CAPÍTULO 1

Más allá de las oscuras laderas de las montañas bullía y se agitaba un mundo entero, aunque a Lindsey Harrison la noche le parecía vacía, tan vacía como las cavidades huecas de un corazón frío y exangüe. Tiritando, se acurrucó en el asiento de al lado del conductor del Honda.

Los viejos árboles de hoja perenne se alejaban en apretadas hileras por las laderas que flanqueaban la carretera, separándose de vez en cuando para cobijar a algunos arces maltratados por el invierno y a algunos abedules cuyas ramas negras y desiguales buscaban el cielo. Sin embargo, aquel inmenso bosque y las imponentes formaciones rocosas que lo sostenían no mermaban la vaciedad de la gélida noche de marzo. A medida que el Honda descendía la sinuosa bajada por la calzada de asfalto los árboles y los afloramientos rocosos parecían quedar flotando a su paso, como imágenes de sueño sin sustancia real. Una nieve fina y seca, azotada por la ventisca, atravesaba oblicuamente los haces luminosos de los faros. Pero la tormenta tampoco podía llenar el vacío.

El vacío que experimentaba Lindsey era interior, no exterior. La noche estaba saturada, como siempre, por el caos de la creación. Su propia alma era lo único que estaba vacío.

Miró a Hatch, que iba inclinado hacia delante, algo encorvado sobre el volante del coche, atento a la carretera, con una expresión en el rostro que podía resultar cerrada e inescrutable para cualquiera menos para Lindsey, que tras doce años de matrimonio, la interpretaba con facilidad. Hatch, un excelente conductor, no se arredraba por las malas condiciones de la carretera. Sus pensamientos, como los de ella, estaban indudablemente en el largo fin de semana que acababan de pasar en Big Bear Lake.

Habían intentado una vez más recuperar la mutua felicidad que en otro tiempo habían conocido. Y habían fracasado otra vez.

Las cadenas del pasado todavía les atenazaban.

La muerte de un hijo de cinco años tenía un incalculable peso emocional y oprimía sus mentes destruyendo al instante cualquier momento de optimismo, aplastando cualquier nuevo brote de gozo. Jimmy llevaba muerto más de cuatro años y medio, casi tanto como había vivido y, sin embargo, su muerte pesaba todavía tanto sobre ellos como el día en que le perdieron, como una luna colosal asomando en baja órbita sobre sus cabezas.

Bizqueando por el parabrisas empañado, que recorrían las escobillas apelmazadas por la nieve, rascando el cristal, Hatch suspiró ligeramente. Miró a Lindsey y dejó escapar una sonrisa. Fue una sonrisa pálida, no más que un destello de sonrisa verdadera, sin regocijo, cansada y melancólica. Pareció querer decir algo pero cambió de idea y volvió a dedicar su atención a la carretera.

Los tres carriles de asfalto —uno descendente y dos ascendentes— desaparecían progresivamente bajo un movedizo sudario de nieve. La calzada se deslizaba hasta el fondo de la pendiente y entraba en un corto tramo que conducía a una amplia curva sin visibilidad. A pesar de lo liso de aquel tramo de calzada, todavía no habían salido de las montañas de San Bernardino. La carretera nacional describió un pronunciado descenso una vez más. Mientras seguían la curva el terreno cambió a su alrededor: la bajada que tenían a la derecha describía un giro ascendente más abrupto que antes, mientras que al otro lado de la carretera abría sus fauces un oscuro barranco. Unos blancos pretiles metálicos marcaban el precipicio, pero apenas resultaban visibles bajo el manto de la nieve.

Un segundo o dos antes de que salieran de la curva, una premonición de peligro asaltó a Lindsey.

—Hatch… —dijo.

Tal vez Hatch la sintiera también, pues mientras Lindsey hablaba aplicó el pie al freno y redujo ligeramente la velocidad. Tras la curva surgió un tramo descendente y en él, un gigantesco camión distribuidor de cerveza, cruzado sobre dos carriles sólo a unos veinte metros delante de ellos. Lindsey intentó decir ¡Oh, Dios mio! pero la voz no le salió.

El camionero efectuaba el reparto de una de las estaciones de esquí de la zona, cuando había sido evidentemente sorprendido por la ventisca, que se había levantado hacía poco tiempo, pero se había anticipado medio día a las previsiones meteorológicas. Sin la ayuda de las cadenas antinieve, las ruedas del gigantesco camión resbalaban irremediablemente sobre el pavimento helado, mientras el conductor se esforzaba desesperadamente por dominar el vehículo y seguir adelante.

Renegando en voz baja pero al mismo tiempo tan controlado como siempre, Hatch pisó suavemente el pedal del freno, procurando no dejar clavado el coche en el suelo para no correr el riesgo de que empezara a girar como un trompo.

El camionero respondió al resplandor de los faros del Honda mirando por la ventanilla lateral. A través del pozo de noche y nieve que se aproximaba velozmente, Lindsey sólo vio de la cara del hombre un óvalo pálido, dos agujeros gemelos negros como el carbón donde debían haber estado los ojos, y una expresión fantasmal, como si tras el volante del vehículo hubiera un espíritu maligno. O la propia Muerte.

Hatch conducía por el carril exterior de los dos ascendentes, la única parte de la carretera que no estaba bloqueada, y Lindsey se preguntó si vendría otro coche en dirección opuesta, oculto para ellos por el camión. No sobrevivirían si chocaban frontalmente incluso a aquella reducida velocidad.

Pese a los muchos esfuerzos de Hatch, el Honda empezó a patinar. La parte trasera se deslizó hacia la izquierda y Lindsey observó que se desplazaban lejos del camión encallado. El movimiento suave, deslizante y descontrolado, semejaba la transición de las escenas durante un mal sueño. Las náuseas le revolvieron el estómago y aunque tenía los movimientos restringidos por el cinturón de seguridad, apretó instintivamente la mano derecha contra la puerta y la izquierda contra el tablero de instrumentos, sujetándose a sí misma.

—Agárrate bien —indicó Hatch, girando el volante hacia donde se deslizaba el coche, pues era la única esperanza de recobrar el control.

