CAPÍTULO 3

Siguiendo las instrucciones del doctor Jonas Nyebern que obraban en el archivo de la oficina del Proyecto sobre Medicina de Reanimación, el personal de urgencias del Hospital General del Condado de Orange había dispuesto una sala de operaciones para recibir el cuerpo de Hatchford Benjamin Harrison. Se habían movilizado desde el momento en que los socorristas de urgencia habían informado desde las Montañas de San Bernardino, por la frecuencia de radio de la Policía, que la víctima se había ahogado en aguas próximas al punto de congelación, habiendo sufrido en el accidente heridas de escasa importancia, lo cual lo convertía en un caso perfecto para Nyebern. Cuando la ambulancia aérea aterrizaba en el aparcamiento del hospital, los instrumentos y dispositivos habituales de la sala de operaciones habían sido complementados con una máquina de by-pass y otros aparatos requeridos por el equipo de reanimación.

El tratamiento no iba a efectuarse en la sala de urgencias acostumbrada. Aquella sala ofrecía insuficiente espacio para trabajar con Harrison, aparte de la normal afluencia que había de pacientes. Aunque Jonas Nyebern era cirujano cardiovascular y el equipo del proyecto poseía abundantes habilidades quirúrgicas, los procedimientos de reanimación raras veces empleaban la cirugía. Sólo el descubrimiento de alguna lesión interna grave les habría obligado a intervenir quirúrgicamente a Harrison, y el empleo de un quirófano se debía más a conveniencia que a necesidad.

Cuando Jonas entró en la antesala del quirófano después de prepararse en la sala de esterilización, los miembros de su equipo le estaban ya esperando. Como quiera que el destino le había privado de su esposa, hija e hijo, dejándole sin familia, y como su innata timidez le había impedido siempre hacer amistades más allá de los límites de su profesión, los miembros de su equipo no eran solamente sus colegas, sino también las únicas personas del mundo con las que se sentía enteramente a gusto y a quienes quería de verdad.

Helga Dorner se encontraba de pie junto a las consolas con el instrumental que había a la izquierda de Jonas, en la penumbra de la luz que enviaban las lámparas halógenas instaladas sobre la mesa de operaciones. Era una excelente enfermera especializada en aparato circulatorio, de rostro amplio y cuerpo robusto, que recordaba a una de las incontables atletas soviéticas saturadas de esteroides, pero sus ojos y manos eran más suaves que los de la Madonna de Rafael. Los pacientes primero la temían, pronto la respetaban y acababan adorándola. Con la solemnidad que caracterizaba a momentos como aquél Helga no sonrió, sino que dirigió a Jonas un signo levantando los pulgares.

Junto a la máquina de by-pass estaba de pie Gina Delilo, de treinta años, enfermera titulada y especializada en cirugía, la cual prefería, por las razones que fuesen, ocultar su extraordinaria competencia y sentido de la responsabilidad tras una impertinente y corta cola de caballo que le confería la apariencia de haberse escapado de alguno de aquellos viejos «Gidgets» o películas de fiestas playeras que habían sido populares decenios antes. Gina, lo mismo que todos, llevaba una ropa de color verde hospital y un gorro de algodón, sujeto con cintas, que ocultaba su cabello rubio, pero sus calcetines rosa brillante sobresalían por encima de las botas de paño con reborde elástico que cubrían sus zapatos.

Flanqueando la mesa de operaciones estaban los doctores Ken Nakamura y Dovell, dos médicos del hospital con una destacada práctica privada local. Ken era una rara amenaza doble, al poseer avanzados conocimientos de medicina interna y neurología. La cotidiana experiencia que vivían sobre la fragilidad de la fisiología humana impulsaba a algunos doctores a beber y obligaba a otros a endurecer sus corazones hasta aislarse emocionalmente de sus pacientes; la más saludable defensa de Ken consistía en un sentido del humor a veces retorcido, pero siempre psicológicamente terapéutico. Kari, una especialista de primera clase en medicina pediátrica, era diez centímetros más alta que Ken, que medía metro sesenta y siete; delgada como una caña, mientras que él era ligeramente mofletudo, pero de risa tan rápida como la del internista. A veces, no obstante, la profunda tristeza de sus ojos preocupaba a Jonas y le impulsaba a creer que en lo más hondo de ella yacía un quiste de soledad y que la amistad no podría nunca proporcionar un escalpelo para extirparlo, por largo y afilado que estuviese.

Jonas miró sucesivamente a cada uno de sus cuatro colegas, pero ninguno de ellos habló. La habitación, exenta de ventanas, guardaba un extraño silencio. La mayor parte del equipo tenía un aire curiosamente pasivo, como carente de interés por lo que estaba a punto de ocurrir. Pero sus ojos les traicionaban, pues eran los ojos de unos astronautas situados en la escotilla de salida de un transbordador orbital, preparados para darse un paseo por el espacio. Radiantes de excitación, de asombro, de sensación de aventura… y de un poco de miedo.

Otros hospitales disponían de personal de urgencia, suficientemente especializado también en medicina de reanimación como para dar a un paciente una buena oportunidad de recobrar la vida. Pero el hospital del Condado de Orange era uno de los tres centros de todo el sur de California que podía presumir de tener un proyecto vanguardista, financiado aparte, dirigido a potenciar los procedimientos de reanimación. Harrison hacía el paciente número cuarenta y cinco del proyecto desde los quince años de su fundación, pero las características de su muerte le convertían en el más interesante de todos. Inmersión, seguida de hipotermia rápidamente acaecida. La inmersión implicaba un daño físico relativamente pequeño y el factor frío frenaba de manera considerable el proceso del deterioro celular post-mortem.

El equipo de Jonas había tratado con harta frecuencia a víctimas de ataques fulminantes de apoplejía, paros cardíacos, asfixia debida a obstrucción traqueal o sobredosis de drogas. Tales pacientes habían sufrido al menos algún daño cerebral irreversible previo o durante el momento de la muerte, antes de ponerse bajo los cuidados del Proyecto de Reanimación, comprometiendo así sus posibilidades de volver a la vida en perfecto estado. Y de aquellos que habían muerto por violento traumatismo de una clase u otra, algunos quedaron muy severamente heridos para que pudieran salvarse incluso después de ser resucitados. Otros habían sido resucitados y estabilizados, sólo para sucumbir a las secundarias infecciones que rápidamente degenerarían en choque tóxico. Tres habían estado muertos hasta el extremo de que, una vez resucitados, las lesiones cerebrales eran demasiado graves para permitirles recuperar la conciencia o, en el caso de que la recuperasen, demasiado extensas para permitirles llevar una vida digna de llamarse normal. Con repentina angustia y una sensación de culpa, Jonas recordó aquellos fracasos, aquella vida incompleta restaurada, aquellos pacientes en cuyos ojos había visto la torturada conciencia de sus patéticos estados…

—Esta vez será diferente. —La voz de Kari Dovell era suave, sólo un susurro, pero hizo añicos el ensimismamiento de Jonas.

Éste asintió. Sentía un considerable afecto por aquellas personas. Más por ellas que por él mismo, deseaba que su equipo obtuviera un éxito resonante.

—Adelante —dijo.

Apenas había terminado de pronunciar estas palabras, cuando las dos hojas de la puerta de la sala de operaciones se abrieron de golpe y dos enfermeros de quirófano irrumpieron portando al hombre muerto sobre una camilla con ruedas. Con rapidez y diligencia, trasladaron el cuerpo sobre la mesa de operaciones, ligeramente inclinada, manejándolo con más cuidado y respeto del que podían haber empleado con un cadáver en otras circunstancias. A continuación, se fueron de allí.

El equipo se puso manos a la obra incluso antes de que los enfermeros abandonaran la habitación. Con celeridad y economía de movimientos, cortaron al muerto las ropas que le quedaban, dejándolo desnudo boca arriba, y le aplicaron los cables de un electrocardiograma, un electroencefalograma y un termómetro de parche cutáneo con lectura digital.

Los segundos eran de oro. Los minutos no tenían precio. Cuanto más tiempo continuara muerto el hombre, menos posibilidades tenían de resucitarle con algún grado de éxito. Kari Dovell ajustó los mandos del EEG y afinó el contraste. Para favorecer la grabación que estaban haciendo de la totalidad del procedimiento, empezó a repetir todo lo que ellos podían ver:

—Línea plana. Sin latido cardíaco.

—Sin alfa, sin beta —añadió Ken Nakamura, confirmando la ausencia de cualquier actividad eléctrica en el cerebro del paciente.

Después de enrollar el manguito del esfigmomanómetro en torno al brazo derecho del paciente, Helga informó de la lectura que ellos esperaban:

—Presión sanguínea inapreciable.

Gina estaba al lado de Jonas, supervisando la lectura del termómetro.

—Temperatura corporal, 7,8 grados centígrados.

—¡Demasiado baja! —exclamó Kari, abriendo con sorpresa y desmesuradamente sus ojos verdes cuando los bajó para mirar al cadáver—. Y su temperatura debe de haber subido por lo menos cinco grados y medio desde que lo sacaron del río. Aquí mantenemos un ambiente frío, pero no tanto.

El termostato fue entonces ajustado a 17,8 grados para equilibrar el confort del equipo de reanimación frente a la necesidad de impedir que la víctima se calentara con demasiada rapidez. Kari levantó los ojos del hombre muerto y miró a Jonas.

—El frío es bueno —dijo—, de acuerdo, y le queremos frío, pero no a una temperatura terriblemente baja. ¿Y si se le congelan los tejidos y sufre un daño masivo de las células cerebrales?

Jonas examinó los dedos de los pies y los de las manos del paciente, y se quedó casi desconcertado al escuchar su propia voz:

—No hay indicación de vesículas…

—Eso no prueba nada —rebatió Kari.

Jonas sabía que lo que ella decía era cierto. Todos lo sabían. No había habido tiempo de que se formaran vesículas en los tejidos muertos por congelación de las yemas de los dedos, antes de que el hombre hubiera realmente fallecido. Pero, maldita sea, Jonas no quería darse por vencido incluso antes de comenzar.

—Sin embargo —dijo—, no hay signos de necrosis en los tejidos…

—Porque todo el paciente está necrótico —agregó Kari, que no quería ceder. Kari, a veces, parecía tan desgarbada como un pájaro zanquivano que, aun siendo un maestro en el aire, en la tierra se hallaba fuera de su elemento. Pero otras veces, como ahora, se aprovechaba de su estatura, proyectando una sombra intimidante y bajando la vista hacia el adversario con una mirada que parecía decir «amigo, es mejor que me escuches porque podría sacarte los ojos a picotazos». Jonas era cinco centímetros más alto que Kari, de manera que, de hecho, ésta no podía bajar la vista para mirarle. Pero pocas mujeres eran capaces de mirarle a los ojos de igual a igual y el efecto era el mismo que si él hubiera medido uno sesenta de estatura.

Jonas miró a Ken en busca de apoyo, pero el neurólogo no podía ofrecérselo.

—Realmente, la temperatura del cuerpo puede haber descendido por debajo del punto de congelación después de la muerte y luego elevarse durante el viaje hasta aquí. Pero eso no podríamos conocerlo. Usted lo sabe, Jonas. Lo único que podemos afirmar es que este hombre está más muerto que Elvis lo ha estado nunca.

—Si ahora está a siete grados con ocho décimas… —dijo Kari.

Todas las células del cuerpo humano están compuestas principalmente de agua. El porcentaje de agua varía de las células de la sangre a las de los huesos y de las células de la piel a las del hígado, pero siempre hay en ellas más agua que ninguna otra cosa. Y el agua, cuando se congela, se expande. Si metemos una botella de soda en el congelador para que se enfríe pronto y la dejamos demasido tiempo sólo encontraremos los fragmentos puntiagudos de vidrio causados por la explosión de su contenido. El agua congelada hace reventar las paredes de las células del cerebro —y de todas las células del cuerpo— de una forma similar.

Nadie del equipo deseaba rescatar a Harrison de la muerte si tuvieran seguridad de que iban a devolver la vida a una cosa dramáticamente inferior a una persona completa. Ningún buen médico, aparte de su pasión por curar enfermos, quería luchar y derrotar a la muerte sólo para conseguir a un paciente vivo con un masivo daño cerebral, o sólo sostenido «vivo» en coma profundo por la ayuda de las máquinas.

Jonas sabía que su mayor debilidad como médico radicaba en un odio extremo hacia la muerte. Era un odio que le acompañaba en toda ocasión. En momentos como aquel, su enojo podía convertirse en una furia silenciosa que llegaba a afectar a su juicio. La muerte de cada uno de sus pacientes le resultaba como una afrenta personal. Tendía a equivocarse a causa de su optimismo, al efectuar una resurrección que podía tener unas consecuencias más trágicas si triunfaba que si fracasaba. Los otros cuatro miembros del equipo entendían su debilidad y le miraban con expectación.

Si la sala de operaciones había estado hasta ahora más callada que una tumba, a partir de este momento parecía tan silenciosa como el espacio vacío de cualquier solitario lugar entre las estrellas, donde Dios, si es que Él existía, dictaminaba sobre las desamparadas criaturas de Su creación.

Jonas era muy consciente de los preciosos segundos que estaban transcurriendo. El paciente llevaba sobre la mesa de operaciones menos de dos minutos, pero dos minutos podían ser decisivos.

Sobre la mesa, Harrison estaba tan muerto como lo habían estado antes muchos hombres. Su piel mostraba un enfermizo color grisáceo y los labios —además de ligeramente separados en una eterna exhalación—, así como las uñas de los pies y las manos, tenían un color azul cianótico. Su carne estaba totalmente desprovista de la tensión de la vida.

Sin embargo, aparte de un corte superficial de cinco centímetros de longitud en el lado derecho de la cabeza, una erosión en la mandíbula izquierda y excoriaciones en las palmas de las manos, aparentemente no tenía más lesiones. Para ser un hombre de treinta y ocho años había estado en excelentes condiciones físicas, con sólo un sobrepeso de unos tres kilos y medio encima, los huesos rectos y una musculatura bien definida. Prescindiendo de lo que pudiera haberle ocurrido a sus células cerebrales, parecía el candidato perfecto para la resurrección.

Diez años atrás, cualquier médico en la situación de Jonas se hubiera guiado por el «Límite de los Cinco Minutos», que era el tiempo máximo que se consideraba que resistía el cerebro humano sin recibir el oxígeno transportado por la sangre sin sufrir merma de las facultades mentales. Durante la década pasada, sin embargo, como quiera que la medicina de resucitación se había convertido en un excitante campo nuevo, el «Límite de los Cinco Minutos» había sido rebasado con tanta frecuencia que, con el tiempo, había sido descartado. Merced a las nuevas drogas que actuaban como captadores de radicales libres, a las máquinas capaces de enfriar y calentar la sangre, a las dosis masivas de adrenalina y a otros medios, los médicos habían podido superar con creces el «Límite de los Cinco Minutos» y sacar a los pacientes de más profundas regiones de la muerte. Y la hipotermia —extremo enfriamiento del cerebro, que bloqueaba los rápidos y sinuosos cambios químicos en las células, seguido de la muerte— podría prolongar la longitud del tiempo de muerte de un paciente muerto y, sin embargo, hacerle ser resucitado con éxito. Veinte minutos era lo común. Treinta resultaba desesperado. Los casos de triunfal resucitación a los cuarenta y cincuenta minutos constituían un récord. En 1988, una niña de dos años había sido sacada de un río helado en Utah, y devuelta a la vida, sin ningún daño cerebral aparente, después de llevar muerta por lo menos sesenta y seis minutos; y el año pasado mismo, una joven de veinte años, había sido resucitada en Pensilvania, con todas sus facultades intactas, setenta minutos después de su muerte.

Los otros cuatro miembros del equipo estaban todavía mirando fijamente a Jonas.

La muerte, se dijo a sí mismo, no es más que otro estado patológico y la mayoría de los estados patológicos podían hacerse reversibles con un tratamiento. La muerte era una cosa. Pero el frío y la muerte era otra.

—¿Cuánto tiempo lleva muerto? —preguntó a Gina.

Parte del trabajo de Gina consistía en servir de enlace por radio con los socorristas del lugar y grabar los datos vitales para que el equipo de reanimación los utilizara en un momento decisivo como aquel. Miró su reloj —un Rolex con una estrafalaria correa de color rosa que contrastaba con sus calcetines— y ni siquiera se paró a calcular.

—Sesenta minutos, pero ellos sólo calculaban el tiempo que llevaba muerto en el agua antes de encontrarle. Podría ser más.

—O menos —dijo Jonas.

Mientras Jonas tomaba una decisión, Helga rodeó la mesa que había al lado de Gina y las dos se pusieron a examinar los tejidos del brazo izquierdo del cadáver, buscando la vena más importante, por si Jonas se decidía a resucitarle. La localización de los vasos sanguíneos en la carne fláccida de un cadáver no siempre resultaba fácil, habida cuenta de que la aplicación de un torniquete de goma no incrementaría la presión sistemática.

