Estaban aparcados en dos carriles de la carretera de montaña. Media docena de coches de Policía y de vehículos de Urgencias. El tráfico de subida y bajada se hacía por un tercer carril, regulado por agentes de uniforme. Lindsey se dio cuenta de que desde un Jeep Wagoneer unas personas la miraban estúpidamente, pero sus rostros se desvanecieron tras las cortinas de nieve y los recios penachos condensados de los tubos de escape.
El furgón-ambulancia podía acomodar a dos pacientes. Situaron a Lindsey sobre una camilla con ruedas, que se ajustó a la pared de la izquierda mediante dos abrazaderas de muelle para inmovilizarla mientras el vehículo estuviera en marcha. A Hatch le instalaron en otra camilla idéntica, a lo largo de la pared derecha. Dos socorristas saltaron dentro de la ambulancia y cerraron la puerta de atrás. A cada movimiento que hacían, sus blancos uniformes de nylon aislante producían un continuo sonido de roce, unos suaves silbidos que parecian electrónicamente amplificados en aquel reducido compartimento. La ambulancia lanzó un corto aullido de sirena y se puso en movimiento. Los socorristas se adaptaban con facilidad al balanceo y la experiencia les ayudaba a mantenerse firmemente de pie dentro del vehículo.
Uno junto al otro en el angosto pasillo que había entre las camillas, los dos hombres se volvieron hacia Lindsey. Llevaban los nombres bordados sobre los bolsillos de las chaquetas: David O’Malley y Jerry Epstein. Empleando una curiosa combinación de imparcialidad profesional y preocupado interés, se pusieron a trabajar con Lindsey, intercambiando entre ellos información médica con voz resuelta y carente de emociones, pero con tono suave, simpático y alentador cuando se dirigían a ella.
Este diferente comportamiento alarmaba más que tranquilizaba a Lindsey, pero se encontraba demasiado débil y desorientada para expresar su temor. Se sentía enloquecedoramente frágil e insegura. Le vino a la imaginación un cuadro surrealista, titulado Este mundo y el próximo, que había pintado el año antes, pues la figura central de aquella obra era un equilibrista de circo lleno de incertidumbre. Precisamente ahora, la conciencia era como un cable muy alto en el que se apoyaba en una precaria situación. Cualquier esfuerzo que hiciese para hablar con los socorristas, si se prolongaba por más de una o dos palabras, podía hacerla perder el equilibrio y precipitarla en una larga y oscura caída.
Aunque su mente estaba demasiado confusa para descubrir algún sentido en la mayor parte de lo que estaban diciendo los dos hombres, entendió lo suficiente para saber que sufría de hipotermia, posiblemente congelación, y que estaban preocupados por ella. Su presión sanguínea era demasiado baja. Los latidos de su corazón, lentos e irregulares. Respiración lenta y superficial.
Tal vez aquella limpia escapada fuera todavía posible. Si es que realmente la deseaba.
Lindsey estaba indecisa. Si de veras había sentido en su subsconciente hambre de morir desde el funeral de Jimmy, ahora no experimentaba una especial apetencia por ello…, aunque tampoco lo encontrara particularmente indeseable. Le daba igual lo que le sucediese y, en su actual condición, con sus emociones tan mermadas como sus cinco sentidos, le preocupaba poco su destino. La hipotermia anulaba su instinto de supervivencia con un paño narcotizante tan efectivo como el producido por una borrachera etílica.
Entonces, por entre los dos susurrantes enfermeros, vislumbró a Hatch tendido en la otra camilla y súbitamente preocupada por él experimentó una sacudida que la arrancó de su semitrance. Le veía muy pálido, aunque no exactamente blanco. Era otra clase de palidez, menos saludable, con mucha tonalidad gris. Su rostro —vuelto hacia ella, con los ojos cerrados y la boca ligeramente abierta— parecía como abrasado por un fogonazo, sin nada entre la piel y el hueso excepto las cenizas de la carne consumida.
—Por favor —dijo—, mi marido.
Le sorprendió el tono de su voz, que salió como un bajo y áspero graznido.