Pero el deslizamiento se hizo insoportablemente circular y el Honda describió un giro de trescientos sesenta grados, como si de un carrusel sin música se tratara: vueltas y más vueltas, hasta que el camión empezó a aparecer ante su vista otra vez. Por un instante, mientras se deslizaban colina abajo todavía girando, Lindsey estuvo segura de que el automóvil seguiría deslizándose con seguridad hasta adelantar al otro vehículo. Ahora podía ver lo que había tras el gigantesco camión y la carretera estaba libre de tráfico.

El parachoques delantero del coche de Hatch tocó en aquel momento la parte posterior del camión y el metal, torturado, chirrió. El Honda se estremeció y pareció explotar, saliendo rebotado desde el punto de la colisión hasta golpear la parte trasera contra el pretil. Los dientes de Lindsey chocaron con tanta fuerza entre sí que unas chispas de dolor surgieron en su boca, subiéndole hasta las sienes y la mano que apoyaba en el tablero de instrumentos se le dobló penosamente por la muñeca. Al mismo tiempo, el cinturón, que le cruzaba diagonalmente el pecho desde el hombro derecho a la cadera izquierda, se tensó bruscamente tanto, que le cortó la respiración.

El coche rebotó contra el pretil. No lo hizo con la inercia suficiente para volver a chocar contra el camión, pero sí con una fuerza rotatoria que le obligó a virar otra vez trescientos sesenta grados. Mientras giraban como un trompo delante del camión, Hatch se esforzó por recuperar el control, pero el volante se movía tan erráticamente adelante y atrás, que le excoriaba las palmas de las manos haciéndole gritar.

De súbito, la moderada cuesta apareció sensiblemente empinada, lo mismo que si fuera el tobogán de un parque acuático. Lindsey habría gritado de haber tenido fuerzas para hacerlo, pero aunque se le había aflojado el cinturón de seguridad, el punzante dolor que seguía cruzándole diagonalmente el pecho le impedía inhalar aire. Entonces le sacudió la visión del Honda patinando, como en un largo tobogán hasta la siguiente curva de la carretera, estrellándose contra el pretil y saltando al vacío; y la imagen fue tan horrible como un golpe, que le devolvió el resuello dentro del cuerpo.

Cuando el Honda terminó de dar la segunda vuelta, todo el lado del conductor golpeó contra el pretil, y siguieron deslizándose por él a lo largo de diez o doce metros. Mientras patinaban, entre chirridos y rechinar de metal contra metal, unos penachos de chispas amarillas saltaban al aire mezclándose con la nieve, como enjambres de luciérnagas de verano que hubieran aparecido por una deformación del tiempo en una estación equivocada.

El coche vibró hasta detenerse y se escoró ligeramente sobre la parte delantera izquierda, sin duda enganchado en algún poste de la barrera de seguridad. El silencio que siguió fue tan profundo durante un momento, que aturdió a Lindsey; se recuperó mediante una explosiva exhalación de aire. Jamás había experimentado una sensación de alivio tan arrolladora.

Entonces el coche se movió otra vez y empezó a decantarse hacia la izquierda. El pretil estaba cediendo, tal vez debilitado por la corrosión o por la erosión del arcén.

—¡Salta! —gritó Hatch, buscando a tientas frenéticamente el botón liberador del cinturón de seguridad.

Lindsey no tuvo tiempo siquiera de soltar el suyo ni de echar mano a la manija de la puerta antes de que la barandilla del pretil se rompiera, dejando caer al Honda por el terraplén. Le costaba trabajo creer lo que estaba sucediendo. Su cerebro admitía la proximidad de la muerte, pero su corazón exigía obstinadamente la inmortalidad. Durante casi cinco años no se había resignado a la muerte de Jimmy, de modo que tampoco iba a aceptar fácilmente la inminencia de su propia desaparición.

En medio de un infernal ruido de postes rotos y barandilla arrancada, el Honda empezó a deslizarse lateralmente por el barranco cubierto de una costra de hielo y luego dio una vuelta de campana al hacerse más escarpado el terraplén. Boqueando en busca de aire, latiéndole con fuerza el corazón y retorciéndose penosamente bajo su cinturón de seguridad, Lindsey esperó que hubiera algún árbol o roca salediza, algo que detuviera la caída del coche, pero el terraplén parecía libre. No estaba segura de cuántas vueltas había dado el coche —tal vez sólo dos—, pues había perdido toda noción de lo que era arriba y abajo, a la derecha o la izquierda. Se dio un golpe tan fuerte con la cabeza en el techo que le faltó poco para perder el sentido. No sabía si había sido proyectada hacia arriba o si el techo había sido aplastado hasta darle en la cabeza; así que trató de acurrucarse en el asiento, temiendo que en la siguiente vuelta de campana se hundiera más el techo y le aplastara el cráneo. Los faros acuchillaban la noche y de las heridas brotaban torrentes de nieve. Entonces estalló el parabrisas, rociándola de minúsculos fragmentos de vidrio y, repentinamente, quedó sumergida en una total oscuridad. Al parecer, se habían apagado los faros y las luces del tablero de instrumentos iluminaban ahora la cara de Hatch bañada de sudor. El coche rodó de nuevo sobre el techo y en esa posición invertida siguió deslizándose como un trineo por la pendiente del barranco, al parecer sin fondo, con un ruido espantoso, semejante a toneladas de carbón arrojadas por una tolva de acero.

La oscuridad era tenebrosa y absoluta, como si ella y Hatch, en vez de estar en el campo, se encontraran en la casa de las sorpresas, sin ventanas, deslizándose por la montaña rusa de un parque de atracciones. Incluso la nieve, generalmente de una luminiscencia natural, se había hecho de pronto invisible. Los helados copos de nieve le laceraban el rostro impulsados por la ventisca a través del marco vacío del parabrisas, pero ella no podía verlos a pesar de que le congelaban las pestañas. Luchando para dominar su pánico, se preguntó si la habrían dejado ciega los cristales del parabrisas al explotar.

¡Ciega!

Aquél era su mayor temor. Era una artista. Su talento se inspiraba en lo que sus ojos veían y la maravillosa destreza de sus manos cedían inspiración al arte, con el juicio crítico de aquellos ojos que las guiaban. ¿Qué podía pintar una pintora ciega? ¿Qué esperanzas creativas le quedaban si de repente se veía privada de aquel sentido en el que depositaba su mayor confianza?