—Está bien, voy a resucitarle —decidió Jonas.

Miró en torno suyo a Ken, Kari, Helga y Gina, dándoles una última oportunidad de desafiarle, y luego consultó su propio reloj de pulsera Timex.

—Son las nueve y doce minutos de la noche del lunes, cuatro de marzo —dijo—. El paciente Hatchford Benjamin Harrison está muerto… pero recuperable.

Para crédito de su equipo, ninguno de sus miembros vacilaría por las dudas que pudiera abrigar, una vez que la llamada de la resurrección había sido hecha. Tenían el derecho —y el deber— de aconsejar a Jonas mientras éste estaba tomando su decisión, pero en cuanto la hubo tomado todos aplicaron al trabajo sus conocimientos, habilidades y destreza para garantizar que la parte «recuperable» de su llamada a la resurrección fuera correcta.

«Dios mío —pensó Jonas—, espero haber tomado la decisión adecuada».

Gina ya había introducido una aguja de exanguinación en la vena que ella y Helga habían localizado. Juntas echaron a andar y ajustaron la máquina by-pass, que iría extrayendo la sangre del cuerpo del paciente y calentándola gradualmente hasta llegar a los 37,8 grados centígrados. Una vez calentada, la sangre sería bombeada de nuevo al interior del cuerpo del paciente, todavía azul, por medio de otro tubo que alimentaba una aguja introducida en una vena del muslo.

Una vez iniciado el proceso, restaba por hacer un trabajo más apremiante que el tiempo. Los signos vitales, ahora inexistentes, debían ser controlados por los primeros indicios de respuesta a la terapia. Debía revisarse el tratamiento aplicado por los socorristas para determinar si se había empleado una dosis de adrenalina —una hormona estimulante del corazón— demasiado grande como para descartar en este momento la aplicación de más dosis de esta hormona a Harrison. Mientras tanto, Jonas tiró de un carrito de ruedas con medicamentos preparado por Helga antes de que trajeran al paciente y empezó a calcular la variedad y cantidad de ingredientes para un cóctel químico de captadores de radicales libres destinado a retardar el daño de los tejidos.

—Sesenta y un minutos —informó Gina, poniéndoles al corriente del tiempo que se calculaba llevaba muerto el paciente—. ¡Caray! Eso es mucho tiempo hablando con los ángeles. Señores y señoras, resucitar a éste no va a ser como asar una salchicha de Frankfurt.

—Ocho grados, nueve décimas —informó solemnemente Helga, notando que la temperatura corporal del cadáver se iba elevando de manera paulatina hacia la temperatura ambiente de la habitación.

La muerte no es más que un estado patológico ordinario, se recordó a sí mismo Jonas. Los estados patológicos pueden usualmente ser revertidos.

Con sus manos estrafalariamente delgadas y sus largos dedos. Helga dobló una toalla de quirófano de algodón sobre los genitales del paciente. Jonas admitió que no era únicamente una concesión al pudor, sino un acto de benevolencia que expresaba una nueva e importante actitud hacia Harrison. Un hombre vivo inspiraba sentimientos de pudor. Un hombre muerto no necesitaba benevolencia. La consideración de Helga era una manera de manifestar que confiaba en que aquel hombre fuera de nuevo un ser viviente, en que volvería a formar parte de la comunidad humana y, por ello, debía ser tratado con ternura y compasión, y no tan sólo como un interesante y retador objeto susceptible de reanimación.

Los hierbajos y los pastos le llegaban a las rodillas exuberantes tras un invierno inusualmente lluvioso. Por el prado susurraba una brisa suave. En ocasiones, los murciélagos y los pájaros nocturnos pasaban sobre su cabeza o se precipitaban muy bajo a un lado, aproximándose cautelosamente como si reconocieran en él a un congénere depredador, pero alejándose tan pronto notaban la terrible diferencia que había entre él y ellos.

Él se quedaba de pie, desafiante, con la vista fija en las estrellas que brillaban entre los claros de las espesas y crecientes nubes que avanzaban hacia el Este por un cielo de finales de invierno. Él creía que el universo era el reino de la muerte, donde la vida era tan rara como imprevisible; un lugar lleno de incontables planetas estériles, un testamento no para los poderes creadores de Dios, sino para la esterilidad de Su imaginación y para el triunfo de las fuerzas de las tinieblas aliadas contra él. De las dos realidades que coexistían en este universo —la vida y la muerte—, la vida era la más pequeña y menos importante. Cualquier ciudadano del mundo de los vivos tenía la existencia limitada por los años, los meses, los días y las horas. Pero un ciudadano del reino de la muerte era inmortal. Él vivía en la tierra de nadie.

Odiaba el mundo de los vivos, donde había nacido. Odiaba las pretensiones y las maneras y la moral, y la virtud que abrazaban los vivos. Le divertían y disgustaban a la vez la hipocresía de la interacción humana, en donde el desinterés era públicamente defendido y el egoísmo, privadamente codiciado. A sus ojos, cada acto de benevolencia parecía estar ejecutado pensando sólo en la recompensa que podría obtenerse mañana del receptor.

Su más grande desprecio —y a veces su furia— lo tenía reservado para aquellos que hablaban de amor y alardeaban de sentirlo. Él sabía que el amor era como todas las otras magnánimas virtudes aireadas por la familia, por los profesores y, también, por los sacerdotes. No existían. Era un engaño, un modo de controlar a los demás, un timo.

Por el contrario, él quería la oscuridad y la extraña antivida del mundo de los muertos al que él pertenecía pero al que todavía no podía retornar. Su verdadero sitio estaba entre los malditos. Se sentía a gusto entre quienes despreciaban el amor, quienes sabían que la persecución del placer era el único propósito de la existencia. Lo primero era uno mismo. No existían cosas tales como el «mal» y el «pecado».

Cuanto más miraba fijamente las estrellas por entre las nubes, más brillantes parecían, hasta que cada puntito luminoso del vacío pareció aguijonear sus ojos. Unas lágrimas de malestar emborronaron su vista y bajó los ojos a la tierra y a sus pies. Incluso de noche, el mundo de los vivos era demasiado luminoso para su gusto. Él no necesitaba luz para ver. Su visión estaba adaptada a la total oscuridad de la muerte a las catacumbas del Infierno. La luz no sólo resultaba superflua para unos ojos como los suyos; era un fastidio y, a veces una abominación.

Ignorando los cielos, abandonó el campo y regresó al pavimento cuarteado. Sus pisadas resonaron huecas en aquel lugar que una vez había estado lleno de voces y risas de las multitudes. Si hubiera querido se habría movido con el mismo sigilo que un gato cazando al acecho.

Se apartaron las nubes y la lámpara lunar enfocó sus rayos hacia abajo, haciéndole muecas. Por todas partes, las decadentes estructuras de su escondite proyectaban feas e irregulares sombras a la luz de la luna, que habrían parecido tristes a cualquier otro pero que para él rielaban sobre el pavimento como pinturas luminosas.

Sacó unas gafas negras de un bolsillo interior de su chaqueta de cuero y se las puso. Así estaba mejor.

Permaneció vacilando un momento, inseguro sobre lo que quería hacer con el resto de la noche. En realidad, tenía dos opciones: pasar las horas que faltaban para el alba con los vivos o con los muertos. Esta vez la elección fue todavía más fácil que de costumbre, pues, en su actual estado de ánimo prefería, con mucho el mundo de los muertos.

Abandonó aquella sombra lunar que se asemejaba a una gigantesca rueda, rota y sesgada, y encaminó sus pasos hacia la carcomida estructura donde escondía a sus víctimas. Su colección.

—Sesenta y cuatro minutos —informó Gina, consultando su Rolex con correa de color rosa—, éste podría resultar difícil.

Jonas no podía creer lo rápido que pasaba el tiempo, semejante a una exhalación, a buen seguro más rápido que de costumbre, como si hubiera habido una monstruosa aceleración continua. Pero siempre ocurría lo mismo en situaciones como ésta, cuando la diferencia entre la vida y la muerte era medida por minutos y segundos.

Se fijó en la sangre, más azul que roja, que circulaba por el tubo transparente de exanguinación para entrar en la ronroneante máquina de by-pass. Por término medio, el cuerpo humano contiene cinco litros de sangre. Antes de que el equipo de reanimación terminara con Harrison, sus cinco litros habrían sido repetidamente reciclados, calentados y filtrados.

Ken Nakamura estaba ante la pantalla luminosa, estudiando las radiografías de la cabeza y el tórax, así como los sonogramas del cuerpo que habían sido tomados en la ambulancia aérea durante el viaje, hecho a ciento cuarenta kilómetros por hora, desde la base de San Bernardino hasta el hospital de Newport Beach. Kari, inclinada sobre la cabeza del paciente, examinaba sus ojos con un oftalmoscopio, en busca de signos de presión craneal peligrosa causada por alguna acumulación de fluido en el cerebro.

Jonas, con la ayuda de Helga, había llenado varias jeringas con dosis de varios neutralizantes de radical libre. Las vitaminas E y C eran eficaces depuradores y poseían la ventaja de ser sustancias naturales, pero también intentaba administrar un lazeroide —mesilato de tirilaza— y fenil-terciario-butil-nitrón.

Los radicales libres eran moléculas de rápido movimiento e inestables que rebotaban por el cuerpo desencadenando reacciones químicas y dañando a la mayoría de las células con las que entraban en contacto. La teoría actual sostenía que eran los principales causantes del envejecimiento humano, lo cual explicaba que los depuradores naturales como la vitamina E y C vigorizasen el sistema inmunológico y proporcionaran a sus consumidores, a largo plazo, un aspecto más juvenil y mayor energía. Los captadores libres eran un subproducto de los procesos metabólicos ordinarios y estaban siempre presentes en el sistema. Pero cuando se privaba al organismo de sangre oxigenada durante un largo período, incluso protegido por la hipotermia, grandes depósitos de radicales libres eran creados en exceso de cualquier cosa con la que tuviera que enfrentarse normalmente el cuerpo. Cuando el corazón empezaba a funcionar otra vez, la renovada circulación arrastraba aquellas partículas destructoras a través del cerebro, en donde su impacto era devastador. Las vitaminas y los captadores químicos se enfrentarían a los radicales libres sin darles tiempo a causar daños irreversibles. Al menos eso se esperaba.

Jonas insertó las tres jeringas en las diferentes puertas que alimentaban la línea intravenosa en el muslo del paciente, pero todavía no inyectó su contenido.

—Sesenta y cinco minutos —dijo Gina.

Jonas pensó que ya era mucho tiempo de muerte. Estaba rayando el récord de tiempo de las resucitaciones con éxito.

A pesar del frío reinante, Jonas sentía que le brotaba el sudor en la piel de la cabeza, bajo su menguante cabello. Siempre se comprometía emocionalmente demasiado. Algunos colegas suyos desaprobaban esta excesiva empatía por creer que el distanciamiento profesional entre el médico y sus pacientes aseguraba una juiciosa perspectiva. Pero ningún paciente era sólo un paciente. Cada uno de ellos era amado y necesitado por alguien. Jonas era plenamente consciente de que, si fracasaba con un paciente, estaba fracasando con más de una persona, llevando el dolor y el sufrimiento a una extensa red de familiares y amigos. Incluso cuando trataba a alguien como Harrison, de quien no sabía prácticamente nada, Jonas empezaba a imaginarse las vidas que estaban unidas a la de aquel paciente, y se sentía tan responsable de ellas como si le hubiera conocido íntimamente.

—Este hombre parece estar limpio —dijo Ken, volviéndose desde las radiografías y los sonogramas—. No hay huesos rotos. Ni lesiones internas.

—Pero esos sonogramas fueron tomados después de muerto —apuntó Jonas—; de ahí que no muestren órganos funcionando.

—De acuerdo. Le haremos más radiografías cuando esté reanimado para asegurarnos de que no tiene nada roto. Hasta ahora parece estar bien.

Kari se incorporó, dejando de examinar los ojos del paciente.

—Podría haber conmoción cerebral —dijo—. Por lo que he visto, es difícil saberlo.

—Sesenta y seis minutos.

—Los segundos cuentan ahora. Estad todos preparados —dijo Jonas, aunque sabía que lo estaban.

El aire frío no podía llegarle a la cabeza debido a su gorro de cirujano, pero notaba un sudor helado en el pericráneo y sentía escalofríos por todo el cuerpo.

La sangre, calentada a 37,8 grados centígrados, empezó a moverse por el tubo de plástico transparente de la línea intravenosa y a introducirse en el cuerpo por una vena del muslo, surgiendo rítmicamente gracias a las pulsaciones artificiales de la máquina de by-pass.

Jonas hundió hasta la mitad los émbolos de las tres jeringas e introdujo en la primera sangre que pasaba por la línea fuertes dosis de captadores de radicales libres. Esperó menos de medio minuto y los hundió por completo.

Helga, siguiendo instrucciones de Jonas, tenía ya preparadas otras tres jeringas. Jonas extrajo las vacías de las vías intravenosas e introdujo las jeringas llenas, sin inyectar nada de su contenido.

Ken había colocado junto al paciente la máquina portátil de desfibrilación. Si después de reanimar a Harrison, su corazón empezaba a latir errática o caóticamente —fibrilación—, se le podría reducir a un ritmo normal aplicándole un electrochoque. Ésta era, sin embargo, una estrategia de último recurso, pues la desfibrilación violenta podía tener a su vez efectos adversos en un paciente que, habiendo sido recientemente reanimado, se encontraría en un estado excepcionalmente delicado.

—La temperatura de su cuerpo asciende sólo a 13,3 grados —dijo Kari tras consultar el termómetro digital.

—Sesenta y siete minutos —informó Gina.

—Demasiado lento —añadió Jonas.

—¿Calor externo?

Jonas dudó un momento.

—Vamos a por él —aconsejó Ken.

—Trece grados con nueve décimas —dijo Kari.

—A este paso —apuntó Helga con preocupación— transcurrirán ochenta minutos antes de que su corazón se caliente lo bastante para empezar a latir.

Antes de entrar al paciente en la habitación se habían colocado, bajo las sábanas de la mesa de operaciones, unas almohadillas de calentamiento que ocupaban todo lo largo de su columna vertebral.

—De acuerdo —accedió Jonas.

Kari conectó las almohadillas de calentamiento.

—Pero despacio —advirtió Jonas.

Kari ajustó los controles de temperatura. Necesitaban calentar el cuerpo, pero un calentamiento demasiado rápido podía ocasionar problemas. Cada resucitación era como andar por una cuerda tensa. Jonas atendió a las jeringas de las vías intravenosas administrando dosis adicionales de vitaminas E y C, mesilato de tirilaza y fenil ter-butil nitrona.

El paciente estaba inmóvil y pálido. Recordaba a Jonas el cuadro vivo, de tamaño natural, que había visto en cierta catedral antigua: el cuerpo yacente de Cristo, esculpido en mármol blanco, representado en el sepulcro por el artista, igual que habría estado reposando antes de la más famosa resurrección de todos los tiempos.

Como Kari Dovell le había levantado los párpados para el examen oftalmoscópico, sus ojos seguían abiertos mirando ciegamente hacia el techo y Gina les estaba aplicando lágrimas artificiales con un cuentagotas para evitar que el cristalino se secara. Mientras tanto tarareaba Little Surfer Girl. Era una fan de los Beach Boys. En los ojos del cadáver no había indicios de conmoción ni de temor, como podía esperarse, sino que, por el contrario, tenían una expresión casi pacífica, casi tocada por el asombro. Harrison ofrecía la impresión de haber visto algo en el momento de la muerte que elevaba su espíritu. Cuando terminó de ponerle las gotas, Gina consultó su reloj.

—Sesenta y ocho minutos.

Jonas sintió una loca necesidad de decirle que se callara, como si el tiempo fuera a detenerse cuando ella dejara de señalarlo minuto a minuto. La sangre entraba y salía bombeada al impulso de la máquina de by-pass.

—Dieciséis grados con siete décimas —habló Helga, tan severamente como si estuviera increpando al muerto por la lentitud de su recalentamiento.

Líneas planas en el ECG. Líneas planas en el EEG.

—Vamos —le apremió Jonas—. Vamos, vamos.

