que aparecen en las películas. Pero es algo más que eso. Más que escalofriante.

Cerró los ojos tratando de encontrar una analogía. Cuando la halló, los abrió y volvió a mirar el restaurante para asegurarse de que no se habían sentado nuevos comensales cerca de ellos. Después miró con pesadumbre su plato y lanzó un suspiro al ver que los huevos se estaban enfriando.

—¿Has oído hablar —preguntó— de los gemelos idénticos que son separados al nacer y criados a miles de kilómetros de distancia por familias adoptivas completamente distintas, y, sin embargo, de mayores llevan vidas similares?

—Claro que lo he oído. ¿Y qué?

—Aun siendo criados aparte, en ambientes totalmente distintos, eligen carreras similares, alcanzan los mismos niveles económicos, se casan con mujeres de aspecto semejante e incluso ponen a sus hijos los mismos nombres. Resulta misterioso. Y aunque no sepan que son mellizos, aunque a cada uno le hayan dicho que era hijo único al ser adoptado, los dos sentirán lo mismo estando separados por muchos kilómetros, aunque no conozcan a quién o qué están sintiendo. Les une un vínculo que nadie puede explicar, ni siquiera los especialistas en genes.

—¿Y qué aplicación puede tener esto en tu caso?

Él dudó un instante y luego cogió el tenedor. Prefería comer en vez de charlar. Comiendo estaba seguro. Pero ella no le dejaría salirse con la suya. Los huevos, su tranquilizante, se le estaban congelando en el plato. Volvió a dejar a un lado el tenedor.

—A veces —siguió Hatch— veo a través de sus ojos cuando estoy durmiendo, y ahora hay momentos incluso en que puedo sentirle ahí también despierto. Sí, es como esas tonterías sobrenaturales de las películas. Pero también siento ese… ese lazo con él que no sé realmente explicar o describirte, aunque te empeñes en pedirme que lo haga.

—¿No estarás diciendo que piensas que es hermano gemelo tuyo o algo parecido?

—No, nada de eso. Él es mucho más joven que yo, tal vez no tenga más de veinte o veintiún años. Y no hay relación sanguínea. Pero es esa clase de vínculo, esa disparatada afinidad mística, como si este individuo y yo compartiéramos algo, tuviéramos en común cierta cualidad fundamental…

—Como por ejemplo…

—No lo sé. Ojalá lo supiera. —Hizo una pausa y decidió ser enteramente veraz—. O tal vez no quiera saberlo.

Después, cuando la camarera hubo recogido sus platos vacíos y les hubo servido un café bien fuerte, Hatch dijo:

—No creas que voy a ir a los polis a ofrecerles mi ayuda, si es eso en lo que estás pensando.

—Existe el deber de…

—Muy bien, pero no se me ocurre nada que pueda ayudarlos.

Ella sopló su café, que quemaba.

—Sabes que iba conduciendo un Pontiac.

—No creo ni que fuera suyo.

—¿De quién, entonces?

—Robado, tal vez.

—¿Es ésa otra de las cosas que sentiste?

—Sí. Pero no sé qué aspecto tiene él, cómo se llama, dónde vive, nada útil.

—¿Qué pasaría si llegara a ti algo de eso? ¿Qué pasaría si vieras algo que pudiera ayudar a los polis?

—Entonces les haría una llamada anónima.

—Ellos tomarán la información más en serio si se la das en persona.

Hatch se sentía violado por la intrusión en su vida de aquel desconocido psicótico y aquella violación le causaba enojo porque temía más a su propia furia que al desconocido, al aspecto sobrenatural de la situación o a la posibilidad de un daño cerebral. También le horrorizaba la necesidad de verse impulsado a descubrir que llevaba encerrado en su interior dispuesto para explotar el fuerte temperamento de su padre.

—Se trata de un caso de homicidio —dijo—. En una investigación por asesinato, la Policía se toma en serio cualquier informe que se le dé, aunque sea anónimo. No voy a dar motivos para que me saquen otra vez en primera plana.

Abandonaron el restaurante, cruzaron la población y se dirigieron a Harrison’s Antiques, donde Lindsey tenía un estudio de arte en la planta de arriba, además del que tenía en casa. Su trabajo artístico se veía revitalizado cuando pintaba con un regular cambio de ambiente.

Desde el coche, el océano se veía sembrado de luminosas lentejuelas entre algunos edificios, a la derecha. Lindsey volvió a hacer hincapié en el punto en el que había insistido durante el desayuno, porque sabía que la única grieta seria en el carácter de Hatch era su tendencia a dejarse llevar fácilmente. El fallecimiento de Jimmy era la única cosa mala que él no había logrado racionalizar, minimizar y arrojar de su mente. E incluso eso había tratado de ahogarlo, antes que enfrentarse a su dolor, motivo por el cual su dolor había tenido ocasión de acrecentarse. Dentro de poco tiempo, él empezaría a quitar importancia a lo que le acababa de ocurrir.

—Todavía tienes que ir a ver a Nyebern —dijo ella.