Cuando estaba a punto de gritar, el coche tocó fondo y volvió a rodar sobre las ruedas, cayendo derecho y produciendo menos impacto del que había esperado. Se detuvo casi suavemente, como si hubiera caído sobre un inmenso almohadón.

—¿Hatch? —exclamó con voz áspera.

La cacofónica crepitación de su zambullida por el terraplén del barranco la había ensordecido. No estaba segura de si el preternatural silencio que la rodeaba era real o sólo imaginario.

—¿Hatch?

Miró a su izquierda, donde él debía estar, pero no pudo verle… ni a él ni a ninguna otra cosa. ¡Estaba ciega!

—¡Oh, Dios, no! ¡Por favor!

También se sentía mareada. El coche parecía estar girando y revolcándose como una cometa que sube y baja arrastrada por las corrientes térmicas de un cielo estival.

—¡Hatch!

No obtuvo respuesta. Su mareo se incrementaba. El coche se mecía y se revolcaba peor que antes. Lindsey temió desmayarse. Si Hatch estaba herido podía morir desangrado mientras ella se encontraba inconsciente e incapaz de ayudarlo. Extendió la mano a ciegas y le encontró desplomado en el asiento del conductor. Tenía la cabeza dirigida hacia ella y reclinada sobre el hombro. Le tocó la cara y no se movió. Una sustancia caliente y viscosa le cubría la mejilla y la sien del lado derecho. Sangre. De una herida en la cabeza. Con dedos temblorosos le tocó la boca y suspiró aliviada al percibir la exhalación caliente del resuello que surgía por entre sus labios, ligeramente entreabiertos.

Estaba inconsciente, pero no muerto. Palpando con frustración el dispositivo de apertura del cinturón de seguridad, Lindsey escuchó unos nuevos sonidos que no sabía identificar. Era un chapoteo suave. Un golpeteo frenético. Un misterioso y extraño líquido que se reía. Durante un momento se quedó paralizada, esforzándose por identificar el origen de aquellos desconcertantes ruidos.

De pronto, sin previo aviso, el Honda se inclinó hacia delante y a través de su roto parabrisas dejó paso a una cascada de agua helada que cayó sobre el regazo de Lindsey. Sorprendida y boquiabierta, mientras el baño ártico le helaba hasta el tuétano de los huesos, se dio cuenta de que, en realidad no estaba mareada. El coche se iba moviendo. Estaba a flote. Habían caído en algún lago o río. Probablemente en un río. La plácida superficie de un lago no se mostraría tan activa.

La impresión del agua helada la paralizó momentáneamente y la hizo estremecerse de dolor, pero cuando volvió a abrir los ojos podía ver de nuevo. Los faros del Honda se habían apagado, pero los diales e indicadores del cuadro de instrumentos seguían encendidos. Debía haber sufrido una temporal ceguera histérica y no un auténtico daño físico.

No podía ver gran cosa, pero en el fondo de aquel barranco, en medio de la noche, tampoco había mucho que ver. Las astillas de vidrio del parabrisas roto formaban un tenue resplandor alrededor del marco. Fuera, las aguas oleaginosas eran reveladas sólo por una fosforescencia sinuosa y plateada que destacaba su rizada superficie y comunicaba un negro centelleo obsidiano a las joyas de hielo que flotaban encima, como collares sueltos. Las orillas se habrían perdido en la absoluta oscuridad de no ser por los fantásticos mantos de nieve que cubrían las desnudas rocas, tierras y arbustos. El Honda parecía navegar por el río. Las aguas se agolpaban sobre la mitad de la capota, antes de abrirse en uve por ambos costados, como si fuese la proa de un barco, y sumirse después por las ventanillas laterales. Estaban siendo arrastrados corriente abajo, hacia donde posiblemente las aguas se tornarían más turbulentas y les conducirían a rápidos, rocas o cosas peores. Lindsey advirtió rápidamente la gravedad de su situación, pero su alivio por la remisión de su ceguera era tan grande, que se sintió agradecida de poder ver lo que les rodeaba, incluyendo la seriedad del problema.

Tiritando, se deshizo del cinturón de seguridad y volvió a tocar a Hatch. Su rostro parecía cadavérico a la extraña luz que desprendían los instrumentos del tablero: los ojos hundidos, la piel cerúlea, los labios sin color y la sangre rezumando… aunque, a Dios gracias, no en abundancia del corte que tenía en el lado derecho de la cabeza. Le zarandeó suavemente y luego con algo más de fuerza, llamándole por su nombre.

No les iba a ser fácil salir del coche, si es que salían, mientras las aguas le arrastraran río abajo, especialmente ahora que empezaba a moverse con más velocidad. Pero al menos debían estar preparados para escapar de él si se atrancaba en alguna roca o se detenía un momento en alguna de las orillas. Si esta oportunidad se presentaba sería efímera.

No había manera de reanimar a Hatch. De pronto, el coche se inclinó peligrosamente por el morro y de nuevo entró a borbotones más agua helada por el roto parabrisas. Estaba tan fría, que le produjo el efecto de una descarga eléctrica, deteniendo los latidos de su corazón y bloqueando el movimiento de sus pulmones.

El morro del coche no se elevaba ahora en las corrientes, como hacía antes sino que cada vez se sumergía más, lo cual significaba que les quedaba menos fondo debajo para poder salir. El agua seguía penetrando y empezó a rebasar en seguida los tobillos y la pantorrilla de Lindsey. Se estaban hundiendo.

—¡Hatch! —gritó, agitándole con ímpetu, sin tener en cuenta que estaba herido.

El nivel del agua llegaba ya hasta el asiento y formaba una capa de espuma que reflejaba la luz ámbar del panel de instrumentos, configurando como guirnaldas doradas de un oropel navideño.

Lindsey sacó los pies fuera del agua, se arrodilló en el asiento y echó manotazos de agua al rostro de Hatch, en un desesperado intento de hacerle volver en sí. Pero él se hallaba sumido en unos niveles del subconsciente más hondos que los del sueño de la conmoción, tal vez en un coma tan profundo como una fosa oceánica.