Entró en el museo de la muerte, no por una de sus puertas de arriba, sino a través de la laguna sin agua. Tres góndolas seguían yaciendo sobre el hormigón cuarteado de aquella depresión poco profunda. Eran modelos para diez pasajeros que, largo tiempo atrás, habían sido retiradas de su cadena de arrastre por la que transportaron una vez a sus felices ocupantes. Incluso por la noche, con las gafas de sol puestas, podía ver que no tenían las proas de cuello de cisne de las góndolas venecianas; pero portaban unas impúdicas gárgolas en forma de cabeza humana labradas a mano sobre la madera, llamativamente pintadas, que tal vez asustaran en otros tiempo, pero no ahora que estaban hendidas, deslustradas por los agentes atmosféricos y descascarilladas. Las puertas de la laguna, que en días mejores se abrieron y cerraron suavemente al aproximarse cada góndola, ya no estaban automatizadas. Una de ella estaba abierta y atascada; la otra aparecía cerrada, pero sólo la sujetaban dos de sus cuatro corroídas bisagras. Entró por la hoja que estaba abierta hasta un pasadizo mucho más oscuro que la noche que dejaba tras él.

Se quitó las gafas de sol. No las necesitaba en las tinieblas. Tampoco precisaba de ninguna linterna. Él podía ver dónde un hombre ordinario parecería ciego.

El canal de cemento por el que se habían movido en otro tiempo las góndolas tenía noventa centímetros de hondo y dos metros y medio de ancho. En el suelo había otro canal mucho más estrecho donde se alojaba la herrumbrosa cadena transportadora, consistente en una serie de ganchos romos de quince centímetros de altura que habían tirado de las barcas hacia delante, ajustándose a unas presillas de acero acopladas en el fondo de sus cascos. Cuando las barcas estaban en movimiento, aquellos ganchos quedaban ocultos bajo el agua, contribuyendo a crear la ilusión de que las góndolas navegaban por sí solas. Ahora, abandonados a su suerte en el tétrico reino que había delante, eran como una fila de vértebras de un inmenso reptil prehistórico al descubierto. El mundo de los vivos, pensó, está siempre lleno de decepciones. Debajo de las aguas plácidas, unos feos mecanismos cumplen laboriosamente sus obligaciones secretas.

Se fue adentrando en las profundidades del edificio. El gradual declive del canal era al principio apenas perceptible, pero él lo conocía muy bien porque había hecho ese recorrido muchas veces. Por encima de su cabeza, a ambos lados del canal, había sendos pasadizos de cemento de un metro de anchura. Más allá estaban las paredes del túnel, que habían sido pintadas de negro y servían como telón de fondo opaco para las chapuceras actuaciones representadas delante de los pasajeros.

Los pasadizos se ensanchaban de vez en cuando formando nichos y, en algunos sitios, hasta habitaciones completas. Cuando el viaje acuático estaba en funcionamiento, los nichos mostraban cuadros vivos destinados a divertir, horrorizar o ambas cosas: fantasmas y duendes, demonios y monstruos, locos esgrimiendo hachas ante los postrados cuerpos de sus víctimas decapitadas. En uno de los espacios del tamaño de una habitación se había simulado un camposanto lleno de zombies al acecho; en otra habitación, un platillo volante había vomitado de sus entresijos extraños seres sedientos de sangre, con profusión de dientes de escualo en sus descomunales cabezas. Los robóticos seres, en sus buenos tiempos, se movían, hacían ademanes, se ponían de manos y amenazaban a los viajeros, empleando voces grabadas, repitiendo eternamente los mismos dramas programados, con las mismas palabras amenazadoras y los mismos gruñidos.

No, no eternamente. Ahora habían desaparecido, se los habían llevado de allí los recuperadores oficiales, los agentes de los acreedores o los chatarreros.

Nada era eterno. Excepto la muerte.

A unos treinta metros de las puertas de entrada, encontró el final del primer tramo de la cadena transportadora. El suelo del túnel, que había discurrido imperceptiblemente en declive, iniciaba ahora un brusco descenso, por una pendiente de unos treinta y cinco grados, y se sumía en una total oscuridad. Al llegar a este punto las góndolas se desprendían de sus ganchos romos del suelo del canal y, con un balanceo que revolvía los estómagos, descendían navegando cuarenta y cinco metros hasta entrar en picado en la laguna que había abajo con un colosal chapuzón que calaba a los pasajeros de delante, para gran deleite de los afortunados —o listos— que ocupaban los asientos de atrás.

Como él no era un hombre ordinario y poseía ciertos poderes especiales, le era posible ver una parte del declive aun estando en un ambiente de completa oscuridad, si bien su percepción no llegaba hasta el mismo fondo. Su visión nocturna de gato era limitada. En un radio de cuatro o cinco metros podía ver tan claramente como a la luz del día, pero a partir de esa distancia los objetos se volvían borrosos, persistentemente, difuminados y sombríos, hasta que las tinieblas se tragaban todo a una distancia, tal vez, de doce o quince metros.

Inclinándose hacia atrás para mantener el equilibrio en aquel pronunciado descenso, se encaminó al interior de las entrañas de la abandonada Casa de las Sorpresas. No tenía miedo de lo que pudiera esperarle abajo. Ya nada podía atemorizarle. Después de todo, él estaba más muerto y era más salvaje que nada de este mundo capaz de amenazarle.

Cuando había recorrido la mitad de la distancia que le separaba de la cámara más profunda, detectó el hedor de los muertos. Ascendía hasta él a través de unas frías corrientes de aire seco. Aquel hedor le excitaba. Ningún perfume, por exquisito que fuese, por digno que fuese de ser aplicado a la tierna garganta de una bella mujer, podía estremecerle tan profundamente como la singular y dulce fragancia de la carne corrompida.

Bajo las lámparas halógenas, las superficies de acero inoxidable esmaltadas de blanco del quirófano resultaban un poco molestas a los ojos, como las configuraciones geométricas de un paisaje ártico bañadas por la reverberación de un sol invernal. La habitación parecía haberse vuelto más fría, como si el calor que absorbía el hombre muerto estuviera expulsando el frío de él y, por consiguiente, bajase la temperatura del aire. Jonas Nyebern tiritaba. Helga verificó el termómetro digital que tenía acoplado Harrison.

—La temperatura corporal sube a 21,1 grados.

—Setenta y dos minutos —señaló Gina.

—Ya somos candidatos a la fama —dijo Ken—. La Historia médica, el Libro Guinness de los récords mundiales, apariciones en la televisión, libros, películas, camisetas con nuestras caras, sombreros de novedad, adornos de plástico en los jardines con nuestras imágenes…

—Algunos perros han sido resucitados después de noventa minutos —le recordó Kari.

—Sí —replicó Ken—, pero eran perros. Además, eran tan estúpidos que cazaban huesos y enterraban coches.

Gina y Ken rieron suavemente y el chiste pareció romper la tensión de todos menos la de Jonas. No lograba relajarse nunca ni un momento durante el proceso de una resucitación aun sabiendo que si un médico no se relajaba podía dejar de rendir al máximo. La facultad de Ken para expulsar parte de sus energías nerviosas era admirable, sobre todo en beneficio del paciente; Jonas, en cambio, era incapaz de hacer lo mismo en medio de una batalla.

—Veintidós grados dos décimas; veintidós ocho.

Aquello era una batalla, sin duda. El adversario era la muerte, astuta, poderosa e incansable. Para Jonas, la muerte no era sólo un estado patológico o sencillamente el inevitable destino de todas las cosas vivientes, sino, de hecho, un ente que caminaba por el mundo; quizá no siempre la ensabanada figura mítica con cara de esqueleto oculta en las sombras de una capucha, sino, una presencia muy real a pesar de todo la Muerte, con mayúscula.

—Veintitrés grados con tres décimas —señaló Helga.

—Setenta y tres minutos —anunció Gina.

Jonas inyectó más captadores de radicales libres en la sangre que circulaba por la línea intravenosa. Pensó que su creencia en la Muerte como fuerza sobrenatural con voluntad y conciencia propias, que su certeza de que a veces caminaba por la tierra con forma corpórea, que su convencimiento de que en aquellos momentos se encontraba allí, en aquella habitación, envuelta en una capa de invisibilidad, parecería una superstición estúpida a sus colegas. Hasta podría ser considerada un signo de desequilibrio mental o de demencia incipiente. Pero Jonas estaba convencido de su cordura. Al fin y al cabo, su creencia en la Muerte se basaba en una evidencia empírica. Cuando sólo tenía siete años, había visto al odiado enemigo, le había oído hablar, le había mirado a los ojos, había olido su fétido aliento y sentido en la cara su helado contacto.

—Veintitrés grados, nueve décimas.

—Todos listos —advirtió Jonas.

La temperatura corporal del paciente se aproximaba a un punto más allá del cual podía empezar de un momento a otro la reanimación. Kari terminó de llenar de adrenalina una jeringa hipodérmica y Ken activó la máquina de desfibrilación para que desarrollara una carga. Gina abrió la válvula de salida de un tanque que contenía una mezcla de oxígeno y dióxido de carbono, que había sido preparada a efectos especiales de procedimientos de resucitación, a la vez que cogía la máscara de la máquina pulmonar para comprobar si funcionaba.

—Veinticuatro grados, cinco décimas —dijo Helga—; veinticinco.

Gina consultó su reloj.

—Nos acercanos a los… setenta y cuatro minutos.

Al llegar al final de la larga pendiente, entró en un cuarto cavernoso, tan grande como un hangar de aviación. Allí se había recreado en un tiempo el infierno, siguiendo la visión poco imaginativa de un diseñador de parques de atracciones, completándola con llamas de chorros de gas que lamían las rocas del perímetro, simuladas con hormigón. El gas había sido cortado hacía mucho tiempo y el infierno estaba ahora tan negro como el alquitrán. Aunque no para él, por supuesto.

Avanzaba despacio por el suelo de cemento, dividido por un canal en forma de serpentina que alojaba otra cadena de arrastre. Allí, las góndolas se movían antaño a través de las aguas que simulaban un lago de fuego mediante una ingeniosa iluminación y unas mangueras de aire que levantaban burbujas como si fuese una caldera hirviendo. Caminaba saboreando el hedor de la podredumbre, que, según se iba aproximando, se hacía más exquisito y acerbo.

Una docena de demonios mecánicos permanecían otrora de pie en formaciones más altas, desplegando sus inmensas alas de murciélago y espiando desde arriba con resplandecientes ojos, que escudriñaban con inofensivos rayos láser de color carmesí a las góndolas que iban pasando. Once de aquellos demonios habían desaparecido de allí, liquidados a bajo precio a algún parque competidor o vendidos para chatarra. Por razones desconocidas, todavía quedaba allí un demonio: una silenciosa e inmóvil aglomeración de metal oxidado, tela comida por la polilla, plástico retorcido y mecanismos hidráulicos con grasa reseca. Aún estaba apoyado sobre una espira rocosa, a dos tercios de la altura total del techo, en una actitud más patética que aterradora. Al pasar por debajo de aquella lastimosa figura de la Casa de las Sorpresas, pensó: Yo soy el único demonio real que este sitio ha conocido nunca o conocerá, y eso le complació.

Hacía meses que había dejado de llamarse a sí mismo por su nombre de pila para adoptar el nombre de un diablo que había leído en un libro sobre satanismo: Vassago. Vassago era uno de los tres príncipes demoníacos más poderosos del Infierno, que sólo correspondía a Su Satánica Majestad. Vassago. Le gustaba cómo sonaba este nombre. Cuando lo pronunciaba en voz alta, salía de su lengua tan fácilmente que parecía que jamás se hubiera llamado de otra forma.

—Vassago.

En el grueso silencio del subterráneo, las rocas de hormigón le devolvieron el eco: «Vassago».

—Veintiséis grados con siete décimas.

—Debería empezar ya —dijo Ken.

—Líneas planas —comentó Kari, supervisando los monitores—. Sólo líneas planas.

El largo y esbelto cuello de cisne de Kari permitía a Jonas ver los rápidos y contundentes latidos de su pulso en la arteria carótida. Miró el cuello del hombre muerto. Allí no había pulso.

—Setenta y cinco minutos —anunció Gina.

—Si vuelve en sí, será oficialmente todo un récord —dijo Ken—. Nos veremos obligados a celebrarlo, a emborracharnos, a vomitar sobre nuestros zapatos y a hacer el tonto por ahí.

—Veintisiete grados y dos décimas.

Jonas se sentía tan frustrado que no podía ni hablar, por temor a proferir alguna obscenidad o algún salvaje gruñido de rabia. Habían hecho todo lo que podía hacerse y estaban siendo derrotados. Odiaba que le derrotaran. Odiaba a la Muerte. Odiaba las limitaciones de la medicina moderna, todas las cortapisas del conocimiento humano y su propia impotencia como médico.

—Veintisiete grados y ocho décimas.

De repente, el muerto boqueó. Jonas se volvió a mirar los monitores. El ECG mostraba un movimiento espasmódico en el corazón del paciente.

—Allá vamos —dijo Kari.

La figuras robóticas de los condenados, más de un centenar en los mejores tiempos del Infierno, desaparecieron también con los once o doce demonios; también habían desaparecido los alaridos de agonía y los lamentos que eran emitidos por sus bocas, provistas de altavoces. La desolada cámara, en cambio, no estaba exenta de almas perdidas. Pero ahora alojaba algo más apropiado que los robots, algo más parecido a la realidad: la colección de Vassago.

En el centro de la habitación, Satán esperaba con toda su majestuosidad, fiero y colosal. Un foso circular en el suelo, de cinco o seis metros de diámetro, daba alojamiento a la maciza estatua del mismísimo Príncipe de las Tinieblas. No se le veía de cintura para abajo pero, desde el ombligo a la punta de sus cuernos segmentados, medía diez metros. Cuando la Casa de las Sorpresas estuvo en funcionamiento, la monstruosa escultura esperaba en un foso de diez metros oculto bajo el lago y, entonces, periódicamente, surgía de su guarida chorreando agua, con sus enormes ojos escupiendo llamas, sus monstruosas fauces en movimiento y rechinando sus afilados dientes, al tiempo que hacía vibrar su ahorquillada lengua para lanzar amenazas —«¡Todo aquel que entre aquí, que pierda las esperanzas de salir!»— y luego se reía malévolamente.

Vassago había subido varias veces en las góndolas, de niño, cuando había sido uno más entre todos los vivos, antes de convertirse en un ciudadano de la tierra de nadie, y en aquellos días le había asustado el diablo mecánico, especialmente su horrenda risa. Si aquella maquinaria hubiera superado los años de corrosión y de repente hubiera devuelto otra vez la vida al carcajeante monstruo, Vassago no se habría impresionado, pues ahora era lo bastante viejo y experimentado para saber que Satán era incapaz de reír.

Se detuvo junto al pedestal del sobresaliente Lucifer y le estudió con una mezcla de desprecio y admiración. En efecto, era una falsa Casa de las Sorpresas, arruinada, que en un tiempo pretendía poner a prueba las vejigas urinarias de los niños y dar a las chicas adolescentes un motivo para chillar y buscar la protección entre los brazos de sus sonrientes novios. Pero también tenía que reconocer que era una inspirada creación. El diseñador no había optado por la imagen tradicional de un Satán de rostro magro, nariz afilada, finos labios propios de un Lotario seductor de almas turbias, cabello relamido hacia atrás con un pico en medio de la frente y una absurda perilla de macho cabrío en su puntiagudo mentón. En vez de ello, ésta era una Bestia digna de tal título: parte reptil, parte insecto, parte humanoide; lo suficientemente repulsiva como para imponer respeto, justo lo bastante familiar para parecer auténtica, lo suficientemente rara para meter el miedo en el cuerpo. Varios años de herrumbre humedades y orín habían contribuido a formar una pátina que suavizaba sus llamativos y carnavalescos colores y le conferían la autoridad de una de esas gigantescas estatuas pétreas de los dioses egipcios halladas en los viejos templos sepultados por la arena, muy por debajo de las dunas del desierto.

Pese a que no sabía cómo era realmente el aspecto de Lucifer y aunque suponía que el Padre de la Mentira sería bastante más sobrecogedor y formidable que la versión de esta Casa de las Sorpresas, Vassago encontraba esta monstruosa criatura de plástico y poliuretano lo suficientemente impresionante para erigirse en el centro de la secreta existencia que él llevaba en su escondite. En la base de la estatua, sobre un piso seco de hormigón del desecado lago, él había ido formando su colección, en parte para su propio placer y diversión y en parte también como una ofrenda al dios del espanto y del dolor.

Los cuerpos en descomposición de siete mujeres y tres hombres estaban colocados en la pose más favorable para ellos, como si fueran exquisitas esculturas hechas por un perverso Miguel Ángel para un museo macabro.

Una sola boqueada ligera, un breve espasmo de los músculos cardíacos y una involuntaria reacción nerviosa que le hizo retorcer el brazo derecho y abrir y cerrar los dedos como patas enroscadas de una araña moribunda. Ésos fueron los únicos signos de vida que mostró el paciente antes de volver a adoptar la inmóvil y silenciosa postura de un muerto.

—Veintiocho grados y tres décimas —informó Helga.

—¿Desfibrilación? —preguntó Ken Nakamura.

Jonas negó con la cabeza.

—Su corazón no está en fibrilación. No late en absoluto. Hay que esperar.