—Primero usted —replicó O’Malley.
—No. Hatch. Hatch… necesita… ayuda.
—Primero usted —repitió O’Malley.
La insistencia del socorrista la tranquilizó bastante. Por mal aspecto que mostrara Hatch, debía encontrarse bien, tenía que haber respondido a la reanimación cardiopulmonar; seguramente se encontraba en mejor estado que ella, pues de lo contrario, le habrían atendido primero. ¿Qué otra explicación podía haber? Sus pensamientos volvieron a obnubilarse y el sentido de urgencia que la había atenazado cedió. Cerró los ojos.
Más tarde…
En el letargo hipotérmico de Lindsey, el murmullo de voces que sentía sobre su cabeza le parecía tan rítmico, si no melódico, como una canción de cuna. Pero le mantenía despierta la punzante y cada vez más dolorosa sensación que le producía en las extremidades la enérgica manipulación de los médicos que apretaban pequeños objetos en forma de almohadas contra sus costados. Lo que estuviesen poniendo —almohadillas de calentamiento químico o eléctrico, conjeturó— irradiaba una agradable calor hacia sus pies y manos.
—Hatch también necesita calor —dijo, con voz espesa.
—Se encuentra bien, no se apure por él —repuso Epstein. El aliento le salía como en pequeñas nubes blancas cuando hablaba.
—Pero si está helado.
—Así debe de estar. Así es como queremos que esté.
—Pero no tan frío, Jerry —objetó O’Malley—. Nyebern no quiere un polo «Popsicle». Si se forman cristales de hielo en el tejido, dañarán el cerebro.
Epstein se volvió hacia la pequeña ventanilla semiabierta que separaba la parte trasera de la ambulancia del compartimento anterior y gritó al chófer:
—Mike, tal vez debieras dar un poco más de calor.
Lindsey se preguntó quién sería Nyebern y se alarmó ante las palabras «dañarán el cerebro». Pero estaba demasiado agotada para poder concentrarse y sacar sentido a lo que ellos decían.
Su mente derivaba hacia recuerdos de su niñez, pero eran tan distorsionados y extraños que debía haber cruzado la frontera de la conciencia y entrado en un semisueño donde su subconsciente podía operar espeluznantes engaños sobre su memoria.
… se vio a sí misma, cuando tenía cinco años, jugando en un prado de detrás de su casa. El terreno en declive tenía unos contornos que le eran familiares, pero alguna odiosa influencia se había metido reptando en su mente y había alterado algunos detalles, cambiando perversamente el color de la hierba por el negro de un vientre de araña. Los pétalos de las flores eran todavía más negros, y tenían unos estambres carmesíes que brillaban como gruesas gotas de sangre…
… se vio a sí misma, cuando tenía siete años, en el patio del colegio al atardecer, pero más sola de lo que había estado nunca en la vida real. En torno suyo había el usual despliegue de columpios, balancines, barras de ejercicios y toboganes, que proyectaban sombras quebradizas ante la peculiar luz anaranjada del ocaso. Aquellos aparatos de diversión parecían ahora curiosamente siniestros. Se asomaban con aire malévolo, como si de un momento a otro pudieran empezar a moverse produciendo abundantes chirridos metálicos, con el fuego azulado de San Telmo resplandeciendo en sus costados y miembros, cual vampiros robóticos de aluminio y acero que buscaran sangre para lubricarse…
Lindsey oía periódicamente un grito extraño y distante, el balido lúgubre de alguna grande y misteriosa fiera. Con el tiempo, incluso en su estado semidelirante se dio cuenta de que no era producido por su imaginación ni por la distancia, sino directamente sobre su cabeza. No era ninguna bestia, sólo la sirena de la ambulancia que precisaba dar algunos cortos rugidos para avisar al escaso tráfico de coches que en una tempestad de nieve se aventuraba a salir por las carreteras.
La ambulancia se detuvo antes de lo que ella había esperado, pero eso podía deberse solamente a que su sentido del tiempo estaba tan deteriorado como sus percepciones. Epstein abrió de par en par la puerta trasera mientras O’Malley soltaba las abrazaderas que inmovilizaban la camilla de Lindsey.