El aluvión de agua alcanzaba ya la base del volante. Lindsey desgarró frenéticamente el cinturón de seguridad de Hatch, en un intento de dejarle libre, sin percibir apenas el agudo dolor que sintió al rasgarse un par de uñas.

—¡Hatch maldita sea!

El agua llegaba ya a la mitad del volante y el Honda ya casi no avanzaba. Ahora pesaba demasiado para que le impulsara desde atrás la insistente presión del río.

Hatch tenía una estatura de un metro setenta y cinco centímetros y setenta y dos kilos de peso, lo que era sólo una corpulencia mediana, pero parecía un gigante. Era un peso muerto, que resistía a los esfuerzos de ella y parecía virtualmente inamovible. Lindsey tiró de él y le empujó, retorciéndole y agarrándole desesperadamente para liberarle y cuando por fin consiguió desenredarle el cinturón, el agua llegaba por encima del panel de instrumentos y la cubría casi la mitad del pecho. Cubría incluso también el de Hatch, justo por debajo de la barbilla, puesto que se hallaba desplomado en el asiento.

El río estaba insoportablemente helado y Lindsey sintió que el calor se le escapaba del cuerpo como si se le fuera a chorros por una arteria seccionada. De la misma forma que salía de su cuerpo el calor, así entraba en él el frío y sus músculos comenzaron a dolerle.

Sin embargo, se alegraba de que el nivel del agua ascendiera, pues ello haría flotar a Hatch y, por lo tanto, resultaría más fácil sacarle de detrás del volante y salir con él por el parabrisas roto. Esa era al menos su idea, pero cuando empezó a tirar de él parecía más pesado que antes y ahora el agua le llegaba a los labios.

—¡Vamos, vamos —decía, furiosa—, vas a ahogarte, maldita sea!

Finalmente, después de apartar su camión de la carretera, Bill Cooper, envió un mensaje de socorro por la frecuencia de la radio local. Le respondió otro camionero que iba equipado con una radio igual y que prometió pasar aviso a las autoridades cercanas a Big Bear.

Bill colgó el radiotransmisor local, sacó de debajo del asiento del conductor una vieja linterna de seis pilas y salió de la cabina. El viento helado traspasaba su chaqueta de dril forrada de mutón, pero el helor de la noche invernal no era ni la mitad de frío que su estómago, que se había contraído al ver al Honda girar como un trompo con sus ocupantes dentro y precipitarse al abismo por el borde de la carretera.

Echó a correr por el resbaladizo pavimento y se acercó a la parte rota del pretil. Tenía la esperanza de ver al Honda un poco más abajo, retenido por el tronco de algún árbol. Pero en aquel declive no había árboles; sólo un manto de nieve, de tormentas anteriores, surcado por el arrastre de un coche, que desaparecía más allá del alcance de su linterna.

Una sensación de culpabilidad casi paralizante se apoderó de él. Había estado bebiendo otra vez, aunque no mucho. Unos pocos latigazos del frasco que llevaba consigo. Cuando empezó a subir la montaña estaba seguro de encontrarse sobrio, pero ahora no lo estaba tanto. Se sentía… mareado. Y de pronto le pareció una estupidez haber iniciado aquel viaje con un tiempo que empeoraba tan rápidamente.

Debajo de él, el abismo parecía no tener fondo y su evidente y extrema profundidad generó en Bill el sentimiento de que estaba contemplando la condenación adonde iría a parar cuando acabara su vida. Se sentía paralizado por esa sensación de futilidad que a veces invade incluso a los mejores hombres…, aunque generalmente les ocurre cuando están solos en el dormitorio, mirando los insignificantes dibujos que forman las sombras en el techo, a las tres de la madrugada.

Entonces la cortina de nieve se abrió momentáneamente y vio el suelo del barranco a unos treinta o cuarenta metros más abajo, no tan hondo como había temido. Quiso pasar a través del pretil roto y bajar por la engañosa ladera para ayudar a los supervivientes, si es que había alguno, pero se quedó dudando ante la angosta franja de tierra plana al borde de la pendiente, mareado por el whisky pero también porque no veía dónde se había detenido el coche.

Una franja negra y sinuosa, como una cinta de satén, partía la nieve en dos allá abajo, cruzándose con el rastro que había dejado el coche. Bill la miró parpadeando, atónito, como si estuviera contemplando una pintura abstracta, hasta que recordó que un río discurría por el fondo del barranco. El coche había caído en aquella acuosa cinta de ébano.

Tras un invierno de intensas y caprichosas nevadas, el tiempo se había hecho bonancible durante un par de semanas, desencadenando un prematuro deshielo primaveral. Pero la situación había cambiado y el invierno había vuelto recientemente a encerrar el río en hielo otra vez. La temperatura del agua estaría sólo a pocos grados por encima de cero. Si los ocupantes del coche habían sobrevivido a los golpes del siniestro y no habían muerto por inmersión, peligrarían rápidamente por la exposición al frío.

«Si hubiera estado sobrio —pensó—, me habría vuelto atrás con este tiempo. Soy un patético hazmerreír, un borracho repartidor de cerveza que ni siquiera tiene la lealtad suficiente de emborracharse con cerveza. ¡Cristo!».

Un hazmerreír, pero la gente estaba muriendo por su culpa. Sintió un vómito en el fondo de la garganta, pero lo ahogó.

Escudriñó afanosamente el lóbrego barranco hasta que localizó un extraño resplandor, como una presencia extraterrestre que derivaba cual espectro por el río, a la derecha de él. Era de un suave color ámbar, que aparecía y desaparecía entre los copos de nieve. Pensó que debían ser las luces interiores del Honda, que estaría siendo arrastrado por la corriente.

Agachado para protegerse contra el mordaz viento, sujetándose al pretil para no resbalar y caer por el borde, Bill echó a correr por lo alto del precipicio en la misma dirección del río, tratando de no perder de vista el coche. Al principio, el Honda se deslizaba rápidamente, pero luego empezó a hacerlo cada vez con más lentitud. Finalmente, se detuvo por completo, tal vez atascado en las rocas del curso del río o en algún saliente de la orilla.

La luz se fue extinguiendo poco a poco, como si la batería del coche se quedara sin líquido.