—¿Más adrenalina? —Kari sostenía una jeringa.

Jonas miró con atención los monitores.

—Espera. No nos interesa reanimarle sólo para sobremedicarle y precipitarle un ataque cardíaco.

—Setenta y seis minutos —dijo Gina, con una voz tan juvenil, jadeante y llena de buen humor como si estuviera anunciando el tanteo de un partido de voleibol en la playa.

—Veintiocho grados, nueve décimas.

Harrison volvió a boquear. Su corazón latió arrítmicamente, enviando una serie de crestas por la pantalla del electrocardiógrafo. Todo su cuerpo se estremeció, y luego volvió a quedar plano otra vez. Agarrando los mandos positivo y negativo de la máquina de desfibrilación, Ken miró con expectación a Jonas.

—Veintinueve grados y cinco décimas —anunció Helga—. Se halla en el estado térmico correcto y quiere volver en sí.

Jonas sintió que una gota de sudor se deslizaba por su sien derecha y su mandíbula, la apacibilidad de un ciempiés. La parte más dura consistía en esperar, para dar al paciente la ocasión de empezar a agitarse por sí mismo antes de arriesgarse a adoptar técnicas más penosas de reanimación forzada. Un tercer espasmo de actividad cardíaca quedó registrado como un estallido más corto que el de las puntas de sierra anteriores y no fue acompañado de respuesta pulmonar como antes. Tampoco eran visibles contracciones musculares. Harrison aparecía frío e inactivo.

—No puede dar el salto —apuntó Kari Dovell.

—Vamos a perderle —convino Ken.

—Setenta y siete minutos —dijo Gina.

«No lleva cuatro días en la tumba, como Lázaro antes de que Jesús le mandara levantarse —pensó Jonas—, pero era mucho tiempo, sin embargo».

—Adrenalina —pidió Jonas.

Kari le entregó la jeringa hipodérmica y él administró rápidamente la dosis por una de las mismas vías endovenosas que había usado antes para inyectar en la sangre del paciente los captadores de radicales libres. Ken levantó los electrodos positivo y negativo de la máquina de desfibrilación y se situó sobre el paciente, dispuesto a darle un choque si fuera preciso.

Entonces, la dosis masiva de adrenalina, una potente hormona extraída de las glándulas suprarrenales del ganado ovino y vacuno llamada por algunos especialistas «suero reanimador», golpeó a Harrison con tanta fuerza como el choque eléctrico que Ken Nakamura estaba dispuesto a darle. El rancio soplo de la tumba salió de él como una explosión; boqueó en busca de aire, como si todavía se estuviera ahogando en el río helado; se estremeció violentamente y su corazón empezó a latir igual que el de un conejo perseguido de cerca por un zorro.

Vassago había dispuesto las piezas de su macabra colección con un cuidado más que casual. No eran sólo diez cuerpos depositados sin contemplaciones sobre el cemento. Él no sólo respetaba a la muerte, sino que la amaba con un ardor semejante a la pasión de Beethoven por la música o a la devoción ferviente de Rembrandt por el arte. La Muerte, al fin y al cabo, era el don que Satán había traído a los moradores del Paraíso, un don disfrazado de algo más bonito; Él era el Donador de la Muerte y suyo era el reino de la muerte perpetua. Toda carne tocada por la muerte sería considerada con la misma veneración que un devoto católico podía reservar para la Eucaristía. De la misma manera que el dios de los católicos se decía que moraba en aquella delgada oblea de pan sin levadura, así podía ser vista en todas y cada una de las muestras de podredumbre y destrucción la cara del implacable dios de Vassago.

El primer cuerpo que había ante el pedestal de Satán, de diez metros de altura, era el de Jenny Purcell, una camarera de veintidós años que trabajaba en el turno de noche de un restaurante barato de estilo años cincuenta, donde las gramolas mecánicas tocaban discos de Elvis Presley y Chuck Berry, Lloyd Price y Los Platters, Buddy Holly y Cunnie Francis, y Los Everly Brothers. Un día Vassago entró a tomar una hamburguesa y una cerveza, y a Jenny se le antojó que era un duro y un fresco, al verle vestir todo de negro y con las gafas oscuras de noche dentro del local, sin que hiciera movimiento alguno para quitárselas. Con la expresión bondadosa de su cara infantil, que cobraba interés al contrastarla con su mandíbula firme y su boca ligeramente retorcida y cruel, y con su pelo negro cayéndole sobre la frente, Vassago se parecía un poco a un joven Elvis. ¿Cómo te llamas?, preguntó ella, y él respondió Vassago, y ella inquirió ¿Cuál es tu nombre de pila? a lo cual él contestó Me llamo así, eso es todo, nombre de pila y apellido. Lo cual debió intrigarla a ella y activar su imaginación, porque volvió a preguntarle. Cómo, ¿quieres decir que es un nombre único, como Cher, o Madonna, o Sting? Él la miró con dureza desde detrás de sus gafas sumamente oscuras y respondió. Sí… ¿tienes algo que objetar? Ella no tenía nada que objetar. De hecho, se sentía atraída por él. Ella dijo que él era «diferente», pero sería después cuando descubriría cuán diferente era en realidad.

Todo lo que rodeaba a Jenny la presentaba a los ojos de él como una impúdica. Así que, después de matarla introduciéndole bajo la caja torácica y en el corazón un estilete de veinte centímetros, la colocó en la postura propia de una mujer sexualmente libertina. La desnudó por completo y la afianzó en posición sedente con los muslos totalmente separados y las rodillas apuntando hacia arriba. Para mantenerla erguida le ató las delgadas muñecas a las corvas. Luego se valió de una cuerda larga y fuerte para tirar de la cabeza hacia delante y abajo más de lo que ella hubiera podido hacer cuando estaba viva, comprimiendo brutalmente su diafragma. Finalmente, ató esta cuerda alrededor de los muslos, de manera que la muchacha quedase eternamente mirando la abertura que tenía entre las piernas, contemplando sus vergüenzas.

Jenny había sido la primera pieza de su colección. Muerta ya desde hacía unos nueve meses atada con cuerdas como un jamón en el secadero, estaba ahora tan marchita, tan parecida a una cáscara momificada, que no presentaba ya ningún interés para los gusanos u otros agentes de descomposición. Ya no olía mal como en otros tiempos. En verdad, en su peculiar postura, habiéndose momificado y descompuesto, contraída como si fuera una pelota, se parecía tan poco a un ser humano que resultaba difícil imaginar que hubiera sido alguna vez una persona con vida, y de ahí que resultara igualmente difícil pensar que era una persona muerta. Por consiguiente, en sus despojos ya no parecía residir la muerte. Para Vassago, ella había dejado de ser un cadáver y se había convertido en un curioso objeto, en una cosa impersonal que podía haber sido siempre inanimada. Como resultado de ello, aunque fuera la primera pieza de su colección, carecía ya de interés para él. Únicamente le fascinaban la muerte y los muertos. Los vivos le interesaban sólo en tanto en cuanto llevaran dentro de ellos la justa promesa de la muerte.

El corazón del paciente oscilaba entre una suave y una severa taquicardia, desde ciento veinte a más de doscientos treinta latidos por minuto, estado transitorio resultante de la adrenalina y la hipotermia. Salvo que no actuaba como un estado transitorio. Cada vez que el pulso declinaba, no descendía tanto como lo había hecho anteriormente y, con cada nueva aceleración, el ECG mostraba una arritmia galopante que sólo podría conducir al paro cardíaco. Sin sudar ya, más calmado ahora que había tomado la decisión de presentar batalla a la Muerte y actuaba en consecuencia, Jonas dijo:

—Será mejor golpearle con eso.

Nadie dudó respecto a quién se dirigía. Ken Nakamura presionó los fríos electrodos de la máquina de desfibrilación contra el pecho de Harrison, abarcando su músculo cardíaco. La descarga eléctrica hizo al paciente botar con violencia sobre la cama y por toda la habitación retumbó un sonido —¡pam!— como el producido por el golpe de un martillo contra un sofá forrado de cuero. Jonás miró al electrocardiógrafo justamente cuando Kari leía el significado de los picos de luz que se movían por la pantalla.

—Siguen las doscientas por minuto, pero el ritmo está ahora… estabilizado… estabilizado.

El electrocardiógrafo mostraba también ondas cerebrales alfa y beta dentro de los parámetros normales de un hombre inconsciente.

—Hay actividad pulmonar autosostenida —dijo Ken.

—Está bien —decidió Jonas—, hagámosle respirar y asegurémonos de que entra oxígeno suficiente en esas células cerebrales.

Gina aplicó inmediatamente la máscara de oxígeno al rostro de Harrison.

—La temperatura corporal es de treinta y dos grados, dos décimas —informó Helga.

Los labios del paciente seguían estando un tanto azulados, pero aquel mismo color fatal había desaparecido ya de sus uñas. Asimismo, el tono muscular estaba parcialmente restablecido. Sus carnes ya no tenían la flaccidez de la muerte. Como la sensibilidad volvía a las congeladas extremidades de Harrison, sus castigadas terminaciones nerviosas desencadenaban abundantes tic y espasmos. Sus ojos rodaban y se movían locamente bajo los párpados cerrados, muestra evidente de un sueño REM. Estaba soñando.

—Ciento veinte latidos por minuto —dijo Kari—, y va declinando… completamente rítmico ahora… muy estable.

Gina consultó su reloj y, llena de asombro, dejó escapar un suspiro bien elocuente.

—Ochenta minutos.

—¡Qué barbaridad! —exclamó Ken, maravillado.

Jonas dudó sólo un momento antes de mirar el reloj de la pared y hacer el anuncio formal a efectos de la grabación magnetofónica:

—El paciente ha sido resucitado a las nueve treinta y dos de la tarde del lunes, cuatro de marzo.

El murmullo de felicitaciones mutuas acompañadas de sonrisas de alivio era muy parecido al triunfal regocijo que podría haberse escuchado en un auténtico campo de batalla. Y si se sentían contenidos no era por la modestia, sino por el profundo conocimiento del precario estado de Harrison. Habían ganado la batalla contra la Muerte, pero su paciente aún no había recobrado la consciencia. Hasta que no despertara y pudiera valorarse su rendimiento mental, seguía existiendo el riesgo de que su reanimación sólo hubiera servido para que llevase una vida de angustias y frustraciones y para que su potencial quedara trágicamente mermado por un irreparable daño cerebral.

Extasiado por el picante perfume de la muerte, a gusto en aquella desolación subterránea, Vassago contemplaba maravillado su colección, que circundaba un tercio del colosal Lucifer.

De los especímenes masculinos, uno había sido cazado por la noche mientras cambiaba una rueda baja de aire en un tramo solitario de la Autopista de Ortega. Otro estaba dormido en su coche en el aparcamiento de una playa pública. El tercero había intentado ligar con Vassago en un bar de Dana Point. Aquel tugurio ni siquiera era un nido de gays y el tipo únicamente borracho, se sentía solo… y despreocupado.

Nada enojaba más a Vassago que las necesidades sexuales y la excitación de los otros. Él había perdido ya interés por el sexo y no violaba nunca a ninguna de las mujeres que mataba. Pero su disgusto y enojo, engendrados por la mera percepción de la sexualidad de los demás, no nacía de los celos ni surgía porque su sensación de impotencia fuese una maldición o incluso una carga injusta. No, él se alegraba de estar libre de lujuria y deseos libidinosos. Considerando que se había convertido en ciudadano de la tierra de nadie y había aceptado la promesa de la tumba, no lamentaba la pérdida del deseo. Pese a no estar completamente seguro del por qué, el mero recuerdo del sexo podía a veces impulsarle a la rabia. Por qué un guiño provocativo, una falda corta o un suéter ajustado encima de un robusto seno conseguían incitarle hasta la tortura y el homicidio, sospechaba que se debía a que el sexo y la vida estaban inextricablemente unidos. Decían que el impulso sexual, más que un medio de autopreservación, era el más poderoso motivador humano. La vida surgía a través del sexo. Como quiera que él odiaba la vida en todas sus atrevidas manifestaciones, como la odiaba con tanta intensidad, nada de extraño tenía que odiara también el sexo.

Prefería matar a las mujeres porque la sociedad las estimulaba, más que a los hombres, a lucir su sexualidad, cosa que ellas hacían con ayuda del maquillaje, la barra de labios, los perfumes seductores, las ropas insinuantes y el frívolo comportamiento. Además, del útero de la mujer salía una nueva vida y Vassago había jurado destruir la vida dondequiera que pudiese hacerlo. De la mujer brotaba precisamente la misma cosa que él aborrecía íntimamente: la llama de la vida que todavía chisporroteaba en él y le privaba de entrar en la tierra de los muertos a la que pertenecía.

De los seis restantes especímenes femeninos que tenía en su colección, dos habían sido amas de casa, una, una joven abogada, otra, secretaria de un médico, y dos, estudiantes de instituto. Aunque había colocado cada cuerpo de la forma que mejor cuadraba a la personalidad, espíritu y flaqueza de la persona que en un tiempo había habitado en el y aunque Vassago poseía mucho talento para el arte de los cadáveres, para el que usaba con maestría especial gran variedad de puntales, el efecto logrado con una de las estudiantes le satisfacía más que el conseguido con todas las otras juntas.

Se paró al llegar delante de ella y la contempló de arriba abajo en la oscuridad, satisfecho de su obra.

Margaret…

La había visto por vez primera durante uno de sus incesantes paseos a altas horas de la noche, en un bar escasamente iluminado del campus universitario en el que ella estaba bebiendo una Coca-Cola, bien porque no era lo bastante mayor para que le sirvieran cerveza con sus amigos o porque no era bebedora. Él sospechó lo último.

Parecía singularmente molesta e incómoda por el humo y el ruido del bar. Incluso desde la mitad del salón, Vassago adivinaba por sus reacciones ante sus amigos y por el lenguaje de su cuerpo que era una muchacha tímida que se esforzaba por no desentonar entre tanta gente, aunque estaba segura de que no lo conseguiría nunca. El fuerte rumor de la conversación, el tintineo y el chocar de los vasos, la estruendosa gramola mecánica con música de Madonna, Michael Jackson y Michael Bolton, el tufo picante de los cigarrillos y la cerveza amarga, y el húmedo calor de los compañeros de estudios…, nada de eso la atraía. Estaba sentada en la barra como en un mundo aparte, sin contaminarse de él, llena de más energía interior que el resto de todos los hombres y mujeres que había en el local.

Su vitalidad era tan fuerte que parecía brillar. A Vassago le costó trabajo creer que por sus venas circulara la sangre ordinaria y perezosa de la Humanidad. Seguramente, su corazón, en vez de sangre, bombeaba la esencia misma de la vida. La vitalidad de aquella mujer le provocaba. Resultaría enormemente gratificante extinguir la llama de una vida que ardía con tanto vigor.

Para saber dónde vivía la fue siguiendo desde el bar hasta su domicilio. Los dos días siguientes estuvo acechando el campus, recabando información acerca de ella tan diligentemente como un verdadero estudiante podría haber trabajado en una tesis semestral.

Se llamaba Margaret Ann Campion. Era alumna de último curso, tenía veinte años y estaba especializándose en música. Sabía tocar el piano, la flauta, el clarinete, la guitarra y casi cualquier otro instrumento que se propusiera aprender a tocar. Tal vez fuera la más conocida y admirada alumna del programa de música, y también se consideraba que poseía un excepcional talento para la composición. Persona esencialmente tímida, se había propuesto romper su aislamiento y de ahí que no se interesara sólo por la música. Pertenecía al equipo de pista atlética, era la segunda en rapidez de la alineación y era una entusiasta competidora; escribía sobre música y cine en la revista de los estudiantes y era activa practicante de la iglesia baptista.

Su asombrosa vitalidad la mostraba no sólo en el gozo con que escribía e interpretaba música, ni en el aura espiritual con que Vassago la había visto en el bar, sino también en su aspecto físico. Era incomparablemente bella; tenía el cuerpo de una diosa sexual de la pantalla y el rostro de una santa. La piel, clara; los pómulos, perfectos; los labios, sensuales; la boca, generosa y la sonrisa, beatífica. También unos límpidos ojos azules. Vestía modestamente en un intento de ocultar la dulce plenitud de sus senos, el contraste de la estrechez de su cintura, la firmeza de sus nalgas y las largas y flexibles líneas de sus piernas. Pero él estaba convencido de que cuando la desnudase se revelaría como lo que él había intuido al vislumbrarla por primera vez: como una prodigiosa paridera, un horno caliente de vida en el que, con el tiempo, sería concebida y formada otra vida de brillantez sin parangón.

La quería muerta.

Deseaba detener su corazón y sujetarla durante horas mientras sentía irradiar fuera de ella el calor de la vida, hasta que se quedara fría. Pensaba que este asesinato podría finalmente otorgarle el pasaporte para salir de la tierra de nadie en que vivía y tener acceso a la tierra de los muertos y los condenados, donde ansiaba vivir.