Cuando la sacaron del furgón, le sorprendió ver que no estaban en ningún hospital de San Bernardino, como había supuesto, sino en un aparcamiento situado delante de un pequeño centro comercial. A aquella avanzada hora se encontraba vacío de vehículos, a excepción de la propia ambulancia y, para su asombro, de un gigantesco helicóptero parado a un extremo, en el que aparecía grabada una cruz roja en un círculo blanco y las palabras SERVICIO DE AMBULANCIA AÉREA.
La noche seguía siendo fría y el viento ululaba sobre el asfalto. Se encontraban ahora por debajo de la línea de nieve, aunque al mismo pie de las montañas y todavía lejos de San Bernardino. El terreno estaba pelado y las ruedas de la camilla rechinaron cuando Epstein y O’Malley corrieron para poner a Lindsey bajo los cuidados de los dos hombres que esperaban junto al helicóptero.
El motor de la ambulancia aérea funcionaba al ralentí y sus rotores giraban perezosamente. La mera presencia del aparato —y la sensación de extrema gravedad que ello representaba— fue como la luz de un rayo de sol que rasgó la densa niebla mental de Lindsey. Comprendió que o ella o Hatch se encontraban en un estado más grave de lo que había supuesto, pues sólo un caso crítico podía justificar un medio de transporte tan poco convencional y tan costoso. Y, obviamente, iban a dirigirse a un hospital más alejado de San Bernardino, tal vez a algún centro estatal de tratamiento especializado en medicina traumatológica avanzada de un tipo u otro. Incluso cuando aquel rayo de comprensión la alcanzó, deseó al momento que volviera a extinguirse y quiso desesperadamente refugiarse otra vez en su obnubilación mental.
Cuando los médicos del helicóptero se hicieron cargo de ella y la subieron a bordo del aparato, uno de ellos gritó por encima del ruido del motor:
—Pero si está viva.
—Se encuentra en muy mal estado —repuso Epstein.
—Sí, de acuerdo, parece estar hecha polvo —dijo el médico del helicóptero—, pero continúa viva. Nyebern está esperando un fiambre.
—El fiambre es el otro —agregó O’Malley.
—Es su marido —dijo Epstein.
—Le traeremos —añadió O’Malley.
Lindsey se percató de que aquel intercambio de palabras contenía una monumental información pero su cabeza no estaba suficientemente despejada para comprender lo que aquello significaba. O, simplemente, tal vez no quería comprenderlo.
La introdujeron en el espacioso compartimento posterior del helicóptero, la trasladaron a una de las dos camillas y, atada al colchón cubierto de vinilo, Lindsey volvió a sumirse en los aterradores y viciados recuerdos de su niñez:
… tenía nueve años y estaba jugando con su perro Boo, lanzando lejos la pelota para que fuera a recogerla, pero cuando el juguetón terranova volvió con la pelota de goma roja y la dejó a sus pies, ya no era una pelota. Era un corazón palpitante, del que se arrastraban arterias y venas rotas. Palpitaban no porque estuviera vivo, sino porque dentro de sus putrefactas cavidades se revolvia una masa ingente de gusanos y ácaros de sarcófago…
El helicóptero empezó a elevarse. Sus vaivenes recordaban más a los de un barco meciéndose en una horrible marejada que a los de una máquina voladora. Las náuseas maltrataron el estómago de Lindsey. Un médico con el rostro enmascarado por las sombras se inclinó sobre ella y le auscultó el pecho con un estetoscopio. Al otro lado había otro médico gritando por unos microauriculares acoplados a su cabeza e inclinado sobre Hatch. No hablaba con la cabina del piloto, sino posiblemente con el médico de guardia que les esperaba en algún hospital. Sus palabras, que se percibían entrecortadas por el ruido de los rotores batiendo el aire, revoloteaban como si fuera un adolescente nervioso.
—… pequeña lesión en la cabeza… sin heridas mortales… causa aparente de la muerte… parece ser… inmersión.