—Supongo que sí.

—Sin dudarlo.

—Si hay algún daño cerebral que es el causante de los trastornos relacionados con ese psicópata, convéncete de que ha sido un daño benévolo.

—¿Y si es degenerativo y empeora?

—No lo creo —replicó él—. En todo lo demás, yo me siento bien.

—Tú no eres médico.

—De acuerdo —aceptó. Frenó ante el semáforo que había en el cruce para dirigirse a la playa pública situada en el corazón de la ciudad—. Le llamaré, pero esta tarde a última hora tenemos que ver a Gujilio.

—Pero no dejes de presionar a Nyebern para ver si puede recibirte.

El padre de Hatch había sido un tirano de temperamento explosivo y lengua afilada inclinado a someter a su esposa y disciplinar a su hijo mediante dosis regulares de abuso verbal en forma de mofas obscenas, agudos sarcasmos o, simplemente, claras amenazas. Cualquier cosa, o nada en absoluto, le hacía estallar, debido a que, secretamente, gustaba de la irritación y buscaba con afán nuevos motivos para explotar. Se creía un hombre no destinado a ser feliz… y se esforzaba por cumplir este destino haciendo de él y de cuantos le rodeaban unos desgraciados. Quizá temeroso de encerrar también él dentro un temperamento violento, o quizá sólo porque su vida había sido demasiado tumultuosa, Hatch se había esforzado conscientemente siempre por ser tan suave como su padre había sido duro, tan dulcemente tolerante como su padre había sido intolerante, tan magnánimo como su padre implacable y tan resuelto a encajar todos los golpes de la vida como había estado su padre para devolverlos, aun siendo golpes imaginarios. En consecuencia, Hatch era el mejor hombre que Lindsey había conocido; el mejor, en años-luz o en cualquier medida que la bondad fuese calculada: a manojos, a cubos llenos, a bocanadas. A veces, sin embargo, Hatch volvía la espalda a las cosas desagradables con las que debía enfrentarse, antes de arriesgarse a tomar contacto con cualquier emoción negativa que le recordara remotamente la paranoia y el mal genio de su padre.

La luz del semáforo cambió de rojo a verde, pero tres muchachas con bikini cruzaban todavía el paso de peatones, cargadas con bolsas de playa en dirección al mar. Hatch no sólo esperó que cruzaran, sino que observó con sonrisa apreciativa el modo en que adornaban sus trajes.

—Me retracto —dijo Lindsey.

—¿De qué?

—Estaba pensado en el buen muchacho que eres, demasiado bueno, incluso; pero, obviamente, eres un canalla lujurioso.

—Un canalla bueno, no obstante.

—En cuanto lleguemos a la tienda llamaré a Nyebern —dijo Lindsey.

Hatch cruzó con el coche aquella parte del pueblo en dirección a la colina, pasando por el viejo «Hotel Laguna».

—De acuerdo. Pero no pienso decirle que me he convertido repentinamente en un médium. Es un buen hombre, pero le resultará imposible guardar una noticia así y ya veo mi cara en la portada del National Enquirer. Además, yo no soy exactamente un médium. No sé que diablos soy… aparte de un canalla lujurioso.

—¿Entonces, qué vas a decirle?

—Sólo lo suficiente acerca de los sueños para que sepa lo perturbadores y molestos que son, a ver si ordena que me hagan las pruebas necesarias. ¿Te parece bien?

—Creo que así tendrá que ser.

En las negras profundidades sepulcrales de su escondite, enroscado desnudo sobre el sucio y grumoso colchón, y profundamente dormido, Vassago veía sol, arena, el mar y tres muchachas en bikini a través del parabrisas de un coche rojo. Estaba soñando y era consciente de ello, lo que le producía una peculiar sensación. Siguió soñando. También veía a la mujer de pelo y ojos negros con la que había soñado el día anterior, viéndola sentada detrás del volante de aquel mismo coche. La había visto en otros sueños, una vez en una silla de ruedas, cuando ella estaba riendo y llorando al mismo tiempo.

La encontraba más interesante que aquellas monadas con escasas ropas de playa, pues era inusualmente vital. Radiante. A través del hombre desconocido que conducía el coche, Vassago sabía de alguna manera que la mujer había considerado una vez la posibilidad de abrazar la muerte, que había dudado al borde mismo de la activa o la pasiva autodestrucción y que había rechazado una tumba prematura…

… agua, sentía una tumba de agua, fría y sofocante, de la que escapaba por los pelos…

… a partir de entonces había estado más llena de vida, energía y salud que antes. Había engañado a la muerte. Vassago la odiaba por eso, pues en el servicio a la muerte era donde él encontraba el significado de su propia existencia. Trató de alargar la mano y tocarla a través del cuerpo del hombre que iba conduciendo el coche pero no lo consiguió. Sólo era un sueño. Los sueños no podían ser controlados. Si hubiera conseguido tocarla, ella se habría arrepentido de haber vuelto de una muerte relativamente indolora, por ahogo, como hubiera sido la suya.