Margaret cometió el error de ir sola a las once de la noche a una lavandería de su complejo de apartamentos. Muchos de éstos estaban alquilados a ciudadanos maduros económicamente bien situados y, como estaban en Irvine, cerca de la Universidad de California, a parejas y tríos de estudiantes que compartían el alquiler. Tal vez la clase de inquilinos, el hecho de que aquélla fuera una vecindad segura y amigable y la animación y la abundante iluminación de las calles, todo ello combinado dio a Margaret una falsa sensación de seguridad.

Cuando Vassago entró en la lavandería, Margaret acababa de meter su ropa sucia en una de las lavadoras. Le miró con una sonrisa de sorpresa, pero sin aparente preocupación a pesar de que él iba vestido con traje negro y llevaba puestas gafas de sol en plena noche. Probablemente pensó que se trataría de otro estudiante universitario que adoptaba un aspecto excéntrico para proclamar su rebeldía de espíritu y su superioridad intelectual. En todos los campus abundaban tipos de éstos, puesto que era más fácil vestir como un rebelde intelectual que ser uno de ellos.

—¡Oh!, lo siento, señorita —dijo él—. No sabía que hubiera nadie aquí.

—No importa. Sólo estoy usando una máquina —respondió ella—. Quedan otras dos.

—No, si yo ya he terminado de lavar. Pero cuando llegué a mi apartamento y saqué la ropa de la cesta, me faltaba un calcetín y pensé que me lo habría dejado dentro de alguna lavadora o secadora. Pero no quería interrumpirla. Discúlpeme.

Ella ensanchó un poco más su sonrisa, tal vez porque considerara divertido que un aspirante a James Dean, totalmente vestido de negro, un rebelde sin causa, hubiera decidido ser así de cortés; o porque le hiciera gracia que se encargara de su propia colada y se dedicara a buscar calcetines extraviados.

En aquel momento ya estaba junto a ella. La golpeó en el rostro con dos puñetazos fuertes y contundentes que la dejaron sin conocimiento, y la muchacha se derrumbó sobre el suelo de losetas de vinilo como si fuera un montón de ropa.

Más tarde, en el desmantelado Infierno, bajo la carcomida Casa de las Sorpresas, cuando recobró el conocimiento se encontró desnuda sobre el suelo de hormigón. Enteramente ciega en aquellos confines sin luz, atada de pies y manos, no intentó ofrecer nada a cambio de su vida como habían hecho algunas de las otras. No le ofreció su cuerpo, ni pretendió simular ponerse de su parte ante la furia o el poder de que él disfrutaba. No le ofreció dinero, ni alegó comprenderle y simpatizar con él en un patético intento de transformarle de adversario en amigo. Tampoco gritó, lloró, gimoteó ni maldijo. Era diferente a las otras, pues encontraba esperanza y consuelo en la callada, digna e interminable cadena de plegarias recitadas en voz baja. Pero no rezó nunca para que la liberasen de su torturador y la devolvieran al mundo de donde la habían arrancado; como si supiera que la muerte era inevitable. Por el contrario, rezaba para que su familia resistiera su pérdida con fortaleza, para que Dios velara por sus dos hermanas menores e incluso para que a su asesino se le concediera la gracia y la misericordia divinas.

Vassago llegó pronto a odiarla. Sabía que el amor y la misericordia no existían, que sólo eran palabras vanas. Él no había sentido nunca amor, ni durante el tiempo que había vivido en la tierra de nadie ni cuando había formado parte de los vivos. A menudo, sin embargo, había intentado querer a alguien —padre, madre, una chica— para recibir lo que necesitaba, y siempre los había defraudado. Ser defraudado hasta creer que el amor existía en los otros cuando no existía en ti era un signo de fatal debilidad. La interacción humana, después de todo, no era más que un juego y la habilidad para adivinar por medio de la decepción era lo que diferenciaba a los buenos jugadores de los ineptos.

Para demostrarle que a él no se le podía engañar y que el dios de ella carecía de poderes, Vassago premió sus callados rezos con una muerte larga y penosa. Ella gritó al fin, pero sus gritos no resultaron satisfactorios, pues sólo eran los sonidos de la agonía física; no revelaban terror, rabia o desesperación.

Pensó que le interesaría más cuando estuviera muerta, pero incluso entonces siguió odiándola. Permaneció sujetando su cuerpo contra él durante unos minutos, sintiendo cómo el calor se escapaba de ella. Pero el frío avance de la muerte a través de sus carnes no fue tan excitante como él había supuesto. Como había muerto con la inquebrantable creencia en la vida perdurable, privó a Vassago de la satisfacción de ver en sus ojos la realidad de la muerte. Profundamente disgustado, apartó a un lado el cuerpo sin vida.

Ahora, dos semanas después de que Vassago hubiera terminado con ella, Margaret Campion aparecía arrodillada en un rezo perpetuo sobre el suelo del desmantelado Infierno, como la más reciente adquisición para su museo. Se sostenía erguida porque la había atado a una varilla de hierro introducida en un agujero horadado en el cemento. Desnuda, apartaba su mirada del gigantesco demonio de la Casa de las Sorpresas. Aunque ella era baptista, en sus manos muertas sostenía un crucifijo, pues a Vassago le gustaba la imagen del Cristo crucificado más que una simple cruz, estaba puesto al revés, con la cabeza de Cristo coronada de espinas apuntando al suelo. La propia cabeza de Margaret había sido cortada y luego cosida nuevamente a su cuello con obsesivo cuidado. Aunque tenía el cuerpo de espaldas a Satán, volvía la cabeza hacia él renegando del crucifijo que sostenía irreverentemente en las manos. Su postura era de una simbólica hipocresía, parecía mofarse de su pretendida fe, del amor y la vida eterna.

Aunque Vassago no había obtenido asesinando a Margaret tanto placer como el que le había procurado lo que le había hecho después de muerta, continuaba satisfecho de haberla conocido. Su terquedad, estupidez y humillación habían hecho que su muerte le resultara menos satisfactoria de lo que debería haber sido, pero al menos había quedado extinguido el halo místico que había visto en torno a ella cuando estaba atada a la barra. Su irritante vitalidad se había desvanecido. La única energía que abrigaba ahora su cuerpo era la de los incontables devoradores de carroña que pululaban por su interior consumiendo su carne, empeñados en reducirla a una cáscara seca como Jenny la camarera, que descansaba al otro extremo de la colección.

Mientras estudiaba a Margaret, una familiar necesidad surgió en él y acabó tornándose finalmente en una fuerza mayor. Dio la espalda a su colección, cruzó la amplia estancia y encaminó sus pasos hacia la rampa que conducía a la entrada del túnel. De ordinario al seleccionar una nueva adquisición, matarla y colocarla en la postura estética más satisfactoria le hubiera dejado inactivo y sentado contemplándola durante casi un mes. Pero en esta ocasión menos de dos semanas después se sintió ya compelido a encontrar otro sacrificio digno.

Subió de mala gana por la rampa, abandonando la purificadora esencia de la muerte, hasta el aire teñido con los olores de la vida, igual que un vampiro impulsado a la caza de un ser vivo aunque prefiriese la compañía de los muertos.

A las diez treinta, casi una hora después de haber sido resucitado, Harrison permanecía todavía inconsciente. La temperatura de su cuerpo era normal. Sus constantes vitales eran buenas. Y aunque los trazos de las ondas cerebrales alfa y beta correspondían a los de un hombre en sueño profundo, obviamente no eran indicativos de algo tan profundo como el estado de coma.

Cuando finalmente Jonas declaró al paciente fuera de inminente peligro y ordenó su traslado a una habitación individual de la planta quinta, Ken Nakamura y Kari Dovell decidieron irse a casa. Jonas, dejando a Helga y Gina con el paciente, acompañó al neurólogo y a la pediatra al cuarto de desinfección y luego se dirigió con ellos a la puerta del aparcamiento para el personal del hospital. Discutieron sobre Harrison y sobre los procedimientos a emplear con él por la mañana, pero charlaron más de la política del hospital y de algunos chismorreos sobre amistades comunes, como si no acabaran de participar en un milagro que debía haber hecho imposible tales banalidades.

Más allá de la puerta de cristal, la noche era fría e inhóspita. Había empezado a llover. Los charcos llenaban todas las depresiones del pavimento, y, al resplandor de las luces del aparcamiento, parecían espejos rotos, conjuntos de puntiagudos fragmentos plateados.

Kari se apoyó en Jonas, le besó en la mejilla y permaneció cogida a él un rato. Parecía querer decirle algo, pero parecía también incapaz de encontrar las palabras. Luego soltó a Jonas, se subió el cuello del abrigo y salió a enfrentarse con la lluvia, racheada por el viento. Ken Nakamura se quedó rezagado después de irse Kari.

—¿Te has dado cuenta de que es una pareja perfecta para ti?

A través de la puerta de cristal, azotada por la lluvia, Jonas observó a la mujer, que corría en dirección a su coche. Mentiría si dijera que no había mirado nunca a Kari como a una mujer. Aunque alta, espigada y corpulenta, también era femenina. A veces le maravillaba la delicadeza de sus muñecas y de su cuello de cisne, que parecía demasiado grácil y fino para sostener la cabeza. Intelectual y emocionalmente era más fuerte de lo que aparentaba. Sin embargo, era posible que no hubiera superado los obstáculos y dificultades que con seguridad habían detenido su carrera en la profesión médica, dominada todavía por hombres para quienes —en algunos casos— el chovinismo machista era más un artículo de fe que un rasgo de carácter.

—Jonas, lo único que tienes que hacer es pedírselo —insistió Ken.

—No me siento libre para hacer eso —objetó Jonas.

—No vas a pasarte la vida llorando a Marion.

—Sólo han transcurrido dos años.

—Sí, pero alguna vez tienes que empezar a vivir de nuevo.

—Todavía no.

—¿Cuándo?

—No lo sé.

Fuera, hacia la mitad del párking, Kari Dovell había entrado ya en su coche.

—Ella no te va a esperar eternamente —dijo Ken.

—Buenas noches, Ken.

—Me doy por aludido.

—De acuerdo —repuso Jonas.

Sonriendo tristemente, Ken abrió la puerta de un empujón, dando paso a una ráfaga de viento que salpicó de gotas de lluvia, claras como perlas, las baldosas grises del suelo. Con paso apresurado, se perdió después en la noche. Jonas se apartó de la puerta y echó a andar por los pasillos hasta los ascensores. Subió a la planta quinta.

No había necesitado decir a Ken ni Kari que pasaría la noche en el hospital pues ellos sabían que se quedaba siempre tras una reanimación aparentemente exitosa. Para ellos, la medicina de reanimación era un fascinante campo nuevo, una fascinante vía alternativa a su trabajo primero, un modo de extender sus conocimientos profesionales y mantener sus mentes flexibles; cada éxito representaba una profunda satisfacción, un recordatorio, en primer lugar, de por qué se habían hecho médicos: para curar. Pero para Jonas ello significaba algo más. Cada resucitación era una batalla ganada de la interminable guerra contra la Muerte; no sólo un acto de curación, sino también un acto de desafío, un puño colérico levantado ante la cara del destino. La medicina de reanimación era su amor, su pasión, la definición de sí mismo, la razón única para levantarse por la mañana y seguir viviendo en un mundo que, por otra parte, se había vuelto demasiado incoloro y falto de propósitos para que se pudiera soportar.

Había enviado solicitudes y propuestas a media docena de universidades, ofreciéndose para enseñar en sus facultades de medicina a cambio de la concesión de facilidades para el estudio de la medicina de reanimación bajo su supervisión, estudio en cuyos gastos él estaba dispuesto a aportar una suma considerable. Gozaba de reputación y era ampliamente respetado como cirujano cardiovascular y como especialista en reanimación, y confiaba en obtener pronto el puesto que deseaba. Pero era impaciente. Ya no estaba satisfecho sólo con supervisar las reanimaciones. Quería estudiar los efectos de la muerte a corto plazo en las células humanas, explorar los mecanismos de los radicales libres y los captadores de éstos, probar sus propias teorías y hallar nuevos medios para desalojar a la muerte de aquellos en los que ya se había instalado como inquilina.

Al llegar a la sala de enfermeras del piso quinto, se enteró de que Harrison había sido instalado en la 518. Era una habitación semiprivada, pero el hospital disponía de suficientes camas vacías para poder reservarla como unidad aparte el tiempo que fuera a necesitarla Harrison. Jonas entró en la 518 y halló a Helga y Gina terminando ya con el paciente, que estaba instalado en la cama más alejada de la puerta, junto a la ventana salpicada por la lluvia. Le habían puesto una bata del hospital y le habían conectado a otro cardiógrafo con funcionamiento telemétrico, que reproducía sus ritmos cardíacos en un monitor de la sala de enfermeras. De un soporte que había junto a la cama pendía una botella de líquido claro que alimentaba una vía parenteral del brazo izquierdo del paciente, el cual empezaba a mostrar los hematomas dejados por los socorristas aquella misma noche al administrarle las otras inyecciones intravenosas. El líquido claro era glucosa enriquecida con un antibiótico para evitar la deshidratación y prevenir cualquiera de las muchas infecciones capaces de destruir todo lo que se había conseguido en la sala de reanimación. Helga había alisado el cabello de Harrison con un peine que había guardado en la mesilla de noche. Gina le aplicaba delicadamente en los párpados un lubricante para evitar que se le quedaran pegados; era un peligro que sufrían los pacientes que pasaban mucho tiempo sin abrir los ojos o sin parpadear siquiera, y que a veces padecían una merma de la secreción de las glándulas lagrimales.

—Su corazón sigue tan firme como un metrónomo —explicó Gina cuando vio a Jonas—. Presiento que antes del fin de semana, éste va a estar jugando al golf, bailando o haciendo lo que se le antoje. —Se apartó el flequillo, que era dos o tres centímetros demasiado largo y le tapaba los ojos—. Es un hombre afortunado.

—Cada cosa a su tiempo —repuso Jonas con cautela sabiendo muy bien que a la muerte le gustaba engañarlos simulando haberse retirado para luego volver apresuradamente y arrancarles la victoria de las manos.

Cuando Helga y Gina terminaron por aquella noche y salieron, Jonas apagó las luces. La habitación 518 quedó llena de sombras, sólo iluminada por la débil luz fluorescente del pasillo y por el brillo verde del monitor del cardiógrafo, que también guardaba silencio. La señal auditiva del ECG había sido desconectada y sólo permanecía encendida la lucecita rebotando rítmicamente y describiendo su interminable carrera por la pantalla. Sólo se oía el sonido del suave gemido del viento en la ventana y los ligeros y ocasionales golpeteos de la lluvia contra el cristal.

Jonas permaneció un momento al pie de la cama mirando a Harrison. A pesar de haber salvado la vida de aquel hombre, sabía poco acerca de él. Treinta y seis años de edad, uno setenta y cinco de estatura y setenta y dos kilos de peso. Pelo castaño, ojos castaños. Excelente estado físico. ¿Pero cómo era interiormente como persona? ¿Era Hatchford Benjamin Harrison un hombre bueno? ¿Digno de fiar? ¿Estaba razonablemente exento de envidia y codicia, era capaz de sentir compasión, era consciente de la diferencia entre el bien y el mal? ¿Tenía un corazón bondadoso? ¿Amaba a alguien?

Con el calor del procedimiento de reanimación, cuando los segundos contaban y había que hacer mucho en tan poco tiempo, Jonas no se atrevía nunca a pensar en el principal dilema ético al que se enfrenta cualquier médico que asume el papel de reanimador, toda vez que pensar en ello entonces podría inhibirle en desventaja del paciente. Después habría tiempo de dudar, de hacerse preguntas… Pues, aunque un médico estaba moralmente comprometido y profesionalmente obligado a salvar vidas dondequiera que pudiese hacerlo, ¿eran todas las vidas dignas de ser salvadas? Cuando la muerte se llevaba a un hombre malvado, ¿no resultaba más aconsejable —y éticamente más correcto— dejar que siguiera muerto?

Si Harrison era un hombre perverso, la maldad que cometiese cuando reanudara su vida después de salir del hospital sería, en parte, responsabilidad de Jonas Nyebern. El dolor que Harrison causara a otros mancharía también hasta cierto punto el alma de Jonas.

Por fortuna, el dilema esta vez no parecía ser tal. Según los informes, Harrison era un ciudadano honorable, un respetado comerciante de antigüedades, casado con una artista de cierta reputación, cuyo nombre conocía Jonas. Un buen artista tenía que ser sensible, perceptivo, capaz de ver el mundo con más claridad que la mayoría de las personas. ¿Sería ella así? Si se hubiera casado con un hombre malo, se hubiera divorciado de él. Esta vez había motivo para creer que se había salvado una vida que merecía ser salvada. Ya se hubiera conformado Jonas con que sus actos hubieran sido siempre tan correctos como en este caso.