Al otro extremo del helicóptero, junto a los pies de la camilla de Hatch, la puerta corredera estaba abierta unos centímetros y Lindsey se fijó en que la puerta de su lado tampoco estaba totalmente cerrada, lo que producía una glacial corriente de aire de través. Así se explicaba también que el viento rugiera tanto fuera y el ensordecedor chacoleteo de los rotores. ¿Por qué querrían que hiciera tanto frío dentro?
El médico que atendía a Hatch continuaba hablando por la radio:
—… boca a boca… reanimador mecánico… CO2 sin resultados… la adrenalina ha sido ineficaz…
El mundo real se había convertido en demasiado real para Lindsey, incluso visto a través de su delirio. No le gustaba. Las distorsionadas escenas que percibía como en sueños, con todo su horror de mutación, le parecían más atrayentes que el interior de la ambulancia aérea, tal vez debido a que, a un nivel subconsciente, ella podía ejercer al menos algún control sobre sus pesadillas, pero ninguno en absoluto sobre los acontecimientos reales.
… se encontraba en el salón del colegio el día de su graduación, bailando en los brazos de Joey Delvecchio, el muchacho con quien estaba saliendo formalmente aquellos días. Se hallaban debajo de un vasto dosel de flámulas hechas con papel de crespón. Ella aparecía salpicada de las lentejuelas azules, blancas y amarillas, que despedía la lámpara giratoria de cristal y espejos suspendida sobre la pista de baile. Era música de unos tiempos mejores, antes de que el rock’n’roll empezara a perder su alma, antes del disco, y de la Nueva Ola, y de la generación saltarina del hip-hop, por aquel entonces en que Elton John y los Eagles estaban en la cumbre, cuando los Isley Brothers todavía grababan; los Doobie Brothers, Stevie Wonder, Neil Sedaka, haciendo un triunfal retorno, la música aún viva, todo y todos tan vivos, el mundo lleno de esperanzas y posibilidades, ya perdidas desde tiempo atrás. Bailando muy lentamente en un tono razonablemente bien interpretado por una banda local, y ella se sentía inundada de felicidad y de sensación de bienestar, hasta que levantó la cabeza del hombro de Joey, miró hacia arriba y vio, no la cara de Joey, sino la expresión pútrida de un cadáver, sus dientes amarillos expuestos por entre sus labios negros y apergaminados, la carne pustulosa, ampollada y rezumando, los ojos inyectados en sangre, saltones y vertiendo un líquido asqueroso de lesiones putrefactas. Quiso gritar y huir de él, pero sólo conseguía seguir la danza, escuchando los compases sumamente dulces y románticos de «Antes de que caiga la próxima lágrima», consciente de que estaba viendo a Joey tal como estaría dentro de unos pocos años, después de morir por una explosión en los barracones del Cuerpo de Marines, en el Líbano. Sintió que la muerte pasaba, como una sanguijuela, de la carne fría de él a la suya propia y supo que debía arrancarse del abrazo de él antes de verse inundada por aquella letal marea. Pero cuando miró desesperadamente a su alrededor en busca de alguien que pudiera ayudarla, vio que Joey no era el único bailarín muerto. Sally Ontkeen, que ocho años después sucumbiría intoxicada por cocaína, pasaba deslizándose a su lado en un avanzado estado de descomposición en brazos de su novio, el cual bajaba la vista hacia ella sonriendo, como ajeno a la podredumbre de su carne. Jack Winslow, la estrella de fútbol del colegio, que encontraría la muerte antes de un año en un accidente de automóvil cuando conducía borracho, cruzó dando vueltas con su pareja por delante de ellos: tenía el rostro tumefacto, teñido de un púrpura verdoso, y su cráneo estaba aplastado por el lado izquierdo, tal como quedó después del siniestro. Habló a Lindsey y a Joey con una rasposa voz que no pertenecía a la de Jack Winslow, como una criatura venida con permiso del cementerio, con las cuerdas vocales marchitas y convertidas en tiras resecas: «¡Vaya noche! ¡Amigo, vaya noche!».