Aunque Hatch estaba ya liberado de su cinturón de seguridad, Lindsey no era capaz de moverle, quizá porque sus ropas estuvieran sujetas en algo que ella no podía ver, tal vez porque tuviera el pie enganchado en el pedal del freno o debajo del asiento. El agua rebasaba ya la nariz de Hatch. Lindsey no podía mantenerle la cabeza por encima y él, al respirar, estaba tragando agua del río. Le soltó, pensando que la falta de aire le obligaría finalmente a toser y a incorporarse en el asiento dando manotazos y escupiendo agua, pero también porque no tenía fuerza suficiente para seguir luchando con él. La intensa frialdad de las aguas minaba sus fuerzas y las piernas empezaban a entumecérsele con espantosa rapidez. El aire que exhalaba al respirar era tan frío como el que entraba en sus pulmones, como si a su cuerpo no le quedara calor con que calentar el aire que aspiraba.

El coche había dejado de moverse. Descansaba en el fondo del río, completamente inundado y pesando más que el agua, a excepción de una burbuja de aire acumulado bajo la somera bóveda del techo. Lindsey metió allí la cabeza, esforzándose por respirar entre pequeños y horribles gemidos de terror, como balidos de una oveja. Intentó ahogarlos pero no pudo.

La singular luz del tablero de instrumentos, anegada de agua, empezó a cambiar de color, pasando del ámbar al amarillo terroso. Una parte de ella deseaba ceder, irse de aquel mundo hacia otro sitio mejor. Esa parte lanzaba su propia voz, débil y silenciosa: No luches, no merece la pena que te esfuerces por seguir viviendo; Jimmy lleva muerto mucho tiempo, mucho tiempo, y Hatch ya está muerto o agonizando. Déjalo, ríndete, tal vez despiertes en el Cielo con ellos… La voz poseía una atracción arrulladora e hipnótica.

El aire que quedaba duraría sólo unos minutos, con suerte, y ella moriría dentro del coche si no escapaba inmediatamente.

Hatch está muerto, con los pulmones llenos de agua, a la espera sólo de convertirse en alimento de los peces; así que abandona, ríndete, ¿qué pretendes?, Hatch está muerto

El aire que respiraba adquiría rápidamente un gusto ácido y metálico y sólo podía aspirar pequeñas bocanadas, como si sus pulmones se hubieran apergaminado. Ya no sabía si le quedaba algo de calor en el cuerpo. Su estómago, en una reacción al frío, experimentó una contracción de náuseas e incluso el vómito que subió a su garganta era como el hielo; cada vez que volvía a tragárselo, sentía como si hubiera engullido una repugnante bocanada de nieve sucia.

Hatch está muerto. Hatch está muerto

—No —replicó ella en un áspero y enojado susurro—. No. No.

La negación cruzó rabiosamente su ser con la furia de un huracán: Hatch no podía estar muerto. Era impensable. No Hatch, que nunca olvidaba un cumpleaños o aniversario, que compraba flores para ella por cualquier motivo, que nunca perdía los nervios y raras veces levantaba la voz. No Hatch, que siempre tenía tiempo para escuchar los problemas de los otros y ofrecerles su simpatía, que siempre tenía la cartera abierta para un amigo necesitado, cuyo mayor defecto consistía en dejarse convencer con excesiva facilidad. No podía estar, no debía estar, no estaría muerto. Corría ocho kilómetros diarios, seguía una dieta baja en grasas con muchas frutas y verduras, eludía la cafeína y los brebajes descafeinados. Maldita sea, ¿es que esto no contaba nada? Se untaba crema antisolar durante el verano, no fumaba, nunca bebía más de dos cervezas o vasos de vino en una sola noche y su carácter tranquilo le impedía desarrollar dolencias cardíacas debidas al estrés. ¿Es que no servían de nada la templanza y el dominio de sí mismo? ¿Tan retorcida era la creación que ya no había justicia? Está bien, de acuerdo; decían que los buenos mueren jóvenes, cosa seguramente cierta con Jimmy y Hatch todavía no había cumplido los cuarenta, joven por donde se mirase. De acuerdo, conforme, pero también decían que la virtud era su propia recompensa y aquí había mucha virtud, maldita sea, una burrada de virtud, que de algo tenía que valer, a menos que Dios no prestara atención, a no ser que a Él no le importase, a no ser que el mundo fuese un lugar más cruel aún de lo que ella había imaginado.

Se negó a aceptarlo. Hatch… no… estaba… muerto.

Aspiró todo el aire que pudo y, en el momento en que se apagaba la última luz dejándola ciega otra vez, se sumergió en el agua, pasó por encima del tablero de instrumentos y atravesando el parabrisas roto se colocó sobre la capota del coche.

Ahora no estaba solamente ciega, sino prácticamente privada de los cinco sentidos. Sólo podía oír el salvaje zumbido de su propio corazón, pues el agua amortiguaba casi todos los sonidos. Sólo podía oler y hablar ante el castigo de la muerte por inmersión. El anestesiante efecto del glacial río le restó casi todo el sentido del tacto y de ahí que se sintiera como un espíritu sin cuerpo material, suspendido en algún punto medio de un tranquilo Purgatorio, a la espera del Juicio Final.

Suponiendo que el río no sería mucho más profundo que la altura del coche y que no necesitaría contener demasiado tiempo la respiración para volver a la superficie, intentó de nuevo liberar a Hatch. Se tendió sobre la capota del coche agarrándose rápidamente al marco del parabrisas con su entumecida mano, y metió la mano, dejándose llevar por el peso flotante de su cuerpo, tocando a tientas en la oscuridad, hasta localizar el volante y luego a su marido.

El calor, al fin, volvió otra vez a ella, aunque no era un calor continuo y sus pulmones empezaban a arder por la necesidad de aire.

Agarró parte de la chaqueta de Hatch, tiró con todas sus fuerzas… y, para su sorpresa, él empezó a flotar en el asiento, sin estar ya inmovilizado, súbitamente libre de trabas. Estaba ligeramente asido al volante, pero se dejó sacar a trompicones por el parabrisas, mientras Lindsey retrocedía sobre la capota para hacerle sitio. Sintió que un dolor cálido y palpitante le invadía el pecho y la abrumó la necesidad de respirar, pero resistió.