Se apartó de la cama y dio dos pasos hacia la ventana. Cinco pisos debajo, un aparcamiento casi desierto yacía bajo las encapuchadas farolas del alumbrado. La lluvia batía los charcos de agua, dando la impresión de que hervían, como si un fuego subterráneo estuviera consumiento el asfalto. Localizó el punto exacto donde había estado aparcado el coche de Kari y lo miró fijamente durante un buen rato. Admiraba mucho a Kari y también la encontraba atractiva. Algunas veces soñaba que estaba con ella y era un sueño sorprendentemente agradable. Asimismo, podía admitir que la quería y que se sentía complacido al pensar que también ella podía quererle a él. Pero no la necesitaba. Sólo necesitaba su trabajo, la satisfacción de derrotar a la muerte de vez en cuando y la…

—Algo… está… fuera…

La primera palabra interrumpió los pensamientos de Jonas, pero la voz era tan tenue y suave que le costó trabajo localizar inmediatamente el origen del sonido. Volvió la cabeza y miró hacia la puerta abierta, suponiendo que la voz venía del corredor, pero al oír la tercera palabra supo que quien hablaba era Harrison. La cabeza del paciente estaba vuelta hacia Jonas, pero sus ojos enfocaban la ventana.

Acercándose apresuradamente a la cama, Jonas miró el electrocardiógrafo y vio que el corazón de Harrison latía deprisa pero, a Dios gracias, rítmicamente.

—Algo… está… fuera —repitió Harrison.

Sus ojos no estaban mirando la ventana misma, ni nada tan cercano, sino algún punto distante de la desapacible noche.

—Sólo es la lluvia —le tranquilizó Jonas.

—No.

—Sólo es un poco de lluvia y viento.

—Algo malo —susurró Harrison.

En el corredor se oyeron unos pasos apresurados y por la puerta abierta irrumpió una enfermera joven en la habitación, casi sumida en la oscuridad. Su nombre era Ramona Pérez y Jonas sabía que era competente y celosa de su trabajo.

—¡Oh!, doctor Nyebern, me alegro de que esté usted aquí. La unidad telemétrica, los latidos de su corazón…

—Sí, lo sé, se han acelerado. Acaba de despertar.

Ramona se acercó a la cama y encendió la lámpara de arriba para iluminar mejor al paciente. Harrison seguía mirando fijamente más allá de la ventana salpicada de lluvia, como ajeno por completo a Jonas y a la enfermera. Con una voz todavía más tenue que antes, agobiada por el cansancio, repitió:

—Algo está fuera. —Luego sus ojos parpadearon con somnolencia y se cerraron por completo.

—Señor Harrison, ¿puede oírme? —preguntó Jonas.

El ECG mostró una rápida desaceleración cardíaca; de ciento cuarenta latidos por minuto bajó a ciento veinte y después a cien.

—¿Señor Harrison?

Noventa por minuto. Ochenta.

—Se ha vuelto a dormir —dijo Ramona.

—Eso parece.

—No ha hecho más que dormirse —dijo ella—. No tiene por qué entrar en coma ahora.

—No hay coma —convino Jonas.

—Y ha estado hablando. ¿Tendrá algún sentido lo que ha dicho?

—Seguramente. Es difícil de saber —respondió Jonas, inclinándose sobre la barandilla de la cama para examinar los párpados del paciente, que se agitaban con el rápido movimiento de los ojos debajo de ellos. Era el sueño REM. Harrison estaba soñando de nuevo.

Fuera, la lluvia empezó a caer de repente con más fuerza que antes, y el viento cobró también velocidad y empezó a rugir en la ventana.

—Las palabras que yo he oído eran claras, no borrosas —dijo Ramona.

—No. No eran borrosas. Y ha pronunciado algunas frases completas.

—Entonces no está afásico —siguió ella—. Eso es estupendo.

La afasia, o total incapacidad de hablar o entender el lenguaje oral o escrito, era una de las formas más devastadoras de deterioro cerebral resultante de una enfermedad o lesión. Un paciente afectado por ella quedaba reducido a comunicarse por medio de gestos y la insuficiencia de semejante mímica sumía pronto al enfermo en una depresión de la que a veces no salía.

Evidentemente, Harrison estaba libre de esta condena. Si se hallaba libre de parálisis, y si no había demasiadas lagunas en su memoria, tenía muchas posibilidades de dejar la cama en breve y de hacer una vida normal.

—No saquemos conclusiones todavía —repuso Jonas—. No nos forjemos falsas esperanzas. Todavía le queda mucho camino por andar. Pero puede usted anotar en el historial que ha recuperado la conciencia por primera vez a las once treinta; dos horas después de su resucitación.

Harrison, en medio de su sueño, murmuró algo. Jonas se inclinó sobre el pecho y acercó el oído a los labios del paciente, que apenas se movían. Las palabras salían lánguidamente, arrastradas por unas superficiales exhalaciones. Era como una voz espectral escuchada por un canal abierto de radio emitida por alguna estación del otro lado del mundo, rebotada por algún curioso estrato de inversión de la alta atmósfera y filtrada a través de mucho espacio y mal tiempo, hasta hacerla sonar misteriosa y proféticamente a pesar de ser inteligible en menos de la mitad.

—¿Qué está diciendo? —preguntó Ramona.

Con los crecientes aullidos de la tormenta exterior, Jonas era incapaz de captar lo bastante de las palabras de Harrison para estar seguro de lo que decía, pero creía que repetía lo que había dicho antes: «Algo… está fuera…». De súbito el viento chilló y la lluvia aporreó con tanto ímpetu la ventana que amenazó con hacer añicos los cristales.

A Vassago le gustaba la lluvia. Los tormentosos nubarrones habían encapotado el cielo y no dejaban ningún hueco para que pudiera asomarse la luna, demasiado fulgente. El aguacero velaba también la luz de las farolas callejeras y los faros de los coches que se acercaban de frente, amortiguaban el brillo de los anuncios de neón y, en general, apagaba la noche del Condado de Orange, haciéndole posible conducir el coche más cómodamente que cuando conducía sólo con las gafas de sol.

Había viajado hacia el Oeste desde su escondite y luego había cogido la costa en dirección Norte, a la búsqueda de algún bar con poca luz y de una o dos mujeres disponibles para sus propósitos. Los lunes había muchos bares cerrados y otros no parecían demasiado bulliciosos a aquella hora tan tarde, alrededor de la hora de las brujas, la medianoche.

Por fin encontró un salón en Newport Beach, en la Autopista de la Costa del Pacífico. Era un sitio de postín, con un toldo a la entrada, unas hileras de diminutas luces blancas delimitando la línea del tejado y un rótulo anunciador: BAILE DE MIÉRCOLES A SÁBADO / GRAN ORQUESTA DE JOHNNY WILTON. Newport era la ciudad más rica del condado y tenía el puerto privado de yates más grande; de manera que era probable que casi cualquier establecimiento que aspirase a una clientela acaudalada dispusiera del suyo propio. A mediados de semana, seguramente contaría con un mozo de aparcamiento lo que no resultaría bueno para los propósitos de Vassago, pues un mozo era un posible testigo, pero como era lunes no había ningún mozo a la vista.

Aparcó en la zona más cercana al club y, nada más parar el motor, le dio la crisis. Sintió como si hubiera recibido un choque eléctrico, suave pero continuado. Sus ojos rodaron en el interior de su cabeza y por un momento pensó que estaba sufriendo convulsiones, pues era incapaz de respirar y tragar. Se le escapó un involuntario gemido. El ataque duró solamente diez o quince segundos y terminó con unas palabras que parecían haber sido pronunciadas dentro de su cabeza: Algo… está… fuera… No era sólo un pensamiento al azar provocado en el cerebro por alguna sinapsis en cortocircuito, pues llegó hasta él con una voz distinta, con el timbre y la inflexión de las palabras pronunciadas con independencia de los pensamientos. Y no era su propia voz, sino la de otra persona. Además, tenía la abrumadora sensación de que en el coche había una presencia extraña, como si algún espíritu hubiera traspasado las puertas existentes entre los mundos para visitarle a él, un ser desconocido pero real a pesar de ser invisible. Entonces el episodio terminó tan repentinamente como había comenzado. Permaneció sentado a la espera de que volviera a ocurrir.

La lluvia tamborileaba en el techo. A medida que se enfriaba el motor, el coche tintineaba y producía sonidos metálicos. Lo que quiera que hubiese ocurrido, ya había terminado. Trató de entender aquella experiencia. Aquellas palabras —Algo está fuera…— ¿habrían sido un aviso, una premonición psíquica? ¿Una amenaza? ¿Qué querían decir?

Más allá del automóvil no parecía haber nada especial en la noche. Sólo la lluvia. La bendita oscuridad. Los reflejos distorsionados de las luces y los anuncios eléctricos rielaban sobre el pavimento mojado, en los charcos y en los torrentes de agua que discurrían por los rebosantes arroyos. Por la autopista de la Costa del Pacífico el tráfico era escaso y, por lo que él podía ver, nadie iba a pie; y eso que podía ver tan bien como cualquier gato.

Al cabo de un rato llegó a la conclusión de que podría entender el episodio en cuanto se lo propusiera. No ganaba nada obsesionándose con ello. Si se trataba de una amenaza, cualquiera que fuera su origen, no le inquietaba. Él no podía sentir miedo. En ello radicaba lo mejor de haber abandonado el mundo de los vivos, aunque estuviese temporalmente detenido en la tierra de nadie a este lado de los muertos. Nada en la existencia encerraba ningún terror para él.

Sin embargo, aquella voz extraña había sido la cosa más rara que había experimentado jamás. Y eso que no estaba falto de extrañas experiencias con que compararla. Se apeó de su plateado Camaro, cerró de un portazo y echó a andar hacia la entrada del club. La lluvia era fría. El viento desapacible hacía sonar las hojas de las palmeras como si fueran huesos viejos.

Lindsey Harrison se encontraba también en la quinta planta, al otro extremo del corredor principal, lejos de su marido. Cuando Jonas entró y se acercó a la cama podía verse poco dentro de la habitación, pues en ella no había ni siquiera la luz verde del monitor de un cardiógrafo. La mujer apenas se veía.

Jonas se preguntaba si trataría de despertarla y quedó sorprendido cuando ella le preguntó:

—¿Quién es usted?

—Pensé que dormía —repuso él.

—No consigo dormirme.

—¿Le han dado alguna medicación?

—No ha servido de nada.

Como en la habitación de su esposo, en ésta también golpeaba la lluvia en la ventana con persistente furia. Jonas oía deslizarse una cascada de agua por una cercana cañería de aluminio.

—¿Qué tal se encuentra? —preguntó él.

—¿Cómo diablos quiere que me encuentre? —Trató de infundir enfado a sus palabras, pero estaba demasiado exhausta y abatida para conseguirlo.

Él bajó la barandilla, se sentó al borde de la cama y le tendió una mano, suponiendo que los ojos de Lindsey estaban más adaptados a la oscuridad que los suyos.

—Deme la mano.

—¿Por qué?

—Soy Jonas Nyebern, el médico. Quisiera decirle algo sobre su esposo y, en cierto modo, pienso que irá mejor si me permite usted cogerle la mano.

Ella guardó silencio.

—Hágame caso —insistió él.

Aunque la mujer creía que su esposo había muerto, Jonas no pensaba atormentarla retardando la noticia de su resucitación. Sabía por experiencia que las buenas noticias de aquella índole podían resultar tan funestas para quien las recibe como las malas; era preciso darlas con prudencia y sensatez. Ella había sufrido un estado ligeramente delirante al ingresar en el hospital, como principal consecuencia del frío y del shock, que había sido rápidamente solucionado con la administración de calor y medicamentos. Ahora llevaba algunas horas en posesión de todas sus facultades mentales empezando a intentar encajar su pérdida. Aunque sumida en un profundo dolor y lejos de conformarse con su viudez, ella había encontrado ya un saliente en el acantilado emocional por el que había caído, una percha angosta, una precaria estabilidad… de la que él estaba a punto de desengancharla de golpe.

Por otra parte, el doctor Nyebern podría haber actuado más directamente con ella si hubiera sido capaz de traerle una buena noticia más concreta. Por desgracia, no podía prometerle que su marido fuera a ser del todo como había sido antes, que pudiera retomar su vida anterior sin ninguna dificultad y que no quedara marcado por aquella experiencia. Necesitaban horas, tal vez días, para reconocer y examinar a Harrison antes de poder aventurar un pronóstico sobre sus posibilidades de una recuperación plena. Entretanto, seguramente le aguardaría una terapia de semanas o meses, sin garantía de éxito.

Jonas continuaba esperando que le diera la mano. Por último, ella se la ofreció con desconfianza. Con sus mejores modales de médico a enfermo, él bosquejó entonces rápidamente los elementos básicos de la medicina de reanimación. Cuando ella comprendió por qué estaba empeñado en que conociera tan extraño tema, apretó con más fuerza la mano del doctor.

En la habitación 518, Hatch estaba sumido en un mar de malos sueños que no eran sino imágenes disociadas que se mezclaban entre sí sin guardar siquiera el ilógico orden narrativo que usualmente contienen las pesadillas. La nieve azotada por el viento; una gigantesca rueda de noria, a veces salpicada de luces festivas, a veces negra, rota y ominosa, en una noche de lluvia furibunda. Alamedas de árboles como espantapájaros, nudosos y denegridos, defoliados por el invierno. Un camión de cerveza cruzado en ángulo sobre una carretera sembrada de nieve. Un túnel con suelo de cemento que descendía hacia una oscuridad total y desconocida que le llenaba de un miedo sobrecogedor. La pérdida de su hijo Jimmy, que yacía con su color cetrino muriendo de cáncer en las sábanas del hospital. Aguas, frías y profundas, más negras que la tinta, que se extendían por todos los horizontes, sin escapatoria posible. Una mujer desnuda con la cabeza puesta mirando hacia atrás, agarrando con las manos crispadas un crucifijo…

Frecuentemente tenía conciencia de la presencia de un hombre sin cara y misterioso alrededor del perímetro de una especie de escenas surrealistas, vestido de negro como un macabro segador, moviéndose tan armónica y fluidamente entre las sombras que bien pudiera tratarse de una sombra más. En otras ocasiones, el segador no formaba parte de la escena, sino que parecía ser el punto de observación desde donde era contemplada aquélla, como si Hatch estuviera mirando por los ojos de otro; unos ojos que miraban el mundo con una total falta de compasión, con el hambre y el calculado sentido práctico de una rata de cementerio.

Por una vez, el sueño adoptó una mayor calidad narrativa, en donde Hatch se encontró corriendo por el andén de una estación ferroviaria, tratando de alcanzar un vagón de pasajeros que se alejaba lentamente por la vía. A través de una de las ventanillas del tren veía a Jimmy, flaco y con los ojos hundidos, atrapado en las garras de su enfermedad, vestido tan sólo con la bata del hospital, mirando tristemente a Hatch con una manita levantada que decía adiós, adiós, adiós. Hatch se agarró desesperadamente a la barra vertical que había junto a los escalones de subida al tren en la plataforma del vagón de Jimmy, pero el tren aumentaba su velocidad; Hatch perdió terreno y los peldaños se alejaron. La carita pálida de Jimmy perdió definición y finalmente se fue desvaneciendo mientras el veloz coche de pasajeros se perdía en la espantosa nada, más allá del andén de la estación, en un vacío de tinieblas del que solamente ahora Hatch tenía conciencia. Luego, otro vagón empezó a deslizarse por delante de él (cláqueti-clac, cláqueti-clac) y se sobresaltó al ver a Lindsey sentada ante una de sus ventanillas, mirando al andén, con una expresión perdida en el rostro. Hatch la llamó —“¡Lindsey!”—, pero ella no le vio o no le oyó, pues parecía estar en trance, por lo que él empezó a correr otra vez tratando de abordar su vagón (cláqueti-clac, cláqueti-clac), que se alejaba igual que había hecho el de Jimmy. «¡Lindsey!». Su mano estaba a algunos centímetros de la barandilla que había junto a los peldaños, y el tren dejó de ser un tren. Con la rara fluidez en que se producen los cambios en todo sueño, el tren se convirtió en una montaña rusa de un parque de atracciones, que iniciaba un viaje vertiginoso. (Cláqueti-clac). Hatch llegó al final del andén sin haber podido subirse al vagón de Lindsey y ella se alejó velozmente de él, escalando la primera colina empinada de la larga y ondulante vía férrea. Luego pasó por delante de él el vagón del convoy que iba detrás del de Lindsey. Llevaba un solo pasajero. Era una figura de negro —en torno a la cual se arracimaban las sombras como los cuervos en la valla de un cementerio— sentada al principio del vagón, con la cabeza gacha y el rostro tapado por una espesa melena que le caía hacia delante como la capucha de un monje. (Cláqueti-clac). Hatch gritaba en dirección a Lindsey, avisándola para que mirase hacia atrás, rogándole que estuviera prevenida contra lo que viajaba en el vagón a ella y se agarrara bien, por amor de Dios, ¡agárrate bien! La procesión de vagones enganchados, como si fueran orugas, llegó a la cresta de la colina, permaneció inmóvil un momento como si el tiempo se hubiera suspendido y desapareció por el lado opuesto cayendo a plomo en medio de un incesante alarido.