Lindsey se estremeció, no sólo a causa del viento gélido que aullaba a través de las puertas del helicóptero parcialmente abiertas. El médico, con el rostro todavía en la sombra, estaba tomándole la presión sanguínea. Lindsey ya no tenía el brazo izquierdo debajo de la manta. Le habían cortado las mangas del suéter y de la blusa y tenía la piel al descubierto. El manguito del esfigmomanómetro le rodeaba tensamente los bíceps, asegurado con tiras de velcro.
Sus escalofríos eran tan acusados que el médico creyó que podía tratarse de los espasmos musculares que acompañan a las convulsiones. Echó mano a una pequeña cuña de goma de una bandeja de utensilios al lado y se la introdujo en la boca para impedir que se mordiera o se tragara la lengua.
—Voy a morir —dijo ella, apartando la mano.
—No, no se encuentra tan mal. Está usted estupendamente; se va a poner bien —repuso él satisfecho de que no sufriera convulsiones.
El no entendía lo que quería decir ella.
—Vamos a morir todos —dijo Lindsey, impacientemente.
Aquél era el significado de sus recuerdos distorsionados por el sueño. La muerte había estado a su lado desde el día en que nació, como una permanente compañera, pero ella no lo había entendido hasta el día de la muerte de Jimmy, cinco años atrás, ni lo había aceptado hasta esta noche en que la muerte había arrancado de su lado a Hatch.
Tenía el corazón apretado dentro del pecho igual que un puño. La invadió un nuevo dolor, más profundo y distinto que todos los demás. A pesar del terror, el delirio y el agotamiento, que lo había usado como escudo contra la terrible insistencia de la realidad, la muerte acudía finalmente a ella dejándola tan desamparada que no podía hacer otra cosa sino aceptarla.
Hatch se había ahogado.
Hatch estaba muerto. La reanimación cardiopulmonar no había resultado.
Hatch se había ido para siempre.
… ella tenía ahora veinticinco años y se apoyaba sobre la almohada del hospital de St. Joseph. La enfermera le traía un pequeño envoltorio en una toquilla, su bebé, su hijo, James Eugene Harrison, a quien había llevado durante nueve meses y no conocía aún, a quien amaba con todo su corazón sin haberle visto. La sonriente enfermera depositó suavemente el bulto entre los brazos de Lindsey y ésta apartó con ternura a un lado el borde guarnecido de satén de la mantilla de algodón azul. Vio entonces que estaba acunando a un pequeño esqueleto con las cuencas de los ojos vacías, y que los diminutos huesos de sus dedos se retorcían con el gesto de desamparo de un infante. Jimmy había nacido con la muerte dentro, como todo el mundo, y en menos de cinco años el cáncer se lo llevó. La boca pequeña y huesuda del niño-esqueleto se abrió despacio, en un grito largo, lento y silencioso…
Lindsey podía oír las aspas del helicóptero cortando el aire nocturno, pero ya no se hallaba dentro del aparato. Estaba siendo transportada en una camilla de ruedas por un aparcamiento en dirección a un gran edificio con muchas ventanas encendidas. Creyó que debía conocer el sitio pero no podía pensar claramente y, de hecho, le importaba muy poco qué era aquello, a dónde la llevaban o por qué.
Ante ella se abrieron de par en par las dos hojas de una puerta, descubriendo un espacio calentado por una luz amarilla y poblado por varias siluetas de hombres y mujeres. Luego, Lindsey fue llevada apresuradamente hasta la luz y metida entre las siluetas… por un largo pasillo… una habitación que olía a alcohol y otros desinfectantes… las siluetas se convirtieron en personas con cara, luego aparecieron más rostros… voces bajas pero apremiantes… manos que la cogían, levantándola de la camilla de ruedas… hasta ponerla en una cama, un poco inclinada hacia atrás, con la cabeza más baja que el cuerpo… bips y clics que salían rítmicamente de un equipo electrónico de alguna clase…
Sólo deseaba que se fueran todos y que la dejaran sola, en paz. Que se fueran. Que apagaran las luces al salir. Que la dejaran sola en la oscuridad. Ansiaba silencio, quietud, paz.