Cuando logró sacar a Hatch, le agarró con los dos brazos y nadó con los pies hacia la superficie. Le asaltó de pronto la idea de que él se había ahogado y estaba abrazada a un cadáver, pero no sintió repulsión ante aquel macabro pensamiento. Si lograba llevarle hasta la orilla, le aplicaría la respiración artificial y, aunque las posibilidades de reanimarle eran muy escasas, al menos mantenía esa esperanza. Hasta que no se hubieran agotado todas las posibilidades, Hatch no estaba realmente muerto ni era un cadáver de verdad.

Al irrumpir en la superficie se encontró con un viento furioso que, en comparación, hacía parecer casi caliente el agua que le helaba hasta los tuétanos. Cuando aquel aire chocó con el interior de sus pulmones calientes hizo vacilar su corazón y le contrajo el pecho de dolor haciéndole la segunda aspiración más penosa que la primera.

Se dirigió hacia la orilla, abrazada a Hatch, tragando bocanadas de río a medida que éste salpicaba su rostro y escupiéndolo entre juramentos. La Naturaleza parecía estar viva como una bestia hostil y se sintió irracionalmente enojada con el río y con la tormenta, como si fueran entes racionales aliados voluntariamente contra ella. Trató de orientarse, pero ello no resultaba fácil en la oscuridad y con un viento aullador, sin terreno sólido donde apoyarse. Cuando vio la orilla, vagamente luminosa por el manto de la nieve que la cubría, intentó nadar hacia allí con un brazo, arrastrando a Hatch con la otra mano, pero la corriente era demasiado impetuosa para poder resistirla, incluso aunque hubiera podido nadar con los dos brazos. La corriente les arrastraba, unas veces bajo la superficie del agua por la resaca y otras devueltos al viento, recibiendo golpes de trozos de ramas de árbol o de fragmentos de hielo también a merced del agua, moviéndose de manera impotente e inexorable hacia alguna inesperada catarata o alguno de los mortales rápidos que jalonaban el descenso del río desde las montañas.

Había empezado a beber cuando le dejó Myra. Jamás podría arreglárselas sin una mujer. Sí, y a la hora del juicio, ¿no trataría con desprecio aquella excusa el Dios Todopoderoso? Sin dejar de asirse a la barandilla, Bill Cooper se agachó con indecisión al borde del precipicio para mirar atentamente el río. Más allá de la cortina que formaba la nieve al caer, habían dejado de verse las luces del Honda.

No se atrevía a apartar los ojos de la oscura escena que había abajo para mirar a la carretera a ver si llegaba la ambulancia. Tenía miedo de no recordar el punto exacto donde había desaparecido la luz cuando volviera a mirar al barranco y de enviar a la patrulla de rescate hacia un lugar equivocado de la orilla del río. El turbio paisaje en blanco y negro del barranco presentaba escasos puntos significativos de referencia.

—Vamos, a ver cuándo llegáis —musitó.

El viento, que aguijoneaba su rostro haciéndole los ojos agua y pegándole la nieve al bigote era tan cortante y ruidoso que ahogó el ruido de las sirenas de los vehículos de socorro hasta que éstos hubieron rebasado la curva de la montaña, avivando la noche con sus faros y destellos. Bill se incorporó y agitó los brazos para atraer su atención, sin apartar la vista del río.

Se detuvieron al lado de la carretera, detrás de él. Como una de las sirenas enmudeció antes que la otra, supo que habían llegado dos vehículos, probablemente una ambulancia y un coche patrulla policial. A buen seguro olerían el whisky en su aliento. No, tal vez no con aquel viento y aquel frío. Pensaba que se merecía la muerte por lo que había hecho pero si no iba a morir, tampoco se merecía perder su trabajo. Aquéllos eran tiempos duros. La recesión. No resultaba fácil encontrar un buen trabajo.

Los reflejos que despedían las balizas de emergencia prestaban a la noche un carácter estroboscópico. La vida real se había transformado en un fotograma, fragmentado y técnicamente absurdo, de una secuencia congelada, en la que la nieve de color escarlata en forma de aspersión de sangre caía vacilantemente desde un cielo herido.

Antes de lo que Lindsey podía imaginar, el ímpetu de la corriente la impulsó a ella y a Hatch contra una formación de rocas erosionadas por el agua que se alzaba como una hilera de dientes lisos en medio del curso del río. Los dos quedaron aprisionados en un hueco lo suficientemente angosto como para impedir que fueran arrastrados río abajo. Las aguas formaban remolinos de espuma a su alrededor, pero gracias a las rocas que tenía detrás, ya no necesitaba luchar contra la resaca.

Se sentía desfallecida, con todos los músculos del cuerpo fláccidos e insensibles. Apenas podía manejar la cabeza de Hatch para mantenerla fuera del agua, aunque ello exigía muy poco esfuerzo ahora que ya no debía luchar contra el río. Era incapaz de alejarse de Hatch, pero comprendía que mantener su cabeza fuera del agua era un trabajo inútil: se había ahogado. ¿Para qué engañarse a sí misma pensando que seguía vivo? Y cada minuto que pasaba reducía la posibilidad de reanimarle con la respiración artificial. Pero ella no cedería. No. Le asombraba su feroz negativa a abandonar la esperanza, pese a que, sólo momentos antes del accidente, la tenía perdida por completo.

El frío del agua había penetrado hasta los mismos huesos de Lindsey, paralizándola mental y físicamente. Cuando intentaba concentrarse para idear un plan que la permitiera salir del centro del río y alcanzar la orilla, era incapaz de ordenar sus pensamientos. Se sentía drogada. Sabía que la hipotermia iba acompañada de somnolencia y que el sopor daría paso a la pérdida de la consciencia y finalmente a la muerte, pero estaba determinada a mantenerse despierta y alerta a toda costa… De pronto, se percató de que había cerrado los ojos, cediendo a la tentación del sueño. El miedo la acosó. Pero en sus músculos se retorcieron renovadas energías.

Parpadeando febrilmente, con las pestañas escarchadas de una nieve que ya no se derretía con el calor de su cuerpo, miró con ojos de miope en torno a Hatch y a lo largo de la línea de rocas pulimentadas por el agua. La orilla estaba sólo a unos cinco metros de distancia. Si las piedras estaban tan juntas entre sí, tenía la posibilidad de remolcar a Hatch hasta la orilla sin riesgo de ser absorbidos por un hueco o arrastrados río abajo.