Ramona Pérez, la enfermera de noche asignada a la parte del quinto piso que incluía la habitación 518, estaba de pie junto a la cama observando a su paciente. Se sentía preocupada por él, pero todavía no estaba segura de si debía ir en busca del doctor Nyebern. A juzgar por el monitor del cardiógrafo, el pulso de Harrison se encontraba en un estado altamente fluctuante. Por lo general, latía entre unas setenta a ochenta tranquilizadoras pulsaciones por minuto. Pero de vez en cuando, sin embargo, se elevaba hasta las ciento cuarenta. Por el lado positivo, observaba que no había indicaciones de grave arritmia.

La aceleración de sus latidos cardíacos afectaba a su presión sanguínea, pero no estaba en evidente peligro de apoplejía o derrame cerebral derivado de hipertensión aguda, toda vez que su lectura sistólica no era nunca peligrosamente alta.

Estaba sudando profusamente y sus ojeras eran tan oscuras que parecían haber sido pintadas con maquillaje de actor. A pesar de las mantas acumuladas encima de él, tiritaba de frío. Los dedos de su mano izquierda —descubierta a causa de la alimentación intravenosa— sufría ocasionales espasmos, aunque no lo suficientemente violentos como para pertubar la aguja que tenía inserta en el pliegue interior del codo.

En susurros, repetía el nombre de su esposa, a veces en tono muy apremiante: «Lindsey… Lindsey… ¡Lindsey, no!». Obviamente, Harrison estaba soñando y los episodios de una pesadilla podían provocar las mismas respuestas psicológicas que las experiencias en estado de vigilancia. Por último, Ramona llegó a la conclusión de que la aceleración de las pulsaciones no era una consecuencia de una auténtica desestabilización cardiovascular. No corría ningún peligro. Sin embargo continuó al lado de la cama, observándole.

Vassago ocupó una mesa junto a la ventana que tenía vistas al puerto. Llevaba en el establecimiento sólo cinco minutos y ya le parecía que no era un buen sitio para ir de caza. El ambiente no era bueno. Se arrepentía de haber pedido una consumición.

Los lunes por la noche no había música de baile, pero en un rincón estaba tocando un pianista. No interpretaba las lánguidas canciones de los años 30 y 40, ni los afectados y blandos arreglos del rock’n’roll moderado que carcomían el cerebro de los asiduos clientes del local, pero prolongaba las también dañinas y repetitivas melodías de los versos de la Nueva Era, compuestas por aquellos que encontraban el elevador de música demasiado complejo e intelectualmente oneroso.

Vassago prefería la música de percusión dura, rápida y arrolladora, algo que pusiera los dientes de punta. Al haberse convertido en ciudadano de la tierra de nadie, no podía encontrar placer en la mayoría de las melodías, pues sus ordenadas estructuras le irritaban. Sólo podía tolerar la música atonal, áspera e inarmónica. Le gustaban los cambios de notas chillonas, los acordes estridentemente ensordecedores y las repetitivas frases aulladoras de guitarra que desgastaban los nervios. Gozaba con los tipos de ritmo discordes y rotos. Se sentía excitado por la música que llenaba la mente de sangre y violencia.

Para Vassago, la escena que había tras la amplia ventana, a causa de su belleza era tan fastidiosa como la música del salón. Los barcos de vela y los yates de motor llenaban los muelles privados del puerto, amarrados, con las velas atadas y los motores silenciosos, meciéndose ligeramente, pues el puerto estaba bien protegido y la tormenta no era particularmente furiosa. A pesar del gran tamaño de las embarcaciones y de sus comodidades, pocos de sus acaudalados propietarios se hallaban ahora a bordo y de ahí que sólo se vieran iluminadas algunas portillas. La lluvia, transmutada en mercurio aquí y allá por las luces del muelle, martilleaba los barcos, perlaba sus bruñidas superficies y goteaba como metal derretido por los mástiles abajo hacia las cubiertas y los imbornales. Vassago no toleraba la belleza, ni las escenas de armoniosa composición de las tarjetas postales porque las consideraba espurias y engañosas respecto a lo que el mundo realmente era. Por el contrario, le atraían los desacordes visuales, las estampas melladas, las formas enconadas y ulcerosas.

El salón, con sus asientos de felpa y sus luces ambarinas, resultaba demasiado apacible para un cazador como él. Aburría a su instinto asesino. Examinó atentamente la clientela, esperando encontrar algún objetivo de calidad que resultara adecuado para su colección. Si localizara algo verdaderamente capaz de exacerbar su fiebre de coleccionista, ni siquiera la sofocante atmósfera del salón lograria socavar sus energías.

Había unos cuantos hombres sentados en la barra, pero carecían de interés para él. Los tres hombres que tenía en su colección habían sido la segunda, cuarta y quinta de sus adquisiciones, pero los había cogido porque eran vulnerables y se hallaban en unas circunstancias solitarias que le permitieron hacerse con ellos y llevárselos sin ser visto. No sentía aversión a matar hombres, pero prefería las mujeres. Mujeres jóvenes. Le gustaba llevárselas antes de que pudieran engendrar más vidas.

Las únicas mujeres realmente jóvenes que había entre la clientela estaban sentadas junto a las ventanas, tres mesas más allá de la suya. Estaban un poco bebidas y se inclinaban hacia delante como compartiendo un cotilleo, charlando con animación y estallando periódicamente en ataques de risa. Una de ellas era lo bastante hermosa como para despertar el odio que sentía Vassago por las cosas bellas. Tenía unos grandes ojos achocolatados y una gracia animal que le recordaba la de una gacela. La apodó Bambi. Su pelo de cuervo estaba separado en unas cortas alas que dejaban al descubierto la mitad inferior de sus orejas.

Eran unas orejas excepcionales, grandes pero delicadamente formadas. Pensó que podría hacer algo interesante con ellas y continuó observándola, intentando decidir si encajaría en lo que estaba buscando. Bambi hablaba más que sus amigas y era la más ruidosa del grupo. Sus risas resultaban también las más sonoras y parecía una yegua relinchado. Era excepcionalmente atractiva, pero su incesante charla y fastidiosas risas estropeaban lo demás. Evidentemente, a ella le gustaba el sonido de su propia voz. «Mejoraría considerablemente —pensó—, si se le dejara sordomuda».

Este golpe de inspiración se adueñó de él y se irguió repentinamente en su silla. Cortándole las orejas, metiéndoselas dentro de su boca muerta y cosiéndole los labios, Vassago estaría simbolizando la fatal imperfección de su hermosura. Era una visión de tanta simplicidad y sin embargo, tan atrayente, que…

—Un cubalibre de ron —dijo la camarera, poniendo delante de Vassago sobre la mesa un vaso y una servilleta de papel—. ¿Lo paga con cheque?

Levantó la cabeza hacia la camarera y parpadeó confusamente. Era una mujer fornida, de mediana edad y pelo castaño rojizo. La podía ver perfectamente a través de las gafas de sol, pero en su delirio de excitación creativa tenía dificultades para situarla.

—¿Cheque? —exclamó, finalmente—. ¡Oh, no! Al contado, gracias señora.

Cuando sacó la cartera no sintió en ella en absoluto el tacto de la cartera, sino lo que podría sentir al tocar las orejas de Bambi. Al resbalar sus dedos pulgar y medio por la suave piel, captó lo que pronto podía estar disponible para sus caricias: los cartílagos delicadamente configurados que formaban el pabellón de la oreja, las graciosas curvas de los canales que recogían las ondas sonoras y las enviaban a la membrana del tímpano…

Se percató de que la camarera le había hablado de nuevo anunciándole el precio de la bebida y de que era la segunda vez que lo hacía. Había estado pasando los dedos sobre la cartera durante unos deliciosos segundos, soñando despierto con la muerte y la desfiguración. Sacó al azar un crujiente billete y, sin mirarlo, se lo entregó a la camarera.

—Es de cien —señaló ella—. ¿No tiene otro más pequeño?

—No, senora, lo siento —respondió, ahora impaciente por desembarazarse de ella—, esto es lo único que tengo.

—Tendré que volver al mostrador a recoger tanto cambio.

—Claro, de acuerdo, lo que usted quiera. Gracias, señora.

Cuando la camarera se alejó de la mesa, volvió a dirigir su atención hacia las cuatro mujeres jóvenes, pero descubrió que se estaban marchando. Se encontraban cerca de la puerta y se iban poniendo los abrigos según salían.

Empezó a levantarse intentado seguirlas, pero se quedó helado al oír su propia voz diciendo: «Lindsey».

No había pronunciado en voz alta el nombre, ni le oyó decirlo a nadie del bar. Él fue la única persona que reaccionó y su reacción fue de una total sorpresa. Durante un momento se quedó dudando con una mano sobre la mesa y la otra en el brazo de la silla, a medio levantarse. Mientras permanecía paralizado en aquella postura de indecisión, las cuatro mujeres jóvenes abandonaron el local. Bambi tenía ya para él menos interés que aquel misterioso nombre —Lindsey— de modo que volvió a sentarse.

No conocía a nadie que se llamara Lindsey. No había conocido nunca a nadie llamado Lindsey. Carecía de todo sentido que de pronto hubiera pronunciado en voz alta aquel nombre. Miró por la ventana en dirección al puerto. Sobre las aguas en perpetuo movimiento subían, bajaban y se revolcaban codo a codo cientos de millones de dólares de engreimiento. El cielo sin sol era arriba otro mar tan frío y despiadado como el de abajo. El aire estaba lleno de una lluvia semejante a millones de hebras grises de plata, como si la Naturaleza pretendiera coser el océano con los cielos y eliminar así el angosto espacio intermedio, donde la vida era posible. Habiendo sido uno de los vivos y de los muertos, y siendo ahora un muerto viviente, se había considerado a sí mismo el hombre más sofisticado y lleno de experiencia, a lo que jamás podía pretender llegar cualquier hombre de mujer nacido. Había asumido que el mundo no encerraba nada nuevo para él, no tenía nada que enseñarle. Y ahora esto. Primero el arrobamiento que tuvo en el coche: ¡Algo está fuera! Y ahora Lindsey. Aunque ambas experiencias eran distintas, pues la segunda vez no había escuchado ninguna voz dentro de su cabeza y al pronunciarlo lo había dicho con su propia voz y no con la de un extraño. Pero los dos hechos eran tan similares que encontraba entre ellos una relación. Según miraba fijamente a los barcos amarrados, al puerto y al mundo que se extendía más allá, empezó a parecerle todo más misterioso que lo había sido durante siglos. Cogió su vaso de ron y cola y se tomó un buen trago. Cuando volvió a dejar el vaso dijo:

—Lindsey.

El vaso traqueteó contra la mesa y él, sorprendido otra vez por el nombre, estuvo a punto de derribarlo. No lo había pronunciado en voz alta para ponderar el significado del mismo. Más bien le había salido de sopetón, como antes, un poco menos jadeante esta vez pero, en cierto modo, un poco más alto.

Interesante.

El salón le pareció un lugar mágico y decidió sentarse a esperar un rato a ver qué podría suceder después. Entonces volvió la camarera con el cambio.

—Quisiera otra copa, señora. —Le dijo, entregándole un billete de veinte dólares—. Cóbrela de aquí y, por favor, quédese con la vuelta.

Contenta por la propina, la camarera regresó apresuradamente al mostrador. Vassago se volvió de nuevo hacia la ventana, pero esta vez miró su propia imagen reflejada en el cristal y no al puerto. La tenue iluminación del local mandaba poca luz contra el vidrio y no le proporcionaba una imagen clara. Sus gafas negras no se manifestaban bien en el turbio espejo y su cara parecía tener dos cuencas de ojos vacías, como las de un cráneo sin piel. Aquella ilusión óptica le complació. Con un susurro ronco, no en voz alta aunque sí lo bastante claro para atraer la atención de todos los que estaban en el bar, y con más apremio que antes, exclamó:

—¡Lindsey, no!

Este arranque le pilló tan desprevenido como los dos anteriores, pero no se inmutó. Se había adaptado rápidamente a esos hechos misteriosos y empezaba a intentar comprenderlos. Su sorpresa no podía durar mucho tiempo. Al fin y al cabo, había estado en el Infierno y vuelto de él, tanto en el Infierno real como en el que había bajo la Casa de las Sorpresas; de manera que la intrusión de lo fantástico en la vida real no le sobrecogía ni le atemorizaba.

Se bebió un tercer cubalibre. Después de transcurrir más de una hora sin que acontecieran nuevos hechos y cuando el barman anunció la última ronda de bebidas de la noche, Vassago abandonó el establecimiento.

Dentro de él continuaba sintiendo la necesidad de asesinar y crear. Experimentaba un calor intenso en sus entrañas que no tenía nada que ver con el ron; una acerada en su pecho, como si su corazón fuese un mecanismo de relojería con la cuerda enrollada a punto de estallar. Lamentaba profundamente no haber ido tras la mujer de ojos de gacela a la que había apodado Bambi. Él le habría cambiado las orejas después de muerta… o ¿mientras hubiera estado aún viva? ¿Habría sido ella capaz de comprender la manifestación artística que él efectuaba al coserle los labios y cerrar toda su boca? Probablemente no. Nadie más que él poseía ingenio y perspicacia para apreciar su singular talento.

Al llegar al párking, casi desierto, permaneció de pie un rato bajo la lluvia, permitiendo que le empapara y extinguiese parte del fuego de su obsesión. Faltaba poco para las dos de la madrugada. No quedaba tiempo suficiente, antes del alba para capturar ninguna pieza. Tendría que regresar a su escondite sin añadir nada a su colección y, si quería dormir un poco durante el día que se avecinaba y estar listo para cazar algo en el siguiente anochecer, necesitaba apaciguar su ardiente impulso creativo.

Al cabo de un rato empezó a tiritar pues los ardores que llevaba dentro dieron paso a un frío implacable. Alzó una mano y se tocó la mejilla. Se sintió la cara helada, pero los dedos estaban aún más fríos, igual que la mano de mármol de una estatua de David que él, estando todavía en el mundo de los vivos, había admirado en un mausoleo del Forest Lawn Cemetery.

Así estaba mejor. Al abrir la puerta del automóvil, miró una vez más en torno a la noche desgarrada por la lluvia y exclamó, esta vez por propia voluntad:

—¿Lindsey?

No hubo respuesta. Quienquiera que pudiera ser ella, todavía no estaba destinada a cruzarse en su camino. Tenía que tener paciencia. Estaba perplejo y ello le hacía sentirse fascinado y lleno de curiosidad. Pero lo que quiera que fuera a suceder, sucedería por su propio paso. Una de las virtudes de los muertos era la paciencia y aunque él estaba todavía medio vivo sabía que podía encontrar en sus adentros la suficiente fortaleza para igualar la tolerancia de los difuntos.

El martes por la mañana, una hora después del amanecer, Lindsey ya no pudo dormir más. Sentía dolores en todos los músculos y las articulaciones, y el tiempo que había estado durmiendo no había conseguido disminuir en modo apreciable su agotamiento. No quería tomar sedantes. Incapaz de soportar más tiempo de espera, insistía en que la llevaran a la habitación de Harrison. La enfermera encargada de su cuidado lo consultó con Jonas Nyebern, que se encontraba todavía en el hospital, y finalmente condujo a Lindsey en una silla de ruedas por el pasillo hasta la 518.

Nyebern estaba allí, con el rostro cansado y los ojos enrojecidos. Las sábanas de la cama que había más cerca de la puerta no estaban abiertas pero aparecían arrugadas, como si el doctor se hubiera tendido a descansar sobre ellas al menos una vez durante la noche. Lindsey había averiguado ya para entonces bastante acerca de Nyebern —algo por él mismo y mucho por las enfermeras— y sabía que era una leyenda local. Había sido un solicitado cirujano cardiovascular, pero desde hacía más de dos años, tras perder a su esposa y sus dos hijos en un horrible accidente, dedicaba cada vez menos tiempo a la cirugía y más a la medicina de reanimación. El tiempo que consagraba a su trabajo era excesivo para que pudiera calificarse de mera dedicación, era algo más que una obsesión. En una sociedad que se esforzaba para escapar de tres décadas de autocomplacencia y egoísmo, resultaba fácil admirar a un hombre tan desinteresadamente dedicado a los demás como Nyebern, y todo el mundo parecía por consiguiente admirarle. Lindsey, para no ir más lejos, le admiraba con locura. Después de todo, había salvado la vida de Hatch.