La asaltó un desagradable olor, cortante como el amoníaco, que le quemaba las fosas nasales y la obligaba a abrir los ojos, llenos de agua. Un hombre con una chaqueta blanca sostenía algo debajo de su nariz y examinaba intensamente sus ojos. Cuando Lindsey empezó a sofocarse y a cerrar la boca para defenderse del mal olor, él apartó el objeto y se lo tendió a una morena con uniforme blanco. El olor punzante se desvaneció en seguida.
Lindsey tenía conciencia del movimiento que había a su alrededor, de los rostros que aparecían y desaparecían. Sabía que estaba siendo el centro de la atención, un objeto de urgente estudio, pero no le importaba… no podía evitarlo. Era todo muy semejante a un sueño, más de lo que habían sido sus verdaderos sueños. En torno suyo subía y bajaba una marea de voces, que se hinchaban rítmicamente como las suaves olas rompientes sobre una playa de arena.
—… acusada palidez cutánea… cianosis de labios, uñas, yemas de los dedos, lóbulos de las orejas…
—… pulso débil, muy rápido… respiración acelerada y superficial.
—… tiene la presión sanguínea tan condenadamente baja que no puedo tomar una lectura…
—¿No la han tratado de shock esos gilipollas?
—Seguro, todo el viaje.
—Mezcla de oxígeno, CO2. ¡Y rápido!
—Adrenalina.
—Sí, prepárela.
—¿Adrenalina? Pero ¿y si tiene lesiones internas? Si las hay, no se podrá ver la hemorragia.
—Al diablo con ello, tengo que arriesgarme.
Alguien pasó la mano por la cara de Lindsey, como si tratara de acariciarla. Sintió que le metían algo por la nariz y estuvo un instante sin poder respirar. Lo curioso era que no le importaba. El aire seco y fresco siseó después en su nariz y pareció forzar sus pulmones a dilatarse. Una rubia joven, completamente vestida de blanco, se inclinó sobre ella, le ajustó el inhalador y sonrió cariñosamente.
—Ya está, querida. ¿Lo nota?
La mujer era bonita, etérea, tenía una voz singularmente musical y parecía aureolada por detrás con un resplandor dorado. Una aparición celestial. Un ángel.
—Mi marido está muerto —dijo Lindsey, con voz asmática.
—Todo irá bien, querida. Relájese, respire todo lo hondo que pueda. Todo se arreglará.
—No, él está muerto —insistió Lindsey—. Se ha ido, se ha ido para siempre. No me mienta usted. A los ángeles no les está permitido mentir.
Al otro lado de la cama, un hombre vestido de blanco limpiaba el codo de Lindsey con un algodón empapado en alcohol. Estaba más frío que el hielo.
—Muerto y se ha ido —repitió Lindsey, dirigiéndose al ángel.
El ángel asintió tristemente con la cabeza. Sus ojos estaban llenos de ternura, como debían de estar seguramente los ojos de los ángeles.
—Se ha ido, querida. Pero quizás esta vez no sea el final de todo.
La muerte era siempre el final. ¿Qué otra cosa podía ser la muerte? Lindsey sintió en el brazo izquierdo el pinchazo de una aguja.
—Esta vez —dijo el ángel en voz baja— todavía queda una oportunidad. Aquí contamos con un programa especial, un verdadero…
Otra mujer irrumpió de pronto en la habitación y la interrumpió con excitación:
—¡Nyebern está en el hospital!
Un descomunal suspiro de alivio, casi como un grito de entusiasmo, recorrió a todos los que estaban en la habitación.
—Estaba en una cena en Marina del Rey cuando le localizaron. Debe haber conducido como un murciélago escapado del Infierno para llegar aquí tan pronto.
—¿Lo ve, querida? —dijo el ángel a Lindsey—. Queda una oportunidad. Todavía queda una oportunidad. Estaremos rezando.
Así ¿qué?, pensó amargamente Lindsey. Los rezos nunca me han dado resultado. No hay que esperar milagros. Los muertos, muertos están, y lo único que pueden esperar los vivos es ir a reunirse con ellos.