Su visión, empero, se había adaptado lo bastante a la oscuridad como para distinguir que los siglos de mansas corrientes habían labrado una abertura de metro y medio de ancho en la piedra granítica donde estaba atrancada. La abertura se hallaba a mitad del camino entre ella y la margen del río. Reluciendo débilmente bajo la obra de encaje de un chal de hielo, las aguas de color ébano aceleraban su paso al ser canalizadas hacia el hueco; no había duda de que al salir por el otro lado explotarían con tremenda fuerza. Lindsey sabía que estaba demasiado debilitada para impulsarse a sí misma por aquella poderosa afluencia. Ella y Hatch serían absorbidos por la brecha y, finalmente, irían a una muerte cierta.

Justo cuando rendirse a un sueño interminable empezaba otra vez a parecerle más sugestivo que continuar una lucha inútil contra la fuerza hostil de la Naturaleza, divisó unas extrañas luces en lo alto del barranco, a unos doscientos metros río arriba. Estaba tan desorientada y tenía la mente tan anestesiada por el frío, que, durante un rato, el palpitante resplandor carmesí le pareció algo extraño, misterioso y sobrenatural, como si contemplara el maravilloso halo de una presencia divina suspendida en el cielo.

Gradualmente fue comprendiendo que lo que veía eran las luces destellantes de la Policía o las ambulancias en lo alto de la carretera, y luego vislumbró más cerca los focos de las linternas, que rasgaban la oscuridad como espadas de plata. Los equipos de rescate descendieron por la pared del barranco, tal vez a unos cien metros río arriba, donde se había hundido el coche.

Ella los llamó, pero su grito le salió como un susurro. Volvió a intentarlo, con más éxito, pero seguramente no la habrían oído, a causa del fuerte viento, pues las linternas continuaron escrutando arriba y abajo la misma parte de la orilla del río y las aguas turbulentas.

De repente se percató de que Hatch había escapado de su presa y tenía la cabeza debajo del agua. Con la rapidez con que actúa una corriente, el terror de Lindsey se convirtió otra vez en ira. Sintió enfado contra el camionero por haber sido sorprendido en las montañas por una tormenta de nieve, contra sí misma por ser tan débil, contra Hatch por motivos que no sabía definir, contra el frío y el río insistentes; y rabia contra Dios por la violencia e injusticia de Su universo.

Lindsey encontraba más coraje en la ira que en el terror. Flexionó sus semicongeladas manos, agarró mejor a Hatch, le sacó otra vez la cabeza fuera del agua y lanzó un grito de socorro más fuerte que el fúnebre gemido del viento. Las linternas que había río arriba empezaron a apuntar de pronto en dirección hacia ella.

La embarrancada pareja parecía estar ya muerta. Cuando les enfocaron con las linternas, sus rostros flotaban en las oscuras aguas más blancos que los de dos aparecidos; translúcidos, irreales, muertos. Lee Reedman, un ayudante del sheriff del condado de San Bernardino, entrenado para el rescate de emergencia, vadeó hacia la orilla tirando de ellos, apoyándose en un terraplén de guijarros movedizos que se extendía hasta la mitad del río. Iba atado con un cabo de nylon de centímetro y medio de espesor, hecho de tres cuerdas retorcidas y capaz de resistir mil ochocientos kilos de peso, que estaba asegurado al tronco de un robusto pino y sujeto por otros dos agentes.

Se había despojado del anorak, pero no del uniforme ni de las botas, pues en aquella feroz corriente era imposible nadar, así que no tenía que preocuparse de que le estorbaran las ropas. Y, aunque estuvieran empapadas, algo le protegerían contra los peores bocados de las heladas aguas, reduciendo la cantidad de calor que sustraían a su cuerpo. Sin embargo, al medio minuto de haberse introducido en el río, cuando sólo estaba a mitad del camino de la pareja naufragada, Lee se sintió como si le hubieran inyectado un refrigerante por vía intravenosa. Creía que no habría sentido más frío de haberse sumergido desnudo en aquella corriente helada.

Hubiera preferido esperar a que llegara el equipo de rescate de invierno, que estaba ya en camino, formado por hombres experimentados en sacar esquiadores de avalanchas de nieve o seguros patinadores de hielos quebradizos. Ellos disponían de trajes isotérmicos impermeables y de todo el equipo adecuado. Pero la situación era demasiado desesperada para aguardar; los que estaban en el río no resistirían hasta que llegaran los especialistas.

Llegó a un orificio entre las rocas por donde las aguas fluían como succionadas por una gigantesca bomba aspirante y dio un traspié, pero los hombres de la orilla mantenían tensa la cuerda cediendo a medida que seguía la marcha, evitando así que fuera arrastrado por la corriente. Avanzó debatiéndose hacia donde se agitaban las aguas del río, tragando una bocanada tan horriblemente helada que el dolor le traspasó los dientes, pero consiguió asirse a la roca del lado opuesto del hueco y lo cruzó.

Un minuto después, boqueando en busca de aire y tiritando violentamente, Lee llegó hasta la pareja. El hombre se hallaba inconsciente, pero la mujer estaba alerta. Sus rostros aparecían y desaparecían bajo las luces, a veces coincidentes, que los enfocaban desde la orilla y los dos presentaban un aspecto espantoso. La carne de la mujer parecía haberse marchitado y haber perdido el color, de suerte que la natural fosforescencia de sus huesos brillaba como si tuviera luz interior, revelando el cráneo bajo la piel. Tenía los labios tan blancos como los dientes y, exceptuando su cabello negro, empapado, sólo sus ojos eran oscuros, tan hundidos como los de un cadáver e inexpresivos como los de un moribundo. En aquellas circunstancias, Lee no hubiera sabido decir, ni con un margen de error de quince años, la edad que tendría ni si sería fea o atractiva, pero sí advirtió en el acto que se encontraba en el límite de su resistencia, aferrándose a la vida sólo por pura fuerza de voluntad.