Delatando su cansancio sólo por sus ojos inyectados en sangre y las arrugas de sus ropas, Nyebern se apresuró a descorrer las cortinas de aislamiento que rodeaban la otra cama, más próxima a la ventana. Agarró los mangos de la silla de ruedas de Lindsey y la acercó al lecho de su esposo.

La tormenta había cesado durante la noche y el sol oblicuo de la mañana se colaba por las persianas Levolor, formando rayas de sombras y luces doradas en las sábanas y las mantas. Hatch yacía debajo de una piel artificial de tigre con sólo un brazo y la cara al descubierto. Aunque su epidermis tenía el mismo camuflaje felino que las ropas de la cama, su extrema palidez era patente. Sentada en su silla de ruedas, Lindsey contempló a Hatch por un ángulo inverosímil a través de la barandilla de la cama y sintió náuseas al ver la fea magulladura que partía de una herida suturada en su frente. Pero a juzgar por las señales del monitor del cardiógrafo y por la inmovilidad del tórax de Hatch, ella habría asegurado que estaba muerto.

Sin embargo, estaba vivo, vivo, y sintió una opresión en el pecho y en la garganta que presagiaba las lágrimas con la misma certeza que el rayo anunciaba la proximidad del trueno. La perspectiva de las lágrimas la sorprendió, acelerando su respiración.

Desde el momento en que el Honda en que viajaban saltó el pretil y cayó por el barranco, y durante la dura prueba física y emocional de la noche que acababa de concluir, Lindsey no había derramado ni una sola lágrima. No es que se sintiera orgullosa de su estoicismo, es que era así su manera de ser.

No, nada de eso. Se debía únicamente al hábito que se vio obligada a adquirir mientras Jimmy estuvo enfermo de cáncer. Desde el día del diagnóstico hasta el final, su hijo tuvo nueve meses de vida, el mismo tiempo que ella había tenido para irle configurando amorosamente dentro de su útero. Cada día de aquella muerte lenta, Lindsey no deseaba otra cosa que acurrucarse en la cama, cubrirse con las sábanas hasta la cabeza y gritar, dar rienda suelta a las lágrimas hasta que no quedara líquido en su cuerpo, hasta deshidratarse, convertirse en polvo y dejar de existir. Había llorado, al principio. Pero sus lágrimas asustaban a Jimmy y entonces comprendió que cualquier expresión de sus sufrimientos internos constituía un egoísmo injusto. Aun cuando lloraba a solas, Jimmy lo notaba después; siempre había sido un niño más perceptivo y sensible que los de su edad y la enfermedad que padecía parecía exacerbar su conocimiento de todas las cosas. La teoría entonces imperante sobre la inmunología otorgaba una importancia considerable a las actitudes positivas, a la risa y a la confianza, como armas en la batalla contra una enfermedad que amenaza a la vida. Por eso ella aprendió a suprimir su terror ante la perspectiva de perderle. Le dio risa, amor, confianza y coraje… y ni un solo motivo para poner en duda su propia convicción de que él derrotaría la enfermedad.

Cuando Jimmy murió, Lindsey dominaba ya tan bien sus lágrimas que ya no era capaz de volver a sacarlas. Al negársele el desahogo que podía haberle producido el llanto, se fue sumiendo en la espiral de un tiempo perdido de desesperación. Perdió peso —cinco y medio, siete y nueve kilos—, hasta quedarse demacrada. No se molestaba en lavarse el cabello, en cuidar de su tez o en planchar sus ropas. Convencida de que había fracasado con Jimmy, de que le había estimulado a confiar en ella pero luego no había sido capaz de ayudarle a rechazar su enfermedad, abrigaba la creencia de que no merecía gozar de los alimentos, ni de su aspecto físico, de un libro, de una película, de la música, de nada. Pasado algún tiempo, con mucha paciencia y cariño, Hatch la ayudó a comprender que su insistencia en sentirse responsable de un acto del ciego destino era también una enfermedad como había sido el cáncer de Jimmy.

En aquel momento, aunque todavía no había sido capaz de llorar otra vez, sí había logrado salir del pozo psicológico que ella había cavado para sí misma, aunque todavía seguía viviendo al borde de este pozo, en precario estado de equilibrio. Ahora, sus primeras lágrimas al cabo de tanto tiempo, le resultaron sorprendentes e inquietantes. Los ojos le picaban y le ardían, y se le emborronaba la visión. Incrédula, levantó una mano temblorosa para tocarse los calientes surcos de sus mejillas.

Nyebern cogió un Kleenex de una caja que había sobre la mesilla y se lo tendió. Aquel pequeño acto de amabilidad la afectó tan desproporcionadamente a lo que en sí era, que la hizo lanzar un sollozo.

—Lindsey…

Como la garganta del hombre que lo dijo estaba maltratada por la dura prueba que acababa de pasar, su voz áspera fue poco más que un susurro. Pero ella supo en el acto quién la había llamado y que no había sido Nyebern. Se limpió apresuradamente los ojos con el Kleenex y se echó adelante en la silla de ruedas hasta que su frente tocó la fría barandilla de la cama. Hatch había vuelto la cabeza hacia ella, con los ojos abiertos y despiertos, atento.

—Lindsey…

Reunió fuerzas suficientes para sacar la mano derecha de debajo de las sábanas y la extendió hacia ella. Lindsey le cogió la mano entre las suyas a través de la barandilla. Él tenía la piel reseca. Un sutil vendaje cubría su erosionada palma. Estaba demasiado débil y sólo le dio un levísimo apretón con la mano pero, a Dios gracias, tenía calor en el cuerpo ¡y estaba vivo!

—Estás llorando —dijo Hatch.

Ella era una tormenta de lágrimas, más que nunca, pero sonreía al mismo tiempo. El dolor no había sido capaz de desatar sus primeras lágrimas durante cinco terribles años, pero el gozo lo había hecho finalmente. Lloraba de alegría, lo cual parecía bueno y saludable. Sintió que las tensiones largo tiempo contenidas en su corazón empezaban a aflojársele, como si las anudadas adherencias de viejas heridas se estuvieran deshaciendo y todo ello porque Hatch estaba vivo; porque había estado muerto y ahora estaba vivo. Si un milagro no podía levantar el corazón, ¿qué podría lograrlo entonces?

—Te quiero —dijo Hatch.

La tormenta de lágrimas se convirtió en un torrente, ¡oh, Dios!, en un océano, y ella se oyó a sí misma decirle a cambio, llorando: «Y yo te quiero a ti». Luego sintió que Nyebern le ponía una mano consoladoramente en el hombro, otro pequeño acto de amabilidad que le pareció inconmensurable y sólo sirvió para hacerla llorar con más fuerza. Pero ella, además de llorar, reía, y vio que Hatch también estaba sonriendo.

—Todo va bien —dijo Hatch con voz ronca—. Lo peor… ha pasado. Lo peor ha… quedado ya detrás de nosotros…

Durante las horas diurnas en que estaba fuera del alcance del sol, Vassago guardaba su Camaro en un aparcamiento subterráneo que en otro tiempo había ocupado los tranvías, carromatos y camiones eléctricos utilizados por el equipo de mantenimiento del parque. Hacía tiempo que aquellos vehículos habían desaparecido de allí, reclamados por los acreedores, por lo que el Camaro permanecía solitario en el centro de aquel espacio húmedo y sin ventanas.

Desde este garaje, Vassago descendía por unas amplias escaleras —hacía años que no funcionaban los ascensores— hasta otra planta subterránea más profunda aún. Todo el parque estaba edificado sobre un sótano que en un tiempo había constituido su centro de operaciones con baterías de videomonitores capaces de revelar hasta el rincón más oculto, un centro de control remoto, incluso más complejo, de alta tecnología a base de ordenadores y monitores, carpintería y talleres eléctricos, una cafetería para el personal, taquillas y habitaciones para el cambio de ropa de cada turno de los cientos de personas que trabajaban con el vestuario, una enfermería de urgencia, despachos comerciales y muchas cosas más.

Vassago cruzó sin vacilar la puerta de aquella planta y siguió bajando hacia el subsótano que constituía el mismísimo fondo del complejo. Incluso en aquellas profundidades de las secas arenas del sur de California, los muros de cemento exudaban un húmedo olor a cal.

Ninguna rata huyó a su paso, como él había esperado que ocurriera cuando descendió por primera vez a aquellos reinos, muchos meses antes. No había visto ni una sola rata durante todas las semanas que había vagado por los tenebrosos corredores y las silenciosas habitaciones de aquella vasta estructura, aunque no hubiera sentido ninguna aversión por compartir el espacio con ellas. Le gustaban las ratas. Eran devoradoras de carroña, reveladoras de la putrefacción, activos porteros que limpiaban en los velatorios de la muerte. Puede que nunca hubieran invadido los subterráneos del parque, pues tras su clausura, el lugar había quedado desprovisto de todo. Allí sólo había cemento, plástico y metal; nada biodegradable para que se alimentaran las ratas. Algún objeto oxidado, sí, algún papel arrugado aquí y allá, pero todo tan estéril como una estación orbital en el espacio y de ningún interés para los roedores.

Las ratas, con el tiempo, podrían encontrar la colección de Vassago en el Infierno, debajo de la Casa de las Sorpresas, y una vez alimentadas seguir extendiéndose desde allí. Él tendría entonces una adecuada compañía durante las horas diurnas en que no podía aventurarse a salir de su reino.

Al fondo del cuarto y último tramo de escaleras, dos plantas por debajo del garaje subterráneo, Vassago cruzó una puerta de acceso. No tenía hoja, como ocurría prácticamente con todas las puertas del complejo, pues habían sido arrancadas por los recuperadores y revendidas por unos cuantos dólares cada una. Más allá había un túnel de cinco metros y medio de ancho. El suelo era llano y tenía una raya amarilla pintada en el centro, como una carretera, cosa que, en cierto modo había sido. Sus paredes de cemento se curvaban hacia arriba para encontrarse y formar el techo.

Parte de las plantas más bajas eran almacenes que en sus días alojaron grandes cantidades de suministro. Vasos de poliestireno y paquetes de hamburguesas, cajas de cartón conteniendo palomitas de maíz y recipientes de patatas fritas, servilletas de papel y pequeños paquetes envueltos en aluminio con ketchup y mostaza para los muchos puestos de comidas instalados en la superficie. Paquetes de fertilizantes y botes de insecticidas para los equipos de jardinería. Todo aquello —y todo lo demás que podía necesitar una pequeña ciudad— había sido sacado de allí hacía mucho tiempo. Las habitaciones estaban ahora vacías.

Una red de túneles conectaba los cuartos de almacenaje con los ascensores que conducían a todas las atracciones y restaurantes. Las mercancías y los equipos de reparación podían de este modo ser distribuidos y transportados por todo el parque sin molestar a los clientes ni privarles de experimentar la fantasía por la que habían pagado. En las paredes había números pintados cada cien metros señalando las rutas y en los cruces había letreros con flechas indicando las direcciones:

CASA ENCANTADA

RESTAURANTE CHALÉ ALPINO

RUEDA CÓSMICA

MONTADA DEL HUMANOIDE

Vassago dobló a la derecha en la primera intersección, a la izquierda en la siguiente y luego otra vez a la derecha. Aunque su extraordinaria visión no le hubiera permitido ver en aquellos oscuros túneles, habría sido capaz de seguir a ciegas la ruta que deseaba, pues para entonces conocía ya las disecadas arterias del parque muerto tan bien como los contornos de su propio cuerpo.

Al cabo de un rato llegó frente a un letrero —MAQUINARIA DE LA CASA DE LAS SORPRESAS— situado al lado de un ascensor. Las puertas del ascensor habían desaparecido, igual que la cabina y el mecanismo de elevación, vendidos para usar de segunda mano o como chatarra. Pero el hueco seguía allí, descendiendo poco más de un metro bajo el piso del túnel y extendiéndose durante cinco plantas sumidas en la oscuridad hasta el nivel donde se encontraban las oficinas de seguridad y control de tráfico del parque, en la planta más baja de la Casa de las Sorpresas, donde él guardaba su colección, y luego hacia el segundo y tercer piso de aquella atracción.

Deslizándose sobre el borde, se dejó caer hasta el fondo del hueco del ascensor. Allí se sentó sobre el colchón que había metido para hacer más confortable su escondite.

Al doblar la cabeza hacia arriba por el hueco sin iluminación sólo alcanzaba a ver un par de plantas. Los oxidados peldaños metálicos de una escalera de servicio se iban perdiendo en la penumbra. Si subía por la escalera hasta la planta más baja de la Casa de las Sorpresas, iría a salir al cuarto de servicio situado tras las paredes del Infierno, desde donde tenía acceso y era reparada la maquinaria que hacía funcionar a la cadena de arrastre de las góndolas…, antes de que se llevaran aquello de allí para siempre. Una puerta en un extremo de aquella habitación, simulando una piedra rodadiza hecha de cemento, facilitaba el acceso al ahora seco lago del Hades, donde Lucifer se alzaba majestuosamente.

Vassago se encontraba en el punto más hondo de su escondite, casi metro y medio más de dos plantas por debajo del Infierno. Allí se sentía como en su casa, si es que él podía encontrarse como en su casa en alguna parte. Fuera, en el mundo exterior de los vivos, se movía con la confianza de un maestro secreto del universo, pero no se sentía nunca como si perteneciera a él. Aunque realmente ya no se asustaba de nada, un ligero fluido de ansiedad zumbaba por todo su cuerpo cada minuto que pasaba más allá de los espantosos y negros pasadizos y de las sepulcrales cámaras de su escondite.

Al cabo de un rato abrió la tapa de una sólida nevera de plástico revestida de poliestireno, en la que guardaba latas de cerveza sin alcohol. Siempre le había gustado la cerveza sin alcohol. Como resultaba difícil tener hielo en la nevera se bebió la soda caliente. No le importaba. También guardaba alimentos en la nevera: barras «Mars», tarritos «Reese» de mantequilla de cacahuete, barras «Clark», una bolsa de patatas fritas, paquetes de crackers de cacahuete, mantequilla y queso, «Mallomars» y galletas «Oreos». Cuando entró en la tierra de nadie aconteció algo en su metabolismo: parecía capaz de comer todo lo que quisiera y quemarlo sin ganar peso ni volverse fofo. Y, por alguna razón desconocida, lo que le gustaba comer era lo mismo que le había apetecido de niño.

Abrió una cerveza sin alcohol y bebió un buen trago caliente. Sacó una galleta de la bolsa de «Oreos» y separó con mucho tiento las dos obleas de chocolate, sin dañarlas. El círculo de alcorza se pegó enteramente a la oblea que sostenía con la mano izquierda. Eso significaba que de mayor iba a ser rico y famoso. Si se hubiera quedado pegada a la que sostenía con la mano derecha, hubiera significado que iba a ser famoso pero no necesariamente rico, lo cual podría situarle entre ser una estrella del rock’n’roll y un asesino capaz de liquidar al presidente de los Estados Unidos. Si una alcorza se pegaba a las dos obleas, eso significaba que debías coger otra galleta y arriesgarte a no tener ningún futuro.

Mientras chupaba la dulce alcorza, dejándola disolverse lentamente en la boca, elevó la vista hacia el vacío hueco del ascensor y pensó cuán interesante era que hubiese elegido como escondite un parque de atracciones abandonado cuando el mundo le brindaba tantos lugares sombríos y solitarios donde escoger. De niño había estado allí algunas veces, cuando el parque se hallaba todavía abierto al público; la más reciente hacía ocho años, cuando él tenía doce, poco más de un año antes de que lo cerraran. Aquella singular tarde de su niñez, él había cometido allí su primer asesinato, dando comienzo a su largo romance con la muerte. Ahora había vuelto.

Chupó lo que le quedaba de la alcorza. Se comió la primera oblea de chocolate. Y la segunda. Cogió otra galleta de la bolsa. Sorbió la cerveza caliente.

Deseaba estar muerto. Totalmente muerto. Era la única forma de comenzar su existencia en el Otro Lado.

—Si los deseos fueran vacas —dijo—, comeríamos bistec todos los días, ¿verdad?

Se comió la segunda galleta, apuró la cerveza sin alcohol y luego se tendió boca arriba para dormir. Mientras dormía, soñó. Eran unos sueños peculiares sobre gentes que no había visto nunca, lugares donde no había estado nunca, acontecimientos que no había presenciado jamás. Estaba rodeado de agua en la que flotaban trozos de hielo, con la nieve arrastrada por un fuerte viento. Una mujer en una silla de ruedas, riendo y llorando al mismo tiempo. La cama de un hospital, veteada por sombras y doradas franjas de luz solar. La mujer de la silla de ruedas riendo y llorando. La mujer de la silla de ruedas. La mujer.