—Coja a mi esposo primero —dijo, empujando al hombre inconsciente a los brazos de Lee. Su estridente voz se quebraba con frecuencia—. Tiene una herida en la cabeza y necesita ayuda. ¡Vamos, dese prisa, maldito sea!

Su enojo no ofendió a Lee. Sabía que no iba dirigido contra él y que daba fuerzas a la mujer para resistir.

—Agárrese y continuaremos los tres juntos —dijo, alzando la voz por encima del murmullo del viento y del río embravecido—. No haga esfuerzos, no trate de agarrarse a las rocas ni de mantener los pies en el fondo. A ellos les será más fácil sacarnos tirando de la cuerda si nos limitamos a flotar como boyas.

Ella pareció comprender. Lee miró hacia la orilla y cuando una de las linternas le enfocó el rostro, gritó:

—¡Listos! ¡Ahora!

Los hombres de la ribera empezaron a recuperar cuerda, arrastrando a Lee, al hombre inconsciente y a la mujer exhausta.

Lindsey recuperaba y perdía alternativamente la consciencia cuando la sacaron del agua. Durante un rato, la vida pareció una cinta de vídeo movida rápidamente hacia delante, de una escena a otra elegida al azar, con trozos en blanco y negro entre medio. Estaba tendida sobre el suelo, jadeando, en la orilla del río, cuando se arrodilló a su lado un joven socorrista con una barba poblada de nieve y le enfocó los ojos con una linterna tipo lapicero para comprobar la dilatación irregular de sus pupilas.

—¿Puede usted oírme? —le preguntó.

—Desde luego. ¿Dónde está Hatch?

—¿Puede usted decirme cómo se llama?

—Él necesita reanimación cardiopulmonar.

—Nos estamos ocupando de él. Y, ahora, ¿puede decirme su nombre?

—Lindsey.

—Bien. ¿Tiene frío?

Parecía una pregunta estúpida, pero entonces comprendió que ya no se estaba congelando. De hecho, un calor ligeramente desagradable le había invadido las extremidades. No era el calor agudo y doloroso de las llamas, sino que sentía como si sus manos y sus pies se hubieran sumergido en un líquido cáustico que disolviera gradualmente y dejaba al descubierto en carne viva las terminaciones nerviosas. Sin necesidad de que se lo dijeran, supo que su insensibilidad al cortante viento de la noche era un síntoma de deterioro físico.

La cinta de video avanzaba rápidamente.

Estaba siendo transportada en una camilla. La llevaban a lo largo de la orilla del río. Colocada con los pies hacia delante, podía girar la cabeza y ver al hombre que cargaba con la camilla por detrás. El terreno, cubierto de nieve, reflejaba los focos de las linternas, pero aquel tenue y extraño resplandor apenas alumbraba lo suficiente para revelar los contornos de la cara de aquel desconocido y añadir un inquietante vislumbre a sus acerados ojos.

Aquel momento y aquel lugar, tan incoloros como un dibujo al carbón, extrañamente silenciosos, plagados de movimiento y misterio, como un sueño nocturno, semejaban una pesadilla. Sintió que su corazón se aceleraba al volver la cabeza arriba y atrás y mirar bizqueando a aquel hombre casi sin rostro. La irracionalidad de lo onírico configuraba sus temores y súbitamente tuvo la certeza de que estaba muerta y de que los hombres que la transportaban en la camilla no eran hombres sino portadores de carroña que la conducían a la barca que la llevaría a la tierra de los muertos y los condenados atravesando la Laguna Estigia.

La cinta de video avanzaba rápidamente…

Atada ahora a la camilla y situada casi en posición vertical, estaba siendo izada por el escarpado terraplén del barranco cubierto de nieve por unos hombres invisibles que tiraban desde arriba con un par de cuerdas. Otros dos hombres la acompañaban, uno a cada lado de la camilla, hundiéndose penosamente en la nieve hasta las rodillas, guiándole para vigilar que no se diera la vuelta.

Empezaba a acercarse a los faros destellantes de emergencia. Cuando el resplandor carmesí la rodeó completamente, oyó sobre ella las voces apremiantes de los socorristas y el chisporroteo de las radios en la frecuencia de la Policía. Al empezar a oler el humo picante de los tubos de escape de sus vehículos, supo que iba a sobrevivir.

«Una limpia escapada por segundos», pensó. Incluso estando en las garras de un delirio nacido del agotamiento, confusa y con la mente embotada, Lindsey se hallaba lo bastante consciente como para sentir cobardía por aquel pensamiento y por el subconsciente deseo que representaba. ¿Escapado sólo por segundos? De lo único que había escapado era de la muerte. ¿Tan deprimida estaba aún por la pérdida de Jimmy que incluso después de cinco años consideraba su propia muerte como una liberación aceptable de la carga de sus penas? «¿Entonces, por qué no me rendí al río? —se preguntó—. ¿Por qué no me dejé llevar?». Hatch, por supuesto. Hatch la necesitaba. Ella estaba dispuesta para abandonar este mundo con la esperanza de pisar en otro mejor. Pero, pensando en Hatch, no había sido capaz de tomar semejante determinación, y rendir su vida en tales circunstancias hubiera significado rendir también la de él.

Tras un traqueteo y una sacudida, la camilla salvó el borde del precipicio y fue depositada horizontalmente en el arcén de la carretera de montaña, al lado de una ambulancia. La nieve roja se arremolinaba sobre su cara. Un socorrista de rostro curtido y bellos ojos azules se inclinó sobre ella.

—Se pondrá usted perfectamente bien.

—Yo no quería morir —dijo Lindsey.

En realidad no se dirigía al socorrista. Estaba arguyéndose a sí misma, tratando de negar que su desespero por la pérdida de su hijo se había convertido en una infección emocional tan crónica que, en secreto, deseaba unirse a él mediante la muerte. Pero la imagen que tenía de sí misma no incluía la palabra «suicida» y sufría una conmoción y un rechazo al descubrir, bajo el intenso estrés, que podía haber sentido un impulso así.

Una limpia escapada por segundos…

—¿Quería yo morir? —preguntó.

—No va usted a morir —le aseguró el socorrista mientras él y otro hombre desataban las cuerdas de los brazos de la camilla, como un acto preparatorio para cargarla en la ambulancia—. Lo peor ya ha pasado. Lo peor ha pasado.